lunes, 17 de mayo de 2010

La verdad sobre las amantes

17/Mayo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

No se sabe por qué las mujeres más bellas tienen feos pies. Es así y nada más. Y aconsejo no comprobarlo pues no auguro una buena experiencia. En ciertos aspectos de la vida es más sano limitarse a creer. Quien crea que puede comprobar la fidelidad de su amante está en un error tan voluminoso como esas pipas de agua que andan por los pueblos. En realidad son enormes, las pipas. Y este error lo es todavía más: creer que las amantes o amadas se reservan para uno, como lo hacen las madres en el nacimiento. Digo “amante” en referencia a una persona que ama, no que engaña, pues eso se da por descontado. Entonces, como decía, es más sano limitarme a creer en lo que a uno conviene. Y no dudar, pues un sutil atisbo de duda se lleva al carajo todo el tinglado.

En cierta novela leí una de estas verdades: las mujeres que cierran los ojos al bailar también lo hacen cuando besan. Es otra verdad que no siempre puede ratificarse, aunque yo haría una añadidura, pues si cierran los ojos al bailar los cierran también después de ascender una montaña. O si un simio las acaricia. O si se acercan a una fruta para conocer su aroma. Me detengo pues se trata de una añadidura un poco extensa que llenaría enciclopedias no enteras. Como es sabido, una enciclopedia nunca está completa. No está completa porque la escriben personas y éstas no dejarán de hacer añadiduras y aumentar páginas. Por eso es mejor creer que las o los amantes dicen la verdad o que las pipas de agua pueblerinas son enormes.

Cuando uno se casa debe declararse a sí mismo “la radiante metáfora del amor eterno”. No le es permitido a ese uno arrepentirse: antes debe convencerse de que su decisión es permanente. Y si después de 20 años duerme junto a un cadáver debe cerrar lo ojos y decirse a sí mismo: “¡Que buena decisión la mía!” De lo contrario, las llaves no entrarán en la cerradura y ningún tapete logrará limpiar el barro acumulado en la suela de los zapatos. Hay que creer en ciertas etiquetas sin pensarlo dos veces. ¡Antes de que sea demasiado tarde! La siguiente historia lo comprueba: hace escasos días visité a una amiga querida que además de ser querida es también una buena cocinera. En su alacena de madera se exponen a la vista casi un ciento de frascos de cristal cuyo contenido es variado, aunque todo tiene que ver con lo culinario. En cada recipiente hay un letrero con el nombre del contenido: clavo, pan molido, linaza, chía, canela, corn flakes. “Se necesita ser tonto para no reconocer los corn flakes”, le comenté llevado por la sorpresa. Ella me respondió: “se necesita ser idiota para no reconocer la canela”. Y nos reímos.

Las etiquetas tienen su sentido, como he dicho antes. Y el sol no conoce el amanecer. Y de pronto tirado en cama, crudo, con el selector de canales en la mano descubro que en televisión hay concursos de ópera. Me es extraño creerlo. Mi sobrina me había relatado que en la plaza central de Huixquilucan se realizaban concursos de lectura de sonetos en los que participaban los alumnos de las primarias locales. No sé si esta niña me ha mentido. Pero lo que vi fue con mis propios ojos. Las etiquetas otra vez. Los Fitzcarraldos se han aprovechado de que estamos distraídos para tomar la escena. Llamar concurso a un reality show, eso demuestra lo mucho que he envejecido. Y aún así continúo acumulando enemigos. Y a los corn flakes también se les puede llamar cereales. Me ha acosado de pronto un temblor anímico y es tiempo de llamar a retirada.

Las mujeres bellas tienen feos pies porque esos pies son como las raíces de un árbol esplendoroso. Y las raíces no son hermosas hasta que uno lo piensa bien. Pensar bien es terrible porque hasta las raíces lodosas o colmadas de gusanos pueden parecernos gratas. La cena de mi querida amiga -sí, la de los frascos- ha quedado en verdad suculenta, aunque apenas la he probado. He preferido concentrarme en sus manos. De pronto le he preguntado por qué el resto de mis amigas dicen que ella es misógina. Me respondió: “no acepto esa acusación, antes que misógina soy misántropa y la teoría de conjuntos está conmigo”. Yo no entendí lo que quiso decir.


sábado, 15 de mayo de 2010

Los cuatro mejores prosistas del español

15/mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Los cuatro mejores prosistas del español son tres: Cardoza y Aragón.

Lo único que separa a Cardoza del mejor Aragón es el punto y seguido. Todos sus enunciados son bellezas y cualquier verso, comparado con su prosa, adviene estafa bellaca, avaricia famélica y contrabando de prisa. ¡Ay, poetristes! ¿Qué pueden fundir que Cardoza no haya abundado página por página?

Nada. (De la cual, escribía Cardoza: la nada era su única hada. ¿Temática? Su propia lírica matemática. La materia verbal que limaba con gotero-volcán.) No zozobraba sobras. Ni escribía: esculpía.

Era exacto, como temporal.

