sábado, 21 de agosto de 2010

“Un huevo de porcelana llamado beca”

21/Agosto/2010
Laberinto
Braulio Peralta

Leo para olvidarme de lo que leo: muchos manuscritos, impublicables. Si la gente tuviera idea de las cosas que uno tiene que leer no daría crédito y compadecería a los editores: poemas que no son poemas, cuentos sin ton ni son, crónicas confundidas con el sabor a diario de egos subidos de tono, novelas sin trama ni sustento. Por eso dedico el fin de semana a un clásico de la literatura, para recuperarme. Normalmente, leo, o releo poesía o prosa.

Releo los ensayos de Ezra Pound bajo el nombre de El arte de la poesía, gracias al recordatorio de un queridísimo amigo. En traducción de José Vázquez Amaral, aun no termino el libro y quisiera que no concluyera la lectura. Había olvidado las reglas del arte, todo: el que se dedica al teatro, la prosa y la poesía, la pintura misma. Libro de juventud, me rescata en mi edad otoñal (no me atrevo a hablar de madurez).

Nos dice cómo “leer menos con mayor provecho”. Y de repente, aparece una cita que debí haber puesto en mi columna anterior sobre las becas del Estado. Sin pierde: “A partir de 1848 se observó, en Alemania, que algunas gentes pensaban. Se hacía necesario restringir esa peligrosa actividad; a los pensadores se les dio un huevo de porcelana llamado beca, y poco a poco se les incapacitó para la vida activa, o para cualquier contacto con la vida en general. La literatura era permitida como objeto de estudio. Y su estudio se estructuró de tal manera que la mente del estudiante se desviara de la literatura a la sandez”.

Pound no para en esa idea. Describe la razón de los libros. Simple en su enseñar: “En la medida en que una obra es exacta, es decir, fiel a la conciencia humana y a la naturaleza del hombre, en la medida en que formula con exactitud el deseo, será duradera y será ‘útil’; quiero decir que mantiene la claridad y precisión del pensamiento, no sólo para el beneficio de algunos diletantes… sino… fuera de los círculos literarios y en una existencia no literaria, en la vida general comunal e individual”. O se corrompe: “se torna fangosa e inexacta, excesiva e hinchada”.

El poeta de los Cantares hace una disección cruel de por qué sólo algunos libros quedan en la historia de la humanidad. “Los inventores”, “los maestros”, son pocos; “los diluidores”, una variante más débil “que produce la mayor parte de lo que se escribe”. “Los que hacen una obra más o menos buena en el estilo más o menos bueno de un periodo. De ellos están llenas las deliciosas antologías, los cancioneros, y elegir entre ellos es cuestión de gustos”.

Lo dice un clásico, no un humilde servidor que ha pretendido ejercer el papel de crítico, al que Pound recomienda: “si se quiere ser un buen crítico es menester indagarlo por cuenta propia… Sugiero mandar al diablo a cuanto crítico emplee términos generales vagos. No sólo a los que usan términos vagos por ser demasiado ignorantes para tener algo qué decir; sino también a los críticos que emplean términos vagos para ocultar lo que quieren decir, y a todos los críticos que emplean los términos tan vagamente que el lector puede creer que está de acuerdo con ellos o que asiente a sus afirmaciones cuando de hecho no es así”.

Y la sentencia del poeta: “el arte de escribir versos ya no se puede entender claramente sin el estudio del arte de escribir en prosa… el arte serio de escribir ‘se pasó a la prosa’”.

Coda

“La gran literatura es sencillamente idioma cargado de significado hasta el máximo de sus posibilidades”.

De ahí mi propuesta de becar a un libro, no a un autor.

La otra raza cósmica de Vasconcelos

21/Agosto/2010
Laberinto
Evodio Escalante

Lo menos que puede decirse es que estamos ante una auténtica sorpresa. A más de cincuenta años del fallecimiento del más controvertido de nuestros pensadores, nadie imaginaría que andaba por ahí volando en el aire un libro inédito de José Vasconcelos. La publicación de La otra raza cósmica resulta por este motivo un hallazgo notable, producto directo del interés de Heriberto Yépez por destacar la figura de quien es para él el primer intelectual post-nacional que ha dado el país. En trance de escribir un libro sobre Vasconcelos, y hurgando en la de por sí abundante bibliografía del “escritor mexicano que más ideas ha tenido”, Yépez encontró unas conferencias que habría sustentado Vasconcelos en la Universidad de Chicago en 1926 y que no fueron incorporadas a las obras completas del autor: eran por lo tanto completamente desconocidas entre nosotros. Las tradujo en excelente español y les encontró un título a la vez propicio y provocador. Por la cercanía temporal y por la veta temática (la primera edición de La raza cósmica es de 1925), nos encontramos, en efecto, ante lo que bien podría ser la otra cara de una misma moneda: la tesis mesiánica de una raza mestiza que estaría destinada a implantar una nueva época en la historia del mundo, inaugurando con ello una etapa definitiva de progreso, armonía y disfrute estético, permanece en lo esencial la misma, aunque eso sí, atemperado en este caso el proverbial anti-yanquismo del autor por la doble circunstancia de dirigirse a un público norteamericano culto y, acaso, (atrevo la conjetura) porque ya avizoraba Vasconcelos que cierta simpatía de los círculos dirigentes del país anglosajón podría hacerle falta a la hora en que emprendiese sus futuras campañas políticas.

No por ello, de ningún modo, es un libro oportunista. De hecho, La otra raza cósmica podría antojarse en varios sentidos superior a su precedente inmediato. No se nos olvide que la prosa de Vasconcelos, arrebatada y arbitraria en largos pasajes, podía ser en sus momentos de felicidad estilística tan sugerente y fluida como la de su amigo Alfonso Reyes. Pero no se nos olvide tampoco que era un visionario, un pensador ebullente y original, muchas de cuyas ideas se diseminaron con éxito en nuestro medio, y que el propio Reyes en sus textos sociales llegó a reciclar de manera explícita algunos de sus conceptos como puede constatarlo quienquiera que revise las páginas de su famoso Discurso por Virgilio (1931). La prosa que ahora Yépez como buen “partero de las ideas” rescata del limbo de la inexistencia pertenece a la mejor estirpe vasconceliana: suelta, inventiva, magnánima, elevada y poderosa pero también flexible. El Vasconcelos demócrata e idealista brilla en estos textos con un resplandor que le permite codearse sin complejos con cumbres como Sarmiento, Bolívar y Andrés Bello. Así de poderoso y efectivo es el talante de su logos.

El libro está dividido en tres secciones, lo que corresponde a las tres conferencias impartidas por el autor: I. Similitud y contraste; II. La democracia en América Latina; y III. El problema racial en Latinoamérica. El filósofo de la historia y el experto en asuntos de geopolítica que quería ser Vasconcelos emergen desde los primeros renglones del texto. Impresionan su visión global de la historia de México, su idea del “desarrollo interrumpido” de las etnias indígenas de nuestro país, su manera de alabar el instinto de mestizaje con el que llegaron aquí los españoles, su visión ciclónica del paisaje americano, su descripción tumultuosa de la altiplanicie como escarpa geográfica que obliga al titanismo de sus habitantes, y más en lo amplio, su visión de la América toda como dividida en tres grandes zonas o regiones que imponen modos distintos de civilización, desde la América del Norte hasta la Patagonia. Como ombligo de su ejercicio de anatomía geográfica: las selvas, las zonas tórridas, que se yerguen como tremendo reto al impulso constructor de los hombres. Vasconcelos reitera aquí una tesis que ya había sostenido en La raza cósmica: “El mundo futuro será de quien conquiste la región amazónica.” En la versión de Chicago leemos: “Existe un periodo destinado a llegar en el cual la humanidad, apropiadamente provista con una adecuada técnica, se echará a cuestas la conquista y la explotación de la zona tórrida. (…) tengamos en mente que la raza que conquiste los trópicos será la ama del futuro.”

