domingo, 10 de julio de 2011

La inercia del lenguaje

10/Julio/2011
Jornada Semanal
Ricardo Venegas

Calificado por la crítica de la crítica como uno de los más lúcidos críticos de actualidad, Evodio Escalante (Durango, Durango, 1946) es voz inevitable de nuestras letras; entre su amplia bibliografía puede leerse La espuma de cazador(1998), Las metáforas de la crítica (1998), La vanguardia extraviada (2003), El Dios en el precipicio, la poesía de Manuel José Othón (2006) y Heidegger (2007), entre otros. Escalante sabe, como Jorge Cuesta, que la crítica es la “acción científica” que oxigena la tradición; por ello afirma categórico: “No cualquier bodrio merece la gloria de la imprenta."

–¿Sigue vigente la guía del crítico para leer o no una obra?

–Yo diría que la vigencia del crítico no está en discusión. Lo que sí es evidente es que cada vez la voz, o sería mejor decir, el coro a mil voces del mercado, se impone con mayor facilidad. La publicidad apabulla y satura los espacios públicos y privados. Todos sabemos, por ejemplo, que los principales concursos literarios son una herramienta más de mercadotecnia utilizada con eficacia por editoriales que son casi todas ellas transnacionales. Esto impone una lógica atroz. No se premia la mejor novela, sino la que de antemano garantiza un alto nivel de ventas. Esta es la “democracia” del mercado a la que estamos sometidos. Hasta la idea misma del “canon”, lo que ya es una monstruosidad, se convierte para algunos despistados en sinónimo de altos tirajes y popularidad. Pero la crítica, en el sentido auténtico de la palabra, como decía bien Alfonso Reyes, es un acto inseparable de la creación. Lo diré de otro modo: la crítica propicia que haya un oxígeno cultural indispensable para que los creadores puedan despegar, para que no se ahoguen en el primer intento. A la crítica no hay que verla ni apreciarla, hay que respirarla. Ese es el secreto de su poder. Por aquí habría que empezar.

–Pero los lectores, ¿hacen caso de la crítica?

–En el largo plazo, los críticos acaban por imponerse: elaboran antologías, escriben la historia de la literatura, seleccionan la perla entre la paja. Ellos son dueños de la posteridad. En el corto plazo, el asunto es más discutible. Diez reseñas favorables acerca de un nuevo libro de poemas no garantizan que ese libro va a ser apreciado y leído por los lectores. Con esto quiero decir que el impacto inmediato de la crítica tiende a ser muy endeble.

–¿La crítica en México pasa por un período de oscuridad?

–Siempre hemos estado en la oscuridad, ni modo, y no soy pesimista. En los años cincuenta, un jovencito de veinte años llamado José Emilio Pacheco, al reseñar en la revista Estaciones una antología de relatos que empezaba a circular en México, decía: “Del prólogo ni siquiera vale la pena hablar.” Se refería a un libro que firmaba un crítico literario entonces muy respetado. Aunque me parece admirable el valor de aquel Pacheco, yo diría hoy exactamente lo opuesto: la crítica tiene que darse el lujo de hablar hasta de aquello de lo que no vale la pena. De otro modo, la tontería ambiente seguirá propalándose al infinito.

–¿Ha disminuido el sentido crítico del poeta en México para cuestionar su propia obra?

–Si se acepta un punto de vista demasiado general, sabiendo que ello implica violentar los casos particulares, que son al fin los que importan, habría que decir que sí. Los poetas de hoy se han vuelto demasiado complacientes consigo mismos, con la inercia de su lenguaje narcisista hasta decir basta. Por eso resulta hoy tan aburrido leer un libro de poemas.

–¿Estamos más cerca o más lejos de la época de Octavio Paz respecto a los amiguismos y los privilegios inmerecidos?

–Estamos lejos de esa época donde imperaba el Gran Tlatoani. Pero el amiguismo no ha desaparecido ni siquiera de los concursos nacionales de poesía. Ahí está el caso del Premio Nacional de Aguas-calientes, que se transmite por generación espontánea según el adn del “cuatachismo” y que nuestras eficientes autoridades del Conaculta no se han dignado someter a revisión a pesar de muchas protestas al respecto.

