domingo, 6 de diciembre de 2009

La ciudad letrada y la esquizofrenia intelectual

6 de diciembre de 2009
Suplemento la Jornada
Andreas Kurz

La editorial española Fineo publicó una nueva edición de La ciudad letrada, de Ángel Rama: una empresa necesaria y elogiable. Es mítica la queja acerca de las escasas difusión y distribución del último ensayo del gran crítico uruguayo. Es inexplicable la resistencia de los editores españoles y latinoamericanos ante este libro importante. Sería fácil proponer una explicación basada en alguna teoría de la conspiración. La derecha, la izquierda ortodoxa, la nueva izquierda, las fuerzas oscuras del catolicismo, la cofradía de los intelectuales mafiosos protegidos por el Estado se oponen a una publicación desde sus recintos secretos porque temen por su seguridad existencial. Argumentos irracionales… Las teorías conspirativas no explican nada, excepto a sí mismas. A lo mejor contienen algo de realismo, ya que grupos de interés, mafias intelectuales y sociales, torres de marfil lujosas existen, pero son solamente parte de un fenómeno que, usando los términos de Rama, debe llamarse ciudad letrada o ciudad escrituraria, o también: esquizofrenia del intelectual latinoamericano, (auto)engaño de escritores, pensadores, periodistas, ensayistas, etcétera, en el subcontinente a lo largo de quinientos años.

Un simposio organizado en Guanajuato y San Luis Potosí con motivo de la reaparición de La ciudad letrada se tituló precisamente Escritura y esquizofrenia. Este pequeño encuentro de académicos ejemplifica claramente lo neurótico de la situación del intelectual a comienzos del siglo xxi . Por varias razones: 1. A nadie le interesan las quejas de los intelectuales, excepto a ellos mismos. 2. La academia sigue encapsulando al intelectual, lo protege, pero, al mismo tiempo, impide que sus propuestas y críticas justificadas salgan de la cápsula universitaria. 3. Los intelectuales saben –sabemos– que, en medio de nuestra impotencia, somos ridículos, pero seguimos insistiendo en la influencia que deberíamos ejercer, en lugar de reírnos de nuestra propia ridiculez y así influir en escuchas, alumnos, colegas y lectores. 4. Solemos confundir la burla y la autoironía con el cinismo, y el cinismo es atacado como amoral, una estrategia contraproducente y destructiva. 5. De nueve intelectuales que participaron en el simposio, la mayoría prefirió permanecer dentro del closet académico. Algunos practicaron un outing peligrosamente cercano a la actitud anti realista del ¡hay que cambiar el mundo! que no quiere darse cuenta de la existencia de dialécticas de diferentes matices, ni del pensamiento crítico al estilo de Russell y Popper. Ninguna de las dos actitudes habría convencido a Rama. Menos –creo– la que se pone el disfraz empolvado de un idealismo político mesiánico que siempre apoya a los débiles y mártires, cuya imagen del mundo sigue siendo maniquea, la que no se molesta con matices, sino se cree poseedora de la verdad, afortunadamente la posición minoritaria en el encuentro. En otras palabras: el trabajo fino y culto de Rama no debería usarse para ponerle la etiqueta de un idealismo dogmático cuyas buenas intenciones y nobles objetivos llevan al lugar preciso que suele ser su destino final. Rama merece un trato más modesto. La ciudad letrada ofrece lecciones mejores para los intelectuales del siglo xxi , no importa si éstos son académicos, independientes, liberales, marxistas, conservadores, libres, vendidos, lambiscones o rebeldes.

El prólogo a la nueva edición refleja esperanzas desmesuradas ante el ensayo. Eduardo Subirats y Erna von der Walde, después de trazar la imagen de un Rama mártir de las circunstancias políticas en América Latina y de la burocracia xenófoba estadunidense, recomiendan La ciudad letrada como antídoto contra “la traición de los intelectuales”, que consiste en su “connivencia, cooperación y cooptación […] con y por el poder político, y las subsiguientes dificultades de generar un proyecto político de justicia, igualdad y respeto de las culturas y los pueblos”. Subirats y Von der Walde reconocen que Rama no cae en la trampa del discurso intelectual autorreferente, que, al contrario, es muy sensible a las verdaderas lecciones de la historia que no suelen encontrarse en libros y citas eruditas, sino en la realidad real. El término que acabo de citar es de Tzvetan Todorov… Sin embargo, “un proyecto político de justicia, igualdad y respeto” no se prepara con mil ensayos al estilo de La ciudad letrada, ni los intelectuales serán menos traidores gracias a su lectura, ni todos los hombres se volvieron hermanos después de Schiller y Beethoven.

