jueves, 12 de agosto de 2010

Coetzee o de la complejidad

Agosto/2010
Letras Libres
Rafael Lemus

Hay por ahí una frase de Martin Heidegger –“La anécdota es enemiga de la razón”– que bien podría emplearse contra la mayor parte de la narrativa contemporánea. En realidad, pocas cosas más sencillas que detenerse ante una mesa de novedades, magullar algunas novelas y delatar su sobrada tontería. El uso de fórmulas y estereotipos en este libro. Los velos románticos, la tosca sentimentalidad, el feroz antiintelectualismo en este otro. El dócil fantaseo. El dócil costumbrismo. La idea, tan popular entre lectores y escritores, de que el género es menor y escapista, apenas un divertimento. La degradación ha llegado ya a tal punto que da pena que lo descubran a uno leyendo una novela. ¿Cómo explicarles que uno no ha claudicado ni lee solo para pasar el tiempo? ¿Cómo demostrar que la narrativa (como el ensayo) (más aún que el ensayo) es, puede ser, conocimiento –no una fuga sino otra manera de penetrar y comprender lo real?

Para convencer no es necesario dar marcha atrás y recurrir, otra vez, a los clásicos. Basta con acudir al que es, quizás, el más grande de los novelistas contemporáneos: J.M. Coetzee. Decir eso, que Coetzee es el mejor narrador en activo, es, a estas alturas, casi un lugar común; agregar que es, por lo mismo, uno de los dos o tres pensadores más potentes de la actualidad es menos ordinario. Pero de veras que Coetzee lo es. Primero, porque tiene de sobra aquello que uno espera de los grandes narradores –digamos: inventiva, originalidad verbal, rigor dramático, una fina comprensión del comportamiento humano. Después, y sobre todo, porque sus obras poseen un elemento –o mejor, una fuerza– que uno casi ha dejado de buscar en la ficción y ya solo demanda a los mejores ensayistas: tensión intelectual. No es nada más que uno pueda adivinar debajo de sus personajes y anécdotas un plan previo, una esmerada construcción conceptual que sirve solo como combustible para un texto que ha de rebasarla. No es tampoco que sus libros, en especial desde La vida de los animales, estén tapizados de ideas y debates. Es, sobre todo, que en sus manos la narrativa es un medio al servicio de la inteligencia: un vehículo para perseguir, y felizmente no alcanzar, la verdad.

La pregunta obvia sería: ¿por qué la narrativa y no el ensayo? O de otra manera: ¿por qué Coetzee elige crear personajes y tramas aun cuando, en sus libros más recientes, no parece querer otra cosa que discutir ideas sobre –digamos– los animales, el erotismo, el mal? En vez de responder, habría que arrojar algunos apellidos: Kafka, Beckett, Borges, Michon, Jelinek –intelectuales que también han optado por pensar a través de la narrativa. O incluso: Benjamin, Blanchot, Barthes –autores que prefirieron filosofar no en el vacío sino mientras interpretaban textos ya existentes. Lo que impera al final, en unos, en otros y en Coetzee, es un mismo deseo: el afán de encarnar el pensamiento.

Para hacer eso, entretejer pensamiento y ficción, los narradores suelen reblandecer los pasajes realistas y echar mano de la alegoría. No Coetzee, y ese es uno de sus rasgos distintivos: incluye, sí, elementos alegóricos en sus tramas –alguna casa alevosamente dispuesta en medio de ninguna parte, una enferma terminal que se consume al mismo tiempo que Sudáfrica– pero jamás atenúa su realismo. Cualquiera que lo haya leído conoce esa rara mezcla de literalidad y simbolismo, relato y especulación, materia y espíritu, que destaca y enciende a sus libros. Allí está, por ejemplo, Vida y época de Michael K: una novela que es a la vez descripción de un vagabundeo a través de Sudáfrica y meditación sobre la Sudáfrica que el vagabundo recorre. Allí está, también, la doble naturaleza de Foe: narrativa por un lado, reflexión sobre la narrativa por el otro. Allí está, por supuesto, la inusual combinación de Esperando a los bárbaros: naturalismo brutal, densa alegoría.

Otro recurso a la mano de todo aquel que pretenda pensar por medio de la narrativa es, ya se sabe, la adopción del punto de mira de uno o varios personajes. A primera vista parecería que Coetzee se oculta detrás de protagonistas más bien cómodos: humanistas enfrentados, de una manera u otra, a la barbarie –un magistrado en Esperando a los bárbaros, un profesor en Desgracia, Dostoievski en El maestro de Petersburgo, un par de escritoras en Foe y Elizabeth Costello, todos sitiados por seres ásperos y violentos. Basta, sin embargo, que transcurran unas pocas páginas para que los muros entre los bárbaros y los civilizados se fracturen. Es entonces, ya perdidas las distinciones, cuando ocurre el momento clave –el punto crítico– de casi todas las novelas de Coetzee: ese instante en que los protagonistas, todavía más o menos al margen del caos, deciden lanzarse al abismo abierto bajo sus pies. En La edad de hierro: ese segundo en que la protagonista, una vieja enferma de cáncer, acepta al mendigo y al perro que han ocupado su jardín. En El maestro de Petersburgo: esa página en que Dostoievski opta por acompañar a un implacable joven nihilista, camarada de su hijo muerto. En Desgracia: cuando el profesor David Lurie se niega a defenderse de una acusación injusta y soporta estoicamente el castigo. En Elizabeth Costello: el apartado en que esa mujer, una escritora ya anciana, se resiste a confesar sus creencias, único requisito para que se le permita cruzar una puerta hacia el Otro Lado.

