sábado, 12 de mayo de 2012

Necesidad de una biblioteca

12/Mayo/2012
Babelia
Antonio Muñoz Molina

Una tradición es el suelo fértil del que se alimenta la invención literaria, la roca dura en la que establece sus cimientos; también la caja de resonancia y el muro contra el que la invención rebota y el que golpea a veces con la voluntad de derribarlo, de construirse a sí misma con la insolencia del saqueo. Quizás no haya originalidad más radical que la que se levanta con materiales de derribo. Borges, convirtiendo en paradoja irónica una idea de T. S. Eliot, conjeturó que un escritor influye a sus antecesores, porque nos fuerza a mirarlos a través del ejemplo que él ha establecido. De este modo, Kafka influye a Herman Melville, que murió cuando él tenía ocho años, porque no podemos leer Bartleby el escribiente sin pensar de inmediato en las fábulas de Kafka, sin convertir de algún modo esa novela en una de ellas. A Borges sin duda le halagaría saber que muchos de nosotros reconocemos su influencia sobre Miguel de Cervantes.
En manos de la crítica casticista y nacionalista española, el Quijote se había convertido en una especie de gran catafalco patriótico, en una alegoría de nuestro ser dolorido y profundo, de nuestras esencias más espesas. Cervantes, un escritor tan poco representativo de la literatura española de su tiempo, tan ignorado como modelo por la mayoría de los narradores españoles hasta Pérez Galdós, habría creado una especie de biblia severa de la españolidad. Uno leía el Quijote y con mucha frecuencia soltaba carcajadas, y disfrutaba de los despropósitos, de ese impulso carnavalesco y rabelaisiano que hay en la novela. Pero luego estudiaba a los prebostes del noventayocho y todo era metafísica nacional y simbolismo de páramo castellano. Fue Borges, en Pierre Menard, en algunos ensayos, en unos cuantos poemas, quien primero resaltó la condición obvia de juego literario de la novela, de gran broma en serio sobre la naturaleza misma del acto de contar. Eso ya lo habían visto, desde luego, los novelistas ingleses, desde el siglo XVIII hasta bien entrado el XIX, desde Fielding y Sterne a Dickens; por no mencionar a esos otros cervantinos inmensos que son el Mark Twain de Huckleberry Finn y el William Faulkner que en Las palmeras salvajes inventa a la pareja tragicómica del preso alto y flaco enloquecido por las novelas baratas y el preso gordo y corto de estatura que solo aspira en la vida a disfrutar indefinidamente de la rutina carcelaria.
No se puede ser contemporáneo sin una tradición. Cada uno, más o menos, va eligiendo la suya, sobre todo en culturas tan sobresaltadas como las hispánicas, en las que el diálogo entre las generaciones se interrumpe con mucha frecuencia por desastres civiles, por terribles penurias que llevan a la dispersión o a la directa aniquilación de zonas enteras del pasado. Uno ve las colecciones de clásicos de otros países y tiende a quedarse abrumado y acomplejado. Una tradición no son nombres de autores y títulos de libros que flotan en el aire y que ejercen su influencia igual que se dispersa el polen de una planta: son volúmenes tangibles, son ediciones críticas, son bibliotecas en las que se custodian, son anaqueles de librerías en los que sus lomos despiertan la atención y la codicia de los lectores. En la lengua francesa está la La Pléiade, que combina de una manera insuperable el rigor textual y crítico con la sensualidad material. Los tomos de La Pléiade tienen un aspecto austero, como sería propio de una colección de obras maestras de la literatura universal, pero su tamaño se ajusta exactamente a un bolsillo, y sus tapas de piel y su papel ahuesado dejan en las manos una sensación de flexibilidad muy parecida al efecto de una caricia. La Pléiade es una colección bastante cara: pero en cualquier librería francesa hay una inundación magnífica de ediciones críticas de primera calidad en formato de bolsillo y a precios ridículos. Una edición así en tres tomos compré yo el invierno pasado de los Ensayos de Montaigne. Tan solo la tipografía está modernizada: las introducciones, las notas, resuelven las dificultades del texto y mantienen intacto el sabor del estilo y la complejidad de la lectura, mostrando a Montaigne como un hombre plenamente de su tiempo y del nuestro, el fundador de una manera de mirar y escribir, de estar en el mundo, que es tan contemporánea como esa tradición que no se ha interrumpido desde que se publicaron por primera vez los Ensayos: la escritura de la divagación, la caminata, el paseo, la mirada irónica pero no desapegada, el examen escéptico de uno mismo.
Leemos y comprendemos a Montaigne gracias al trabajo acumulado de muchas generaciones de filólogos. Yo no sabría calcular con cuántos de ellos estoy en deuda cuando leo una buena edición del Quijote, del Lazarillo de Tormes, del Buscón, de La Celestina, de la gran Crónica de Bernal Díaz del Castillo. Uno construye su propia tradición sin obedecer más límites que los de sus capacidades personales, sus afinidades o sus azares, y puede ser discípulo de autores que han escrito en muchas lenguas, pero hay secretos de la expresión que tal vez solo puede aprender en la suya propia. Inevitablemente el Quijote, La Celestina o el Lazarillo me hablan más hondo porque la lengua en la que están escritos es la de mis orígenes, en un sentido casi más biológico que cultural. Con esas palabras aprendí que se podía dar nombres a las cosas. Sumergido a medias en otro idioma que ya también se ha hecho mío, el castellano de Cervantes o de Fernando de Rojas resalta por comparación con su sonido más puro, con su rotundidad de guijarros.
Los leo de nuevo gracias a una gran hazaña colectiva de filología instigada por el profesor Francisco Rico, que a diferencia de casi todos nosotros tiene una existencia doble, porque es un erudito de carne y hueso y un personaje de novela de Javier Marías. Sin duda esa otra identidad quimérica le hace más sensible a las fantasmagorías necesarias de la literatura. Con una mezcla muy cervantina de quijotismo y determinación práctica el profesor Rico lleva muchos años empeñado en construir una biblioteca en la que están contenidos en las mejores condiciones posibles los libros fundamentales de la literatura en lengua castellana. El proyecto es menos desmesurado que el de La Pléiade, pero como estamos en España y no en Francia su cumplimiento viene siendo mucho más azaroso. La inseguridad sigue siendo la única cosa constante entre nosotros, como bien sabía Galdós, que escribió esas palabras. Más fuerza de la que se pone en construir se pone con mucha frecuencia en derribar lo ya levantado o en socavarlo para que no salga adelante, a no ser que se trate de alguna de esas arquitecturas delirantes a las que tienen o tenían tanta afición los políticos.
Pero caldea el ánimo que en tiempos como estos se reanude el esfuerzo por restituir esa biblioteca de todas las palabras mejores escritas a lo largo de siglos en nuestro idioma: no eso que se llama despectivamente el peso de la tradición, sino su impulso, su desafío constante de contar por escrito el mundo.
Biblioteca Clásica de la Real Academia Española (BCRAE). Dirección de Francisco Rico. Constará de 111 volúmenes. Los últimos publicados son Historia verdadera de la conquista de Nueva España, de Bernal Díaz del Castillo; Lazarillo de Tormes; La Dorotea, de Lope de Vega, y La Celestina, de Fernando de Rojas. Real Academia Española / Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. www.bcrae.es.
antoniomuñozmolina.es

