jueves, 27 de octubre de 2011

Esteban Maqueo Castellanos, escritor olvidado

27/Octubre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Dentro del panorama de la literatura de la Revolución, la obra de Esteban Maqueo Castellanos (Oaxaca, 1871-Ciudad de México 1928) es singular, no sólo por su brevedad -apenas escribió una novela, dos poemas y algunos ensayos-, sino también porque es un autor olvidado, “un autor prácticamente borrado de la historia”, como señala en entrevista el ensayista Jorge Aguilar Mora.

Pocos saben de la existencia de Esteban Maqueo Castellanos, que fue abogado y ministro de la Suprema Corte de Justicia de la Nación y que ejerció la literatura casi como pasatiempo; menos saben que escribió La ruina de la casona una novela que para muchos es tan significativa como Los de abajo de Mariano Azuela, Cartucho de Nellie Campobello e incluso Se llevaron el cañón para Bachimba de Rafael. F. Muñoz.

Ese autor en el olvido, escribió una novela de cerca de 600 páginas que en 2010 fue reeditada por la Dirección de Publicaciones del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta), después de 90 años de su primera y única edición. Su novela es una suerte de crónica de hechos, una narración que comienza con las fiestas del Centenario, en septiembre de 1910, y concluye con la entrada de los Constitucionalistas a la ciudad de México, en 1914; vista desde los habitantes de una casona muy cercana al centro de la ciudad.

Una novela que para Jorge Aguilar Mora es importante porque “Esteban Maqueo Castellanos va de vuelta al origen de todos los problemas de México y muestra cómo la legitimidad del poder es un problema persistente a lo largo de la historia de nuestro país; también tomó como protagonistas a una franja social, la clase media baja”.

¿Quién es Maqueo Castellanos?

La pregunta va ligada a otra ¿Por qué fue borrado de la historia, aún cuando el escritor Álvaro Enrigue asegura que “no es el peor novelista de la Revolución Mexicana, por mucho” y sin embargo “está ausente del canon”.

Enrigue concluye que hay una razón fundamental: “Todas las novelas de la Revolución son antirevolucionarias, pero la suya (la de Maqueo Castellanos) es directamente reaccionaria”.

Y aun cuando Jorge Aguilar Mora en el prólogo, a su cargo, de La ruina de la casona dice que “es un autor prácticamente borrado de la historia”, en entrevista vía telefónica desde Estados Unidos, afirma que no cree que haya habido una intención contra él, más bien responde al momento histórico.

“El problema es que se escribieron cerca de 300 novelas sobre la Revolución, ¿de cuántas no sabemos nada de ellas? Están olvidadas, es casi el destino de este género de novelas”, dice.

Lo cierto es que Esteban Maqueo fue un “celoso latifundista y juez de lo penal”, un hombre que en 1912 parece haber dejado el cargo para asumir las funciones de senador felicista, es decir, partidario de Félix Díaz, el sobrino de Porfirio Díaz.

Álvaro Enrigue, quien propuso reeditar La ruina de la casona cuando era editor de la Dirección de Publicaciones, dice que no se necesita una gran calidad moral para escribir una novela “sobran casos y uno de ellos es el de Maqueo Castellanos, que entre los buenos, los malos y los peores de la Revolución siempre estaba con los peores ¡y muy activamente!”.

El narrador recuerda que Maqueo Castellanos participó en el asesinato de Jesús Carranza, fue antimaderista radical y huertista famoso. Dice que después de su exilio en Cuba, donde terminó de escribir “La ruina de la casona”, regresó perdonado por Álvaro Obregón y tuvo una carrera de funcionario de medio pelo de un Poder Judicial que “era oscuro de verdad”.

“Era mal bicho, pero escribió una novela más que competente, al menos en mi opinión y la de algunos otros lectores a los que respeto --a otros no: sé que, por ejemplo, a José Emilio no le gusta”, dice Enrigue.

La riqueza de una novela

En el prólogo-ensayo de esa novela que Aguilar Mora ha incluido en su libro El silencio de la Revolución y otros ensayos (Ediciones Era, 2011) asegura que literariamente La ruina de la casona está en deriva de Los de abajo, Tribulaciones de una familia decente y Domitilo quiere ser diputado de Mariano Azuela.

“Recuerda mucho escenas de Los bandidos de Río Frío, de estas vecindades; la diferencias es que Maqueo Castellanos solamente se concentra en la clase media baja de la ciudad de México y eso es muy importante. Lo que es notable en este autor es que por más que él quiera imponer una visión muy conservadora de la historia de México, el comportamiento y la conducta de sus personajes terminan por romperle todo el esquema; es decir, sus personajes terminan por vencerlo a él”, señala Jorge Aguilar Mora.

Álvaro Enrigue asegura, por su parte, que “(Maqueo Castellanos) tiene una mirada muy vasta que a mí me interesa mucho: ve todo el cuadro en una novela de aliento muy largo, que además, curiosamente, se afinca en una vecindad de la ciudad de México”.

E incluso, dice en entrevista vía correo electrónico, que contrario a todas las novelas de la Revolución Mexicana que ven al mundo del campo a la ciudad La ruina de la casona está estructurada al revés: “ve al país sólo desde el DF, esa peculiaridad me parece suficiente para interesar a los lectores”.

Agrega: “Castellanos es más batallón, con una mirada propia, tal vez no tan refinada como la de Azuela, ni tan honesta como la de Muñoz, pero no escandalosamente inferior. Y su punto de vista de verdad es original -es de los pocos novelistas, por ejemplo, que insisten desde temprano en la posición del trabajo organizado dentro de la revolución, un tema muy urbano”.

Jorge Aguilar Mora afirma que al igual que Mariano Azuela, Esteban Maqueo Castellanos tiene muy buen oído para las voces de los personajes. pero que el autor de La ruina de la casona hizo hablar a sus personajes aún cuando no los entiende por su condición social.

“Mariano Azuela tiene una visión muy darwinista de ver a los personajes de las clases bajas como animales, algo que no hace Maqueo Castellanos, para él es muy importante la clase social, él los asume como gente que no entiende, desprecia a los indios, pero no los ve como animales, sino como seres que no va a entender nunca, claro que los expulsa, pero no los concibe como animales, como el caso de Azuela”, dice Aguilar Mora en la entrevista.

Reconoce que Los de abajo no es un elogio a los de abajo, sino al contrario, “la visión de Azuela es más pesimista y mucho más antipopular que la de Esteban Maqueo Castellanos”.

