lunes, 28 de febrero de 2011

Sin futuro

28/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

Para convertirme en un escritor célebre sólo debo esperar a que los demás escritores se mueran. Siendo un viejo contaré la historia a mi manera e inventaré una cantidad de historias tales que el desprestigio caerá sobre mis rivales. Y esta vez no podrán levantarse: será como su segunda muerte. Así he respondido a quien me preguntaba si para mí era importante la fama. Hoy en día los escritores no pueden se famosos a no ser que sean extraordinariamente malos. La mediocridad incluso es mal recibida. En el diario de sus obsesiones, Crackpot, John Waters da varios consejos a quienes desean la celebridad a toda costa; y exagerar sus peculiaridades es uno de ellos: Si tiene problemas de cutis embárrese una bolsa de papas fritas en el rostro y cámbiese su nombre por el de “Granos”. La sabiduría de un consejo en apariencia tan burdo no está a discusión: si es usted un mal escritor organice una presentación y póngase a bailar ante el público (de preferencia ante un público que no lea).

En Rotten: No Irish, No Blacks, No Dogs, la autobiografía del mismo Rotten (John Lydon), este dice que no soportaba a los punk uniformados. Toda esa indumentaria supuestamente rebelde demostraba una necesidad de pertenecer a un rebaño y una notable ausencia de individualidad. Todavía en marcha, Lydon ha escrito que su compañero en Sex Pistols, Sid Vicious, se hallaba obsesionado con la moda y era un lector apasionado de Vogue. Como es evidente, los que sobreviven maquillan a los muertos y vuelven a enterrarlos varias veces hasta que llega su turno. No por otra razón Patti Smith debió dedicar su reunión de poemas y ocurrencias trascendentales, Babel, a los tiempos venideros y dijo: “Este libro está dedicado al futuro”. Me parece una dedicatoria responsable y serena: dedicar un libro a lo que no puede ser. Y de paso quedar bien con los perros que husmearán en su tumba.

“Pobre del escritor que desea obtener un estilo. El arte en el futuro se fundará en la energía intuitiva y los creadores no se preocuparán por ser originales, sino por ser sinceros. Entonces la humanidad se parecerá al hombre”. Esas son palabras que he tomado del libro A partir de ahora el combate será libre de Rafael Barrett, escritor romántico y mordaz, crítico de las sinceras estupideces de su tiempo. Se acaban de cumplir cien años de su muerte y el silencio a su alrededor es su único homenaje. Si acaso se enterara de lo que la sinceridad ha hecho con la literatura, él retiraría sus palabras, aunque la verdad no lo creo, un hombre como Rafael Barrett se sostendría en lo dicho.

“Éramos jóvenes y en nuestras cabezas reinaban las drogas y la muerte”, se lee en Dream Police, de Dennis Cooper, el poeta que desprecia el futuro y cuando mira hacia atrás escribe: “Mi pasado consiste en una corta sucesión de chicos guapos u hombres jóvenes a los que admiré, arrastré a la cama y después dejé en ruinas en la calle con el dinero justo para tomar un taxi de vuelta a casa”. A Cooper nada le sucederá en el futuro porque ha tenido la sutileza de cortarse en pedazos e incinerarse antes de que ningún cretino haga su autopsia.

El libro de Mauricio Bares, Apuntes de un escritor malo comienza así: “Según yo, un escritor malo es casi tan importante como uno bueno, por la sencilla razón de que los escritores malos contribuimos a que destaquen los destacados. “Bares es un buen escritor y se suicida de antemano, como dictan los cánones. Y no vende miles de libros ni baila frente al público: hace su trabajo. Y hojeando el diario de José María Vargas Vila me encuentro con esta frase que de pronto se me ha vuelto un espejo: “Debe ser muy bello morir, cuando el deseo es más grande que la vida; porque la mayor tristeza es una vida sin deseos”. ¿Una vida sin deseos? No se puede ir más allá.

domingo, 27 de febrero de 2011

Escribir bien

27/Febrero/2011
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Quienes dicen que la única responsabilidad del escritor es escribir bien tienen alguna cosa más qué explicar que, por supuesto, nunca explican. Resulta obvio que quienes repiten este apotegma lo hacen con la seguridad de que es aplicable a ellos: no les cabe la menor duda de que son responsables como escritores, puesto que escriben bien.

Pero ¿qué es escribir bien? ¿Manejar estupendamente el lenguaje? ¿Conocer perfectamente el oficio? ¿Tener éxito de crítica y mercado? ¿Cómo sabe un escritor que escribe bien? ¿Quiénes se lo garantizan: los editores, los premios, la publicidad, las recensiones, el público lector?

Si se apela al lugar común de que “no hay mejores jueces que los lectores”, habría que explicar por qué los lectores encumbraron ayer a figuras literarias que hoy ya no son tales: olvidados autores de libros que ya nadie lee.

