domingo, 8 de enero de 2012

Creer en la escritura

8/Enero/2011
Jornada Semanal
Jair Cortés

Creer en la escritura

Para Reyna Montes, mi mamá

Soy escritor. Desde hace más de dos décadas me dedico a escribir. Escribo poemas, ensayos, reseñas, prólogos y artículos. Durante todo este tiempo he vivido la escritura, desde aquella que se fragua en la mente y que, ayudada por la memoria, va madurando de manera lenta, hasta vaciarse, por medio de un lápiz, en el papel. También, a lo largo de muchos años, usé una “máquina de escribir” (que me regalaron mis papás), con la que desvelé a mis vecinos y en la cual experimenté, guiado por la ira y la rebeldía, la excitación adolescente de pensar que escribía con metralleta. Más tarde llegó la computadora: una pantalla, un cursor, un teclado más suave y silencioso. Y cuando surgió internet comencé a escribir directamente en un blog, en el muro (de los lamentos y las celebraciones) de Facebook, en el chat, en una escritura que oscila entre lo individual y lo colectivo y que, muchas veces, nace para dialogar en el momento mismo de su concepción. De tal manera que escribo en diferentes circunstancias todo el tiempo: paso del boxeo de sombra, en el silencioso gimnasio, al ring lleno de boxeadores que son, al mismo tiempo, espectadores. Y sigo creyendo en la escritura y, por lo tanto, en el libro impreso, en el grafiti, en los mensajes que viajan a través de los teléfonos celulares, en los aforismos, avisos, diatribas, elogios y reflexiones que se publican en Twitter.

A propósito del tema, hace unas semanas, Mario Vargas Llosa declaró: “No tengo nada en contra de internet pero prefiero leer en papel. Mi temor es que el libro se frivolice como ha ocurrido con la televisión, que ha sido importante, pero no ha dado muchos frutos creativos.” Habría que responderle que no toda la televisión es Televisa ni todos los libros son El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha. Aquellos que piensan que la escritura sólo sobrevive “en viejos formatos” subestiman el poder de las palabras, dudan, en el fondo, de las fuerzas que son capaces de convocar. Las modificaciones sustanciales en la escritura, al ser una necesidad vital, no dependen de la tecnología sino de nuestro espíritu que puede buscar lo múltiple y encontrar su realización en la multipresencia o fragmentación virtual que le ofrece la tecnología.

Por mi parte, estoy consciente del momento histórico que me tocó vivir: un tiempo como el descrito en los Cuatro cuartetos de T.S. Eliot, en donde “están presente y pasado mezclados tal vez en el futuro, y el futuro en el pasado contenido”, un tiempo entre el papel y la pantalla, entre la conversación cara a cara y aquella que se realiza con un océano de por medio. Escribir me convierte en un explorador: en el salón solitario de mis recuerdos, en el laberinto de la imaginación, en la fila del banco, frente a la playa o contemplando un video en Youtube. En lo que a mí concierne, me siento testigo de un eslabón que a la larga habrá de sostener a la historia. No creo que hubiera mejor tiempo para nacer.

sábado, 7 de enero de 2012

¿Quién puede reseñar?

7/Enero/2012
Laberinto
Heriberto Yépez

Después de mi anterior columna, más de uno me exigió responder la pregunta que lancé: ¿quién puede reseñar?

El propósito fundamental de la reseña es determinar los alcances de un libro. De ahí deriva la evidencia que ofrece, y si la reseña recomienda, pondera, corrige o complementa.

Decía Siqueiros: “No escuchemos el dictado crítico de nuestros poetas; bellísimos artículos distanciados por completo del valor real de nuestras obras”.

Y Siqueiros ya no supo del vello que creció sobre lo bello: el crítico tomó poder dentro del cacicazgo de la literatura mexicana en el siglo XX. La reseña-poema-en-prosa fue sustituida por la reseña-campaña-política.

Así que comenzaré diciendo quién no debe reseñar.

No debe reseñar quien quiera protagonizar. Una reseña es un servicio al lector inteligente, no un circo intraliterario y trampolín para la propia carrera. Hay que detener ese habitus de corrupción cultural.

No debe reseñar quien quiera amistades e intercambio de favores en el medio literario.

Entonces, ¿quién puede reseñar? Quien tenga las facultades para hacerlo. Del mismo modo que no todos pueden expedir recetas médicas o realizar peritajes, no todos pueden reseñar libros.

El reseñista debe ser un honesto lector experto, con uno de dos perfiles.

Debe ser un crítico —literario, académico o teórico— con trabajo analítico probado. Quien sólo hace reseñas no debe hacer reseñas. La reseña debe ser hecha por un autor de más de un libro unitario de análisis hondo de periodos, autores, conceptos u obras literarias.

De aquí siguen criterios éticos e incluso psicológicos. El reseñista debe ser un autor no sólo con un amplio conocimiento, sino una persona emocionalmente madura.

La tradición literaria ha exigido que los reseñistas sean escritores. (La tradición visual, por cierto, no ha podido exigir que sus críticos sean artistas.) Pero aunque preferible, no basta ser un creador para ser reseñista.

Frecuentemente la inseguridad y poco profesionalismo de los autores conduce a los vicios que hoy imperan en la crítica mexicana hecha por los reseñistas improvisados: la reseña como chambita, literatura plurinominal o photo op verbal.

Alguien podría decir, ¿a qué viene esta crítica a la crítica? Mi respuesta es: la grave crisis que ya vivimos y la crisis aún más grave que se avecina. El libro impreso está en la cuerda floja.

Parte de esa crisis ha sido ocasionada por la irresponsabilidad de los críticos, casi todos carentes de obra analítica previa o compromiso ético vigente.

Hay que poner —por dos razones— especial ahínco en las reseñas de esta época.

Podrían tratarse de las últimas reseñas de los últimos libros que lean los últimos hombres modernos.

Y podrían tratarse de los textos que serán modelo del nuevo género de comentario crítico que se aproxima en este milenio.

Paralelos

7/Enero/2012
Laberinto
Armando González Torres

Al inicio de los años cuarenta, Stefan Zweig (1881-1942), el entonces popular biógrafo, novelista y ensayista austriaco, se refugia en Brasil huyendo de la Segunda Guerra Mundial y de la persecución nazi. Desde la remota y calurosa Petrópolis, el exiliado evoca la Europa civilizada y tolerante a la que apostó su vida y que ha visto destruirse. ¿Vale la pena vivir en un mundo donde la tiranía, junto con la locura aquiescente de las masas, amenaza la libertad, la solidaridad y todo lo que humanamente vale la pena? Desde hace meses, el austriaco se viene planteando fatalmente esa pregunta. Sin embargo, le sirve de consuelo frecuentar a un autor que, siglos atrás, sorteó, con grácil sabiduría, circunstancias de violencia y oscuridad semejantes a las que ahora le afligen. Muchas veces, la mueca sombría de Zweig cuando lee las noticias se troca por una relajada sonrisa en cuanto acude a los Ensayos de Montaigne. Por eso, como una forma de sentir más cerca esa tutela, Zweig comienza a escribir la semblanza de su insospechado y jovial amigo (Montaigne, Acantilado, 2008).

La singularidad de esta biografía de Montaigne, frente a muchas otras, no radica en la riqueza de la información, sino en el desesperado paralelo que intenta estrechar el biógrafo con su biografiado. Cierto, Zweig relata con inigualable penetración psicológica los hechos vitales del primogénito de una familia trepadora, su extravagante educación, su mediación en las guerras entre protestantes y católicos y su invención del ensayo como género. Sin embargo, lo más importante para Zweig es la respuesta de Montaigne a su entorno. Porque, en un momento de la historia de Francia en que reinan la violencia fratricida, el fanatismo y la crueldad, Montaigne inventa un método de introspección moral para mantenerse dueño de su juicio. Por supuesto, admite Zweig, es imposible librarse de las determinaciones externas, pero hay que aprender a conservarse uno mismo dentro de ellas y esa auto-preservación no significa una evasión. La reflexividad de Montaigne le permite mantenerse vigente no por lo que dice, sino por lo que pone en duda, pues es un hombre que vacila y se corrige y sus ensayos reflejan un arte de vivir en rigurosa auto-observación. Por lo demás, Montaigne no hace prescripciones, sólo muestra y comparte un camino. La belleza y buen humor con que Zweig escribe sobre Montaigne contrastan con su abatimiento y parece que sólo la simpatía con su biografiado le proporciona una mínima atadura al mundo. Desgraciadamente, no siempre las letras salvan y, en febrero de 1942, cuando algunas noticias persuaden a Zweig de que la suástica nazi será invencible en Europa, deja inédito su Montaigne y planea su último acto de libertad: toma, junto con su mujer, una calculada dosis de somníferos y escribe una despedida para sus allegados. “Saludo a mis amigos. Ojalá puedan ver el amanecer después de esa larga noche. Yo, demasiado impaciente, me les adelanto”.


Mario Muchnik: el último editor

7/Enero/2012
Laberinto
Víctor Núñez Jaime

Hace unos días Mario Muchnik fue operado de cataratas en los ojos y todavía tiene la vista un poco nublada. Hasta antes de la operación estaba leyendo las obras completas de Mark Twain. Ahora, en cambio, apenas puede leer con ayuda de una lupa algún artículo de los suplementos literarios. “Pero la semana próxima me entregan mis nuevas gafas. Y el médico me dijo que será como tener en los ojos unos objetivos de la Leica”, dice con media sonrisa. “Es que no puedo estar sin leer. Es lo peor que me puede suceder”.

Muchnik está sentado en un sillón de la sala de su casa, en un onceavo piso, frente a un enorme ventanal que permite tener bien iluminada toda la habitación. Las paredes son blancas y sobre las paredes hay cuadros de Nicole Thibon, su esposa. Al fondo abundan los libros. Y más allá también. Son los que él ha editado a lo largo de su “accidentada carrera editorial” y los que ha leído por gusto y necesidad. Además, hay discos. Documentos. Un archivo fotográfico.