El (nuevo) malestar en la cultura/ y III

12/Mayo/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

No debe servir de consuelo, pero es necesario hacerlo notar: si lo que conocíamos como alta cultura no pasa por una buena racha, tampoco en la acera de enfrente, eso que ilusamente se dio en llamar contracultura, goza de buena salud. En caso de que no sea ya un cadáver, es hoy por hoy una mera estrategia mercadotécnica, una tarjeta de presentación que abre puertas y convoca tontos por doquier.
Desde que los rockeros son nombrados caballeros o premiados por vetustas monarquías; desde que los vanguardistas de las artes visuales actúan como gerentes de una empresa (nada artística); desde que los revolucionarios, de Marx al subcomediante Marcos (perdón, así le llamábamos casi con cariño), son llaveros, playeras, calzoncillos y carteles; desde que el “nuevo periodismo” privilegió la ficción literaria por sobre los hechos y su análisis (hasta construir realidades que solo quien las redacta reconoce); en fin, desde todos estos indicios, cabe reflexionar sobre ese momento de máxima confusión que vivimos.
Y quizás el problema menor es el que apunta Mario Vargas Llosa en su nuevo libro La civilización del espectáculo: “… han ido desapareciendo de nuestro vocabulario, ahuyentados por el miedo a incurrir en la incorrección política, los límites que mantenían separadas a la cultura de la incultura, a los seres cultos de los incultos. Hoy ya nadie es inculto o, mejor dicho, todos somos cultos”.
Como en un gran coctel de fanfarrones, priva la impostura culta: la gente que sabe de todo, los sensibles a toda manifestación artística y, desde luego, los indignados por diversas causas que es muy bueno (y muy rentable) abrazar.
Dice Vargas Llosa: “Queríamos acabar con las élites, que nos repugnaban moralmente por el retintín privilegiado, despectivo y discriminatorio con que su solo nombre resonaba ante nuestros ideales igualitaristas y, a lo largo del tiempo, desde distintas trincheras, fuimos impugnando y deshaciendo a ese cuerpo exclusivo de pedantes que se creían superiores y se jactaban de monopolizar el saber, los valores morales, la elegancia espiritual y el buen gusto. Pero hemos conseguido una victoria pírrica, un remedio peor que la enfermedad: vivir en la confusión de un mundo en el que, paradójicamente, como ya no hay manera de saber qué cosa es la cultura, todo lo es y ya nada lo es”.
Y todo eso es cierto, pero más aún lo es —y esa es precisamente la distancia esencial que creo hay que tomar con respecto de lo que dice Vargas Llosa– el hecho de que siempre lo ha sido: las élites, una y otra vez, han visto perder su hegemonía y muchas más veces han tenido que reconstituirla ante los embates del vulgo, los reformadores, los radicales o los llamados posmodernos. Incluso en una sociedad como la griega o la romana, dividida claramente entre hombres libres (aptos para disfrutar de la poesía, debatir la política, apreciar la oratoria y el teatro) y esclavos (dedicados a realizar las faenas más vulgares), constantemente surgían voces y manifestaciones que podían hacer pensar que la cultura no se mantenía en un nicho puro y perfecto. Personajes como Crates o Diógenes introducían desde entonces mucho ruido entre la capa pensante de la sociedad y los demás estamentos.
En distintas épocas no han faltado quienes hagan sonar las campanas de alarma frente al avance de la vulgaridad o la decadencia. Hoy, con mayor razón en un clima de masificación de las nuevas tecnologías, para apuntar un ingrediente adicional, no es la excepción.
La incomodidad de Mario Vargas Llosa frente a este nuevo panorama es comprensible aunque no compartible. Menos aún su pesimismo. El cine, las artes visuales, el teatro o la misma literatura, nunca han sido (por fortuna) lo que creíamos que eran; sus épocas de oro lo fueron tanto como lo siguen siendo hoy en la medida en que se produzca la chispa del arte. Por supuesto, hay grandes periodos de creación que son susceptibles de reconocimiento especial, pero no podemos ningunear la actualidad, por lo menos no en conjunto, en aras de ensalzar tiempos felices donde todo era ideal.
En su ensayo El intelectual melancólico (Anagrama, 2011), Jordi Gracia escribe:
“El melancólico deja de comprender de golpe, atosigado con tanta vulgaridad, que esa muchedumbre de libros y obras en circuitos masivos y comerciales no se dirigen a él sino a otros, y satisfacen boberías más modestas y humildes o menos sofisticadas que las suyas…, sin dañar ni perjudicar a las suyas, sin rebajarlas ni afectarlas y, mucho menos, sin impedir la difusión simultánea de sus exquisitas producciones…”
De tan complejo, el fenómeno cultural merece de cuando en cuando dudas y reflexiones como las de Mario Vargas Llosa. Su melancolía responde a un momento de gran confusión, ciertamente, pero acaso olvida que la belleza, las grandes emociones del verdadero arte, el regocijo intelectual, el placer de la palabra y la música, se sobreponen todo el tiempo al maremágnum en el que surfea el espectáculo.
Parece un milagro. Y lo es.