¿Qué pasa ahí? ¿Por qué personajes en apariencia tan racionales actúan, de pronto, tan inexplicablemente? Pasa, en principio, que esos personajes no son, en el fondo, tan racionales –las criaturas de Coetzee abandonan, en los momentos clave, la razón y confían en su instinto. Pasa, también, que en las obras del sudafricano no imperan las mecánicas leyes del conductismo –no toda acción tiene una causa identificable, y lo que creíamos haber entendido en, por ejemplo, la página 37 de Hombre lento no necesariamente determina lo que ocurre en las páginas 39 o 92. Pasa, además, que dentro de la moral de Coetzee (porque se delinea, sí, una moral a lo largo de la obra de Coetzee) nadie es verdaderamente inocente –y, por lo mismo, qué sentido tiene intentar esquivar los problemas cuando uno, nada más por el solo hecho de existir y ser blanco o burgués o civilizado, o, para el caso, negro o explotado o rústico, ya está en el centro del problema. Pasa, por último y por encima de todo, que el apetito de conocimiento, la necesidad de entender, arroja a los personajes de Coetzee hacia esos abismos –penetran la oscuridad porque ese, y no el frío raciocinio, es el único modo de comprender, de veras comprender, cualquier cosa.

Todo esto para llegar a esta frase: “Entendemos mediante la inmersión de nuestro ser y nuestra inteligencia en la complejidad” (Elizabeth Costello).

Si Coetzee es uno de los dos o tres pensadores vivos más importantes, es justo por eso: porque desconfía –como otros– del análisis distante, puramente racional, que acostumbran tanto las ciencias sociales como la mayoría de los intelectuales y porque se compromete –como nadie, con una vehemencia solo suya– con otra vía de conocimiento. ¿Hay que decir que esa vía se llama narrativa? ¿Hay que añadir que incluye, solo en la superficie, personajes y anécdotas y, en su núcleo, un severo desdén por la opinión y la certidumbre de que el fin de la escritura no es concluir sino explorar, no aclarar sino exhibir la densidad de las cosas?

Ya debe estar claro que un escritor así no anda por la vida brindando entrevistas, despidiendo juicios, firmando desplegados. Desde luego que Coetzee no lo hace. Rara vez participa en actos públicos –y si participa, se esfuerza en ser pálido y olvidable. Rara vez concede entrevistas –y si las concede, no habla de sus obras y se recluye, de pronto, en monosílabos. Rara vez emite opiniones –y si se le orilla a hacerlo, se escapa con su ya típica estrategia: leer un relato oscuro y zigzagueante (como el que preparó para la entrega del Nobel) cuando todo mundo espera una declaración sencilla y repetible.

Si ya se sabe esto, ¿para qué molestarlo entonces con un correo electrónico y solicitarle imprudentemente una entrevista?

Porque también se sabe que la trama del hombre es compleja y que no hay modo de anticipar la reacción de nadie y que cualquiera, incluso el escritor más hermético, puede apreciar el resquicio que se le ofrece y decir sí y lanzarse y responder todo esto:

lunes, 9 de agosto de 2010

Malas compañías

9/Agosto/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Desde que mi memoria se puso en marcha hasta ahora que comienza a dar algunos tumbos saco a cuentas que me inclino más por los seres concretos que por las entidades abstractas. Prefiero una montaña a la idea de una montaña. Quizás esto se deba a que en la vida cotidiana uno puede salir herido si se tropieza con una piedra, en cambio no es común escuchar que una persona muera sepultada por un concepto o una metáfora. Sin embargo no hay que confiarse, pues en verdad sucede lo contrario: detrás de tanta muerte de personas concretas, sea a causa de una revolución o de una guerra, se encuentra siempre una mala teoría o, si se quiere, una teoría no comprendida o interpretada de mala manera. Quiero decir que en el curso o devenir de la historia las personas se han visto obligadas a subir por montañas que no existen o a pelear contra personas que no conocen y que acaso en otras circunstancias serían sus mejores amigos. A veces esto no es consecuencia nada más de una mala teoría sino de personas o instituciones que aprovechan estas teorías para obtener beneficios. Creo, como lo escribió Karl Popper, que todos los hombres son filósofos o creadores de teorías, aunque unos lo sean más que otros. Con estas palabras intento decir que los hombres tienen derecho a imaginar teorías pero no a imponerlas sin la aceptación razonada de los demás.

En relación a que los malos conceptos o teorías propician estragos, en el arte sucede también una cosa parecida. Es suficiente que un artista lleve a cabo una propuesta novedosa para que de inmediato surjan en el escenario seguidores que a ciegas intentarán seguir el camino recién descubierto. El buen artista abre una ventana, pero son varios los que se lanzan de cabeza por el boquete recién abierto. La caída desde esta ventana suele ser mortal, por lo que nunca debe uno lanzarse de cabeza a ningún lado ni siquiera por mantener intactos sus ideales. A los conceptos como a las ventanas uno debe asomarse con cuidado y tirarse al vacío a través de ellos. No somos poseedores de verdades absolutas ni héroes que guiarán a nadie por el camino correcto. Lo más que una persona puede hacer es narrar su experiencia, obtener un par de conclusiones y esperar a que los demás encuentren en sus palabras cierta sabiduría para continuar en el camino. La estropeada imagen del héroe ha desmerecido aún más en estos días sobre todo porque se ha vuelto mediática. Si se desea comprobar esta sentencia sólo basta imaginarse a una sola persona ofreciendo la salvación de una comunidad entera. Cuando escucho pronunciar la palabra droga siempre me entra una aversión por los conceptos abstractos o por las definiciones ampulosas que son capaces de hacer entrar en la misma definición cosas de naturaleza tan diferente. Si somos honestos o ampliamos el espectro de una definición podríamos llamar droga lo mismo a las piernas de una mujer que al cloroformo. En sentido similar se podría afirmar que los tiburones son de la misma clase que los charales sólo porque todos viven dentro del agua. Detrás de una definición abarcadora e inmensa nos encontraremos comúnmente con problemas de realidad cotidiana. Me ha sorprendido la definición que para drogas tiene el Diccionario de la Real Academia Española en el que dice que droga es una sustancia mineral, vegetal o animal, que se emplea en la medicina, en la industria o en las bellas artes. No sé de dónde los respetables señores que están detrás de este libro han sacado tales cuentas, pero me parece extraordinario o por lo menos elocuente que asocien la expresión de las drogas a las bellas artes. Ahora además de acudir a los ejemplos de escritores o artistas como Michaux, Burroughs o Thomas de Quincey para probar la buena relación entres las sustancias estimulantes y las artes podemos también acudir a una sencilla definición de diccionario.