Aquí Muchnik se despierta, desayuna, lee, echa una siesta, lee, come, lee, otra siesta, lee. “Ahora mis días son todos igualitos: con mucha pereza, la siesta es larga, je je”. Las horas van pasando y él no quiere dejar de leer. Libros, revistas literarias, pruebas de imprenta. Algún periódico: “es que el periodismo está muy mal. A veces es como si uno no leyera nada. No tiene sentido”. Habla con abundancia mezclando el acento argentino y español. Hoy viste camisa blanca, pantalón gris, chaleco azul marino, zapatos negros. Es un hombre grueso, barba y pelo blanco y ralo. Un poco colorado.

Para llegar a esta entrevista hubo que insistir en persona, por teléfono, por correo electrónico. Durante los últimos meses, Muchnik ha estado sujeto a los requerimientos médicos, a la presentación de su nuevo libro, a un homenaje, a su participación en el Festival Ñ de Literatura en Madrid… Pero ahora, por fin, comparte su experiencia con generosidad. Está consciente de que es prácticamente el último editor. De los tradicionales, de los que anteponen la calidad literaria al marketing, de los que mantienen una estrecha relación con sus autores, de los que en la actualidad, en plena “revolución tecnológica que amenaza al papel”, siguen haciendo un libro a la manera de los artesanos: con mucha paciencia y sumo cuidado. Así que por eso y porque tiene 80 años lanza una advertencia:

—Podemos estar aquí hasta la media noche, ¿eh? Has venido a verme en una época en la que tengo más amigos muertos que vivos. Y mil anécdotas. Pero esto es normal, según me dicen los mayores.

Muchnik suspira. Y ríe. Ríe hasta con los ojos.

• • •

El teléfono sonó a la una de la tarde del 15 de octubre de 1981, cuando Mario Muchnik y su secretaria revisaban la traducción de un libro. El editor contestó e inmediatamente recibió una descarga emocional de su interlocutor:

—¡Pibe! ¡La radio! ¡Canetti, Premio Nobel!

Una dolorosa secreción de adrenalina se apoderó de los riñones de Muchnik. Pero eso no le impidió saltar de alegría. “Porque era lo que correspondía. Porque éramos lo bastante jóvenes como para permitirnos eso”, recuerda ahora.

El Premio Nobel de Literatura para uno de los autores que editaba era el gran espaldarazo que su editorial requería.

Para entonces ya hacía más de un lustro de que había fundado Muchnik Editores. Su padre, Jacobo Muchnik (1907-1995), era hijo de unos exiliados rusos que se establecieron en Buenos Aires, donde él se hizo editor. Organizaba reuniones en su casa a las que acudían escritores como Jorge Luis Borges y Ernesto Sábato. Mario Muchnik era entonces “un chaval” y comenzaba así a adentrarse en el mundo de las letras. No obstante, el día que tuvo que elegir una carrera universitaria se decidió por la Física. Estudió en la Universidad de Columbia, en Nueva York. Después trabajó en el Instituto de Física Nuclear de Roma. Y hasta descubrió una partícula: la antisigma (“sin ninguna trascendencia”). Luego se fue una temporada a Londres, donde comenzó a inmiscuirse en las labores editoriales, y llegó a París en el mítico 1968. Entonces fue contratado por la editorial de Robert Laffont. Fueron cuatro años en los que aprendió lo que se hace en todas las áreas de una empresa editorial: producción, corrección, ventas, publicidad. Esa fue su escuela. Su “Universidad de la Edición”. Así que con eso y con lo que también aprendió de su padre se animó a ser editor independiente. “El primer paso para una aventura de este tipo es conseguir financiamiento ajeno y un buen distribuidor”.

Lo consiguió y puso en marcha su propia firma en Barcelona. El primer libro que publicó Muchnik Editores fue Y otros poemas, de Jorge Guillén. “El libro lo iba a hacer un editor mexicano que se llamaba Joaquín Diez Canedo, de la editorial Joaquín Mortiz, de México. Lo iban a hacer ellos, pero Jorge Guillén quería que el libro apareciera cuando él tuviera 80 años, antes de cumplir 81. Él cumplió 81 en enero de 1973. Se hizo la fiesta en la casa de mi padre en Niza, Italia, y Joaquín Mortiz todavía no había publicado nada. Pedimos el libro y el original nos los trajeron de México. Jorge lo revisó, fotocopiamos y lo enviamos a Buenos Aires para que se imprimiera. Y debe estar por aquí”.

Mario Muchnik se levanta de su sillón y en unos instantes vuelve con el libro en la mano. Es gordo, beige, únicamente con el título en la portada, Y otros poemas, en mayúsculas negras. “Está dedicado. O sea: es un libro muy valioso. Por ser el primero de mi editorial y por ser de él. Míratelo un momento. Mientras, bajo el toldo. Porque la luz que entra por la ventana me deslumbra. Así tendremos un aire mediterráneo”. Y sonríe.

La dedicatoria dice:

A Mario Muchnik
deseándole
las mejores aventuras
personales y editoriales
muy cordialmente
su amigo
Jorge Guillén
Cambridge, 27 de abril -1974.

Mario Muchnik vuelve a sentarse: “Guillén pensaba que ese iba a ser su último libro, porque ya cumplía 80 y se sentía muy viejo. Por eso se llama Y otros poemas. Porque Guillén quería que fuera algo así como en las biografías: “escribió tal y tal. Y otros poemas”. Pero vivió más. Todavía hizo otro libro que se llamó Final. Claro, porque ya no sabía cómo llamarlo”.

Lo que Muchnik tampoco sabía cómo llamar era la noticia del Nobel para Elías Canetti. ¿Suerte? ¿Consecuencia del buen olfato de editor? “No lo conocía a Canetti. Yo no tenía una cultura literaria cuando empecé en esto. Mi cultura literaria empezó con la editorial. Porque tenía que leer cosas para publicar. Un amigo americano, músico, me recomendó un libro de Canetti: Masa y poder. Lo leí en una semana. Es denso, pero lo leí en una semana. Me gustó. Luego leí Auto de fe, su única novela. Era cuando estaba a punto de crear mi editorial. Luego, ya con ella en marcha, uno de los primeros títulos que edité fue El otro proceso de Kafka. Yo no sabía que llegaría la aventura del Nobel. Pero llegó. En aquella época todavía los reyes de Suecia eran unos chavales. Y Canetti me contó que en el gran banquete del premio hubo una reunión previa y todos los comentarios eran sobre la belleza de la reina. Y sí, ¡era para enamorarse! ‘Sí’, me dice Canetti, él era muy sentencioso. ‘Y lo más importante’, dice, ‘es que era plebeya. Claro, ¡ella era más inteligente y más bella por ser plebeya!’

“Después”, continúa Mario Muchnik, “Canetti me muestra el Premio Nobel: una medalla en una caja negra acolchada. Me dice: ‘Los del banco me proponen guardarla ellos’. Y hace un silencio. Y enseguida: ‘A usted ¿qué le parece? Yo tengo mis reparos, pero dicen que es más seguro’. Y yo le digo: ‘Más seguro, seguro que es’. Y él: ‘¡Qué bonita frase! Bueno, yo les voy a decir que usted me autorizó’. Es que para él esa medalla no era su gran tesoro. Su gran tesoro me lo mostró: los papeles. Abrió un mueble en donde había, no quiero exagerar, pero quizás eran unas diez mil páginas. Unas pilas enormes de papel. Eran los originales de lo que había mandado a imprenta. Pero lo que no había enviado era mucho más. Era impresionante ver la obra de ese hombre. ¡Tantos papeles escritos no he visto en ninguna parte! Él escribía a mano, con lápiz. Eso lo mandaba al editor. El editor ponía a unas secretarias a mecanografiarlo. Luego Canetti corregía y, finalmente, se tenía la versión definitiva. Era el duplicado del original lo que él guardaba”.

El calendario de 1981 estaba por expirar y Muchnik Editores ya había reimpreso los cuatro libros de Canetti que tenía en su catálogo con la leyenda “Premio Nobel de Literatura 1981” en las portadas. “Le llevé unos ejemplares. Y me dice: ‘Ah, ¿cómo logró usted esto? Estamos en diciembre de 81 y usted ya tiene estos libros con la leyenda del Premio. ¿Cómo?’ Abre el libro y dice: ‘Veo que ha cambiado la calidad del papel’. Y le digo: ‘Veo que tiene usted mucha sensibilidad para eso, para el papel’. Y él: ‘Me gustan mucho los papeles. Pero, vamos a ver, los franceses son mis peores editores’. ¿Por? ‘Se equivocan, siempre se equivocan’. ¿Por ejemplo? ‘Mire: en la página cuatro de éste, ponen una palabra que yo no uso’. Y yo, discretamente, miro el que edité, a ver si no cometí la misma metedura de pata. Y él dice: ‘Pero el suyo está bien. No se preocupe’. ¡Uf, qué alivio!”

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El trabajo de un editor consiste en disgustarse antes de que más gente se disguste. O que cuando algo le guste, le guste a todo el mundo. Un editor, por lo tanto, guía al autor por unas rutas y lo previene de otras. Alimenta sus ideas y hace que se cuestione sus propias ideas para sacar lo mejor de él. “La imagen del editor”, decía Tomás Eloy Martínez, “la retrató el escritor y filósofo Walter Benjamin: un lector que es a la vez autor, “alguien que describe y que prescribe”. Y a la vez siempre, según Benjamin, alguien de “extremo coraje”, capaz de repetirse a sí mismo cada mañana: Voy a saber y voy a transformar”. Pero para Mario Muchnik un editor es, simplemente, “un mediador constructivo entre el autor y el lector”.