jueves, 10 de mayo de 2012

Dilemas de la crítica

Mayo/2012
Letras Libres
Enrique Serna

Los escritores y artistas que no menosprecian al común de los mortales, pero tampoco aceptan ceñirse a los gustos de la masa, tratan de influir en la opinión pública para orientar a los lectores que necesitan una brújula para abrirse camino entre la maleza editorial. Quienes lo consiguen pueden convertir la crítica en una herramienta de combate muy eficaz. Sin embargo, cuando este liderazgo se ejerce con talante autoritario, entraña el riesgo de anular el criterio del lector, justamente la cualidad que busca desarrollar cualquier tarea educativa, desde los tiempos de Sócrates hasta hoy. El principal defecto de los esnobs es su débil capacidad para el juicio personal, que los supedita en exceso a los enfoques de la minoría privilegiada o culta. Un maestro fracasa cuando su alumno lo respeta tanto que solo puede repetir como un loro lo que le ha enseñado, sin apartarse un milímetro de la lección aprendida. La misión de las minorías que no buscan encerrarse en guetos excluyentes no solo debe consistir, por lo tanto, en afinar la apreciación intelectual y estética del público, sino en incitarlo a poner en tela de juicio los cánones de la tradición, las modas literarias y artísticas, los sellos de prestigio que parecen irrefutables, no con el fin de predisponerlo a la descalificación fácil, sino para forzarlo a pensar y juzgar por su cuenta.
Los clásicos han pasado la prueba del tiempo y por lo tanto, su valor no está sujeto a grandes fluctuaciones, pero un lector sagaz puede contravenir incluso los veredictos de la tradición. Hay escuelas literarias o corrientes de pensamiento que logran revolucionar los gustos y las ideas dominantes, ya sea desenterrando autores olvidados o condenando al olvido a celebridades marchitas. En el ámbito de la literatura española, la revaloración de Góngora por parte de la Generación del 27 demuestra que un menosprecio injusto mantenido durante dos siglos, puede revertirse cuando los críticos de un canon enmohecido han sabido conquistar la confianza y el respeto de los lectores. En los juicios sumarios de un genio como Borges siempre hay un ingrediente de arbitrariedad que nos obliga a tomarlos con pinzas, pues menospreciaba géneros en bloque, por ejemplo, la novela realista del siglo XIX. Quien admire a Borges al extremo de tomar sus opiniones como dogmas, pero al mismo tiempo respete a Ortega y Gasset y al caudillo del surrealismo André Breton, descubrirá con perplejidad que estos tres árbitros del gusto juzgaban la literatura de su época y el legado de la tradición con raseros diametralmente opuestos. Ortega y Gasset, por ejemplo, creía que, bajo el reinado del monólogo interior, la fabulación caería en desuso y la narrativa del futuro solo buscaría reflejar estados de conciencia. Borges lo refutó en el prólogo a La invención de Morel, la gran novela fantástica de su amigo Bioy Casares, quien demostró, por si hiciera falta, que la fabulación gozaba de perfecta salud. A su vez, André Bretón creía que la novela era un género caduco y condenó toda la poesía contaminada por el espíritu crítico (es decir, casi toda la poesía universal). En represalia por esa arbitrariedad, ni Borges ni Ortega concedieron valor alguno a la poesía surrealista. ¿Quién tenía la razón en estas polémicas? ¿Todos o ninguno?
Puesto que los sellos de prestigio son a menudo contradictorios y beligerantes, un lector que se guíe demasiado por ellos puede quedar atrapado en un callejón sin salida. Como las minorías más calificadas libran una guerra permanente por la rectoría del gusto, sus juicios tienen siempre un valor relativo. Para tomar partido en estas querellas, o adoptar una posición ecléctica (lo más recomendable, a mi juicio), el individuo abierto a todas las influencias solo puede confiar en su propio criterio, procurando, eso sí, conocer las obras y los argumentos de todos los bandos involucrados en la polémica literaria. Con más razón debemos estar alertas contra las trampas de la mercadotecnia editorial, que ha logrado uniformar el gusto de su clientela cautiva y año tras año lanza al mercado decenas de libros avalados por una autoridad más o menos respetable (el jurado de un premio, el prologuista famoso) a la que se utiliza para intimidar al lector esnob, presentando el libro como “cosa juzgada”. Existen muchos interesados en presionar al público para que renuncie a sus propios gustos y opiniones (lo que equivale a renunciar a la propia personalidad), o en restringir la oferta editorial para restarle elementos de juicio, pues cuanto más dócil sea el lector, más ingenuamente consumirá las baratijas prestigiosas que abarrotan las mesas de novedades. ¿Cómo impedir esta epidemia de credulidad inducida si la autoridad intelectual busca siempre acatamiento y respeto? ¿Se puede predicar al mismo tiempo la obediencia y la insumisión? ¿Cómo hacer valer el prestigio bien ganado sin fomentar el esnobismo? ~

Ráfagas sobre el ensayo

Mayo/2012
Letras Libres
Luigi Amara

En estas mismas páginas, en el número de marzo, se publicó una crítica de Rafael Lemus a mi escrito “El ensayo ensayo”. Esta es mi respuesta. Ya que es una excentricidad inesperada que estemos discutiendo los alcances del ensayo, creo que no está de más agradecer a Letras Librespor albergar y alentar esta polémica.

