sábado, 8 de octubre de 2011

Tranströmer, cronista de la mirada interior

8/Octubre/2011
Laberinto
Adriana Díaz Enciso

Hace un año, el Premio Nobel de Literatura, otorgado a Mario Vargas Llosa, desató cascadas de comentarios e incluso polémica. Se trataba de uno de esos escritores cuya presencia internacional es casi abrumadora, de cuya obra todos nos sentimos un poco propietarios y sobre el que todo mundo parece tener una opinión; un prolífico narrador que además ha tenido el tiempo de llevar una activa vida política.

No es mi intención cuestionar en forma alguna su merecimiento del máximo galardón otorgado a la literatura. Sin embargo, hay algo en mí que se regocija íntimamente por la elección de este año. El Premio Nobel de Literatura de 2011 ha sido otorgado a Tomas Tranströmer —poeta sueco, nacido en Estocolmo en 1931—, y quiero pensar que las conversaciones, discusiones y derrame de palabras en la prensa tendrán un tono más sosegado, más hondo.

Por supuesto, no faltará la polémica. Nunca falta cuando se trata de premios y distinciones, ya no digamos del Nobel. Se volverá a cuestionar que el premio vaya de nuevo a un europeo, el octavo en los últimos diez años, y sueco además (aunque la Academia Sueca ya se ha apresurado a recordar que la última vez que esto sucedió fue en 1974). Sin embargo, los merecimientos de Tranströmer son difíciles de cuestionar. Es considerado el poeta sueco vivo más importante y es sin duda uno de los principales poetas escandinavos. Su obra ha sido traducida a más de cincuenta idiomas, ha ejercido una enorme influencia en generaciones más jóvenes, particularmente entre los poetas estadunidenses, y durante años había sido considerado un candidato obvio.

Yo no quiero discutir en este espacio si entre los otros posibles candidatos que se mencionaban hay quien habría merecido el premio más, o menos. Lo que celebro es que, así sea nada más por una semana, o por un día incluso (tan veleidosa es nuestra atención en nuestros tiempos de indigestión informativa), nuestra mirada esté concentrada en un poeta. Un poeta, además, del sosiego y la templanza. Desde su primer libro, 17 poemas (1954), con poemas formales en metros clásicos, hasta el desarrollo pleno de su voz poética, más cercana al lenguaje hablado y a sus anchas también en el verso libre y el poema en prosa, la voz que reconocemos hasta llegar a El gran enigma (2004), Tranströmer es un cronista de la mirada interior, del diálogo implacable pero sereno de la conciencia consigo misma, buscando la clave del misterio de la existencia humana en el centro de un mundo cerrado cargado en igual medida de extrañeza, belleza y dolor.

Algunos lo han definido como tangencialmente barroco (en sus primeros libros), otros como expresionista, y a menudo se señala la influencia en su obra de la poesía romántica de los siglos XVIII y XIX. Sin embargo, como diría el fallecido poeta y crítico Goran Printz-Pahlson, la diferencia entre los románticos y Tranströmer es que este último no interpreta lo que perciben sus sentidos, sino que se limita a grabar la experiencia “con feroz energía”.

Tomas Tranströmer fue criado por su madre, en un distrito de la clase trabajadora en Estocolmo. Realizó estudios de música, literatura, religión y psicología, y durante muchos años ejerció su profesión de psicólogo a la par de su vocación de poeta. Trabajó en la prisión de Roxtuna para delincuentes juveniles en el programa de reintegración a la sociedad, así como en programas de rehabilitación para adictos y de orientación profesional para personas con discapacidades.

En alguna ocasión un periodista le preguntó cómo su trabajo de psicólogo afectaba su poesía. A Tranströmer le pareció extraño que nadie le preguntara lo contrario: cómo la poesía afectaba su trabajo, sobre las revelaciones que el lenguaje es capaz de abrir en la conciencia y cómo una relación más viva con el lenguaje era capaz de transformar la percepción que tenían los delincuentes juveniles con que trabajaba de la responsabilidad de sus propios actos.

La obra de Tranströmer no es superabundante. Es un poeta lento —se dice que a veces ha escrito sólo siete u ocho poemas al año—, pero son siempre poemas de una fuerza inmensa y concentrada.

A menudo encontramos en su poesía los paisajes un tanto yermos de su tierra, siempre en un equilibrio tenso entre la inevitable contaminación de la huella humana y la mirada extática sobre la naturaleza. Se puede decir que sus temas son variados: la historia, la guerra y sus huellas, la memoria, sus propios viajes por la región del Báltico, África o España. Pero en realidad no hay un tema central en la poesía de Tranströmer: hay en cambio una voz, una mirada, una conciencia minuciosa de la vida humana en cada detalle, en cada percepción, un adentrarse de dicha conciencia en la quietud y el silencio, en la experiencia de la incertidumbre que marca en todo momento la existencia del hombre.

El poeta Robert Bly, su amigo y uno de sus principales traductores al inglés, lo describió alguna vez como un poeta que nos hace despertar, y citó una carta de Tranströmer a los poetas húngaros, publicada en 1977 en la revista Uj Iras, donde afirmaba: “Los poemas son meditaciones activas. Quieren despertarnos, no hacernos dormir”. Y, más adelante, describía sus poemas como lugares de encuentro: “Lo que parece en un principio una confrontación resulta ser una conexión”.

En 1990, una embolia afectó la capacidad de hablar de Tranströmer y lo dejó parcialmente paralizado. Esto no le impidió seguir escribiendo, ni ha disminuido su pasión como músico amateur, y durante una reciente presentación en Londres ejecutó algunas piezas al piano con la mano izquierda. Como lectores, nos vemos tentados a preguntarnos en qué medida ese viaje forzado al silencio ha agudizado la afilada visión de su poesía.

En las décadas de 1960 y 1970 Tranströmer fue acusado algunas veces por no escribir una poesía “comprometida”. Pero, como admitió el poeta (citado de nuevo por Bly, en la introducción a su traducción de Sanningsbarriären, o Truth Barriers, de 1978), a él le gusta esa suspensión en sus poemas, en los que los objetos, emociones y percepciones quedan flotando en un espacio donde no se les puede identificar con ninguna postura o ideología. Cree en un arte que aún necesita del inconsciente, de “un espacio para lo privado, lo religioso, lo inexplicable”. En suma, lo que ni el consenso ni la colectividad pueden clasificar.