Si en La raza cósmica excluía de modo tajante a los Estados Unidos de su proyecto de fusión universal, en la medida en que ese país representaría “el último gran imperio de una sola raza”, las conferencias de Chicago se limitan a proponer un contraste que estaría obligado a fructificar: mientras que Norteamérica se ha desarrollado de acuerdo con una ley de similitud de razas, esfuerzos y condiciones, Latinoamérica encarnaría una suerte de ritmo variado de cambios y contrastes, que es el elemento mismo del mestizaje. Será el futuro, adelanta el filósofo, quien habrá de decidir si se impone la llamada Ley de similitud o si resulta más productiva la Ley de contrastes.

Surge el asunto estético. ¿Por qué lo blanco nos parece siempre lo más bello? Vasconcelos establece un interesante relativismo cultural, no exento de agudeza. Si sucede así, nos dice, es porque el criterio blanco de belleza es el que predomina en la era actual de la historia. Lo que no quiere decir que siempre tenga que ser así. A lo que agrega un interesante argumento que acaso no hubiera disgustado a los seguidores de Marx: la belleza física está relacionada con la serenidad y la paz mental propia de las clases dominantes. “En otras palabras —observa Vasconcelos—, una raza de esclavos no puede ser bella porque el trabajo duro y la miseria tienden a dejar su impronta en el cuerpo.” Entiéndase bien: no el trabajo como realización de las facultades humanas, sino como actividad ardua y brutal, que lastima los miembros y deforma los rostros.

El capítulo sobre la democracia contiene los alegatos más poderosos del libro. Lo que está en el caldero es el problema del inveterado caudillismo latinoamericano, modelo de dominación oriental o despótica que impide que la justicia y el respeto ante los demás triunfen en nuestras tierras. Si en La raza cósmica el tema apenas aparecía mencionado en una tacaña frase (“el cesarismo es el azote de la raza latina”), en los discursos de Chicago Vasconcelos se explaya con inteligencia y conocimiento de causa. Sus juicios sobre algunos de nuestros principales personajes históricos como Iturbide, Fray Servando, Benito Juárez, Lerdo y Madero me parecen agudos y ponderados, nada qué ver con la visión maniquea de una desafortunada historia de México que escribió varios años después ya despechado por el tremendo fraude que sufrió durante las elecciones presidenciales del 29. Sin ahondar más en el tema, me limito a decir que en la visión de Vasconcelos, mientras que es el despotismo el que ha hundido en la miseria a los pueblos latinoamericanos, son los gobiernos democráticos, sobre todo si están encabezados por hombres de cultura (como Sarmiento, Montalvo o Bello) los que conducen a la prosperidad. No por ello, empero, deja de reconocer que el gran déspota Porfirio Díaz también impulsó de modo sustantivo el crecimiento económico del país, aunque en definitiva lo condena en tanto que todo tirano, ejemplo de dominio unipersonal, “está destinado a traer una nueva era de odio, destrucción y caos”.

El capítulo final está dedicado a exaltar el papel de la raza mestiza. Por principio de cuentas, el autor añade una observación interesante que le desconocíamos, en el sentido que los indígenas mesoamericanos no constituyen de ninguna manera una raza primitiva. Acepta que pueden ser una raza decaída, en la que de seguro hay vestigios de la gran época de la Atlántida, pero no primitiva como tal. Un enorme paso adelante si se considera que para su contemporáneo el “humanista” Reyes los antiguos pobladores del Anáhuac son —y la frase me suscita escalofríos— “un pasado absoluto” (véase de nuevo el antes mencionado Discurso por Virgilio). Por lo demás, Vasconcelos sostiene que el mestizo representa un elemento totalmente nuevo en la historia, sin verdaderos asideros en el pasado, lo que de modo necesario lo proyecta hacia el porvenir. Retomo el argumento en su aspecto medular: “…el mestizo no puede remontarse por entero a sus padres, ya que no es exactamente como ninguno de sus ancestros, y al ser incapaz de vincularse plenamente con el pasado, el mestizo está siempre dirigido al futuro, es un puente hacia el porvenir.” Ningún país como México, añade el autor, puede mostrar “todos los signos y los efectos de esta peculiar psicología mestiza”.

No todo, empero, es miel sobre hojuelas. Su valoración del zapatismo, por ejemplo, revela no sólo un dejo peyorativo contra los campesinos alzados en armas sino igualmente una consideración muy unilateral acerca de las comunidades indígenas en general, las cuales, según esto, “carecen de estándares civilizatorios en los cuales apoyarse.” Su diversidad, opina Vasconcelos, resulta una limitación. El indio, enfatiza: “No tiene lenguaje propio, (y) nunca tuvo una lengua común para toda la raza.” La lengua de España resulta así elevada a canon insuperable de todo proceso civilizatorio. Lo cual ya es mucho decir…

En fin. Estoy consciente de que resumo de manera apresurada y parcial un libro muy rico en argumentos del mejor Vasconcelos. En estos días que corren, cuando ciertos personajes de la academia se entregan al deporte de menospreciar los variados aportes de este pensador… sin siquiera haberlo leído, me parece que la aparición de La otra raza cósmica es una buena oportunidad para iniciar la tarea pendiente.

Novelas para el siglo XXI

21/Agosto/2010
Laberinto
Héctor de Mauleón

Un grupo de escritores, periodistas, sociólogos y arquitectos se encerró durante nueve horas en el Museo Rufino Tamayo para debatir, hace unos días, sobre el narco, la sociedad, la cultura. El escritor Eduardo Antonio Parra recordó que el narcotráfico ha generado obras literarias desde hace al menos cinco años; el escritor Elmer Mendoza se refirió a los desafíos que la realidad impone en la ficción. Ambos estuvieron de acuerdo en que el país no ha producido novelas del narcotráfico comparables a las que hace un siglo produjo la Revolución. Habrá por allí un par de obras estimables, pero en términos generales, y ante la cauda de balaceras, ejecuciones y decapitaciones en que está inmerso el país desde hace años, la literatura mexicana no cumple aún a cabalidad con el apotegma balzaciano que invita a la novela a narrar la vida secreta de las naciones. ¿Dónde está la obra literaria que cuente las narcofosas del modo en que Mariano Azuela describió en el otro siglo la panorámica de un mundo en llamas?:

“Cruces de madera negra recién barnizada, cruces forjadas con dos leños, cruces de piedras en montón, cruces pintadas con cal en las paredes derruidas, humildísimas cruces trazadas con carbón sobre el canto de las peñas. El rastro de sangre de los primeros revolucionarios de 1910 asesinados por el gobierno…”.

A fin de paliar esta carencia y hacer que los escritores actuales no palidezcan ante Rafael F. Muñoz, Mauricio Magdaleno, Francisco L. Urquizo, José Vasconcelos, Nellie Campobello, Martín Luis Guzmán y el propio Azuela; como una forma, en fin, de devolver la fe de Parra y Mendoza en la vitalidad literaria de México, propongo el rápido lanzamiento de un grupo de títulos que aborden los años en que nuestra generación entró de lleno en la Edad de la Delincuencia Organizada. A saber:

1) Nacho Coronel no tiene quien le escriba.