Hace unos meses publicó un libro basado en sus experiencias: Oficio editor (El Aleph). En él cuenta que a lo largo de los años recibía un promedio de tres o cuatro manuscritos “no solicitados” por semana. ¿Cómo decidir cuál debe publicarse? “Mi método siempre fue el mismo”, escribe. “Solía abrir el manuscrito en su primera página y leer en voz alta las primeras líneas. Luego iba a la última página y leía, siempre en voz alta, las últimas líneas. Finalmente abría al azar aproximadamente por la mitad, y leía unas líneas”. Y entonces apartaba el texto “que lograba superar este somero, arbitrario y seguramente injusto procedimiento […]. ¿Cuáles eran mis criterios? En primer lugar que el autor supiera escribir. Hay muchos autores cultos que no saben escribir […]. En segundo lugar, el contenido de la primera página […]. Que el autor fuera capaz de diferenciar claramente entre sí mismo y su narrador […]. En esa primera lectura de un manuscrito me pasó, pocas veces, poquísimas veces, que de pronto levantara la vista, viera que había transcurrido una hora y que iba por la página cincuenta. Era el campanazo de alarma. Estaba ante una obra seria que debía leer seriamente y llegar hasta el final […]. Para que un texto logre interesar al lector, su autor debe reunir tres condiciones: tener algo que contar, tener ganas de contarlo y saber contarlo”.

Aclara que siempre ha admirado al editor italiano Giulio Einaudi. “Con su férrea política editorial, un libro se publica si es bueno, no se publica si no lo es, y toda consideración comercial ha de plantearse una vez tomada esta decisión puramente literaria”.

¿Y luego? “Es en calidad de amigo como un editor puede ser útil a un autor, hablándole con franqueza, señalándole flaquezas del texto, objetando, poniendo peros, debatiendo exhaustivamente sobre cada punto que no concite el acuerdo inmediato de ambos. Y todo ello, mejor si con un vasito de vino en la mano”.

Todo esto en lo que se refiere a la parte literaria pero, cuenta ahora en la sala de su casa, eso no es suficiente para el buen funcionamiento de una empresa editorial. “Tengo que reconocer algo: soy muy poco sensible para manejar el dinero, los números, y de ahí nacen errores y errores. Yo he sido físico, antes de ser editor. De manera que no es que los números me asusten. Es que los números vinculados a la edición, a la cultura en general, me asustan. En general fui un contable ocasional, más que nada porque nunca me gustó la contabilidad aplicada a la cultura, qué le vamos a hacer. Y por eso esa última parte de mi libro donde digo que la edición debería ser subvencionada, como está subvencionada la ópera y otras cosas. No sólo subvenciones estatales, sino privadas. Esa parte es crucial en la cultura. Pero yo tengo muy mala relación con los números y no soy muy capaz de mantener viva una editorial mediante el aporte de otra cosa que no sean manuscritos, ideas, cosas que tienen que ver con la literatura y no con el sistema gastrointestinal de la edición”.

Quizá por eso llegó el día en que perdió su editorial. “Me la robaron. Y lo digo con todas las pablaras: me la robaron. En Barcelona, mis socios, haciendo mal uso de la relación de confianza que teníamos, se quedaron con mi editorial. Yo me lo reproché, me lo sigo reprochando, reproché a mi padre y él se lo reprochó también hasta su muerte: no haber sabido elegir a tiempo a sus amigos. Porque fue una editorial hecha con base en la amistad. Una amistad entre mi padre y Víctor Seix. El acuerdo fue un estrechón de manos que yo presencié. En un restorán ambos dijeron: ‘vamos a hacer esta empresa editorial’. Y funcionó durante un par de décadas, seguro. La cosa terminó en el año 90: Víctor Seix murió y la gente que ocupó su lugar no tenía la honestidad que tenía Víctor. Quizá yo tuve un menosprecio por la contabilidad. No había contrato alguno, jamás se nos ocurrió, todo era amistad. Mi padre decía: ‘Entre legal y leal hay una letra de diferencia. ¡Y un mundo de diferencia!’ Esa gente no nos ha sido leal y se refugian en lo legal. Lo que han hecho es legal. Y porque no había documentos, nunca quisimos ofenderlos pidiéndoles documentos. Y entonces era una editorial que funcionaba muy bien, pero tenía un punto flaco: ¿quién era el dueño de esta empresa? Y los dueños, ciertamente, no éramos ni mi padre ni yo, porque éramos socios minoritarios. Y nos pusieron en la calle. Y eso es lo que yo nunca puedo olvidar. Yo tenía que haber sido el guardián, por algo era el editor del cotarro este. Tendría que haber tenido la iniciativa de hacer un contrato con Juan Seix, el hijo de Víctor Seix: ‘Nuestros padres se entendieron muy bien, pero ahora nosotros debemos poner las cosas sobre el papel’. No lo hice, no preví nada, no pude imaginar... Lo peor de todo es constatar que a mí me faltaba lo fundamental: conocer a los colaboradores. Conocerlos realmente y saber hasta dónde están dispuestos a llegar para prevalecer. Yo no supe hacer eso y por eso perdí mi editorial”.

Así acabó Muchnik Editores y entonces a Mario Muchnik lo contrataron como director literario de Seix Barral, del Grupo Planeta. Luego, en 1991, se asoció con la editorial Anaya y se centró en la publicación de narrativa extranjera contemporánea de autores como Gore Vidal, Gilles Kepler o Peter Berling. En 1997 lo despidieron de Anaya y al año siguiente puso en marcha su nueva editorial, en la que continúa hasta ahora: Taller de Mario Muchnik, donde él es el único empleado. Con su Macintosh diseña y deja listos los libros para la imprenta. Su objetivo no va más allá de publicar unos cinco o seis libros al año, “pero muy bien hechos”.

Reconoce que salía de una empresa o de otra porque, “a lo mejor, siempre quería ser el jefe y no podía ser más que un empleado… Y no sé, pienso que una editorial debería ser un lugar que diera valor al editor, al cerebro. Si el editor no va un día al trabajo porque quiere ver una exposición tendría que hacerlo, porque es editor 24 horas al día. Esté o no esté en su despacho sigue siendo editor. Y bueno, hoy las grandes empresas han terminado con los editores en el sentido clásico y los jóvenes que llegan suelen proceder de la parte comercial o administrativa de otros sectores”.

¿Y no se siente amenazado por las nuevas tecnologías? “El libro sobrevivirá. Porque está mejor inventado. Guerra y paz no lo vas a leer en pantalla, porque hay que estar totalmente loco. Además, ¿para qué quiere uno llevar cientos de libros encima? Y luego está que se le acaben las pilas al aparato a mitad de un párrafo. ¡No trabajemos en contra de la vida apacible del buen libro, por favor!”

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Mario Muchnik recuerda como aferrándose a la vida. Hay momentos en que su mirada se pierde en la ventana. Como si en realidad dialogara con la luz o esa luz le iluminara la memoria. Pero es una luz que ya no es tan intensa como hace rato, lo cual permite que sus ojos estén más cómodos. “Los recuerdos se cruzan. Es difícil ser viejo”, dice con un toque de melancolía. “Mira: mis traspiés de memoria se deben a mi edad. Son una novedad en mi vida. No me preocupan mayormente, salvo cuando tengo muchas ganas de contar algo y me olvido. Porque quedo mal conmigo mismo”.

Y sin embargo pronuncia una frase que parece ser la gran catalizadora de sus recuerdos: “Los libros son sagrados. No por ser objetos, sino por ser obras de grandes personas”. Entonces comienza a formar una cadena de nombres y anécdotas, no sin antes comentar: “Yo habré editado a unos 500 autores durante toda mi vida. Y, salvo dos o tres, a todos los traté como amigos. Yo fui amigo de gente que no tenía amigos. Porque hay autores huraños, cascarrabias. Pero ¡qué relaciones hemos tenido! Yo el otro día le decía a Nicole: ¡la suerte que hemos tenido! Porque uno no se da cuenta en el momento, sino hasta después”.

Jorge Guillén. “Con él tuvimos una relación de grandes amigos. Yo me doy cuenta ahora que tengo 80 años, que es la edad que tenía Jorge cuando le publicamos Y otros poemas. Lo recuerdo siempre de corbata. Él nunca se presentaba en público sin corbata, así fuera verano. En invierno: chaleco y chaqueta. Él estaba sentado en su sillón y Nicole y yo íbamos a saludarlo a su casa de Málaga. Y hacía un esfuerzo por levantarse y se ponía de pie y le daba la mano a Nicole y le decía con solemnidad: ‘Madame’. ¡Él no perdonaba a un hombre que no se pusiera de pie cuando entraba una dama! Y mira que éramos amigos, ¿eh?”

Susan Sontang. “Susan tuvo éxito en España hasta que yo edité La enfermedad y otras metáforas. Ese fue el libro que la dio a conocer. La conocí en París, teníamos alguna relación. No recuerdo quién era su editor entonces. Le dije: ‘Ya sé que tienes editor, pero para el próximo libro tenme en cuenta’. Y luego me llamó: ‘Mario, le mandé un manuscrito a Carmen Balcells pidiéndole que te lo dé’. Carmen me lo dio y yo lo edité. Era Estilos radicales. Yo traduje La enfermedad y sus metáforas. Lo compaginé: trabajaba con tijeras, con celo, con papelitos amarillos que salían por todas partes. No sé si te han contado, pero hubo un tiempo en el que no había ordenadores”.