Y es en ese pasaje constante entre mundos distintos de fronteras indefinidas que sucede la poesía de Tranströmer. Hay en esa poesía de paisajes misteriosos, a menudo abandonados y en silencio, en imágenes perturbadoras del sueño y la duermevela, una búsqueda de trascendencia. Esa voz, esa conciencia busca trascender tanto a la memoria como al olvido, a la fragilidad humana. En sus poemas se lee un sentido de inmensa soledad, pero soledad lúcida, sin quejas ni juicios. Es en esa soledad y ese silencio que el poeta va siguiendo las huellas de la verdad. O, al menos, de las astillas infinitas de que está hecha la verdad humana.

En su poema “Puesto de avanzada” afirma: “Yo soy el lugar/ donde la creación misma se resuelve”.

¿Cómo no celebrar que un poeta semejante haya sido galardonado con el Nobel, en estos tiempos de ruido incesante, de obstinada negación de toda trascendencia?


Los dos primeros poemas que aparecen en esta página fueron traducidos por Adriana Díaz Enciso, a partir de la versión al inglés de Malena Mörling; los demás son traducción de Roberto Mascaró y fueron tomados de la antología Deshielo a mediodía, publicada el pasado septiembre por la editorial española Nórdica Libros, que en 2010 publicó El cielo a medio hacer, donde se reúne gran parte de la obra poética y la autobiografía de Tranströmer. Deshielo a mediodía recorre toda la trayectoria poética del ahora Nobel de Literatura, desde su primer libro, 17 poemas, de 1954, hasta los haikús escritos en 2004. En este volumen, de acuerdo con los editores, “nos encontramos con la naturaleza, presente en gran parte de la poesía nórdica, y con su incomparable inventario de metáforas”, así como poemas dedicados a la música, la gran pasión de Tranströmer.


El árbol y el cielo

Hay un árbol que camina por la lluvia,
nos rebasa deprisa en el gris torrencial.
Tiene una misión. Recoge la vida
de la lluvia como un mirlo en un huerto.

Cuando cesa la lluvia el árbol se detiene.
Ahí está, quieto en las noches claras
como nosotros esperando el momento
de los copos de nieve floreciendo en el espacio.

Abril y el silencio

La primavera yace abandonada.
La zanja de terciopelo oscuro
se arrastra junto a mí.
Nada refleja.

No hay otro resplandor
que flores amarillas.

Me lleva mi sombra
como un violín
en su estuche negro.

Todo lo que quiero decir
brilla fuera de alcance
como la plata
en el monte de piedad.


Música lenta

El edificio está cerrado. El sol entra por las ventanas
y calienta la parte superior de los escritorios
que son tan fuertes como para cargar el peso del destino del hombre.
Estamos afuera hoy, junto a la extensa y ancha ladera.
Muchos llevan ropas oscuras. Uno puede estar al sol y cerrar los ojos
y sentir cómo es soplado lentamente hacia adelante.
Rara vez vengo hasta el agua. Pero ahora estoy aquí,
entre grandes piedras con espaldas pacíficas.
Piedras que lentamente han caminado hacia atrás desde las olas.

De Tañidos y huellas (1966)


Deshielo a mediodía

El aire matinal repartió sus cartas con sellos incandescentes.
La nieve iluminó y todos los pesares se alivianaron: un kilo pesaba
apenas setecientos gramos.

El sol estaba alto sobre el hielo, volando por el lugar, caliente y frío
a la vez.
El viento avanzó lentamente como si empujase un cochecillo de niño
frente a sí.

Las familias salieron, vieron cielo abierto por primera vez
en mucho tiempo.
Estábamos en el primer capítulo de un relato muy intenso.

El resplandor del sol se adhería a todos los gorros de piel,
como el polen a los abejorros,
y el resplandor del sol se adhirió al nombre INVIERNO
y se quedó allí hasta que el invierno hubo pasado.

Una naturaleza muerta de troncos, en el lago, me puso pensativo.
Les pregunté:
“¿Me acompañan hasta mi niñez?” Respondieron: “Sí”.

Desde la espesura se escuchó un murmullo de palabras
en un nuevo idioma:
las vocales eran cielo azul y las consonantes eran ramas negras
y hablaban
muy lentamente sobre la nieve.

Pero la tienda de saldos, haciendo reverencias con su
estruendo de faldas,
hizo que el silencio de la tierra creciese en intensidad.

De El cielo a medio hacer (1962)


Algunos minutos

El pequeño abeto del pantano alza su copa: un trapo oscuro.
Pero lo que uno ve no es nada
frente a las raíces, las dilatadas, las que reptan ocultas, el
inmortal o semimortal
sistema de raíces.

Yo tú ella también nos hemos ramificado.
Más allá de lo deseado.
Fuera de Metrópolis.

Del cielo blanco lechoso de verano cae una lluvia.
Siento como si mis cinco sentidos estuviesen acoplados
a otro ser
que se mueve tan empecinadamente
como los corredores vestidos de colores claros en un estadio
sobre el que chorrea la oscuridad.

Tranströmer: la fuerza del poeta

8/Octubre/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Aunque desde siempre se sabe que la excepción confirma la regla, uno nunca está del todo listo para los veredictos de la Academia Sueca, que suelen ser “extraños” como los caminos del Señor.

Ya se sabe: el Nobel de Literatura lo han recibido grandes olvidados, como el italiano Giosuè Carducci o Karl Adolph Gjellerup, y lo han dejado de recibir grandes recordados, vigentísimos e indispensables, como Ibsen, Borges o Proust. Sin embargo, y la haré un poco de abogado del Diablo, lo cierto es que la lista de los Nobel literarios no es tan rara; la gran mayoría goza incluso de renovada presencia en las más diversas lenguas, precisamente porque se lo presenta como el Premio Nobel que alguna vez fue, pero normalmente no necesita de presentaciones especiales a la hora de ser leído. Son más los aciertos que los errores; muchas más las firmas que valió la pena galardonar que aquellas que se quedaron a la vera del camino.

Ahora bien, en el Nobel de Literatura hay de todo, hasta apuestas. Apenas el pasado miércoles las encabezaba Haruki Murakami, un autor exitoso sin duda, pero que dista mucho de tener la consistencia literaria de otros que por momentos también aparecían en la puja, como Cormac McCarthy, por ejemplo. Luego, tampoco es sorprendente que en una casa de apuestas el mismísimo Bob Dylan apareciera en un increíble segundo lugar, compitiendo holgadamente con los gigantes de las letras mundiales.