2) La muerte de un inhalador.

3) Los narquillos de Río Frío.

4) Las tribulaciones del narcotraficante Törless

5) Juventud con éxtasis.

6) Mañana en Puente Grande piensa en mí.

7) El narco filantrópico.

8) Las grapas de la ira.

9) Morir en el cártel del Golfo.

10) El narcón maltés.

11) En busca de El Chapo perdido.

12) Badiraguato era una fiesta.

13) El periquillo narquiento

14) Astucia. Los hermanos de la coca o los narcos contrabandistas de la rama.

15) Motita.

16) Al este del narcoparaíso.

17) El testigo (protegido).

18) Los encobijados.

19) La sombra del narquillo.

20) Cuentos del General Gutiérrez Rebollo.

El Bicentenario, celebración de agravios

21/Agosto/2010
Laberinto
José Luis Martínez

A los periodistas, a los intelectuales no nos gusta México –dice Héctor Aguilar Camín, quien critica la manera como se están llevando a cabo los festejos del Bicentenario y explica las razones del conflicto del PAN con la historia oficial del país, “de una fuerza extraordinaria, pero también llena de omisiones y mentiras”. Durante la entrevista, realizada en la oficina que ocupa como director de la revista Nexos, habla de las cualidades y defectos de la prensa mexicana y del papel de los intelectuales ante el poder, aborda su conflicto con una izquierda que responde a la tradición socialista estalinista y comenta que la historia es una conversación entre generaciones.

¿Cuál es su opinión sobre el Bicentenario?

Que lo estamos conmemorando mal, sin un proyecto común, incluyente, de lo que ha sido nuestro trayecto como nación. Es una fecha de extraordinaria fuerza simbólica, pero me parece que los gobiernos del PAN no han sabido cómo hacer las paces con la historia del país, que está muy marcada por los ejes establecidos durante la hegemonía del PRI.

México tiene una historia oficial con una fuerza extraordinaria, que es a la vez jacobina, llena de omisiones y mentiras. Establece, por ejemplo, que el año de nuestra Independencia es 1810, y eso es falso: el año en que México pacta y declara su Independencia es 1821. Olvida, por otra parte, que en las primeras décadas del siglo XX en el país hubo dos guerras civiles; sólo reconoce la que transcurre entre 1913 y 1917 y a la otra, la que va de 1926 a 1929, la llama despectivamente la Cristiada, como si esos campesinos que se rebelaron contra el estado revolucionario hubieran sido sólo un sucedáneo de la voluntad de los obispos.

Por otra parte, tenemos este Bicentenario en medio de la discordia política, con los pelos parados de punta, con la violencia, con falta de metas comunes entre el gobierno y la oposición. Tenemos pluralidad e intereses particulares, pero no metas nacionales. La gran celebración que estamos haciendo, es la celebración de nuestras carencias, de nuestros agravios, de nuestros miedos. Lo dije recientemente en un artículo, esto es como si uno celebrara su cumpleaños porque piensa que su vida ha sido perfecta, y no más bien para darse un respiro en la imperfección de la vida.

¿Qué le impide al PAN avenirse con nuestra historia?

El Partido Acción Nacional nació en contra del presidente más consagrado por la historia oficial: Lázaro Cárdenas. Y fue parte de la gran coalición de 1940 que condicionó que Cárdenas no pudiera dejar en el poder al candidato más radical que era Francisco J. Mújica, sino al conciliador Manuel Ávila Camacho, cuya primera frase célebre como presidente fue: “Yo soy creyente”.

Con esta historia oficial, el PAN nunca ha podido congeniar como gobierno porque como movimiento político nació en gran medida para combatir a sus dueños.

Como consecuencia, el gobierno de Vicente Fox se desinteresó del tema del Bicentenario; en el fondo era una celebración que le resultaba ajena o que apelaba sólo a una parte de su nacionalismo, de su visión histórica del país. Nombró jefe de las celebraciones del Bicentenario a un hombre que tiene la paz hecha absolutamente con la historia oficial de México: Cuauhtémoc Cárdenas, y de ahí para acá todo han sido bandazos, titubeos, cambios, equívocos.

Creo que desperdiciamos un momento simbólico como país, de revisión de nuestra historia, de orgullo por las cosas que, en medio de todos los errores y desviaciones, hemos conseguido, entre ellas el hecho de ser una nación. En 1848 no estaba claro que fuéramos a serlo y Lucas Alamán empieza su Historia de México diciendo que la escribe por si algún día desaparece la nación mexicana, para que ahí el lector pueda ver cómo se pierden los mayores dones de la naturaleza.

¿Fueron mejores las celebraciones del Centenario de la Independencia?

El Porfiriato celebró extraordinariamente el Centenario. Sería interesante ver de cuánto fue la inversión entonces del gobierno de Díaz en obra pública, en kioskos, plazas, hospitales, publicaciones, y hacer la comparación con lo que se ha hecho ahora, ver la proporción, digamos, país contra país. En 1910, México era un país de 15 millones de habitantes; tenemos ahora un país ocho veces mayor. Es otro país. Esta es una de las cosas elementales que debió haberse pensado para el Bicentenario, la increíble transformación de México.

El siglo XX mexicano empezó en 1910 con la Revolución, con una elección protestada, con la exigencia de que hubiera elecciones libres y efectivas, y terminó con una elección libre y efectiva. Pero eso nos parece poca cosa.

Estamos en un país con una potencialidad increíble, que se ha modernizado a un ritmo extraordinario; y si bien no ha dado el salto a la prosperidad, sí lo ha dado hacia la constitución de una nación de una gran resistencia, de una gran identidad, de una gran diversidad y de una gran riqueza. Pero esto nos parece poco, todo nos parece poco porque estamos de mal humor, porque tenemos un litigio muy serio con México. A los periodistas, a los intelectuales no nos gusta este país, nunca nos ha gustado, hemos construido una épica de la crítica que se aproxima mucho a la derogación, cuando no a la quejumbre, y la verdad es que nos fuimos para el otro lado: pecamos de optimismo oficial, de ceguera ante los problemas durante la hegemonía del PRI, y ahora pecamos de estrabismo crónico para ver nuestras cosas: siempre las vemos feas, incompletas.

Ante este panorama, ¿cuál sería la labor de los intelectuales?

Los intelectuales tenemos que pensar en nuestro país con seriedad, tenemos que hacer nuestra tarea con mayor humildad y rigor. Por lo demás, no sé si todavía existen los intelectuales como existieron en otro tiempo, cuando tenían un peso en la vida pública; tengo la impresión de que ese peso se ha desplazado mucho hacia los medios.

Pero sí existe una relación de los intelectuales con el poder…

Es una relación muy deformada, en la manera como se le ve y en la importancia que se le otorga. El intelectual que realmente pretenda tener una influencia en el gobierno, lo que debería hacer es meterse a la administración pública, lo otro es un asunto mediático, de imágenes, porque la verdad es que los gobernantes no necesitan ideas de los intelectuales, tienen una enorme cantidad de información precisa, de especialistas, de colaboradores frente a los cuales las ideas generales, las prédicas morales de un intelectual, pues son interesantes, una parte de la conversación, pero no me parece que sean fundamentales en la toma de decisiones.

En este sentido, ¿qué importancia tiene la información que ofrecen los medios?