Hubo un tiempo sin ensayos. Antes de 1580, fecha en que Montaigne usa la palabra para referirse a sus tanteos, había formas de escritura que guardaban cierto parecido de familia: disertaciones, diálogos, sumas, epístolas, tratados, etc., en algunas de las cuales reconoce a sus precursores. ¿Qué terquedad o confusión, qué ligereza de juicio, lleva a que ahora casi cualquier cosa se haga pasar por ensayo bajo la sonrisa complacida del crítico?
Referirse a Montaigne como una suerte de comparsa en la historia del ensayo; creer que el acento personal del género es una especie de “moda”: indicios de que no orbitamos en la misma galaxia.
El ensayo, al menos hasta hace muy poco, carecía de pedigrí. Era el apestado de las investigaciones serias, el irresponsable que no quiere llegar a ningún lado, el rumiante un tanto gagá que reflexiona al margen. Algún cataclismo debe de estar sucediendo para que, desde todos los rincones imaginables, se reclame el derecho, no tanto a ensayar, sino a ostentar el nombre.
A fin de recuperar ese talante subjetivo, resueltamente provocador que lo recorre desde Montaigne hasta, digamos, John D’Agata o Luis Ignacio Helguera, se ha hablado de ensayo “informal”, “anecdótico”, “personal”, “creativo”, “moral”, “lírico” y también “verdadero”. Mi tautológico y machacón “ensayo ensayo” era un homenaje a aquel “enfático ensayo” de Adorno, pero también una reducción al absurdo para apuntar hacia un ensayo sin adjetivos.
Se tacha de “esencialista” el intento de perfilar el ensayo. Una condena que pasa por alto que, incluso en la caracterización más ceñida, la ortodoxia del ensayo es herejía.
Por su carácter proliferante, movedizo y promiscuo, definir el ensayo se antoja descabellado; pero la idea de problematizarlo, de preguntar por sus fronteras porosas, de reflexionar sobre sus límites, parece no solo pertinente sino que, de algún modo inesperado y oblicuo, pone el dedo en la llaga. ¿De qué otra manera retomar su impulso experimental y llevarlo más allá?
Del mismo modo que la estela de un barco no determina su curso, destacar el linaje del ensayo no equivale a plantear una preceptiva.
Si hay un aire conservador en todo esto, estaría en la insistencia de escolarizar al ensayo, en darle la espalda a su propia tradición para volver a la forma cerrada de la teoría, en vestir de toga y birrete a Huckleberry Finn. En olvidarse de su carácter elástico para enfatizar –¡qué audacia!– lo escolástico.
En lugar de subjetivo, el crítico lee “egotista”; en lugar de tentativo, resume olímpicamente “impresionista”. En ese afán de caricaturización se encuentra, más que el meollo del debate, el autorretrato involuntario del crítico.
Nada de qué asombrarse: los pedales de mucha de la crítica contemporánea son la caricatura y el gusto por amontonar descalificaciones.
No es infrecuente que se invoque el nombre de Adorno como elemento decorativo. Sin embargo, habría que cuidar de que al hacerlo, como quien coloca un florero en medio de la habitación, no quede de cabeza.
T. W. Adorno no oficia las bodas del ensayo y la teoría. Defiende que, sin importar su eje subjetivo, sea capaz de alcanzar un tipo de verdad, de objetividad, diferente. Su medida no es la verificación de tesis, sino la experiencia humana individual.
Hay que tener una idea muy rupestre –o muy laxa– de lo que es una teoría para pretender que “el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos” autoriza a hablar de un ensayo teórico. En ocasiones es tropiezo lo que tomamos por salto.
Aunque picotee aquí y allá, absorba teorías y maneje conceptos, el ensayo procede desde la sospecha: frente al método, frente a las reglas del juego teóricas, frente a la especialización erudita, frente al ideal de una construcción cerrada, que agota su tema. Su rasgo no es la afirmación, sino la incertidumbre.
Detrás del ensayo suele estar el error.
“El ensayo –escribe Adorno– es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional.” Más abierto, pues se resiste a los residuos de la escolástica y a las infiltraciones de los filosofemas ya empaquetados y listos para consumo. Más cerrado “porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición”, porque se obliga a una intensidad mayor que la del pensamiento discursivo.
Lejos de entregar un informe sobre las cosas, de limitarse a su representación objetiva, en el ensayo las cosas cobran una nueva forma a través de la imaginación y la escritura. Si hay una verdad en todo ello, es de tipo poético, puesto que el ensayo es una variedad de la poesía.
Aun el enfant terrible del ensayo, Ander Monson, quien ha visto en él una forma de hackeo, no pierde de vista los límites del género y avanza desde su interior para ampliarlos, para llevarlos a su tensión máxima: “Los temas tácitos de todos los ensayos son el ensayo mismo, la mente del escritor, el yo en el proceso de tamizar y percibir, incluso si el yo es tácito, nunca evidente, oculto.”
Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística.
El ensayo incomoda porque se mueve en las intersecciones, en las zonas de nadie, en ese desfiladero donde cada nuevo paso parece realizarse en el aire, fuera de lo literario pero también de lo académico. Porque “con conceptos querría abrir de par en par lo que no entra en conceptos” (Adorno).
Su soberanía frente a lo fáctico, su libertad de movimiento frente a la teoría, pueden hacer pensar que el ensayo se desentiende de la realidad. ¿Cómo podría hacerlo, si aspira a verter la experiencia humana sobre la página?
El ensayo como membrana –como interposición– entre la mente y el mundo. El ensayo como ósmosis o, mejor, como bitácora del flujo y reflujo en ese diminuto poro que llamamos el yo.
Porque subordina la crítica a la experimentación personal, por antropomorfista y polimórfico, por ametódico e inestable, por disperso y anacrónico, pero sobre todo porque antepone la búsqueda de la felicidad a la verdad, el ensayo no es solamente un género literario ni una práctica más o menos extendida. Es un proceso, una vía de transformación, en primer lugar de uno mismo, a través de la escritura.
Quien percibe en las divisiones de género cierto tufillo de cárcel y presiente comisarios y cancerberos pasa por alto que, en todo caso, el ensayo es “una prisión de mínima seguridad” (David Shields). Salir de ella comporta al menos el sentido del riesgo.
El crítico se molesta cuando le desacomodan los libros de su biblioteca. Le gustaría que todo se ajustara a su criterio, que el orden implícito que guía sus lecturas –y sus estantes– no fuera alterado. Pretende, tal vez, que todo se quede como está.
¿Dónde está el escándalo de tomar, digamos, Lenguaje y significado de Alejandro Rossi, y retirarlo del librero del ensayo? ¿O Logoi: una gramática del lenguaje literario de Fernando Vallejo? ¡Fuera!
O El deslinde de Alfonso Reyes. Pero antes de expulsarlo, no estaría mal que lo repasara. ¡Es de teoría literaria! Y allí se pregunta lo que según esto ya no tiene sentido: si cabe distinguir entre literatura y no literatura.
Lo de menos, desde luego, es el orden de la biblioteca. La cerrazón, la actitud recalcitrante, tiesa, estrecha, retrógrada (¡qué fácil es descalificar!), está en no permitir que se cuestione toda esa masa de textos que, con la coartada de lo ensayístico, pero sin nada de invención, de impulso experimental, se limitan al confort de opinar.
Si delinear los contornos movedizos del ensayo es anatema, ¿habría que contentarnos con la etiqueta mercadológica de la no-ficción? ¿O con esta gema de la lucidez: el ensayo es prosa, prosa discursiva? Pero no olvidemos que Alexander Pope publicó en verso su Ensayo sobre el criticismo y que ahora proliferan videoensayos como los de Laura Kipnis.
“La hospitalidad del término no-ficción: un vestidor completo etiquetado como no-calcetines” (David Shields).
¿Qué se gana con decir que las tareas escolares, los reportajes periodísticos, los libros de divulgación, las colecciones de artículos, las promesas de campaña y en general toda la doxa encuadernada son ensayo? ¿No es mucho más lo que se pierde?
El ensayo: esa pregunta. Esa forma anacrónica y siempre abierta. Sin embargo, parafraseando a Kant, el ensayo no se engrandece confundiendo sus límites: se desfigura.
Una cosa es expandirse en todas direcciones y otra muy distinta es ser amorfo. Uno de los temas recurrentes del ensayo es el ensayo mismo, sus limitaciones, sus bordes, pues esos bordes coinciden con los de la propia mente, que gracias al ensayo se resiste a anquilosarse.
Una prueba de que el ensayo no es cualquier tipo de prosa, mucho menos esa práctica quién sabe qué tan maquinal para proferir opiniones y teorías al vapor, es que no se cruza de brazos ante sus bordes muchas veces cortantes. Que al llegar al filo de lo que conoce, de lo que es aceptable y consabido, se atreve a ir más allá. ~