–Recibió en 2009 el Premio Iberoamericano de Poesía Ramón López Velarde. ¿Cómo complementa su actividad de crítico con la de poeta?

–Aclaro un malentendido. No lo recibí como poeta, sino como crítico. Las cláusulas del concurso dejan abierta la puerta a la posibilidad de que se entregue esta distinción a un crítico que haya abordado la obra del gran poeta zacatecano. Confesaré, empero, que lo que hasta ahora he escrito sobre él no está a la altura de lo que merece su obra que me sigue pareciendo vigente y de un extraordinario valor.

–¿Con cuál de sus libros se siente más satisfecho como autor, tanto en la crítica como en la poesía?

–De mi poesía soy el menos indicado para hablar. De mis libros como ensayista creo que me satisfacen Las metáforas de la crítica, que la editorial Planeta, hasta donde supe, mandó “guillotinar” para tener espacio en sus bodegas. También me gustan mi libro sobre Gorostiza y mi Elevación y caída del estridentismo, difamada vanguardia que ahora se recupera gracias en gran parte, no tanto a Luis Mario Schneider, quien fue el primer estudioso que lo rescató, sino al enorme éxito de Los detectives salvajes,de Roberto Bolaño, que tiene una enorme ascendencia entre los lectores jóvenes. Hay cuando menos un boom académico del estridentismo: no pasa un semestre sin que algún alumno se me acerque para proponerme una tesis acerca de este movimiento que las recientes generaciones sienten como suyo. Los fantasmas regresan y se materializan: Maples Arce, Arqueles Vela y Germán List, por decir algo, están de regreso entre nosotros.


Aguas civiles e íntimo decoro

10/Julio/2011
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Fue breve el periplo vital de Ramón López Velarde. Partió de Jerez para ir por Aguascalientes, Zacatecas, San Luis Potosí y llegar a la ciudad capital de “la suave patria”. En su seno se extinguió cuando apenas se acercaba a los treinta y tres años. “No se ha visto/ poeta de tan firme cristiandad./ Murió a los treinta y tres años de Cristo/ y en poético olor de santidad”, decía nuestro vanguardista total, José Juan Tablada, en el poema-retablo que dedicó a la memoria de López Velarde, el padre soltero de la moderna poesía mexicana.

En los años que pasó en el Seminario de Aguascalientes se acercó a los clásicos greco-latinos y se inició en la lectura de los autores del Siglo de Oro de España. Ya estudiante de Derecho en San Luis Potosí, lo deslumbraron los simbolistas franceses, especialmente Baudelaire (“entonces era yo seminarista/ sin Baudelaire, sin rima y sin olfato”, dice en uno de esos poemas, en los que acostumbraba hacer burla de sí mismo), y leyó con cuidado a Othón (sabemos que admiraba su “Idilio salvaje”), Nervo, Gutiérrez Nájera, Lugones, Laforgue, Francis Jammes y Darío.

La antología publicada por la Secretaría de Cultura del DF contiene poemas representativos de las distintas etapas de la obra de López Velarde, y viene a sumarse a dos esfuerzos editoriales que buscaron difundir masivamente la poesía de nuestro padre soltero. Me refiero a la antología publicada en los cincuenta, en los Cuadernos de la Secretaría de Educación Pública, y a la que apareció en el número 49 de la colección Material de Lectura de la Universidad Nacional Autónoma de México.

Intentaré en este breve ensayo comunicarles mi experiencia como lector de la poesía de López Velarde. No pretendo asestarles verdades inapelables o convertirme, como lo han afirmado algunos académicos de ánimo prusiano, en el dueño absoluto de la “interpretación y glosa” de la obra del poeta jerezano.