Por otra parte, como todo lo relacionado con el Nobel es también campo fértil para muchas ilusiones y deseos vehementes e infundados, se entiende que a los serbios se les haya podido hacer creer —pifia de la televisión oficial de por medio— que el escritor serbio Dobrica Cosic lo había ganado. La falsa información duró sólo un rato y se debió a que la televisora fue engañada por unos ciberpiratas que crearon una página muy parecida a la del portal del Premio Nobel para desde ahí anunciar que el ganador era Cosic. Los nacionalistas serbios estaban realmente emocionados, pero la dicha (como la de tantas otras mentiras que han padecido) les duró bien poco.

Dentro de las ilusiones, por supuesto, los hispanoamericanos podíamos abrigar algunas, pero eran muy difíciles de sostener si considerábamos las once veces que lo han ganado escritores de la región y que la última fue justamente el año pasado, con Mario Vargas Llosa.

En el plano de las apuestas, por cierto, algunas filtraciones debieron tener lugar, dado que se supo que en el último momento el nombre de Tomas Tranströmer se fue al alza. ¿Quiénes, sino unos apostadores bien informados, pondrían su dinero a favor de un poeta? ¡Un poeta! Además, hacía ya muchos años (desde que Wisława Szymborska lo obtuviera en 1996) que ningún poeta lo ganaba.

El hecho es que el sueco Tomas Tranströmer se ha alzado con el Nobel y eso pone de cabeza a muchos que siempre esperan conocer o al menos haber oído hablar del ganador como condición para que se lo crea justo o correctamente otorgado. ¿Quién es? ¿Quién lo conoce? Son las preguntas que de algún modo tientan la descalificación más ignorante. En el extremo de la prepotencia (¿intelectual?) llegan a insinuar que si no lo conocen ellos las cosas andan mal realmente.

En su momento, cuestionado al respecto, Mario Vargas Llosa reconoció que no lo había leído. Me parece de una honestidad encomiable, especialmente ante los medios, donde muchos otros hubieran tenido el impulso de mentir y decir “por supuesto que lo conozco y lo he leído con mucho gusto y placer”.

Era la mañana del jueves y me enteré que sólo había unos cuantos ejemplares de las dos últimas obras del poeta sueco en las librerías mexicanas. Me sentí privilegiado (y lo era): tenía en casa El cielo a medio hacer, editado por Nórdica, y con eso podía comenzar el día reparando la circunstancia de que no lo había leído nunca. Pero para el mediodía me topé con dos o tres fanfarrones que declaraban con toda naturalidad que lo conocían y que, por supuesto, lo habían leído, quizás desde chicos, ya no lo recordaban…

Me alegra que por esta ocasión el Nobel recaiga en un poeta capaz de recordar cómo en su niñez, en la escuela, tenía un compañero grandulón (de los que nunca han faltado en la historia, aunque sólo hoy se hable de bullying) que siempre se le imponía físicamente. “Al final —cuenta Tranströmer— encontré un método para desanimarlo, relajándome totalmente. Cuando se acercaba yo fingía que mi Yo había volado lejos y que lo único que había quedado era un cadáver, un trapo que él podía manosear como quisiera. Entonces se cansó”.

La anécdota retrata al poeta de niño, pero sobre todo al poeta adulto que puede concluir: “Me pregunto qué ha significado para mi existencia el método de transformarse a sí mismo en trapo sin vida. El arte de ser atropellado conservando el amor propio”.

Y puede significar muchas cosas, pero sobre todo la sobrevivencia. Una lección del poeta para este mundo donde los débiles deben aprender a ser fuertes en algo.

domingo, 2 de octubre de 2011

La reseña crítica en la mira

2/Octubre/22011
Jornada Semanal
David Hernández Meza

Las grandes obras de arte nos atraviesan como grandes ráfagas que abren las puertas de la percepción y arremeten contra la arquitectura de nuestras creencias con sus poderes transformadores. Tratamos de registrar sus embates y de adaptar la casa sacudida al nuevo orden. Cierto primario instinto de comunión nos impele a transmitir a otros la calidad y la fuerza de nuestra experiencia y desearíamos convencerlos de que se abrieran a ella.

George Steiner

La reseña crítica es un género que no goza de aceptación, popularidad y prestigio en el medio literario; se la considera como un subgénero accesorio, como un peldaño de ascenso… y no como una clase textual auténtica que cumple una función específica en el circuito literario. Las falacias, más que argumentos, son producto de diversos prejuicios que se erigen alrededor de la figura del reseñista y enunciarlas aquí sería una digresión que me alejaría del asunto que quiero poner en la mira: la discusión sobre qué es una reseña crítica, su función e importancia en la producción literaria.

Si alguien considera esta cuestión innecesaria o menor, las reseñas publicadas en revistas culturales, literarias, secciones de periódicos y suplementos reflejan la falta de seriedad, rigor y tal vez profesionalización con que se emprende esta actividad, salvo algunas excepciones. Para la mayoría de los reseñistas en México, la reseña es un texto de formato libre que se caracteriza por incluir elogios, digresiones e incluso quejas. El problema no es la presencia de estos rasgos, sino su predominio sobre la evaluación objetiva. Incluso recientemente una publicación convocó a un concurso en busca de jóvenes críticos. No sé qué tan benéfica sea esta forma de encarar el problema. Lo cierto es que un concurso, por grande que sea su poder de convocatoria, no puede formar a nuevas generaciones. O las universidades están haciendo algo mal o faltan espacios para ejercer la cultura sin limitaciones. Entonces, considero pertinente lazar esta pregunta: ¿la reseña crítica, predominantemente de mala calidad, es el resultado de una literatura en crisis o anuncia el advenimiento de una crisis en la literatura?

La reseña crítica sería el equivalente al engranaje más pequeño de un reloj, imperceptible cuando marcha bien, pero notorio cuando deja de funcionar. La etimología de la palabra es mucho mejor punto de partida que una aproximación metafórica, pues una definición nominal sólo puede enunciarse como resultado de la investigación de un corpus. Crítico se deriva del griego kritikós –capaz de discernir–, proveniente del verbo krínein –separar, decidir, juzgar. Es decir, criticar significa definir el valor de una creación e implica atender las virtudes y los defectos por igual, realizando un balance. La esencia del término no ha cambiado; incluso se han creado, a través del tiempo, conceptos con los cuales emprender mejor esa empresa en diferentes áreas de creación.