Ningún otro escritor de nuestro idioma —y pienso en Borges— es más citable enunciado por enunciado que Cardoza. Pero lo siempre memorable tiene precio: de tanta belleza infatigable, Cardoza resulta insoportable.

¿Empalaga? Y desordena las ideas con ritmos laberintos, porque Cardoza, ante todo, miraba las palabras en su ciego sonido, fraseologizaba hasta más no poder.

Amaba, incondicionalmente, la paradoja. Le agradaba el retruécano, la variación y, a veces, era Eva de la evasión.

Cardoza se trata de lo intratable. Desenfrenaba al ensayo, lince y pasmo.

Como esfinge antiedípica, ante Cardoza el neobarroco se desbarranca.

Si alguien no lo conoce no se extrañe: Luis Cardoza y Aragón era un escritor guatemalteco, casi mexicano, de obranza dispersa, crítico de arte, que escribía demasiado bien como para que Octavio Paz le cediera su puesto.

No hizo obra vertical. Era un prosista insuperable: escritor horizontal.

Prosa que es pura reincidencia rítmica y acervo de sobresaltos.

Con aforismo suple a la estrofa fofa. Hay algo de tropical en él: tropel de tropos, él que era exceso de artificio, ¡acusaba que Lezama era mayonesa! Pero Cardoza, a veces, era mera opulencia de corpúsculos. ¿Dónde sin duende? Brujo que abruma.

Atrevido de la conmoción, casi cursi, ¿desterrado? Nunca. Nunca salió de su tierra nativa, el lenguaje como extranjería y acato de rareza. Además, ¿qué escritor fundamental no puede alegar cierto exilio?

Cardumen críptico, su crítica era lío de lirismo descolonizador y periodismo loco. Esbocemos balance: como Alfonso Reyes, Cardoza no careció de obra maestra sino de una obra discípula de la maestría general de su escritura.

Al lector comecacas, el hombre de ideas y giros propios, le da diarrea. Ese lector debe cuidarse de Cardoza (o Bernadette Mayer en inglés) porque lo que tales dicen con siete palabras, el papanatas lo pide con seis.

Escritor para escritores o para lectores gustosos del sabor verbal.

Si la literatura mexicana fuese generosa se declararía guatemalteca. Pero no lo es.

Epicéntrico, Cardoza rebasa todo mapa. He aquí su clave: su obra pertenece a un siglo secreto.

Ese siglo sigiloso, por cierto, aún no termina. Cuenta con infinitas décadas.

Respuesta a Geney Beltrán

15/mayo/2010
Suplemento Laberinto
Fernando García Ramírez

“No son gigantes, sino molinos de viento”
(Don Quijote, Cap. VIII)

Escribí una reseña de una cuartilla (síntesis e interpretación) sobre un libro de crítica de Geney Beltrán. Él me responde con cuatro prolijas cuartillas. Él hubiera querido que le dedicara muchas más, como no lo hago: “omito, simplifico”, y al hacerlo: miento. Dice que malentiendo sus “ideas”, sin embargo, en la página 63 de su libro se lee: “¿Habría que decir que cuando hablamos de literatura alegar una pretensión de ‘análisis objetivo’ es una declaración de cobardía, ignorancia o incompetencia (o las tres juntas)?” Me tilda de cobarde por sospechar —por insinuar— que incluyó una mención sobre su pareja como “su apuesta mayor de la literatura del siglo XXI”. Con impostada hidalguía me aclara que, para él, “la amistad exige un ánimo sincero a toda prueba”. Geney Beltrán es un crítico al que no le gusta que lo critiquen. Hubiera querido Beltrán una nota más amplia, sin embargo, creo que con la cuartilla que le dediqué está bien. Tal vez escribiré un poco más sobre su siguiente libro que, espero, sea un libro en forma y no una mera recolección de artículos, como ésta Afirmación furiosa de lo obvio. Dice por último que mi “falta de ética en el ejercicio crítico” lo confirma en su decisión de seguir embistiendo “contra… molinos de viento”. Aunque la boca le quede llena de polvo y abollada la armadura. Lo demás, para decirlo también con palabras de Geney Beltrán, “será egolatría, exhibicionismo, desplante, arrebato y escasa literatura”.


Sobre la crítica literaria en México

15/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Evodio Escalante

París, a 11 de mayo de 2010

Estimado José Luis Martínez S.:

Celebro que propicies en Laberinto una discusión pública acerca del estado de la crítica en nuestro país. El arte de la queja se sublima y alcanza su apoteosis siempre que abordamos el asunto de la crítica literaria; yo mismo no he dejado de repetir que nuestra crítica es bastante pobre, que los espacios para ejercerla se reducen, que el autoritarismo ambiente no la deja crecer y desarrollarse, y en fin, que no sabemos polemizar… Estos son los tópicos en los que casi todos hemos coincidido más de una vez, llevados a ello por estados de ánimo compartidos o por hábitos culturales que se consolidan y se convierten en tradición. No faltan los malhumorados que afirman de plano que la crítica no existe, o aquellos que piensan que se trata de una señora gorda y oportunista, que vende sus favores al mejor postor. Y sin embargo, y sin embargo… A riesgo de que se piense que bromeo o que desvarío con tal de darme el gusto de navegar contra la corriente, quisiera decir que desde una perspectiva rigurosamente histórica, y estableciendo las debidas comparaciones, la crítica literaria del pasado nunca fue tan rica y tan sólida como la que existe actualmente en nuestro país. ¿Exagero?