Creer que escribir bien es la única responsabilidad del escritor es confiarse, de algún modo, a una muy graciosa abstracción. Novelistas y poetas afirman esto, y todos debemos suponer que ellos escriben bien, pero lo dicen como si la escritura fuera nada más un dominio técnico que no implicara ideas, emociones, prejuicios, ideologías políticas y estéticas, convicciones, descreimientos, etcétera.

“Escribir bien”, por tanto, es una ingenuidad cuando se considera que sólo atañe al dominio técnico y a la consecución estética. Se puede ser el mayor esteta literario y, a la vez, el peor escritor, sin que esto excluya, por otra parte, ser un perfecto cabrón y una persona poco inteligente. ¿Eso es escribir bien?

Los ejemplos abundan. En tanto más se cree que la ética poco o nada tiene que ver con la literatura, peor se escribe. Las grandes obras que han sobrevivido al tiempo no lo han hecho, nada más, por sus valores estéticos, sino también por su comprensión de la realidad y por su vínculo solidario con el mundo: por todo aquello que va más allá de la “perfecta escritura” y tiene que ver con el común espíritu del ser humano. Shakespeare no es únicamente inglés, sino francés, alemán, español, mexicano, etcétera.

Es verdad que se puede ser un pésimo escritor de muy buenas intenciones sociales, pero tampoco es mentira que se puede ser también un pésimo escritor esteticista y egoísta, que cree que a la gente sólo le interesan esas cándidas abstracciones llamadas novelas, cuentos o poemas.

A muchos lectores nos parece que Borges, Rulfo, García Márquez y Vargas Llosa escriben bien y más que bien, pero no sólo por la sintaxis que manejan, ni por el uso extraordinario del idioma, ni por la perfecta construcción de sus artefactos verbales, sino porque en sus libros siempre hay algo más: más incluso que todo el concepto artístico de la obra literaria. Durante algún tiempo, muchos lectores llegaron a creer que José María Vargas Vila y Luis Spota escribían bien, ¿pero quién los lee ahora y quién lo cree todavía?

Parece obvio que César Vallejo, Pablo Neruda, Aurelio Arturo y Octavio Paz escriben bien, más que bien, extraordinariamente, pero no sólo por el lenguaje poético y los alcances universales de sus obras, sino siempre por algo más que nunca alcanzan los poetas correctos y precisos que nada o muy poco tienen que decir y que, sobre todo, no lo saben decir de manera diferente, original, impar.

¿Qué es escribir bien? Nadie sino el que escribe bien lo sabe, y a veces ni siquiera lo sabe exactamente, sino que lo intuye o lo presiente. Kafka sabía que escribía bien, pero no lo sabían los lectores de su tiempo. Por lo demás, ni siquiera compendiando los elementos de la buena escritura resulta factible conseguir que los que escriben mal escriban bien.

Escribir bien, entonces, es un don que no se les da a todos. Por eso no hay Vallejos, Nerudas, Aurelios Arturos y Paces en cada esquina de las calles de Lima, Santiago, Medellín, Bogotá, México, Monterrey y Mérida, pero sí muchos poetas que creen que “escriben bien” y que, además, afirman que su única responsabilidad es “escribir bien”.

Bien les vaya. Si eso creen, es que no han comprendido la diferencia que hay entre la escritura correcta y el genio literario, ese genio literario que no es fruto únicamente de la disciplina y el taller, sino de ese algo más que no todo el mundo alcanza ni podrá alcanzar jamás; ese algo más que a casi todo el mundo le falta porque escribir bien es siempre algo más que escribir bien.

Un émulo criollo de Juan de Mairena escribió: “Durante mucho tiempo me pareció que el aprendizaje tenía lógica y congruencia... hasta que conocí de cerca a mis maestros”.

Se solicita crítico literario con deseos de molestar

27/Febrero/2011
Universal
Yanet Aguilar Sosa

“Se busca crítico literario. Hombre o mujer joven, menor de 35 años, que posea el demonio de la crítica y que ejerza con pasión ese género que en México ha tenido grandes plumas. Requisitos: que sea incómodo y temerario, que haya publicado reseñas en revistas marginales, ediciones con poca circulación o en blogs y páginas electrónicas, que no sea nada complaciente ni vea a la crítica como una manera de acceder a la República de las Letras”.

Ese perfil de todo crítico debe ser también la convocatoria de toda publicación; sin embargo, en México la situación de la crítica literaria no es la mejor. Cada vez son menos los espacios dedicados a ese género y muchas veces, quienes se dedican a hablar de literatura, son jóvenes que ven en la crítica la posibilidad de entrar a la literatura.

Hace unos días, la revista Letras Libres concluyó su periodo de fichaje; por vez primera esa publicación convocó, a través de un concurso en línea, a jóvenes críticos para que enviaran trabajos publicados, y así poder cazar a nuevos talentos. La respuesta fue buena y mañana publicarán la lista con el nombre de los diez jóvenes escritores que mejor cumplieron los requisitos, de ellos saldrá el ganador del certamen que incluye la publicación de la crítica en la revista y 50 mil pesos.