En primer lugar, pienso que la poesía tiene tantas interpretaciones como lectores que en ella se adentren, y está muy lejos de mi ánimo la pretensión de figurar como un especialista en los terrenos de una obra que admiro sin restricciones y leo constantemente. Su relectura me entrega algo nuevo, me obliga a rectificar sensaciones anteriores, me hunde en la perplejidad y me levanta gracias al asombro producido por la íntima esencia lírica de todas y cada una de sus palabras. Por otra parte y, para mayor abundamiento, sabemos que el poema habla por sí solo. Por eso el término “interpretación” no tiene mucho sentido. Recuerdo una respuesta dada por García Lorca en una lectura de su Poeta de Nueva York. Ante la pregunta así formulada: “¿Qué quiso decir en este libro de poemas?”, Federico, educada pero tajantemente, contestó: “Lo que dije.” Un testigo como el que en este momento los abruma con sus quisicosas (Unamuno dixit), debe limitarse a dar un testimonio, tanto de su experiencia de la lectura de los poemas antologados, como de su entusiasmo renovado por ella. El hecho de que camine ya los cortos pasos de la compasivamente llamada “plenitud adulta”, y de que sea oriundo de la misma región cultural de López Velarde, tal vez agregue algunos aspectos curiosos y, eventualmente, útiles a estas observaciones.

sábado, 9 de julio de 2011

Mitología del desinterés

9/Julio/2011
Laberinto
Armando González Torres

En la escala pública de valores de cualquier artista avezado el dinero siempre ocupará un lugar ínfimo. Ciertamente, existe un consenso tan aplastante (y al mismo tiempo tan vago conceptualmente) de la nobleza intrínseca y los beneficios de la actividad artística que pocas veces se cuestiona la mitificación del desinterés económico del creador. Es muy conocida la génesis mitológica del artista: en un momento temprano de la historia, el creador de a deveras renuncia al anonimato del artesano y clama su superioridad sobre éste debido a que cultiva disciplinas más grandiosas y originales, y a que lo hace sin afán de lucro. Así, el arte es concebido como una vocación predestinada por los dioses o el genio y la actividad artística suele asociarse a un círculo virtuoso de ascetismo, libertad y desinterés. El pudor del artista ante el dinero puede adquirir expresiones enternecedoras: se dice que Chopin volvía la espalda, ruborizado, cuando sus alumnos depositaban en el piano los billetes con que pagaban la clase y no es difícil imaginar a Juan Rulfo, muerto de vergüenza y mordiendo el rebozo, cuando le pedían que calculara los honorarios por una conferencia suya. Quizá por eso muchos escritores que respetan su investidura tienen un agente que se encarga de que no se rebajen a regatear en los asuntos mundanos. Por supuesto, estas idealizaciones podrían ser fácilmente rebatidas: los trágicos griegos competían ferozmente por premios, los pintores renacentistas disputaban los generosos patrocinios, los músicos del barroco cultivaban rivalidades mortales por los mecenazgos, las memorables querellas del Siglo de Oro eran tan literarias como pecuniarias y, en la época contemporánea, muchos escritores son exitosas marcas registradas que compiten con otras.

En fin, desde su mitología ascética, el arte y la cultura son un activo importante y alcanzan una rentabilidad insospechada. Por mencionar el caso de la pintura: ésta ha sido históricamente una modalidad de inversión prestigiosa y segura y, en las grandes colecciones, es posible encontrar la huella de un poder que aspira a refinarse y traducirse en gusto. La mitología del desinterés del artista no sólo no es exacta sino que oculta y hace casi vergonzosos los intereses legítimos del creador, así como las redes de mediadores y comercializadores que se forman en torno a una obra. Por supuesto, esta mitología tiene un sentido en tanto genera un conjunto de deferencias sociales al artista, realza su figura martirológica y confiere valor a su producción. De modo que en la circulación del arte y la escritura no sólo se apela a la más profunda sensibilidad del individuo, sino que se generan imágenes edulcoradas que favorecen el consumo. Por supuesto, existe un misterio inescrutable de la creación que cada espectador o lector puede atestiguar en su propio itinerario, pero ese misterio no debe confundirse con la mitificación que intenta sorprender a consumidores incautos, ávidos de lágrimas y sacrifico artístico.

Críticos, narcos y católicos

9/Julio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Discrepo cordialmente en que criticar la cruzada de Javier Sicilia esté fuera de lugar, como se ha venido argumentando.