Mis puntos de referencia son los escritores que formaron parte de la generación del Ateneo de la Juventud y del grupo de los Contemporáneos, a los que un consenso admirativo estima no sin razón como los fundadores de nuestra modernidad cultural y como la verdadera medida de la excelencia a la que aspiramos. Selecciono un ejemplo: Xavier Villaurrutia. La lógica de la argumentación me obliga a dejar de lado por un momento sus logros en el terreno de la poesía, del teatro y de la novela. ¡Qué clarividente y qué dotado para la crítica era el joven Villaurrutia! Su precocidad y su inteligencia, que lo llevan lo mismo a desestimar los poemas del ya entonces tótem Alfonso Reyes que a elevar en una reseña objeciones de peso contra el venerable filósofo Antonio Caso… están fuera de toda duda. Y, sin embargo, visto a la distancia, qué decepción. ¿Cuántos libros de crítica escribió Villaurrutia? Textos y pretextos (1940) es el único libro de este género que alcanzó a publicar, lo cual no deja de ser una desproporción, digo, en relación con el talento que indudablemente tenía. Tratándose de una de las inteligencias más admirables que ha habido en nuestro país, extraña que su aportación haya sido tan exigua. Todavía más señalado es el caso de Jorge Cuesta. ¿Cuál es la obra crítica de esta inteligencia deslumbrante? El legado de Cuesta consiste en un prólogo (a la Antología de la poesía mexicana moderna, que concibieron y compilaron sus amigos de Contemporáneos) y en algunas decenas de artículos publicados en el periódico. No hay más. Lo que solemos llamar los “ensayos” de Cuesta, son en realidad la mayoría de ellos tacaños artículos de no más de tres o cuatro cuartillas de extensión. Si quiero mencionar a un miembro relevante del Ateneo, diré que la herencia crítico-pensante de Martín Luis Guzmán, otro de nuestros personajes míticos, se reduce a dos breves libros que al parecer nunca llegó a reeditar en vida.

En vista de lo anterior, a lo que yo invito es a un ejercicio comparativo tomando en cuenta el resultado que perdura: el libro. Desde el punto de vista de la perseverancia que se convierte en obra, y para ejemplificar sólo con algunos de los críticos en ejercicio que se mencionan en el suplemento, yo diría que José Joaquín Blanco (con al menos diez libros de crítica en su haber) es de calle más importante que Xavier Villaurrutia; Christopher Domínguez, más que Jorge Cuesta; Guillermo Sheridan, más que Jaime Torres Bodet; Armando González Torres, más que Bernardo Ortiz de Montellano; Adolfo Castañón casi tan importante como Alfonso Reyes (a Castañón le faltaría, en dado caso, escribir su versión de El deslinde); Jorge Aguilar Mora mucho más importante que Martín Luis Guzmán, y Heriberto Yépez más que Vasconcelos (notable filósofo que no escribió crítica). En cuanto a Ignacio Sánchez Prado, con el paso que lleva, es seguro que muy pronto será tan influyente como Henríquez Ureña.

No solicito adhesión inmediata a lo antes dicho. Sigamos pidiendo más y mejor crítica, sigamos solicitando las controversias que nos faltan, ¡adelante!, pero démonos un respiro para considerar lo que acaso por falta de perspectiva o de distancia histórica hemos sido incapaces de ver. Tenemos el extraño privilegio de contar con una verdadera Arcadia de la crítica, formada por escritores muy disímbolos entre sí, pero que tienen de común un nivel de profesionalismo, una apertura a lo contemporáneo y una perseverancia (una creencia en la labor crítica) a todas luces más que ejemplares. Como diría el clásico: Los muertos que vos matáis, gozan de cabal salud.

lunes, 10 de mayo de 2010

Cuando los padres se van

10/Mayo/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

A mi parecer el problema más agudo que tenemos como sociedad es que los padres se han marchado y ya nadie nos regaña o nos pone en paz. Como si antes de nuestra llegada al mundo nos hubiera precedido un inmenso vacío. Una prueba de ello es que hoy en día se pueden expresar públicamente, en casi todos los niveles sociales, las tonterías más infames sin que asome en el semblante de quien las expresa ningún atisbo de pudor. No me extraña que se viva una situación semejante pues todos sabemos que la casa es distinta cuando los niños se quedan solos: un nuevo espacio se inventa y las reglas cambian, la imaginación se vuelve otra y los deseos no encuentran sus límites. Cuando eres niño aguardas con ansiedad el momento en el que los padres se marchen un momento para husmear en donde no es permitido, cambiar el orden o la función de los símbolos y abrir las ventanas que siempre han estado cerradas, pero si después de un tiempo los mayores no vuelven entonces comienza el terror, el desasosiego que no tarda en volverse llanto. Si se les deja demasiado tiempo a solas, los niños son capaces de incendiar en una sola tarde lo que sus padres reunieron durante toda su vida. Es por eso que ellos deben volver y poner orden con el fin de que la vida pueda continuar.

