sábado, 7 de abril de 2012

El barco que se aleja

7/Abril/2012
Laberinto
Ernesto Lumbreras

Aunque nos aseguró no volver a hacerlo, Guillermo Fernández nació en Guadalajara, Jalisco; allí, el 2 de octubre de 1932 tuvo su primer contacto con el aire de este mundo y con la “luz no usada” del valle de Atemajac. Sus primeros años los vivió en el barrio de la Capilla de Jesús, en pleno centro de la capital jalisciense, en una casa como la de Bernarda Alba: espacio dominado por las veleidades del eterno femenino. En la búsqueda de sí mismo y de la aventura, abandonó el hogar materno siendo todavía un niño; por caminos y pueblos de Michoacán y Jalisco, sobrevivió realizando trabajos de todo tipo: mozo de un circo ambulante, vendedor de perfumes y de santos, botones de un hotel de la ribera de Chapala, fotógrafo de un periódico amarillista… Próximo a cumplir los 20 años volvió a casa; sucio, maltrecho, la barba crecida, su madre no lo reconoció al abrir la puerta y toparse con su facha de príncipe mendigo.

Bajo el magisterio de Carlos Pellicer y de Juan José Arreola, ya en la Ciudad de México, hizo sus primeras apariciones en la escena de la vida literaria a comienzos de los años sesenta. Al mismo tiempo, encontraría en las agencias de publicidad de aquellos años, como lo hicieron otros novelistas y poetas, su modus vivendi; ese trabajo le permitió cumplir por varias décadas —con austeridad franciscana— sus contadas, pero intensas pasiones terrestres y metafísicas: la música, la literatura, sus estancias en Italia y el tequila en compañía de sus amigos. Animado por el autor de Confabulario, en 1964 publicó su primer libro de poemas bajo el título de Visitaciones. A esa entrega inicial seguiría La palabra a solas (1965) y, más tarde y en intervalos cada vez más prolongados, La hora y el sitio (1973), Bajo llave (1983), Exutorio (1993) y una serie de textos titulados Expósitos y Arca que se publicaron en su obra reunida en 2010. Escéptico y mordaz de sus posibles méritos poéticos, fue su principal saboteador; nunca lo vimos en faenas de autopromoción, ni en pasarelas o en caravanas en honor de los popes de nuestra literatura. La imagen del poeta como pararrayo celeste o recolector de premios le resultaba cómica, inocente y, en el fondo, perturbadoramente triste. Sin embargo, amaba la poesía con un sentido corpóreo y religioso; la leía, la vivía, la enseñaba, la servía como el más humilde y dedicado de sus oficiantes pues no dudaba que, desde su lenguaje subversivo, la vida de los mortales —plena de penurias y de mezquindades— era una aventura nada sigilosa y merecía vivirse con asombro y riesgo.

En la década de los años setenta comenzó su labor, titánica y amorosa, de traer a nuestra lengua toda una legión de poetas, novelistas, filósofos y dramaturgos italianos. Desde un clásico del Trecento como Giovanni Boccaccio hasta un poeta del Novecento como Valerio Magrelli, su trabajo nos abrió todo un continente lingüístico y cultural. A través de sus ejemplares traducciones, Guicciardini, Manzoni, Pavese, Savinio, Luzi, Svevo, Pirandello, Lampedusa, Montale, D’arzo, Saba, Campana, Penna y tantísimos otros, se convirtieron inapelablemente en escritores mexicanos con los que pudimos aprender y discutir la literatura. El responsable de esa pasmosa familiaridad fue Guillermo Fernández. Reacio a todo reconocimiento recibió, sin embargo, en 1997 la Orden al Mérito de la República Italiana, en grado de Caballero. “Esa corcholata” sí lo hizo feliz y nos la mostraba a sus amigos con una sonrisa de niño aplicado y orgulloso de su proeza.

Este año cumpliría 80 años y sus amigos nos preparábamos para festejarlo y agradecerle todas sus enseñanzas de maestro sin cátedra, sus pastas a la carbonara, sus ascensos al cráter del Nevado de Toluca, sus celebraciones malherianas y cernudianas, sus fusilamientos contra el establishment de la República de las Letras o sus danzas chamánicas sobre una silla mientras Jim Morrison amenaza con romperse las cuerdas vocales cantando “Roadhouse blues”. Aquellos encuentros no se repetirán más por obra y desgracia de su muerte. Huérfanos quedamos de su amistad y de sus complicidades. Las manos asesinas y cobardes que lo ataron, lo amordazaron y lo golpearon con saña, se aferrarán tarde o temprano a los barrotes de una prisión. Custodios de su memoria y de su justicia en la tierra, los que aquí quedamos en esta patria violentada, permaneceremos en vela y sin sosiego hasta cumplir estas dos honrosas encomiendas. Después, sólo después de ordenar el mundo desde la belleza, la verdad y la justicia, podremos despedirnos de él con sus propias palabras: “A la primera luz póngase el violín al hombro/ para decirle adiós al barco que se aleja.”


Los siguientes poemas corroboran la certeza de Jorge Esquinca, para quien Guillermo Fernández “hace de las palabras verdaderos instrumentos de posesión y recreación del mundo”

Por principio

Ya es tiempo de que vuelvan todas tus palabras
las que el olvido ha perdonado
las que sobrevivieron al puño del amor
las sonámbulas guías bajo los párpados
las mendigas que esperan tras la puerta
las fieles a los sótanos del alma

Remueve escombros y gusanos
límpiales el rostro de lunas empolvadas
de niñas retozonas en la noche de San Juan

Arráncalas del fondo del armario
apuéstales el silencio de las bestias
tus ojos bautizados con los ácidos
que digan ese poco que te sobra
bajo la podredumbre de la máscara

Se acabó el tiempo de pudrirse libremente
de acariciar los lomos de la tranquilidad
los ojos tras las rejas tras los actos

La inocencia es un cacho de carne
que se pudre en la jaula de las fieras.
De Bajo llave (1983)

Ninní
(1934-1940)

A Sergio Pitol
Siempre al atardecer giras la llave
que abre las rejas del cancel
y separa las hojas de la senda
para que llegue al mármol que te nutre
con sus racimos congelados.

Desde el fondo del valle nos invoca
la voz de la carreta rechinante
cantándole al inerme corazón.

¿Por qué tengo que oír todas las tardes
el horror que gotea en el silencio?

Ninní, Ninní, tú lo sabías:
me siguen embrujando los caminos,
las flores brunas de la carne
que acarician mis ojos con su bisturí;
el veneno que dormía en los labios de Ihú,
el que se alimentaba tan sólo de silencio;
las palabras que vienen a mi mesa
a iluminar el pan de la mañana.

Por buscarte, Ninní, he removido
los muladares de la noche,
he roído los huesos rechazados por los perros,
he malbaratado bienes del reino,
proyectos de reconstrucción.

Pero no he vuelto a hablar a solas.
Tú plantas los laureles en el sueño,
persuades a las aguas para que sólo reflejen
tu reflejo;
por ti alienta aún esa colina
en su primavera de tumbas y jardines.