Los medios tenemos una responsabilidad muy seria, estamos obligados a decir la verdad, ese es nuestro trabajo, no difundir lo que a nosotros nos parece la verdad; nuestro trabajo es ir a preguntar y ver hasta dónde se pueden reconstruir los hechos.

Cuando uno sale de México y tiene la oportunidad de tratar con periodistas, da entre tristeza y rabia ver la imagen que proyectamos del país. La imagen que ofrece la prensa extranjera no es sino reflejo de la prensa que nosotros hacemos. En California, en Nueva York, en Chile, en Argentina, en España, me preguntan: “¿Y usted, cómo sale a la calle?” Les respondo que normal y me dicen: “¿Y la guerra?” Cuál guerra, les contesto. “La guerra que hay en México, que hay en Ciudad Juárez”. Bueno, Ciudad Juárez es importante, pero representa el uno por ciento de la población del país, y la violencia que hay en México es la mitad de la que existe en Brasil.

¿Cómo mira en este momento a la prensa mexicana?

La encuentro muy próspera, plural, competida, libre, y al mismo tiempo un tanto irresponsable, poco profesional, dominada con frecuencia por el facilismo, cuya expresión mayor es la declaracionitis, tomar los dichos por los hechos, eso me parece su primera y mayor limitación. La segunda es su provincianismo, la enorme dificultad de enterarse —con cierto rigor— por la lectura de un periódico de lo que pasa en el mundo, aun en el mundo más cercano, en Centroamérica, donde dos o tres estados están desapareciendo a manos de los narcotraficantes, de las bandas —ahí sí están desapareciendo. O en Estados Unidos, donde tenemos 20 millones de mexicanos, nueve de ellos indocumentados, y tampoco sabemos lo que pasa. Ya no digamos en Europa o en China… Pienso que México es menos provinciano que su prensa.

Yo tengo una lista de columnistas que leo todos los días, una lista de reporteros y cronistas y realmente la prensa mexicana que leo es muy buena, pero hay que hacer una antología.

¿Y el periodismo cultural?

Es una desgracia que el periodismo cultural, que tenía tanta vida y era parte fundamental de toda idea de un periódico en 1970-80, esté desapareciendo. Es una desgracia también que hayan desaparecido géneros —la crónica, el reportaje— que exigen precisión y calidad en la escritura, que van más allá de la declaración, de enervar a quién sabe qué político y transcribir y redactar. Incluso ha desaparecido la entrevista como una manera de realizar el perfil del entrevistado.

Usted es periodista, historiador, narrador, ¿cómo concilia los intereses y las exigencias de cada uno de estos oficios, de estas actividades?

El eje que marca las fronteras es el tema de la ficción y la no ficción. El historiador puede, debe usar su imaginación, lo mismo que el periodista, pero tiene que estar ceñido a los hechos. El novelista es pura imaginación, porque si se ciñe a los hechos va a perder la parte más interesante del espacio de la ficción. Yo diría que el historiador imagina a partir de la realidad y el novelista llega a la realidad a través de la imaginación.

Cuando uno empieza a seguir un hecho con propósitos periodísticos o históricos, tiene que trabajar mucho para obtener poco, tiene que ir a entrevistar, leer, estudiar, investigar, para llegar a veces a cosas muy poco concluyentes.

Todos sospechaban que Calles y Obregón había mandado matar a Villa; era un rumor, pero nadie podía afirmarlo con rigor histórico hasta que Friedrich Katz encontró en un archivo un indicio muy claro de que el asesino de Villa le había avisado a Joaquín Amaro, secretario de Guerra de Calles, sus intenciones de cometer el crimen. Una y otra vez le dijo cómo lo iba a hacer y Amaro, en las cartas que le envió, nunca, por lo menos, lo disuadió de hacerlo. En cambio, después lo ayudó para que tuviera un juicio rápido y saliera libre. No es prueba contundente de que Calles y Obregón hubieran mandado matar a Villa, pero sí es una pista sólida de que les gustó la idea de tener un voluntario para hacerlo, y lo protegieron. Hasta el descubrimiento de Katz, lo repito, no se podía afirmar esto con rigor histórico, como después ya se pudo.

En cambio, Martín Luis Guzmán toma ese mismo momento y situación e inventa en torno de hechos reales cosas que nunca sucedieron y que, sin embargo, a la vuelta del tiempo acaban diciendo más de la verdad profunda de esa época que una crónica puntual de los hechos. A través de la imaginación, Martín Luis Guzmán llega a la verdad, y a través de los hechos, constatados en el archivo, Katz llega a imaginar lo que falta en el escenario para darle coherencia y explicación a la muerte de Villa. Uno inventa y descubre la verdad, el otro descubre la verdad y potencia en la condición de un hecho, de una fuerza convincente, de una fuerza que cambia la manera de ver la historia a partir de entonces.

¿Para qué nos sirve la historia?

La historia es para aprender de la vida, de tu país, de otros países. No hay ningún lugar en donde sea posible entender tanto de la naturaleza humana como en la historia; no hay espacio mejor que la historia bien escrita, bien pensada, bien investigada. Yo diría eso, que la historia es para aprender cómo es la vida.

La historia es un universo muy grande, cada generación escoge o debería escoger el pedazo de historia que le es significativo y necesita para enfrentar su propio tiempo. No hay tal cosa como un pasado que está ahí y todos recogemos, el pasado es siempre una pulsión de las pasiones del presente y ahí, en el presente, es donde la historia se va haciendo útil, necesaria, nos muestra que el camino que vamos a emprender viene de algún lugar, del sueño que tenemos de la transformación del país; a través de los desafíos que presenta cada momento histórico hay algo así como una conversación de las generaciones.

¿Cómo ha conversado su generación con la historia?

Para nosotros, en los ochenta, el tema de la democracia era fundamental porque era la mayor aspiración que había, y un personaje como Madero era mucho más pertinente para esa tarea que alguien como Juárez o Cárdenas. En el momento actual, cuando parece haber la necesidad, la posibilidad de una conducción más liberal del país, de una liberalización mayor de su economía, de una integración mayor con Estados Unidos —nuestro adversario simbólico a lo largo del siglo XX—, Juárez y los liberales son un gran referente. Durante el gobierno de Juárez se firmó el tratado McLane-Ocampo, que es la iniciativa de integración territorial y económica más grande que se haya planteado nunca en México respecto a Estados Unidos.

Los grandes liberales del siglo XIX vuelven a tener una fuerza y un interés extraordinario, porque tenían dos cosas que ahora parecen lejanas para México: querían una sociedad de propietarios industriosos, ilustrados, activos, independientes, que podría describirse como un gran contingente de pequeñas y medianas empresas, y al mismo tiempo Juárez quería un gobierno fuerte, capaz de cumplir las tareas del Estado, de recaudar los impuestos necesarios, de aplacar a los poderes fácticos, que en ese momento eran fundamentalmente la Iglesia católica y los fueros del ejército.

Entonces, cuando tú vez el país que tienes enfrente, al que le faltan tantas cosas para ser próspero, hecho lo cual será una potencia mundial, Juárez y Ocampo y Mora adquieren una pertinencia mucho mayor que Porfirio Díaz diciendo: “Pobre México, tan lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, o que Lázaro Cárdenas colectivizando el campo, construyendo ejidos, organizando a los trabajadores en sindicatos que con el tiempo se ha vuelto grandes obstáculos.