El significado de la palabra, sin embargo, está más cerca de ser una facultad del hombre que de representar una característica de un texto; el cual, paradójicamente, pocas veces tiene presente el reseñista a la hora de emprender su labor.

A diferencia de la narrativa, poesía o teatro, que tienen como materia prima el mundo y/o la experiencia de quien escribe, la reseña crítica se basa en una obra más o menos orgánica, tal vez de buena o mala calidad que la determina de cierta forma, en el sentido de que su contenido debe sujetarse a valorar los elementos de la obra reseñada (a veces ocurre lo contrario: éstos quedan a la deriva y son el pretexto para comentar temas relacionados con los asuntos centrales del libro).

La reseña crítica, por lo tanto, es un texto reformulativo, porque retoma un discurso ya elaborado para emitir un juicio de valor sobre él, además de resumir lo esencial. Esto no significa que deba de subordinarse a él; por el contrario, debe ser un texto orgánico, autónomo y comprensible para su destinatario, en forma independiente del texto-fuente que lo originó, proporcionando argumentos para quienes están interesados no sólo en la adquisición de determinados productos culturales, sino también en la calidad de los mismos.

De igual modo, no está de más señalar lo obvio: la reseña también forma parte de la crítica literaria y del circuito de comunicación académica, a pesar de que no está escrita con un lenguaje técnico propio de la ciencia literaria, el cual caracteriza a los estudios especializados. En términos específicos, la reseña crítica es la única clase textual que abandona la academia para incorporarse al mundo real, es decir, a un circuito más amplio –el del lector común–, mediante un proceso de adecuación de registro, lenguaje y contenido; proceso que responde al lector al que va dirigido. Por lo tanto, la reseña no debe carecer del rigor de los textos escritos en lenguajes especiales.

En teoría, la elaboración de una reseña no debería ser difícil, sobre todo cuando se trata de una obra que pertenece a algún género –novela histórica, policíaca, de fantasía, de ciencia ficción, etcétera–, pues los elementos a valorar están más o menos definidos; el reseñista, por lo tanto, debe evaluar, aunque no exclusivamente, esas convenciones. La labor se dificulta, tal vez, cuando se está ante una obra que soslaya los lineamientos establecidos, pues se deben sistematizar los procedimientos innovadores.

El trabajo del reseñista planteado de esta forma resulta mecánico, maniqueo e incluso hasta artificial; en el proceso, en realidad, se involucran muchos factores de diversa índole.

Por principio, reseñar una obra implica, por un lado, un criterio de selección y, por otro, el haberla comprendido tanto de forma global como en las partes que la componen, pues no es suficiente informar sobre la trama o contenido. Y sobre todo comprenderla cabalmente, es decir, en función de su propia poética, de su propuesta, ya que es práctica común evaluar con un mismo enfoque o con las mismas categorías conceptuales todas las obras, como si la diversidad no fuera una característica de la literatura. La historia literaria, de hecho, da cuenta de la mala recepción que han padecido algunas obras, incluso por parte de los especialistas, a causa precisamente de la limitación de los criterios.

Cualquier persona debería estar en condiciones de emitir un juicio sobre una lectura, pero sólo los profesionales deberían ser los más adecuados de enunciar un juicio certero en función de los conocimientos y métodos de la ciencia literaria. Hay “reseñistas” que sólo describen la trama, y hay reseñistas que se ocupan de los elementos estilísticos e ideológicos con los que se construye esa trama, dos aspectos relacionados pero diferentes. (Y aclaro que entre líneas no afirmo, ni mucho menos me circunscribo a esa postura esotérica que dice que la crítica es un “don”. Nada más absurdo que eso. La carencia de nuevos críticos no se debe a la ausencia de las musas, sino al sistema educativo malo del nivel básico al medio, y precario en el superior).

Al reseñista, entonces, se le ha definido como un escritor frustrado; concepción errónea, a pesar de que para algunos el reseñar libros sólo ha sido un camino transitorio. Un crítico de libros, en realidad, es un híbrido entre el creador y el divulgador; su función principal es la de informar, pero sus capacidades no se agotan ni limitan a esa actividad. El dominio del lenguaje, el uso de recursos retóricos y estilísticos, así como la capacidad metafórica para transmitir conceptos de algunos reseñistas revelan a verdaderos creadores en toda la extensión de la palabra. Aunque, si se reflexiona detenidamente, la capacidad creadora y la capacidad crítica no son dos facultades opuestas, sino complementarias de una actividad que tiene como núcleo al lenguaje y al pensamiento. No en balde los mejores escritores también son los mejores críticos, y siempre en los mejores críticos hay un potencial escritor. Por lo tanto, un crítico de libros debe tener una gran sensibilidad, es decir, conocimiento de diferentes propuestas estéticas –clásicas, vanguardistas, marginadas, etcétera– y capacidad de abstraer y conceptualizar apropiadamente los términos que están expresados de forma representativa en la obra. El crítico de libros debe tener una sólida formación que le permita entrar en un proceso de interlocución con la obra, que es el escritor mismo.

La supuesta inferioridad de la reseña con respecto a los textos que se clasifican propiamente como obras de crítica literaria, se deriva probablemente del hecho de que la reseña es una clase textual que responde a una situación comunicativa específica y su escritura se basa en el receptor –el lector común– al que va destinado; esto implica una adecuación de registro, contenido y lenguaje.

Si un reseñista tiene la habilidad de circunscribir el análisis de una obra de forma concisa en un espacio textual breve, tiene la capacidad de elaborar, entonces, un escrito más extenso, pues analizar no se relaciona en absoluto con el espacio textual de que se dispone.

La reseña se originó con el afán de informar, de dar noticia de las novedades y tal vez de privilegiar los productos de calidad en el vasto proceso de producción cultural. En el siglo XXI esa función no ha cambiado e incluso podría afirmarse que abarca un terreno más amplio que el de orientar al lector en su búsqueda de literatura pues, si se le considera como la primera trinchera que la obra debe conquistar, inaugura el camino de la crítica de más largo aliento. La reseña, entonces, de forma individual es un pacto entre un lector potencial y el reseñista, en el que el primero deposita su confianza en los criterios del segundo y, vista de forma global, es un indicador de la salud de la literatura de un país.