Posiblemente la fama de texto legendario y contestatario que el grupo reducido de sus conocedores impuso a La ciudad letrada ha generado estas esperanzas. Mis profesores en Viena y México solían hablar de un ensayo decisivo y brillante que todos deberíamos conocer si existiera en las bibliotecas, del que de vez en cuando circulaba un ejemplar foto-copiado que, un día después, se reportó como perdido, extraviado, robado, probablemente destruido por las fuerzas del mal. Más irracionalidades, dado que cualquier biblioteca europea o americana bien surtida posee un ejemplar de La ciudad letrada; muchas librerías siguen vendiéndola y amazon.com la ofrece actualmente por 22 dólares, algo caro, pero ahí está a pesar de mis profesores y colegas mitómanos. El mito envuelve la vida material del libro, los comentarios, que garantizan su vida espiritual, no son menos míticos, y hacen olvidar fácilmente que se trata de comentarios escritos sobre un libro que es igualmente un comentario de un corpus muy exten so de otros libros que, algunos de ellos, son comentarios de otros, etcétera. No puedo reprimir en mi mente una frase de Baudelaire: “El imitador del imitador encuentra a sus imitadores.”

Deberíamos preguntar en qué consiste la traición del intelectual. La respuesta parece fácil, algunos ejemplos al azar la ilustran: D'Annunzio fascista, Leopoldo Lugones ídem, Gottfried Benn miembro del partido nazi, Heimito von Doderer ídem, Günter Grass quién sabe, Céline ¡cuidado! Además: el ejército de los marxistas oportunos y ortodoxos y los vendidos . Y los becarios de fonca y Conaculta y los miembros del SNI y… La respuesta no es nada fácil.

Generalizar una serie de fenómenos que a veces responden a necesidades vitales o a cuestiones de supervivencia bajo el rubro de traición me parece precipitado. Quizás Brecht se acerca más a una respuesta en su poema “Con el alma en un hilo”: “Dices:/ La causa de la justicia no avanza hacia buen fin./ La oscuridad aumenta. Las fuerzas disminuyen./ Ahora, después de tantos años de lucha,/ estamos peor que cuando comenzamos./ […] Cada vez somos menos;/ las consignas son confusas./ Nos robaron las palabras y las han retorcido/ hasta volverlas irreconocibles.” El dramaturgo marxista Brecht alude en este poema, entre otros, a los pensadores marxistas de la escuela de Frankfurt, así como al teórico marxista Georg Lukács precisamente en su papel de intelectuales que “nos robaron las palabras y las han retorcido”. El “nos” colectivo y la práctica teatral de Brecht pueden ser insertados en un pensamiento de la actuación, que no es pensamiento puro, que tampoco es acción política ideologizada, que –tan difícil y tan fácil a la vez– es el discurso crítico que acompaña y controla el quehacer político y social, que, en un caso ideal, molesta e interroga a los que tienen el poder de tomar decisiones que nos afectan a todos. El intelecto narra sin pretensión de cambiar o dirigir los actos históricos o individuales. A más no debería aspirar. Sabemos por lecciones históricas que el intelectual, cuando él mismo quiere ser poderoso, involucrarse con el poder político, suele ser deplorable. Los ejemplos citados son suficientes para subrayar la dimensión de su fracaso y de sus equivocaciones en la esfera política. Brecht, a la postre, comete los mismos errores, dado que su teatro épico sí pretende cambiar la vida de los espectadores, aunque, por lo menos durante la primera época de su producción, aún pregunta al público si realmente quiere ser cambiado… Me temo que los intelectuales que pretenden formular un mundo políticamente correcto no pregunten si éste quiere –o puede– ser correcto.

El esquema esbozado es fatalista. Ángel Rama abre, aunque modestamente, las perspectivas. Traza, con la ayuda de un aparato crítico admirable, el surgimiento y desarrollo de la ciudad letrada de alfabetizados, escribanos, cultos, doctos, artistas, administradores en América Latina, intelectuales todos ellos. Este círculo alrededor de los centros de poder coloniales construye una realidad sin referente, una escritura nueva que podría realizar las utopías fracasadas en Europa que, de esta manera, aterrizan en América sobre una base ilusoria de papel y tinta.