A partir de esa convocatoria, críticos literarios de probada trayectoria analizan la situación de la crítica literariay sus problemáticas. Ricardo Cayuella Gally, Armando González Torres y Geney Beltrán, reflexionan sobre ese quehacer literario, la falta de incentivos y de lectores y los peligros de las becas.

La crítica situación de la crítica

Las problemáticas de la crítica literaria en México son diversas: se reducen los suplementos, revistas y páginas culturales y, por ende, los espacios para el ejercicio de ese género; no es un oficio que permita vivir de eso y la crítica no es considera un género literario, a veces es denominada literatura secundaria.

Esos no son los únicos problemas. Muchos que la ejercitan no la consideran un género de la literatura sino una carrera ascendente para entrar a la República de las Letras; además, hay un temor a quedar mal con alguien que después pueda ser el tutor de una beca o el encargado de un encuentro.

Cayuela, editor de Letras Libres, enumera tres de los grandes problemas de la crítica literaria: las redes “inevitables o muy características del México de las cortesías”; es decir, las de los intereses compartidos, el peligro a quedar mal con alguien que después pueda ser el tutor de una beca, el organizador de un taller, el que te invite a un encuentro.

A eso se suma, que la crítica no se ve como un género más de la literatura, sino como una carrera ascendente para entrar a la vida literaria o a la República de las Letras. “Esto hace que mucha gente que empieza muy filosa y muy activa, una vez que se acomoda dice: ‘lo mío es la novela’, ‘yo siempre quise ser cuentista’, y se cuida mucho de qué dice, a quién se lo dice y cómo lo dice”. La tercera son los pocos espacios para publicar. En este último elemento, coinciden todos los especialistas.

Ellos están de acuerdo en señalar que la crisis de las publicaciones en papel, que no es privativo de México, es un grave problema; sin embargo, dice Cayuela Gally, entre que se consolidan espacios digitales fuertes, con prestigio y con público y con cosas que decir, y desaparecen suplementos y revistas culturales, se ha creado un vacío que es peligroso para la crítica.

Y alertan sobre dos fenómenos negativos: reducción de espacios para el ejercicio de la reseña de novedades, y la pésima distribución de libros de crítica publicados en sellos (usualmente) universitarios o gubernamentales.

Armando González Torres y Geney Beltrán señalan como otra grave problemática la falta de lectores de crítica, a consecuencia del desinterés en las artes y las humanidades.

“A falta de una demanda, la industria editorial y las publicaciones periódicas consideran innecesario generar una oferta”, señala Beltrán.

Armando González Torres reconoce que por un lado existe la tendencia a reservar espacios cada vez más pequeños a la crítica y muchas veces el comentario crítico se confunde con la noticia o la publicidad. “Por lo demás, existe un interés desigual hacia los distintos géneros y se dispone de más espacios para la crítica de géneros comerciales como la novela y muchos menos para otras modalidades de narrativa, o para la poesía y el ensayo”.

A lo anterior se suma el hecho de que el espacio disponible para la crítica es totalmente asimétrico al tamaño de la producción y suele concentrarse en editoriales poderosas o autores prestigiosos y que muchas novedades valiosas se tienen que resignar a circular sin recibir un solo comentario.

González Torres dice que además existen incentivos inadecuados para la crítica. Por un lado, la crítica periodística no tiene el prestigio ni la remuneración que estimule su profesionalización, lo que obliga a la rotación e improvisación de cuadros. Por otro lado, la estrechez del mercado cultural, la concentración de poderes y la importancia de las relaciones personales en el ascenso profesional en la literatura inhiben la crítica y desestimulan una cultura del debate.

Una crítica literaria correcta

Geney Beltrán, autor de El sueño no es un refugio sino un arma y crítico literario de la Revista de la Universidad de México, dice que aunque hay muy buenos críticos en México, resulta imposible para cualquiera de ellos vivir de su escritura y ante eso sólo les queda la cátedra universitaria, las becas y el trabajo editorial o de promoción cultural. “Esta falta de profesionalización no impide, por supuesto, que se desarrolle una carrera como crítico; sencillamente, sólo la hace más difícil y azarosa”.

Cayuela asegura que por esa razón convocaron a jóvenes, pues parten de la certeza de que una gran ventaja es que la crítica joven no está tan maleada como la crítica de sus mayores.

“Sentimos que en México el sistema de becas y de pleitesías y de premios y de recompensas obliga a una cierta cortesía en el trato personal y escrito y eso ha hecho que la temperatura crítica baje mucho. Los jóvenes, sobre todo los que vienen de la marginalidad, tienen menos miedo de meterse en problemas; yo creo que un crítico esencialmente es alguien que quiere meterse en problemas”, señala el editor y ensayista.