Guillermo Fernández

Salutación por Guillermo Fernández

7/Abril/2012
Laberinto
Enzia Verduchi

En noviembre de 1990 empecé a traducir la correspondencia de Giuseppe Ungaretti a Enrico Pea. Vicente Quirarte me sugirió mostrarle los borradores a Guillermo Fernández. Pasaron varios días antes de animarme a marcar el número telefónico. Había leído su versión de Mamá morfina de Eros Alesi así como 4 poetas jóvenes italianos (Material de lectura). Me imponía su registro en el lenguaje y el ritmo. Nos citamos en el antiguo café del Fondo de Cultura Económica de avenida Universidad. Así inició una amistad macerada por el tiempo.

Primero en la heladería Capri y después en el café del Fondo, durante algunos años coincidimos cada viernes por la tarde junto con Ernesto Lumbreras, Jorge Fernández Granados, Armando Oviedo, Pedro Guzmán, Ignacio Padilla y Joel Mendoza; intercambiamos lecturas, conversamos sobre pasajes del neorrealismo italiano y la nouvelle vague francesa, compartimos nuestros gustos musicales. Una época joven y efervescente.

Guillermo Fernández tenía ojos de niño, vivos y traviesos; su mirada lo expresaba todo. Su nariz lo delataba más como un beduino que como un jalisciense. Tenía la vitalidad de un adolescente: a los 60 años nos retaba a echarnos unas carreritas a pesar de que en ese entonces fumaba casi una cajetilla diaria de cigarros. Nunca he visto a nadie que bailara con tal energía, horas y horas brincando, “Soul kitchen” de The Doors. Tampoco sé de alguien que escuchara a Leo Dan al finalizar una fiesta. Fue fiel a las Chivas, su equipo de futbol.

Usaba camisas de algodón y pantalones de lino bien planchados. La loción no debía ser cítrica o dulzona, sino del fresco aroma del espliego. No gustaba de las traducciones de Aguilar. En cambio, apreciaba un libro impreso en linotipo al que se le pudiera “tocar las nalguitas a las ‘a’ ”.

La mujer de su vida fue María Grubbe, el entrañable personaje de Jens Peter Jacobsen. No aprendió danés como Rilke para leer la novela pero sí pasó varias horas en las librerías de viejo en Donceles para conseguir ejemplares de Cultura SEP XXI, de 1982, y regalarlos a la menor provocación. Durante un tiempo tuvo un affaire: en su habitación colgaba un póster de Riso amaro donde Silvana Mangano mostraba la más sensual de las tristezas, virgen impía que veló sus sueños.

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Los años mediterráneos no fueron fáciles. Quizás alguien pueda distinguir en una acartonada producción sobre la antigua Roma a Guillermo Fernández, detrás de alguna columna fabricada en los estudios de Cinecittá, en medio de una turba rodeando a un César sobreactuado. Fue extra de cine en Italia para conseguir un plato de sopa caliente y una edición de segunda mano de Pavese. Veta poco conocida del traductor y poeta que nos remite a su infancia como equilibrista en un circo ambulante por Michoacán.

Fernández sabía bien que caminar es oficio de solitarios. En Piazza Navona, la Galleria degli Uffizi y Via Nazionale se escucharon sus pasos. Una tarde, después de perder la apuesta con un cantinero a que en la cava no tenía tequila El caballito cerrero, recorrió con Julio Cortázar el silencio romano. Se aventuró hacia el sur, entre Bari y Brindisi, cerca de San Vito dei Normandi, llegó a la curva donde perdiera la vida su amigo José Carlos Becerra y recordó las conversaciones que sostuvieron sobre Charles Dickens cuando trabajaban en un despacho de publicidad en la Zona Rosa.

Guillermo viajó a Asís, la ciudad del santo Francisco, como en su momento le sugirió su admirado Carlos Pellicer. Ahí cerró los ojos para escucharse. Supo que debía regresar a México. Regresó para traducir a Montale, Pavese, Ungaretti, Manzoni, Pasolini, Campana, Luzi, Saba, Magrelli…

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La elaboración de las salsas de los espaghetti de Guillermo era un ritual. Cortaba finamente el tomate, el ajo y la cebolla, los freía en aceite de oliva, agregaba poco a poco pimienta, orégano, albahaca, romero y salvia, así como un chorrito de vino blanco. Dejaba hervir la olla a fuego lento.

Cuando vivía en la calle de Edzná, en la colonia Independencia, el departamento se impregnaba con el aroma de la salsa. La pasta debía estar al dente; había que esperar en el sillón de la sala ya sea para comer o cenar. Nunca un plato de su pastasciutta fue suficiente para amansar el apetito.

En la sobremesa, Guillermo hablaba de sus poetas preferidos: Luis Cernuda, San Juan de la Cruz y O. V. de Lubicz Milosz. Tenía una memoria privilegiada, recitaba “Lázaro” de Cernuda sin tropiezos. Nos contó de la noche de 1963 en que veló al poeta andaluz, la delicadeza con la que cerró el ataúd en soledad. Sin embargo, olvidaba sus propios poemas, sus “versitos” como los llamaba, o las fechas de las presentaciones de sus libros.

Tal vez no recordaba sus poemas porque era un hombre alegre que, cuando escribía, era triste. Como afirmó Mariano Flores Castro de sus sonetos y alejandrinos, “Su mundo se complica hasta lo indecible, pero si en él se entra dispuesto a desentrañar su misterio, el que lee vive, literalmente, la experiencia luminosa de una poesía que creíamos desaparecida”.

En el momento de escribir a Fernández se le “agolpan las ausencias”, decía. En ese instante escuchaba los címbalos de “La canción de la tierra” de Gustav Mahler.

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A principios de la década de 1960, Guillermo Fernández fue invitado a Campeche para organizar la primera liga de futbol en el Instituto Campechano. Empresa ardua pues la Península se inclina por el beisbol. La paga no era buena, así que el rector le permitió dormir en el actual ex Templo de San José, a un costado del claustro fundado por los jesuitas en el siglo XVI.

En ese entonces el templo fungía como la biblioteca de la institución, en la nave derecha. Ahí Guillermo colgó durante un semestre su hamaca, oscilando sobre la tumba de doña Josefa de la Fuente viuda de Estrada.

A finales de 2004, el poeta comentó que estaba escribiendo sus memorias; dedicó un apartado a su estancia en Campeche. No las he leído. Me pregunto si habrá escrito de su gusto por los nances tanto como por los arrayanes, de los sorbetes de guanábana en la extinta lonchería Puga que se deshacían en la boca y de la horchata de almendra que amainaba los cuarenta grados a la sombra. A veces pienso que la hamaca sigue oscilando sobre esa placa eterna y sus pasos recorren el malecón. Guillermo Fernández nunca regresó al puerto.

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Cuando niño, su madre le mostró un hermoso paisaje en Jalisco. A la distancia, la vegetación se apreciaba minúscula. El horizonte era una finita línea de neón.

—¿Te gusta, Guillermo?

—Sí, pero me gustaría tener la mano grandota para recoger todos esos árboles entre el puño.

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Guillermo Fernández observaba atento a los perros callejeros; siempre tuvo presente el regreso de Ulises. Decía que las nubes blanquísimas no existen en otro cielo más que en el nuestro. Plantó un fresno y estoy segura de que no fue en domingo.