Octavio Paz. “Coincidió que viniera Octavio a Barcelona con la visita del Papa Juan Pablo II. Paz tomó una habitación en el Hotel Colón, con un balcón para ver al Papa. Yo le dije: ‘¿Y no me dejarás ocupar un lugarcito en tu balcón?’ Y me dijo: ‘Y a Nicole, también. Y dile a tu papá, por supuesto’. Entonces estuvimos con él todo el día. Él pidió que subieran sándwiches y cervezas. Lo pasamos muy bien. Vimos el paso del papamóvil. Era Octavio Paz, sí, pero era sobre todo un hombre simpático que hablaba sobre Batman. Le interesaba muchísimo. Sabía todo de Batman. Y de Supermán. Conocía todos los cómics, pero le interesaba más Batman por el trasfondo social. Y era capaz de estar hablando toda una tarde de Batman. Era un gran conversador, Octavio. Es que ya te habrás dado cuenta: España es un país muy ignorante. Comparado con México, esto es menos que la escuela primaria. Aquí no hablan inglés. Y para acceder a la gran cultura hay que saber inglés y francés. Y aquí está lleno de gente que no habla esas lenguas. Es como si fuera una cultura a la que le falta una pierna, algo por el estilo. Es terrible. Entonces, claro, cuando uno se encuentra con un Octavio Paz es maravilloso”.

Francisco Rico. “Tú debes saber de él, ¿no? Bueno, pues Paco Rico era temido en Seix Barral. Yo no lo conocía. Un día me lo presentan, yo le doy la mano y le digo: ‘He oído hablar mucho de usted’. Él viene a mi encuentro con una frase que era la que yo iba a pronunciar: ‘Y qué le han dicho de mí’. Es una frase que viene del western: se encuentran el malo y el bueno. Y éste último le dice: ‘He oído hablar mucho de usted’. ‘Y qué le dijeron’, responde. ‘Que es un asesino’. Y saca la pistola y dispara: pa pa pa pá”.

Rafael Alberti. “Coincidí con él en Roma. Varias veces fui a su estupendo piso de la Vía Garibaldi. En la entrada tenía un cartel que decía: ‘No se hacen prólogos’. Luego estuvimos muchas veces aquí en Madrid. Yo me propuse editar toda su obra empezando por La arboleda perdida. Recuerdo que a él le gustaba recitar a Garcilaso: ‘Por vos nací, por vos tengo la vida / por vos he de morir y por vos muero’ ”.

Julio Cortázar. “Todo el mundo me dice que tuve mucha relación con Julio. Y puede ser verdad. Editar Los autonautas de la cosmopista me permitió aguzar el ojo cazador de erratas, cómo sentir el texto, cómo armonizar la sucesión de páginas. Fueron numerosos ratos con él. En París, en Buenos Aires, aquí en España. Era un gran amigo, un gran autor… Julio murió dos días después de haber visto un ejemplar que hicimos de Nicaragua tan violentamente dulce”.

Kenizé Mourad. “De parte de la princesa muerta, su gran libro, fue el gran best seller de mi editorial. Cuando llegó a cien mil ejemplares, le hice una fiesta. Y me convertí en la comidilla de Barcelona. Me decían: ‘Mira tú a este editor. Hace una fiesta no porque lance un libro, sino porque festeja el éxito que está teniendo un libro’. Y eso no suele hacerse. Hacían notas en el periódico acerca de eso. Con Kenizé tuve una relación muy estrecha que… terminó mal. Por el dinero. Ya te digo: no he sido bueno para eso. Terminamos peleados”.

Vicente Rojo. “Ojalá que Vicente viva muchos años. Él era claustrofóbico. Seriamente claustrofóbico. No podía subir el ascensor. De manera que no estuvo en mis casas. Yo siempre he vivido en un noveno piso, ahora en un onceavo. Y no se atrevía. Imagínate tú: Nicole pinta, pero ¿cómo hace una pintora que vive hasta acá arriba para mostrarle su obra a Vicente Rojo? Pues bajando las pinturas. Y así, los Rojo habrán visto unos 30 cuadros de Nicole”.

Tito Monterroso. “Tito nació en Guatemala, pero también se le considera mexicano. Es que ya que has venido quiero hablar de México. Yo le decía a Tito: ‘¿Cómo haces para vivir en el DF, con tanta contaminación?’ Y él decía: ‘Muy fácil, nos habituamos a no respirar’. Cada vez que Tito venía a Europa, llamaba: “¡Tito Monterroso reportándose!” Venía con Barbarita, Bárbara Jacobs. Siempre viajaban junto a Vicente Rojo y Albita. Los cuatro… Tito es el máximo cómico de la lengua. Pero quien lo sigue muy de cerca es Hugo Hiriart, que es increíble. Hugo tiene un libro que empieza diciendo: ‘Dios creó el mundo, el agua, las estrellas… y separó la luz de las tinieblas en seis días’. Punto y aparte: ‘Se dice pronto’ ”.

Y Muchnik vuelve a reír. Hasta con los ojos.

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Hay un sitio web donde este editor muestra su otra faceta, la de fotógrafo. Pero en esas fotos también están los escritores. Están paisajes y edificios, obras de arte… que ha visto en sus constantes viajes. Está buena parte de su pasado. Todas las fotos son en blanco y negro. Puede verse, por ejemplo, a Miguel Ángel Asturias; Roma, 1965. El maduro escritor guatemalteco, de traje y corbata, mira fijamente un cuadro. O a Italo Calvino; París, 1968, recargado sobre una mesa, mirando fijamente a la cámara, con la mano en la cabeza. O a Ryszard Kapuscinski; Oviedo, 2003, cuando fue a recoger el Premio Príncipe de Asturias, de saco y camisa, sin corbata, cabello blanco y rebelde. O a Julio Cortázar; Saigón, 1974, pelo y barba abundante, guayabera, unas gafas de sol como ojos de mosca donde se ve el reflejo del fotógrafo.

Muchnik comenzó a interesarse por la fotografía en la Universidad de Columbia, cuando era estudiante de Física. “Había lo que se llamaba el Photo Club, que a cambio de una pequeña cuota te daba derecho a utilizar el cuarto oscuro, las ampliadoras… Y organizaban exposiciones. Yo fotografiaba edificios. Pero empecé a fotografiar en serio en Roma, a finales de los años cincuenta, con una buena cámara Rolleflex. Luego descubrí la Leica con su excelente visor, con su gran precisión en las aperturas del diafragma. Y hasta hoy sigo con la Leica. Yo sabía que mi padre era amigo de David Douglas Duncan, el fotógrafo de Picasso, como se le conoce. Un día le di unas fotos para que se las enseñara a él, esperando algún comentario consagratorio. Mi padre me dijo: ‘Mirá, Duncan dice que mejor no te metás a esto. Que tus fotos son muy buenas pero que te morirías de hambre’. Luego, cuando David ya era mi amigo y edité algunos de sus libros, me dijo que no recordaba que mi padre le hubiera mostrado alguna vez mis fotos”.

Pero Muchnik tiene otra afición: Rusia. “Yo debería saber hablar ruso. Yo he leído siete veces Guerra y paz. Lo leí y releí, hasta que llegué a editarlo. Y para editarlo lo leí dos veces. Es que tengo debilidad por la mentalidad rusa. Estuve en Rusia, por primera vez, en 2001. Primero fui a San Petersburgo y luego a Moscú, llevado de la mano de mi mujer. Porque era un viaje que ella me había regalado por mis 70 años. En Moscú estábamos alojados por amigos en una casa típicamente moscovita. O sea: un tugurio maloliente en toda la parte de entrada. Y luego abres la puerta y encuentras un parque vitrificado, fabuloso. Te quitas los zapatos y te pones unas pantuflas y la tertulia tiene lugar en pantuflas. Lo que más me halagó es que… yo veía que todos cuchicheaban de vez en cuando. Sobre todo después de que yo hacía un comentario. No sabía si estar molesto o qué. Les dije: ‘¿Por qué se ríen?’ Y me dijeron: ‘Es que pareces ruso’. ¡Cuando me dijeron eso me levanté y le di un beso a cada uno! Porque los rusos se besan mucho. Y fue una fiesta para mí”.

Sobre la mesa de centro de la sala, Muchnik tiene un libro titulado Pushkin, Tolstoi, Chéjov. Tres tormentas de nieve. Es su más reciente trabajo editorial. El dibujo original que ilustra la portada, un retrato de los tres autores rusos, está colgado en un extremo de la habitación. Es una obra del pintor Eduardo Arroyo. “Esto también tiene una anécdota. Una vez cenamos en la casa de Arroyo. Y él me preguntó qué estaba haciendo. Le dije que iba a editar, en asociación con El Aleph, a los clásicos rusos. Me dijo: ‘Tú me dices, yo te hago las portadas y no te cobro. Aquí hay testigos’. Nos dimos la mano y con eso quedó sellado el acuerdo. Cuando empezamos la colección lo llamé a Arroyo. Y me dijo que claro, que ya tenía las cubiertas. Hasta ahora van cinco títulos. Estamos haciendo dos por año. Bien hechos, eso sí. Con cuidado. Es que yo viajo a remos. Otros editores me pasan con motores, de esos que echan el agua para arriba. Huelen mal, a gasolina. Pero yo sigo a remo. De cabeza, viajo con más seguridad y hago las cosas mucho mejor. Soy consciente de que en cada momento de mi actividad he ido a lo mejor. Al mejor escritor, al mejor traductor. Siempre he pretendido estar en lo más alto de la técnica: márgenes, tipografía, papel... Pretendo que la edición de mis libros se distinga porque está hecha con mucho cuidado”. Por eso Mario Muchnik es el último editor.

lunes, 2 de enero de 2012

Repertorio íntimo

1/Enero/2011
Nexos
Alejandro de la Garza

La generación de la crisis
Propongo como generación de la crisis a la de aquellos nacidos en los años cincuenta, porque sus integrantes vivieron (vivimos) ese punto de quiebre de la azarosa vida mexicana iniciado en nuestra primera adolescencia con la crisis política de 1968 y profundizado a partir de 1976 por las recurrentes crisis económicas. Esa generación alcanzó un mendrugo de esperanza de la dura realidad nacional, al ser la última en barruntar un horizonte optimista con oportunidades de mejoría personal y económica a partir de los mecanismos tradicionales de capilaridad social: estabilidad política y económica, posibilidades de acceso a la educación superior, empleo estable y bien remunerado. Pero el choque frontal con la realidad áspera y precaria de la crisis engendró un gran desengaño generacional, traducido en el palpable desencanto de la narrativa publicada por estos autores a partir de mediados de los setenta. Ahí están la zozobra económica, la vida cotidiana en la urbe en proceso de modernización-destrucción, la búsqueda de nuevas formas de relación amorosa, los movimientos sociales, el compromiso político y su desengaño, la actividad de las minorías en resistencia, los manotazos del ogro filantrópico.
Incluso la conciencia de nuestra literatura como forma artística heredera no sólo de los modernistas y del Ateneo, de la novela de la Revolución, las vanguardias y los Contemporáneos, de Rulfo, Fuentes y Paz, de la generación de medio siglo y el boom, sino también capaz de asimilar influencias como la nouvelle roman o el nuevo periodismo estadunidense.