La reseña crítica está destinada al consumo inmediato, pero su vigencia siempre estará en función de su calidad. Desempeña un doble papel: uno a corto plazo, el de dar noticia de una novedad; otro a largo plazo, el de ser un documento hemerográfico susceptible de estudio, tanto para caracterizar a esta clase textual como para informar la forma cómo se recibió a una obra.

En tanto escrito, la reseña crítica tiene una caracterización textual propia, que los reseñistas poco atienden, ya por ignorancia, ya por olvido. Algunos investigadores proponen cuatro apartados: 1. introducción, 2. resumen expositivo, 3. comentario crítico y 4. conclusiones. Además de los marcadores lingüísticos que distinguen sus partes.

Seguir al pie de la letra una propuesta pedagógica podría dar como resultado una reseña bastante esquemática. Mi experiencia como lector de buenas reseñas me ha confirmado que puede soslayarse la estructura tradicional de esta clase textual, siempre y cuando el “método”, que el reseñista elija, abarque las partes y el todo, pues un verdadero reseñista siempre sabe cómo embestir al libro que tiene enfrente, y la reseña, en consecuencia, emerge como resultado de la comprensión de la esencia de la obra, término que abarca una dimensión más profunda que libro y está estrechamente relacionado con el concepto de cosmovisión.

La interacción del reseñista con el libro, precisamente, evidencia la dimensión axiológica de cualquier texto, a saber: las complejas relaciones entre la objetividad del texto y la subjetividad de la evaluación.

Propiciar una discusión seria sobre esta clase textual significa sacarla de su contexto mediático y reconocerle su valor en el circuito literario, por un lado; el conocimiento claro de sus partes, por otro, posibilita una mayor calidad.

La reseña crítica, finalmente, en México es bastante superficial, complaciente y aduladora, entre muchas otras razones, por temor a enemistarse con el autor, por temor a no ser favorecido con una beca o porque se cree que una reseña puede determinar el consumo de una obra. Estas razones reflejan la influencia poco favorable del establishment cultural en el desarrollo de la cultura de este país.

A la pregunta de cómo debería escribirse una reseña, un escritor respondió: “Como si fuera el mejor ensayo breve, con la contundencia de los cuentos memorables, con claridad y lucidez.”


sábado, 1 de octubre de 2011

De padrotes y tiranos

1/Octubre/2011
Laberinto
Armando González Torres

Olvidado por muchos, y enemistado con muchos más, William Hazlitt (1778-1830), el prosista en lengua inglesa más estimulante de su tiempo, terminó sus días en una modesta pensión, pidiendo préstamos a sus conocidos y atormentado por los retortijones funerales de un cáncer de estómago. Radical en política, exquisito en estética, pintor malogrado, licencioso, idealista e incorruptible, marcado y casi destruido por sus aventuras amorosas, Hazlitt contribuyó a brindarle al género ensayístico múltiples tonos (desde la ligereza del paseante hasta la densidad del militante), así como nobleza intelectual y literaria. Los ensayos de Hazlitt transitan desde la obra de Shakespeare hasta la teoría del arte, desde el elogio del ocio hasta la poesía, pasando, o mejor dicho, permaneciendo mucho tiempo en la actualidad política. Porque Hazlitt fue deslumbrado por las luces originales de la Revolución francesa, lo que lo llevó a frecuentes controversias frente al desencanto y gradual giro que experimentaron muchos de sus compañeros de generación. De la relación entre los tragasapos y los tiranos, recién editado por Ditoria y traducido por Jesús Silva-Herzog Márquez, es un ensayo a la vez furibundo y lúcido en el que Hazlitt ajusta cuentas con la inteligencia inglesa, particularmente con sus antaño entrañables amigos Wordsworth, Coleridge y Southey con quienes compartió la fascinación inicial por 1789.

En este claridoso ensayo, Hazlitt dice que los oprimidos desarrollan una veneración por los símbolos del poder y entre más se les despoja de derechos, más lealtad puede esperarse de ellos, de ahí que los mayores despotismos gocen de feligreses tan fieles como abyectos. Añade que, cuando el poder corre el peligro de ser erosionado por la opinión razonada, tiene un fácil expediente: sobornar al artista o pensador mediante el halago, la explotación de su egoísmo o su tendencia a los pleitos. El poder ejerce una seducción que nulifica la inteligencia y que genera una idolatría (veneración sin comprensión) en torno a situaciones y conceptos que, desde el sentido común, resultan profundamente contrarios a la dignidad y la libertad. Por lo demás, agrega Hazlitt, en el mundo ilustrado suelen gobernar las motivaciones más mezquinas, los ideales son intercambiables y ciertos letrados compiten por funcionar como “el padrote intelectual del poder”. Se trata, pues, de una vehemente invectiva donde Hazlitt fustiga al estamento intelectual, aboga por la causa revolucionaria que orientó su vida y acusa de apóstatas a quienes se alejaron de ese ideal. Pese a su intransigente ardor, este ensayo conserva su perspicacia y más allá de las motivaciones y referencias caducas, lo más relevante resulta la aguda radiografía de las debilidades de la inteligencia, mal para el que Hazlitt prescribe simplemente el odio instintivo hacia la tiranía y, sobre todo, el amor a la libertad, que es indefectiblemente amor a los otros.

Tijuana: amor-odio por Campbell

1/Octubre/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Recientemente Federico Campbell recibió un par de homenajes. Uno en DF y antes en Tijuana. Pocos conocen la difícil relación entre Campbell y Tijuana.

A partir de los ochenta, la consigna de la literatura de Tijuana fue no migrar al centro. No hospedarse en la literatura mexicana; la apuesta: crear un micro-clima: Tijuana como Literatura Temporal Autónoma. Literatura con un cuarto propio.

Campbell había escrito un libro precursor: Tijuanenses.

Pero Campbell había migrado. Y aunque en el centro se le vinculaba por temática y biografía con Tijuana, una generación fronteriza rompió con su obra.

Campbell lo comprendió. Y lo sufrió.

En el centro se le llamaba escritor de Tijuana y en Tijuana, escritor de la Ciudad de México.

Campbell fue un puente entre la literatura mexicana—creada realmente hasta finales del siglo XIX— y la literatura de Tijuana —creciente en los setenta y quizá hoy ya finalizada—; ese puente es un cruce extraño.