El culto católico hecho cultura es la idea de que en nombre del Bien debe haber Unidad. Y dejar la crítica para “otro momento”.

El absurdo de la izquierda es ser religiosa. La teología de la liberación es una contradicción de términos. La teología es la idea de un ser superior del que dependemos. La teología no puede liberar: es esclavitud mental.

Se nos reclama señalar que Sicilia es un pastor del derechismo de la izquierda, así como criticar su mesianismo y su simplificación de la narcoguerra —en la que resultan dignos de monumentos incluso los narcos que se matan entre sí— y se sugiere que si no cooperamos con este movimiento populista, mejor callemos.

Es católico creer que cierta crítica peca de “inútil”, “charlatana” o “soberbia”.

Y que hay cosas que no deben criticarse.

Iglesia y PRI nos acostumbraron a ver con malos ojos al que desacuerda con Los Buenos.

Hoy Los Buenos Culturales son los Pacifistas Anti-Narcoguerra.

Ni la guerra de Calderón ni el movimiento anti-narcoguerra van a la raíz del problema: el narco es creado por los valores centrales de nuestra cultura. Mientras esos valores —sobre todo familiares y religiosos— no cambien, el narco crecerá.

Los valores católicos son responsables de la forma en que el narco —crimen y consumo— ha crecido; son el factor que pocos han querido señalar, ¡aunque incluso un cártel se llame La Familia!

Lo siciliano es no ver que lo católico y lo narco están entrelazados.

Patriarcado, sacrificio y castigo católicos son el credo de la narcocultura y, por supuesto, los detonadores de la miseria existencial que conduce a adicción y sicariato.

La narcoguerra es el catolicismo mexicano llevado a su último altar.

Por eso estoy en desacuerdo con Sicilia y sus crucifijos, pues al alimentar el cristianismo mexicano fortalece aquello, precisamente, que alimenta las causas profundas del narco.

Muchos terapeutas saben que lo que voy a decir es cierto: casi todo adicto a las drogas se ve a sí mismo, inconscientemente, como un Cristo. Y Dostoievsky sabía que el “criminal” es alguien preso de la culpa cristiana.

El catolicismo —incluidos aquellos más Buenos que la Mala Iglesia— no quiere asumir su responsabilidad.

El cristianismo autodestruye la energía del hombre y mortifica al cuerpo. Mucha gente llega a las drogas por este secreto inconsciente.

Blake, Marx, Nietzsche y Freud lo sabían y, sin embargo, hoy muchos buscan excusas para ya no saberlo.

Lo que critico de la cultura católica es justo que al crítico se le crea un problema; que al crítico se le pida que no perjudique al “movimiento”, y que si no está de acuerdo con el santo en turno, mejor no hable.

Sicilia es más de lo mismo.

sábado, 2 de julio de 2011

Loas y caos sin una biblioteca

Julio/2011
Nexos
Ángeles Mastretta

Yo no tengo biblioteca. Tengo libros. Escondiéndose entre los cuadernos, tras la pantalla de la máquina en que escribo, por cualquier rincón. Tengo libros en el coche, en el baño, en el estudio al final del jardín. Algunos andan por el librero del lugar en que divago. Otros en el cuarto de mi hija que se los ha ido llevando poco a poco. Tengo libros en el umbral que les cedo a los perros por la noche y en el pretil de la ventana frente a mis árboles. No debería decir que los tengo, sino que ahí están. Porque no los colecciono, ni cultivo el fervor de poseerlos. Los voy viendo pasar. Andan conmigo, salen de viaje y a veces vuelven como se fueron: en silencio.

Los libros son conversaciones. Por eso da tristeza que se pierdan cuando vamos a la mitad. Como me sucedió una vez en un hotel italiano, tras el desvelo que nos dejó el mugir de una pareja escandalosa en amores. “Esa mujer está fingiendo”, dijo mi hermana. Y yo estuve de acuerdo, pero hubo que oírla hasta que se cansó. Al día siguiente tenía tanto sueño que olvidé a Edith Wharton y extravié el final de un cuento que no volvimos a encontrar.