martes, 8 de mayo de 2012

Los rostros fundamentales de la tradición literaria mexicana

8/Mayo/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Armando González Torres es poeta y ensayista, de esa doble faceta creativa siempre nacen sus libros, esos que se nutren y se enriquecen de las lecturas. Así nació La pequeña tradición: Apuntes sobre literatura mexicana, un libro que recoge 18 retratos de escritores mexicanos, o muy conocidos o casi olvidados, pero que son rostros fundamentales de la tradición literaria de este país.
La mirada que el ensayista echa sobre los 18 escritores -poetas, narradores y ensayistas- es tan amplia como las búsquedas de estos mexicanos. Así va de autores muy conocidos y leídos como Alfonso Reyes, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, José Gorostiza, Jorge Cuesta y José Revueltas, a otros tantos casi desconocidos u olvidados como Carlos Díaz Dufoo hijo, Rubén Salazar Mallén, Francisco Cervantes y el padre Manuel Ponce.
“Son retratos de 18 autores que sin proponérselo, sin formar un programa artístico ni nada por el estilo conforman una pequeña tradición que se caracteriza por establecer un contrapeso a una literatura hegemónica que privaba en ese momento, una literatura que consideraba la cuestión artística como algo pedagógico, pragmático, que debería tener utilidad y rentabilidad social”, señala el poeta y ensayista nacido en la ciudad de México en 1964.
González Torres afirma que frente a esa literatura hegemónica “estos escritores trabajan una literatura exigente, a veces con temas intimistas, mucho más orientada a la introspección y sobre todo con una idea muy clara de la autonomía del campo literario con respecto a los imperativos sociales y morales”.
De ahí que considere a estos 18 escritores, entre los que también se encuentran Juan Vicente Melo, Alejandro Rossi, Jorge Ibargüengoitia, José de la Colina, Gerardo Deniz, Eduardo Lizalde, Salvador Elizondo y Ramón Xirau, como seres con vidas ejemplares.
Expresa además que aunque no son autores que evaden su realidad social, pues allí están los ejemplos de Jorge Cuesta o José Revueltas que tienen una vida personal, muy cruda, sus dilemas están entre un arte puro y un arte comprometido, entre la fidelidad a su fuero interior y a su honestidad artística y la fidelidad a las consignas de su partido, que al final de cuenta es un conflicto público y un conflicto interior tremendo.
“Aún dentro del canon ellos viven en el margen, establecen equilibrios muy difíciles entre su vida pública, su estatus y su credo artístico, porque no son mártires quizás Cuesta y José Revuletas sí llevaron a extremos estos dilemas entre su arte y su vida pública, pero en muchos otros casos como Villaurrutia, Gorostiza, Torres Bodet y el propio Reyes, establecen equilibrios muy delicados, muy francos, muy inteligentes entre en lo que es su actuación pública y la defensa de su integridad y su credo artístico”, afirma el ensayista y poeta.
Literatura postrevolucionaria
La pequeña tradición: Apuntes sobre literatura mexicana es también un mapa con las coordenadas de Armando González Torres, es un mosaico conformado por escritores que le interesan al ensayista y poeta donde da cuenta de su obra y de su vida. Todos son encuentros distintos, parten de sus obsesiones o de sus temores, de sus deseos y de sus desencuentros, de sus afanes solitarios o enfrentamientos. son ensayos escritos por el autor a lo largo de varios años, motivados muchos, por la efeméride que dice “muchas veces es lo que nos permite echar una mirada al pasado”.
González Torres no quiso establecer un canon intentan, sino refrescar la memoria literaria de los mexicanos “una memoria muy dependiente de la novedad y de lo efímero y por ende muy vulnerable a los dictados de la mercadotecnia y la publicidad”.
El ensayista que recién publicó también Sobreperdonar, un libro de ministuras literarias, afirma que La pequeña tradición: Apuntes sobre literatura mexicana (DGE Equilibrista y Dirección de Literatura de la UNAM) trata de autores que escriben su obra entre principios de siglo XX, después de la Revolución Mexicana, y la década de los 50 y principios de los 60.
“Son autores que van desde la llamada Generación del Ateneo, hasta la llamada Generación del Medio Siglo, abarca desde figuras muy conocidas hasta figuras olvidadas... son escritores que de alguna manera establecen un contrapeso a esta orientación que tras la Revolución se exacerba en la literatura mexicana , una orientación social, pragmática, pedagógica que tiende a utilizar la literatura como un cemento social y representación de lo nacional y donde muchos otros temas personales son vistos como poco significativos y poco patriotas”.