Campbell vio venir la desaparición del Estado y la fragmentación de la experiencia nacional. Ser y no-ser parte de la literatura de Tijuana —bedroom music— también vaticinó que todos nosotros veríamos desaparecer esa micro-matria.

Como J.M. Espinasa precisaba aquí la semana pasada, el padre es tema central en Campbell. Curiosamente, Campbell fue objeto de parricidio en Tijuana.

Freud y Bloom son inexactos. El parricidio no es inevitable. Pero en memorias mezcladas con violencia, se inventan padres con tal de poder cometer asesinatos.

Por tres décadas, un núcleo de la literatura de Tijuana rompió con Campbell o fingió desinterés.

Nosotros alegábamos que la Tijuana de Campbell ya no existía y era necesario narrar nuestra Tijuana. No desde la memoria sino desde sus calles.

Esas calles, poco después, se desvanecieron.

En secreto lo leíamos y, evidentemente, deseábamos lo mismo que él: atrapar a Tijuana en un libro. O en unas páginas. Unos párrafos. Unas líneas. Un instante.

No era “Tijuana” lo que queríamos atrapar. Era lo efímero de la existencia, el cruce de caminos, la disolución de fronteras, el devenir del hombre separado y, a la vez, del hombre buscando la clave de todo encuentro. Escribir para reconocer que en tu propia vida está el Aleph.

Y no encontrarlo.

Cuando se le hizo el homenaje en Tijuana, yo pude ver que Campbell sintió que el momento de la reconciliación había llegado.

Conmovía escucharlo esa noche. Para ese escritor, acaecía un reencuentro.

Y nadie iba a recordar en voz alta el secreto de recámara: la literatura de Tijuana y Campbell habían vivido la mayor parte de su vida separados.

Imposible narrar la re-unión simbólica de un escritor y una ciudad. Sólo consignaré que Campbell decidió sellar la reconciliación hablando inglés.

Como Tijuana solía hacerlo en la intimidad.

Escritores Xbox

1/Octubre/2011
Laberinto
J.M. Servín

Vivimos una época en que el discurso y los hechos se sustentan en lo banal. Los conceptos, las conversaciones entre amigos, las sensaciones ligadas al miedo, a la alegría o la tristeza. La escalofriante realidad que vivimos en México
se ha convertido en una cuestión de números, tablas estadísticas. “Bajas colaterales”. “Disculpe usted”. “Este crimen no quedará impune”. Ajá.

No hace falta ser un especialista en ciencias sociales para darse cuenta a través de la experiencia cotidiana de que la indignación e impotencia de todo un país se han convertido en el chistorete, el gran negocio y la respuesta fácil de unos cuantos. Al estilo de la abuelita que receta “chiquiadores” y tecitos para todos los males, gobernantes, empresarios y líderes sociales parecen abstraídos de los sacrificios, la confusión y zozobra generalizadas. Mediante eufemismos, declaraciones irresponsables y cínicas, dándole el beneficio de la duda a autoridades incompetentes, repartiendo besos, escapularios a diestra y siniestra, organizando peregrinaciones llamadas “marchas”, se instaló entre el violento azar que vivimos un nuevo evangelio, el de la mexicanidad new age.

No me sorprende, así, la emergencia de escritores promovidos al cobijo de padrinazgos, jugosos premios y adelantos, y calificativos de relumbrón en las solapas de sus obras. Lo anterior no tiene nada de novedoso, pero hoy en día el énfasis en el espectáculo y la comercialización, incluso de las tragedias sociales, han puesto una gruesa cortina de humo escenográfico entre las obras de ficción y sus lectores. De este modo se llena de obstáculos una apreciación estética ajena a los intereses de una industria editorial endeble e irresponsable. La chapuza se ha consumado y las mesas de novedades se desbordan de novelas donde se apuesta por el campanazo del mínimo esfuerzo y la ocurrencia de pastelazo, muchas de éstas producidas al ritmo que marcan los plazos impuestos por el sistema de becas. No hay mejor estrategia editorial que tronarle los dedos al escritor ávido de fama y reconocimiento express, para ver de cuál sale el próximo bestseller.

A últimas fechas, instado por recomendaciones de algunos amigos y conocidos, he leído algunas obras de lo que se ha dado en llamar “neopoliciaco”, “narcoliteratura” y “realismo duro” con énfasis en la nota roja más superficial. Novelas forjadas en las duras calles de un juego de Xbox, o con pretensiones de anticipación a la Orwell, pero cuyo mérito está en haber encontrado la acertada fusión entre las influencias literarias de sus autores, plagadas de rebeldía hollywoodense y la comida chatarra con la que engordan las tramas. El mercado editorial, sin decirlo abiertamente, acepta su fracaso como promotor de la lectura impulsando autores que aceptan meter el dedo en el atole con el que se pretende enganchar al lector. Una literatura pedante y vacía pero que pretende posicionarse como Alta Literatura. Novelas con el pulso de un guión de historieta populachera, serial de aventuras tipo El Pantera, sin una mínima idea de lo que significa vivir en sociedades inmersas en la criminalidad global; parecen provenir de concursantes de una “Academia” para escritores hipsters amantes del cliché que desprecian la sociedad en la que viven, sin conocerla. Detrás de su fascinación por el cine gore, los sofismas y las proezas de Jackass, aparecen algunos de sus prejuicios y limitaciones más evidentes: todos los judiciales son gordos, corruptos, lujuriosos, hablan como personaje de Chespirito y visten como Joan Sebastian. Sus heroínas forzosamente están buenotas y son entronas, por ende, están listas para el acostón. Ni hablar de los “malosos”: son muy malos. Del mismo modo acuden a la figura del periodista buena onda que deviene detective (pero no salvaje) noble, reflexivo y desmadroso, con un amor mal correspondido por su ciudad (es decir, la Roma, la Condesa, algunas zonas seguras del Centro Histórico o su símil en una capital norteña) o a una mujer que los abandona por el éxito de alguien más. La mujer, invariablemente, se mantiene en su función de “Salomé”. De tal modo, la creación de personajes deviene proyección autoral (la música que les gusta, el gadget de última generación —no en balde ahora hay quien practica la twiteratura, otra falacia—, el director de cine preferido, etcétera). Cuando aparece la cocaína, basta con que un personaje inhale unas cuantas rayas para darnos cuenta de que la única droga dura que el autor ha consumido es la coca cola.

