martes, 20 de marzo de 2012

La vida intelectual

20/Marzo/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Conozco los aspectos menos atractivos de la academia. Su rígido sistema de jerarquías, por ejemplo. Los bajos salarios para la gran mayoría, tanto en sistemas educativos públicos como privados; y los grandes privilegios para una elite que con frecuencia se eterniza en puestos de diversa índole. Los estrictos rituales de entrada (solicitudes, exámenes, cartas de recomendación) y de salida (tesis). La productividad a ultranza, muchas veces el resultado de sistemas de valoración que premian más la cantidad que la calidad. La mínima distribución de sus productos intelectuales que tienden a crear torres de cristal desde las cuales, paradójicamente, es complicado, cuando no imposible, emprender cualquier análisis crítico de la realidad. La competencia desleal y la envida son características que en mucho exceden al ámbito académico, así que no las cuento aquí.

También conozco, sin embargo, los elementos más felices de la vida académica. La manera de fomentar el talante crítico de sus participantes, sobre todo. Su llamado a cultivar una vida dedicada a la creación intelectual (me gusta la frase en inglés, mucho más abarcadora: the life of the mind). La disciplina que, además de requerirse para concluir con éxito investigaciones y tesis diversas, servirá para muchas otras cosas en la vida. La creación de sistemas que, en sus mejores momentos, permiten el cotejo y la justa evaluación entre pares, ya sea a través de cuerpos colegiados o ya a través de eventos públicos donde se exponen resultados de investigación. Su vocación, no siempre exitosa pero siempre presente, de ser exhaustiva y contemporánea (todo académico que se precie de serlo conoce el estado actual de su bibliografía). Los salones de clase en los que, en sus mejores momentos, no se trasmite sino que se produce conocimiento. El hecho de ser una de las únicas profesiones en las que leer mucho es un requisito.

Todos los que critican la vida académica, especialmente aquellos que han convertido el adjetivo académico en una especie de nueva blasfemia, tienen en mente, y con frecuencia en el registro de su experiencia personal, los puntos incluidos en el primer párrafo. Mucho me temo que, con ese tipo de consideraciones, no me queda más que darles la razón: la academia, en sus peores momentos, es jerárquica y poco creativa, cuando no superflua. Como sucede con todo lo que vive, hay muchas cosas que precisan de revisiones críticas. Pero lo que no dicen aquellos que atacan los rituales y los productos de la academia es que en sus centros de investigación o en sus revistas, en los patios concurridos entre sus edificios o en dentro de sus bibliotecas, se ha asegurado también una forma de socialidad de la que mucho se ha beneficiado y de la que mucho todavía precisa este país. Aún más, los ataques contra la vida académica parecieran sugerir que la creatividad y la crítica sólo fueran posibles más allá de sus muros. La más leve mirada a las distintas agrupaciones culturales que animan (¿o desaniman?) la vida cultural en México, aquellas donde se halaga sin contemplaciones al miembro disciplinado y se golpea (porque así se dice) al que no pertenece, pondría de manifiesto que las jerarquías tienden a acrecentarse y no a disminuir fuera de los marcos académicos (donde por cierto, según estadísticas mundiales, se vive un curioso fenómeno de feminización).

Me ha parecido a menudo lógico, lo cual no significa que esté de acuerdo, que los que cuentan con capitales tanto financieros como culturales, ya propios o ya heredados, critiquen a la academia. Después de todo, ¿en nombre de qué, desde esa posición, se someterían al cotejo público de ideas, a la examinación exhaustiva de sus argumentos y sus aparatos críticos, a la fatiga que representa preparar y evaluar clases y seminarios? Si, además, estos pocos anti-académicos cuentan con los medios para publicar sus hallazgos, ¿para qué someterse al juicio de sus pares o comparecer ante la comunidad de sus iguales?

Lo que me parece menos lógico es que jóvenes escritores sin otra capital más que el talento propio y la vocación por las letras, se pronuncien, la mayoría de las veces sin conocerla a fondo, contra una forma de vida que, con su intervención arriesgada, con su energía crítica, con su vocación de renovarlo todo, bien podría contribuir a producir la vida intelectual que nuestras comunidades merecen y precisan. No creo, por supuesto, que ésta sea la única manera de conseguirlo, pero sí sé que es una de las posibles en el mundo imperfecto y mejorable en el que vivimos. Prefiero, en todo caso, al estudioso que, con afán, compara bibliografía y coteja argumentos, el que somete los resultados de su investigación al escrutinio de sus pares tanto a nivel nacional como internacional, que a aquél que, amparado bajo la protección de sus privilegios de grupo, reproduce formas endogámicas y monológicas y, por lo tanto, autoritarias de producción intelectual bajo el pretexto de ser “creativas”.

domingo, 18 de marzo de 2012

Los 45 de Cien años de soledad

18/Marzo/2012
Jornada Semanal
Luis Rafael Sánchez

I

Guardo la primera edición de Cien años de soledad como oro en paño. La compré en Madrid el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete. Pagué 185 pesetas, lo indica, a lápiz, la página siguiente a la portada –5 dólares y 25 centavos al cambio de entonces, más o menos 35 pesetas por dólar. Bajo la indicación del precio se adhiere un papelito que avisa: Librería Fernando Fé. Sol, 14- Madrid. Todavía el monosílabo fe llevaba acento ortográfico. La portadilla acredita el autor, el título y la firma editora, Sudamericana.

La portada recoge tres motivos insoslayables de la novela. La maraña selvática que ciñe a Macondo. Un galeón. Tres astromelias o tres nomeolvides: sólo un botánico podrá arbitrar de cuál flor se trata. Trescientas cincuentiún páginas después, el colofón avisa que Cien años de soledad se terminó de imprimir el treinta de mayo del año mil novecientos sesenta y siete, en los talleres gráficos de la Compañía Impresora Argentina, SA, Calle Alsina número 2049, Buenos Aires.

El nombre del autor me era conocido. En junio de ’63, ya aprobados los cursos conducentes a la Maestría en Artes y Ciencias de la Universidad de Nueva York, tomé unos adicionales en la Universidad de Columbia, Las novelas de Miguel de Unamuno y Nueva Narrativa Hispanoamericana. Recuerdo al profesor de ambos, el paraguayo Hugo Rodríguez Alcalá. Sobra decir que el curso sobre Unamuno incluía su obra novelística completa. El curso dedicado a la nueva narrativa hispanoamericana, dadas las fechas en que se ofreció, incluía El coronel no tiene quien le escriba.

II

El entusiasmo producido por El coronel no tiene quien le escriba, cuatro años antes, me empujó a devorar Cien años de soledad armado con un bolígrafo. Desde luego, son textos y texturas diferentes. La trama lineal de la primera contrasta con la trama zigzagueante de la segunda. Y la nómina escasa de personajes de la primera contrasta con el nutrido registro demográfico que instituye la segunda. Aparte de que la extensión de la primera, novela apretada como un puño e hilvanada con una prosa de ecos telegráficos, se desemeja en extensión de la segunda, novela oceánica y de horizonte incircunscrito, por la que navegan personajes vivos, personajes muertos y personajes vivos en tránsito voluntarioso hacia la celestialidad, por ejemplo Remedios la bella.

Pero el genio y el magisterio del autor se constatan a cada vuelta de página de ambas novelas. Ya sea una sutileza a propósito de la condición humana, tan lozana que apabulla descubrirla. Ya sea una mirada, de calado hondo, a las fatigas del tiempo. Ya sea un giro verbal, cuya irrupción en un párrafo alcanza el carácter de un acontecimiento. Ya sea la factura regia de unos personajes atascados en la esperanza ilusa, ésa que la gran poeta mexicana Juana Inés de la Cruz tacha de “diuturna enfermedad” y el gran poeta puertorriqueño Pedro Flores tacha de “flor de desconsuelo”.