Ahora más que nunca necesitamos nuestros linajes liberales. Cada generación es, de algún modo, un cruce de conversaciones entre las urgencias del presente y las tradiciones que pueden nutrir, inspirar las buenas decisiones; es un diálogo del pasado significativo para los desafíos que plantea el futuro.

En la actualidad, a los liberales se les asocia con la derecha.

Sí, así pasa. En la geometría un poco absurda y analfabeta de la política mexicana ser liberal es ser de derecha. No deja de ser un poco extravagante que ser liberal, como Juárez, como Ocampo, se haya convertido en México en una forma de insulto cuando se dice que alguien es “neoliberal”.

¿Usted se considera un hombre de izquierda?

A estas alturas, no sé qué sea en México un hombre de izquierda. No me identifico con la izquierda mexicana —que no es izquierda, o en todo caso es la izquierda del estatismo nacionalista, de la tradición socialista estalinista, prosoviética y procubana, que no ha aceptado el fracaso de aquello en que creyó y no puede imaginar el futuro que necesita construir sobre las lecciones de ese fracaso. Es una izquierda que repite —mejoradas— las prácticas clientelares. En el ámbito de las ideas, es una izquierda que no ha hecho su autocrítica y que, en el fondo, comparte las creencias fundamentales del nacionalismo revolucionario que el país ha dejado atrás, que el propio PRI ha ido dejando atrás. En el ámbito de la práctica, es un corporativismo de baja calidad para unos partidos cuyo proyecto es mover al PAN del gobierno o impedir el regreso del PRI. Entonces, pienso que en México no tenemos izquierda.

¿Tampoco una izquierda intelectual?

Tenemos una izquierda intelectual muy importante, pero que en su mayor parte está en una situación parecida a la mía: fuera de la izquierda partidaria, del movimiento social y del movimiento político de la izquierda, de sus cotos de poder. Intelectuales de primerísima calidad, como Roger Bartra, están en litigio con la izquierda. Luis González de Alba va a publicar en el próximo número de Nexos un ensayo espléndido haciendo el recuento de su itinerario, de su pleito con la izquierda. Y otro hombre crecido en la izquierda, irreprochablemente adherido a las grandes tradiciones, José Woldenberg, escribió en su libro El desencanto las estaciones, los momentos de ruptura que lo han llevado a ser estigmatizado y echado de los ámbitos de la izquierda.

Conclusión: yo estoy en el mismo lugar que estaba en 1968, cuando era un hombre de izquierda, un dirigente de izquierda, los que se han mudado a un lugar inaceptable son las gentes de izquierda que han hecho cosas tan notables como hacer senadora de la República a la célebre amante del presidente Gustavo Díaz Ordaz.

Entonces, sí hay un pensamiento de izquierda importante, hay intelectuales que son de izquierda, de ahí vienen, de ahí venimos, ahí aprendimos cosas fundamentales en materia de cultura política, de actitud frente a la parte pública, pero simplemente no podemos caminar juntos con la llamada izquierda mexicana; no podemos, vivimos en un litigio con esa izquierda en la que no hay espacio para la pluralidad ni para la libertad intelectual.

lunes, 16 de agosto de 2010

Insomnio

18/Agosto/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Los tomistas, que no son precisamente, los tomadores, sino una clase de escolásticos sostenían que los ateos lo somos por la debilidad de nuestra mente: somos tan débiles mentalmente que podemos ser ateos. Le comuniqué este razonamiento a la señorita predicadora que suele acosarme los domingos cuando salgo a comprar el periódico. Tengo la sospecha de que esta joven me espera tras el árbol de la esquina y finge salir a mi encuentro de manera casual. Qué vida tan desperdiciada la suya, suspiro resignado, casi tan desperdiciada como la mía. La señorita predicadora y yo pudimos entregar nuestro tiempo a acciones tan distintas y menos esforzadas que la literatura o la prédica de los libros sagrados. El tiempo hace lo suyo y mi amistad con esa mujer ha crecido de manera sospechosa. ¿Qué hacer con mi insomnio?, le pregunté hace un par de semanas, ¿es acaso que Dios intenta acostumbrarme a la eternidad? Ella es sumamente gentil e intenta responderme con argumentos plenos de gracia y sencillez. Me pide que lea no sé cuántos salmos o pasajes bíblicos. En respuesta le cito a Stevenson cuando en su Elogio de la pereza, dice que leer mucho nos quita tiempo para pensar. El ocio es una magnífica oportunidad para pensar, no para rezar. “Es usted un hombre bueno, pero se hace demasiadas preguntas, deje de pensar y comience a creer”, me dice mi joven amiga. Y yo continúo asestándole frases tan pedantes como: “Mi mente es demasiado modesta como para que la idea de dios pueda alojarse en ella”. Nada mejor para probar la inutilidad de las palabras que sostener una discusión con un ser convertido, sea éste religioso o ateo. Los escritores tendrían que someterse a esta clase de pruebas para volverse un poco más humildes y darse cuenta de que en ciertos temas las palabras caen sin remedio en el vacío. Esto lo sabía desde hace muchos siglos el sacerdote y asceta Pedro Damiano, quien había acusado al lenguaje de provocar grandes confusiones en la religión: el hecho de que el hombre tenga la capacidad de poner en plural palabras como dios o divinidad lo había, según Damián, llevado directamente al paganismo.

Los tomadores, que no son precisamente los tomistas, sino los aficionados a beber vino curamos el insomnio disfrutando de una buena botella, y dormimos y entonces somos mortales. He invitado a mi amiga predicadora a beber un trago en mi compañía un domingo por la mañana, pero me ha dicho que es abstemia. Me ha complacido tanto que no me haya recriminado, que no se haya sumado a ese maldito ejército de mujeres rompe pelotas que no dejan beber en paz a sus hombres. Son a estas mujeres a quienes Dios ha enviado para hacernos la vida más triste y amarga. Quien se atreve a quebrantar la felicidad de un ebrio merece que lo condenen a vivir y a morir en soledad. Cuántos hombres domados y reducidos a la nada por estas mujeres. Vuelvo a preguntarle a mi hermosa evangelista qué hago para curar mi insomnio sin beber y me dice que es ese un magnífico momento para leer poesía. ¡Qué extraordinaria sorpresa! Es verdad que este ha sido su consejo. No he querido decepcionarla alegando que las noches de insomnio son de una oscuridad impenetrable y que mi mente no acierta a encontrar ningún camino transitable y que mis ojos renuncian a la lectura porque desconocen el significado de casi todas las palabras. Sin embargo, hoy sábado en la mañana he escrito en una pequeña libreta las líneas de ese poema en el que Dámaso Alonso describe la experiencia de pasar tantas noches en vela. He aquí unas líneas que rescaté apenas intactas de mi destartalada memoria: “A veces en la noche yo me revuelvo y me incorporo, en este nicho en el que hace 45 años que me pudro, y paso largas horas oyendo gemir al huracán, o ladrar los perros, o fluir blandamente la luz de la luna. Y paso largas horas gimiendo como el huracán, ladrando como un perro enfurecido, fluyendo como la leche de la ubre caliente de una gran vaca amarilla. Y paso largas horas preguntándole a Dios, preguntándole por qué se pudre lentamente mi alma”. Esto es lo que le diré mañana domingo a mi bella y demasiado arropada amiga, nada de citar la prueba ontológica de San Anselmo ni demás argumentos ridículos. ¿Qué sucederá?

sábado, 14 de agosto de 2010

14/Agosto/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

A propósito de los nuevos becarios del Sistema Nacional de Creadores, la semana pasada aquí en Laberinto, Braulio Peralta hizo una propuesta.