El siglo xix mexicano ilustra este proceso de manera clara. A partir de la independencia política del país se acumulan los intentos, en revistas y periódi cos, de proclamar una literatura nacional. Los neoclásicos , los primeros grupos románticos y la generación de Altamirano tienen el mismo objetivo: han de existir las letras mexicanas. Pero hace falta más: las letras mexicanas deben ser diferentes de las francesas, españolas, inglesas y, finalmente, deben ser las herederas de las letras grecolatinas. Propósito titánico si lo hay. La humanidad entera se dará una cita nueva en América Latina, preferentemente en México. Escribe Justo Sierra en 1869: “Mañana quizás deba inaugurarse esa gran civilización que dará una sola alma á la humanidad.” El mismo año, en el último número de El Renacimiento , Altamirano proclama orgullosamente que ya existen las letras nacionales, que “el movimiento literario que se nota por todas partes es verdaderamente inaudito…”. Treinta años antes, Ignacio Rodríguez Galván había justificado la edición de su revista literaria con el argumento de que “no hay hombre, por infeliz que sea, que no tenga su pequeña biblioteca, y la lea, y la relea, y la devore con ansiedad”.

E l autoengaño es obvio, tanto en el universalismo humanístico de Justo Sierra, como en la convicción de que hay una literatura mexicana independiente de la europea, como en el ideal de un país de lectores ansiosos de textos literarios. No menos obvio es el engaño: la construcción por parte de los intelectuales –deliberada o no, da igual– de una realidad no existente, mejor dicho: la transformación del signo en realidad. La ciudad letrada protege así al poder real, impide el surgimiento de movimientos contestatarios y el intelectual latinoamericano, a más tardar a partir del siglo xix , no sólo se ensucia las neuronas, sino también las manos.

El autoengaño se institucionaliza a partir de la segunda mitad del siglo xx , cuando el pacto entre ciudad letrada y poder real se desequilibra a favor de éste y, tristemente, la mayoría de los intelectuales ni siquiera se percata de la ruptura unilateral. Los intelectuales, del tipo humanístico-artístico sobre todo, se pierden entonces gustosamente en el laberinto de signos sin referentes creado por ellos mismos. Karl Popper había ilustrado este mecanismo mediante la enseñanza de la filosofía en escuelas y universidades. Los estudiantes leen las obras de los grandes filósofos, tratan de entender sus sutilezas, se apropian su jerga técnica. Algunos lo logran, se vuelven verdaderos aficionados, otros se rinden. Algunos creen en el discurso filosófico, lo prolongan con sus propias aportaciones. Mas tarde o temprano concluyen con Wittgenstein que se trata de “mucho ruido por nada”, de “un conjunto de cosas sin sentido”; Popper describe así la epifanía intelectual que consiste en la revelación del autoengaño, de la futilidad, de lo anticientífico y de la inutilidad del discurso intelectual. La ciudad letrada puede ser –y sería mucho– una etapa en el camino que termina y recomienza con esta revelación.

Ángel Rama sabe que esta desilusión encierra una gran posibilidad, ya que devuelve cierta independencia al intelectual, aunque sea una independencia cínica; le da la posibilidad de reformular su propio discurso y darse cuenta de que éste podría reflejar problemas reales y, en lugar de buscar el pacto con el poder, demostrar “los peligros inherentes a todas las formas del poder y de la autoridad”


Vivir más allá de los libros

6 de diciembre de 2009
Suplemento la Jornada

Juan Domingo Argüelles

Nacido en Acaponeta, Nayarit, el 9 de julio de 1918, Alí Chumacero ha rebasado ya los noventa años y continúa ávido de vida. Ama los libros, vive entre libros, tiene una gran biblioteca de 40 mil volúmenes, quiere morir con un libro en la mano, pero también aconseja vivir más allá de los libros, porque los que viven únicamente para los libros y encerrados en una biblioteca son, a su parecer, unos tontos, pues la vida es muy hermosa y hay que gozarla, evitando que los libros se superpongan a ella. Poeta, ensayista, crítico y editor, Alí Chumacero es autor de tres libros esenciales en la poesía mexicana: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956). El contenido de los tres, más otro puñado de poemas que no reunió en libro, suman apenas setenta y ocho textos, y sin embargo las muy ceñidas 150 páginas de su Poesía completa constituyen una obra de gran valía, precisión y rigor que Octavio Paz denominó “una liturgia de los misterios cotidianos”, en la que luchan y se complementan el erotismo y la profanación. Vital por excelencia y, al mismo tiempo y sin contradicción, hombre de libros y de letras, Alí Chumacero encarna al escritor que sabe disfrutar el presente, reconocer la importancia del pasado (que se cifra en los recuerdos y en los libros) e interesarse por el futuro, con la sabiduría y la gentileza que regala a manos llenas a las generaciones jóvenes. Poeta inteligente más que intelectual, de una emoción concentrada y contenida, más que desbordada, Alí Chumacero ha bebido en miles de libros la experiencia que más que acumular ha decantado. No es ratón de biblioteca, sino felino de la vida que agradece que en este mundo existan libros, pero también, y sobre todo, tiempo, disposición, vocación y alegría para leerlos. De viva voz, en primera persona, Alí Chumacero, lector de la vida.