El Crack y otras intensidades

La generación de los nacidos en los años sesenta vivió la crisis mexicana desde su infancia, acaso por ello distingue a esos autores una muy mexicana desilusión asimilada a su ADN y expresada en numerosos libros de los noventa. Su respuesta a ese México fue la voluntad de rompimiento con lo “nacional” encabezada por el Crack. Autores decididos a dejar atrás la tendencia narrativa centrada en lo mexicano y el realismo mágico para acudir a historias distantes de las temáticas locales. Escritores “globales” de novelas totales y relatos sucedidos en Europa, África o Japón y con temas como el nazismo, el avance científico o el arte contemporáneo. Profesionales alentados tanto por su ambición estética y sus lecturas como por las estrategias editoriales de los corporativos españoles recién asentados en México. Una literatura heredera de nuestra tradición contemporánea y cosmopolita —aseguraban en sus manifiestos—, desarrollada con recursos distintos y novedosos, estrategias metaliterarias y, ahora sí, invitada al banquete de la cultura o las culturas.

Alejadas de estas posturas se desarrollaron otras vertientes narrativas, como la llamada literatura del desierto o del norte, donde la peculiaridad de sus paisajes, su luz y sus atmósferas abrió una rica veta literaria, así como también una narrativa urbana dura, desesperanzada, de intensidades corrosivas —literatura basura, la llamaron—, reflejo de una urbe sórdida y violenta, y de otra manera literaria de enfrentarla.


La crisis de las generaciones


La generación siguiente, la de los escritores nacidos en los años setenta, ha sido etiquetada como la no-generación o la generación negada (sus mismos integrantes se niegan a serlo), la de la crisis (han conocido únicamente los tiempos de nuestra prolongada deriva), huérfana (sin patriarca literario, lejana incluso del postboom y del Crack, sin guía capaz ni ruta trazada), inexistente (por encontrarse en pleno proceso de maduración artística y carecer de obra definitiva). Es la generación o no-generación de autores entre treinta y cuarenta y dos años, quienes a lo largo de la primera década del siglo XXI publicaron novelas, cuentos y ensayos diversos aunque, como se ha dicho, la mayoría dentro de los convencionalismos tradicionales de la narrativa. Agruparlos en el término generación, a lo cual se resisten un tanto confusamente, no es tan discutible como parece. Es una aproximación elemental pero útil, más si como quería Ortega y Gasset una generación consiste en un repertorio orgánico de íntimas propensiones.
Un sector de la crítica acusa la inexistente búsqueda de nuevas formas narrativas y lamenta el conformismo estético y la falta de rebeldía artística de estos escritores. Desde esa perspectiva, la efectividad narrativa, la capacidad de fabulación, el estilo y el contar bien una historia, resultan ya incapaces de alterar y agitar al lector con una propuesta crítica y arrojada. En el desarrollo de su proceso creativo estos escritores no han requerido de nuevos desafíos formales, de narrativa experimental o innovaciones vanguardistas para elaborar su obra. Los relatos fragmentarios y dispersos, los recursos oníricos y las digresiones, las innovaciones en la técnica y en la creación de personajes escasean aquí. No obstante, sus temas son muy otros comparados con los de generaciones anteriores: un evidente cambio de mentalidad ha tenido lugar en esta no-generación debido a varios procesos de alfabetización determinantes, los cuales conforman ese repertorio orgánico de íntimas propensiones.

El alfabeto tecnológico y la sociedad del conocimiento. La tecnología vivida por la generación de los cincuenta incluyó el cine como la gran aventura, la televisión en blanco y negro, los casetes de audio en sustitución de las viejas cintas de ocho pistas, y todavía la máquina de escribir. La experimentada luego por la generación de los sesenta incluyó la multiplicación de las pequeñas salas de cine de arte, el despegue de los medios masivos, la televisión a color y por cable, la llegada de las videocaseteras, los primeros juegos de video, el walkman y poco después la llegada del disco compacto.

En comparación con el desarrollo tecnológico de los últimos veinte años, vivido con intensidad y desde la infancia por los escritores nacidos en los años setenta, aquello suena prehistórico. Esta es una generación ya inmersa en la tecnología informática y la sociedad del conocimiento. Medios, nuevas tecnologías y literatura tienen en la narrativa del siglo XXI vasos comunicantes para nutrirse y enriquecerse.

Casi la totalidad de los autores nacidos en los setenta han vivido desde la niñez con televisión por cable o satélite y han recibido la influencia de series televisivas de calidad (The Wire, Los Soprano, 24, En terapia), gozaron del cine en casa, pantallas, sofisticados juegos de video, computadoras y hoy de iPods, iPhones, smartPhones, Blackberrys. Muchos de ellos tienen blogs donde publican sus textos, noticias y ocurrencias, participan en las redes sociales, se comunican entre ellos, están siempre en contacto, se “mensajean”. Les interesa el Kindle y el iPad, se preocupan por los nuevos formatos electrónicos del libro y por el futuro de la lectura. Hemos atestiguado con asombro un cambio civilizatorio.

El alfabeto científico. En los últimos veinte años el desarrollo científico ha acumulado también conocimientos y desarrollos, y las tareas de divulgación de ese saber (sobre el cerebro, la sexualidad, el corazón, las enfermedades, los virus, etcétera) se extienden por publicaciones, documentales, televisoras, cursos universitarios, diplomados periodísticos, políticas académicas, construcción de infraestructura (institutos de investigación, museos). La conciencia ecológica también se ha extendido de manera vertiginosa y es parte de la educación desde los cursos primarios. A pesar de nuestro desastre educativo, estos conocimientos llegan a niños y jóvenes, y la literatura de los escritores treintañeros lo refleja. Hay novelas sobre entomología y sobre una plaga surgida de un laboratorio universitario, relatos sobre viajes de braceros a Marte, narraciones entre el blog y el relato, neomemoria y futurismo, apocalipsis y distopías científicas o ecológicas.

El alfabeto de las artes plásticas. La literatura y las artes plásticas siempre han mantenido vasos comunicantes, intensificados en el siglo XX con el surgimiento de las vanguardias. En México, el no-grupo de Contemporáneos promovió y ejerció la crítica de artes plásticas de forma talentosa. Octavio Paz escribió memorables ensayos sobre arte al igual que Juan García Ponce. Las relaciones entre escritores y pintores en México han sido constantes aun-que en la última década los ensayos, crónicas y la crítica de artes plásticas (como toda la crítica en general) se hallan dispersas en el contexto de la fragmentación cultural y la diversificación de las disciplinas artísticas. La generación de los años setenta parece destinada a recuperar esa relación al coincidir sus afanes literarios con el surgimiento de nuevos artistas plásticos y con impulsos estéticos en formatos contemporáneos: performance, instalaciones, videodigital, digitalización fotográfica, creaciones programadas en computadora. Algunas de las narrativas del siglo XXI se aproximan a la exploración de estos formatos mediante su técnica (el lenguaje del video y del performance trasladado a la escritura) o la temática (discusión de las expresiones contemporáneas frente a la pintura tradicional).
También el cómic y la novela gráfica, al adquirir prestigio estético, influyen de forma directa sobre muchos de estos autores treintones amantes de la historieta y la narración ilustrada con calidad. Varias narrativas del siglo XXI parecen avanzar a partir de imágenes de cómic y personajes caricaturescos, o incluso desarrollarse como un guión de novela gráfica, con escenas como ilustraciones. El riesgo de esta tendencia es hacer de la narrativa un entretenimiento efímero, olvidable, pero sus autores parecen por ahora conformarse con ello.

El alfabeto burocrático de las becas. La revisión de una nómina de poco más de cincuenta escritores nacidos a partir de 1970 muestra que casi todos han estado becados al menos una vez, otra parte gruesa ha tenido dos becas y una decena ha contado con hasta tres becas combinadas de instituciones estatales y privadas del país, más alguna extranjera. Las excepciones se cuentan con los dedos de una mano. La red de protección institucional tejida por el Estado desde hace poco más de veinte años —el Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, el Sistema Nacional de Creadores, las becas estatales, el programa Tierra Adentro, la Fundación para las Letras Mexicanas, los programas fronterizos, el Centro Mexicano de Escritores—, constituye una amplia estructura de soporte alentadora del oficio de “escritor profesional” (como se asumen los integrantes de esta camada setentera), y acaso luce más eficiente contrastada con las estructuras para la formación de lectores.