Algunos libros se empeñan en perderse por la casa. Incluso los que, según yo, duermen siempre en un ángulo impávido del librero, aquí arriba, se quitan de mis ojos. Entonces vuelvo a comprarlos. Ana Karenina, Madame Bovary, la Cartuja de Parma, Orgullo y Prejuicio, Los novios, Memorias de mis tiempos, los he comprado muchas veces. Nunca los encuentro cuando los necesito. Con ellos, mi biblioteca está en la librería. Con ellos y con tantos. En cambio, de repente, encuentro tres Quijotes idénticos, uno junto a otro, como si fueran parte de una colección.

Yo no conozco de incunables, ni siquiera tengo un libro con más de cuarenta años. Y creo que hago muy bien. Regalo las conversaciones que me gustan.

Sin embargo, algo he ido guardando. Tengo a un genio vivo para exorcizar mi tendencia a oírlo mientras escribo. Tengo a Neruda y a Paz. Por si quieren hablarse. Y para completar versos en el aire como éste que ahora trasiega en el babel de mi cabeza: “Un sauce de cristal, un chopo de agua, un alto surtidor que el viento arquea, un árbol bien plantado…”, y luego no me acuerdo qué sigue, por eso busco el libro. Si no lo encuentro, cerca está el de las preguntas con Neruda: “¿Qué haríamos sin el amarillo? ¿Con qué amasaríamos el pan?”. La poesía es un consuelo venga de donde venga. Tengo también a Lope y a Quevedo. En cierto modo a Góngora porque tengo a sor Juana que a mí me gusta más. A sor Juana, aquí cerca, muchas veces encima del escritorio, para robarle un adjetivo o responderle con sus propias palabras: “oyendo vuestras canciones / me he pasado a cotejar /cuán misteriosas se esconden /aquellas ciertas verdades / debajo de estas ficciones”. Ocurrencias así, hasta en los “Autos y Loas” donde uno diría que no se entiende mucho de nada. Pero en donde todo suena a todo y cada todo es excepcional. Gran lugar común que un tiempo no lo fue y ahora no mucho se frecuenta: la querida monja. Yo con ella sí puedo decir que he estado desde siempre, porque a los catorce años me sedujo con las contradicciones que en su ánimo provocaban Feliciano y Lisardo, Fabio y Silvio. Recuerdo lo que fue leerla por primera vez, en un libro de literatura para segundo de secundaria. Me acuerdo hasta del tono que había en la luz de esa mañana en el colegio. Siempre fui como de otro siglo, para eso de contar los amores. Aunque no me hubiera gustado vivir en tiempos de sor Juana. ¿A quién? Del pasado los libros y los sueños, a mí que me dejen el presente para tirarlo a diario por la ventana de los diarios. Para curarme con aspirinas los daños y los riesgos. Para venerar a la Sor sin vivir en su convento.

Tengo a Sabines porque me gusta abrir el libro y ver su letra en dos recados. Uno cinco años después del otro, en el mismo libro que compré para no usarlo. Tuve alguna de las primeras ediciones, un libro lila, tan subrayado de amarillo que cuando quise una dedicatoria compré el nuevo para que ahí me la pusiera. Y ahora trajino en ése como a él le hubiera gustado. Adivinar qué sería de un azul que fue mi segunda copia. Creo que se lo regalé a un alma en pena.

También subrayado de amarillos tengo Rayuela, ahora junto al portal, viendo a los rosales. Empastado porque se deshojó. Y tengo el de Alfaguara casi nuevo. Sin marcas, porque la edad me ha quitado la sinvergüenza manía de imprimir una huella en donde no la hubo. El rojo que fue negro está intocable. Si lo abro de más, se desbarata.
Casi no tengo libros dedicados. Me da pena pedir la firma. ¿O soberbia? O tontería.