Existen amistades que trazan un destino, subrayan una época de efervescencia y sueños. Afectos auténticos que guían con generosidad, se van tejiendo finamente con afinidades y diferencias, acompañan el paso por el mundo. Esto sólo es un breve saludo a Guillermo, a aquella tarde plácida y perfecta en el lago de Zirahuén donde fuimos islas en la profundidad del silencio, porque “Ya es tiempo que vuelvan todas tus palabras/ las que el olvido ha perdonado/ las que sobreviven al puño del amor/ las sonámbulas guías bajo los párpados/ las mendigas que esperan tras la puerta / las fieles a los sótanos del alma”.

martes, 3 de abril de 2012

3/Abril/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

De acuerdo a las estadísticas nacionales, durante marzo del 2012 se registró el número más alto de ejecutados en 10 meses. Según el recuento de Milenio, “el total de ejecuciones en lo que va del sexenio asciende a 50 mil 93, de los cuales 3 mil 138 corresponden al primer trimestre de 2012”. En lo que fue calificado como un “repunte significativo de la violencia”, hubo un promedio de 36.8 muertos al día durante el mes de marzo. Uno de ellos, acaecido el último día el mes, fue Guillermo Fernández, el poeta y traductor tapatío que radicaba en Toluca, la ciudad más alta de la República mexicana, desde hacía una veintena de años. Aunque las condiciones de su deceso todavía no se esclarecen del todo, las escuetas notas periodísticas al respecto hacen hincapié en la violencia del crimen perpetrado de noche, dentro de su propia casa. El sustantivo y el adjetivo: cinta canela. El verbo: maniatado. El punto final: un golpe en la cabeza. ¿Cuántas veces no hemos leído ya descripciones así? Detesto escribir notas sobre amigos y/o maestros recién fallecidos, sobre todo porque escribir sobre uno tendría que comprometerme a escribir sobre todos, pero en esta ocasión lo hago para unir mi voz a la de tantos escritores y amigos que, ya desde el Estado de México como desde otros estados de la República, han demandado el esclarecimiento puntual de los hechos y la impartición de justicia. Yo tampoco deseo que este crimen, este otro crimen, quede impune. Yo tampoco deseo que Guillermo Fernández, ni nadie más, se convierta en otra cifra horrorífica en este país que se nos cae a pedazos, ¿no es cierto, Agripina? Yo también pido justicia.

Qué difícil es escribir esto.

No fui, ni con mucho, una amiga cercana de Guillermo Fernández, pero sí tuve el privilegio, como residente esporádica de esa ciudad en las tierras más altas, de convivir en ocasiones con él. Como bastantes más en la capital de un estado que poca atención le ha puesto a su vida cultural, asistí en algunas ocasiones a los talleres tanto de poesía como de traducción que impartía en la Casa de la Cultura como quien encuentra algo de oxígeno en una zona de aire muy enrarecido. Los que saben lo cruenta que suele ser la vida en ciertas ciudades industriales de la provincia mexicana, deben imaginarse con cierta facilidad el aura de último refugio y el tono de festejo que adquirían esas reuniones. Conservando siempre y a pesar de los años sus posición como recién llegado, Guillermo Fernández contribuyó así a mantener y expandir un medio cultural muchas veces maniatado ya por falta de recursos o ya por rencillas internas. Su ironía, su continuo desmarcarse y, sobre todo, su trabajo constante, propiciaron la aproximación de los más rebeldes hacia los vericuetos de la poesía.

Guillermo Fernández fue, en efecto, un apasionado y devoto traductor del italiano. Como cualquiera que haya leído a Italo Calvino o a Eros Alessi en español, yo también le debo mucho a su labor infatigable, disciplinada, cuidadosa, mal pagada. Pero le debo más. Mi amor por el Xinantécatl, ese Nevado de Toluca que desde hace tiempo insisto en visitar al menos una vez al año, es algo que aprendí en las largas travesías que organizaba Guillermo para oír, en una de las cimas del mundo, su música favorita. Gracias a él también adquirí la bendita costumbre de añadir cardamomo a los granos de café. Fue bastante la música que descubrí o redescubrí gracias a sus sugerencias, pero de entre todas recuerdo horas deliciosas discutiendo en detalle la voz de Lucha Reyes, especialmente su manera de enunciar los versos de “La mensa” —esa canción en que una mujer se vuelve lacia, lacia, lacia. Alguna vez en una charla sobre política llegó a la definición exacta del poder: poder es no poder salir a la calle. Recuerdo que de inmediato tuiteé esa máxima. Nos sacábamos de nuestras casillas con facilidad él y yo pero, para qué más que la verdad, nunca dejamos de hablar en esos encuentros en las tierras altas. Alguna vez llegó a mi casa de Metepec sin invitación, cosa que él rara vez hacía, y se sentó a la mesa (en una esquina de la mesa) y se puso a platicar de su vida. Más que en ninguna otra ocasión, Guillermo fue ahí no el hombre de 80 (o casi) sino esos míticos 4 jóvenes de 20. Nunca supe qué era verdad y qué no en ese relato que ahora se me confunde con la resolana de la tarde: el niño que se escapa de su casa a los 9 años, el joven que conoce en persona a Eugenio Montale, el hombre mayor que continuamente descubre que, ante todo, prefiere la soledad y la poesía. Entre una cosa y otra saqué la botella de tequila —hasta donde sé, su bebida favorita. Y lo escuché. Debió haber sido sábado o domingo. Nunca supe por qué hizo aquello; qué lo conminó a tocar a la puerta y, luego, a quedarse. Esa tarde maravillosa y clara, esa tarde que seguramente fue de un sábado de primavera, está toda entera ahora, aquí.

Dentro de esa tarde, bajo su resolana que no cesa, pido como tantos otros que se esclarezcan los hechos y que se haga justicia.

Aquí había unos versitos, maestrín.

domingo, 1 de abril de 2012

Carlos Fuentes: libros y convicciones

1/Abril/2012
Jornada Semanal
Paula Mónaco Felipe

El tango se respiraba en el Buenos Aires de los años cuarenta. Las letras de Hugo del Carril, Homero Manzi y Enrique Santos Discépolo retumbaban por las esquinas. Aníbal Troilo, Juan DʼArienzo y Francisco Canaro recorrían teatros y clubes de barrio con sus orquestas típicas en bailes a los que nadie quería faltar. Carlos Fuentes, entonces un adolescente de quince años, perseguía el ritmo cadencioso, melancólico y seductor del dos por cuatro. “Me convertí en hincha de Pichuco (Troilo) y lo seguí por bares de La Boca. Donde tocaba él yo iba porque me encantaba el tango. Y las muchachas me enseñaron a bailar bastante bien.” Un año apenas vivió en esa ciudad que lo deslumbró con sus trasnochados arrabales pero también con aires europeos, opulencia y literatura. No fue un año cualquiera: en lugar de ir a la escuela, Fuentes anduvo por calles, cines y barrios porteños. Fue su primer año de libertad y le dejó huellas.


–Vivió en Buenos Aires en 1943?

–Sí, cuando trasladaron a mi padre a la embajada de México en Buenos Aires fui con él. Yo quería seguir mis cursos pero me encontré con una escuela muy filonazi, a favor de Hitler y del Eje. Yo venía del México de Lázaro Cárdenas, del Estados Unidos de Roosevelt, de Chile y el Frente Popular, y de repente me zampan en esa escuela. Le dije a mi padre: “no soporto esto, vengo de otra manera de pensar y hacer y esto me repugna totalmente”. Mi padre, bendito sea Dios, me dio la razón y me dijo: “pues no hagas nada, tienes quince años, dedícate a descubrir Buenos Aires”. Y a eso me dediqué, no fui a la escuela, llegué un año atrasado a México pero gané mucho.