La pretensión de Armando González Torres es decir que no sólo hay una literatura actual determinada por la mercadotecnia, sino también autores como el padre Manuel Ponce que pertenece a una tradición que se ha vuelto marginal dentro de la literatura mexicana.

domingo, 6 de mayo de 2012

El poeta es sólo otro

6/Mayo/2012
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

–Naciste en un año crucial de la vida política, económica y social de México, 1968, ¿qué significa esto para ti?
–Derrumbe y expectativa, son dos palabras que me llegan a la mente cuando se menciona el ʼ68. Pero más que nacer en una fecha tan simbólica, soy producto de sus consecuencias, de sus crisis y ésas son las que me marcaron. Los años posteriores son de corrupción, abusos y una profunda desconfianza social. La infancia la viví entre los gobiernos sinvergüenzas de Echeverría y López Portillo, así que aprendí desde pequeño a ser desconfiado y pesimista, y por supuesto son conceptos que están presentes en mi obra.
–Acabas de ganar el premio más prestigiado de poesía de este país, el Aguascalientes, ¿cómo recibiste la noticia?
–La noticia no la recibí yo, sino mi esposa Citlali y mis hijas Zoe y Zyanya; yo lo supe después porque no practico el uso del teléfono celular; ellas me dijeron primero y estaban más contentas que yo. Sin embargo, sí mantenía la expectativa y la duda; confiaba en que el libro que había enviado tenía la fuerza suficiente como para defenderse solo, y pensaba en que si había un buen jurado imparcial, como así sucedió, el libro tenía amplias posibilidades de ganar. En realidad, estoy más feliz porque, de algún modo, el premio recupera parte de la credibilidad que había perdido y que tantas polémicas generó en el pasado.
–Perteneces a una generación de poetas mexicanos valiosos y destacados: María Baranda, Mario Bojórquez, Jorge Fernández Granados y Raquel Huerta-Nava, entre otros, ¿cómo te sientes con tu generación?
–Pienso que la idea de generación literaria donde se mete a todos por igual no me gusta mucho; me agrada más la idea de coincidencias y aproximaciones poéticas, en ese sentido me siento más cómodo, quizá más colindante con las poéticas de Jorge Fernández, Armando Alanís, Ernesto Lumbreras, Francisco Magaña, Mario Bojórquez, Juan Carlos Bautista y, aunque no son de “mi generación”, pero me llegan por su aproximación, las obras de Coral Bracho y Tedi López Mills. Considero que hay en las obras de estos poetas que menciono, “el sentimiento de ser todo y, a la vez, la evidencia de ser nada”. Hay incertidumbre y expectativa, pesimismo y desconfianza, y esas ambivalencias son las que me atraen.
–Vivimos una era de violencia e impunidad agudizadas, ¿el mundo necesita al poeta o viceversa?
–El mundo no necesita a los poetas, sólo necesita a mejores seres humanos. Incluso el mundo no nos necesita como especie, con los animales le basta para estar bien. El poeta es sólo otro individuo más, demasiado herido, demasiado enfermo, demasiado bárbaro como para que encima el mundo necesite de nosotros. Lo indicado sería entonces que el poeta necesite del mundo y a veces eso nos disgusta, porque, al igual que los peces, lo que nos hastía es que todo ocurre en la misma pecera. La violencia es hija de la impunidad agudizada; todos somos responsables de esa violencia que hoy nos sitia. La complacencia, las complicidades y la indolencia de una sociedad cínica le dio forma al terror criminal y como siempre, tratamos de culpar a otros de lo que hemos hecho. Hay que aprender a vivir también con lo detestable.
–Dices en un poema: “Como la catástrofe/ La ilusión siempre necesita dos: el abismo y la intuición.” ¿Le falta arriesgar más a la poesía mexicana?
–Lo que entiendo es que la poesía mexicana nunca ha arriesgado nada. Es una poesía comodina que se conforma con glosar su propia tradición, o a veces haciendo buenas glosas de otras tradiciones, como decía Cuesta. En México casi nunca se premia la experimentación, el riesgo, la diferencia; por el contrario, se premia y se celebra la tradición y la cursilería; por eso lo que tenemos es una poesía endogámica, con múltiples achaques que la hacen cada vez más aletargada, sin sorpresas y alejada de los lectores. Y sí, la poesía necesita de dos: la catástrofe y la ilusión.
–¿Cuál es tu diagnóstico de la poesía mexicana actual?
–Pienso que la poesía mexicana actual está muy alejada de las necesidades de sus lectores; no ha logrado encontrar su lugar en la realidad actual y una consecuencia de este errar es la proliferación de textos vacíos que tratan de llenar recurriendo a las exploraciones temáticas de hospital. Es una poesía de temas más que de esplendores.