Tengo a Borges dentro de un libro verde que compré en Argentina hace treinta y cinco años. Lo tengo expropiado, porque el doctor se lo llevó a su estudio, como también se llevó los cuatro libros blancos que vinieron a hacer las nuevas obras completas. Aquí cerca me quedaron algunos de los muy delgados, para que yo me encuentre, ahora, pensando en bibliotecas, su voz irreprochable hablando de sus libros y su noche. De la ironía de Dios, de la “magnífica ironía”. Borges adjetivaba como nadie, hizo para él algunos adjetivos, ya lo dijo el peripatético camaleón, nadie más podrá usarlos sin copiarlo. “Atareado rumor”, inventó y nadie se atreverá a darle una tarea al rumor después de semejante alianza. De todos modos, ¿quién no se contagia? Si hablamos como nuestros hermanos, como nuestros amigos y como nuestros hijos, ¿de dónde no contagiarse de éstos a quienes leemos para oírlos?, éstos con los que conversamos a la vez los libros y la noche. El día y la víspera.

El 14 de junio pasado, un martes, se cumplieron veinticinco años del momento en que Borges se fue a dormir en Ginebra. Sentí la pena, pero tenía yo entonces la alegría del tango. Y “Ficciones” con todo y “La biblioteca de Babel”. El universo en una biblioteca. Y cuanta biblioteca sea posible en el universo de Borges. Del descreído Borges. Más vivo que nunca entre los libreros y los lectores, sin duda como una marca de agua entre los escritores, vivo en su descreencia y su jardín.

Si el universo cabe en una biblioteca, ¿por qué no, la biblioteca en el universo? ¿Quién necesita una biblioteca si el universo es una biblioteca?

Tengo amigos pensando qué hacer con las colecciones de sus padres. No dejaré en mis hijos tal herencia. Tres cambios de casa han sido tres incendios. En uno tiré las cartas a mano de personas excepcionales. Eso sí fue una tontería mayor. Me pesó el desorden y en desorden tiré. ¿Qué remedio? No tengo biblioteca, ni mil cajones en los que guarecer recuerdos. No encuentro la pluma fuente de mi padre, si no la hubiera guardado, no sentiría la pena de no hallarla. Desde que tiré los claveles de una tarde dejé en alguna parte la manía de atesorar. Tanto, de lo que adoramos tanto, nos deja porque sí, se va a nuestro pesar, nos abandona, que ir dejando los libros a merced de sí mismos es mejor que guardarlos.

Yo no tengo biblioteca, tengo un caos y el deseo de una tarde viendo el mar, con un libro entre manos. Tengo también, sin duda, un río de palabras entre mis muros.

¿Cómo actúa una post-narco-cultura?

2/Julio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

¿No les llama la atención que al tiempo que el país se moviliza contra la narcoguerra, en Tijuana —no se olvide: primeros en llegar al PAN— en pocas horas se reunen más de 60 mil firmas a favor de recuperar a Hank?

En los 80, Tijuana concedió a su Cártel liderazgo financiero y cultural.

Tijuana fue la primera narcocultura mexicana en salir del clóset. Born to be illegal, Tiyei hizo al narco hebilla de su identidad.

El Cártel luego se alocó: ultraviolento, súper arriba. Sin respeto a nada. Mucha gente que vio al narco como una economía válida, por primera vez (debido a los secuestros) se distanció. Ya era tarde.

La narco-forma de pensar, sentir, desear y reaccionar ya era veta y vena urbana. Tras dos décadas de permear todo, el narco había pasado de economía a ideología.

Por suerte, Ciudad Juárez nos quitó el spotlight. Sus cifras de ejecutados, y el desmadre en otras urbes norteñas arrebataron a TJ el cetro de peor narco-ciudad. Pero había sido la prosti-pionera-posmoderna y narca veterana.

En este siglo, entre ejército y Chapo, el Cártel perdió poder. Plaza TJ se “relajó” en los medios.

Por eso la actual indignación contra la narcoguerra no tiene fuerza en Tijuana que, además, no termina de perder su amor popular al narco, en todas sus clases sociales, desde empresarios hasta malandros.

El narco tijuanense perdió su liderazgo nacional y continental que tuvo en los 90. Pero quedó su mentalidad.

Somos un narcocorrido, sin letra, para disimularlo.

Con el fin de su liderazgo y hype mediático, Tiyei precipitó un cinismo y desencanto post-narco: la idea de que el fin del narco, en realidad, no cambia nada.