Lo que nos queda después de discutir acerca de la legalidad y naturaleza de las drogas es sólo un montón de dudas además de costales de estadísticas sin raíces morales. En un mar de opiniones y posturas distintas no nos resta más que volver a insistir en la libertad. Concepto tan extraño e íntimo al mismo tiempo, pero que es el sustento de las sociedades que no desean ser gobernadas por tiranos ni sometidas por monopolios o pandillas de poderosos. Cuando la confusión o la batalla entre intereses persiste siempre es sano volver a los principios elementales de convivencia y libertad individual y comenzar de nuevo.

sábado, 7 de agosto de 2010

Para lo que sirve el libro del Bicentenario

7/Agosto/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

¿Ya llegó a su casa el libro del Bicentenario?

Este 2010, el gobierno decidió que el cartero le entregué Viaje por la historia de México de Luis González y González, con 213 entradas de ciudades, mitos y retratos, desde Pacal hasta Díaz Ordaz.

Tiraje: 25 millones. Por su formato, dimensiones y sus 65 páginas, parece una revista, una Vanidades con lentes de Elba Esther y ambiente de santoral.

Su título original (Álbum de historia de México) ilustra que este folleto oficial está a mitad de camino entre el gallardo libro de texto gratuito y las láminas escolares de antaño.

El álbum original —Clío, dirigida por Enrique Krauze, negoció los derechos para que el gobierno editara los millones de ejemplares—, desde un punto de vista historiográfico actual, obedece a una visión anacrónica: contar la historia de un país mediante un periódico mural de fichas, datos, poses y anécdotas.

Como toda obra postal, alberga memorables errores. Según el diseño visual, los primeros mexicanos surgieron en Baja California, pues la imagen de “La época de los cazadores” corresponde a las recientes pinturas rupestres de la sierra de San Francisco. La obra también quiere convencernos de que San Felipe de Jesús se embarcó a la Nueva España cuando tenía seis años.

¿Qué tienen en común estas pifias? Que ven al mexicano como un ser menor de edad. Quizá por eso el presidente creyó que nos iba a poner contentos regalándonos un libro de estampitas.

A nadie en la SEP le pasó por la mente que el souvenir del Bicentenario debió ser, al menos, representativo del país que intenta colorear.

De las más de doscientas figuras prominentes, ¡sólo 5 son mujeres! La primera es una piedra (Coyolxauhqui) y la segunda, la reina de España (Isabel la Católica). Le sigue otra fémina religiosa ficticia (la Virgen de Guadalupe) y se termina con Sor Juana Inés de la Cruz y Josefa Ortiz de Domínguez, ambas recluidas en un convento.

Así que si alguien quisiera conocer a México a través de esta obra, concluiría que en México las mujeres o no tenían la menor importancia en la construcción de la nación o, de plano, desaparecieron a principios del siglo XVIII, momento en el cual no vuelven a aparecer en el álbum patricio, patriarcal, patronal, paternalista, pétreo y patrio, que el gobierno de Calderón envío a todos los hogares mexicanos.

A la microhistoria de bronce de González y González la oficializaron; este libro-revista se volverá un recuerdo kitsch de la historia facial (con porte pagado) del desastre del 2010.

De la SEP no se puede esperar mucho. Pero ojalá hubiese remitido una obra útil o, si la idea era darnos chichi con bustos heroicos, se hubiese agradecido que las estampitas del álbum gratuito hubiesen sido, al menos, desprendibles.

La danza de las becas, la ausencia de libros

7/Agosto/2010
Suplemento Laberinto
Braulio Peralta

Me da gusto que algunos amigos reciban becas y resuelvan, en parte, su vida económica. No sé si su vida creativa. No me gusta el tema de los regalos del Estado a sus artistas e intelectuales que sabrá Dios si la van a hacer con sus trabajos tirados al mar. Yo lo plantearía al revés: becaría aquellos libros que el tiempo les ha dado un lugar en la biblioteca del futuro. Sería más fácil, útil y lógico. Piénselo un poquito y verá que tengo razón.

Becar a gente porque trabaja escribiendo, es un despropósito. Hacerlo por un libro, por una pieza, por una investigación, es lo más sano. El autor entrega un libro con la referencia del tiempo. El Estado podría hacer muchas cosas por ese libro: llevarlo a bibliotecas, regalarlo a estudiantes, hacer coloquios en torno, abrir debates sobre las nuevas tendencias escriturales.

Hay libros que merecen ser premiados no con un reconocimiento o galardón literario. Eso sería aparte. Libros que por su importancia, su trascendencia, la prueba del tiempo, merecerían la atención de parte del Estado para hacer con ellos la gran biblioteca imprescindible, de papel, o con las nuevas tecnologías. Esto sin duda parece loco pero en poco tiempo veremos que es una mejor idea que becar a jóvenes —y ni tanto—, que llevan años en el medio cultural y no tienen siquiera un libro que valga tanto como para que reciban un salario-beca por parte del Estado.

Conozco escritores que con o sin beca trabajan y realizan una obra de trascendencia. No al revés. Hay un montón de escritores que han recibido las becas, han escrito sus libros y no ha pasado absolutamente nada con ellos ni con sus libros. Duro pero cierto. Sé que escribir esto es impopular. O mejor, poco populista.