Jorge Aguilar Mora conoció la novela a mediados de los años 80, cuando estaba haciendo una investigación sobre la Revolución Mexicana, entonces trató de leer todas las novelas inspiradas o que daban datos de esa época; desde ese momento La ruina de la casona le pareció una novela muy interesante.

Recuperación de una literatura

La reedición de La ruina de la casona de Esteban Maqueo Castellanos se hizo dentro de la colección “Singulares”, delineada y coordinada durante su primera época por el escritor Mario González Suárez, con la finalidad de “hacer un rescate literario y editorial”.

De los 12 títulos que propuso González Suárez se han publicado Tadeys de Osvaldo Lamborghini; Cuentos (casi) completos de Calvert Casey; La zapatería del terror de Pedro E. Miret; Camaradas/Soledad de Rubén Salazar Mallén y Aquí abajo de Francisco Tario.

Mario González Suárez dice en entrevista que La ruina de la casona ya no fue su propuesta sino de Álvaro Enrigue. “Debo confesar que yo no la conocía, me parece una novela muy interesante, sin ir más allá”.

Por eso, lo que al escritor le parece importante es que mantengan esta colección que desde que la propuso, externó su interés de hacer recuperaciones para la literatura mexicana “estamos muy acostumbrados al texto oficial de Mariano Azuela, Martín Luis Guzmán, Alfonso Reyes y otros escritores de la Revolución”.

Al respecto, Álvaro Enrigue afirma que al final, La ruina de la casona tiene lo que todas las novelas que a muchos les parecen que deben ser leídas: “Esteban Maqueo Catellanos podía contar una historia y su prosa esa única y característica. Y hay una originalidad en el sitio desde el que cuenta que me parece -y le pareció a los comités- que ameritaba el rescate. Y así se hizo”.

martes, 25 de octubre de 2011

Cuando el poder se sirve del carisma

25/Octubre/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Para el historiador Enrique Krauze, la sola idea de redimir políticamente implica la toma del poder. “El poder lo buscaron Lenin, Trotsky, Stalin, Castro, lo buscaron los sandinistas. Todos los que se meten al camino de la revolución o la defienden, están buscando que la revolución triunfe y lleguen al poder, y desde allí, instaurar un régimen nuevo”.

Esa es la idea central de su libro Redentores. Ideas y poder en América Latina (Debate, 2011), en el que al más puro estilo de Isaiah Berlin, congrega 12 ensayos biográficos de “redentores” latinoamericanos como Hugo Chávez, Samuel Ruiz, el Subcomandante Marcos, José Martí, Ernesto Che Guevara, Octavio Paz, Gabriel García Márquez, Mario Vargas Llosa y José Vasconcelos.

En entrevista con EL UNIVERSAL, el historiador y ensayista habla sobre poder, revolución, democracia, redención, neoliberalismo e ideas políticas encarnadas en seres humanos que persiguen el poder, pues dice que “la figura del redentor, en el sentido específico de vincular la doctrina con el culto a la personalidad, indefectiblemente entra en conflicto con los ideales de la democracia”.

El director de Letras Libres y Clío, asegura que las pasiones y las creencias que tuvieron los redentores que estudió no se mueven dentro de parámetros democráticos; opina que sólo en el caso de Mario Vargas Llosa y Octavio Paz éstos “desembocaron o redescubrieron la democracia liberal como el mejor sistema que los humanos hemos inventado para vivir”. No cita en ese caso a García Márquez.

¿Redención y democracia? La redención está peleada con la democracia?

Así se llamó el primer número de Letras libres y tenía a Samuel Ruiz en la portada. Yo creo que el impulso redentor por más generoso y genuino que sea es una intromisión del universo religioso en la vida cívica y social, y que esa intromisión siempre es negativa, a menos de que tenga límites muy precisos y claros.

Por ejemplo, Javier Sicilia no se siente un redentor porque no busca el poder, quiere mejorar la vida cívica y darle voz a las víctimas, es un movimiento que tiene inspiración religiosa pero sirve a la democracia. Sin embargo, en América Latina ha habido muchas figuras que han tenido la misma inspiración religiosa pero buscan el poder, esa es una utilización del carisma, de la fe de las personas y del culto de la personalidad para la búsqueda del poder.

Hay dos elementos que son peligrosos, las bodas del dogmatismo ideológico y el culto a la personalidad. Si una persona tiene esas dos cosas, estamos en problemas. Por eso en este libro lo que yo estoy objetando son las bodas siniestras entre la doctrina y el culto al caudillo, bodas que se resumen en la palabra redentor.

¿América Latina es un continente de redentores?

El tema de la persistencia de la idea literaria en América Latina, pero sobre todo de su historia, me ha interesado mucho, creo que además la vinculación de la doctrina revolucionaria y del culto a la personalidad produce esas figuras redentoras.

Este es un libro que no fue planeado a la manera académica, sino que salió de mi propia voluntad de crítica, que me fue llevando de atrás para adelante a estudiar varios personajes; creo que hay una hilación entre ellos y que muchos temas que aparecen al principio van a tener ecos, sutilmente, en las vidas posteriores; es decir, lo que se plantó a principios del siglo XX se cosechó al final de la centuria.

Son 12 redentores con orígenes y pensamientos muy diversos

Hay poetas, novelistas, revolucionarios, guerrilleros, presidentes, sacerdotes, ensayistas, pensadores, educadores, pero en todos existe o existió en mayor o menor medida la llama de la revolución, algunos se volvieron contra ella, otros persistieron en ella hasta el final, algunos la criticaron, otros la defendieron con sus obras, con sus vidas, con sus escritos, pero aunque sean muy disímbolos, esa diversidad de personajes en el libro es deliberada, yo quise presentar un mural biográfico representativo. Además, creo que para otras culturas interesadas en América Latina era necesario dar una visión que retratara la heterogeneidad de personajes en la que esta pasión encarnó. Claro que me pueden decir que podría haber otros personajes, pero este es mi elenco y un escritor tiene derecho a formar su elenco.

¿Por qué escribir sobre poder y redención en estos tiempos?

El libro se empezó a hacer curiosamente de atrás para adelante. En los años de Letras Libres fui escribiendo diversos ensayos biográficos, críticos, analíticos, de historia de las ideas y de biografía entorno a personajes como Samuel Ruiz, como el Subcomandante Marcos, el Che Guevara, Eva Perón, Hugo Chávez y de escritores como Gabriel García Márquez y Mario Vargas Llosa, en cada caso hubo un disparador.