III

A pesar de las tangencias enumeradas y las otras ennumerables, a pesar de que El coronel no tiene quien le escriba es una gran novela de formato breve, cuyos escrupulosos tiento y aliento la hermanan con las prodigiosas Muerte en Venecia y El extranjero, fue Cien años de soledad la obra que consagró a Gabriel García Márquez como escritor universal. Modelo de una escritura que se afianza en la página sin el menor esfuerzo, como resultas de un empecinado control narrativo, infalible hasta en los usos de la coma y el punto, en Cien años de soledad todo se vuelve inauguración, novedad, génesis. En concordancia, varios pasajes identifican a los Buendía, el clan protagonista de la novela, como seres primerizos. La primeridad los marca. A unos con una cruz de ceniza en la frente, a otros con una cruz de rencor en el alma, a otros con unas ganas atrabiliarias de alejarse de Macondo en busca de prosperidad, a otros con unas ganas irracionales de asentarse en Macondo por siempre.

No extrañe, entonces, que Macondo, lugar donde transcurre la acción, se percibiera, enseguida, como una alegoría desgarrada del continente americano. Y que el apodo del autor, Gabo, sirviera de agua bautismal a la estética literaria emanante de su obra, el gabismo. Dicha estética, que algunos prefieren llamar macondismo, junta y mezcla hasta la indistinción, la realidad y la fantasía, la extravagancia y el descabellamiento, los personajes carentes de la mínima introspección y los personajes embarcados en la abstracción a ultranza: el clan Buendía, acoge de todo, como la botica.

De la consagración se encargó la crítica especializada. Que no le regateó encomios a la saga de los Buendía, adjudicándole parentescos linajudos, hasta innecesarios algunos por bombásticos. La emparentaron con Las mil y una noches. La emparentaron con la Biblia y su sucesión de tribus y descendencias interconectadas. La emparentaron con las crónicas de Indias y con el asombro incesante del europeo ante la maravilla encontrada. De la consagración se encargó, sobre todo, la masa innúmera de leedores, de siempre entusiasmada por devorar historias novedosas, historias capaces de poner a prueba sus certidumbres tercas y el arte superior del sujeto que las cuenta.

IV

Al fin y al cabo el cuento no es el cuento, el cuento es quien lo cuenta. Y quien lo cuenta ha de saber encapsularlo en un decir riguroso, hecho de voz, de ritmo y de mirada. Sobre todo de mirada. No hay gran escritor si no hay mirada implacable a la realidad, esa danzarina falsa de los siete velos. No hay gran escritor si dicha mirada no halla la palabra capaz de registrarla.

También explica el éxito consagratorio de Cien años de soledad, la vertiginosa sucesión de miradas ahondadoras que recopila y la franqueza prosística que las ensarta. Una prosa en posesión de un secreto candente, si bien sospechándose desde la primera oración: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y es tal secreto candente que, a lo largo de Cien años de soledad la poesía se asume como sombra sonora de la prosa.

Efecto seguido de ambas consagraciones, la puesta en marcha por la crítica especializada y la puesta en marcha por los leedores comunes y corrientes, fueron la traducción de Cien años de soledad a todas las lenguas y el desatamiento de un interés febril por la escritura anterior del colombiano. Cuentos, novelas y artículos periodísticos tuvieron la segunda oportunidad sobre la Tierra, que no tuvieron las estirpes condenadas a cien años de soledad. Incluso, la literatura pareció rebanarse en dos hemisferios irreconciliables, la hispanoamericana en particular: antes de Macondo y después de Macondo. Docenas de escritores se macondizaron por una temporada larga; otros, para siempre. Como si los hubiera victimizado una fiebre semejante a las varias que estragaron a los macondenses: la fiebre del insomnio, la fiebre del olvido, la fiebre del banano.

V

El verbo devorar me agrada a más no poder. Significa una cosa, pero sugiere otras, entre ellas el hambre que se mitiga a puro desorden, la imposibilidad de detenerse a saborear y la boca llena. El verbo devorar está hecho de prisa y frenesí, razón para el favor que le apartan los amantes, luego de transformarlo en verbo imperativo y súplica dulzona: “Devórame otra vez.”


Dije en el fragmento segundo que devoré Cien años de soledad armado con un bolígrafo, presto a subrayar cuantos pasajes encandilaran mi imaginación, desde aquel en el principio, donde se notician las consecuencias trágicas del pantalón de castidad que viste Úrsula Iguarán a la hora de dormir, hasta aquel en las páginas últimas donde se noticia “la última madrugada de Macondo”. Sin embargo, entre el uno y el otro se hicieron subrayables tantos pasajes, tantos fulgores creativos se continuaron revelando, que cesé de subrayar. Pues la novela no tenía un tramo ajeno al hechizo, ese estado de satisfacción, con apariencia de sobrenaturalidad, que suscitan muy escasos amores y muy escasas obras de arte.

Los admiradores de Gardel aseguran, si bien ya pasados setenta y seis años de la tragedia en Medellín: “Carlitos está cantando mejor que nunca.” Los admiradores de Cien años de soledad aseguramos, hechizados por un fulgor narrativo acabado de hallar, pues se nos escapó en la segunda, la tercera, la cuarta lectura: “Endemoniada novela, hoy está más chula que ayer.”

La segunda, la tercera, la cuarta lectura las hice en sucesivas ediciones, compradas en Puerto Rico, Nueva York, Berlín. Porque la primera, comprada en la madrileña librería Fernando Fé el mes de septiembre del mil novecientos sesenta y siete, descansa en el fondo de un baúl con llave, envuelta en paño, como el oro. Más de una noche de ronda por los abismos del insomnio, libro el libro de la prisión que ocupa en el baúl. Entonces, revestido el corazón por una costra de egoísmo, avanzo a besuquear la maraña selvática, el galeón, las tres astromelias o nomeolvides y susurro, entrecerrando los dientes y apretándolos: “Soy tu dueño.”


Neruda: No invoco tu nombre en vano

18/Marzo/2012
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

La polémica sobre la muerte de Pablo Neruda –¿natural, inducida?– que ha levantado polvo en los últimos meses por las declaraciones de su chofer, Manuel Araya, sobre el posible homicidio de su antiguo patrón, habla del lugar que ocupa el bardo chileno en el mundo de la poesía. La exhumación que ha ordenado la autoridad podría modificar la versión oficial. Se dice que padecía leucemia acompañada de un cáncer de próstata, que hubo de complicarse con el derrocamiento y muerte de Salvador Allende, entrañable amigo del poeta, y a quien cedió –Neruda– la candidatura a la presidencia; el autor de los Veinte poemas de amor y una canción desesperada murió veinticuatro horas antes de salir en un avión rumbo a México, viaje que patrocinaba el presidente Luis Echeverría al nombrarlo “invitado del gobierno mexicano”. El poeta e investigador Víctor Toledo afirmó hace unos días para El Clarín de Chile: “Hasta donde sé la enfermedad de la próstata de Neruda era controlable (…) Neruda quería y podía seguir luchando.”

La hipótesis se basa en la inconveniencia que Neruda representaba para el régimen de Pinochet: “hubiera sido uno de los principales líderes, recordemos su capacidad de convocatoria, su pasión política profunda”, como el propio Toledo lo desmenuza en el completísimo volumen El águila en las venas. Neruda en México, México en Neruda (BUAP, 2005), que mereció la medalla de honor presidencial de Chile en el centenario del poeta (1904-2004).