–Eran tiempos del esplendor del tango, era muy popular.

–Era una gran era del tango, el ritmo estaba en la ciudad, le pertenecía y yo me entregué a Buenos Aires a través del tango. Pero también fui a la ópera; mi madre me dijo: “tienes que ir”, porque allí estaba el Teatro Colón. Me impresionó, aprendí óperas de memoria que todavía me sé. El año mío en Buenos Aires fue un año que me formó mucho. Todo el tiempo lo forma a uno, cada lugar donde está, las escuelas que conoce, los lugares a donde va, los libros que lee, todo lo va formando, pero la formación personal que me dio Buenos Aires es incomparable. Era yo chino libre, andaba suelto por la ciudad.

–¿Y qué huellas le dejó?

–Me marcó enormemente porque, por ejemplo, iba yo a la librería El Ateneo y descubrí a Sarmiento, a Borges, a todos los grandes autores argentinos. Hasta me eché la Juvenilia, de Cané. Leí toda la literatura argentina porque me sentía abierto a todo el conocimiento del país a través de su literatura, de su música y de su cine. Vi muchísimo cine argentino; pregúntame lo que quieras de esa época. Iba diariamente al cine, era mi escuela.

–¿A quiénes conoció?, ¿cuál era su mundo allá?

–Yo no trataba con nadie, era un joven adolescente muy solitario que sentía la compañía de Buenos Aires y no tuve tiempo de hacer amigos. Vivíamos en el centro, en Callao [dice “Cashhhao”, arrastrando el sonido], y de ahí salía a mis migraciones diarias que me hacían sentirme libre, hombre, persona. Me exponía a los placeres y a los peligros de una vida solitaria y hermosa, de libros, cine y tango. Me enamoré de la ciudad.

–Dice que allí descubrió a Jorge Luis Borges. Lo ha elogiado mucho, ha dicho que “sin él la literatura latinoamericana prácticamente no existiría”, pero también que fue “un idiota político”. ¿Me explica su postura?

–Era un buen escritor, no cabe duda. Vino a México, buscó verme y yo me negué. No quise verlo porque quería mantener la imagen del escritor a quien admiraba y no del hombre político con quien no estaba de acuerdo porque felicitó a Johnson por la invasión a República Dominicana, era partidario de Pinochet, unos horrores. Con ese hombre político, que tenía derecho a hacer lo que quería, no tuve el menor contacto. Mi contacto con Borges fue estrictamente la lectura de sus libros y ahí debo decir que se dio cuenta de que la cultura en español no es solamente castellana o cristiana, sino que tiene una enorme carga árabe, musulmana y judía. Llevó estos temas a la literatura latinoamericana, donde no estaban antes.

–¿Se puede separar al escritor como profesional del escritor como persona? ¿Puede valorarse una obra independientemente del ser humano que la produce?

–Absolutamente, y pasa todo el tiempo. Louis Ferdinand Céline revolucionó la novela francesa, que era muy académica; le dio un vigor de lenguaje popular, macabro, lépero, extraordinario, y era un fascista, un partidario de los nazis, un antisemita espantoso. Quevedo era un hombre muy reaccionario, un lambiscón de los reyes. Terrible políticamente, ¡pero qué escritor! No escribiríamos en español sin Quevedo.

–De que se puede, se puede, pero ¿es bueno hacer esa separación?

–No sé, pero se da mucho. Creo que al escritor hay que juzgarlo por su obra más que por sus opiniones, porque las opiniones cambian y la obra permanece. No sé cuántos escritores antes del advenimiento de la prensa escrita le debían la vida al poder público. ¿Qué hubiera hecho Velázquez sin la protección real? No hubiera pintado nada, hubiera sido un caricaturista apenas. Shakespeare dependía mucho de la corte isabelina.

–Durante esa breve estancia en Argentina también vivió el pre-peronismo. En su texto a propósito de Santa Evita, de Tomás Eloy Martínez, relata cómo conoció a Eva Duarte por medio de sus radionovelas. Es un personaje que no le causa simpatía, ¿verdad?

–No es cuestión de simpatía; me parecía ridícula. Yo oía sus radionovelas y me atacaba de la risa. “¡Maximiliano, Maximiliano que me vuelvo loooca!” ¡Las películas! Hizo unas películas espantosas. Tenía genio político, sabía manipular la política, dirigirse a las masas y ser la compañera ideal de Perón, pero ella como actriz era bastante ridícula, y hay un elemento de extrañeza porque, además, muere a los treinta y dos años, tiene una vida muy corta y una influencia muy larga. Es muy difícil juzgarla porque hay dos facetas de ella, una actriz muy mala y la mujer de Perón. Son dos Evas distintas.

–Y usted, ¿cómo definiría su propia postura política? ¿Cuál es su ideología?

–Yo pertenezco a una izquierda, centro izquierda digamos. Creo que estoy ahí. Usted me dirá que no, pero yo me sitúo así.

A sus ochenta y tres años, Carlos Fuentes nada cada vez que puede, camina y sigue trabajando diariamente, de 8 a 13 horas. “Donde quiera que estoy, no dejo un día sin paginita, ni uno.” Elogia la disciplina y la asocia directamente con el éxito: ¡Conozco tantos escritores mexicanos que hablaban de libros que iban a escribir y se quedaron en el café o la cantina!

–Este año se cumple medio siglo de la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz, dos de sus libros más destacados. ¿Qué tan vigentes están?

–Creo que si es buena literatura es vigente siempre. El Quijote no envejece, y no me comparo con Cervantes, pero la buena literatura no envejece.

–Pensando en La muerte de Artemio Cruz, ¿al país lo ve más, menos o igual de corrupto?

–Corrupto siempre ha sido. No hay revolución que no sea corrupta, no hay régimen que no lo sea en cierto grado. La corrupción es inevitable para el desarrollo, para el progreso, y pasa en Estados Unidos, la Unión Soviética o México, donde quiera. Eso no me llama la atención, y sin corrupción pues no escribiríamos buenas novelas, fíjese.

–En ese libro muestra cómo personas vinculadas con la Revolución perdieron sus ideales. ¿Con el paso del tiempo el ser humano va perdiendo sus convicciones?

–Así es. Es muy difícil mantener una serie de convicciones políticas y morales a lo largo de la vida, es algo que no pasa. A la gente que las mantiene la considero muy admirable, porque generalmente la gente sucumbe, se acomoda, y eso nos permite escribir novelas. Si no hubiera todo eso, ¿de qué escribimos? Y además, ¿quiénes son los personajes interesantes? Los villanos, los malos son los que quedan, no los héroes. De manera que ahí estamos, en un mundo de contradicciones que permiten la literatura. Quizás no permiten la felicidad, pero la literatura sí.

–En México aumentan las novelas sobre el narcotráfico. ¿Es banalizar el tema o es una opción válida?

–Es muy justo. Hubo muchas novelas y películas que trataron la prohibición del gangsterismo en los años veinte y treinta de Estados Unidos, es normal. Hubo un momento en que la novela latinoamericana tenía una temática específica, la Revolución mexicana y la postrevolución en dos grandes novelistas, Yáñez y Rulfo. Luego la vida urbana, sus quebrantos y tratar de entender el pasado. García Márquez, Vargas Llosa, yo mismo, tratamos mucho el pasado para comprender dónde estamos. Pero a los jóvenes ya no les interesa eso; les interesa escribir novelas de actualidad y lo que está pasando hoy es muy variado. De México a Buenos Aires, para los novelistas hay un mundo novedoso y diversificado. Ya no es posible decir: “Este es el camino de la novela latinoamericana.” Hay muchos caminos.