–¿Cuándo y de qué forma descubriste la lectura?

–Al igual que algunos niños de mi tiempo, de pequeño yo leía novelitas policíacas y de aventuras. Leí, entre otras, las historias de Raffles y Dick Turpin, para luego pasar a Salgari que fue, digamos, la puerta grande por la que yo entré en la lectura. Salgari es un escritor al que hoy nadie reconoce y al que no se cita jamás, pero es un magnífico escritor que puede iniciar a los muchachos que, como fue mi caso, acabarán por ser lectores de muchos otros libros. Ya grandecito empecé a leer a Amado Nervo, otro escritor adecuado para entrar en la literatura y, especialmente, en la poesía, porque es muy sencillo, toca temas muy cercanos a cualquiera y, además, sabe darle el tono necesario y adecuado a cada uno de sus poemas. El interés por la lectura que Nervo despertó en mí me llevó a leer muchas cosas de él, pero sobre todo su poesía, y así ingresé en un arte, el arte de leer, que habría de ser la ocupación de toda mi vida. Luego leí Los de abajo, de Mariano Azuela, una obra que fue fundamental para el desarrollo de mi vocación y que me llevó a leer toda la novelística de la Revolución mexicana, cuyos títulos fui adquiriendo poco a poco. Fue así como llegué, en esta corriente literaria, al autor que destaca por encima de todos: Martín Luis Guzmán, con El águila y la serpiente, La sombra del caudillo y Memorias de Pancho Villa, entre otros excelentes libros. A partir de entonces alterné la lectura con la relectura y, de este modo, reafirmé mi inclinación y mi oficio por las letras. Empecé a acercarme a libros más importantes o, por lo menos, tan importantes como los que ya había leído. Me sumergí en Dostoievsky, Tolstoi, Andreiev, Anatole France, y en fin, leí todo lo que hay que leer para llegar a ser un escritor. Me interesó en particular, desde muy joven, la Generación del '27, de España, que significó una especie de Renacimiento cultural de ese país. Comprendí, desde un principio, que aquellos jóvenes –porque eran jóvenes entonces– agregaban una nueva nota a la tradicional característica de la literatura y, sobre todo, de la poesía en lengua española. Al mismo tiempo, tuve interés en leer y estudiar constantemente a la generación mexicana de Contemporáneos. Leí a Xavier Villaurrutia, a José Gorostiza y a todos los demás que conformaron esta importantísima generación de las letras mexicanas modernas.

–¿La lectura y la escritura fueron prácticas que acometiste simultáneamente?

–No. Cuando escribí mi primer poema, o mi primer texto, ya había leído mucho. De modo que primero fue la lectura; primero tuve un interés por los libros y en general por lo escrito, y después empecé a escribir. Escribí, desde luego, muchas cosas horribles, algunas de las cuales todavía conservo por ahí, pero que siguen y seguirán inéditas. Empecé a escribir, en serio, en 1938. Ese año hice un poema que tiene algunos lectores porque es muy sencillo: “Poema de amorosa raíz” que empieza así: “Antes que el viento fuera mar volcado,/ que la noche se unciera su vestido de luto/ y que estrellas y luna fincaran sobre el cielo/ la albura de sus cuerpos”, etcétera.

–Sí, es un poema hermoso que tus lectores siempre tenemos presente y cuyo final nos resulta inolvidable: “Cuando aún no había flores en las sendas/ porque las sendas no eran ni las flores estaban;/ cuando azul no era el cielo ni rojas las hormigas,/ ya éramos tú y yo.” Es, obviamente, el poema de un joven enamorado. ¿Tenía destinataria?