La persistencia de la rebelión zapatista explica mi interés por Ruiz y Marcos, que eran muy importantes a finales del siglo XX y principios del XXI; luego este revivir de Eva Perón y el Che Guevara en el cine y la literatura que sobrevino a principios del siglo XXI; después, la autobiografía de García Márquez, luego La fiesta del chivo, el libro de Vargas Llosa, y finalmente, la radicalización creciente del régimen venezolano.

Frente a todos estos fenómenos literarios, mediáticos, guerrilleros, revolucionarios y políticos, Letras Libres como órgano liberal y yo mismo en mi obra, reaccioné escribiendo con el tipo de instrumento y enfoque que acostumbro. En el caso de Chávez escribí un libro completo.

¿Todos con distintas maneras de entender la revolución?

Martí no era un escritor tan revolucionario, su utopía era crear una constelación de repúblicas liberales y democráticas en América Latina, aunque para liberar a su país, sí pensó en una revolución de independencia.

Vasconcelos fue un protagonista, mientras que Paz fue hijo de la Revolución Mexicana, él jamás renegó de la Revolución, como sí lo hizo de cierta forma Vasconcelos, aunque siguió siendo maderista, recordemos que México vivió muchas revoluciones.

Sí, son distintas formas de entender este fenómeno de la revolución como un advenimiento de violencia social que promete cambiar de una vez por todas la vida de los países, pero que en general resulta contraproducente porque no sólo no la cambia, sino que la empeora y acaba instalando una dictadura peor que la que removió.

Por eso siempre he sido un convencido de que la mejor ruta para estos países es la vía de reformar las vidas social, política y económica de manera pacífica y esto sólo se logra dentro de instituciones democráticas, como las que la mayoría de los países de América Latina llevan 20 años ensayando, creo yo, con bastante éxito.

Octavio Paz es el centro de este libro pero ¿por qué aún muerto sigue protagonizando polémicas?

Octavio Paz está en el centro de esta historia porque está en el centro de la historia política e intelectual de América, porque su vida y la de su abuelo y la de su padre son emblemáticas del larguísimo arco que va del mundo liberal al revolucionario mexicano y la vuelta de Octavio Paz a las ideas liberales de su abuelo.

Claro que he defendido y sigo defendiendo a Paz, no porque lo necesite, Paz se defiende solo por su obra, pero hay que defenderlo de dos infundios: que era un hombre de derecha y que fue servil o que se supeditó al gobierno de Carlos Salinas de Gortari.

Octavio Paz jamás fue un hombre de derecha, nunca abrazó el ideario neoliberal, ni Letras Libres ni Vuelta abrazaron nunca el ideario neoliberal. Yo jamás he creído en el neoliberalismo como solución.

Octavio Paz no estaba con la Iglesia, ni defendía la plutocracia, ni tenía ideas neoliberales; la palabra derechista nunca le quedó, era un hombre de izquierda, crítico de la izquierda, quería cambiar la mentalidad de los intelectuales, los periódicos y los académicos de México, esos eran sus interlocutores.

El segundo infundio es que Octavio Paz fue servil o se supeditó a algún gobierno, en particular al de ese ex presidente cuyo nombre no voy a decir, pero que ahora se empeña en seguir escribiendo tabiques para ganar una credibilidad que el pueblo mexicano ya le negó para siempre.

Octavio Paz creyó un tiempo en ese régimen porque tuvo aspectos positivos en su comienzo y porque implicaba reformas económicas que eran necesarias, pero se decepcionó profundamente del modo en que monopolizó la política, y de la corrupción que finalmente caracterizó ese gobierno.

Paz jamás se supeditó ni a ese ni a ningún otro gobierno, nunca aceptó dádivas, puestos de ninguna índole; cuando estuvo en el servicio diplomático lo hizo con enorme dignidad y sin detrimento de su conciencia crítica, de modo que 13 años después de su muerte he querido salir en defensa de ese mexicano que considero el más extraordinario de toda nuestra historia literaria y el escritor más notable; un hombre de una rectitud sin tacha.

¿A partir de Paz reunió a estos otros redentores?

Para eso me metí a estudiar su biografía, que está hondamente arraigada en el siglo XX e incluso en el XIX y una vez terminado eso me pregunté ¿atrás de Paz quiénes son las figuras del pensamiento latinoamericano y del nacionalismo iberoamericano más representativas? y me pareció que estaban esos cuatro profetas, esos cuatro Josés: Martí, Rodó, Vasconcelos y Mariátegui, que cada uno de distinta manera ejemplifican rasgos de la historia, la idea y de la pasión revolucionaria en América Latina.

domingo, 23 de octubre de 2011

José Vasconcelos: apóstol del sentimiento de inferioridad

23/Octubre/2011
Jornada Semanal
Jair Cortés

José Vasconcelos, considerado personaje clave de la educación en México, es una de las figuras centrales de los festejos que la Secretaría de Educación Pública (SEP) ha preparado para conmemorar noventa años de haber sido creada. Sin embargo, más allá de las actuales grietas y fallas en los cimientos del sistema educativo en nuestro país, creo que el culto que se le rinde a Vasconcelos evidencia un hecho irremediable: los mexicanos no leen.

En su libro El perfil del hombre y la cultura en México (1934), Samuel Ramos señala que el mexicano experimenta un profundo sentimiento de inferioridad (lo cual no implica que sea realmente inferior) reflejado en la imitación de lo extranjero. José Vasconcelos fomenta ese mismo sentimiento cuando afirma: “Un hombre que sólo sepa inglés, que sólo sepa francés, puede enterarse de toda la cultura humana; pero el que sólo sabe español, no puede juzgarse, ya no digo culto, ni siquiera informado de la literatura y el pensamiento del mundo.” Resulta indignante saber que la cita proviene de su prólogo a las Lecturas mexicanas para niños (1924), dirigido a las nuevas generaciones de estudiantes de aquel entonces.

En nuestro país la historia siempre es oficial: se erigen estatuas en plazas públicas mientras se ocultan y disimulan a los hombres y sus obras. ¿Cómo puede venerarse la figura de un hombre cuyo libro más famoso, La raza cósmica (1925), revela un profundo odio al pasado indígena y africano?: “Comienza a advertirse este mandato de la Historia en esa abundancia de amor que permitió a los españoles crear una raza nueva con el indio y con el negro; prodigando la estirpe blanca a través del soldado que engendraba y la cultura de Occidente por medio de la doctrina y el ejemplo de los misioneros que pusieron al indio en condiciones de penetrar en la nueva etapa, la etapa del mundo Uno.” Haciendo a un lado lo contradictorio de su amor/odio por lo español, lo que Vasconcelos llama “esa abundancia de amor” no es otra cosa que el horror de la Conquista que experimentaron los pueblos prehispánicos, un intento por justificar siglos de opresión y exterminio, como en estas otras líneas: “los muy feos no procrearán, no desearán procrear, ¿qué importa entonces que todas las razas se mezclen si la fealdad no encontrará cuna?”