“Yo… becaría aquellos libros que el tiempo les ha dado un lugar en la biblioteca del futuro. Sería más fácil, útil y lógico… Becar a gente porque trabaja escribiendo, es un despropósito. Hacerlo por un libro, por una pieza, por una investigación, es lo más sano”.

Y regalar las obras a bibliotecas o ciudadanos. La idea es excelente.

Las actuales becas generan una clase ociosa que ¡ni siquiera produce libros!

Hay que reiterarlo: los escritores se han vuelto cazabecas porque sus ingresos son insuficientes, debido a la falta de lectores e infraestructura.

Por ejemplo, si hubiera grandes bibliotecas públicas en todo el país, como en el primer mundo, los escritores mexicanos no necesitarían gastar tanto en libros. Los pedirían prestados, como sus colegas norteamericanos.

El gobierno mexicano, además, debe apostar por la educación de los jóvenes escritores. Hacen falta decenas de posgrados de Humanidades y Artes.

Para creadores con obra, en lugar de dinero, debe ofrecer un programa para reconocer académicamente su obra ya realizada.

Conozco escritores distinguidos que han tenido la beca del Sistema Nacional y apenas termina su periodo, vuelven a la pobreza; en su juventud y región de origen no existían licenciaturas o posgrados de literatura, por ende, hoy no pueden ser contratados como académicos en universidades, que es uno de los principales empleos que tienen los autores en todo el planeta, ya sea como investigadores o profesores.

Basta una investigación inédita para obtener doctorado. Pero hay escritores mexicanos que tienen obras célebres o estudios especializados. Sin embargo, por los reglamentos de las universidades no pueden ser contratados ni como profes de asignatura; están condenados a chambas temporales.

Junto a la sustitución de becas a escritores por becas a libros, en el caso de jóvenes creadores, hay que intercambiar becas monetarias por becas de estudios, y en el caso de creadores con trayectoria, diseñar una convocatoria de titulación por trayectoria, que beneficie tanto a los creadores como a muchos universitarios que iban a poder tomar clases con creadores destacados —en lugar de con académicos que no tienen más obra que tesis inéditas— y a universidades, que elevarían su índice de académicos con maestría y doctorado, que es un problema serio debido a la ausencia, escasez, poca calidad y/o alto costo de posgrados de Humanidades en muchos estados del país.

Es impostergable cambiar el sistema de becas en cultura. Basta de parches. Hay que cambiarlo de raíz.

Reconocer libros excepcionales ya realizados y, asimismo, becar a los jóvenes en posgrados y, mucha atención, titular trayectorias.

Becas, vocación y vacas flacas

14/Agosto/2010
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Si se aborda la legitimidad o los alcances de las becas desde el concepto de sinecura, lucro o canonjía, el planteamiento de mi buen amigo Braulio Peralta en “La danza de las becas, la ausencia de libros” (Laberinto, 7/08/10) sería irrefutable: becar a un individuo por escribir un libro es un despropósito, sí, porque un artista no debería gozar (ni requerir) de la tutela del Estado para ejercer su vocación, desarrollar su talento, sostener una disciplina que responde sólo a intereses personales o, sencillamente, por una libertad creadora emancipada de El ogro filantrópico. Quizá es por eso que las becas huelen a dádiva, soborno o privilegio y que sean objeto de reproche, porque suele decirse que el artista es artista a pesar de la estrechez o el desamparo y que es más meritorio mantenerse en pie en los infinitos rounds de sombra con la inestable y caprichosa realidad.

Sin embargo, opino lo contrario. Y antes de aportar mi punto de vista sobre algunos argumentos de Braulio, aclaro que no disfruto de ninguna subvención, que me gano la vida con el temblor de mis neuronas y el sudor de mi laptop.

1) Las becas no le resuelven la vida a nadie. No liquidan la hipoteca, no garantizan el bienestar ni la riqueza. Sólo sirven, momentáneamente, para dedicarle más espacio a la obra en el disco duro cerebral. ¿Quién viaja para beber un tinto a orillas del Sena con la mensualidad del Fonca, si los montos son iguales o menores a la percepción de los mandos medios institucionales? Cuestionar la beca de un pintor o un escritor en este país en el que nuestros impuestos costean lujos y despilfarros de la clase política (funcionarios culturales incluidos), o rescatan bancos y empresas privadas o sostienen sindicatos charros, también es un despropósito, pues ¿acaso la ordeña del erario a través de un contrato sexenal sí es legítima, incontrovertible, en este México heredero del Tlacuache Garizurieta (“vivir fuera del presupuesto es vivir en el error”)?

2) ¿Dónde están, qué trascendencia tienen los libros o los escritores beneficiados por las becas? Esto es ambiguo. A la obra la evalúan el tiempo y los lectores que recauda. Su virtud radica en la resonancia colectiva, sea ruidosa o marginal, y no en el índice de ventas. En un mundo donde el marketing es el dictaminador más poderoso (con excepción de las firmas independientes), la obra corre el riesgo de perderse. Y de eso, el autor (con o sin beca), no es responsable.

3) Las becas no son el dilema, se ha enrarecido su función. Jurados que favorecen a sus cuates o conversos; artistas con una situación económica estable pero que gozan del ingreso, dejando fuera a quien sí lo necesita; pugnas grupales por el control de los repartos. Se trata de un problema ético, no de políticas públicas ni de dignidad o romanticismo existencial porque las becas, efectivamente, no dan prestigio ni consolidan vocaciones pero sí sosiegan fugazmente los mugidos de las vacas flacas. Y claro, cualquiera podría insistir en que una beca es un regalo espurio, porque como dice Vila-Matas en Dublinesca “los escritores son resentidos, celosos hasta la enfermedad, siempre sin dinero y finalmente unos grandes desagradecidos, tanto si son pobres como pobrísimos”…

jueves, 12 de agosto de 2010

La canasta costosa

Agosto/2010
Letras Libres
Gabriel Zaid

Los servicios educativos, como todos los servicios no mecanizables, tienen un problema de costos crecientes. La atención personal es un lujo, y cuesta cada vez más.

El problema de fondo es que aumentar la productividad en los servicios de atención personal es menos fácil que en las manufacturas. ¿Qué puede hacer un psicoanalista o un maestro para aumentar su productividad? ¿Hablar más aprisa? ¿Dividir su atención entre un número mayor de alumnos o pacientes (como en la terapia de grupo)? ¿Reducir las sesiones a cinco minutos (como el psicoanalista Lacan o los maestros que llegan tarde y se van pronto)?

Mientras el costo de una computadora ha bajado extraordinariamente en medio siglo, el costo de una hora de psicoanálisis o una hora de clase universitaria no ha bajado: ha subido. Paralelamente, en medio siglo, la demanda de educación superior ha crecido como nunca, y la carga del gasto educativo en el presupuesto familiar y social se ha multiplicado. Lo cual está llevando (hasta en los países ricos) a ver con otros ojos el gasto en educación superior. ¿Se justifica?

El apetito de saber no requiere justificación. “Todos los seres humanos nacen con apetito de saber” –dijo Aristóteles en la primera frase de su Metafísica. Pero otros griegos (los sofistas) pensaban que el saber es para prosperar; y ponían la muestra: prosperaban vendiendo educación superior.

Los sofistas modernos venden títulos universitarios: credenciales de presunto saber. Está por verse que los graduados sepan más que los no graduados, o que produzcan más, pero ganan más. De ahí la gran demanda de credenciales que sostiene el negocio de la educación superior.