Repito: qué bueno que algunos amigos tienen su beca. Van a poder ir a Europa. Van a comer mejor. Podrán dedicarse de tiempo completo a su creatividad (aunque no estoy muy seguro). De lo que estoy cierto es que una beca no los hará más escritores. Porque una beca, hoy, no es sinónimo de prestigio. Pero si no la tuvieran, acuérdense que está el trabajo de dar clases, hacer cuidado de edición, múltiples oficios relacionados con el quehacer literario. Es duro, se paga mal, pero la satisfacción de salir por sí mismos nadie se los va a quitar.

Hay gente así. No quiero dar ejemplos porque son muchos. Por sus libros los conoceréis. Creo que son un buen ejemplo a seguir. Las becas déjenlas a los estudiantes de escasos recursos, a los pobres de las rancherías que no tienen para llevar a sus hijos a la escuela, a los indígenas que quieren superarse y esperan el apoyo para poder aprender a leer y escribir. Esos sí que necesitan becas.

No creo que un leído y escribido necesite de becas para salir adelante, ¿o sí? Se supone que estudiamos para eso: para hacerla sin necesidad de dádivas. ¿Quién nos dijo que escribir no es un sacrificio de todo tipo, incluso la inseguridad del futuro? Y ya. Me callo. Más enemigos a mi saldo a punto de extinguirse.

Los que no ganaron beca ni lloren. Quizá puedan demostrar que sin beca hacen mejores libros, contra los que la ganaron. Y los que la tienen: buen viaje y, espero, buen futuro. Todos nos encontramos al final de nuestras vidas porque somos el resultado de una carrera sin rumbo.

Coda

¿A ver, quiénes son los agraciados con el mayor número de becas proporcionadas por el Estado? Son más conocidos por eso, que por sus obras, ¿o no? Nombres, nombres, nombres…

jueves, 5 de agosto de 2010

Onetti

Agosto/2010 Nexos
Carlos Fuentes

Hago una pausa biográfica para recordar a Juan Carlos Onetti en Montevideo. Vestía pijama y bata de baño. Vivía con su esposa. Tenía una mirada dormida, ausente, y un verbo despierto, presente. La esposa se enfadaba con él.
—Dejá el vaso de whisky. Trabajá.
Onetti, sin soltar el vaso, me indicaba que saliéramos. Lo acompañé. Con bata, pijama y vaso, llegamos a otra casa situada a cuadra y media de la primera. Allí vivía la amante de Onetti.

Él contaba su biografía. Había sido portero, mesero, billetero de eventos deportivos. Luego vendió falsos Picassos. Muchos creían que era irlandés y se llamaba “O’Netty”. Él se dejaba querer...
—Dejá el vaso de whisky— dijo ahora la amante y juntos regresamos al hogar de Onetti, a cuadra y media de distancia.

Volví a encontrarlo en Nueva York. Durante una famosa reunión del P.E.N. Club convocada por Arthur Miller. La estrella era Pablo Neruda, admitido en los EE.UU. gracias a las gestiones de Miller en contra de las “listas negras” que el gobierno de Washington había fabricado y que incluía a partidarios de un “segundo frente” contra Hitler en la Segunda Guerra Mundial. Algunos escritores latinoamericanos resentían el estrellato nerudiano. Onetti no: iba a todas partes, se fotografiaba con Neruda, el mundo se le resbalaba, iba a conferencias y desconcentraba al conferenciante omiso o equivocado con un grito súbito.
—Y Shakespeare, ¿qué?

Cuento lo anterior para situar a Onetti en un reino muy particular del humor, que es el del Río de la Plata. Hablo aquí de Borges y de Bioy, de Blanco y de Cortázar. Siendo de esta familia, Onetti lo es más de la casa de Roberto Arlt, en la medida en que ambos son, declaradamente, escritores porteños, y Buenos Aires es una ciudad única: no se parece a nada porque es de todas partes. Buenos Aires es ciudad española pero también italiana. Es ciudad judía, rusa y polaca. Es ciudad de putas francesas y padrotes que las acompañan. Es la ciudad del tango y el tango sólo se parece a sí mismo. No sólo es “un pensamiento triste que se baila” (Borges). También es un melodrama arrabalero, en el que la alegría no muestra la cara y a lo sumo “Uno busca lleno de esperanza...”. Sólo que la esperanza muere “triste, fané y descangallada” en madrugadas de cabaret. Admirable esfuerzo el de la gran Tita Merello para darle humor al tango. Sólo le da más extrañeza.

Onetti trasciende estas “influencias” porque ni influye ni es influyente. Crea, y al hacerlo continúa y lleva más allá a una tradición. El escritor pertenece a una tradición y la enriquece con una nueva creación. Se debe a la tradición tanto como la tradición se debe al creador. La cuestión de las “influencias” pasa a ser, de este modo, parte de la facilidad anecdótica.

Entonces Céline se hace presente: la prosa del peligro inminente, la amenaza aplazada, el crimen y la transfiguración. La truculencia. Lo que no hay en Onetti es el antisemitismo de Céline: Onetti tiene demasiado humor para ser ideólogo racista. En cambio, admite la ya citada tradición porteña de Arlt. Sólo que amplía de manera magistral el escaso registro anterior y despliega una verdadera sinfonía del Río de la Plata en sus dos orillas, Buenos Aires y Montevideo. Sólo que la música casi no se escucha porque la metrópoli de Onetti es un pueblo del río, la modesta Santa María, tan modesta como el Yoknapatawpha de Faulkner o la Aracataca de García Márquez. Y es que la ubicación en lo mínimo permite la expansión a lo máximo y Onetti crea una “saga de Santa María” que incluye novelas como La vida breve (1950), El astillero (1961) y Juntacadáveres (1965).