Esta es una generación mimada por el Estado y sobreprotegida por sus instituciones culturales. Su obra ha sido aprobada, financiada, promovida y muchas veces también editada por el ogro filantrópico al que desprecian. No obstante, se piensan una generación en la orfandad estética, casi sin destino ni rumbo claro, aunque por lo mismo con la posibilidad de reinventarlo todo. La mayoría de este medio centenar de autores publica en diarios y suplementos, las revistas importantes les han abierto espacios y todos tienen más de un libro en su haber (hay quien tiene una irregular decena). Las editoriales han impulsado a muchos de ellos, están en el mercado y presentan sus libros, participan en mesas redondas y talleres de discusión literaria, asisten a las ferias del libro y mantienen presencia constante en sus blogs.

Desencantados con razón de su país, desinteresados de la política y sus necedades, sin fe en los políticos, absorbidos por las nuevas tecnologías, desilusionados y nihilistas, escasamente preocupados por algo más allá de su entorno, sus necesidades particulares y el complicado y laborioso papeleo para solicitar la siguiente beca, nuestros ya no tan jóvenes escritores ofrecen en su obra un testimonio de la crisis y el desengaño vividos, su respuesta literaria a este México entre el naufragio y la deriva.]

El alfabeto del crimen, las perversiones, las patologías, el extrañamiento. En esta narrativa persiste la inclinación por las novelas noctámbulas y criminales (Juan José Rodríguez), pero escasean los temas de política nacional o local y las novelas de indagación histórica. Hay ejercicios novelísticos sobre la rabia, combinada con la enajenación ante la tecnología informática, para mostrar pleno dominio del género (Jaime Meza); juegos oscilantes entre el cómic, la novela gráfica y la ciencia ficción (Bernardo Fernández); indagaciones en la locura, la ciencia, los hospitales psiquiátricos y los comportamientos patológicos (Bernardo Esquinca); exploraciones de una sexualidad perversa, masoquista y retorcida, de abuso y violencia (Alberto Chimal). Hay parodias de los distintos ámbitos de la realidad nacional, de la mezquina rutina oficinesca o del medio cinematográfico (Antonio Ortuño). Novelas de realismo y lenguaje duro, visiones crueles y canallas de personajes de ambas fronteras y del fenómeno de la migración y el tráfico de personas (Nadia Villafuerte). Sátiras del ámbito literario, de las ambiciones, becas y aspiraciones de los escritores; burlas y desprecio a la mercadotecnia editorial (de la cual se benefician). Búsquedas de un lenguaje capaz de reflejar el presente (Emiliano Monge), personajes en espera de la alteración de su rutina desesperanzada y envilecedora (Bibiana Camacho), y logrados delirios del lenguaje capaces de fundar una geografía neonorteña (Carlos Velázquez) o de recorrer ese otro norte mediante una road-novel (Antonio Ramos). Hay reconstrucciones de la infancia (Alain-Paul Mallard), relatos sobre el doble y el distanciamiento (Mayra Luna), sobre el aislamiento, la marginación y la presencia ominosa de un ser dentro de nosotros (Guadalupe Nettel). Novelas de estructura flexible entre el blog y el relato (Jorge Harmodio), sobre una plaga de ratas producto de un experimento genético (Gonzalo Soltero) y relatos misteriosos, de presencias acezantes e insatisfacciones vitales por internet (Luis Jorge Boone).
El extrañamiento parece una constante en la narrativa de esta generación, extrañada, para empezar, de sí misma. Hay una búsqueda de alteridad con la esperanza de la develación de algún misterio capaz de trastocar su realidad en otra, acaso más libre o más delirante, menos gris y mediocre, más vivible y literaria.

Por fortuna esta generación ha sido capaz de discutirse a sí misma en el ensayo, y sus integrantes ejercen la crítica para valorar los alcances de su narrativa (Geney Beltrán), señalar sus limitaciones y exigir arrojo y rebeldía (Rafael Lemus), explicitar sus razones e intenciones generacionales (Jaime Meza), proponer sus narraciones como grandes hits musicales (Tryno Maldonado), ubicarla en un limbo (David Miklos) o para dar una opinión ocurrente (Heriberto Yépez). Otros ensayistas se desplazan hacia la creación literaria y la crítica de artes plásticas (Gabriel Bernal Granados), a la observación imaginativa de lo cotidiano (José Israel Carranza) e incluso en busca de un lenguaje capaz de capturar el elusivo contexto de esta narrativa y revisar su “negación generacional” (Pablo Raphael).


Epílogo (La teoría del cesto)

En su novela Dublinesca, Enrique Vila-Matas decanta su teoría de la novela en voz de su personaje Riba, editor literario barcelonés arruinado por la era digital: “intertextualidad; conexiones con la alta poesía; conciencia de un paisaje moral en ruinas; ligera superioridad del estilo sobre la trama, y escritura vista como un reloj que avanza”. Suma además la necesidad del tono paródico frente al caos. Al instante arroja la inútil teoría a la basura. Así las cosas, mientras recobramos la teoría del cesto y buscamos de dónde brotará lo nuevo, quién tendrá la voluntad y el arrojo, cuáles serán sus estructuras novedosas, desafiantes y valientes, y si serán repentinas o se consolidarán poco a poco, sólo queda, para ellos y para nosotros, continuar leyendo.

Otros puntos cardinales

1/Enero/2011
Nexos
Roberto Pliego

Arriesgo una lista en riguroso orden alfabético: Orfa Alarcón, Luis Jorge Boone, Fernando de León, Rubén Don, Bernardo Esquinca, Bernardo Fernández, Agustín Goenaga, Rogelio Guedea, Jorge Harmodio, Julián Herbert, Paulette Jonguitud Acosta, José Mariano Leyva, Luis Felipe Lomelí, Brenda Lozano, Mayra Luna, Jaime Mesa, Emiliano Monge, Guadalupe Nettel, Antonio Ortuño, Gerardo Pina, Antonio Ramos Revillas, Ximena Sánchez Echenique, César Silva Márquez, Gonzalo Soltero, Daniela Tarazona, Gabriela Torres Olivares, Magali Velasco, Carlos Velázquez, Nadia Villafuerte, Juan Pablo Villalobos. Nacieron en las décadas de 1970 y 1980 y son narradores. Muchos de ellos han sido premiados, becados, promovidos por el Estado editor. Unos cuantos pasean ya sus libros por España, Inglaterra, Chile, Argentina. Son huéspedes de casas pudientes, del Fondo de Cultura Económica, Conaculta, Random House Mondadori, Alfaguara, Tusquets, Planeta, Sexto Piso, Almadía. Reniegan del espíritu de grupo. Defienden con elocuencia su exclusiva particularidad, su tenaz individualidad. Son mexicanos, son preferentemente del norte y del centro del país y parecen anunciar el arribo de imitadores y seguidores que amenazan multiplicarse como gremlins.

Si algún rasgo ostentan en común es su desconfianza por el concepto de generación. Ortega y Gasset hablaba de una sensibilidad vital, de un repertorio de propósitos e inclinaciones y hasta de compromisos entre la muchedumbre y el individuo. Atinaba así a concebir a una generación como un cuerpo social dotado de una peculiar misión histórica. ¿Sus conceptos expresan todavía un estado de cosas? Los nuevos narradores no quieren saber nada de la dichosa palabrita. Se refieren a ella como una estrategia de mercado, una anomalía, una referencia que ayuda a los colegiales a recordar ciertos nombres, una mascota a la espera de ser adoptada por un académico de tiempo completo. Emiliano Monge no sólo ha manifestado su desapego sino también su enfado: no existe la generación de los nacidos en los años setenta. Los escritores en lengua española, no tan sólo mexicanos, que comparten año, lustro o década de nacimiento no se reconocen en los mismos intereses, referentes o geografías. “Tampoco reflexionan ni generan ni producen ni denuncian ni destruyen ni construyen ni reinventan desde un punto de vista similar o tan siquiera paralelo”. Antonio Ortuño ha dicho que el término generación trae a su memoria un chiste de Jardiel Poncela: “es la manera de que se ahoguen juntos los que se iban a ahogar por separado. Yo aspiro, en todo caso, a ahogarme solo”. Ni siquiera conviene hablar de afinidades. Los mayores, los otros, aspiraban a formar grupos, a reunirse por conveniencia política o comercial. Ellos no quieren, no necesitan hacerlo. Para qué, si no han cumplido cuarenta años de edad.

Comencemos entonces por aquí: no existe una generación de escritores mexicanos nacidos en la década de 1970 (a excepción de unos cuantos momentos estelares en nuestra historia), ¿no ha sido siempre así, al menos desde que se extinguió la estrella de los Contemporáneos? Existen, eso sí, y siendo mezquino en el conteo, alrededor de cien individuos que crean, publican, asisten a encuentros literarios, conceden entrevistas, firman ejemplares, participan en mesas redondas. ¿Qué deparan sus libros? ¿Cómo se plantan frente a la tradición y qué señas de identidad traslucen? ¿Cuántos valen la pena, cuántos dejan sin justificar el daño a los bosques noruegos y canadienses?

Dice Pablo Raphael (México, 1970), cuyo reciente ensayo La Fábrica del Lenguaje, S. A. es una suerte de mapa generacional, que la literatura como fenómeno histórico ha fracasado en vista de su incapacidad para influir en la vida política y el espacio público. Herida por el desencanto, ha mutado “en un producto igual de comercial que un frasco de mayonesa”. El dictamen de Raphael vale más por lo que oculta que por lo que hace evidente: la mayoría de nuestros narradores setenteros aspira a convertir sus libros en un frasco de mayonesa pero hay por ahí unos cuantos heterodoxos, unos pocos guardianes del viejo orden que continúan creyendo que la literatura representa una forma de conocimiento. Así es: lo que era arriba ahora es abajo; la ortodoxia escucha únicamente los consejos de la moda en curso.