Cito de memoria a Guy Debord cuando resalta el hecho de que ahora somos más hijos de nuestro tiempo que de nuestros padres. Tal parece que en buena parte hemos aligerado la carga, cortado las raíces y sólo acudimos a los padres motivados por un respeto frívolo y sin sustancia que no se le desearía ni al peor enemigo. Cuando expreso que estos padres deben volver es porque el terror, la miseria y el desorden que acompaña a la destrucción se han instalado en casa. Y no me refiero al regreso de una institución autoritaria o a un conjunto de personas que tomen el poder y se nombren a sí mismos salvadores o padres de la patria, sino al sencillo hecho de volver a escuchar la voz de los muertos.

Seguimos de largo sin mirar atrás para evitar el regaño y porque el afán de comunicarnos nos empuja a mostrar nuestro rostro a los demás. Quién va a ponerle un límite a los huérfanos que se empeñan en quemar la casa. Quién les dirá que una comunicación sin sustancia no es más que un piar de pájaros. Yo mismo intento responderme por qué he tenido ahora este arrebato que a primera vista puede parecer, además de reaccionario, la rabieta de un anciano en el exilio. Probablemente se debe a que me he hartado de todo el escándalo desatado por las redes sociales, la tecnología de la comunicación y la posibilidad de expresarnos a toda hora y en todo momento.

El encuentro de voces distintas tiene como consecuencia la construcción de sentido, de polémica, de reflexión y sobre todo nos ofrece la posibilidad de conocer a los que son distintos a nosotros. La moral o los fundamentos éticos de una sociedad se inventan, se descubren o se imponen cuando los seres que piensan diferente se encuentran en el campo del lenguaje, la discusión y el reconocimiento, ¿pero acaso esto es lo que sucede con las redes sociales y el entusiasmo desmedido que provoca la comunicación vía tecnología? Hace 40 años escuché decir por primera vez en mi vida que la técnica haría progresar las instituciones democráticas y el sistema de justicia en nuestra comunidad. Lo sigo escuchando.

Ni siquiera podemos ponernos de acuerdo en limpiar el jardín de la casa, ni siquiera hemos logrado edificar instituciones sólidas que apuntalen el bien común, el bienestar y la seguridad de las personas. ¿Cuántos asesinatos se dan a la hora en que los trabajadores vuelven a sus casas situadas en la periferia de nuestra ciudad? Asaltan y asesinan dentro de los autobuses en los que estas personas se transportan. Y ese transporte es también comunicación, relación entre dos puntos, distancia impuesta para trabajar o sobrevivir, restablecimiento del orden subjetivo, pero es evidente que esta no es la clase de comunicación que nos interesa. Resulta más espectacular comunicarse cada 10 segundos para vociferar sandeces y presumir tecnología cuando se carece del menor sentido de comunicación. Es esto lo que sucede cuando los padres (es decir filosofías, tradición, buenos libros, memoria histórica, imaginación) se van y abandonan la casa. Y no volverán.

sábado, 8 de mayo de 2010

El Premio Pulitzer de Poesía 2010

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

El Pulitzer no se distingue precisamente por premiar literatura innovadora. Generalmente premia escritura canónica. Su premio anual de poesía a “un volumen distinguido de versos originales por un autor norteamericano”, en el 2009 fue dado a W. S. Merwin. Pero este 2010, el Pulitzer de poesía sorprendió.

Rae Armantrout —cuyo libro Versed fue galardonado— confesó a la prensa que no había imaginado nunca recibir ese premio.

La obra de Armantrout —una decena de poemarios y un prosario— tiene algunos aspectos líricos, pero, en realidad, son pocos los poemas en que un lector convencional pueda detectar una “temática” o verse “reflejado”.

Su poesía no está hecha de fusión sino de fisión. Las partes tienen entre sí una relación de viraje. Evitan tener trama. Armantrout yuxtapone.

La poesía religiosa —cristiana, romántica o capitalista— está hecha para proveer de “Sentido” a la vida del lector, para pegarle en la frente una “epifanía”, ¡la revelación del día! Cuando un poema no contiene tal metafisicalcomanía, el lector acusa al poema de estar hueco.

El poema es todavía entendido como un pequeño ídolo.

El dictamen del jurado del Pulitzer dice de Versed: “un libro marcado por su ingenio e inventiva lingüística y que ofrece poemas que frecuentemente son bombas-de-pensamiento que detonan en la mente tiempo después de una primera lectura”.