Me limito a La vida breve porque es no sólo el inicio de la saga, sino porque aquí Onetti libera toda su imaginación narrativa en una obra, que si no es la fuente bautismal de la narrativa urbana de Hispanoamérica (Lizardi, Machado de Assis, La sombra del caudillo, otros rioplatenses como Mallea y Marechal, chilenos como Manuel Rojas), sí la re-orienta lejos de la agri-cultura campesina a una agria-cultura urbana donde la temática tradicional, viva aun en Carpentier, García Márquez y Vargas Llosa, ha sido des-terrada, no por el naturalismo, no por el realismo, sino por la realidad. Y en Onetti, la realidad es algo más que sí misma. No es sólo la realidad visible, sino la in-visible. Y no sólo la invisibilidad de lo subjetivo inexpresado, sino la visión otra del mundo onírico.

El sueño es protagonista de La vida breve gracias a que también lo son la vida cotidiana y la imaginación. El sueño en Onetti es soñado porque hay vida de todos los días y hay vigilia de la imaginación. Los personajes van y vienen, trabajan, viajan, aman, odian, hablan. También imaginan: son ellos y son, más que ellos, lo que pudieran o quisieran ser de acuerdo con su imaginación. Luego duermen y sueñan. ¿Dónde se encuentra la frontera entre la vida diaria, la imaginación, el sueño? Ésta es la pregunta de Onetti y para contestarla apela a la vida diaria, a la imaginación y al sueño en un grado, si no superior, sí distinto al de los otros escritores rioplatenses aquí citados.

Es menos naturalista que Arlt. Es más realista que Borges. Le da sueños y pesadillas el mundo de Arlt. Le da calles, bares, apartamentos al de Borges.

El lumpenproletariado políglota es la carne de la prosa de Arlt-Onetti. La clase letrada de ascendencia franco-británica, su espíritu. Onetti condensa carne y espíritu del Río de la Plata para escribir una prosa en la que el habla de la calle le sirve al lenguaje de los sueños y, éste, al vocabulario de la imaginación.

La “saga” de Santa María cuenta las historias de tres personajes.

Uno, Brausen, pertenece a una modestísima clase de trabajadores ancilares.

El segundo, Arce, aspira a una suerte de pureza a través del crimen.

El tercero, Díaz Grey, es un médico que practica su profesión en Santa María.

Díaz Grey se ve perturbado por la intromisión de una mujer, Elena, que lo visita con pretextos médicos pero con insinuantes ofrecimientos carnales.

Arce se inmiscuye poco a poco en la vida de su vecina, la Queca, una atarantada mujer, bisexual y dipsómana.

Brausen está casado con una mujer que fue joven y bella y que ahora ha perdido un pecho.

Díaz Grey debe soportar la aparición del marido de Elena, cuya permisividad sexual respecto a su esposa tiene que serle ocultada ambiguamente al doctor a fin de que su apetito y su curiosidad sexuales, tan bien dominados, empiecen a agrietarse y acaben por ceder.

Arce se compromete cada vez más con el mundo fatídico de la Queca, donde la tentación debe imponerse a la promiscuidad, la curiosidad a las evidencias y el ansia romántica a la vulgaridad sin reparos.
Brausen trabaja a ratos, a veces para un productor de cine, Stein, cuyas fantasías artísticas nada pueden contra sus intereses mercantiles. Brausen sigue a Stein a restoranes y cabarets mientras la mujer del productor, La Mami, evoca una vida imaginaria en París, canta chansons d’amour, juega a las cartas y cuenta con la desidia nostálgica de Stein, que la conoció y la quiso cuando no era vieja y gorda, sino joven y esbelta como las canciones.

Díaz Grey es llevado fuera de horarios y obligaciones a un mundo donde la casualidad y el sinsentido se unen en el enorme bostezo de la nada: ni el rigor profesional ni el placer sexual se le dan ya a Díaz Grey, vigilado, como por dos fantasmas, por la pareja de Elena y su marido.

Arce no sabe si entrar al mundo fugitivo y sin sentido de la Queca. La disponibilidad física, y moral de la mujer lo incita por su facilidad pero también por su inaccesibilidad. ¿Hay un misterio en la transparencia lúbrica de la Queca?

Brausen deja que su mujer se vaya a visitar a su familia de provincia, toma taxis, ve a Stein y siente que la vida se le escapa de las manos.
¿Cómo recuperar la existencia?
¿Cómo salvarse de la rutina, del hastío, del self-pity, de la autocompasión que lo acecha?
Una pared lo separa de la Queca.
Un río lo separa de Díaz Grey.
Una ciudad, Buenos Aires, lo separa de sí mismo.
Brausen es un puritano sin alcohol, tabaco o sexo.
Brausen es el hombre-negación.
En cambio, Arce es pura afirmación física. Quiere pegarle a la Queca hasta matarla.
En cambio, Díaz Grey empieza a sentir que ya no es dueño de su propia voluntad.
Arce y Díaz Grey se sienten creados, sin autonomía. ¿Quién es, entonces, el creador? ¿Quién les comunica la energía contagiosa que les permite existir, hablar, moverse en La vida breve?

Díaz Grey empieza a sustituir al desconocido creador. Entra a través de Elena y su marido a un territorio que no es el de ellos a fin de liberarse de ellos.

Arce decide matar a la Queca para probar su propia autonomía. Se le adelanta Ernesto, joven y torvo amante de la Queca, quien le da muerte a la mujer y exime de la obligación a Arce, para quien matar a la Queca era un auto de pureza.

Cuando Ernesto se le adelanta, Arce es despojado de su acción. Se revela como un hombre al cabo pasivo, tan pasivo como Brausen, abandonados ambos —Brausen y Arce— a una suerte de ficticia camaradería. Uno se reconoce en el otro. Reconocen un territorio compartido y se dan cuenta de que viven vidas paralelas, existencias simultáneas. Brausen ha inventado un doble llamado Arce y juntos Brausen y Arce ingresan a un mundo que es y no es de ellos. Un orbe donde les espera Díaz Grey, revelado al fin, cuando camina al encuentro de Brausen y Arce, como el tercer rostro de la misma persona: Brausen, inventor de Arce y Díaz Grey, en la medida en que cada uno siente que despierta de un sueño que incluía al sueño soñado y en el que Brausen-Arce-Díaz Grey había soñado que soñaba el sueño de la novela llamada La vida breve escrita por un autor que firma “Onetti” pero que podría ser “O’Netty”. Como Cervantes también es Saavedra y ambos son Cide Hamete y el autor del Quijote es un desconocido que abandonó el manuscrito en un basurero...