Neruda en Latinoamérica es el cantor del mito. Es voz que clama por la unidad latinoamericana, es el mago de la epopeya (no necesitó ser antologado para sobrevivir en su obra) tanto como el Che –que cargaba consigo un ejemplar del Canto general– de la vigente utopía de Bolívar.

¿Qué hubiera sucedido –hace casi cuarenta años– si no le hubieran suministrado la letal inyección de dipirona, si hubiera abordado el avión, si se hubiera asilado en México con el grupo que ansiosamente lo esperaba en la nave que nunca abordó?

Las amistades de Neruda en México fueron más aleatorias con las artes plásticas que con los propios poetas mexicanos (la influencia arrasadora del muralismo en el Canto general no es mito), sus afectos por Siqueiros y Rivera, hombres de carácter recio –y reacio–, dejan entrever que hubiera entablado, sin duda, una estrecha amistad con el veracruzano Salvador Díaz Mirón. La ideología en Neruda es otro rumbo que merece estudios profundos. Su colección de caracolas, sus afinidades con López Velarde, Alfonso Reyes, Juan José Arreola y Efraín Huerta, están pendientes aún.

Si la historia es lo que recordamos, el régimen pinochetista –hoy sus allegados se han apropiado, irónicamente, de la Fundación Neruda (su heredad al pueblo)– se caracterizó por el ajuste de cuentas, el terror y la persecución. No sería extraño encontrar evidencias de que, efectivamente, fuera asesinado con la discreción que, a través de los siglos, nos ha mostrado la Iglesia con sus papas.


sábado, 17 de marzo de 2012

Lo que queda, es lo que escribo

Febrero/2012
Nexos
J. M. Servín

Tenía treinta y cuatro años, vivía en Estados Unidos trabajando como bracero y con frecuencia me preguntaba qué carajos me impedía convertirme en escritor sin agotar mi energía con trabajos pesados y la monotonía adictiva de la rutina diaria. Algunos años después, ya en México, entendí que para lograrlo necesitaba ordenar mi pasado lleno de vivencias y recuerdos angustiantes. Literatura es expresión, no manipulación de las emociones.

Como en aquel entonces, sigo viendo la vida como un inagotable circo de esperpentos donde de pronto aparece la belleza, sin que ésta signifique necesariamente un valor positivo, al contrario, muchas veces es comparsa de la maldad humana.

Para mí es fundamental sustraer de la cotidianidad (arduo trabajo de discriminación constante) todos aquellos elementos que la hacen insufrible, cruel y nos sumergen en el hastío. Sólo así puedo aspirar a que mis historias resulten verosímiles, de otro modo sería imposible narrar aquello que viví, que vi, que es absurdo y aterradoramente cierto. Me entrego a la desazón y al dolor de la misma manera en que me entrego al placer. Lo que queda, es lo que escribo.

Mi mirada es más escéptica que cínica. Me fascina hacer retratos de gente maleada o destruida por las ciudades. Retomo como elementos narrativos formas híbridas que combinan técnicas de la ficción y fuertes dosis de historia social, biografía, documentales y periodismo. Hemingway tenía mucha razón cuando afirmaba que la cualidad más esencial de un escritor es la de poseer un detector de mierda, innato y a prueba de golpes.

Como cualquier otra actividad humana, escribir es un oficio que implica cuando menos conciencia, emoción, pensamiento, percepción, memoria e inteligencia. Yo incluiría huevos y descaro. Su orden de importancia depende de cada quien. Trabajo en un estilo directo y descriptivo que no pierde de vista el sentido de la escena. Una piruja, un maleante o el oscuro encargado de una piquera: tengo que hacerlos tan reales como a un padre de familia que trabaja de sol a sol para mantener a su familia.

Desde la primera frase mi mayor reto es atrapar al lector, de otro modo huirá. En un país donde a muy poca gente le interesa leer, esto debería de ser como un mandamiento para cualquier escritor. No intentaría hacer una autoevaluación de mi trabajo pues aparte de prematuro (sigo buscando un modo de expresarme, un estilo) sería presuntuoso.
Siempre estoy alerta de descubrir rasgos de vanidad e ingenuidad que tanto perjudican el oficio de escritor. Mientras menos aparezcan más cerca me siento de mi objetivo.

No hago mayores preámbulos para sentarme a escribir. Lo hago en cualquier momento del día si tengo el ánimo de hacerlo. Si descubro que no puedo, lo dejo y ya. Esto me ocurre con demasiada frecuencia, más de la que quisiera, pero así soy, el peso de mis temores suele ser más grande que mis ganas. Liberarme de esta carga puede llevarme horas, días, semanas o meses, durante todo ese tiempo lo único que me relaja es la bebida, pasear a mi perro en compañía de mi mujer (ella también escribe y envidio la facilidad con la que se sienta frente a su computadora y teclea y teclea tac tac tac) o yacer durante horas en un sillón mirando al techo, ajeno incluso al ruido constante de la calle. La rutina impide reaccionar a los pequeños fracasos acumulados con el paso de los años. El hormigueo en el estómago cada vez que me siento frente a la computadora es parte del vaivén que deja atrás mi pasado lleno de culpas. Cuando logro disfrutar de esa sensación y reconocer de dónde nace, puedo escribir sin bloqueos.

No me preocupa en lo mínimo la técnica, el chiste de este oficio es durar. Como todo boxeador consciente de sus limitaciones, me preocupa resistir al castigo y ganar por puntos tirando el mayor número de golpes posibles. Cuando escribo pienso en la disyuntiva entre el hombre civilizado y el heroico. El primero está conforme con su destino y fluye con él tanto si le ha ido bien en la vida como si no, es un ser religioso y comulga con los designios de su dios. El otro es un eterno rebelde, en conflicto con su entorno y niega cualquier causa para justificar su malestar con el mundo. Este es el tipo de personaje que me interesa: es impredecible, mercurial, peligroso para sí mismo y para los demás.

En mis historias elimino hasta donde me es posible ciertos elementos como lo fantástico y los excesos sentimentales. La observación rigurosa es indispensable para la reproducción fiel de la vida. Por lo tanto, me documento sobre el terreno, tomo apuntes sobre el ambiente, la gente, su modo de vestir y de hablar. El recurso del détournement situacionista me permite la apropiación de elementos existentes en mi entorno para recuperar historias cotidianas.

Soy del tipo de personas que siempre está en dificultades de algún tipo, en mi caso es algo que va de la mano con la escritura. Los apuros financieros y mi relación con las mujeres me han deparado toda clase de sinsabores y alegrías.

Así escribo. Sería un enorme fracaso ser recordado por el recuento de mis hazañas para mantenerme a flote en esta vida, y no por mis libros.

Novedad de la narrativa mexicana II: Contra las tentaciones de la nueva crítica

Febrero/2012
Nexos
Valeria Luiselli

En el teatro mexicano los actores gritan cuando se enojan. Como si no hubiera otro modo de enojarse. En la prensa mexicana hay una pasión desmedida por la literalidad. La violencia se representa a través de sí misma, un poco como el mapa de Borges que tenía el mismo tamaño del territorio que pretendía representar. En la narrativa reciente pasan muchas cosas, pero no pasa nada. Orwell decía que en tiempos de crisis abundaban los escribidores. En estos tiempos sobran. Abundan escribidores de crítica literaria. La nueva crítica recoge y condensa los vicios de todo lo anterior: es gritona, literal, hueca y mucha.