Nadie duda que la crítica literaria es fundamental para la continuidad y salud de una tradición literaria. González Torres asegura que en su concepción más acabada, la crítica literaria no sólo se encarga de informar o juzgar la producción artística, sino de conectar con el pasado, crear gusto, apostar por valores y aclimatar nuevas formas. “La crítica, por lo demás, no es una facultad desvinculada de la creación y mucha de la denominada literatura secundaria, como le llaman a la crítica, puede convertirse en literatura de primera”.

El autor de ¡Que se mueran los intelectuales! dice que en México la crítica literaria, sobre todo la que se expresa a través de revistas, suplementos y periódicos (la crítica académica, si bien fundamental, suele acotar su influencia al campo de los especialistas) juega un papel importante para extender el diálogo libresco y mediar entre la producción artística y el consumo más amplio.

Y recuerda que en México hay una arraigada tradición de escritores y críticos, como los Contemporáneos, que en el siglo XX participaron tan activamente en la creación artística propia como en la construcción de un canon y una tradición literarial. Una costumbre que continuaron autores como Octavio Paz. “En la actualidad, si bien ya existe un estamento académico muy consolidado, muchos de los críticos más notables siguen siendo escritores”.

Por eso es necesario revertir la tendencia de cerrar espacios en suplementos y revistas, dice Geney Beltrán, pues la dinámica de los intercambios intelectuales, las polémicas y las revisiones crítica es necesaria para la vitalidad y renovación de cualquier literatura.

Una joven crítica incómoda

Geney Beltrán asegura que en la generación más joven hay muy buen talento crítico desaprovechado y aunque muchos desarrollan su trabajo crítico en la academia, que proporciona mayor seguridad, tiene escasa vinculación con lectores no especializados.

Cayuela Gally ha encontrado en los críticos jóvenes una incomodidad vital muy fuertes ligadas a las circunstancias del país. “Ese tono áspero y desesperado que son como gritos de impotencia a lo que estamos viviendo se trasmina a sus reseñas; le cuestionan mucho a los libros de los que hablan, también hay un cierto cuestionamiento de los grandes nombres recibidos y eso también es bueno porque la literatura avanza muchas veces gracias al parricidio”.

Justo a esos escritores jóvenes que tienen dentro el demonio de la crítica apela Cayuela Gally y a partir de allí “ampliar las miras de un crítico joven, que mire otras lenguas, otras publicaciones, que escape un poco de la barrera del nopal que a veces nos atenaza”.

Sin embargo no la tienen fácil. Armando González Torres dice que para imponer su talento y su agenda de gusto, los críticos emergentes deben luchar contra todas las inercias.

A la caza de nuevos talentos

El concurso convocado por Letras Libres apuesta por encontrar a jóvenes cuya verdadera vocación sea la crítica. Buscan una nueva camada. Y lo hacen en todo México, saben que hay una cultura crítica en Villahermosa, Tijuana, Monterrey, Guadalajara o Puebla.

“Queremos que ese filón de la periferia y de la marginalidad se incorpore a un discurso central y que lo enriquezca y sobre todo lo problematice. Queremos críticos que sean incómodos, que digan verdades que todos sabemos y que nadie dice”, afirma Cayuela.

Cualquiera de esos diez críticos que mañana serán dados a conocer, representan una “bolsa” de renovación de nuevos colaboradores. “Cazar es parte del trabajo de esta redacción, revisar blogs, revistas de provincia, pequeñas editoriales marginales y ver gente joven que esté diciendo cosas, no podemos quedarnos siempre los mismos diciendo las mismas cosas”, concluye Ricardo Cayuela Gally.

sábado, 26 de febrero de 2011

26/Febrero/2011
Milenio
Heriberto Yépez

En México, muchos artistas que laboran en universidades son tratados como si fueran académicos de segunda clase.

Lo absurdo: se les mide desde el punto de vista de la producción académica (verbal).

Un académico mediocre con un buen número de malas ponencias supera en puntaje a un artista con obra visual reconocida.

Muchos artistas visuales producen más (y mejor) pero reciben menor paga y evaluación. Los tabuladores no valoran bien los rubros del arte.

Gran círculo vicioso: no se abren posgrados en arte porque no hay doctores en arte para abrirlos y, como no hay posgrados, muchos artistas mexicanos no pueden trabajar en las universidades.

Si son pocos los posgrados en artes para formar académicos, en México los posgrados para formar artistas se cuentan con los dedos de una mano mutilada.

Si tuvo la suerte de vivir cerca de un posgrado (aunque no sea en arte) o ser admitido en uno lejano, de todos modos, un gran artista visual puede terminar con el sueldo de un pobresor de asignatura. Sus actividades artísticas no tienen buen puntaje. Fuga de cerebros.