–Usted ha tenido una obra prolífica, ha recibido muchos premios, ha escrito varias películas y hasta una ópera. ¿Qué le falta?

–Ser cirquero yo creo, lanzarme de un décimo piso con un paraguas o algo así.

–¿No tiene pendientes?

–Siempre. Y el pendiente mayor es el dolor por la gente que se ha ido, el sentimiento de pérdida que nada lo compensa. Yo perdí a mis dos hijos, los tengo muy presentes cuando escribo, siempre estoy diciendo: “esto dirían ellos” o “no me permitirían decirlo”. Empieza uno a vivir con la gente que quiere del pasado, no sólo los hijos. Padres, amigos, mucha gente lo va acompañando a uno hacia el final.

Aura o el deseo de sí

1/Abril/2012
Jornada Semanal
Antonio Soria

Lo dijo el propio Carlos Fuentes: “Aura es mi novela emblemática del tiempo y del deseo” y, como es de sobra conocido, mucho antes de que el autor diese esta definición tan sucinta como explícita, e incluso antes de haber escrito en torno a la génesis de la que habría de convertirse en una de sus obras capitales –definición necesariamente osada tratándose, como se trata, de un opus literario que abunda en insoslayables–, este relato de precisión explosiva, novela-relámpago, narración-latigazo, había suscitado ya unanimidad en torno a la certeza de hallarse, como los siguientes años se encargaron de corroborar, ante un clásico de la literatura mexicana que accedió a tal condición prácticamente tan pronto como la primera edición salió de la imprenta.

Cinco décadas después de su primer bautizo lector, no se cuentan por miles, ni por decenas de miles, sino por generaciones enteras a los lectores que hoy, como en 1962, ven ceder su voluntad y su noción convencional de realidad ante el vértigo de incredulidad vencida que gobierna y define a Aura desde la primera y hasta la última línea. Creada en los tiempos literarios del llamado boom latinoamericano y del realismo mágico –conceptos igual de traídos, llevados, enarbolados y negados–, la novela tuvo desde siempre los atributos suficientes para trascender el momento, circunstancialmente favorable, en que fue dada a conocer.

¿Quién, que se considere lector –no se diga incluso buen lector–, desconoce la historia que se cuenta en Aura? A menos que suceda lo mismo que con otras obras llamadas “clásicas”, más referidas y mencionadas que leídas, puede considerarse de dominio común el pequeño y autónomo universo compuesto por el quinteto de personajes que entran en juego aquí: el joven profesor e historiador Felipe Montero; el general Llorente, muerto hace muchos años; su viuda, la anciana Consuelo; Aura, la jovencísima y hermosa sobrina de ésta y, de modo preponderante, la vieja casa marcada con el número 815 de la calle de Donceles en el centro de Ciudad de México.

Sabe, pues, el lector cuál es el desenlace de esta historia que mezcla sin retorno posible pasado y presente; conoce, porque la experimentó con Felipe Montero, la renuncia a las categorías racionales básicas a cambio de la consumación del deseo; y no ignora, por supuesto, la subversión que, a nivel múltiple, plantea Fuentes en la síntesis impresionante de los menos de cien folios que Aura ocupa: la ya mencionada subversión de la linealidad cronológica; subversión del cometido formal que se espera de la fe religiosa; subversión, a través de una fascinación insuperable, de las posiciones relativas supuestamente obvias entre deseo y repulsión; y subversión, en fin, de las categorías que también se suponen lógicas de contexto, materia, realidad…

Visitar la propia casa

Igualmente sabido es que decenas de cientos o miles de páginas se han escrito sobre Aura, interpretándola, explicándola, profundizando en su complejidad de engañoso rostro sencillo. Sin desmedro de la validez de aquellos ríos de tinta, estas líneas quieren enfatizar la relevancia del que quizá sea, de los cinco mencionados, el personaje menos atendido: la casa situada en Donceles 815, donde –fuera del brevísimo lapso inicial, antes de que Felipe Montero se presente en ella– toda la historia se desarrolla.

Como bien han apuntado muchos, la casa es a la vez residencia de la magia –esa variante de la subversión– y espacio propicio para vivir, como la anciana Consuelo, en un tiempo detenido o al que ella busca detener. Añádase a esta perspectiva un factor psicológico, cuya universalidad puede explicar la vigencia literaria de Aura medio siglo más tarde: si la Casa es arquetipo que manifiesta, materialmente, el estado mental de sus habitantes, aquí Montero sustituye, uncido a la belleza de los ojos –ventanas del alma– de Aura, su propia psique de “historiador joven, escrupuloso, ordenado”, por la que le es ofrecida en Donceles 815: ámbito hurtado a la temporalidad que, por ajeno, debería suponerse inviolable pero que desde un inicio no lo es, como queda de manifiesto en las puertas de la Casa –“ya no esperas que alguna se cierre propiamente; ya sabes que todas son puertas de golpe”–, así como en la manera en que Montero la habita: renunciando sin mayor resistencia a una remota y anónima casa de huéspedes donde había vivido hasta ese momento –una suerte de estado provisional de su propia mente–; recorriendo completa esta nueva-vieja Casa como no lo hacen la anciana ni Aura; acomodándose sin remilgos a las costumbres inveteradas de aquéllas; descubriendo patios y presencias que sólo para él son reales; pero sobre todo, y a través de la carne de Aura-Consuelo, poseyendo el espacio, penetrándolo, que es decir re-integrándose, tomando posesión de sí mismo, como bien sabe el lector que ocurre al final, cuando Montero se reconoce en uno de los viejos daguerrotipos que integran los legajos del fenecido –aunque ahora sepamos que no es así– general Llorente.

“Dar dentro de sí mismo un salto tan fuerte, que termine en los brazos del otro”, decía Cortázar en una obra publicada sólo un año después de Aura: eso precisamente puede afirmarse que sucede con Montero-Llorente y Aura-Consuelo, entregados, uno sin saberlo a ciencia cierta y la otra con la absoluta conciencia requerida para guiar a ambos, al encuentro con ese Otro que siempre termina siendo el mismo.

Efectivamente, amor y deseo más allá de la vejez y la muerte son las primeras claves de la contundencia temático-formal de esta enorme pieza narrativa, pero bajo esos signos, de suyo poderosos, fluye el rumor aún más fuerte del torrente donde navega otra búsqueda fundamental: la de la identidad propia, y el símbolo de ésta es la Casa inserta en pleno centro bullicioso de la ciudad pero al mismo tiempo silenciosa, separada y distante; capaz de albergar a un tiempo floración vital y decadencia, erotismo puro y decrepitud; hecha de recintos oscuros y tragaluces repentinos; sede dual de la realidad que ofrecen los sentidos, pero también de esa otra que elaboran las ideas, sin que muchas veces pueda determinarse –lo sabe cualquiera que alguna vez a sí mismo se haya visitado– cuál va primero.