Simpatía por la red

Una moda en curso: el blog como la creencia de que la literatura puede prescindir de la imaginación, la memoria, cierto sentido artístico, a cambio de una perspectiva y un lenguaje democráticos; los ciento cuarenta caracteres; los soportes tecnológicos. Jorge Harmodio es el autor de Musofobia (2008), una distendida suma de mensajes electrónicos y relatos, no una novela sino un híbrido que se alimenta de cualquier ocurrencia por escrito. Qué mejor argumento para una vindicación ingenua del presente que el de un aspirante a cuentista avecindado en París, sin dinero en la bolsa y obligado a sobrellevar la compañía indeseable de un ratón. Harmodio procede a la manera de un adicto a la red: no discrimina entre basura virtual y poesía en prosa, entre el chistorete y la reflexión. Vean, si no: “cuando dueles eres eso: cordero pascual, ojos de perro con parvo.virus”.

El mundo virtual sostiene también el cuerpo de Sus ojos son fuego, que en 2003 obtuvo el Premio Nacional de Novela Jorge Ibargüengoitia. Gonzalo Soltero combina el género negro con la ciencia ficción hasta dar vida a una realidad amenazada por los desvaríos de la investigación genética. Pensó en un científico de ambigua moralidad y en unos habitantes de la ciudad de México que padecen el miedo como una de las prefiguraciones del apocalipsis. Lo que en Harmodio es acumulación de palabras, en Soltero es un recurso al servicio de la voz narrativa. Internet existe como existe un laboratorio, un cuaderno de notas, una biblioteca. Soltero no es un admirador irrestricto de la existencia en línea, a la que le atribuye el doble papel de estimulante y adormecedor de las nuevas formas narrativas.


Somos los hipersensibles y venimos a…

Si no una moda, sí creo que el temperamento hipersensible gana cada día más terreno, al menos como seña de presunta originalidad. Pienso en Rubén Don, en Daniela Tarazona y en Guadalupe Nettel. Nos vemos en el infierno, Kurt Cobain (2010) confirma que el riquísimo legado de José Agustín puede convertirse en un objeto peligroso cuando va a caer en las manos equivocadas. Rubén Don llama a cuentas a media docena de jovenzuelos que viven la década de 1990 como los protagonistas de una serie televisiva. En el mejor de los casos, resulta inevitable recordar Beverly Hills 90210; en el peor de ellos, la versión dura de Cachún Cachún Ra-Ra. Uno supondría que a las ingentes cantidades de sexo, alcohol y drogas con las cuales topamos a lo largo de trescientas páginas correspondería un novelista insumiso, rebelde, antisolemne. Pues no. Para contar la desazón juvenil, y sus penurias sentimentales, Rubén Don ha optado por el cliché y por una escritura que, a fuerza de querer captar el habla de los “niños” y las “niñas bien”, suena desconsoladamente conservadora: “Vas, pinche Santander, tienes la obligación moral (ja, aunque no sepas lo que signifique) de contarle toda la verdad a la Señorita Coctel. Quizá de ello pueda depender su salud, o por lo menos que no le quede chamuscada la pepa de por vida”.

Bastó con la publicación de El animal sobre la piedra (2008) para que Daniela Tarazona fuera saludada como una de las voces más refinadas de América Latina. Yo no sé. Aspira, sin duda, a una escritura de dimensiones poéticas, sobrecargada de símbolos e imágenes. Habría que preguntarse, sin embargo, si tanto efectismo lírico no termina por transformar una novela en un mero ejercicio de estilo. A menudo desearíamos que pusiera menos de su parte y perdiera un poco, apenas un poco, la figura. No por ello El animal sobre la piedra deja de provocar un honesto interés, sobre todo porque se muestra solvente al momento de borrar las fronteras entre la vigilia y el sueño, entre el naufragio mental y la cordura. El lector se siente en verdad fuera de lugar cuando se vuelve testigo de una bien administrada metamorfosis: la de Irma, una mujer que después de perder a su madre busca consuelo en el paisaje de una playa remota… Y lo que empieza siendo un cambio de piel se extiende, a paso lento, a todo el cuerpo. Tarazona no es Clarice Lispector pero se siente atraída por el llamado de los abismos emocionales.

Y qué decir de Guadalupe Nettel, a quien le sienta muy bien la extravagancia física y mental. Ya desde El huésped (2006) observamos su gusto por los personajes acompañados únicamente por sí mismos, o acaso por sus demonios interiores. Con Nettel pasa que nada suena auténtico si no se presenta exacerbado. La niña que protagoniza El huésped exacerba sus temores o se vuelve exacerbada ante la sospecha de que “algo” habita dentro de ella. La protagonista de El cuerpo en que nací (2011) —con evidentes resabios autobiográficos— padece la vida como pura exacerbación en vista de un defecto congénito en el ojo derecho. Hay, como sospecha el lector, unas ganas enormes de azote, nervios de punta y rechinidos del alma. Lo que mueve a la sorpresa es que todo ello llega hasta nosotros con una sobriedad desconcertante, hija quizá de un prolongado entrenamiento en el silencio y la autorreclusión. “No hay sentimiento más fuerte”, ha escrito, “más verdadero, que la humillación; lo desplaza todo, ejércitos, amores”.

No quiero dejar pasar a Emiliano Monge, autor de la novela Morirse de memoria (2009), la crónica obsesiva y circular de los días de un individuo cuyo trabajo supremo consiste en salir de la cama para luego regresar a ella. Qué hace: habla, o deja fluir la conciencia, o lanza interminables peroratas. No falta en estos tiempos quien siga sosteniendo que el merengue —no el género musical; el batido azucarado y pastoso— es un valor literario. Concedo esta muestra elegida al azar: “En mi sonrisa suena una nueva carcajada, podremos limpiar lo que aún hace ruido, lo que ayer en el tanatorio no fue más que un anhelo, esta vez sí vamos a limpiarlo en reversa”, y así… al infinito y más allá.


Dos pájaros de cuenta


Que el cuento mantiene su pujante vitalidad queda en claro tras la lectura de dos libros de pequeño formato y gran despliegue de recursos: Mudo espío (2011) de Fernando de León y La Biblia Vaquera (2008) de Carlos Velázquez. El primero es una fina obra de relojería armada con piezas de distinta procedencia. Tan pronto asistimos a la resurrección de una fabulosa ave roc como a la irrupción de un ferrocarril por la boca de una chimenea o a la estampa de un viejo y ciego doctor Watson que ha tomado la estafeta de Sherlock Holmes. De León ha leído a Chesterton y a Valéry, a Borges y a Cortázar… y muy bien. Conoce los secretos de la literatura fantástica y de corte policial y sabe en qué instante hacer virar la trama con un solo golpe de mano, cómo consentir y luego sacudir al lector. Por otra parte, provoca una sensación deliciosamente nostálgica, de brillante regreso al pasado, a lo que algunos llamamos todavía tradición.

En La Biblia Vaquera, en cambio, todo tiene la apariencia de novedad: el lenguaje, los escenarios, los personajes, los insospechados argumentos. Ocurre que llegamos a sentirnos como si habitáramos el principio de los tiempos. No hay nada atrás, ningún asidero. Quiero decir que Carlos Velázquez ha dado aliento a una criatura genéticamente inclasificable: apenas comenzamos a descifrar la composición de su ADN. De su imaginación nacen djs, luchadores, domadoras, bebedores olímpicos, cantantes de ranchero, diablos y narquillos que habitan una hipotética zona, PopStock!, la suma de todos los posibles nortes de México. Al margen de la fauna reunida en sus páginas, La Biblia Vaquera deslumbra por su capacidad para conciliar lo impensable con lo chocante y lo deseable, lo que más nos gusta con lo que más nos disgusta. A un tiempo es hip-hop, guiñol, performance, sampleo, relato oral, desmadre bien temperado (Bajtin bailaría de gozo). Y es un ritmo verbal pleno de hallazgos que marca un antes y un después en las letras mexicanas.


Nos queda el horror cotidiano


La realidad, ya tan descompuesta, ya tan fuera de control, es la mejor amiga de algunos de los libros de cinco talentosos novelistas: las grandes minucias que recrean o ponen en juego tienen su asiento en la violencia, el narcotráfico, la nota roja, la corrupción policiaca, el miedo, la ética del sicario. Se dirá que estamos hartos de consumir altas dosis de realidad. Saul Bellow respondería que la humanidad “tampoco es capaz de aguantar demasiada irrealidad, demasiados insultos a la verdad”. Por lo demás, estos novelistas no suscriben las máximas del realismo. Sólo miran a su alrededor para después sentarse en su escritorio a re-crear.

Si Por el lado salvaje (2011), de Nadia Villafuerte, concierne a una mujer que toma lecciones de poder mientras va entregando su cuerpo a un sinfín de maestros-verdugos al tiempo que emprende un viaje iniciático de Chiapas a Honduras y de ahí a un burdel de Tijuana, Orfa Alarcón proyecta un personaje —la novia fresita del líder de una banda de narcotraficantes en Monterrey— en el que se opera una transformación gradual de carácter: el terror a la sangre se transmuta en sed de sangre. Perra brava (2010) deriva su fuerza de los extremos. Está escrita con parquedad pero acierta a capturar el vértigo de la psicopatía criminal.

Villafuerte y Alarcón no se echan para atrás ante la descripción de la brutalidad física. En Una isla sin mar (2009) César Silva Márquez se conduce de otra manera. No es que rehuya el contacto, es que prefiere estudiarlo. Su Ciudad Juárez tiene la consistencia de un pueblo fantasma. No escuchamos un solo disparo, no llegan hasta nosotros los gritos de las víctimas ni los verdugos. Y, sin embargo, sabemos que una amenaza está ahí, aunque no sea nombrada. La rutina de Martín Rodríguez Miranda consiste en permanecer encerrado en su departamento mientras sus amigos y conocidos abandonan esa Juárez cada noche más solitaria. Introspectiva, melancólica, Una isla sin mar acomete la difícil tarea de transformar lo evidente en un juego de transparentes sugerencias.

Sobre Antonio Ramos Revillas y El cantante de muertos (2011) ya escribí en estas páginas de nexos en diciembre de 2011. Me planto.