Cuando hablo de la nueva crítica literaria me refiero a la suma indiscriminada de opiniones que se publican sobre todo en blogs, aunque también en periódicos y ocasionalmente en revistas —mismas que, parafraseando a medias al escritor Fabián Casas, duran sólo dos números—. No creo que esté mal per se que abunden las iniciativas críticas. Al contrario. Pero dado que el blog y sus avatares —donde hay casi siempre un solo autor-editor-crítico-escritor— ganaron terreno y las revistas y suplementos culturales se fueron quedando sin páginas, sin editores y sin lectores, se vuelve más necesario que nunca repensar continua y conjuntamente el discurso que se está produciendo. No pretendo hacer aquí un balance global del estado de la crítica en México, sino acaso esbozar algunas reflexiones sobre cierto tono que prevalece en la crítica que se escribe hoy en día sobre los nuevos autores mexicanos.

El Crítico Salvatrucha
La primera marca general de la nueva crítica que me parece importante repensar es la concepción de que ésta, para ser seria o valiosa, debe de ser despiadada. Parecería que el nuevo lema es “atreverse”, como si el crítico fuera un aprendiz de matón atravesando su ritual de paso. Tener agallas rifa más ahora que tener neuronas. Para decirlo en pocas palabras, la inclemencia reemplazó a la inteligencia. La reacción, a la opinión sopesada. Además, por como se organiza la información en la red, los reseñistas de un libro construyen sus textos repitiendo —a veces citando, a veces parafraseando— lo que ya han dicho otros reseñistas; o en el peor de los casos, copiando verbatim y para su provecho lo que esa “mano de Dios” —diestra en mercadotecnia— escribe en las cuartas de forros. Así, la opinión pública sobre un libro, a medida que se perfila, difícilmente varía en sustancia, aunque pueda variar en forma.

En la nueva crítica se espetan términos como “profunda introspección psicológica”, “trinchera lingüística” o “madurez narrativa”, como si realmente significaran algo. El otro día estuve horas dándole vueltas a la frase “poner en crisis la novela”, que un crítico tuvo la elocuencia de formular, pero la falta de delicadeza de no explicar. ¿Dónde están los nuevos críticos con ideas? Así como otra vez se puso de moda ser escritor callejero, ahora también es mejor ser crítico callejero. Para ser crítico literario hoy en día, sólo hace falta ser cabrón, un poco pop, y haber leído el libro.

Parte del problema es que desde hace tiempo, aunque tal vez más ahora que nunca, en el mundo de las letras mexicanas está desprestigiada la academia y los estudios literarios. Inocentemente desprestigiada. No sólo eso, sino que —a diferencia de lo que sucede en Argentina, por ejemplo— hay muy poca comunicación entre la crítica literaria académica mexicana y la que se escribe en medios periodísticos. No es que todo lo que se haga en la academia esté bien, pero sin duda hay mucho que aprender de ella. Los nuevos reseñistas, que se crian en los blogs y no necesariamente se juntan en las revistas de papel porque ya casi no quedan, parecen ignorar que existe algo que se llama historia de la literatura y de la crítica literaria y que tal vez sea conveniente repasarla y conversar con ella.

Juan Gabriel y la cocaína
En los últimos años se ha enarbolado una incomprensible y mal concebida fascinación por lo marginal y lo violento. En buena parte de la nueva narrativa nacional abundan las prostitutas, los narcotraficantes, los travestis, las decapitaciones, las sobredosis de drogas, los escenarios sórdidos —lo subalterno y lo abyecto, para decirlo en pocas palabras, aunque cargadas—. Éstos son, al menos, los rasgos temáticos y estéticos que se suelen destacar de los libros recientes. La segunda marca general de la nueva crítica es la decantación por esta estética. Si digo que se trata de una fascinación incomprensible es porque no se explica —o no me explico— el embeleso de la crítica con una estética y un campo, a estas alturas, explorado y explotado ad nauseum en esta y otras tradiciones literarias. Si digo que está mal concebida es porque esta estética no parece instar a la crítica a cuestionar y problematizar nada. Mucho menos se leen los libros recientes que participan de esta estética en el contexto de las obras literarias anteriores en las cuales tienen su origen.

Es absurdo e injusto criticar a un escritor por elegir escribir sobre un tema y no otro. Un escritor escribe como puede y sobre lo que le interesa. Tampoco es justo criticar un libro —no hablo de justicia moral, sino de hacer justicia intelectual a una obra— por lo que no es. No se le puede reprochar a una novela posmoderna no ser tradicional, como no se le puede reprochar a una tradicional no ser posmoderna. No estoy reprochando que se escriban libros sobre tal o cual tema. Lo que estoy cuestionando aquí es el hecho de que la crítica conciba la estética de lo marginal y lo violento como una que representa un rompimiento en la tradición literaria mexicana. El problema no es que se defienda o no una estética particular; el problema es estar convencidos del carácter innovador, la frescura y la radicalidad de esta vertiente de la narrativa nacional.

El espectro de lo que hoy se denomina “narcoliteratura” —aun cuando lo que se escribe no siempre trate directamente sobre el narcotráfico— es amplio y, naturalmente, incluye libros buenos, libros mediocres y bastante paja. La peor cara de esta literatura, a mi parecer, es la que se escribe desde la cómoda posición del turismo de la marginalidad.
Escritores, al amparo de becas literarias, recorren los submundos de la abyección y pontifican desde el falso “I was there” del escritor callejero. Muchos de estos libros parecen más que nada una regurgitación literaria de ese combo de lecturas “duras” de adolescencia —Fante, Kerouac, Selby, Palahniuk— y la sobredosis de violencia que se degluta diariamente en el gran espectáculo de la prensa nacional. Lo que nos encontramos en las mesas de novedades es una estridente corte de los milagros en eterno high de literatura y cocaína —el álbum de estampitas del freak show nacional—. Además, como la literatura está a la baja incluso en algunos de los círculos de quienes la escriben, y está mejor visto citar a Juan Gabriel que leer a Cervantes, el resultado de todo esto es una literatura bastante ligera, pero que no se reconoce a sí misma como el mainstream que es, y está convencida de que su importancia y rareza radican en la inversión de términos y radical subversión que implica adoptar lo pop y lo marginal como banderín moral, político y estético. ¿Pero hace cuántos años que dejaron de ser marginales los temas marginales? ¿Hace cuánto que la fusión de lo pop con la “alta cultura” dejó de ser una novedad transgresora? La crítica, sin embargo, tiende a aplaudir casi unánimemente y sin reservas ese nuevo mainstream literario.

Ésa es solo la peor cara de la literatura joven de la era del narco. Su mejor cara está en escritores como Herbert, Herrera, Yépez, Villalobos, Ortuño y Velázquez. Un escritor con el talento y la originalidad de Herbert puede transformar temas tan manidos recientemente como la prostitución y las drogas en una obra que tal vez será un clásico de nuestra literatura; autores como Herrera, Villalobos o Yépez comprueban la falsedad de la tentadora dicotomía entre lo cosmopolita y lo local; las obras de narradores como Ortuño pueden sobrevivir a las contingencias de lo que pide el mercado lector nacional e internacional, y lo que hoy aplauden un puñado de críticos en boga. Pero lo bueno es siempre un caso raro. Y, desafortunadamente, en tanto caso raro, lo bueno tiende a ser homogeneizado en el discurso crítico que se genera en torno a él.

Desgracia, el norte
y lo chilango

La tercera marca de la nueva crítica, y la más importante desde mi punto de vista, tiene que ver con la vuelta a un discurso —ya obsoleto— que vincula la producción literaria con cierta idea de la identidad nacional o regional. Incluso los escritores más interesantes terminan siendo leídos a la luz de la obsesión por fijar una identidad o unas identidades nacionales, y son reducidos a unos cuántos valores —escasamente literarios.