–Este poema lo escribí para una muchacha casi niña de un restaurante de chinos casi restaurante ; ahí la conocí y le hice ese poema. Lo publiqué en la revista Tierra Nueva y algunos lo leyeron y se interesaron por él. Después lo incorporé a mi primer libro, Páramo de sueños, publicado en 1944, y hoy es mi poema más conocido. No es, de ninguna manera, mi mejor poema ni se encuentra entre los mejores, pero sí es el más sencillo, el más fácil, el más atractivo para los lectores de poesía y, sobre todo, para los lectores enamorados.

–¿Cuándo llegarían tus mejores poemas?

–A partir de 1940 empecé a escribir de otra manera, con conocimiento de lo que estaba haciendo y con un mayor sentido de responsabilidad. Seguramente, soy el escritor que más tiempo necesita para hacer un poema. El “Responso del peregrino” es uno de los más rápidos porque me llevó cuatro meses terminarlo. A otros les he dedicado de seis a diez meses, así se trate de un texto breve. El trabajo de perfeccionamiento de un poema es algo a lo que nunca renuncié mientras estuve en activo. Me preocupé no sólo por lo que decía sino también cómo lo decía, y por el sentido y el equilibrio de las partes, y por la justa equivalencia de los sonidos. Así he hecho mi poesía, muy escasa, muy breve, pero en ella he puesto algo más que un empeño: he puesto todo lo que yo soy, con la legítima aspiración de perdurabilidad. Ahí está todo lo que pensé y todo lo creé; todo lo que va a quedar de mí, si es que algo queda.

–El “Responso del peregrino” es, sin duda, uno de tus mejores poemas y pertenece a la mejor etapa de tu escritura. ¿Cómo surgió?

–Luego de la primera época a la que corresponden textos como “Poema de amorosa raíz”, empecé a hacer otro tipo de poesía, muy cercana a la de José Gorostiza; de ahí resultó el “Responso del peregrino”, el cual considero mi mejor poema, hecho entonces a mi novia que luego sería la madre de mis hijos.

–¿Quiénes influyeron en ti notoriamente?

–Entre los dieciséis y los dieciocho años de edad escribí cosas muy malas que, afortunadamente, no publiqué. Como he dicho, cuando comencé a escribir en serio, entre 1938 y 1940, había leído ya muchísi mos libros. Esta mucha lectura es la que a veces, inconscientemente, nos lleva a imitar a algunos grandes y admirables escritores. Los imitamos porque, desde luego, los admiramos. En mi caso hay influencias que no me disgustan en absoluto. Quienes se han ocupado de mi poesía me vinculan, con toda razón, a Xavier Villaurrutia y José Gorostiza, e incluso, en un principio, a Amado Nervo. También es bastante probable que en mi escritura estén las huellas de Rilke y las de algunos grandes poetas franceses que leí en el idioma original, así como las de los españoles de la Generación del '27, especialmente Luis Cernuda y Juan Ramón Jiménez, pero también Federico García Lorca, Emilio Prados y Pedro Salinas.

–¿Qué te enseñaron estos poetas?

–Aprendí muchas cosas de ellos, pero sobre todo aprendí que la literatura y, especialmente la poesía, además de ser una expresión de la emoción, es una actividad inteligente que puede perfeccionarse con la conciencia. El arte de la poesía en particular es un movimiento inconsciente del hombre pero, con conocimiento y educación, se puede fácilmente hacer que esa inconsciencia se torne conciencia: la conciencia poética que amplía nuestros horizontes.

–¿Prosa y poesía son dos estados de ánimo?

–Hay mucha gente que nunca ha leído un libro de poesía. No digo que, por ello, no pueda ser feliz a su manera, pero lo que sí creo es que, idealmente, la p oesía es una creación a la que todo el mundo debería acceder, porque hasta ahora sólo ha sido del disfrute de estratos intelectuales superiores. La prosa es una entrada en materia, es algo que se puede palpar. La poesía no. La poesía crea una realidad. Viene de la realidad, es obvio, pero también crea una realidad y en esto es muy diferente de la prosa. La prosa se puede interpretar rápidamente, porque describe cosas. La poesía no admite esta rápida interpretación, porque no sólo exige nuestra lógica sino también nuestra emoción. Hay poetas “que no se entienden” y, sin embargo, son grandes poetas. Un ejemplo sería Federico García Lorca.

–Que, sin embargo, también es un poeta muy popular.