Por eso no marcha entusiasta del movimiento anti-narcoguerra. Tijuana es una post-narcocultura.

La post-narcocultura es una cultura en que lo narco ya perdió su función como prefijo porque narcocultura y cultura devinieron sinonimia.

Una post-narcocultura no ha rebasado al narco (imposible hacerlo) sino que lo ha normalizado.

Una post-narcocultura ya re-probó la alternativa. Nihilismo post-alternancia.

Ustedes podrán decirme: ¿qué chingados nos interesa la cultura de Tijuana? Como en los 80 decían cuando la frontera alertaba que íbamos hacia una época de narcociudades.

De nuevo Tijuana es laboratorio del futuro de la narcocultura nacional.

México se aferra al narco. Hoy se niega a verlo con sus narcoguerras: la de Calderón (de impunidad) y la del movimiento anti-Calderón (defensor del derecho a la droga y la inocencia incuestionable de todos los muertos).

¿Qué sigue para México? Todas las urbes serán Juárez. Y luego serán Tijuana.

La narcoguerra bajará de intensidad. Pasará a tercer plano.

Y en un momento dado en que parezca que el narco se va, consumidores, empleados y fans firmarán, por todo el país, para que lo narco no se vaya jamás.

Javier Sicilia y sus detractores

2/Julio/2011
Laberinto
Braulio Peralta

Los detractores de Javier Sicilia no han leído al poeta y pensador. Desde los 90 publica en la revista Proceso sobre ética, democracia, religión, zapatismo, narcotráfico, derechos humanos, las muertas de Juárez y, desde luego, Felipe Calderón (lo ha llamado “el católico hipócrita”). Bastaría con leerlo para entender la congruencia de Sicilia en sus actos públicos. Sus errores políticos no deberían ser pretexto para jugar a interpretaciones psicológicas. Extraño análisis en un país que necesita de intelectuales comprometidos, más que con su escritura, con estos malos tiempos para la lírica. Lo que Javier Sicilia está haciendo por México, no cualquiera…

Decir que Sicilia es “la nueva intelectualidad mexicana” después de Monsiváis, es como desconocer de dónde viene cada uno de ellos (protestante uno, católico el criticado. Los dos, religiosos, moralistas y de izquierda, con troncos ideológicos distantes. No hace mal a nadie una opción de pensamiento; sí la dispersión).

No veo “exigencias abstractas” en las acciones sociales de Sicilia. Veo prácticas de democracia, algo que sería poco común en un intelectual con pensamiento obtuso. Él no se siente la neta y permite la participación ciudadana. Sicilia de ocurrente no tiene un pelo. Bastaría con revisar su poesía para corroborar que hay un discurso y escuelas de pensamiento antes de ejercer la literatura. Es un hombre de ideas al que —eso seguramente sí que es probable— lo rebasa esa demasiada gente que no está acostumbrada a que la escuchen. Sicilia los oye.

No veo pecado en ser un “poeta cristiano”. Lo fueron Sor Juana, San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Lo de “verbo mesiánico”, no sé… Lo importante es que Javier Sicilia quisiera acabar con los atroces crímenes violentos de México. Ha confrontado a otro católico: Felipe Calderón. Sicilia, creyente de las tesis de la teología de la liberación, cerca de Samuel Ruiz, el padre Vera y Solalinde. Calderón, desde la jerarquía católica que solapó la pedofilia de Marcial Maciel, como otro que es ahora beato. Dos Iglesias diferentes.

Hacía falta un intelectual así. No creo que se sienta Jesús. Sí, portador de las enseñanzas de Cristo. Es católico progresista y de izquierda. Punto. Seguramente se equivocará. Pero quiere cambiar políticas enquistadas desde el poder presidencial. No veo incongruencia entre su catolicismo y su fervor por la izquierda.

No quisiera pensar que sus detractores están cerca del neopanismo, ¿o sí? “Estamos hasta la madre” es una frase del lenguaje popular que resume consignas: no más sangre, no más violencia, no más crímenes, no más familiares desaparecidos, no a una política armamentista, no más guerra. Lo otro —la interpretación psicoanalítica de la frase—, dejemos que lo defina la historia.