Artemio Cruz, antes de la última batalla

1/Abril/2012
Jornada Semanal
Antonio Valle

Hace treinta años, cuando leí La muerte de Artemio Cruz, ya había descubierto el universo de Aura, otra de las grandes novelas de Carlos Fuentes. Ambas historias cumplen medio siglo de existencia, ambas han batido récords de ventas, y no sólo entre los lectores de nuestro país, sino en las ligas internacionales. Recientemente volví a leer La muerte de Artemio Cruz. Comprobé que esa mexicanísima novela no sólo no ha perdido nada de su color sino, al contrario, ante la sombría situación que vive México es impresionante su actualidad política. Buena parte de los infortunios de hoy se fraguaron en el laberinto de la corrupción que puede examinarse a la luz de ese relato.

La muerte de Artemio Cruz es una historia –a caballo– entre la novela de la revolución, precursora de Gringo viejo, y de la compleja narrativa de Terra nostra. En ella los temas del tiempo y la memoria son simbolizados por los caballos, esa parte inconsciente de la psique a la que constantemente invoca un agónico antihéroe. Mediante el recurso literario de la confesión, Artemio cuenta una historia no lineal, mientras niega que está a punto de morirse.

Carlos Fuentes organizó esta novela en trece capítulos. En esas escalas, como si fuera un trío de jazz, leemos –escuchamos– un ensamble a contratiempo que va y viene por la mente de un moribundo; voz cantante que de vez en vez se deja acompañar por otras voces, verdaderos instrumentos líricos que lo custodian durante su pasión mortal. Ninguna de esas voces se tienta el corazón para retratar a este personaje que, desde la Revolución, se ha dedicado a hacer con el gobierno un “íntimo business reaccionario”.

Con esa estructura no convencional, la historia fluye –por distintas fugas– a través de seis décadas del siglo XX mexicano. Desde el rural novecento y hasta la más cosmopolita década de los años sesenta, vemos a Artemio Cruz exhibiendo, a semejanza de algunos de nuestros connacionales públicos, a un tipo que va en un ascenso público constante, pero con una historia interna desintegrada. De hecho, uno de los fondos más importantes del relato, invisible y silencioso, es el de la identidad. Como en Pedro Páramo, en la novela de Fuentes también subyace el fondo clásico de una estirpe de progenitores que, al vulnerar la integridad simbólica de la madre y la de ellos mismos, provocan una profunda distorsión en la personalidad de sus descendientes; es decir, de los potenciales personajes.

La historia como espejo

Como si se contemplara en un espejo hecho añicos, Artemio Cruz va recordando trozos –aparentemente inconexos– de su historia. Es un personaje que hace valer la “providencial” violencia de los mexicanos. Pero como en “El perro tendrá su día”, ese durísimo relato de Juan Carlos Onetti, el perro Artemio Cruz lo tuvo el día que comenzó a recordar su historia mientras, literalmente, vomitaba las entrañas. Carlos Fuentes nos otorga un pase para acceder a la delirante confesión de un moribundo inmortal.

En esa historia, el “milagro económico” del que México gozó en la década de los cincuenta es visto desde autos de lujo o en escenarios fulgurantes: un convento jerónimo del sigloXVII, algún club dorado de Acapulco, una hacienda restaurada o una suntuosa residencia. Aunque la parte más significativa de su biografía Artemio Cruz la construye en escenarios miserables: túneles colapsados en minas del desierto, bohíos montados con varitas, veredas y barrancas polvorientas, prisiones y sórdidos cuartuchos donde mueren sus prescindibles compañeros. No obstante, el escenario predilecto de Artemio Cruz es su propia mente; especialmente, el territorio que ocupa su máximo deseo. “Cruzamos el río a caballo”, exclama una y otra vez. En este sentido, La muerte de Artemio Cruz, que abreva –y simultáneamente nutre– a la novela revolucionaria, también tiene chispas que recuerdan a lo mejor del western estadunidense. Aunque los caballeros brillan por ausencia, abundan yeguas y caballos. Como en algunas pinturas de Chagall, encontramos hermosos caballos azules y blancos, también hay moribundos y de sorprendente brío, caballos de guerra cruzando valles y montañas, animales que podrían atravesar el mar del inconsciente, o un país devastado por la guerra civil. Ante la magnitud de esa hecatombe, cabriolean caballos de duelo negros y empenachados que han sido vestidos para las pompas fúnebres. Tampoco faltan los exuberantes potros sin silla ni brida, emblemas de una mente salvaje, cuyas fulgurantes imágenes aparecen y se ocultan como en la canción “Wilde horses”, de los Rolling Stones.

Una orfandad a caballo

Por supuesto, Artemio Cruz posee una vivacidad sobresaliente, tiene la inteligencia y la audacia de quienes padecen profundos complejos de inferioridad. La semejanza que este hombre tiene con algunos personajes reales no es mera coincidencia: Carlos Fuentes ha hecho de Artemio Cruz un gran retrato hablado, un arquetipo de las “celebridades” que emergen y se esfuman en esa arena que es la realidad política y social de México. Así, al hacerse viejo, “la gente” se refiere a él como una momia, metáfora del encumbrado que no quiere renunciar a su poder. Es el antihéroe clásico que nunca va a eclipsarse y que, en medio de una escolta carnavalesca, vestida de blanco y negro, pone a girar un caleidoscopio de lujo donde danzan negociantes, mujeres hermosas, periodistas, comediantes y muchachitos ambiciosos. Mientras, el antiguo cacique, ahora envuelto en un gran fashion, escucha fragmentos dispersos de la feria de vanidades que enmascara a la violencia política y racial en México. Al comenzar la década de los sesenta, el know how de este personaje resume a un sector político que será intensamente cuestionado por los estudiantes mexicanos en 1968. Ficción y radiografía, biografía perversa del caudillo, fresco elaborado con pinceladas precisas que revela las luchas y transacciones que realizan individuos, grupos, clases sociales, y hasta algunas razas, durante la primera mitad del siglo XX mexicano. No es casual que Carlos Fuentes dedicara esta novela a C. Wright Mills, el sociólogo estadunidense de la new left que en la década de los sesenta, sin dejar de observar las estructuras del poder, exploró las múltiples aristas donde coinciden la biografía y la historia. Así, Fuentes construye el andamiaje histórico en el que Artemio Cruz se pinta solo. Al reverso de la moneda, La muerte de Artemio Cruz es un relato de la secuela psicológica que provoca una orfandad. Dentro de ese gran déspota ilustrado habita un pequeño que le sobrevive a un padre desconocido –presumiblemente francés– y a una madre negra, hambrienta y mexicana. Es un protagonista astuto, no mal parecido, un arribista de ojos verdes que lleva el apellido de una madre (que seguramente fue preciosa) y cuyos ancestros tal vez nacieron en Cabo Verde o en algún otro país de esa triste África proveedora de esclavos. Personaje que no debió apellidarse Cruz sino Dubois. Niño Artemio que vivió “tan cerca y tan lejos” de unos amos –parientes enloquecidos– en un paraíso perdido del trópico veracruzano.