sábado, 5 de mayo de 2012

El (nuevo) malestar en la cultura/ II

5/Mayo/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

No sé si fueron los jóvenes radicales —disculpen la redundancia— de Berkeley en 1968 o el mismísimo Jim Morrison por esas mismas fechas o (lo más probable) un anónimo y genial grafitero, quienes acuñaron una frase que me sigue pareciendo cierta a pesar de mi ya no corta edad: “Desconfía de los mayores de treinta”.
Yo añadiría, matizando un poco las cosas, que los chicos por lo menos tienen derecho a desconfiar de sus mayores tanto como sus mayores desconfían de ellos. Y también les diría, desde luego, que deben tener mucho cuidado con dejarse embaucar por las ideas “frescas” de muchos ancianos y farsantes disfrazados de jóvenes, artistas en rebeldía, creadores inconformes y otros especímenes que en nombre de no sé qué futuro aborrecen todo cambio.
A cierta edad, sin embargo, es evidente que tenemos que poner nuestras ideas y consideraciones sobre muchos temas en un observatorio crítico lo más limpio posible (limpio de prejuicios, valoraciones apriorísticas y, sobre todo, del polvo levantado por nuestras experiencias). Es difícil, porque después de los treinta hasta el más jovial de los noctámbulos, por ejemplo, comienza a intentar apabullar a sus correligionarios más tiernos con juicios que intentan ser canónicos: “la música de hace unos años era mejor que la actual”; “los bares de tal época, ¡Ah, esos sí que eran bares divertidos!, no como los de hoy…”; y muchas otras cosas por el estilo.
Ahora bien, cuando nuestro amigo tiene más de dos dedos de frente, importantes lecturas, aspiraciones intelectuales y un roce cultural de cierto nivel, puede perfectamente convertirse en el personaje de la última película de Woody Allen, Una noche en París. Sí: hubo un mundo mejor, el pasado. Hay que ir tras él, aunque sepamos que es imposible.
Y si resulta que un nostálgico de este tipo tiene una enorme estatura intelectual y un reconocimiento como el Premio Nobel de Literatura, y encima ya no lo convencen ni la literatura, ni el pensamiento, ni el periodismo, ni el cine, ni el sexo, ni el teatro o las artes visuales dominantes, entonces el debate cultural se hace imprescindible.
Mario Vargas Llosa, un admirable escritor y un lúcido intelectual con quien coincido en muchos sentidos, es ese nostálgico capaz de afirmar que la alta cultura ha perdido la brújula y ha sido derribada por la frivolidad y la banalidad.
Su libro más reciente, La civilización del espectáculo (Alfaguara, 2012) lo plantea en distintos niveles. En muchos de los ejemplos puestos por él es difícil no coincidir (especialmente en materia de arte contemporáneo), pero viendo las cosas más en conjunto surgen importantes dudas.
Mas allá de que no compartamos, como apuntó Lipovetski cuando dialogó con él en Madrid hace unos días, la excesiva fe que tiene Vargas Llosa en la cultura, cabe preguntarnos si el discurso crítico de nuestro Premio Nobel no queda atrapado en la resistencia conservadora frente a la vertiginosa dinámica cultural. Ésta adopta, ya se sabe, las más increíbles y variadas formas, los más audaces contenidos y presentaciones. Es decir, al señalar que el espectáculo —un hecho aparentemente perceptible por lo demás— está llevando la noción misma de cultura a sus peores momentos, quizás Vargas Llosa corre el riesgo de instalarse en ese refinado y selecto público que en todas las épocas rechaza las pinturas abstractas, los Ulises, las vanguardias musicales y, en conjunto, todo cuanto significa ruptura con los valores estéticos en boga.
El gran problema que me ofrece el libro de Vargas Llosa es que construye, frente a los más diversos temas culturales, un tipo de reflexión que toma la parte por el todo (pars pro toto). Lo que me resulta cierto en singular, tal y como él lo expone, no me lo parece tanto en plural o en general. Sí hay basura literaria y la mayoría de los escritores y editoriales están apostando por esa basura siempre y cuando tenga un buen punto de venta, pero también es cierto que en medio de esos desechos sin ideas u originalidad, están las nuevas voces del cuento, la novela o la poesía. Que es más difícil encontrarlas, no hay duda; pero salvo que creamos en los tiempos apocalípticos para la cultura, siempre daremos con ellas.
No creo que estos valiosos escritores —que están ahí, insisto— sean los Hemingway o Rulfo de nuestra época, porque tampoco Hemingway o Rulfo fueron los Melville o Altamirano de la suya. Los tiempos cambian y, aunque esto es por demás obvio, a veces lo olvidamos y rechazamos las novedades por mero reflejo de lo que consideramos alta cultura.