Como Onetti puede ser O’Netty.

Onetti-O’Netty pertenece también, de esta manera, a la tradición cervantina del autor indeterminado, múltiple o desconocido y del género de géneros: picaresca y épica, urbana y ya no pastoral, migrante y no sólo morisca, bizantina siempre. La novela que se sabe novela porque se lee a sí misma y se sabe leída por lectores.

Novela, en suma, soñada. No dejo de lado, en el capítulo de las ascendencias de Onetti, dos de las grandes obras oníricas de la literatura, La vida es sueño de Calderón de la Barca, donde Segismundo es condenado a soñar. Pero, ¿es el sueño el equivalente de la vida? ¿Desde cuando sueña Segismundo? ¿Desde siempre? ¿Desde hace unos minutos? ¿Y hasta cuándo soñará? Segismundo, condenado a soñar, no puede poseer nada, salvo el sueño en el que vive.

La otra es El príncipe de Homburgo de Heinrich von Kleist, donde la acción dramática conduce al sueño final que la redime y renueva. Como explica Marcel Brion, el “sonambulismo” del príncipe de Homburgo autoriza un “despertar” lúcido y activo. Porque, ¿es el despertar otra forma, inesperada, del sueño? ¿Nos movemos, hablamos, como sonámbulos en “la vida cotidiana”? ¿Y cuánta parte de la vida la vivimos durmiendo?

Son estas cuestiones, el lector lo entiende, de la pregunta universal de la literatura. ¿Cuáles son los límites entre lo real y lo ficticio? ¿Cuáles, entre lo ficticio y lo soñado? ¿Cuáles, entre lo soñado y lo imaginado?

Las obras de Juan Carlos Onetti reviven estas interrogantes de la creación para todos nosotros, los escritores y lectores latinoamericanos de hoy y de mañana.

Montaña entrañable

5/Agosto/2010
Milenio
Jorge F. Hernández

Quienes tienen la fortuna de no limitar su querencia a la cuadrícula cerrada de las ciudades llevan en el paisaje íntimo de la memoria los contornos y la silueta que se filtra en el atardecer de los cerros o montañas inolvidables, inamovibles, incandescentes… que parecen marcadores inalcanzables de ese territorio biográfico donde nacimos. No niego el santuario intocable de los barrios, ni la salada melancolía que baña las calles de la infancia: hablo de montaña recortada entre nubes o bajo el tenue telar de las lluvias, montaña que se subió alguna única vez en la vida, montaña entrañable.

Michel de Montaigne vivió entre 1533 y 1592. Se le considera el padre del ensayo moderno y su nombre se podría traducir como el hombre-montaña. Tengo para bien todas las ocasiones en que lo recuerdo y el pretexto de estos párrafos es la reciente biografía, firmada por Sarah Bakewell y publicada en Londres bajo el sello de Chatto & Windus, bajo el título Cómo vivir: Vida de Montaigne en una sola pregunta y veinte intentos para encontrarle respuesta. En tanto se traduzca este retrato reciente, recomiendo cualesquiera de los muchos prólogos, retratos biográficos, homenajes y deudas de gratitud que existen impresos en español y, en particular, el precioso texto con el que Juan José Arreola inauguró las obras de Montaigne para la vieja editorial Porrúa. De Montaigne han escrito, en todos los idiomas, todos aquellos autores que han escalado sus párrafos como quien sale a andar por la ribera de una montaña entrañable: sin prisas, sin necesariamente ubicar la cima y mucho menos, alcanzarla. En este breve espacio hablo de él porque a menudo encuentro la pregunta entre ramilletes de dudas: “¿Qué es el ensayo?” me dicen e incluso, “¿Para qué sirve?” y “¿Porqué se llama así”?

El ensayo es el género literario que se llama precisamente así porque a Montaigne así le dio por llamar al conjunto de no pocas páginas donde, encerrado en una torre circular, virtió y convirtió en tinta sus más íntimos pensamientos, dudas, críticas, observaciones, deducciones y sentencias. Desde el principio el hombre Montaigne nos advierte que la materia de su libro es nada menos que él mismo y entre líneas, cada lector va descubriendo que la pregunta a la que responde por encima de todas se escucha en el silencio, así pasen los siglos: ¿Cómo se vive?

Los ensayos de Montaigne no son sistemáticos, sino más bien azarosos; se bifurcan en digresiones y no necesariamente tienen que seguir un plan cuadriculado de redacción mecánica. Los Ensayos de Montaigne son aleatorios, letras unidas en afán de exploración, donde la prosa divagante sigue el rumbo de humo de sus propios pensamientos. No son ensayos escritos en la penumbra del sonambulismo, sino párrafos legibles de pensamiento andante. Algo que destaca en la nueva biografía de Montaigne firmada por Sarah Bakewell es considerar al hombre Montaigne no como un escritor perdido en la noche de los tiempos, sino como un contemporáneo que dialoga lo mismo con Voltaire que con Robert Louis Stevenson o Jorge Luis Borges o cualesquiera de los lectores que hoy mismo, aprovechando la madrugada, tengamos a bien visitarlo en medio de una reflexión ya sobre la educación de los hijos o sobre el universo que se encierra en el pulgar de nuestra mano derecha. Será Montaigne, como dijo William Hazlitt, “el primero que tuvo el valor de firmar como autor lo que pensaba y sentía como hombre” y quizá la clave-guía para entender ese valiente ejercicio que leemos intacto el día de hoy –en medio de tantos escritores que firman hipócritamente párrafos en los que no creen y páginas que no profesan—se debe a la sana perogrullada de enarbolar un íntimo escepticismo.