Se relaciona a Vasconcelos con el fomento a la lectura pero, bien visto, ¿no será que su amor a los libros es un amor a la propaganda, al libro no como espacio para la reflexión y la crítica sino para la doctrina? Las acciones de José Vasconcelos parecen loables en un país que recién emergía de un proceso revolucionario, pero se tornan sospechosas en el momento mismo en que acudimos a su sustento ideológico. Entonces, pregunto, ¿noventa años de qué?.


sábado, 22 de octubre de 2011

El predicador Yépez

22/Octubre/2011
Laberinto
José Antonio Lugo

Cuando Heriberto Yépez afirma que Manual del distraído de Alejandro Rossi es “pre-texto para pulir parrafísica”, que es un “ensayo a punto de renunciar a la idea” y que “coronó la distracción”, el autor demuestra que no ha leído a Sterne y a su Tristam Shandy, ni a Jacques el fatalista, expertos en la distracción. “¿Cómo se habían encontrado? Por casualidad, como todo el mundo. ¿Cómo se llamaban? ¿Qué os importa? ¿De dónde venían? Del lugar más cercano. ¿A dónde iban? ¿Es que uno sabe a dónde va? ¿Qué decían?” (Diderot).

Nuestra visión de la realidad no se traza con dogmas ni con líneas de frente. Juan García Ponce tituló Diagonales a su revista y Marc Cheymol Alfil a la suya, que durante unos años editó el IFAL. Pero las miradas oblicuas y diagonales no pertenecen al mundo de las certezas en las que habita el predicador Yépez.

Sí, nuestro colega pertenece a esa raza de seres que se creen poseedores de la verdad y la enarbolan como bandera (o banderola, en su caso). Le haría bien leer menos a Sartre y a Saramago, grandes predicadores, y más a Camus, otro escritor distraído que tenía más preguntas que respuestas, cuestionamientos en los que brilla el fuego de la inteligencia, que se interroga, al tiempo que se ríe de los demás y de sí misma. Los predicadores pertenecen, por el contrario, al mundo de los agelastas —de los que nos prevenía Kundera en su discurso al recibir el Premio Jerusalén, incluido en El arte de la novela— (publicado originalmente en Vuelta, por cierto), el mundo de “los que no saben reír”, porque se creen poseedores de la verdad.

El señor Yépez afirma que Alejandro Rossi no es escritor sino “tipógrafo” y que escribe “ensayos sobre la nadería”. Ante afirmaciones de esa envergadura, pronunciadas desde el púlpito de su columna, no me queda más que bostezar con tedio. ¡Qué lejos estamos de los dardos afilados e inteligentes de Sainte-Beuve, o de Karl Kraus, a quien tanto admiraba Canetti! Pero los dardos de Yépez son malvaviscos que pretenden encajarse en el tablero, carecen de ironía y hablan más de la personalidad y de los alcances de su autor que de lo que afirman.

Bueno, en la República de las Letras caben todo tipo de ejemplares. Sin embargo, hay que decirlo, comparar la “limpieza” de la Plaza por Díaz Ordaz con la “limpieza” de la prosa por parte de Vuelta es, simplemente, una estupidez. Pese a lo anterior, felicito al señor Yépez: supongo que debe sentirse muy contento de haber encontrado una verdad que transmitir a sus lectores.

Los misterios desnudos

22/Octubre/2011
Laberinto
Enrique Serna

En el ocaso del Egipto faraónico, bajo la dominación helena y romana, los sacerdotes crearon grafías deportivas o criptográficas destinadas a “vestir de misterio” los textos religiosos, con el fin deliberado de confundir al lector. La edad barroca del jeroglífico fue el canto del cisne de una casta moribunda que porfiaba en la cerrazón excluyente ante el empuje de la escritura demótica y las lenguas invasoras. Como los dictadores en desgracia, que al verse perdidos emprenden una fuga hacia delante, los sacerdotes de Alejandría aumentaron el número de signos y sus variantes para crear un sancta sanctórum aun más inaccesible a los profanos. Quizá la poesía hermética de los siglos XIX y XX haya sido también un gesto agónico frente al avance de la ciencia y la tecnología, como si el imperio de la objetividad hubiese infundido en el hombre una nostalgia reaccionaria por los misterios religiosos. Mientras la ciencia esclarecía los fenómenos del mundo natural, la literatura buscaba restaurar los viejos oráculos indescifrables. Por una extraña paradoja, el viraje hacia el hermetismo comienza en la literatura francesa unas cuantas décadas después de que Champollion logró descifrar los jeroglíficos egipcios. Se había resuelto uno de los grandes misterios de la historia universal y el hombre, huérfano de enigmas, tuvo que apresurarse a inventar otros.

Una inquietud análoga ante el empuje de la ciencia explica, tal vez, la intrincada terminología de algunas corrientes de la filosofía alemana en el mismo tramo de la historia moderna. El enorme prestigio que alcanzaron desde su nacimiento denota que había un público ávido de revelaciones oscuras, o bien, que los buscadores de prestigio siempre reciben con beneplácito a los profetas inaccesibles. Pero no todos cayeron en el garlito: Schopenhauer, uno de los mejores prosistas alemanes de su tiempo, reaccionó con virulencia ante la mistificación del lenguaje filosófico. “Las palabras no carecen de dueño —protestó— y atribuirles un sentido totalmente distinto del que hasta ahora han tenido significa abusar de ellas, significa introducir una autorización según la cual cada uno puede utilizar cada palabra en el sentido que quisiera, con lo que se produciría una confusión sin límites”. Fichte, Schelling y sobre todo Hegel son los filósofos a quienes acusaba de tener mentes confusas y defectuosas. Su débil entendimiento, acobardado ante la exigencia de calidad de los conceptos, retrocede, según Schopenhauer, a la cómoda penumbra de los conceptos imprecisos, muy abstractos y difíciles de explicar, como por ejemplo, finito e infinito, sensible y suprasensible, la idea del ser, la de la razón, el absoluto, etcétera. El exceso de abstracción y el abuso de los conceptos generales, utilizados como signos algebraicos, “son lanzados aquí y allá con lo que el filosofar degenera en vana palabrería, y a la mente que piensa le entra la duda, sobre todo en la juventud, de si es incapaz de entender o si no hay realmente nada que entender”.¹