Leer a Armantrout significa renunciar a un mensaje o conclusión o, para decirlo, más claramente no hay moraleja (intelectual, profana, existencial). Es el lector quien puede construir una sensación de significado o resultado.

Armantrout hace apuntes de cosas que escucha o lee; luego los reordensa, condensa, comenta, recorta, en poemas breves, abstractos, heteróclitos.

“Llevo conmigo un cuaderno a donde quiera que voy. Mis poemas frecuentemente comienzan en espacios públicos, en cafés o la calle. Recojo pedazos de conversaciones ajenas que alcanzo a escuchar o lenguaje publicitario de los espectaculares. Cualquier cosa que escuche o vea… en la sala durante la mañana mientras bebo mi café… combino las notas que he hecho, decido qué encaja con qué, veo relaciones”.

Su poesía es desbiografía, collage, parataxis, anti-aura y anti-shock.

Si uno revisa la lista de los libros premiados por el Pulitzer, Armantrout ha sido, en la aplastante mayoría de ocasiones, precedida por poetas de la tradición del poema con mensaje claro y distinto: confesional, dramático, anecdótico, climático, sentimental o paisajístico.

Armantrout, poeta experimental, no encaja en esa lista. A menos que se recuerde que también George Oppen lo obtuvo en 1969, con un libro estupendo y extrañísimo.

Desde hacía muchos años el Pulitzer no se otorgaba a una obra poética, es decir, un Objeto-Verbal-No-Identificable.


La crítica en el banquillo

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Héctor González

¿Cuál es la relación de un escritor con la crítica? Nueve narradores responden esta pregunta; uno de ellos reconoce abiertamente que no le interesa “en lo más mínimo”.

Mario Bellatín

La crítica no me interesa en lo más mínimo, salvo cuando es utilizada con fines ajenos a los literarios, que casi siempre son una bajeza impresionante.

Son muy pocos los críticos que logran mantenerse a lo largo del tiempo. Hace casi treinta años publiqué mi primer texto y no puedo contar la cantidad de críticos que han aparecido y desaparecido en ese lapso.

Ana Clavel

Me interesa mucho la crítica literaria comprometida y fundamentada. “Pasión crítica”, la llamaba Octavio Paz. Me gustaría mucho que mis libros despertaran esa vehemencia razonada. Desafortunadamente hay pocos críticos serios y demasiadas obras que se lanzan como novedades y obstruyen el panorama para reconocer a los autores que están haciendo una apuesta literaria genuina. También veo otro problema: que las pocas voces críticas no tienen responsabilidad con su tradición ni con su presente: o ven sólo a autores clásicos, o sólo ven autores actuales reconocidos por las élites internacionales. No se exponen, no apuestan.

Entre los críticos que sigo se encuentran: Armando González Torres, que es una de las pocas voces razonadas, fundamentadas, que ejercen la crítica tanto en el periodismo cultural como en el ensayo temático. Sergio González Rodríguez, porque más allá de sus recuentos globales, cuando se sienta a separar la cal de la arena es agudo y visionario. Geney Beltrán, entre los más jóvenes, me parece una voz crítica honesta, inteligente y valerosa para decir lo que tiene que decir. Entre los extranjeros, a Estrella de Diego porque es una intelectual de peso completo, lo mismo te habla de libros que de performances o cine y todo ello con una visión transgresora y razonada.

Guillermo Fadanelli

No leo nada de lo que se escribe acerca de mí. Pero tengo aprecio por los críticos literarios, para mí son también escritores, sólo que sus personajes son más barrocos. Leo a Christopher Domínguez, Rafael Lemus, Heriberto Yépez, Bruno Hernández Piche, Armando González Torres y a José Joaquín Blanco, principalmente. Todos ellos tienen peso y sombra. Logran con su afán crítico que la literatura sea todavía una actividad respetable.

Ana García Bergua

El mundo de un escritor y el mundo de la crítica son mundos paralelos que en ocasiones se tocan. Evidentemente uno no puede escribir pensando en la crítica, ni arrepentirse por ella de lo que ha escrito, pero es muy importante saber qué sugiere el libro a plumas que viven de analizar los libros para los lectores. Para mí, la crítica es muy importante; el hecho de que aparezcan notas críticas positivas o negativas, además de las consabidas entrevistas y notas de prensa, significa que el libro ha entrado en su mundo, ha traspasado el límite de la promoción. En México se publica mucho y se lee poco, de modo que, aunque las críticas a un libro pequen de injustas o apresuradas, es preferible que existan a que no existan. Ahora, ante el miedo a enemistarse con gente que puede pesar mucho en la cultura o simplemente retirar el habla, la crítica negativa es el silencio.

Entre los críticos que leo están Christopher Domínguez —últimamente habla de autores mayores o muertos que sinceramente no conozco y me despierta la curiosidad y las ganas de leerlos. Me cae bien Rafael Lemus porque cuando no le gustan los libros lo dice; también me gusta lo que escribe Fabienne Bradu.