Montaigne el que duda y porque duda, escribe. Montaigne el estoico que no toma partido, pura acatalepsia convencida de que ante una disyuntiva tanto los argumentos a favor como la argumentación en contra pueden tener el mismo peso y valor; por ende, mejor apartarse y contemplar el hecho, describirlo sin tener que tomar partido. Por ende, Montaigne ajeno a la vociferación o la ponderación pontificada que tanta saliva destila entre los que creen que siempre tienen la razón. “Otros forman al Hombre”, escribió Montaigne, “Yo rindo doy cuenta de un Hombre y trazo un retrato particular de uno entre muchos, bastante malformado, y que (de poder) intentaría realmente hacerse diferente a quién es”. Habla de él mismo y quien lo lee descubre que las valiosas páginas de sus ensayos no son más que la ardua reconciliación consigo mismo, trazando bajo el lema “¿Qué sé yo?” un sendero abierto de caminos siempre por recorrer, incluso cuando las vías parecen ya conocidas por instinto.

Sirvan estos párrafos para una ascensión: que todo lector que ya conoce o cree conocer las páginas de Montaigne recuerde con una nueva lectura los confines y perfiles de esa prosa entrañable; que todo lector que aún no recorre esa ribera de pensamiento y memoria, asuma la tranquila caminata de leerlo. Se confirmará que cada vez que se lee algún ensayo de Montaigne parecería que se lee por vez primera; se filtrará en la memoria la imagen intacta del paisaje más callado de nuestro propio pensamiento y aparecerá en algún momento del silencio el susurro de una conciencia que mantenemos hipnotizada, ocupada en tantos menesteres y muchos ruidos: la voz que nos recuerda que no tenemos por qué creerle a todo el mundo todo lo que nos dicen o dictan, sino volver a confiar en lo que sentimos y pensamos nosotros mismos; la voz que nos divide a las claras una primera tajada entre lo bueno y lo malo, lo bello y lo horrendo, lo verdadero y lo falso; la voz que puede reconfortarnos en medio de tantas desgracias, decisiones pendientes y vidas que se postergan como si fuesen pendientes en una oficina de sellos burocráticos. Esa voz es la que cada escritor escucha en sí mismo al leer los ensayos de Montaigne: la voz que escuchan los demás cuando hablamos, la que evocamos en los sueños cuando parece que nos habla el Otro… la voz que acompaña los pasos al subir de vez en cuando una montaña entrañable.

miércoles, 4 de agosto de 2010

Así escribo: Aline Pettersson

Agosto/2010
Nexos
Aline Pettersson

En estado de escritura

Decir cómo escribo es remontarme a tiempos lejanos de mi vida: a los años de mi niñez. Y hubo dos asuntos, entonces, que me fueron relevantes. El primero, sin duda alguna, fue la fascinación por escuchar, leer, pero también por ponerme a imaginar, contar, escribir historias. Sentir cómo se ampliaba el mundo y cómo podía fragmentarse éste creando muchos otros; era algo similar a lo que sucedía con el mercurio de un termómetro que se quebrara y que el dedo, al intentar tomarlo, lo iba orillando a más y más divisiones. Al escribir, yo caía en una excitación interior muy grande: se podía ser todos los personajes que surgieran de la imaginación y que correrían todas la aventuras que esa misma imaginación fuera capaz de pergeñar.
El otro asunto es el de las palabras. Desde aquella época yo encontraba placer en irlas acomodando en la oración, en el párrafo, en la página. De alguna manera, podría compararlo hoy al método del revelado de las fotografías previo a la era digital. El surgimiento mágico, al fondo de la tina, de las sombras, los contornos, los contrastes de luz en el papel. Algo así era la emoción de ir armando con palabras las imágenes de la historia. Y, luego, fijar la mirada y ver surgir la figura o, al menos, algún fragmento.

A la fecha nada de eso ha variado, como por fuerza variaron el vocabulario, la sintaxis, los temas. Pero tanto el amor por la palabra, como la posterior búsqueda flaubertiana de la mejor posible, así como la revisión del sitio adecuado para depositarla en la frase se acrecentaron a lo largo de este oficio ya añejo en mí. Ha transcurrido una vida larga desde que escribí un pequeño relato acerca de un caballo en mi cuaderno escolar. Mi letra era fea (ahora es horrenda e ilegible), pero ese texto fue la primera ventana por la que me asomé a la escritura.

El hecho de escribir conduce por el camino de una comprensión mayor del mundo y del individuo. Es inevitable. Aquí quizá sería bueno buscar el apoyo del conocimiento científico. El asunto es que al colocarse uno en estado de escritura, algo fantástico sucede en los misteriosos procesos de la mente. Llegan, de pronto, otro registro de palabras, otra manera para construir las oraciones, otro ritmo. Y ello abre vías nuevas que intentan responder las incógnitas de siempre. Cae la luz que es capaz de iluminar algunas facetas, aunque, claro, no se despejarán nunca todas las sombras. Esta actividad perenne ofrece solución engañosa a ciertos enigmas, al tiempo que genera otros a los que la pluma (las teclas) busca dar alcance. Así, en la conciencia se teje un tapiz de palabras que harían veces de hilos para crear figuras, las figuras de esas historias que se traman, de esos versos que se bordan, de esas reflexiones que se tejen.

Escribir es una manera de ponerme en la vida, es mucho más que estar frente al teclado o cuaderno. Es sentarme a pensar, garabatear, corregir, borrar, empezar de nuevo bajo el movimiento afiebrado de los dedos. Es como dejarse bañar por los rayos del alba o recibir una suave llovizna de primavera que alerta la piel y potencia la capacidad de percepción.