martes, 1 de mayo de 2012

Repensar los talleres literarios

1/Mayo/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Acaso la pregunta no sea: ¿es posible enseñar a escribir? Tal vez la pregunta más efectiva podría ser: ¿es posible o deseable construir comunidades esporádicas en que los participantes intercambien y exploren maneras de leer y de escribir que cuestionen tradiciones imperantes? La primera pregunta corresponde, más o menos, al terreno de la metafísica. Con la segunda pregunta, en cambio, se atienden cuestiones más bien cotidianas y críticas de una práctica que es a la vez estética y política. Si se plantea la primera pregunta como una especie de versión recortada de la segunda, mi respuesta es un sonoro sí. Es posible. Sí, es deseable.
Muchos de los talleres de creación literaria que funcionan en México desde los albores de su época moderna corresponden a modelos de enseñanza que bien podrían definirse como verticales, autoritarios, patriarcales. En ellos, una figura de autoridad, amparada ya por la experiencia o ya por el prestigio o ya por la diferencia generacional, se da a la tarea de revisar y juzgar la “calidad literaria” de una diversidad de escritos de acuerdo a parámetros que se asumen como universales, cuando no transparentes o únicos. Al taller se va, según estos parámetros, para someterse, y el uso del verbo aquí no es inocente, al juicio ajeno, definido de antemano como superior e, incluso, intocable, con el fin de “mejorar” la escritura, llevándola del estadio inferior de lo no literario al estadio superior de lo literario. Refinar, perfeccionar, depurar. ¿Pero no tienen estos verbos, que se usan con tanta frecuencia para describir lo que se hace en un taller de creación literaria, ese tufillo más bien amedrentador, cuando no sadomasoquista, de las más diversas purgas autoritarias?
Tal vez habría que empezar por dejarlos de llamar talleres de creación literaria, para decirles, de manera más horizontal y menos esencialista, más plural y menos canónica, más en el siglo XXI y menos en el XIX, talleres de escrituras.
Quizá sería necesario considerar la temeraria posibilidad de que, el hecho de haber escrito libros, incluso buenos libros, no significa necesariamente que el autor o autora de los mismos esté capacitado para participar de la delicada práctica de intercambio y crítica que constituye el salón de clase. Y, en este sentido, tal vez sería recomendable dejar de luchar contra la profesionalización de estas prácticas y empezar a indagar, críticamente, sobre didácticas imaginativas e interactivas que permitan una exploración dinámica del oficio. Acaso preparar a los futuros encargados de impartir talleres de escrituras en este tipo de didácticas podría contribuir a la eventual extinción de los abusos de poder que con tanta frecuencia han ocurrido en estos talleres con el pretexto de promover un tipo de crítica a la que no se duda de calificar como implacable.
Acaso habría de considerarse que no puede haber talleres de escritura que no sean al mismo tiempo, y por necesidad, talleres de lectura, incluyendo la discusión y el debate minucioso y crítico acerca de las diversas tradiciones que alimentan y han alimentado, a menudo de maneras poco armoniosas, la historia de las escrituras dichas en espacios y tiempos específicos. Tal vez sería buena idea que los que asistan a un taller de escrituras piensen que van, también, acaso sobre todo, a leer —a comentar en todo caso un rango amplio de lecturas que pongan en entredicho cualquier parámetro con la aspiración al estatus de la transparencia universal. Acaso sería bueno que todo participante saliera de estos talleres pensando que no hay tradición intocable ni mucho menos inmutable.
Quizá no sería del todo descabellado sacar al taller de escrituras del espacio cerrado de una habitación para llevarlo a la banqueta o a la plaza o al parque o al autobús o a los andenes o a cualquier espacio de convivencia social que deje en claro la interacción orgánica y necesaria de toda forma de escritura con la comunidad que la contiene y le da sentido. Tal vez sería buena idea que el participante de un taller no crea que todo lo que se hace dentro del verbo escribir se hace en solitario o sentado o dentro de una torre de marfil. Acaso no fuera mala idea del todo recordar y recordarnos que utilizamos en la escritura un lenguaje prestado, es decir, un lenguaje que es de todos y que, luego entonces, reutilizamos (con o sin las comillas del caso).
Tal vez fuera deseable borrar la palabra someter, incluso el eco de la palabra someter, de cualquier expresión que hiciera referencia a la participación en un taller. El sustantivo juicio. El adjetivo implacable. Acaso los verbos no tendrían que sonar a autoridad sino contener resonancias de la aventura vital que bien podría definir a todo tipo de escritura: explorar, comparar, debatir, trastocar, subvertir, inventar, proponer, ir más allá.