El caso de Carlos Velázquez es elocuente. Velázquez es uno de los escritores más talentosos de mi generación. Sin embargo, la crítica en torno a su obra —aunque tal vez su discurso público ha abonado a esto— insiste en colocarlo en el lugar de portavoz de “la literatura del norte” y de la “identidad norteña”. Ésas son categorías, si no totalmente absurdas, cuando menos limitadas. Velázquez está más cerca de la picaresca quevediana, o más cerca de Ibargüengoitia, que de Lo Norteño. ¿Por qué insistimos en leerlo como representante de algo? ¿Qué no habíamos superado ya las “ficciones fundacionales”? Resulta inexplicable la vuelta de la crítica a un discurso que apuntala y reafirma ideas monolíticas de la identidad micronacional a través de la producción literaria.

¿Qué sucedió en estos años que explique la renovada fijación por definir y sobredeterminar el carácter nacional o regional como uno que fundamentalmente se resuelve en la violencia, la subalternidad, etcétera? ¿Cómo es posible que en México sigamos —los lectores y críticos más jóvenes— obsesionados con explicarnos a nosotros mismos a través de fijar una identidad nacional reducida a unos cuantos rasgos burdos? ¿Produjo el TLC una crisis identitaria tal que ahora explique esta necesidad de volver a construir nuestra identidad nacional? ¿O es que, a medida que se nos cae el país a manos del narcotráfico y de un gobierno incapaz de responsabilizarse por sus malas decisiones, no nos queda más remedio que definirnos con base en la imagen que mejor vende de México en México y en el mundo? ¿O estamos meramente asumiendo el papel que se nos asignó en el sorteo identitario del gran Concierto de las Naciones? No tengo una respuesta para estas preguntas, pero creo que es algo que nos tenemos que empezar a plantear como generación.

Tal vez en México seguimos mirando, de un modo un tanto estrábico, hacia la imagen que tiene el mundo de lo mexicano y lo que queremos que sea lo mexicano. Los mitos fundacionales de América Latina fueron, en su mayoría, resultado de dos elementos en constante tensión: por un lado, de una mirada autorreflexiva y, por otro, de la mirada hacia un proyecto futuro de naciones independientes de Europa, distintas de ella, plenamente originales. Esa tensión, esa mirada estrábica, constituyó los textos literarios decimonónicos y de principios del siglo XX que sirvieron de base para la construcción de las identidades nacionales de los entonces incipientes países latinoamericanos. ¿Pero ahora, en pleno siglo XXI, debemos seguir subrayando que nuestra identidad es tal o cual cosa? Es como si los argentinos jóvenes siguieran escribiendo sobre los gauchos. O, mejor dicho, como si los críticos del cono sur siguieran buscando la identidad literaria nacional en la dicotomía ya rancia de la civilización y la barbarie.

Por supuesto que no creo que esté mal que los narradores jóvenes se den a la tarea —deliberadamente o no— de tratar de entender el país o la realidad en que viven. Eso sería tan superfluo y limitado como criticar, por ejemplo, a uno de los mejores escritores de la lengua inglesa, J.M. Coetzee, por haber escrito una obra maestra (Desgracia) sobre la realidad sudafricana. ¿Pero acaso leemos Desgracia en clave exclusiva de la literatura de la clase media blanca de Ciudad del Cabo, en radical tensión con, por ejemplo, aquella que se produce en Johannesburgo? Por supuesto que no.

Tampoco creo que exista una dicotomía entre lo cosmopolita y lo local y que los escritores deban aspirar al cosmopolitismo. O tal vez exista la dicotomía, pero es falsa. No estoy tratando de abogar por una literatura anclada en el vacío, pero sí de enunciar mi escepticismo hacia una que echa raíces apenas en la costra más evidente de lo que se concibe, dentro y fuera de México, como la realidad nacional.

Lo que el discurso identitario ilumina es un profundo conservadurismo; o tal vez, peor que eso, un conservadurismo que se disfraza de novedad radical y de posmodernidad (sea posnorteña, poschilanga o posloquesea). El problema, en pocas palabras, es que no estemos cuestionando la pertinencia de esta vuelta a la literatura de las identidades nacionales y, peor, de las regionales. Y si no debatiendo su pertinencia, por lo menos buscando los motivos que expliquen su proliferación y relativo éxito comercial. Si se revisan algunas reseñas recientes de los libros de autores jóvenes —aunque también de los no tan jóvenes— y se cuentan las veces que aparece, por ejemplo, la palabra “identidad”, dan ganas de llorar. Dan ganas de llorar porque no creo que los escritores de las nuevas generaciones se estén planteando —de modo calculado y programático— escribir literatura que refuerce ningún tipo de postulado esencialista sobre la identidad y el carácter nacional, pero así es como están siendo leídos. Y son los críticos jóvenes quienes con mayor falta de perspectiva están leyendo la literatura actual, cuando debieran ser quienes la leen con miras más amplias y con mayor libertad.

El problema, sin embargo, no se limita a la crítica literaria en México. Hace unos meses me escribieron de un suplemento literario estadunidense para consultarme sobre escritores mexicanos jóvenes a los que valiera la pena traducir. Di los nombres de quienes me parecían autores jóvenes interesantes. El siguiente intercambio de correos terminó en un relativo impasse. “El número es sobre literatura del narco”, me dijeron, “y la mayoría de los autores que propones no escriben sobre ese tema”.

Está bastante claro que lo único que interesa de México fuera de México es el espectáculo de su inmolación. ¿No debería la nueva crítica literaria mexicana, si no oponerse, por lo menos propiciar los matices de la concepción monolítica y caricaturizada que propaga de “lo mexicano” también a través de su literatura? Si seguimos regodeándonos en este mismo lodo, no me cabe duda de que la literatura de principios del siglo XXI será reducida a material de mero interés sociológico para los futuros críticos en el primer mundo. Estos críticos —¿nietos y bisnietos intelectuales de la inteligente pero ininteligible y por ende mal leída Spivak?—, revisarán la obra de las generaciones de comienzos de siglo con ojos paternales y satisfechos, atesorándolos como abono fértil para las teorías sobre las identidades conflictivas del tercer mundo, la marginalidad, la diferencia, dejar hablar al subalterno —en fin, la peor cara de la crítica académica estadunidense—. Como bien respondió alguna vez una brillante crítica literaria, a la vieja pregunta spivakiana “¿Puede el subalterno hablar?”: “Por piedad, díganle al subalterno que ya se calle”.

¿Hacia una nueva crítica para la nueva literatura?

Sarcasmo aparte, ¿qué hacemos, frente a este panorama, con tantos otros escritores notables de las nuevas generaciones que no escriben sobre los temas relacionados —tangencial o directamente— con la violencia de la era del narcotráfico? ¿Qué hacemos con escritores como Guadalupe Nettel, Tryno Maldonado, Vivian Abenshushan, Emiliano Monge, David Miklos o Brenda Lozano, para nombrar sólo unos cuantos de nuestros escritores más interesantes que escriben sobre temas completamente distintos a los que hoy en día parecen estar en boga? El discurso identitario nos obliga a concebir la literatura a través de otra falsa dicotomía —tan falsa o infértil como la de “civilización y barbarie”, “centro y periferia”, “norte y centro”, etcétera— y a polarizar inútilmente la producción literaria. El discurso identitario suprime la posibilidad de una lectura amplia e integral de la nueva literatura mexicana.

¿Cómo van a ser leídos, en este contexto, los escritores que apenas empiezan o empezarán a publicar? La generación de los ochenta todavía no es, propiamente, una generación. Los que nacimos en esa década apenas comenzamos a publicar. Pero se empieza a perfilar una constelación de escritores que están por terminar su primer libro o, en algunos casos, su segundo. Brenda Lozano, Daniel Saldaña, Verónica Gerber, Pablo Duarte, Laia Jufresa, Bibiana Camacho: ¿cómo se irán incorporando autores como éstos a un campo literario dominado por un discurso que prioriza categorías como Lo Norteño, Lo Poschilango, Poner en Crisis la Novela, etcétera.