Una sociedad movida por la indolencia y la fe en el pensamiento mágico tiene su reflejo en un proyecto educativo fracasado, pero cuyo estandarte de su culpa es la promoción de la lectura. No es difícil entender así la proliferación de novelas dignas de las calificaciones que la OCDE asigna al país en aprovechamiento escolar. La literatura que hoy en día ofrecen a carretadas diversos organismos e instituciones mediante programas, presentaciones y demás actividades del tipo, poco o nada consigue en su propósito de crear “un país de lectores”. Donde abunda la pereza, la improvisación, el amiguismo y el culto al éxito a como dé lugar hay muy poco de donde tirar. Sin embargo, sólo unos cuantos autores, por estrategia o perfil, logran vender algunos miles de ejemplares con obras aptas para un país donde se leen un promedio de 2.8 libros al año por persona. Esto parece suficiente para que un enjambre de escritores sean considerados maduros aunque para empezar ni sus editores los lean. Todo obedece a una lógica de mercado donde, como en toda democracia bananera, hay la exigencia de cumplir metas para justificar proyectos y promociones fraudulentas.

El oportunismo y la chabacanería se han instalado como prácticas cotidianas. La carcajada estentórea, la descalificación a rajatabla, los encumbramientos al vapor. El juego de conveniencias y envidias agazapadas tras la diplomacia del convivio cantinero. El diálogo sensato se ha ido sin avisar y dejó en su lugar la chacota y la mala leche. En un país desesperado y a merced de la superstición y el fanatismo, hay temor de madurar. Mejor pondera la velocidad de escape. Viva la cooltura. Muchas de las novedades editoriales en el campo de la novela nos ofrecen ejemplos de su mala asimilación de la industria anglosajona del cine de acción y distópico.

Estos tiempos me parecen desprovistos de sentido. No sólo tengo que vérmelas con la situación del país sino con lo que me ofrece en el corto plazo la actividad a la que he entregado la mayor parte de mi vida. A regañadientes tengo que aceptar que hace algunos años me convertí en escritor, y ahora me siento obligado a exponer un punto de vista sobre algunas de mis últimas lecturas. No estoy seguro de dónde estoy parado. Quizá sea un mal lector. James Baldwin decía que una vida que no se examina a sí misma no vale la pena vivirse. El universo de tantas novelas que hoy gozan del respaldo de las editoriales mexicanas nos anuncia el advenimiento de la era del escritor Xbox. Olvidémonos de la literatura como experiencia vital e íntima donde todo es riesgo y ganas de resistir al mundo tal y como lo experimentamos día con día.

Amargado

1/Octubre/2011
Laberinto
David Toscana

Un libro muy mencionado, pero poco leído y menos respetado es el Manual de Carreño, que no se titula así, sino Manual de urbanidad y buenas maneras para uso de la juventud de ambos sexos en el cual se encuentran las principales reglas de civilidad y etiqueta que deben observarse en las diversas situaciones sociales, precedido de un breve tratado sobre los deberes morales del hombre.

Mi parte preferida es cuando se habla del arte de conversar: “La conversación es el alma y el alimento de toda sociedad. Nada hay que revele más claramente la educación de una persona, que su conversación: el tono y las inflexiones de la voz, la manera de pronunciar, la elección de los términos, el juego de la fisonomía, los movimientos del cuerpo, y todas las demás circunstancias físicas y morales que acompañan la enunciación de las ideas, dan a conocer desde luego el grado de cultura y delicadeza de cada cual”.

Los buenos modos están ahí para el disfrute, para sacarle el mayor interés y provecho al intercambio de ideas, y no, como otros piensan, para procurar la rigidez y falta de naturalidad. Soy un apasionado de la conversación. Para beber una copa con unos amigos, suelo peregrinar de bar en bar, a veces vanamente, en busca de uno sin televisores.

Los grandes movimientos culturales han surgido de la conversación. La falta de urbanidad y el ruido en los lugares públicos han matado la conversación. En Francia se relaciona la decadencia de los cafés con el declive intelectual.

Los manuales de buenas costumbres son también interesantes para entrar en el espíritu de cierta época y ver lo mucho que cambia el ser humano.

El cortesano, de Baltasar de Castiglione, es un clásico que nos llegó al español con traducción de Juan Boscán. ¿Cómo ha de ser la coquetería de las mujeres, su vestimenta y afeites? ¿Los galanteos del hombre, el tono de su voz? Por supuesto, en el espíritu del Renacimiento, entre las mejores costumbres estaba conocer el griego y el latín, no para hablarlos sino para leerlos.

Algunos manuales del siglo XVIII nos dan consejos que parecen extraños. Por ejemplo: si vas a un baile con tu mujer, no se te ocurra bailar con ella.

O bien: no elogies a la señora de la casa por una sabrosa comida. Eso se calla por sabido.

O bien: si rompes algo valioso en casa ajena, no te disculpes, pues ofenderás al anfitrión. Con ello implicarías que el dueño es un mezquino al que le mortifica el costo de la pérdida.

A quienquiera que escriba hoy un manual de cortesías, tengo que pedirle un capítulo especial sobre el silencio: no sonar los tacones en cada paso, susurrar en el celular, tenerlo siempre con el timbre silencioso, reírse con discreción, enseñarle a los niños a hablar bajo y llevarse a los llorones, abrir y cerrar puertas con suavidad, no arrastrar las sillas, apagar el televisor cuando se conversa. Los bares deben tener las licuadoras en un cuarto al fondo, no en la barra. Además, no en cualquier sitio ha de ser bienvenido un trío, un mariachi o una marimba.

Mi hija no quiere salir conmigo. Le da vergüenza cuando en los restaurantes callo a la gente, desconecto los televisores, bajo el volumen de la música. Dice que soy un amargado.

Y tiene razón.



De cerveza, arte y publicidad

1/Octubre/2011
Laberinto
Miguel Capistrán

Allá por los primeros años de la década de 1960, mientras estábamos dedicados a la obra de Jorge Cuesta, Luis Mario Schneider y yo descubrimos —gracias a la pasión biblio-hemerográfica y a la generosidad del inolvidable Alí Chumacero— la existencia de algunos textos del malogrado escritor, incluidos en unos folletos hasta entonces desconocidos que contenían materiales valiosos sobre artes plásticas.