–Sí, pero en sus mejores poemas es un poeta de ésos “que no se entienden”. García Lorca publicó un libro muy sencillo que se hizo popularísimo: el Romancero gitano. Después escribió cosas muy distintas y, finalmente, de manera póstuma se publicaría su gran libro Poeta en Nueva York. Muchos de sus poemas excepcionales (las “Dos odas”, por ejemplo) son de difícil comprensión, pero su permanencia en la conciencia de los lectores, en general, ha sido y es gracias al Romancero gitano. “La casada infiel” (“Y que yo me la llevé al río/ creyendo que era mozuela”, etcétera) es un poema muy malo, pero que todo el mundo entiende por su picardía, su música y su sentido narrativo.

–Alguna vez dijiste que escribir poesía es un vicio sólo admisible en la juventud. ¿Lo sigues creyendo?

–Sí. Dije alguna vez que la poesía es sobre todo para los jóvenes. El joven escritor es siempre un poeta mejor, y mayor, que el viejo. Los viejos, generalmente, somos ridículos escribiendo poesía. El joven llama a curiosidad y tiene toda la vida por delante. El joven dice cosas que el viejo ya no puede decir ni hacer, porque el viejo, tal como ahora me ves, es un escritor sentado en una silla de ruedas, que ya no sirve para nada.

–¿Crees que alguno de tus libros haya modificado la percepción de la vida de tus lectores?

–No, de ninguna manera. Mis libros casi nadie los ha leído. De Palabras en reposo, mi libro principal, ganaba, no hace muchos años, ochenta pesos anuales por concepto de regalías. Tal es el fruto de la venta de mis libros. Por eso digo que casi nadie me ha leído realmente; aunque tampoco me quejo por esto. Los lectores siempre han constituido una minoría culta.

–¿Cuáles son para ti los cinco o seis grandes poetas mexicanos?

–Desde luego, Manuel José Othón y Salvador Díaz Mirón. También, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen (al que, afortunadamente, se ha sacado del olvido), Octavio Paz (que además de excelente poeta es un extraordinario prosista) y, por encima de todos, Ramón López Velarde.

–¿La lectura y la escritura producen siempre mejores personas?

–No. Una cosa es una cosa y otra cosa es otra cosa. Yo he sido muy mala persona. No he servido para nada. No he ganado dinero. He sido un mal padre, he sido un mal marido. He sido malo. Pero, sin contradicción, la lectura ha sido buena para mí: me ha formado, me he dedicado a ella, y no me arrepiento de haber vivido así como viví. Estoy en la última fase de mi existencia y espero morirme con un libro en la mano. Ya lo he dicho en otras ocasiones: moriré leyendo un libro. Así es como quiero azotar: como chango viejo, pero con un libro en la mano.

–¿Desmentirías la famosa frase de Plinio según la cual no hay libro malo?

–No, porque efectivamente no hay libros malos. La moral se cruza con el arte, no se superpone a él. El arte no tiene que ver nada con la moral; por ello no hay por qué aplicar a los libros normas morales que lo único que harían es entorpecer la literatura en su totalidad.

–¿Puedes concebir una cultura sin libros?

–En absoluto. La cultura sin libros es una cultura tronchada, limitada. La cultura más profunda se nutre siempre de libros y, además, de libros que reflexionan sobre el arte, la lectura y las formas artísticas. La lectura es un arte del tiempo: para leer un libro necesitas diez o veinte horas; para leer un cuadro, es decir una pintura, lo haces en un segundo o en unos pocos minutos por mucho que te detengas a mirar.

–¿Será por esto que los ricos suelen tener muchos cuadros pero no siempre buenas bibliotecas?

–De algún modo, sí. ¿Qué es lo primero que ves en la casa de una persona que tiene poder económico? Lo que hay en abundancia son cuadros, incluso de pintores importantes, pero generalmente no hay libros, no hay una buena y nutrida biblioteca. ¿Por qué? Porque, como ya he dicho, leer es un arte del tiempo, lo mismo que escuchar e interpretar música. La literatura y la música exigen mucho tiempo a los conocedores. No es lo mismo que ir a una exposición los domingos donde, por lo demás, hay muchos que acuden sólo para que los vean y para saludar a las amistades. Para leer, en cambio, hay que dedicar una buena cantidad de nuestro tiempo, en santa soledad, lejos del bullicio, y no es necesario vestirse de negro ni ponerse corbata.

–Tu biblioteca particular es una de las mayores y mejores de México. ¿Cuántos volúmenes tienes?