Sería ingenuo pensar que todo va a cambiar en el panorama de la literatura nacional en cuanto llegue un relevo generacional. Las generaciones literarias, además, no se dividen en décadas. Sin embargo, tengo la impresión —tal vez la esperanza— de que la narrativa de los escritores que apenas están empezando a publicar, o aquellos que van a publicar pronto, se resistirá a las dicotomías y límites que la (mala) crítica ha impuesto a la literatura de estos últimos años. Pero para que esto suceda tiene que ocurrir primero un cambio en el panorama de la crítica literaria. Sólo abriendo una discusión fructífera en el ámbito de la nueva crítica literaria podrán encontrar su lugar preciso los libros de las generaciones venideras.

No norteños, perros o narquillos

17/Marzo/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

En este restaurante, sólo atendemos a postnorteños”, reza el letrero a la entrada de la crítica y literatura mexicanas actuales.

La narrativa (50’s y 60’s) se norteó. Y la generación siguiente (70’s) quiere desnortearla.

En tal pronóstico de pre-canon, una palabra clave es “postnorteño”, que Carlos Velázquez (Coahuila, 1978) popularizó desde Tierra Adentro y Sexto Piso.

Postnorteño —digámoslo sin tapujos— significa que eres un norteño no tan molesto como los que “invadieron” y “abarataron” la literatura mexicana.

Para tal efecto, hay que jurar los mandamientos postnorteños: “la narcoliteratura es una basura”; “no acostumbro costumbrismos”, “agringado (pero Herraldeano)” y, claro, ironizar, parodiar o estereotipar lo norteño o —la otra gran estrategia— “pulir”, depurar, rulfear lo norteño, quitarle lo naco-bárbaro, ¡estilizarlo!

Volverlo presentable, limpio; palomeado por Lemus y Miklos.

Estas dos estrategias postnorteñas son recetas codiciadas para obtener pase de entrada al gusto de críticos —guardaespaldas del pre-canon— de Nexos o Letras Libres.

(Y esto aplica a los escritores de otras regiones. Nos reservamos Derecho de Admisión. Siga las reglas de etiqueta: nihilismo o Elegancia, Ud. elija).

Básicamente lo postnorteño dice al centro lo que quiere oír: la ruptura cultural causada por la literatura norteña de la generación anterior no tendrá continuación.

¡Viva lo pro-defeño, perdón, lo postnorteño!

Los postnorteños se distinguen de sus antecesores en que no ejercen resistencia cultural al poder literario de la Ciudad de México. Son norteños que no tocan al establishment. Ni entran en conflicto con la “República de las Letras”.

Los postnorteños a veces son “malditos” y a veces “puristas”. Chistosones o Pulcros. Pero siempre Buen Salvaje.

Lo postnorteño —centrípeta— ya comienza a ser utilizado en la crítica y academia (en México y Estados Unidos) para contrarrestar fuerzas centrífugas.

El secreto de lo postnorteño es que, en realidad, es una literatura intermedia entre Norte y DeFe.

Tiene signos —vocabulario y temática— norteños pero estructuras —valores y poéticas— defeñas.

Crosthwaite remasterizado para la Condechi.

Esta literatura postnorteña, metronorteña, norteñanga o centro-norteña es una mezcla re-mesoamericanizada que tiene mucho de pastiche: es menos innovadora que su predecesora, orgullosamente chichimeca.

Pero si esta literatura asume su condición de ser defeña de clóset y norteña-retro —con los ojos puestos ya no en el norte sino en el centro—, podría generar una estética chalino-chilanga y, por otro lado, narcoexquisita.

Y eso, obviamente, sería interesante.

Por ahora, sin embargo, postnorteños y post-regionales, en general, preparan el Regreso de la Tradición Nacional.

Bibliotequización

17/Marzo/2012
Laberinto
David Toscana

Supongamos que al próximo presidente de México le importe la educación. Seguro perderá todo un sexenio negociando con el magisterio, diseñando programas de estudio e intentando capacitar a los maestros en esos nuevos programas. Muy temprano comprenderá que no vale la pena hacer gran cosa, pues su esfuerzo será cosechado por quien ocupe la silla del águila en el siguiente sexenio.

Al final, todos sus proyectos se reducirán a ponerle cristales a algunas escuelas, fomentar los desayunos escolares, discutir con los padres de familia el capítulo de la educación sexual, lidiar con las huelgas de maestros. Al final, los estudiantes serán más tarados que hace seis, doce, dieciocho años, u otro múltiplo del seis.

Hay una forma muy sencilla de transformar el nivel de nuestros estudiantes en un corto plazo, tan corto, que nuestro futuro presidente se colgaría la medalla.

Apenas tome posesión de su cargo, convocará a un grupo de notables para que determinen los 40 libros que han de leerse en cada grado escolar, desde el primero de primaria hasta el fin de la preparatoria.

La selección se hará sin nacionalismos y sin facilismos. Tampoco habrá moralismos. Se elegirán libros que amplíen los horizontes, que signifiquen un reto intelectual, que impliquen aprendizaje, pero que no sean una aburrición. Libros que nos hagan más de lo que somos.

Se imprimirá cada uno por separado, con buenas pastas y papel duradero. Todo en cantidades suficientes para que cada alumno sea propietario de sus libros. Quizá sería bueno un sello que dijese: “Prohibida su venta”.

La esencia es ésta: en cada escuela primaria y secundaria se destinará una hora diaria a la lectura de esos libros. Se comentan, se discute sobre ellos, pero no habrá ninguna evaluación. Nada de exámenes, tareas, contar palabras por minuto o escribir ensayos. Esto no es clase de Español ni de Lectura de Comprensión. Es una hora en la que los chicos se dedican a leer, a veces en silencio, a veces en voz alta, con la ayuda o el estorbo del maestro.

Habrá quien lea con placer, habrá quien lea a la fuerza. Eso no importa. ¿Quién habla del placer de las matemáticas o la historia o la geografía?

Los libros se entregan a principio del año. Son del alumno. Si decide leerlos antes de tiempo, la hora de lectura será de relectura. Mucho mejor.

A los alumnos de preparatoria, se les dará también un paquete de libros para que se lleven a casa.

Al salir de la secundaria, el alumno habrá leído 360 libros. O casi 500 al terminar la preparatoria. Mucho más que el promedio de toda una vida.

Cada año se irán renovando las lecturas. De este modo, una familia con tres hijos acumulará con el tiempo una biblioteca de más de mil volúmenes.

Cuando se les pregunta a los lectores asiduos cómo se iniciaron en la lectura, casi todos dan la misma respuesta: “Había libros en casa”. Pues bien, ahora habrá libros en todas las casas de México.

Hay que ser más ambiciosos, dejar atrás la alfabetización y pasar a la bibliotequización. Así, la historia no recordará a nuestro siguiente presidente como un mediocre que enriqueció a sus amigos; sino como al transformador del país.

“El día en que no trabajo me siento un güevón miserable”

17/Marzo/2012
Laberinto
José Luis Martínez

En su casa de San Jerónimo, Carlos Fuentes habla de Aura y La muerte de Artemio Cruz, recuerda al sociólogo Charles Wright Mills, al que dedicó la segunda de estas novelas, y a Luis Buñuel. Afirma que siempre estuvo abierto a una reconciliación con Octavio Paz, su amigo por más de tres décadas, expresa su interés por los jóvenes escritores latinoamericanos y sostiene que a su edad —83 años— no piensa retirarse, porque escribiendo no sólo aplaza a la muerte, sino que se mantiene “más o menos joven”.