En muchas universidades de USA, un creador no necesita títulos académicos. Es profesor gracias a su obra.

Picasso, sin título, no podría ser contratado por una universidad mexicana.

En el presente (desde hace décadas) en el primer mundo, el artista crece en las universidades. Una mayoría creciente de los creadores artísticos salen directamente de ellas.

Invocar el ideal romántico del artista “no-académico” sería una payasada.

Las universidades no pueden maquilar artistas. Pero artistas definitivamente pueden incrementar sus capacidades teóricas y técnicas si ingresan a universidades; en lugar de, a la antigüita, taller o autodidactismo.

Con más licenciaturas y posgrados y justo reconocimiento a su producción, los artistas, además, no necesitarían de tantas chambas y becas. Tendrían alternativas.

Otro problema es que el Sistema Nacional de Creadores de Arte (SNCA) de Conaculta no tiene el mismo reconocimiento en las universidades que el Sistema Nacional de Investigadores (SNI) de Conacyt. Muchos artistas se quedan en el limbo. El sistema simplemente no tiene un modo de reconocerles o permitirles avance. Por eso tantos huyen al extranjero. O engrosan el desempleo.

Los artistas visuales —donde la producción verbal es de segunda o tercera pertinencia— se encuentran en aprietos: si llegan a entrar al Sistema Nacional de Creadores —nada fácil—, de todos modos el SNCA no tiene mucho peso en las universidades; ahí es como un SNI de segunda clase.

Todo esto explica, en buena medida, por qué los artistas mexicanos siguen fuera de las universidades, como si viviéramos en el siglo antepasado.

¿Cuál es el problema de fondo? La negligencia de nuestras autoridades educativas y culturales.

Nuevos y viejos libros

26/Febrero/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. Es un tema sobre el que muchos han opinado en función de su experiencia, determinada por espacio y presupuesto.

No bien finaliza febrero, las novedades librescas se agolpan en la mesa del comedor, como excelentes platillos disponiéndose a ser presentados y engullidos. Aunque forman un conjunto respetable, lucen humildes ante los volúmenes que ya encontraron colocación en los libreros cercanos. Reclaman mi atención en plena mudanza, justo cuando viejos cariños reaparecen ante mí: libros que vuelvo a tener entre las manos después de un tiempo de ausencia; textos que significan ya parte de un paisaje sin el cual no entiendo mi hábitat, no digamos mi memoria.

En el reacomodo que supone un nuevo domicilio, los libros recientes aspiran a ocupar anaqueles vírgenes, acaso el librero que mandamos hacer ex profeso para ese hueco del estudio o el que improvisamos con ladrillos y tablas (siempre quise hacer uno con esta combinación de materiales), pero al final —siempre que nuestra biblioteca tenga alguna lógica— terminan reunidos de un modo u otro con los autores próximos, las materias semejantes o sus pares del mismo tamaño (casi nadie lo confiesa, pero en medio de la estrechez y obligados a acomodar cientos o miles de libros, apelamos necesariamente a uno de los criterios más simplones que hay para organizar los libros: el tamaño de éstos. Y luego el azar dispone que un libro que quedó junto a otro sólo por su altura o peso, tenga al final alguna relación con él más allá de sus dimensiones físicas).

Añadir un libro a la biblioteca supone siempre un ritual. ¿Dónde quedará ubicado? ¿Por qué ahí? ¿Lo encontraremos fácilmente? ¿Se cubrirá de polvo por intocado? ¿Acompañará bien a sus vecinos? Es todo un tema sobre el que muchos han opinado, siempre en función de su experiencia, la cual está determinada casi siempre por el espacio y el presupuesto del que disponemos para esos libros que nos acompañan. Miente, o no tiene idea del asunto, quien afirme que es tan sencillo como saber de qué se trata y colocarlo al lado de sus parientes temáticos o autorales. La discusión entre los poseedores de una cantidad respetable de libros es infinita a este respecto, pero aquel que realmente los valora y utiliza no pierde su ubicación precisa, por más extraviados o confundidos que parezcan entre los demás. Siempre en la cabeza tenemos una suerte de mapa que da con ellos, así se encuentren en el piso amontonados, debajo de la cama o de la mesa.

Estas últimas imágenes sólo sorprenderán a algún recién llegado. Los que todo el tiempo estamos constituyendo —armando y desarmando, instalando y mudando— nuestra biblioteca, sabemos que no son pocas las ocasiones en que los libros quedan por temporadas en el piso o en apretadas cajas. Nunca sobran los metros cuadrados ni los anaqueles para el propietario de una colección respetable.

Acerca de las cajas de libros diré que, pasado un tiempo sin ser abiertas, generalmente después de una mudanza, suelen sorprendernos nuevamente con su contenido: nos recuerdan otras casas, otros libreros y, sin embargo, son los mismos textos de un bagaje que llevamos años preparando, los mismos compañeros de un viaje que nunca termina.