–He logrado juntar unos 40 mil y he leído, acaso, 4 mil. La biblioteca personal se hace por vicio, por curiosidad, por tener muchos libros. Nadie puede agotar una biblioteca de 40 mil libros, ni aun leyendo quinientos al mes, porque se le acabarían los ojos . A mí, por cierto, ya se me están acabando a pesar de que sólo he leído 4 mil.

–¿Cuándo empezaste a coleccionar libros?

–Hace cincuenta y nueve años, cuando entré a trabajar en esa gran editorial que es el Fondo de Cultura Económica. Ahí encontré mi elemento. Es el lugar en el que más a gusto he estado y continúo estando. He leído, prácticamente, todos los libros que ha publicado esta casa editorial, y ello hizo que me interesara no sólo por la literatura, sino también por la filosofía, la psicología, la sociología, etcétera, y todos los demás géneros también los frecuenté por obvias razones profesionales. Fui, desde un principio, un hombre de letras. Trabajo todavía como un corrector de pruebas. No soy un empresario ni un hombre importante. Soy simplemente un obrero de la palabra escrita y la palabra impresa.

–¿Qué tipo de biblioteca has formado?

–Casi exclusivamente de literatura y con libros de viejo. Es la biblioteca de libros viejos en las manos de un viejo. El noventa por ciento de mi biblioteca corresponde a libros viejos, antiguos y usados que compré en los establecimientos del centro de Ciudad de México, en las calles de Hidalgo y Donceles; libros que me costaron mucho más baratos que los recién publicados. Un libro recién publicado que, por ejemplo, costaba ochenta pesos, yo lo podía conseguir, hace muchos años, en diez. Ahora ya no, porque hoy las librerías de viejo venden, proporcionalmente, a la mitad o a un tercio del precio original. Hace años, a pesar de que yo era muy pobre, destinaba algo de mi dinero a la compra de algunos libros. De este modo siempre tuve que leer, y acumulé libros para seguir leyendo hasta el fin de mis días.

–¿Existían antecedentes lectores en tu familia y en tu casa?

–Mi padre tenía unos cuantos libros, pero yo ya leía muy bien y leí siempre, constantemente, al lado de mi padre, el periódico El Universal. Era el periódico al que estaba suscrito mi padre y llegaba a nuestro pueblo, Acaponeta, con un retraso de ocho días. Mi padre se sentaba a la orilla del jardín y conforme lo leía me lo iba pasando. Leí muchísimo entonces, siendo apenas un niño, lo que, naturalmente, más me interesaba. Fui, pues, un lector precoz y constante, con el ejemplo paterno. Hoy, ya viejo, sigo siendo un lector, aunque con un poco de dificultades.

–¿Tuviste algún profesor que reforzara tu interés por la lectura durante tu infancia o adolescencia?

–Hubo en mi escuela primaria un profesor de Acaponeta que se llamó Andrés Romero. No era un hombre culto, pero era un magnífico profesor: tenía la pasión de la ortografía y yo fui el mejor discípulo de él . Estas sabias lecciones las he aplicado en miles de libros que han salido de las fuentes del Fondo de Cultura Económica.

–¿Compartiste la pasión de la lectura con algunos compañeros o amigos?

–Compartí la lectura con dos escritores, también jóvenes entonces, cuando fui a estudiar a Guadalajara: José Luis Martínez y Jorge González Durán. Entre los tres a veces comprábamos algún libro y nos lo prestábamos. De manera que teníamos lecturas comunes y una formación literaria pareja: conocíamos lo mismo y teníamos parecidos intereses. Por ello, de 1940 a 1942, juntos hicimos una revista que se llamó Tierra Nueva. En ella participó también, además de nosotros tres, Leopoldo Zea, discípulo predilecto y destacado de José Gaos.

–¿Qué recuerdas de José Gaos?

–Este filósofo y maestro español, que llegó a México en 1938 y participó en la docencia y en el ámbito editorial, francamente corrigió en mucho la forma de ver los libros y de leer en México, y no sólo en lo que a literatura se refiere, sino también en otras materias. De él fueron discípulos también grandes escritores de mi generación y aun de la generación anterior, caracterizados por una cultura muy sólida. A José Gaos, que fue discípulo predilecto de José Ortega y Gasset en España, le debemos, en buena medida, un enriquecimiento en las letras mexicanas y en la cultura en general. Mis compañeros y yo habíamos leído mucho a Ortega y Gasset y estábamos un poco formados en el modo de pensar de ese gran filósofo español. De manera que la llegada de Gaos vino a corroborar, a acrecentar y a sellar nuestra sagrada pasión por Ortega, además de contribuir él mismo a nuestra formación intelectual. Con los años, yo me incliné un poco hacia la izquierda y mis compañeros se fueron un poco a la derecha, pero eso no limitó en absoluto nuestra amistad. Seguimos siendo íntimos amigos hasta el último momento. José Luis Martínez y Jorge González Durán ya han desaparecido, y yo no tardo en desaparecer.