Álvaro Enrigue

La crítica es el único medio al alcance de un escritor para tener alguna retroalimentación sobre su trabajo fuera de los círculos familiares y de amigos: es un asunto de curiosidad. Además, cuando menos para mí, la crítica ofrece una tasa de interpretación que te permite evaluar qué tan cerca de las ideas que querías proyectar estaba el mensaje final que enviaste empaquetado en una historia. Me preocupa que lo que escribo se entienda cabalmente, y que la crítica supone la segunda vuelta de una conversación. También sirve para leer más o menos como va tu standing en la República de las Letras; éste es un fenómeno contingente y sin importancia a largo plazo, pero definitivamente relacionado con tu libertad de acción para perpetrar un siguiente libro.

Leo las secciones de crítica de Letras Libres y Nexos invariablemente y de principio a fin; de hecho es lo primero que leo de ambas revistas. Siempre leo a Rafael Lemus, Geney Beltrán, Christopher Domínguez, Fernando García Ramírez —que lamentablemente escribe poco—, Armando González Torres; Noé Cárdenas, Sergio González Rodríguez, Mauricio Montiel.

Élmer Mendoza

La crítica nos ayuda a comprender el trabajo de muchos escritores. Tenemos el caso especial de Cristopher Domínguez Michael, que publica en revistas, suplementos y libros. Es un crítico sin complejos, estudioso y reflexivo. Posee la virtud de saber acercarnos al asunto con un discurso que facilita la comprensión de los fenómenos estéticos que ya tienen expresión en nuestras letras. Me gusta la inteligencia de Heriberto Yépez, la visión de espacio de Elizabeth Moreno, la seriedad y la dedicación de Lauro Zavala, el compromiso de Vicente Francisco Torres, la constancia de Margo Glantz, la amplitud de criterio y la recuperación de los clásicos de Jaime Labastida, el valor de Sara Poot para estudiar y ubicar la literatura de este tiempo.

Pedro Ángel Palou

La crítica, cuando es inteligente, señala virtudes y detecta defectos, taras incluso. El buen crítico es un lector especializado. Si bien no escribo para los críticos, me interesa y me retroalimenta.

Muchos años seguí a Christopher Domínguez, quien era un puntual lector de la modernidad narrativa en México. Luego se instaló en un limbo extraño y lo que escribe en revistas y periódicos dejó de interesarme. Prefiero leer a Saint Beuve. Leo a Geney Beltrán y me interesa su visión, aunque no comparta todos sus juicios.

Parece que los mejores críticos en México han sido ellos mismos grandes escritores: Reyes y Pacheco, Nervo y García Terrés, Villaurrutia y José Joaquín Blanco, lo mismo que el más admirable y constante de todos en el siglo XX, Adolfo Castañón.

Hoy, cuando los suplementos culturales escasean y han dejado de hacer una revisión crítica —como la que hacía sábado con Huberto Batis a la cabeza, con Federico Patán haciendo una crónica crítica permanente—, ha quedado un espacio, el de La Tempestad, que respeto mucho, particularmente lo que escribe Nicolás Cabral o Gonzalo Soltero.

El peor crítico es el que utiliza los libros de otros para acomodarse en el establishment literario y escalar. El crítico “trepador” que pontifica sin tener una obra que lo respalde, como lo hace tristemente Rafael Lemus.

Alberto Ruy Sánchez

Por crítica yo entiendo principalmente “desciframiento”. Crítica para mí es poner en crisis los códigos, los lenguajes establecidos para ir más a fondo en la comprensión de una obra literaria. Quienes reducen la crítica a valorar positiva o negativamente una obra, se quedan en la superficie de las posibilidades de la crítica porque criticar es crear instrumentos para comprender.

Me interesa mucho la lectura de mis libros, por eso se publican. Lo que incluye a la crítica como lectura más esforzada, con más trabajo. Abrí un blog: Cuaderno abierto como un cuerpo, nada más para recibir ecos que yo no hubiera imaginado de la lectura del ciclo de cinco libros sobre el deseo y Mogador, y sobre todo de La mano del fuego, el último de ellos. A través de ese blog me han llegado críticas insospechadas de los lugares más inesperados.

Sigo, intermitentemente a algunos críticos y ensayistas cuya obra me interesa y me sirve para descubrir pistas de nuevas lecturas: Claude Michel Cluny, Michael Wood, Oumama Aouad Lharech Lawrence Weschler, Alberto Manguel, Mercedes Monmany, Anthony Grafton, etc.

Enrique Serna

La crítica me interesa mucho, porque siempre estoy muy inseguro cuando publico un libro. Los elogios y las descalificaciones no me hacen mucha mella. Pero los argumentos de los críticos a favor o en contra me ayudan a entender cuál es la distancia entre mis intenciones y mis resultados. Lo malo es que muchas reseñas apresuradas carecen de argumentos. Uno sabe que su libro le gustó o no al reseñista, pero no entiende por qué.