La regla es que lo nuevo se mezcle con lo viejo. Así también los volúmenes recién adquiridos van a dar a un sitio donde otros ya estuvieron o siguen estando con sus amarillentas páginas, memorial de intereses intelectuales, pasiones literarias, recordatorios de trabajos pendientes o incluso de las grandes frustraciones por lo que ya, quizás, nunca leeremos (“hay una… que nunca leeré… de otros).

Ahora bien, en todo tránsito hay libros perdidos. Son los más queridos, pero quién sabe que malhadado destino los alejó de nosotros para siempre. Y son como los difuntos, que extrañamos cuando queremos evocar una frase, una imagen o una historia suya. Así me pasó ayer cuando buscaba un libro de relatos (sueños, en realidad) de Leonora Carrington; sigo sin encontrarlo y me preocupa no volver a ver esa foto maravillosa donde la artista posa con un grupo de amigas, bellísimas, todas fingiendo estar dormidas, muy a la manera de un ejercicio surrealista.

¿Dónde está? ¿Lo presté —craso error— y ya no recuerdo? ¿Me fue robado? No tengo idea, y lamento mucho esta ignorancia tratándose de un libro.

De todas formas, los nuevos y viejos libros de nuestras bibliotecas seguirán encontrándose para —ahora mismo y siempre— sustentar las palabras de Borges:

“Un cúmulo de polvo se ha formado en el fondo del anaquel, detrás de la fila de libros. Mis ojos no lo ven. Es una telaraña para mi tacto.

“Es una parte ínfima de la trama que llamamos la historia universal o el proceso cósmico. Es parte de la trama que abarca estrellas, agonías, migraciones, navegaciones, lunas, luciérnagas, vigilias, naipes, yunques, Cartago y Shakespeare.”

Una y otra vez, todas las cosas y los sueños. Todas las realidades. Los libros.

lunes, 21 de febrero de 2011

Que mala conversación

21/Febrero/2011
El Universal
Guillermo Fadanelli

¿Una casa sin techo? Es probable que cuando llueva, esta casa no sea un buen refugio. Se podría intentar dormir dentro de ella e imaginar que en verdad existe un techo, pero la lluvia terminará venciendo a la imaginación. Sería bueno que las personas comunes lograran resguardarse en esta casa del crimen y también de quienes lo combaten. Pero la lluvia será intensa y el piso se convertirá en lodo. Podríamos imaginar que ese lodo en el que vivimos es una alfombra mullida y actuar en consecuencia: invitar a otras personas a que crean que nuestro lodo es esa mullida alfombra. Y la broma puede seguir sólo a condición de que todos estemos dispuestos a reírnos. ¿Pero qué hacer si nadie se ríe? Ser excesivamente formales para que no se dude de las magníficas condiciones de nuestra casa. Nada imita tan bien al vacío como la formalidad obsesiva (El proceso, de Kafka). En esencia justamente para eso existen las leyes: para evitar la conversación.

Porque es probable que si existe conversación pueda darse un acuerdo. Y un acuerdo sería un grave síntoma de debilidad ya que tendríamos que aceptar que en nuestra casa nadie puede guarecerse de la lluvia (excepto los mexicanos que hemos dado pruebas de resignación y estoicismo). Evitar la conversación es la mejor manera de repeler la crítica hacia nuestra casa. Y si los cretinos no aceptan lo confortable que es nuestra alfombra nos empujarán entonces a poner un brusco remedio a la situación. Los acusaremos de ceguera y seremos hostiles hasta la redundancia.

Las personas pueden dar por terminada una conversación y odiarse hasta que su enemistad los vuelva desgraciados: sin esos dramas la vida duerme. Esa es una de las libertades más preciadas de los individuos: mantenerse aparte de los seres que detestan. Pero los países no pueden hacer eso porque sus leyes —en el caso de las democracias occidentales— son consecuencia de una conversación: una breve pausa mientras la charla continúa y vienen leyes más convenientes. Y si dos gobiernos deciden terminar esa conversación no queda más que concluir o que son tiranos o que son ineptos. No se pueden seguir las normas al pie de la letra —quien diga poder hacerlo miente— pues toda lectura que se haga de ellas es interpretación o puesta al día del espíritu que las inspiró (de Giambattista Vico a H.G. Gadamer se ha insistido en que pensar es conversar). La enfermedad social se presenta cuando en vez de estadistas capaces de comprender el sentido de un espíritu de conversación que aspire a la justicia, sufrimos a gobiernos inspirados en la mercadotecnia donde el valor de las palabras es circunstancial. Gracias a ello la televisión usa su poder para hacer de los procesos judiciales tiras cómicas que vender y que terminan valiendo como verdad.