Cualquier lector experimentado conoce las zozobras descritas por Schopenhauer. Como la falta de rigor literario conduce a la vaguedad, muchas de las disertaciones filosóficas, los poemas y las novelas que parecen haber alcanzado el máximo grado de dificultad probablemente son borradores mal pulidos, por la enorme cantidad de licencias que se han permitido sus autores. Al amparo de las tinieblas todo se vale, pues nadie puede notar los defectos, los vacíos y las asperezas de un jeroglífico sin códigos de referencia. ¿Es sustancial toda la filosofía de Hegel o en algunos momentos recargaba su discurso con hojarasca para vestirlo de misterio? La falta de lima crea oscuridades, como lo sabe cualquier redactor principiante, pero cuando el intelecto flaquea es más fácil meter la basura bajo la alfombra que barrer la sala. Lo mal escrito suele estar mal pensado, aunque pueda ser una buena estrategia para imponerse en un tono distinguido. Sólo un acto de fe puede hacernos creer en la genialidad incomunicable, como sucedía con el crédulo auditorio de los viejos profetas iluminados. La destreza verbal, en cambio, “hace tratables los retiramientos de las ideas y da luz a lo escondido y ciego de los conceptos, que oscurecer lo claro es borrar y no escribir”. ² Esta definición de Quevedo no ha perdido vigencia, y aunque no deberíamos eludir el esfuerzo de leer a Hegel por las críticas de Schopenhauer, cualquier lector tiene derecho a preguntarse si debajo de su intrincado edificio conceptual hay algo que entender o está siendo timado por un charlatán.

Otro experto en demoliciones, el filósofo y físico Mario Bunge, opina de Heidegger lo mismo que Schopenhauer pensaba de Hegel: “Heidegger tiene un libro sobre El ser y el tiempo ¿y qué dice sobre el ser? ‘El ser es ello mismo’. ¿Qué significa? ¡Nada! Pero la gente, como no lo entiende, piensa que debe ser algo muy complejo. Vea cómo define el tiempo: ‘Es la maduración de la temporalidad’. ¿Qué significa eso? Las frases de Heidegger son propias de un esquizofrénico. Pero no estaba loco: era un pillo que se aprovechó de la tradición académica alemana según la cual lo incomprensible es profundo”.³ Algunos maestros de filosofía reprobarán con el ceño adusto estos desacatos a la autoridad intelectual, y dirán, quizá, que los enemigos de Hegel y Heidegger los han descalificado por envidia o mala fe. Dos valores tan sólidos de la filosofía no pueden quedar en entredicho, pues entonces ¿qué sería de sus exégetas, de los congresos organizados para desmenuzar sus sistemas de pensamiento, de los seminarios de postgrado y de las tesis doctorales consagradas a quemarles incienso? El peso de las obras canónicas es enorme y en algunas épocas ha logrado inhibir por completo a la crítica. Los eruditos no obtienen demasiado prestigio cuando estudian obras sencillas que cualquier lector puede disfrutar; en cambio su importancia crece cuando se proclaman intérpretes oficiales de una obra difícil. Detrás de cada falso dios hay un ejército de sacerdotes con las uñas afiladas para repeler a cualquier hereje y su principal arma de combate es atribuir los ataques a la estupidez de la chusma. Sócrates confesó que no había entendido del todo el tratado de Heráclito Acerca de la naturaleza, pero en los círculos académicos se tacha de tonto a quien confiesa que no ha entendido a Hegel o a Heidegger. Por lo tanto, nadie se atreve a reconocer una incapacidad nacida, quizá, de la mala sintaxis de una mente confusa. Intimidada por el miedo al ridículo, la crítica se refugia entonces en el silencio cobarde o en la mentira, como le ocurrió a los cortesanos que temían ser tachados de bastardos si negaban haber visto el manto invisible del rey. Pero a final de cuentas, ¿quién es más ridículo? ¿El que dice la verdad y pasa por tonto o el último en admitir que el rey va desnudo?


1) Arthur Schopenhauer, El mundo como voluntad y representación, vol. I, FCE, México, 2008, p. 208.
2) Francisco de Quevedo. Epistolario, prólogo de Raimundo Lida, Dirección General de Publicaciones del Conaculta, México, 1989, p. 116.
3) Ignacio Vidal Folch, “Entrevista con Mario Bunge”, en El País, 4 de abril de 2008.

El teatro de Granados Chapa

22/Octubre/2011
Laberinto
Braulio Peralta

Era un apasionado del teatro. Esa es una de las razones por las que yo apreciaba al columnista Miguel Ángel Granados Chapa que, como decía Carlos Monsiváis: “Escribe como abogado pero se agradece siempre su puntual información”.

De entrada, transgredo la primera sentencia periodística de su decálogo: “Nunca escriba o diga algo de una persona que no se le pueda decir a la cara”.

Murió y no tengo mejor manera de recordarlo. Nunca le diría lo que aquí escribo porque mi relación con él era distante, aun cuando nos tocó trabajar muy cerca en Unomásuno y La Jornada. Fui su lector pero nunca su fan. Lo traiciono aquí al decir el gusto que me daba verlo en funciones teatrales, como espectador sensible.

No en balde mucho de la esencia de la obra de Sabina Berman Entre Pancho Villa y una mujer desnuda se inspira en un personaje de la izquierda mexicana, periodista, columnista político, progresista al estilo de Granados Chapa o Adolfo Gilly. No en balde, cuando Granados Chapa fue al teatro a ver esa obra, acompañado de su entonces pareja —Guadalupe Loaeza—, sin más preámbulos ella le espetó al final de la representación: “¡Pero si eres tú, Miguel Ángel!”

En esa función ambos conocieron a la autora que proponía en la obra que los hombres de la izquierda mexicana de los años ochenta eran propensos a pugnar por la igualdad para todos, a excepción de la otra mitad de los mexicanos: las mujeres, muy especialmente las suyas. La obra era un homenaje crítico de Sabina Berman a esa parte de la izquierda que combatía por ideales sin pasar por su propia casa; uno de los grandes textos de la dramaturga. Pero ahí, Granados Chapa prefirió guardar silencio durante la conversación.

La última vez que lo vi fue cuando él y un servidor develamos la placa de las 100 representaciones de Los insensatos, de David Olguín. En esa ocasión, Granados Chapa dijo: “Se necesitaba escribir el testimonio de locura del país que es México. De la dignidad de los locos frente a una realidad lacerante. Un teatro diferente que pide un público atento a la historia. El teatro de David Olguín es de una fuerza y actualidad sin precedentes. Una obra que, a pesar de estar inscrita en tiempos de Porfirio Díaz, revela la realidad del país, hoy”.