Siempre habrá detractores contra los que quieren cambios. Javier Sicilia no es la excepción. Por fortuna, la gente —para los críticos de todo, gentuza, esos hambrientos sin voz—, le dan la fuerza para recordarle al gobierno los 40 mil muertos de su sexenio. Sus detractores deberían pensar en las posibilidades del cambio, no en la reacción. La guerra contra el narcotráfico requiere de soluciones pacíficas. Sicilia camina en esa dirección.

Coda

Además, creo que a Jorge Volpi lo chamaqueó el gobierno de Felipe Calderón. Y obvio, le creo a Volpi, más que a la canciller Patricia Espinosa.




A sangre fría

2/JUlio/2011
Laberinto
David Toscana

Hace algunos años pasé por Kansas y aproveché la ocasión para desviar mi ruta hacia Holcomb. Siguiendo las indicaciones que da Truman Capote en la primera página de A sangre fría, llegué a la que fuera casa de los Clutter.

Hoy, me hubiera seguido de largo, pues creo que la privacidad es algo sagrado. En aquel entonces toqué la puerta. Una joven rubia me contó que los propietarios anteriores vendían suvenires del crimen, pero ellos no querían mercar con la tragedia. No pregunté qué clase de recuerdos vendían, aunque siempre se ha sabido el gusto que tienen los gringos por enaltecer las matanzas.

Apenas unos kilómetros antes, me había topado con un letrero que decía: “Bienvenidos a Goodland, lugar de la masacre Kidder”.

Cuando estuve en la universidad de Iowa, cada persona que me hablaba un poco de historia, me contaba sobre un estudiante chino que fue matando profesores y alumnos porque su calificación fue la segunda mejor. Este evento también lo relata José Donoso en Donde van a morir los elefantes.

Pero no quiero hablar de matazones sino de otra cosa.

Quise aprovechar aquel día en Kansas para releer la novela de Capote. Como Holcomb no tenía biblioteca, fui a la del pueblo vecino, el cual se llama Garden City y es también protagonista de la novela.

Ahí pude hallar todos los libros de Capote, excepto el que yo buscaba. Hablé con la bibliotecaria, y ella, como si dijese la cosa más obvia del mundo, me explicó: “Es que estás buscando en ficción”.

La idea de que A sangre fría fuese una novela de no ficción me ha hecho preguntarme si hay un modo de distinguir entre la imaginación y la realidad. La novela de Capote está llena de invención: la propia y la de la gente que entrevistó.

A partir de ahí mis dudas se multiplicaron. Puedo pasar horas haciéndome preguntas sobre lo real e imaginario, la mentira y la verdad, lo tangible e intangible. ¿Cómo se puede hablar de literatura realista cuando la palabra es una abstracción? O dicho de otro modo, ¿una suma de abstractos puede conducir al realismo?

Si Capote entrevista a los pueblerinos poco después del asesinato, es normal que le hablen maravillas de una familia apenas ordinaria. Está dando testimonio de una mentira o, al menos, de una exageración.

En su afán por hacernos sentir que en el mundo hay buenos y malos, crimen y castigo, no nos habla de la existencia torcida dentro de casa de los Clutter: el aburrido puritanismo, la mujer punto menos que insoportable, la grisura del marido, la ausencia de vida conyugal, dos hijos indistinguibles de tantos adolescentes indistinguibles.

Cualquier prieto en el arroz haría que los malos fueran menos malos y los buenos, menos buenos.

Capote se dice invisible en el texto; sin embargo opina, contradice a los personajes e incluye errores que solamente pueden ser suyos.

Con esto no quiero demeritar la novela. Es otra de las que he leído y releído y volveré a leer. Simplemente digo que A sangre fría no representa lo que dicen que representa.

Si a los amantes de las masacres les gusta la novela porque lo que se cuenta ocurrió en verdad, a otros nos puede gustar por su mera fuerza como novela. Por lo tanto, mi viaje a Kansas y mi paso por la casa de los Clutter salieron sobrando.