El que se refugia en una concepción cerrada de las normas jurídicas detiene esa conversación que lleva a la justicia. Se agazapa en una trinchera donde su única obsesión es disparar. Si me dicen que la ley no debe contemplar excepciones la broma se hace más aún grande. Las excepciones son necesarias en la conversación que busca la justicia (por eso existen tratados internacionales, diplomacia, deseo de acordar). De eso se trata todo el asunto: de las excepciones que deben ser tratadas como tales porque de lo contrario la ley se impone como un fin o última meta y no como pausa de una conversación que va más allá de formalismos primitivos. Una escaramuza deprimente: por una parte un gobierno que habita en una casa sin techo y que nos presenta el lodo como la alfombra mullida (en México el sistema de justicia está desacreditado). Y por otra, un presidente francés que es producto de una democracia sostenida en la mercadotecnia de los símbolos y que desea elevar su celebridad a costa incluso de la conversación. ¿A dónde nos llevan estas personas? No sé, yo tengo mi propia vida.

domingo, 20 de febrero de 2011

Palabras para el periodismo cultural

20/Febrero/2011
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Palabras para el periodismo cultural

En el actual momento de México y el mundo debemos aferrarnos a los actos civilizatorios capaces de detener la creciente deshumanización que es el más ominoso signo del cada vez más cercano apocalipsis (Apocalipstick es el título de uno de los últimos libros de Carlos Monsiváis). La educación y la cultura pueden frenar un poco el galope de los cuatro jinetes. Por eso el estado de nuestro sistema educativo (uno de los peores del mundo de acuerdo con las estadísticas), el desamparo en que sobreviven las universidades públicas acosadas por un poder político incapaz de entender que la universidad es, como decía Ortega y Gasset, “la directora del pensamiento colectivo y la maestra de la vida social”, y el escaso apoyo presupuestal a las tareas de la enseñanza de las artes y de la difusión de la cultura, son las angustiosas realidades que se imponen a la mentira y a la demagogia que, sobre estos temas, vierten a raudales los miembros de una clase política en pleno proceso de descomposición.

Todos los días, al abrir el periódico (hecho que es, sin duda, uno de los actos civilizatorios) constatamos el aumento de la deshumanización: se inicia, entonces, como en un alucinante esperpento valleinclanesco, la aparición de seres decapitados, desmembrados, entubados, levantados, secuestrados y olvidados por todos lo antes posible. El sangriento discurso periodístico nos remite al contexto en el que crecen los horrores. Habitan en él la miseria, la falta de oportunidades, la injusta distribución del ingreso, las atrocidades judiciales, la ignorancia, el control de la opinión por medio de las acciones anticivilizatorias del duopolio de la televisión, más poderoso que el sistema educativo; la mentira como forma de expresión cotidiana, la descomposición de los partidos políticos y todas las atrocidades que caracterizan al neofeudalismo disfrazado torpemente tras la máscara del llamado sistema neoliberal.

Todas estas realidades y el conjunto de amenazas que se ciernen sobre nuestras cabezas, nos están indicando la necesidad de promover las acciones educativas y culturales que, al lado de un proyecto coherente de desarrollo social y de justa y equilibrada distribución de la riqueza, pueden ayudar al mejoramiento de la conciencia social. Por estas razones, una revista cultural, un suplemento, unas páginas que atiendan las actividades artísticas y científicas, son artículos de primera necesidad y, sí saben aprovechar en toda su extensión las libertades del pensamiento y de prensa, pueden cumplir el papel bíblico de la levadura que acrecienta y hace que en calles como espejos se vacíe el santo olor de la panadería (López Velarde dixit).

El periodista cultural debe saber que es, sobre todo, un periodista que escribe, siguiendo los lineamientos generales del periodismo, sobre temas relacionados con las artes, los estudios culturales y el análisis y la difusión de la cultura popular.

Debe saber que entre la llamada cultura académica y la popular se da un constante juego de interinfluencias e interconexiones. Una enriquece a la otra y ambas sufren las interferencias de lo que Marcuse llama “la gran matriarca del consumo”, la televisión comercial. Por otra parte, la cultura académica y artística con frecuencia es desfigurada por la acción de los intelectuales orgánicos y de los periodistas que, por razones lamentables, ejercen la funesta autocensura, hablan para conseguir algún beneficio y conocen el arte de quedarse callados para proteger sus privilegios.

No puedo figurarme a un mundo sin poesía, sin prosa, sin música, sin teatro, cine, pintura, escultura y artesanías populares. No puedo figurarme un mundo sin revistas, suplementos y páginas de cultura capaces de tomar el pulso de los nuevos desarrollos de las artes y de las humanidades. Algunos profetas del infortunio anuncian a grandes voces el fin de la prensa escrita. Creo que sus alarmas son injustificadas. La civilización no puede olvidarse de sus formas de expresión y de comunicación. Así, la prensa escrita y el libro perdurarán y la tecnología cada vez más avanzada y sorprendente auxiliará a esos dos elementos esenciales de la civilización: el papel y la tinta de imprenta.