Se cumplen 50 años de la publicación de Aura y La muerte de Artemio Cruz. ¿Cómo celebrará la aparición de estas novelas?

Con nuevas ediciones y esperando que haya nuevos lectores. Es muy halagüeño que libros publicados hace tanto tiempo se reediten constantemente y sean leídos por los jóvenes —cuando hago firma de libros, la mayoría de quienes acuden están entre los 16 y 25 años—. Esta vitalidad es algo que un escritor nunca espera, uno espera que los libros se mueran muy pronto y éstos han vivido bastante.

¿Tiene algún significado especial para usted el año de 1962, cuando fueron publicados?

No, porque no quiero atorarme en conmemoraciones. Lo que sí tengo presente es mi trayectoria, mi vida, que está llena de momentos gratos y de algunos muy amargos. He perdido dos hijos, a mis padres. Esto duele eternamente pero trato de valorar lo bueno que me ha ocurrido.

En la dedicatoria de La muerte de Artemio Cruz, escribe: “A Ch. Wright Mills, verdadera voz de Norteamérica y compañero en la lucha de Latinoamérica”. ¿Cómo recuerda al autor de La imaginación sociológica, que este 20 de marzo cumplirá 50 años de muerto?

Como un hombre íntegro, muy valiente. Era muy impopular en el medio universitario y político de su momento porque siempre decía lo que pensaba. En una ocasión lo acompañé a la Universidad de Columbia, donde era profesor, y cuando entramos al salón todos le voltearon la espalda, una cosa horrible, porque estaba a favor de Cuba y había criticado a los norteamericanos.

Murió muy joven, tenía 46 o 47 años, pero dejó una obra de una magnitud enorme. Usted lee los libros de Charles Wright Mills y parece que fueron escritos el día de ayer; son de una actualidad extraordinaria. Hace medio siglo predijo todo lo que sucede en Estados Unidos.

A Octavio Paz y Marie-Jo les dedicó Zona sagrada. ¿Cómo fue su amistad con Octavio Paz, quien por cierto escribió el prefacio de Cantar de ciegos? ¿Por qué no hubo reconciliación con él, su amigo de tantos años?

Yo no sé, fuimos amigos treinta años y un buen día dejamos de serlo por la voluntad de él. Habría que preguntarle por qué, pero ya no está.

Se ha dicho que usted fue quien no quiso la reconciliación.

No, no, no, yo siempre estuve abierto. Lo quería mucho y fuimos amigos mucho, mucho tiempo. Treinta años es una larga amistad.

En Las buenas conciencias usted escribe: “A Luis Buñuel, gran artista de nuestro tiempo, gran destructor de las conciencias tranquilas, gran creador de la esperanza humana”. ¿Cómo fue su amistad con Buñuel?

Fue muy intensa. Si él estaba en México, me reservaba de las cuatro a las siete cada día para visitarlo. Hacerlo era visitar a una gente no sólo extraordinariamente generosa, inteligente y creativa, sino al siglo XX. Participó en las grandes batallas culturales de su siglo, estuvo en la Residencia de Estudiantes de Madrid con García Lorca y Dalí, formó parte del grupo surrealista, estuvo en el Museo de Arte Moderno de Nueva York, y luego en el cine mexicano, en el cine español, en el francés. Tenía una carrera brillante, con grandes logros. Para mí fue uno de los grandes privilegios de mi vida tener su amistad y poder contar con él esas tres o cuatro horas preciosas en que iba a verlo.

En Adán en Edén, usted dice: “Padre mío, no dejes que lo sacrifique todo a la influencia y a la gloria literarias; dame un rincón, madre mía, en el que pueda darle yo más valor a un hijo, a una esposa, a un amigo, que a todos los laureles de la tierra”. ¿Cree realmente en eso?

Sí, absolutamente; no sólo lo creo, lo practico. Mi mujer, mis hijos, mis amigos, cuentan mucho, son realmente propiamente mi vida.

En La gran novela latinoamericana, en sus artículos, en sus conferencias, siempre ha manifestado interés por las nuevas generaciones de escritores. ¿Por qué?

Porque si no me vuelvo viejo. Desde que comencé a escribir me ha importado el pasado de la literatura en lengua castellana, pero también su presente y su futuro. El futuro está en manos de los jóvenes. Si no los leo no me entero de lo que es o va a ser el futuro. Actualmente tenemos escritores excelentes, y creo que vivimos un buen momento de la literatura latinoamericana a pesar, por ejemplo, del desinterés de los editores norteamericanos que antes aceptaban muy bien nuestra literatura y ahora no; le tienen grandes reservas.

De los nuevos escritores mexicanos, ¿a quiénes considera los más destacados internacionalmente?

No quiero olvidar a nadie, pero sí quiero mencionar que han sido traducidos y editados en el extranjero Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Juan Villoro…

Mire, hace dos años fui a la Feria del Libro de París, que estuvo dedicada a México, y estaban invitados 42 escritores mexicanos. ¿Cuál era la condición?, que estuvieran publicados en francés. ¿Usted se imagina?: ¡42 escritores mexicanos publicados en Francia!, ¡esto es la locura! Durante mucho tiempo sólo estuvimos publicados Paz, Rulfo y yo. De manera que hay una literatura muy potente y si a lo que se hace en México usted añade lo que se escribe en Argentina, Chile, Perú, Colombia, es un batallón de nuevos escritores latinoamericanos muy importante, como nunca lo habíamos tenido antes en nuestra historia.

¿Qué opina de Cristina Rivera Garza?

Cristina tiene un talento enorme, su libro Nadie me verá llorar es una de las grandes novelas de la generación joven de México. En ella logra que el personaje [Matilda Burgos] transite del burdel al manicomio, abarcando toda la historia de México y recordando lo que olvidamos. Es muy interesante en esa novela el uso de la memoria para denunciar la falta de memoria. En un momento determinado ella es un número nada más. En La Castañeda [en donde está internada] no tiene nombre siquiera. Este es un apunte muy importante de la condición femenina y de nuestra historia: la facilidad con que olvidamos lo que ya hicimos; por eso lo repetimos, y mal. La novela de Cristina es una novela de primer orden para el México actual.

¿Qué nuevos libros suyos vienen en camino?

Estoy terminando un libro que se llama Personas. Son mis recuerdos de gente como Alfonso Reyes, Luis Buñuel, Fernando Benítez, William Styron, Pablo Neruda, Julio Cortázar, Mario de la Cueva, gente que he conocido y ya no está con nosotros. Son veinte capítulos —cada uno de alrededor de veinte cuartillas—, veinte personalidades a las que quiero recordar. Y luego un libro que saldrá para la FIL de Guadalajara que se llama Federico en su balcón. Es sobre Nietzsche, ya está terminado pero no quiero amontonar demasiados libros porque el director [de Alfaguara] va a decir “y éste qué se trae”.

Con tantas cosas por vivir, con tantos proyectos, ¿piensa en la muerte?

La aplazo constantemente. Tengo dos hijos que murieron, y claro que la tengo presente. Pero escribo en nombre de ellos, y de esa manera la aplazo o creo que la aplazo. Aquí me tiene usted a mi edad todavía escribiendo libros, no me he retirado ni pienso retirarme. Su pregunta es muy ambivalente porque le puedo decir sí y le puedo decir no. Pero yo pienso escribir hasta el último día, y trabajar hasta el último día. El día en que no trabajo me siento enfermo, me siento mal, me siento un güevón miserable. El trabajo lo mantiene a uno más o menos joven.