Pero con frecuencia me eluden las ideas, las manos se paralizan y no encuentro más que vacío. Yo no tengo la fortaleza para permanecer durante horas sentada frente a la mesa de trabajo a la espera de que algo caiga en mis redes. No, no la tengo y entonces me vivo en una sensación de orfandad lejos de aquel acto tan intenso que es para mí escribir. Creo que asomarse a cualquier actividad creativa lleva a un estado de ánimo exaltado que alienta no sólo el ejercicio de los sentidos sino que agudiza esos otros sentidos interiores acaso mucho más finos. El acto de la escritura (si se da) me es muy deleitoso; pero cuando no puedo encontrar la entrada, caigo en el desasosiego. Inevitablemente me desplazo en una especie de sonambulismo, en un hurgar inmisericorde. Voy tras la huella de esa situación inefable que me elude.
Otro hábito, igual de antiguo y paralelo a la escritura, es caminar. Caminar a un determinado ritmo, temprano en la mañana o al atardecer, cuando la luz se desparrama por el cielo y se prende de las nubes u obsequia, en algunos raros momentos, la transparencia del aire. La sincronía entre el desplazarse de los pasos y el vagabundear del pensamiento entrelaza a ambos. Y, de pronto, acaso resplandezcan regiones internas que se prodigan hasta generar, en ocasiones, una epifanía despejando, intensa aunque momentáneamente, la cabeza, como si posible fuera llegar hasta las honduras del espíritu que después buscaría derramarse en la blanca superficie del papel o la pantalla.

lunes, 2 de agosto de 2010

Gordos y democracia

2/Agosto/2010
El universal
Guillermo Fadanelli

No es sencillo enfrentarse a la rutina cotidiana: alimentarse, lavarse, peinarse, podar los jardines. Imaginar que durante decenas de años realizaremos las mismas actividades es aterrador. Si al menos lavándose las manos todos los días se llegara a la sabiduría o a la salvación, pero no habrá nada de eso: limpiaremos y después todo volverá a ensuciarse. Las actividades humanas a las que no soy capaz de acostumbrarme son, sin ninguna duda, las que realizo diariamente. Cioran escribió que después de escuchar a un astrónomo hablar acerca de miles de millones de estrellas renunció a lavarse las manos. Ser consciente de que nuestro cuerpo es prácticamente nada en la suma de la materia estelar es un serio impedimento para que este cuerpo nos merezca respeto. Desde una perspectiva semejante, asistir al gimnasio sería lo más parecido a esculpir un grano de arena. No es nada sencillo afrontar con dignidad la alimentación cotidiana o la limpieza de nuestra casa, pues son actividades que encarnan como ninguna el mito de Sísifo: apenas hemos llegado a la punta de la montaña tenemos que comenzar nuevamente el descenso. Este es el único problema humano que considero importante: ¿cómo hacer para que después de haberse lavado las manos cerca de 200 veces en un mes no nos avasalle el peso del sin sentido? Antes creía que los viejos se resistían a bañarse porque no deseaban tener contacto con su propio cuerpo: nadie desea ver el mapa de sus desgracias. Ahora pienso que si se rehúsan a bañarse es porque simplemente se han aburrido de llevar a cabo acciones que son inútiles por donde quiera que se les mire. En una de las primeras cartas que Kafka escribiera a su amiga Felice, le confiesa que no conoce a un hombre más flaco que él mismo. Kafka no tiene duda de que es el ser más flaco que existe porque, enfermizo, ha recorrido una cantidad considerable de sanatorios y no ha encontrado a nadie tan huesudo como él. Es un alivio pensar que se tiene un cuerpo delgado que en todos los sentidos merece pocos cuidados: estar cerca de la muerte, o parecer un esqueleto, hace que uno se vuelva hasta cierto punto irresponsable en los asuntos cotidianos y ponga más atención en los problemas humanos.

Sumada al sin sentido de la rutina cotidiana, la distracción se ha vuelto, en mi caso, un obstáculo para vivir con cierta dignidad. No sólo me aburre entrar a la cocina para prepararme una vez más el desayuno, sino también olvido que he dejado un pote en la hornilla hasta que el olor a quemado despierta a mi mujer o al más holgazán de mis vecinos. La misma distracción hace que me sea difícil terminar de leer un libro, no uso separadores y no sé en qué página interrumpí mi lectura, también confundo las historias y los nombres de los autores. Al escribir acerca de Robert Walser, Enrique Vila Matas dice que le recuerda a un ciclista de los años 60 que era ciclotímico y que a veces olvidaba terminar la carrera. Así, Walser abandona la competencia para concentrarse en sí mismo o, si se quiere, para escapar de la fama. En su sentenciosa y breve novela Jakob Von Gunten, Walser escribió: “Cuando los hombres comienzan a contar sus éxitos y reconocimientos se ponen gordos de auto satisfacción saturadora. La vanidad los va inflando hasta convertirlos en globos irreconocibles.” Para Walser, la fama es lo peor que puede sucederle a un hombre honrado. No es extraño que la asociara con la gordura. En esto el escritor suizo era, como Kafka, uno de los hombres más flacos de este mundo.

Si cumplir con siniestra exactitud la rutina cotidiana me llevara al menos a la sabiduría, ¿pero de qué le sirve la sabiduría a los viejos? ¿Y más en esta sociedad llena de jóvenes que no escuchan sus consejos? Uno no aprende nada, sino la resignación. Elías Canetti aseguraba que la brevedad de la vida nos hace malos. Tenía razón: siendo longevos nuestros odios tendrían más tiempo para disiparse. Vivir 300 años sería un salvoconducto hacia la humildad y el hastío. México vive un problema en realidad serio -hecho que ha pasado inadvertido para nuestros agudísimos analistas políticos-: no puede haber una buena democracia en un país de gordos. Los obesos no entienden qué es eso porque su cuerpo es lo más alejado de la humildad, la sabiduría, el respeto por el espacio común y demás. Nada qué hacer.