Si los potros son vehículos de la memoria, el caballero, además de ser un personaje, es un símbolo. Por eso sus avatares han sobrevivido en la narrativa postmoderna, en la poesía y en el cine. Como el personaje intemporal de El caballero, la muerte y el diablo, famoso grabado de Alberto Durero, cuya valentía y código de honor han sido puestos a prueba por la perversidad, el deseo y el tiempo. La marcha estoica de ese caballero que avanza hacia la izquierda del grabado representa la búsqueda de la plaza central de sí mismo, lo que implica hacer una travesía por el largo y sinuoso camino a través de un inconsciente plagado de tentaciones y peligros. El famoso caballero encarna el reverso de los valores que exhibe Artemio Cruz, quien, no obstante y a pesar de su maldad extrema, de ninguna manera debe ser considerado un personaje plano. Veteado de luz y sombra, Artemio no desconoce los sentimientos de amistad, del trance amoroso y del amor filial. Sin embargo, es un protagonista aislado, que al observarse en un espejo oscuro y roto mira la fragmentación de su “yo” desde una soledad aterradora. Como en “La señal”, esa patética canción de Álvaro Carrillo, cuando Artemio Cruz “habla y habla” de su síntoma, parece estar gozando con su propia agonía. Con ese deleite punzante estructura un monólogo estremecedor. Ese pensamiento en voz alta, a cincuenta años de su publicación, ha logrado que una legión de lectores haya tenido una vía privilegiada a la mente deslumbrante de uno de los más formidables bandoleros de la literatura.

Las triadas y Artemio Cruz

Existe un método curioso para acceder a las claves menos visibles de esta historia. A través del análisis de los epígrafes que seleccionó Carlos Fuentes es posible trazar algunas líneas hermenéuticas para aproximarse a ella. Por ejemplo, al analizar el sorprendente verso del poema “Muerte sin fin”, de Gorostiza: “…de mí y de Él y de nosotros tres –¡siempre tres!”; desde luego puede aludir a la síntesis de una trinidad que religa a los mortales con la divinidad; o, a la cifra sexual del macho –o del hombre–, y desde luego al tiempo. Puede sugerir al rostro ternario de Hermes y abismarse ante las estructuras perfectas a las que Borges dedicó un verso con un toque esotérico: “Oh tiempo, tus pirámides”, que acaso apunte a esa arquitectura que se desdobla en los espejos de agua de nuestras ciudades precolombinas; o más llana y simplemente a la conocida metáfora de la pirámide como emblema del poder tlatoani. En este sentido es interesante la especulación del nudo borromeo, en la que Jacques Lacan ha propuesto tres elementos psíquicos enlazados para explicar la complejidad del hombre en los registros que tiene de lo real, de lo simbólico y de lo imaginario. Exploración integral de la psique humana, que en Artemio Cruz equivale a las tres voces paradójicas de sus expresiones poéticas y narrativas: “Yo no sé… no sé… si él soy yo… si tú fue él… si yo soy los tres.” Evidentemente, cuando falla alguno de los tres registros –imagen de los aros que se desenlazan– provoca que “rueden libres” diversas patologías mentales. En otra sorprendente oración, Fuentes dice: “Donde la tierra tronará bajo los cascos, tú agacharás la cabeza, como si quisieras acercarla a la oreja del caballo y acicatearlo con palabras…” Por supuesto, para Artemio Cruz ese caballo psicopompo que abreva en el fondo de su mente representa la posibilidad de la fuga y el olvido, o un viaje de regreso por su propio inconsciente para restablecer contacto con su memoria fragmentada.

La última batalla

A propósito de la ficción heroica y de la verdad histórica, Fuentes ha dicho de la novela de William Faulkner, Absalon, Absalon, que “se encuentra en el futuro y nos mira de frente a la cara”. Desde la perspectiva de La muerte de Artemio Cruz, esa idea explicaría, en buena medida, al México profundo y al de la postmodernidad. Quizá, si escucháramos con atención el ensamble de ese “trió de voces”, lograríamos entender por qué un movimiento histórico que tantas esperanzas generara, terminó llevándose a los de abajo a un triste inframundo; mientras un forajido, que ha cruzado todos los ríos de “arriba” –metáfora de la transgresión de los límites del honor y el decoro–, una y otra vez fracasa en su intento por cruzar el río definitivo, el temible Aqueronte para deshacerse a gusto en el Hades.

En la orilla de enfrente un potro negro otea entre la bruma. Espera que el sensual bandido acabe de morirse. Quizás Artemio Cruz se decida por el suicidio, pero no podrá llevarse con él a su arquetipo, porque el villano, y su reverso, el caballero, son indestructibles. Tal vez otros relatos vengan con sus héroes a decirnos que han hallado una cura milagrosa para la enfermedad que sufre el inmortal agonizante; en otras palabras, la cura para un país profundamente herido. Necesitarían ir por distintos tiempos y senderos de la historia, y como Artemio, ir a caballo contra la imagen que le devuelve su propio espejo narcisista. Y entonces sí, como el Caballero del grabado de Durero, disponerse a dar contra el mal, el tiempo y la muerte “la última batalla”.


Las entrevistas de Marco Antonio Campos

1/Abril/2012
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Respondo por lo que digo, libro de entrevistas hechas por Marco Antonio Campos, es uno de los grandes aciertos del programa editorial de la Universidad Autónoma Metropolitana dirigido por Bernardo Ruiz y por Laura González Durán. Marco Antonio es, sin lugar a dudas, uno de los grandes entrevistadores de temas culturales en nuestro país. Prepara con minuciosidad, pleno conocimiento de la obra del entrevistado y sana y alegre malicia sus cuestionarios que buscan, ante todo, crear la atmósfera espiritual del diálogo en el que nacerá e irá creciendo la conversación esclarecedora.

Vale la pena recordar que Marco Antonio Campos es un hombre de letras en el sentido francés del concepto. Ha dedicado su vida a la creación literaria, la cátedra, la investigación y la promoción de la literatura, tanto en el monstruo centralista como en la provincia que junta candideces con envidias, verdadera afición por la literatura con intrigas barrocas y maldades parroquiales. Su labor en la revista Punto de Partida, dirigida por la maestra Eugenia Revueltas, abrió las puertas de la publicación a numerosos escritores jóvenes. Ha sido, además, organizador de festivales (lo he visto recorrer los pasillos laberínticos de los organismos culturales del Estado y de las universidades, buscando apoyos que le regatean o retardan los prepotentes burócratas) y de congresos de poesía en Morelia, Oaxaca, Aguascalientes, San Luis Potosí... Otra de las facetas de su trabajo de promoción son las conferencias que dicta en muchas ciudades del país y del extranjero (tiene un amor inocultable por Colombia y se siente en su casa en la Residencia de Estudiantes de Madrid, en donde convive con la memoria de García Lorca, Alberti, Moreno Villa, Buñuel, Dalí y otros muchos “grandes de España”. Convive en el dificultoso Madrid (me refiero al feroz medio literario) con el gran poeta Luis García Montero y con los señores editores de poesía que son unos verdaderos califas y que, por otra parte, realizan una labor muy meritoria. En fin... digamos que nuestro amigo Marco Antonio tiene comal y metate con el mundo de las letras (a los únicos que no soporta es a los embaucadores y a los farsantes) y cultiva la hermosa vocación de apoyar a los que se inician en la literatura, siempre y cuando muestren una verdadera vocación y un talento en ciernes.

De su obra literaria me limitaré a mencionar los libros que prefiero y revisito con frecuencia: Viernes en Jerusalén, su poema más poderoso y entrañable; su cuento titulado: La desaparición de Fabricio Montesco, modelo de construcción y de sinceridad; la novela Hemos perdido el reino, que llega a emocionarme hasta las lágrimas; una buena cantidad de ensayos, artículos y columnas, así como su crónica De paso por la tierra en la que brilla una prosa que transcurre como un río de aguas amables que, de vez en cuando, se arremolinan y nos entregan toda la gama de las certezas, las dudas y las contradicciones.