Además de que, como decía Fernando Benítez, usted siempre escribe como si estuviera haciendo su primer libro.

Tiene razón. Nunca he tenido la intención de decir: “Ay, ya hice tantas cosas y me retiro”. No, siempre digo: “Ay, ya viene mi primer libro, que es el próximo; ojalá me resulte bien, ojalá le vaya bien”, porque lo escribo como si fuera el primero. Tiene usted toda la razón, y por eso creo que voy a vivir muchos años a pesar de la voluntad y la fortuna.




El cauce desconocido

Desde que se publicó La región más transparente, en 1958, la crítica destacó la destreza de Carlos Fuentes para construir una historia a partir de muchas voces. En esa primera novela el coro incluye personajes tan distintos como Federico Robles (banquero y ex revolucionario), Norma Larragoiti (clasemediera torreonense) o Teódula Moctezuma (habitante de vecindad). En La muerte de Artemio Cruz, publicada cuatro años más tarde, Fuentes dejó claro que esas voces no tienen por qué provenir forzosamente de una multitud, pues con frecuencia habitan dentro de nosotros.

A medio siglo de su aparición, esta novela sigue dando cátedra sobre el arte de narrar: Artemio Cruz, un moribundo que se desdobla en el momento de hacer el balance final, es narrado gracias a tres voces que se alternan y que se dirigen al protagonista de forma distinta: yo, , él. Cada una de ellas cuenta el pasado a su modo: lo reconstruye, lo adapta a sus conveniencias o sencillamente lo inventa. De ese modo nos sitúan en los instantes decisivos en la vida de Artemio Cruz: de teniente del ejército revolucionario se transforma en hacendado, más tarde en legislador, en hombre de negocios, y finalmente en dueño de un periódico que utiliza para presionar a sus rivales políticos y comerciales.

Muchos han señalado a Artemio Cruz como un personaje profundamente humano en sus contradicciones. Pero bien visto, no tiene más contrapuntos internos que cualquiera de los personajes que le rodean e incluso que cualquiera de nosotros. “¿Quién no será capaz, en un solo momento de su vida, de encarnar al mismo tiempo el bien y el mal, de dejarse conducir al mismo tiempo por dos hilos misteriosos?”, se pregunta en su lecho de muerte.

Pongo como ejemplo el caso de Catalina, la esposa de Artemio: a pesar de odiarlo se casa con él. Se siente dividida al ignorarlo de día y por las noches gozar con él en la cama. Entonces se pregunta: “Dios mío, ¿por qué no puedo ser la misma de noche que de día?”. No sólo es dual y contradictoria, admite que se desconoce.

Ese desconocimiento de uno mismo es uno de los puntos medulares de la novela: casi a la mitad, en un pasaje narrado con maestría, una voz le recuerda a Artemio que, aunque existen partes de él mismo que no conoce, eso no quiere decir que no existan: “Esa arteria correrá manchada, espesa, encarnada, durante setenta y un años, sin que tú lo sepas. Hoy lo sabrás. Se va a detener. El cauce se va a secar”.

Como ocurre en el resto de sus novelas, Fuentes abre una brecha entre los personajes y el lector. ¿Cómo lo hace? Estableciendo un desafío: con frecuencia existen distintas explicaciones para el mismo hecho, lo que nos obliga como lectores a pensar y a cuestionar lo que aparece frente a nuestros ojos. Allí, en el salto de lo individual a lo colectivo, nos hace recordar que tal como el cuerpo no se compone sólo por aquellas partes de las que estamos conscientes, tampoco los laberintos del poder y de la historia se limitan a lo que vemos y oímos. Hoy que estamos en la antesala de una nueva elección presidencial, releer La muerte de Artemio Cruz es una excelente forma de afinar el pensamiento crítico.

Vicente Alfonso (Torreón, 1977) es autor, entre otros libros, de la novela Partitura para mujer muerta.




Las tres edades de Aura

La primera lectura fue en 2001. Vi una noticia en la televisión: un libro, una escuela de monjas, una maestra en apuros. Mi madre me comentó algo sobre el autor: Carlos Fuentes. El libro le faltaba el respeto a la religión y por eso fue censurado, comentó. La palabra censura sonaba diferente.

En la biblioteca de mi tía encontré el libro censurado y, como si estuviera a punto de realizar un acto muy peligroso, me aventuré a leerlo. No me escondí físicamente, aún recuerdo el sillón que hoy ha sido tapizado. Sabía que si me escondía sería más sospechoso. Escogí una hora en la que todos estuvieran lo suficientemente ocupados como para no enterarse de lo que hacía.

De esa primera ocasión recuerdo los sueños que tuve esa noche: una atmósfera húmeda y una oscuridad peculiar inclusive para las pesadillas. Todo eso resultado de la casa lúgubre de Donceles 815, una casa que se quedó a oscuras porque los edificios poblaron los alrededores. Cuando cerré el libro sabía un poco de nada: Consuelo de Llorente había contratado a Felipe Montero (¿o a mí?) para escribir las crónicas del capitán Llorente y tenía una sobrina, Aura (que servía riñones, nada más), un conejo llamado Saga (ici Saga), y sus ojos eran peculiarmente verdes.

Aura aparecía en el plan de estudios del primer año de preparatoria. Como muchos libros leídos en ese periodo, fue olvidado; comprado por todos porque la lista lo indicaba pero leído por casi nadie. Si a esto le añadimos la rebeldía adolescente, había un deseo ansioso por preguntar: “Carlos ¿quién?” El cuerpo tan hormonal y un canon impuesto eran como para volverse locos.

Al leer la novela cuatro años después logré entender las razones de la censura. Mi mente adolescente leyó convencida las escenas eróticas, tan repugnantes por la presencia de unos ojos que miraban. Sin embargo, Aura no logró impresionar a mis nada impresionables compañeros. No, ni el sexo, ni siquiera por sacrílego. La presencia de la religión en la novela era una razón muy grande como para mantenerse alejados de ella.

Diez años después de la primera, una tercera vez. Aura vuelve a protagonizar una pesadilla ansiosa. La viuda de Llorente me parece aún más repulsiva y tenebrosa con su sensualidad latente en su cuerpo infértil. Lejos de racionalizar aquel miedo infantil que me dejó sin dormir aquella noche, ahora entiendo por qué Aura no envejece: el que seas el protagonista de la novela genera una intimidad con la casa donde no hay tiempo y al parecer tampoco lugar. El miedo y el morbo la legitiman: los santos que observan, la fotografía de Consuelo y el gato, un edredón lleno de migajas, las ratas. Fuentes juega con la mente del lector y eso prolonga el efecto y lo evoca tantas veces como Aura sea leída.

Hay algo diferente en Aura esta última vez. Se lee diferente: el libro no posee esas letras apretadas de la segunda vez, ni el olor a viejo de la primera. Hace un mes salió de la imprenta la primera edición ilustrada que cambia una vez más la sensación generada. Dos colores: rojo y morado, no por nada colores litúrgicos. Ilustraciones que tienen mucho encaje: yo no imagino a Consuelo cubierta de encaje, yo sólo pienso en sus arrugas. El capítulo del clímax de la historia, aquel que generó la noticia (y censura) que me motivó a leer el libro, está en hojas moradas: lector, aquí está lo interesante, no leas más, aquí está el sexo.

Hoy no me parece necesario mencionar el nombre del autor de la novela, muchos como yo sólo hemos leído Aura. Lo que sí no hay que olvidar es el nombre de ella, de Aura, ¿o de Consuelo?, ni mucho menos que la belladona genera un delirio muy parecido a la vida.

Paola Gómez (Ciudad de México, 1990) es directora de la radio universitaria por internet Elocuencia 8080.