Los folletos aportaron no sólo textos de Cuesta para la publicación de Poemas y ensayos (UNAM, 1964) sino también de Villaurrutia y de José Gorostiza. Con el tiempo fui adquiriendo más números de esos folletos en las librerías de lance y en bazares. Habían sido publicados durante la década de 1930 por la Cervecería Cuauhtémoc y llevaron el nombre de Boletín Mensual Carta Blanca, una de las más notables estrategias publicitarias que se han visto en México y un muy apreciable medio de divulgación cultural.

El Boletín Mensual presentaba a un pintor —del cual se reproducía a color una de sus obras— cuya nota crítica era encomendada a un especialista: Xavier Villaurrutia, Jorge Cuesta, José Gorostiza, Manuel Toussaint, Luis Cardoza y Aragón, Guillermo Jiménez, Manuel Romero de Terreros, Agustín Aragón Leiva, Antonio Castro Leal, Enrique Fernández Ledesma, Samuel Ramos. Algunos pintores, como Roberto Montenegro, David Alfaro Siqueiros, Carlos Mérida y Carlos Orozco Romero también ejercieron esta tarea. De manera excepcional, a su paso por México, Antonin Artaud contribuyó con dos textos.

Durante cierto tiempo el Boletín Mensual Carta Blanca incluyó una sección titulada “Estampas del México Viejo”, a cargo de Salvador Novo. Recreaba escenas tomadas de los diarios, ofrecía datos curiosos y hechos notables sucedidos en la ciudad de México a finales del siglo XIX. No por llevar la mención al “oro pálido, exquisitamente espumoso” que resultaba ser el producto anunciado, estos textos dejaban de exhibir el estilo de Novo.

En vista de la cercanía que me proporcionaba el hecho de ser asistente de Novo, supe que en su faceta de publicista —téngase en cuenta que fue socio de la Agencia de Publicidad Augusto Elías— dirigió las campañas de promoción de los productos del Grupo Monterrey, entre cuyas empresas estaba la Cervecería Cuauhtémoc, fabricante de la cerveza Carta Blanca.

Xavier Villaurrutia le aconsejó a Novo que considerara la utilidad de lanzar una campaña que aportara conocimientos de una manera atractiva. Para ello propuso una serie de folletos que difundieran la obra de los creadores de la moderna pintura mexicana que ya ocupaban un sitio en el extranjero. El mensaje comercial llegaría de forma aceptable al público y, consecuentemente, la compañía embotelladora obtendría una imagen de respetabilidad y reconocimiento.

La propuesta de Villaurrutia no tomó a Novo por sorpresa, que sabía del interés que su amigo y colega tenía por el arte en general y, muy particularmente, por la nueva pintura mexicana. Novo sabía también que Villaurrutia había incitado a varios artistas plásticos a incursionar en el terreno de la escenografía, que promovió con entusiasmo la creación de una de las primeras galerías de arte privadas en México y organizó exposiciones de carácter individual y colectivo.

Los tycoons regiomontanos apoyaron la idea y un equipo de “creativos” se puso a trabajar de inmediato. En sus comienzos, el Boletín Mensual estuvo bajo la responsabilidad de los pintores Carlos Mérida y Carlos Orozco Romero. Villaurrutia intervino en la elección de los pintores y colaboró con frecuencia. Así pues, con el título Galería de pintores modernos mexicanos, en 1934 nació la campaña.

Ya en 1935 los editores señalaron que iniciaban su segundo año con una “nueva serie de nuestros suplementos culturales a colores […]. Ayer fueron nuestros artistas modernos, aún tan incomprendidos; hoy ofrecemos los de la esplendorosa época del siglo de oro de la pintura mexicana”, es decir, del periodo colonial.

En febrero de 1936, anunciaron: “Hemos tenido tan buena acogida que nos sentimos alentados para proseguir este esfuerzo. Con verdadero placer anunciamos a nuestros lectores que ya está en preparación una nueva serie de Suplementos Artísticos que llevará como título: Boletín Mensual Carta Blanca. El arte en México. La nueva colección se compondrá de 10 reproducciones perfectas (fotografía directa, a colores) de las más bellas obras que existen en nuestro país de los grandes pintores europeos de la época renacentista y posteriores”.

En marzo de 1937 dio comienzo la serie denominada El arte mexicano. Pintura moderna, que en abril de 1938 dio paso a Pintura mexicana de fines del siglo XIX y principios del XX. Sospecho que este esfuerzo de divulgación llegó a su fin en abril de 1939. Lo digo porque, a pesar de mis pesquisas, no he podido hallar un número posterior a esta fecha. El propio Novo no recordaba con precisión el dato a este respecto, cuando hablamos del asunto en 1967. Debo advertir, por lo demás, que se realizó una edición en inglés —un portafolios— de una selección de las notas críticas y de las obras de arte, muy probablemente concebida para servir de obsequio.

La nómina de críticos y artistas que participaron en el Boletín Mensual Carta Blanca fue en verdad extensa. Además de Novo, Villaurrutia, José Gorostiza y Jorge Cuesta, hay que destacar a otros integrantes de tan notable empresa: Bernardo Ortiz de Montellano, Jaime Torres Bodet (que escribió un texto durante uno de sus viajes de vacaciones diplomáticas), Carlos Pellicer, Samuel Ramos, Celestino Gorostiza, Octavio G. Barreda. Se demuestra así que la colaboración entre quienes integraron el grupo Contemporáneos fue más allá de 1932,—que marcó el cierre de la revista Examen, dirigida por Jorge Cuesta, luego de que no pudo hacer frente a una causa judicial—, como sostienen algunos historiadores. Y se demuestra asimismo que ese “archipiélago de soledades” convocó a muchos artistas que suelen olvidarse cuando nos referimos a los proyectos multidisciplinarios de Ulises y Contemporáneos —Rufino Tamayo, Agustín Lazo, Julio Castellanos, Carlos Orozco Romero, Manuel Rodríguez Lozano, Carlos González— y a varias mujeres entre las que descollaron Antonieta Rivas Mercado, María Luisa Cabrera, Isabela Corona y Clementina Otero.

En los años posteriores al impulso vasconcelista, las iniciativas culturales no encontraron un ambiente propicio para nacer y desarrollarse. En virtud de ello, debe señalarse la circunstancia de que el Boletín Mensual fue una acción patrocinada por una empresa privada que erogó importantes sumas de dinero en aras de la alta calidad de los materiales críticos, el diseño gráfico y la impresión a color. Igualmente notable es el hecho de que se distribuía de manera gratuita en todo el país.