Excelente traductor, tenemos que agradecerle sus versiones de Baudelaire, Rimbaud, Nelligan, Saba, Ungaretti, Drummond de Andrade y Trakl. Se trata de verdaderas recreaciones en las que el traductor oscila en el filo de la navaja y llega a la meta anhelada al comprender que traducir poesía es un paso muy cerca del abismo, pues se trata de conciliar dos lenguas, es decir, para ser más preciso, dos cosmovisiones.

De Respondo por lo que digo quiero destacar la formidable entrevista al friulano Claudio Magris (supongo que los suecos deben darle muy pronto ese premio que la industria editorial convierte en consagratorio). El entrevistador ubica de inmediato el escenario en la Mitteleuropa tan amada y recorrida por el escritor italiano. En las primeras preguntas sobresalen las figuras de dos triestinos eminentes, Saba y Svevo. Ambos fueron estudiados por Magris en sus días turineses. El Danubio recorre las páginas de la bella entrevista (la última vez que vi este río multinacional fue en la frontera entre Bulgaria y Rumania, en la Russe rumana y la Rustschuk búlgara, la ciudad natal de Elías Canetti. Al pasar el puente vi las aguas grises y turbias del antes azul río). El imperio perdido (piense el lector en el maravilloso libro de Chema Pérez Gay) renace en las páginas de los libros de Magris (no sólo en El Danubio), junto con sus grandes voces: Roth, Musil, Schnitzler, Werfel, Kraus, Kokoschka, Mahler, Freud, Einstein y más y más y más. No cabe duda de que la Viena finisecular fue la capital del arte y del pensamiento europeos. Propongo esta entrevista como modelo para los estudiantes de periodismo de las universidades del país. Tiene una cualidad humana mayor: el entrevistador se olvida de su ego y se pone al servicio de la vida y de la obra del entrevistado. Por eso la considero como un ejemplo señero de generosidad y de inteligencia.

Entre risas y desilusiones

1/Abril/2012
El Debate
Irad Nieto

Hay escritores que quieren de veras pintarse a sí mismos al natural; autorretratarse o encontrarse mientras ensayan. A esa estirpe de escritores pertenece Guillermo Espinosa Estrada, quien ha logrado, a través del ensayo, presentarse desnudo ante el mundo con una sonrisa desparpajada: la sonrisa de la desilusión, el escudo protector de quien nada tiene que perder. Por eso los 12 ensayos reunidos en La sonrisa de la desilusión (Tumbona Ediciones/DGP-CONACULTA, 2011), su primer libro, se desarrollan (porque ese es el propósito), a la manera de una stand-up comedy routine, en la que el ejecutante desnuda su personalidad frente al público lector, revela aquello que otros dejarían oculto, y exhibe aquí y allá muchas de sus ilusiones perdidas, sus fracasos, sus manías, sus varias ineptitudes para la vida y su soledad. No obstante, en lugar de ceder al drama por las múltiples caídas, el autor elige la risa (o la risa lo elige a él), ese gesto de incivilidad, para relatar en cada ensayo momentos de plena felicidad y el anuncio del desengaño.

Los ensayos de La sonrisa de la desilusión parecen anclas lanzadas por el autor al suelo de una vida y un pasado difícil de olvidar, cargado de expectativas y de fugaz felicidad. Acaso por ello los recuerdos de la infancia atraviesan las páginas del libro, porque son los niños quienes "corren apasionadamente detrás de los sueños y se despreocupan de toda realidad" (Robert Louis Stevenson). ¿Qué son las ilusiones si no sueños y estrellas en altamar? "Mi risa", confiesa el narrador de estos ensayos que también son memorias, "es una máscara que oculta –primero— mis verdaderos sentimientos, pero casi al mismo tiempo revela –al observador— mi angustia." También es una manera de resistir, de buscar la felicidad aun en las grietas de la tragedia. Fabular para impedir que la realidad, en muchos sentidos cruel, arrebate todo aquello que el narrador ha hecho suyo, como muchos de nosotros, a temprana edad: un viaje, un amor, los personajes entrañables de una Sitcom, la ingenuidad y la felicidad "siempre por venir" de la comedia romántica, la ligereza de la comedia musical, etcétera. "Me resisto a distanciarme de algo que ha terminado por ser tan íntimo", escribe en uno de los ensayos, pero la afirmación puede extenderse al resto.

"La risa supone el examen libre de las inconstancias del mundo, sus imposturas, sus caprichos, su carácter inevitablemente ridículo […] La risa arrasa lo establecido y venerable; devasta lo habitual y lo reverenciable", apunta Jesús Silva-Herzog Márquez en "Hobbes y la risa" (El Malpensante, núm. 109). Guillermo Espinosa Estrada o William Thornway, personaje del que se vale el autor para contar una especie de autobiografía oculta entre los matorrales del ensayo, opone muecas de sonrisa frente a una realidad que se empeña en mostrar su cara trágica, derrotista, seria. No para ignorar el dolor, sino para sobrellevarlo, para impugnarlo. Aquí no caben los embaucadores de la autoayuda ni los "mercachifles del bienestar", para quienes, incluso en la desventura más inefable, sólo existen la felicidad, los abrazos y las falsas sonrisas. Eso es una farsa; y sus promotores, farsantes. La felicidad no dura toda la vida: se refugia en instantes, en momentos, en apenas trozos de felicidad. Y son esos alientos de plenitud los que William Thornway quiere recuperar al relatar su historia; tablas a las que se aferra con humor descarado en medio del naufragio. Detesta a los optimistas, pero los envidia "en su espejismo". La solemnidad y la pedantería se cultivan y se reproducen entre los espíritus refrigerados, entre individuos doctos que aborrecen el aire libre, el movimiento, el paseo, la chacota. Nada más ajeno a William Thornway, cuya educación sentimental procede, en buena parte, de la comedia, la errancia y ¡la televisión! (exclamarían, poniendo el grito en el cielo, los escritores afectados, esos que disfrutan a escondidas de "la caja idiota"). No es extraño que a nuestro narrador le seduzca la comedia musical: "Hay algo en su banalidad que rezuma ludismo, ligereza". Para el que carece de convicciones firmes, este tipo de comedia, con su baile, melodía e historia de amor, es lo contrario de la pesadez: agilidad, movimiento del cuerpo, danza, alegría, vuelo de pájaro, libertad, flotación, sonrisa. "La comedia musical no sólo logra suspendernos en el aire, también aplaza la ejecución de lo serio". La sonrisa de la desilusión, a través del ensayo, la crónica, la memoria y la autobiografía –con una inteligencia, un humor y una voz muy particulares, que abrevan de Montaigne, Jonathan Swift, Stevenson, Hazlitt, Laurence Sterne, Chesterton y Lopate, por mencionar unos cuantos—, captura instantes de felicidad infantil y juvenil que han quedado en el pasado y al mismo tiempo muestra una lucha tenaz del narrador, ayudado por el martilleo de los recuerdos, por no separarse de aquello que algún día, antes de la desilusión, lo hizo feliz (la comedia romántica, una mujer, la televisión, una composición para piano…)