Leo con frecuencia a Fernando García Ramírez, Rafael Lemus, Noé Cárdenas, Ignacio Trejo Fuentes, Roberto Pliego, Evodio Escalante, Christopher Domínguez, José Joaquín Blanco, Geney Beltrán, Vicente Francisco Torres, y si me olvido de alguno, le ruego que se apiade de mi próximo libro. Todos ellos tienen criterios de valoración diferentes, y algunos me han dado palos muy fuertes, pero nunca he aspirado a la aprobación unánime.

No son molinos de viento

8/Mayo/2010
Suplemento Laberinto
Geney Beltrán Félix

Fernando García Ramírez publica en Letras Libres de este mes una reseña de tres libros de ensayos, entre ellos el mío, El sueño no es un refugio sino un arma [UNAM, 2009].

Si él sustentara ecuánimemente sus decires, yo asumiría discutir lo que él afirma sobre mi libro. No es así. García, quien no tiene obra ensayística ni de otro género, caricaturiza mis conclusiones y a partir de esa caricatura las reprende. Descontextualiza citas. Magnifica minucias y se desentiende de lo importante. Omite información. Llega a la descalificación ad hominem. Así, su ejercicio crítico es irresponsable y cobarde. Falto de ética.

No polemizaré con García porque con su texto no hay diálogo posible. Tampoco repetiré los argumentos que desgloso en mi libro. Pero consignaré ejemplos que demuestren que García simplifica alevosamente lo que afirmo.

En una parte, García “resume” y dictamina: “¿Y qué es lo que propone este joven furioso? El hilo negro. Dice que el escritor debe ser ‘auténtico al mentir’, debe escribir para la posteridad (los lectores que importan son ‘los que aún no están’), debe escribir para transformar el mundo (y para sustentarlo se vale de una cita de Gabriel Zaid, que es, como todos saben, un escritor revolucionario). Detesta Beltrán a los escritores experimentales, ya que el auténtico escritor debe escribir de lo que preocupa al hombre, de su verdad interior; debe escribir sobre la ‘Condición Humana’. Para Beltrán el escritor y la literatura, sobre todo, deben de. Nada de juegos, nada de experimentación, nada de frivolidades, la literatura debe ser puesta al servicio del Hombre. Así las cosas. Tanto pataleo y berrinche para venir a salir con esta novedad.”

García no anota que la cita de Zaid empieza: “Toda obra de arte cambia el mundo y cambia la vida”. Tampoco avisa que en mi libro las reflexiones sobre la posibilidad de la literatura para transformar el mundo ocupan varias páginas —no es sólo citar a Zaid y se acabó, y por lo mismo la referencia a ideas políticas es un distractor malintencionado.

Estoy en contra de la frivolidad que asedia a la expresión cultural —García prefiere una novela de liviana consistencia a libros densos y significantes: recuérdese su texto “La buena, la mala y la fea”, un hito de la mala crítica y la misoginia letrada (agosto de 2004)—, pero sobre esa repulsa de lo experimental que me adjudica, hay que decir que en ninguna página de El sueño se encontrará una cita que corrobore la burda glosa de García. No sólo la distinción entre lo experimental y lo clasicista es secundaria, puesto que planteo un tema (el conocimiento moral) por encima de técnicas, sino que García olvida hacer mención de mi libro El biógrafo de su lector, sobre Macedonio Fernández, radical donde los haya, y no advierte que en El sueño viene un texto sobre Salvador Elizondo. Nada de esto despierta la perplejidad del Alérgico-a-los-Matices García, para quien todo se reduce (¡ah qué ligereza en la conjugación de los verbos!) a detestar.

En lado alguno exijo que “la literatura debe ser puesta al servicio del Hombre”. De la p. 33, cito: “una forma del riesgo para los bisnietos de Tolstói y Conrad sería buscar dentro de sí esas historias que exploren dilemas morales”. En ese ensayo, “No narrarás”, lleno de matices y asegunes —y en el que nunca, ni en el resto del libro, utilizo la palabra “Hombre” para designar a los seres humanos—, retomo el concepto de la literatura comprometida y lo reformulo desde lo moral y desde mi experiencia y circunstancia. ¿Qué tiene que decir García? Silencio: él no analiza los argumentos con que actualizo ese tema desacreditado. Sólo omite, simplifica: miente.

Detrás de esa reprensión del “hilo negro”, García parece sugerir que un ensayista que recupere el tema del compromiso de la escritura es sólo por ello reprensible, debido a que no es “novedad” —y aquí García prescinde de la revisión que hago de un panorama literario en que predominan las presiones mercantiles, la banalidad y el esnobismo—. En todo caso, me interesa menos la novedad que la posible verdad, como diría Borges. Si García está en desacuerdo con esa insistencia, debería enunciarlo y debatirlo, no sólo exhibirlo con el tono de un maestrito regañón.

Poco antes, García me ha exhibido: “[GBF] Detesta al ‘escritor tópico’, como Mario Vargas Llosa, dedicado a redactar novelas ‘sobre un dictador dominicano o un pintor francés’”.