Además, los países ricos tienen gastos universitarios elevados, mayor productividad y mejores sueldos, realidad que se aprovecha como sofisma vendedor: Hay que aumentar el gasto universitario para que prospere el país.

Cuando los países se hacen ricos, pueden darse el lujo de tener gastos universitarios elevados. Pero no se volvieron ricos por eso. México y Japón tuvieron décadas de crecimiento económico acelerado con un gasto universitario muy bajo. Hoy que gastan mucho más, crecen mucho menos.

Una consecuencia lamentable de vender el saber como inversión rentable es que legitima a los que exigen rentabilidad y desprecian los estudios que “no producen”. Puesto que el saber es rentable, debe pagarse con resultados económicos.

La verdadera justificación no es económica: Queremos saber. Nos mueve la curiosidad, el apetito. Es un lujo que nos damos en la medida en que podemos.

Si te dejas llevar por el apetito de observar, leer, reflexionar, investigar, experimentar, criticar, hacer y aprender, ejercerás tu inteligencia, resolverás problemas y te divertirás mucho. No es imposible que de paso hagas dinero, ni estaría mal: es otro campo divertido de aprendizaje y creación. Pero lo importante es el apetito, que se puede frustrar y hasta perder.

Con loables intenciones, se ha querido generalizar lo que empezó como un lujo y sigue siéndolo. Pudo parecer razonable, mientras el lujo se extendía de una minoría ínfima (digamos, el 0.1% de la población adolescente) a una minoría diez veces mayor. Las dudas aparecieron cuando la educación superior se extendió a buena parte de la población. Y ya está claro que el modelo no es generalizable.

Los títulos universitarios dan ingresos privilegiados cuando permiten excluir. Pierden esa “ventaja competitiva” cuando se multiplican los graduados. Para mantenerla, hay la tendencia a no quedarse en la licenciatura: sacar una maestría; y no quedarse en la maestría: sacar un doctorado; y no quedarse en el doctorado: hacer estudios posdoctorales. La espiral sin fin se genera por una contradicción insuperable. No se puede privilegiar a todos sin hacer que el privilegio deje de ser un privilegio.

Si el 100% de la población tuviera un Bugatti, la “inversión” en diferenciarse sería absurda porque no habría diferencia. Además, no hay manera de aprovechar la “ventaja competitiva” cuando la prosperidad se vuelve embotellamiento: una mala pista para correr.

Si el 100% de la población tuviera educación superior, todos tendrían esa ventaja: nadie la tendría. Un taxista con doctorado puede ser más ameno, pero no avanza más aprisa, ni consigue empleo más fácilmente. Por el contrario, los estudios universitarios favorecen el desempleo, como está claro en muchas encuestas, y no sólo en México. Por ejemplo, en el Reino Unido, según la Higher Education Statistics Agency (“Graduate unemployment higher than national rate”, The Guardian, August 24, 2005).

Cuando no se subsidia la educación superior, y el futuro graduado paga el costo de las colegiaturas endeudándose (como es común en los Estados Unidos), el mal negocio salta a la vista. Los graduados salen a buscar trabajo con aspiraciones difícilmente realizables y una carga financiera asfixiante. No lo encuentran, o no lo encuentran dentro de su especialidad, o no lo encuentran dentro de su nivel, o no ganan lo suficiente para pagar el lujo que se dieron.

La supuesta “inversión en capital humano” tiene rendimientos decrecientes. La escolaridad adicional aumenta el nivel de ingresos, pero menos que el costo de obtenerlos prolongando los años de escolaridad. En las estadísticas de muchos países puede verse que la educación básica es más rentable que la educación superior. Los años de escolaridad adicionales tienen rendimientos decrecientes para los estudiantes y para el país. Sin embargo, en México se gasta poco en la enseñanza de oficios y demasiado en educación superior.

La universidad conserva el lujo de su origen: el modelo inventado por los jóvenes de familias ricas que, en Bolonia, en el siglo XI, tuvieron la idea de asociarse y contratar maestros, bedeles y un local, en vez tomar clases particulares en casa de los maestros. Era un lujo ideal para la clase alta, poco generalizable para toda la población. El lujo se volvió más costoso y menos generalizable cuando (siglos después) los bedeles tomaron el poder y añadieron gastos desmesurados en administración, prestaciones sindicales, estadios, viajes y relaciones públicas.

Como si fuera poco, inventaron el paquete vendible como una especie de canasta de Navidad. La canasta 23 incluye este conjunto de servicios educativos y requisitos curriculares que tienes que pagar si quieres el título 23. O la tomas o la dejas. Las posibilidades de pasar de una canasta a otra en distintas universidades, y aun dentro de la misma, son limitadas. Y si no compras la canasta completa, aunque te falte poco, no te damos el título.

Lo peor de esta mercadotecnia abusiva es el estigma que cae sobre los que no terminan, como si estudiar uno o dos años no tuviera valor por sí mismo. Entre los muchos “fracasados” que abandonaron la canasta a medias para hacer cosas de mayor interés, no faltan los que luego reciben doctorados honorarios (a veces de la misma universidad que abandonaron) como Octavio Paz, Woody Allen, Bill Gates y muchos otros que no necesitaron completar su licenciatura para llegar a donde llegaron. Hay listas en Google (The College Dropout Hall of Fame) y en la Wikipedia (“List of college dropout billionaires”).

La rigidez de concentrar la venta del servicio en una canasta curricular obligatoria, en una ventanilla de entrega (el salón de clases) y en un horario, calendario y ciclo juvenil de cinco años (digamos) es una mala idea. A la cual se añadió otra: el profesorado de tiempo completo, que en algunas universidades hasta vive en el campus.

Nunca faltaron médicos, abogados o ingenieros destacados que tenían el espíritu cívico de fortalecer su profesión dando clases. Esto conectaba la experiencia con la universidad, prestigiaba a los que daban clase y establecía contactos útiles para el reclutamiento y el empleo. El profesorado de tiempo completo desconectó la vida universitaria del mundo práctico, y la dejó en una isla.

En su mejor momento, la universidad como isla minoritaria y atractiva, fue un paraíso artificial, lejos del mundo familiar y del mundo del trabajo. Se caminaba entre jardines, en un ambiente ideal para la vida intelectual, la amistad y los noviazgos en un largo viaje compartido, que luego se recordaría con nostalgia. Marcaba la vida personal y creaba lazos decisivos para la vida futura de una cofradía privilegiada. Lazos de especial importancia para aquellos que venían de otras tradiciones, de otras ciudades o de otros niveles de ingresos.

El paraíso aristocrático dejó de serlo cuando, ignorando su origen y naturaleza, se pretendió generalizarlo, aunque era un bien posicional, como los señalados por Fred Hirsch (Social limits to growth): Si alguien descubre una aldea simpatiquísima con una playa maravillosa y sin turistas, el paraíso dura mientras no se sepa. Compartirlo con cien mil personas, cadenas hoteleras, líneas aéreas y fraccionadores lo destruye. No todo paraíso a escala uno sigue siéndolo a escala cien.

Para los que estudian, trabajan y pasan buena parte del día a las carreras de un lugar a otro, cuando no estacionados en un embotellamiento, la educación superior no es un paraíso: es un sacrificio aceptado con la esperanza de que se justifique. Pero, ¿se justifica?