Juan Villoro y José Luis Martínez S. estaban entre el público, ovacionando una obra con personajes —los locos— expulsados de la norma, en un escenario —el manicomio– como la mejor metáfora del teatro que es el mundo, donde Olguín escribe el ascenso al festín de los irracionales. Shulamit Goldsmit, última compañera de Granados Chapa, estaba ahí también, discreta siempre…

Granados Chapa era un apasionado del teatro porque encontraba ahí el pulso de la nación. Lo vi siempre en obras en las cuales la historia es fundamental: Estado de secreto, de Rodolfo Usigli, dirigida por Mauricio Jiménez; La honesta persona de Sechuán, de Brecht, en dirección de Luis de Tavira. Desde luego, en Nadie sabe nada, de Vicente Leñero…. Puros encuentros fortuitos de los que me quedaba claro que Granados Chapa disfrutaba el teatro en escena.

Este es el Granados Chapa que prefiero recordar. No el periodista que todos conocen, aplauden, disculpan sus errores —que los tuvo, y muchos—. Verlo en el teatro me reconciliaba con él. Las últimas funciones llevaba un cojín en forma de ruedita, para sentarse más cómodo. El cáncer de colón era doloroso.

Por eso quiero recordar esos momentos en los que, parco, me saludaba y decía: “Gusto en saludarle”. “Igualmente, don Miguel Ángel”. “A disfrutar la función”. “Sí, porque, como canta La Lupe: ‘La vida es puro teatro’”.

Los encuentros eran siempre a la entrada, nunca a la salida. Y traiciono nuevamente una de sus máximas del periodismo: “Construya su propia opinión, aunque no coincida con los demás, y, sobre todo, si coincide con los demás”. No sé, nunca me ha importado coincidir con los demás. Granados Chapa es parte de mi memoria del teatro mexicano y por eso lo cuento aquí, rápidamente y sin tragedia.

Bob Dylan y el Nobel

22/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Este año le tocó el Nobel a Tomas Tranströmer. Respiro tranquilo de saber que los académicos suecos no han cometido la locura de premiar a Bob Dylan. Aunque paz y literatura son terrenos distintos, luego del obamazo todo es posible.

Comoquiera me pregunto: ¿quién o quiénes se empeñan en proponerlo cada año? ¿Es gente seria o un grupo de fanes? El hombre es músico, no confundamos sus canciones con poesía.

Lo mismo pasaba con John Lennon. Es un poeta, decían, porque cantaba frases que cualquier señora podía decir: “Hay que darle una oportunidad a la paz” o “Imagina a toda la gente viviendo la vida en paz”. Y sí, otras con más intensidad: “La mujer es la negra del mundo” o “Sólo estoy aquí sentado, mirando las ruedas girar y girar”.

La música le da fuerza a la letra, pero sigue siendo música. La poesía vive por sí misma, sin la música.

Prefiero a León Felipe leyendo su “Vencidos” que a Joan Manuel Serrat cantándolo. Por más que Serrat lloriquea la voz, tiene encima una música triunfalista que en nada corresponde al desánimo derrotado de los versos.

No es que música y poesía estén peleadas. Son dos seres con luz propia que no brillan más por andar juntos.

Cuando se acerca octubre de cada año, los nombres de los candidatos al Nobel son parte ya de un mercado de apuestas. Hay dinero de por medio y casi siempre los que encabezan las listas son autores que escriben en inglés. Porque son los que conocen los apostadores.

Lo más que me he jugado en estos vaticinios es una ronda de cervezas.

Durante algún tiempo tuve cinco gallos: Ismail Kadaré, Adonis, Ryszard Kapuscinski, Mahmoud Darwish y Carlos Fuentes.

La madre naturaleza me obligó a reducir la lista, sin que nunca mis opiniones hayan sido las de la Academia Sueca.

Esa misma madre natura fue quien le concedió el premio a Gabriela Mistral, pues tomó la estafeta del recién fallecido Paul Valéry. Luego Gabriela Mistral propondría sin éxito a Alfonso Reyes.

Una ocasión anduve por Estocolmo. Hacía frío, las mujeres iban abrigadas hasta los ojos, era imposible comprar alcohol. Así es que visité el museo Nobel.

No tenía ningún encanto más allá de la calefacción. De ahí me pasé a la biblioteca Nobel. Entre libros me sentí mejor. Hay una sección con ejemplares en distintas lenguas de los ganadores, y otra zona mucho más amplia, para los que podríamos llamar candidatos.

En medio de la conversación, y quizá para disuadirme, el bibliotecario me explicó que no aceptaban donativos de libros. Ellos eran un apoyo para la Academia y debían cuidar que solamente entraran a sus estantes obras de autores reconocidos.

“Ahora mismo me acaba de llegar una caja”, me dijo el bibliotecario, “y tengo que deshacerme de ella”.

Por curiosidad, me asomé. Eran todos los libros de un autor mexicano que está a años luz de ganarse el Nobel. Iban acompañados de una cariñosa nota en inglés.

Cada quien su lucha, pensé.

Y no. No voy a decir el nombre de ese escritor.

“Habrá un nuevo tiempo mexicano”

22/Octubre/2011
Laberinto
José Luis Martínez

Carlos Fuentes, quien el próximo 11 de noviembre cumplirá 83 años, habla, desde Londres, de La gran novela latinoamericana, su libro más reciente. Está de buen humor y se ríe al recordarle el desplante con que justifica la inclusión de un gran número de autores mexicanos en esta obra. “Si abundan —declara— es porque los conozco mejor, los he leído más y ¡qué chingados!, como México no hay dos”.

—Es una frase muy nuestra —responde por teléfono cuando se le pregunta al respecto—. Trato a muchos escritores mexicanos, y es natural, porque son de mi país, representan la continuidad de una tradición. También hay argentinos, chilenos, colombianos, pero el saldo favorece a la literatura mexicana.

La gran novela latinoamericana —afirma— “es un libro personal”. Con esto justifica presencias y ausencias en su recorrido por la narrativa de Iberoamérica, que comienza en el siglo XVI, con Bernal Díaz del Castillo, “nuestro primer novelista”, y concluye con un libro de 2005, El testigo, de Juan Villoro.