Vamos a la cita original (pp. 29 y 30):

“El escritor tópico —el escribidor— tiene a la escritura como un oficio y solamente un oficio. Puede, y sin infligirse, verse dedicado a la redacción de novelas sobre ferrocarrileros o sobre el imperio de Maximiliano, sobre un dictador dominicano o un pintor francés. Será la suya una decisión respetable, pero a fin de cuentas todo se reduce a una apuesta, ésa sí, voluble y limitada. Inauténtica. Esto es: perecedera.”

¿De dónde sale García con que yo detesto a alguien como Vargas Llosa? No hago ningún dictamen sobre sus dotes literarias. Señalo, sí, la elección de los asuntos en sus novelas, y en las de Del Paso, pero esos ejemplos se hallan en una reflexión sobre los temas morales de la novela de conocimiento. A esto me refiero cuando afirmo que García magnifica minucias y escamotea los argumentos.

Otro ejemplo: “Amparado en George Steiner, Beltrán también propone una apasionada defensa de la tradición —sin embargo, en su ensayo sobre Musil ignora olímpicamente a Juan García Ponce, el autor que más ha profundizado en nuestro idioma sobre el autor austriaco”.

Primero: mi “apasionada defensa” se encuentra en una reflexión —omitida por García— sobre el no lugar de los clásicos en la sociedad mexicana. De igual modo, la segunda parte, “Cuaderno azaroso”, reúne ensayos sobre escritores de la tradición mexicana. ¿Por qué no lo menciona? ¿Nellie Campobello, Efrén Hernández y Francisco Tario no pertenecen a la tradición, y sólo García Ponce?

Segundo: ¿yo debería citar a García Ponce sólo como una muestra de erudición y respeto a la autoridad, aunque no sea pertinente? ¿O García pretende pasarse de listo vinculando dos temas, uno tratado in extenso (la tradición en la sociedad actual), con uno nimio y cuestionable (citar o no a García Ponce), en lo que sería la objeción sofística de quien anula lo esencial confrontándolo crasamente con lo secundario?

García se “sorprende” de que yo destaque la obra de mi paisano Óscar Liera y de Nadia Villafuerte, narradora “cercana al crítico”. Pero, ¿por qué omite que El sueño incluye ensayos en que discierno aspectos notables no sólo de Nellie, Efrén y Tario, sino también de Rossi, Elizondo, Pitol…? ¿No los leyó? ¿O no le convenía sacarlo a colación porque eso le impediría declararse sorprendido, como quien insinúa que yo sólo elogio por interés extraliterario?

El crítico tiene libertad de escribir sobre los autores que más despierten su juicio. Si éstos son sus amigos, sus paisanos o sus colegas de signo zodiacal, no importa: lo que valen son los argumentos. Mientras García desliza la sospecha de que aplaudo a Liera por sinaloense y no por escritor, no sólo está mostrando su ignorancia, pues desconoce el sitio canónico de este dramaturgo en el teatro mexicano, sino que evita llamar la atención —ya no digamos sobre los argumentos de mi lectura crítica de Liera— sobre el hecho de que en mi libro viene otro texto en que presento objeciones a Balas de plata de Élmer Mendoza, también mi paisano. ¿Cómo a García esta discrepancia no le despertó el asombro? Y en cuanto al libro de Villafuerte, ¿cree García que el panorama literario se mantendrá sin cambio así que pasen cien años? ¿No sabe que un crítico puede hacer una apuesta por un autor desconocido? ¿Ignora que no soy el único que ha comentado con entusiasmo el libro de Villafuerte? No sabe García (o eso parece) que la amistad exige un ánimo sincero a toda prueba, no sólo para disentir sino también para elogiar. En mi caso —no sé en el suyo—, la amistad no nubla el criterio; lo afina, lo dirige hacia la más exigente sinceridad como una muestra de levinasiano respeto al otro. Es el ejemplo de Esther Seligson —quien la conoció sabe de qué hablo—, y yo lo sigo.

Pero esa explicación sale sobrando. El apunte de García es cobarde porque se queda en la insinuación. Si los argumentos que doy en mis apreciaciones de Liera y Villafuerte fueran endebles, él tendría que demostrarlo, y para eso García tendría que leer Camino rojo a Sabaiba y ¿Te gusta el látex, cielo?, y contrastar su criterio con el mío.

Una más. García glosa: “‘Muy adolescentemente’, [GBF] intenta proponer definiciones, buscar salidas, acomplejado como está por su ‘bastardía intelectual’”. García sugiere que todo ensayista ha de estar acomplejado, porque “proponer definiciones, buscar salidas” es en mucho su quehacer. Pero no le hagamos el favor de obviar la crítica ad hominem: aventurando un irresponsable y grosero diagnóstico psicológico, García demuestra que reseña un libro para descalificar a una persona.

Termino. Para García, yo sólo estoy embistiendo “contra... molinos de viento”. Se equivoca. Con su falta de ética en el ejercicio crítico, García demuestra que no son molinos de viento los que señalo en mi libro. La escritura sin compromiso moral y la crítica irresponsable están más que vivas. Y me refiero a su texto, claro.