El modelo original era práctico. Reducía el costo de la atención personal del maestro dividiéndola entre varios alumnos que escuchaban simultáneamente su lección: la lectura de un texto. En el siglo xi no existía la imprenta, que bajó extraordinariamente el costo de la reproducción oral y manuscrita de las lecciones; ni las grabadoras, ni las copiadoras, ni la internet. Tampoco las ciudades congestionadas de automóviles. Ni las burocracias universitarias que cabildean presupuestos multimillonarios y negocian contratos colectivos.

Para recuperar el sentido práctico, hay que darle prioridad al apetito de saber y reducir radicalmente los costos, aprovechando los recursos modernos:

1. Eliminar la asistencia física a clases. Esto ya se hace en muchos países, inclusive México (Universidad Abierta de la unam, Universidad Virtual del Tecnológico de Monterrey, Educación Superior Abierta y a Distancia de la sep, Universidad Virtual Liverpool de las tiendas El Puerto de Liverpool). La educación a distancia empezó, al parecer, en el siglo XVIII (un siglo de notables iniciativas editoriales) con cursos por correspondencia para taquígrafos. Los cursos se extendieron de los oficios a la educación superior y se fueron modernizando con otros medios: discos y cintas de audio, cederrones y devedés enviados por correo.

Ahora se aprovecha la internet, tanto de texto, como de audio, como de video, con “asistencia” simultánea o diferida (archivos descargables). Los cursos pueden permitir preguntas en el acto y en presencia de todos en una videoconferencia, como en un salón de clases. Pueden ser interactivos de otras maneras, trabajando a solas. También pueden permitir consultas telefónicas o por correo electrónico. Y pueden completarse con reuniones personales.

Eliminar la asistencia física permite extender a bajo costo la educación superior y crea oportunidades de estudio para las personas que tienen problemas de horario, que viven lejos (incluso en aldeas remotas o en otros países), que no pueden salir de su casa por atender a niños o enfermos, o porque están inválidas o en prisión. Con grandes ahorros para los alumnos y la universidad. The Open University del Reino Unido, por ejemplo, atiende a unos 180,000 alumnos con un personal total (académico y administrativo) de unas 5,000 personas (www.open.ac.uk y Wikipedia).

2. Eliminar la concentración de la enseñanza en el tiempo. La coincidencia en horarios y calendarios (exigida por la coincidencia física) produce congestionamientos (horas pico, temporadas pico) y poco uso de las instalaciones escolares fuera de esos momentos. Concentrar la educación en un bloque de cinco años consecutivos también genera costos innecesarios.

Desde un punto de vista puramente financiero, es mejor diferir parte de la inversión (los últimos tres años, digamos) para aprovechar pronto los rendimientos de la parte inicial. Un ciclo acreditable de los dos primeros años que, al terminar, permita empezar a trabajar reduce la inversión y acelera la recuperación.

Desde un punto de vista experimental, también es preferible dividir la inversión en dos o más tramos para reducir el costo de equivocarse, y para tener la oportunidad de cambiar de rumbo sin desperdiciar demasiado.

Desde el punto de vista de los conocimientos, la acumulación en un solo bloque los vuelve menos frescos, tanto para el estudiante que los olvida como para aquellos conocimientos que se vuelven obsoletos. Cuando los satélites eran cosa de science fiction, un profesor de ingeniería demostró en el pizarrón por qué era imposible lanzarlos: acelerar lo suficiente para vencer la gravitación con una carga vehicular, además de la carga del combustible necesario. Y tenía razón, con los combustibles entonces conocidos.

El apetito de saber requiere cerebro y nada más para muchos problemas. Para otros, hace falta experiencia. Muchos conocimientos que parecen remotos cuando no se tiene experiencia se vuelven interesantísimos cuando en la práctica se ha vivido el problema.

El apetito de saber dura toda la vida. Estudiar cinco años antes de trabajar treinta no es mejor que estudiar dos, por lo pronto, y medio día por semana el resto de la vida.

3. Eliminar la canasta obligatoria. Los paquetes en oferta de las tiendas no son abusivos si los productos incluidos también se venden separadamente. Lo son cuando el producto gancho (el que más demanda tiene) no se vende suelto, obligando al cliente a comprar cosas que no le interesan.

El producto gancho de la educación superior es el título universitario. Todos los abusos (incluso algunos muy descarados: trámites finales que se inventan para cobrar más antes de soltar el título) surgen de la claridad comercial sobre qué prefiere el mercado: las credenciales de saber, más que el saber.

El extremo opuesto está en las bibliotecas públicas y librerías. El lector busca lo que le interesa sin esperar diplomas por los libros que leyó. Muchas bibliotecas mejoran su oferta compilando listas recomendables sobre los temas de interés para el lector. En la oferta de cursos universitarios, se puede hacer lo mismo: ofrecerlos separadamente y sugerir series recomendables, pero no obligatorias.

Celebrando la imprenta, Thomas Carlyle escribió: “La verdadera universidad hoy es una colección de libros.” Después de la imprenta, ¿se justifica todavía la universidad? Lo más que puede hacer un maestro universitario por nosotros es lo mismo que un maestro de primaria: enseñarnos a leer (Los héroes, v). Pero hoy los universitarios no leen. Las universidades tienen otra orientación. Son ante todo vías trepadoras que venden credenciales de saber para subir, acompañadas (como todo producto gancho) de una oferta curricular que redondee el paquete y parezca justificar la credencial. Si se limitaran a vender los mismos cursos sueltos, se les caería el negocio.

Iván Illich propuso prohibir que los solicitantes de empleo fueran discriminados por no tener credenciales (La sociedad desescolarizada). Sería justo, y devaluaría las credenciales a favor de la capacidad real y demostrable. Pero no parece fácil legislarlo frente a los cabildeos de instituciones y sindicatos que defenderían ferozmente el negocio.

No se puede ignorar que la demanda de credenciales deriva de una confusión entre el apetito de saber y el deseo de progreso. El título y el automóvil son símbolos poderosos, casi religiosos, de la cultura del progreso. Por eso, las universidades y el tráfico seguirán empeorando y costando cada vez más. Los lujos masificados resultan más costosos que lujosos.

Por eso hay que resignarse, por ahora, al negocio de los títulos universitarios. Pero no a que el negocio arruine lo principal: el apetito de saber. Hay opciones para evitarlo: Flexibilizar el menú de las canastas. Quitarle presupuesto al campus en favor de la universidad virtual. Favorecer la educación a tiempo parcial durante muchos años, con títulos parciales sobre la marcha. Introducir el aprendizaje serio de un oficio durante la preparatoria y no permitir el ingreso a la educación superior a quien no demuestre su capacidad como carpintero, herrero, electricista, plomero.

Si todos los universitarios fueran capaces de practicar un oficio, su desarrollo intelectual sería mejor. La inteligencia es corporal. La conexión entre la mano y el cerebro fue decisiva para la evolución de la especie. Además, prestigiar los oficios como hobbies que demuestran pericia y perfección, que son muy apreciados y hasta se prestan a concursos tendría consecuencias sociales deseables. Por lo pronto, igualitarias. La habilidad manual, como la práctica de los deportes, no hace distingos sociales. Una persona socialmente importante puede resultar muy poca cosa en el ejercicio corporal.

Otra consecuencia deseable estaría en los costos y el empleo. En los oficios hay más oportunidades de empleo inmediato, incluso por cuenta propia, combinables con las oportunidades de educación superior en universidades virtuales. Estas combinaciones sí son generalizables para toda la población sin costos asfixiantes. ~