Bernal, anota Fuentes en su ensayo, terminó la Verdadera historia de la conquista de la Nueva España en 1568, cuarenta y siete años después de ocurrida. Ciego, viejo, olvidado de todos, escribe desde “el país de la memoria”. La suya es una crónica —una novela— “cargada de rumores, de silencios, de vacilaciones y ambigüedades que humanizan la certeza épica de la conquista imperial del mundo indígena por los españoles”.

Memoria, historia, imaginación, son palabras que atraviesan el libro de Fuentes de principio a fin. También la palabra México, una constante en la literatura y las reflexiones del autor de La región más transparente.

¿Cómo mira el actual tiempo mexicano?, se le inquiere en clara referencia a uno de sus títulos.

—Lo considero un tiempo de transición —dice—. Pero todo el mundo está en una transición muy importante. En el norte de África, en el Mediterráneo, en Inglaterra, en España, estamos viviendo un cambio que yo considero un cambio de civilización. América Latina no es ajena a este fenómeno: Chile está cambiando y, desde luego, México…

Hace una pausa y enseguida sentencia:

—Habrá un nuevo tiempo mexicano.

En La gran novela latinoamericana se muestran, entre otros factores, los conflictos sociales como temas o detonantes literarios en la América española y portuguesa. Así sucede, por ejemplo, en Canaima, del venezolano Rómulo Gallegos (“decálogo de la barbarie” la llama Fuentes), y en las novelas que surgen del movimiento revolucionario iniciado en nuestro país en 1910. En la nueva narrativa mexicana un tema frecuente es el narcotráfico, abordado por el propio Fuentes en Adán en Edén. ¿Qué piensa él de la llamada narco-novela?

Adán en Edén tiene que ver con el narcotráfico, pero no repite lo que dice la prensa; no se trata de eso. La prensa habla del problema cotidianamente, pero a eso hay que darle un giro literario, imaginativo, humorístico —responde.

Sin calidad literaria, sin imaginación, señala el autor de La voluntad y la fortuna, la narco-novela “será sólo una moda pasajera”:

—La novela existió antes del narco y existirá después del narco, refleja un momento actual de la vida en México, pero no creo que sea un asunto permanente. La novela es permanente, el narco no.

En su libro, Fuentes comenta Purgatorio, la última novela de Tomás Eloy Martínez, por quien no oculta su admiración. En ella, el escritor argentino aborda el tema de los desaparecidos durante la dictadura militar en su país, entre 1976 y 1981. Fue una época de terror y el mexicano se pregunta: “¿Cómo incorporarla a la ficción, cuando la realidad supera a cualquier ficción?”

¿Cómo incorporar a la ficción la realidad que vive México actualmente?, se le plantea.

—Es muy difícil, pero de eso se trata la literatura, de ver cómo superamos la realidad que a veces nos avasalla y se impone como una fuerza superior a la de cualquier ficción. Esa realidad, por más apabullante que sea, va a pasar, en cambio, insisto, la literatura va a permanecer. El conflicto social que retrata Balzac, el ascenso de la clase media francesa después de la revolución, es un hecho interesante históricamente, pero lo que es de actualidad es la imaginación de Balzac, no los temas que trató. Lo mismo puede decirse de toda literatura.

En su ensayo, Fuentes escribe también que en la novela —y en el cine— “se pueden crear todas las realidades, imaginar lo que aún no existe y detener el tiempo”. Con esta convicción, decreta: “Busquemos entonces, en la novela, la realidad de lo que la historia olvidó”.

—Constantemente la historia está olvidando —dice cuando se le pide que explique esta idea—. La historia va en línea recta y rara vez recuerda que tiene un pasado. Además de la gran línea central de los sucesos, hay muchos caminos pequeños, muchos senderos, accidentes de ruta, que son los que aborda el novelista. Yo le pregunto a usted: ¿sabe quién era el ministro del Interior de Francia cuando Flaubert publicó Madame Bovary? Le aseguro que no, y yo tampoco. En cambio, todos recordamos Madame Bovary. Es decir, hay un arte, la novela, que sobrevive a los hechos políticos, a las circunstancias políticas, y se impone por la virtud de la imaginación y de la memoria, que son los dos grandes atributos de la ficción.

En el capítulo dedicado a Alejo Carpentier, cuyas novelas son “fundadoras de nuestro presente narrativo”, Fuentes se pronuncia contra quienes han pretendido o pretenden catequizar desde la literatura.

—Carpentier —dice— se olvidó de la tradición que personificaron Gallegos, Eustasio Rivera, Jorge Icaza y todos aquellos que trataron de cambiar al mundo a través de la literatura, de dictar cátedra y echar sermones desde la novela. Carpentier entendió que la literatura habla por sí misma, su mensaje es implícito, no puede ser enunciado en un carteo, tiene que ser un mensaje sublimado.

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En La gran novela latinoamericana aparece con asiduidad la fascinación de su autor por el nombre de las cosas. “Cada época —escribe— va nombrando al mundo y al hacerlo se nombra a sí misma y a sus obras”. ¿Por qué esta necesidad de nombrarlo todo?

—Nombrar las cosas —expresa— es una de las funciones fundamentales de la literatura; a nadie, antes de Platón, se le ocurrió qué significa nombrar una cosa, si el nombre es implícito a la cosa o es una convención. Platón opta por la convención; vemos a las cosas de una manera convencional. Y esto, que parte del diálogo de Crátilo, es uno de los temas fundamentales de la literatura. Nombrar las cosas es una necesidad de todos los seres humanos, no sólo de los escritores. Todos tenemos la obligación de bautizar a nuestros hijos, de tener un nombre, de conocer el nombre del prójimo. Nombrar es un hecho universal. Pero sólo existe un hombre que se llama Don Quijote, y sólo un hombre se llama Pedro Páramo, esta es la virtud de la literatura, de convertir, de nombrar como un hecho estético, permanente. Antes de Don Quijote nadie se llamaba así, a nadie se le había ocurrido ese nombre, esto demuestra el poder que tiene el hecho de nombrar en la literatura.

Carlos Fuentes se sorprende cuando se le pregunta sobre la influencia de la llamada filosofía de lo mexicano en su obra. Refiere cómo desde Samuel Ramos se ha venido explorando ese tema, que poco contribuyó a su manera de ver y entender México.

—Mis lecturas filosóficas —señala categórico— son de los griegos, no de los filósofos de lo mexicano. Mi formación filosófica viene de la lectura, desde muy joven, de los clásicos griegos y de autores como San Agustín, que me influyó mucho. Erasmo, Maquiavelo y Tomás Moro también me formaron mucho intelectualmente.