No le tengamos miedo a la tecnología. Recordemos que internet y todos los otros medios virtuales pertenecen, a pesar de los avances de la cultura de la imagen, a lo que MacLuhan llamaba “la galaxia de Gutenberg”. Sigue siendo la palabra el centro de la comunicación humana. Por otra parte, los medios electrónicos, en su mayoría, se limitan a informar sobre los efectos. En cambio, la prensa escrita superada, en buena medida, por la rapidez de las comunicaciones, dedica la mayor parte de sus esfuerzos al análisis de las causas y al estudio del contexto en el que dan los acontecimientos.

Nos abruma el cúmulo de informaciones, nos enajenan el ruido y la velocidad de los medios de comunicación de masas, pero, a pesar o gracias a estos avances de la tecnología, podemos ampliar los campos del periodismo cultural y, como ya lo hacen algunos canales públicos de la televisión mexicana, enriquecer la información y ampliar la reflexión sobre los grandes temas de la vida cultural.

Mucho les agradezco este premio. A mi edad nunca está de más un pequeño reconocimiento que hable sobre los pocos aciertos y calle sobre los abundantes errores. El poeta brasileiro, Joao Cabral de Melo Neto, cuando se sentía triste e inseguro, le hablaba a su amigo, el poeta Carlos Drummond de Andrade, para pedirle: un elogiozinho por amor de Deus (un pequeño elogio por el amor de Dios). Gracias por levantarme un poco el ánimo que los años y los daños me tienen alicaído.

A pesar de tantas calamidades, ineptitudes, corrupciones, desaciertos y crueldades, a pesar de estar cruzando por un angustioso período de deshumanización, la virtud de la esperanza aún brilla como una solitaria estrella en medio de la tormenta. Tengamos fe en la fuerza de la cultura entendida como diálogo humano, en el periodismo comprometido con la verdad y con la justicia.

sábado, 19 de febrero de 2011

El último neoconservador

19/Febrero/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

La historiadora israelí Avital H. Bloch comprobó el vínculo ideológico entre cuatro generaciones de Vuelta y Letras Libres y los neoconservadores norteamericanos, familiarmente llamados “neocons”.

Lo hizo en “Vuelta y el surgimiento del neoconservadurismo en México”, revista Culturales, número 8, Centro de Investigaciones Culturales, UABC, 2008.

Dice Bloch: “Paz hico eco del principio antimarxista inherente en el ‘pluralismo liberal’, que organiza un sistema político no-ideológico. El concepto lo desarrollaron en los años cincuenta y principios de los sesenta los liberales anticomunistas de Estados Unidos, a quienes especialmente Paz y su discípulo Krauze admiraban”.

Paz y los acólitos neocon retomaron el discurso contra la izquierda, el repudio a la contracultura y la adopción del credo económico capitalista como vía para evitar la revolución, a veces con dictador o régimen autoritario incluido, como en el caso de los neocons mexicanos y el PRI. La izquierda como un peligro para México, máxima neocon.

Como afirma Bloch, la estética neocon nacional se caracteriza por “utilizar el modernismo [la vanguardia] como una noción políticamente conservadora”. De ahí que Paz declaró el fin de la vanguardia y defendió la “vuelta a los orígenes”. Zapata y no Cárdenas; Frost y no Ginsberg; Yes to Daniel Bell! Jamás Kristeva.

En el caso mexicano esta ortodoxia fue tan normalizada por el PRI y tan marcada la ausencia de crítica hacia Paz que —como Bloch señala— el grupo paceano no fue identificado como neocon; el influjo fue ofuscado. Todavía tema tabú.

Otro factor, sin embargo, explica que la noción de neoconservadurismo no haya sido utilizada en nuestra crítica hacia Paz: el ideario neocon alimenta casi todos los grupos intelectuales mexicanos. Aquí lo neocon ganó la guerra cultural.

El socialismo desapareció como discurso letrado. Y filosofar, en seco, cesó.

¿Rasgos neocons? La ironía hacia toda posible revolución estética o política; el desprestigio moral como cañón —oh campañas negativas Republicanas— contra figuras, ideas o contextos críticos del sistema; lo formal como formol del escritor (“la política afea a las Musas”). La poesía como absenta apolítica o lela lírica.

Casi toda la poesía mexicana reconocida es neocon. Después de Bartra, ¡incluso La Jornada Semanal adquirió gustos literarios neocon! Y el 68 contracultural devino 69 onanista.

Sin izquierda radical y sin derecha declarada —la derecha es la regla callada—, esta literatura no tiene dialéctica.

La derecha se diluyó al grado que nadie percata que prácticamente hoy todos los grupos compiten para saber quién puede ser —costeños, tapatíos, norteños, Condesa o nihilistas— la mejor variante neocon.

El último neoconservador del mundo morirá en una revista literaria mexicana.