No en vano he dejado para el cierre al jalisciense Antonio Ortuño. Su primera novela, El buscador de cabezas (2006), al igual que Recursos humanos (2007) y Ánima (2011) se erigen sobre una estrategia prácticamente desconocida entre los escritores mexicanos: la ironía. No me refiero a la risotada de fácil acceso ni a la puya gratuita sino a la mirada que elige desconfiar con la inteligencia antes que con el hígado. A Ortuño le sobran cualidades: sabe contar, sabe dominar a sus personajes (a la manera nabokoviana, es decir, atrayéndolos a su red), sabe cambiar de ritmo, sabe lo que significa el tono justo. Y, encima de todo, es ameno. Los temas de sus novelas pueden ser banales, vulgares, pero su estilo pulsa afinada y equilibradamente una cuerda artística. Pregunto: ¿hay otra cualidad que importe de veras en los libros?

Así escribo: Héctor de Mauleón

Enero/2012
Nexos
Héctor de Mauleón

Aprendí a escribir en redacciones ruidosas, con jefes que sobrevolaban como cuervos los escritorios de los reporteros, mientras intentaban arrancar, prácticamente del rodillo de las máquinas, las cuartillas que al día siguiente iban a convertirse en noticias. Cuando una página en blanco era la cosa más atemorizante del mundo, tuve que escribir todos los días entre timbrazos de teléfono y el ruido atronador de los teletipos, a “la hora trágica” en que los editores decidían portadas y jerarquizaban notas.

En los años en que me inicié en el periodismo había unas máquinas de escribir pesadas como tanques de guerra, cuyos estacazos, al crepúsculo, posiblemente retumbaban en la ciudad entera. Qué, cómo, cuándo, dónde, por qué. En aquellos manicomios, extraer una cuartilla más o menos legible constituía una verdadera proeza.

Al paso de los años me volví capaz de escribir en el Metro, los cafés, los autobuses, las terminales aéreas. Una vez escribí una crónica amarrado al asiento de un helicóptero, con el viento aullando como mil demonios, y el maldito mar infestado de tiburones. A diferencia de otras experiencias con la escritura, esta vez sí estaba en el cielo.

Mi primera máquina no fue, sin embargo, la Olivetti verde con la que me inauguré en este oficio: era una Remington negra que mi abuelo había comprado en los años treinta, y que cuatro décadas más tarde puso a mi disposición, loco de felicidad, el día en que escribí un cuento que comenzaba de este modo: “Si usted es una persona que duda de que hay fuerzas oscuras que rigen la vida de los hombres, le invito a que me explique lo que me sucedió hace algunos años”.

Mi amigo Esteban Alatriste acababa de indicarme el camino de la biblioteca que había en la secundaria. Capitanes intrépidos, de Rudyard Kipling; Un capitán de quince años, de Julio Verne, y la saga irrepetible de Salgari, El Corsario Negro, hicieron de mí el frenético autor de un conjunto de aventuras en las que aparecían galeones con calaveras negras, ciudades misteriosas y amuralladas, así como iletradas hordas de thugs, caribes y arawakos. “¡Voto a Sanes!”, exclamaban mis héroes en los instantes climáticos.

¿Fue Esteban Alatriste quien rescató de aquellas estanterías formadas por libros ordenados alfabéticamente las Narraciones extraordinarias de Edgar Allan Poe? Confieso que esa fase de mi vida ha sido devorada por el tiempo. Sólo recuerdo: a) que por primera vez velé armas una noche entera, leyendo sin parar relato tras relato, y b) que abandoné para siempre la vena que pudo hacer de mí un estimable novelista de aventuras, y reaparecí transmutado en el autor de una serie de relatos habitados por mansiones encantadas y siniestras torres oscuras, en las que los relojes sonaban lúgubremente mientras una novia enamorada volvía de la tumba —o no había llegado a ésta jamás.
Mi padre se había ido. Mi madre trabajaba todo el día. En mi colonia, la calle era un infierno poblado por los nuevos thugs, los nuevos caribes, los nuevos arawakos. Salir era ingresar a un coliseo romano: matar o morir si pronunciabas un diptongo de más.

La literatura, en cambio, era un camino hacia vidas mejores que la tuya. Tropezar con un libro era encontrar una forma distinta de existir.

La tarde crucial de mi vida es aquella en la que mi abuelo me condujo al Centro, para mostrarme la ciudad invisible. Junto a cada edificio en pie, existía otro que se había ido. Al lado de cada hombre que caminaba respirando en la calle, flotaba una procesión de muertos. La ciudad no era sino sus ruinas, sus sombras, sus despojos. Un conjunto de reverberaciones, de fantasmas, de ecos, que llegaban hasta nosotros como un rostro que atravesara el agua.

En una línea célebre de Augusto Monterroso, la vida es un árbol que deja caer asuntos a montones. En esa línea célebre, uno apenas puede recoger los que verdaderamente le conmueven. Aquellos que desde antes, antes, muy antes, han logrado hacerte suyo.

Perseguí a Kipling, a Verne, a Salgari. Saqueé despiadadamente los relatos de Edgar Allan Poe. Me lancé a la lectura de libros como un perro sediento de sangre porque, desde que comencé a escribir en aquella Remington modelo 1930, supe que los libros, las ciudades y la vida, desencadenan historias imposibles de abandonar.
El árbol de Monterroso arroja trozos de eternidad que de pronto le caen a uno en las manos. Viene un temblor, ocurre un estremecimiento. Hay una luz que muestra lo que siempre había estado en la penumbra.

Caminas, comes, duermes, sueñas.

Ahora sólo falta el capataz que sobrevuele el escritorio como un cuervo, porque tarde o temprano las cosas vuelven a su origen y el eco de la redacción acribillando el crepúsculo obliga a ser rápido como un escopetazo.

domingo, 1 de enero de 2012

Los mejores libros de 2011

1/Enero/2012
Reforma
Sergio González Rodríguez

El mejor libro del año

La folie Baudelaire, de Roberto Calasso


Ensayo

La profecía de la memoria, de José María Pérez Gay
El país de uno, de Denisse Dresser
Leer la mente, de Jorge Volpi
Profetas del pasado, de Christopher Domínguez Michael
Los redentores, de Enrique Krauze
100µ100 Arquitectos del siglo XX en México, de Fernanda Canales y Alejandro Hernández
Nueva arquitectura mexicana, de Gustavo López Padilla
La fábrica del lenguaje, S.A., de Pablo Raphael
La justeza del cine mexicano, de Jorge Ayala Blanco
Sobreperdonar, de Armando González Torres
Los habitantes del libro, de Lobsang Castañeda
Leer, escribir, de Bárbara Jacobs
Espejo de agua, de Alejandro de la Garza
Viaje al país de la errata, de Gabriel Bernal Granados
Dilemas clásicos, de Pablo Boullosa
El México que nos duele, de Ricardo Cayuela



Crónica

Berlín dividido, de Juan Villoro y Matilde Sánchez
Filmoteca UNAM. 50 años, de Rafael Aviña
De vacaciones por la vida. Memorias no autorizadas, de Pedro Friedeberg
El otro México, de Ricardo Raphael
Matar, de Carlos Sánchez
Los morros del narco, de Javier Valdez Cárdenas
Avándaro una leyenda, de Juan Jiménez Izquierdo
Nuestra aparente rendición, de Lolita Bosch
Periodismo delirante. Proyecto Gonzo, de J.M Servín
Cuando llegaron los bárbaros, de Magali Tercero


Fotografía

Paul Strand en México, de James Krippner y Alfonso Morales Carrillo
Ciudad de cine. DF 1970-2010, de Hugo Lara Chávez


Entrevista

Vías alternas, de Guadalupe Alonso


Arte

José María Martínez Hernández, de Guillermo
Sepúlveda y Avelina Lésper
Atelier, de Sebastián Romo
Erotismo de primera mano, de Ingrid Suckaer
Historia del diseño gráfico en México, de Luz del Carmen Vilchis Esquivel
Territorios del arte contemporáneo, de Jorge Juanes
Fascinación y vértigo, de Andrés de Luna



Narrativa

La sirvienta y el luchador, de Horacio Castellanos Moya
Disparos en la oscuridad, de Fabrizio Mejía Madrid
Las afueras, de Luis Jorge Boone
Leonora, de Elena Poniatowska
A la vista, de Daniel Sada
Morir más de una vez, de Álvaro Uribe
Apenas Marta, de Lorea Canales
El daño no es de ayer, de Ignacio Padilla
Broadway Express, de Iván Ríos Gascón
Lo escrito mañana, de Sandra Lorenzano
Paso del macho, de Juan Carlos Bautista
Sin/con/fianza, de H. Iván Arizmendi Galeno
Carta del apóstol san Blas a los parralenses, de Blas García Flores
Provocaré un diluvio, de Arturo J. Flores
Última espera, de Orlando Ortiz
Cabalgata en duermevela, de Edgar Omar Avilés
Muerte caracol, de Ana Ivonne Reyes Chiquete
Gente como uno, de Héctor Zagal



Poesía

Catábasis exvoto, de Carla Faesler
Hechos diversos, de Mónica Nepote
Tránsito, de Claudina Domingo
Palinodia del rojo, de Fernando Fernández
Luz de la materia, de Malva Flores
Delante de un prado una vaca, de Fabio Morábito
Bitácora del árbol nómada, de Balam Rodrigo
El silencio del bosque, de Ángel Cuevas
Cuenta regresiva, de A. E. Quintero
Atardecer en los suburbios, de Minerva Reynosa
Noviembre, de Bruno H. Piché



El peor libro del año

Efectos secundarios, de Rosa Beltrán, un fárrago autocomplaciente sobre la supuesta superioridad de un@ letrad@ por encima del presente de violencia en México.