Esto último es más que notorio en su nuevo libro, donde Fuentes consigna que El elogio de la locura (1509) de Erasmo, El Príncipe (1513) de Maquiavelo y Utopía (1516) de Moro fueron leídos en las colonias españolas en América. “Como el continente mismo, ellos son, en cierto modo, figuras inventadas, deseadas, necesitadas y nombradas por el ‘Nuevo Mundo’ que primero fue imaginado y luego encontrado por Europa”, escribe el novelista mexicano.

¿Cómo trabaja —se le pregunta— para lograr en sus personajes un equilibrio entre su representatividad histórica y social y su interioridad, cuando su literatura se ha caracterizado por ilustrar etapas y dilemas históricos y por utilizar personajes arquetípicos?

—No es algo que yo ilustre —manifiesta—. En la novelística de Balzac, los personajes ilustran lo que era la sociedad de su tiempo, pero existen independientemente de su representatividad social. En mi caso sucede lo mismo. Ixca Cienfuegos no existe más que en mi libro, es una creación literaria mía. Artemio Cruz se puede parecer a fulano o mengano, no sé, es un personaje literario y el personaje literario finalmente trasciende a sus modelos, o inventa un nuevo modelo. Don Quijote viene de una sátira de las novelas de caballería, muy en boga en los tiempos de Cervantes y aun antes, pero se establece como una figura aparte, singular, irrepetible, que se llama Alonso Quijano “Don Quijote de la Mancha”.

En una entrevista de 2008, la narradora y periodista argentina Luisa Valenzuela le preguntó a Fuentes: “¿Cuándo comienza el futuro?” En las circunstancias que vive el mundo actualmente, repetirle la pregunta no parece ocioso.

—El futuro está ocurriendo ahora —contesta—. Usted me está llamando este viernes, en Londres son las siete y media de la noche, dentro de diez minutos quizá sigamos hablando y ya va a ser el futuro. ¿Cómo se compagina esto con nuestra acción en el mundo? Para una mujer inteligente, para un hombre inteligente, es necesario hacer del pasado presente, hacer del futuro presente, actualizar el presente. Para mí, el presente es lo más importante, es el lugar donde se dan cita los tiempos, el pasado ocurre ahora y el futuro también. Eso hay que entenderlo, si no, no se entiende la literatura.

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La gran novela latinoamericana comienza con una “Advertencia pre-ibérica” en la que Fuentes escribe: “Un notable moralista mexicano, Mario Moreno ‘Cantinflas’, le dijo en cierta ocasión a un señor con el que discutía: ‘Pero oiga, mire nomás, ¡qué falta de ignorancia!’” Trescientas setenta páginas adelante recuerda a Roberto “El Panzón” Soto, Leopoldo “El Chato” Ortín, Carlos López “El Chaflán” y a otros cómicos del teatro de revista mexicano de los años veinte y treinta. Las referencias al cine y al teatro, a la cultura popular, que ha tenido una gran relevancia en su vida y en su obra, están diseminadas en varias partes de su nuevo libro.

—Mire —dice con entusiasmo—, yo empecé a ir al cine muy chico con mi padre, en Washington. A los diez años gané un concurso de trivia cinematográfica en esa ciudad, gané cincuenta dólares, que me parecían una fortuna, y desde entonces estoy enamorado del cine porque creo que es una mina de oro —comenta entre risas.

La relación de Fuentes con el cine ha sido ampliamente estudiada, varias de sus novelas y cuentos han sido llevados a la pantalla y ha escrito numerosos guiones, entre ellos El gallo de oro (1964) y Tiempo de morir (1966) con Gabriel García Márquez.

—Para mí el cine —continúa— ha sido un factor determinante en mi vida.

¿Y el teatro de revista, las carpas?

—Yo crecí fuera de México —explica—. Para mí, regresar en los veranos con los abuelos y entrar en contacto con mi país era muy importante, y una de las formas de ese contacto era a través del cine, a través del teatro, del vodevil, de las carpas que existían entonces. Yo llegué a ver a Cantinflas en teatro popular, haciendo bromas políticas muy rudas, que luego abandonó. El mundo popular ha existido siempre, está en el fondo del Quijote —representado por Sancho Panza—, viene de Rabelais, donde la cultura popular es prácticamente la protagonista de Gargantúa y Pantagruel. Es decir, la cultura popular siempre ha estado ahí y depende del escritor cómo la emplea —aunque hay escritores que no la utilizan—. Yo sí, La región más transparente está llena de diálogos de cantina, de burdel, y he seguido empleando esas modalidades a lo largo de mi obra. La cultura popular se basta a sí misma, pero en literatura se convierte simplemente en referencia a otra cosa.

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México, sus escritores, su cultura, sus problemas, su violencia, su historia, está siempre presente, como ya se ha comentando, en la obra de Fuentes, y La gran novela latinoamericana no es la excepción. ¿Cómo mira a nuestro país desde el extranjero, con la ventaja de la perspectiva y la crítica, como usted mismo ha dicho? Es la última pregunta de una conversación sin más brújula que el nuevo libro y la pasión de Fuentes por la historia, el cine, la literatura y México.

—Creo que el país está ante una última oportunidad, que es tener un sistema político estable y una elección creíble el año que viene —responde convencido—. Si los resultados de esa elección resultan increíbles o el candidato ganador está muy atado a intereses de cualquier tipo, sobre todo privados, será malo para el país. Necesitamos un candidato que sea independiente, que mire al futuro, que tenga una idea del mundo actual y del lugar de México en él. Entonces, si la cuidamos, si sale bien, esta puede ser la gran elección; si no sale bien puede ser la última dentro de un marco democrático.


En el clásico ejercicio de respuestas breves, Carlos Fuentes habla de lo que significan para él algunas palabras, algunas ideas y el nombre de uno de sus grandes amigos, de quien terminó irremediablemente distanciado.

El tiempo…
El tiempo es el que creamos nosotros, el tiempo es siempre presente.

El amor…
Es lo que deseamos tener y a veces logramos, cuando tenemos suerte.

La amistad…
Es tan importante como el amor. Byron dijo que la amistad era el amor sin alas, yo digo que la amistad tiene alas también.

Los hijos…
Muy queridos, lo más querido del mundo.

Octavio Paz…
Gran amigo, gran escritor, le tengo gran respeto; tuvo una vida formidable.

La crítica literaria…
La crítica es literatura. La gran crítica es una forma de expresión artística. Entonces, así como en la literatura hay buenos y malos escritores, en la crítica hay buenos y malos críticos, eso es todo.

¿Tiene usted enemigos?
Espero tenerlos, porque una vida sin enemigos sería un fastidio, aburridísima, ¿no cree usted?