–¿Existe alguna disposición especial para hacerse lector, al igual que otros se hacen toreros, bailarines, boxeadores, futbolistas, etcétera?

–Yo creo que sí, aunque también para ello es muy importante la labor de los maestros. Como ya dije, a Andrés Romero le debo el amor por la lectura, que adquirí, gracias a su entusiasmo y dedicación, siendo yo un niño de diez años. Hoy sé que la cercanía de este maestro, ignorado totalmente incluso en Nayarit, mi estado natal, fue decisiva en mi iniciación lectora. Por otro lado, como ya dije también, la amistad de mi padre con los libros y con la lectura del periódico, me sirvió para entrar en la literatura.

–¿Cuál es, entonces, la mejor manera de contagiar la pasión por lectura?

–Si se trata de niños, hay que prestarles libros sencillos, incluso muy sencillos. Y cuando digo esto me refiero, en primer lugar, a libros de cuentos con monitos, a novelitas de aventuras y a poemas de fácil comprensión. Si se carece de la inspiración, el ímpetu y el entusiasmo por la lectura, es inútil obligarlos a leer a Dostoievsky, Tolstoi o Cervantes. A Cervantes casi nadie lo ha leído. Es un autor que presenta muchas dificultades de idioma para los niños, aunque evidentemente sea el padre de las letras españolas.

–¿Cuál es el futuro de la lectura?

–En general, el lector se hace esporádica y selectamente. Formar bibliotecas para que los niños se dediquen únicamente a leer novelas es sólo un optimismo que no conduce a mucho. Hay que darles a leer todos los libros necesarios elementales que se estudian en las clases de la escuela, particularmente en la secundaria y en la preparatoria. De esa manera el muchacho se va formando y aprende a pensar, va creyendo y va dudando, y se convierte en un ser humano que tiene autonomía frente al mundo y no en un pobre diablo al que le dicen siempre qué es lo que tiene que hacer.

–¿Les interesa realmente a los gobiernos que la gente lea?

–Les puede interesar, ciertamente, pero yo entiendo que los gobiernos tienen muchas obligaciones que van más allá de los libros y la lectura. Un gobernador amigo mío me dijo un día que entre iniciar la entrada del agua en un pueblo o iniciar una biblioteca, era preferible, por urgente y necesaria, la entrada del agua. Y yo creo que tiene absoluta razón.

–¿Cómo influyen internet y las nuevas tecnologías en la lectura?

–No las conozco bien, pero entiendo que pueden ser importantes. Más que para la lectura, para el conocimiento de muchas cosas y para guardar ese conocimiento. En cuanto a la lectura, yo prefiero el libro de papel.

–¿Tiene entonces el libro tradicional todavía futuro?

–El libro es, y creo que lo seguirá siendo por mucho tiempo, el mejor vehículo de cultura del que disponemos, porque no requiere de ningún aditamento . Por ello, además de tener computadora, hay que leer libros y hay que tener biblioteca en la casa. No desde luego bibliotecas como la mía, que es gigantesca, pero sí una biblioteca de dos mil o tres mil libros. Cuando cualquier casa tenga una biblioteca así, dejará de ser casa de ignorantes.

–¿Crees que haya demasiados libros en el mundo?

–Sí. Yo recibo toneladas de libros de gente que no tiene ningún futuro. Nunca lo digo públicamente, jamás cito un nombre. Los hojeo, nada más, y cuando están dedicados los guardo, porque no soy grosero.

–¿Un buen lector lee de todo?

–Un buen lector ¡debe leer de todo!, y leer periódicos y revistas, para informarse de lo que está ocurriendo en el mundo. Pero, también, y sin contradicción, debe vivir más allá de los libros. Los lectores que están solamente metidos en su casa o encerra dos en la biblioteca como unos tontos son, efectivamente, unos tontos. La vida es muy hermosa; hay que gozarla, hay que verla, hay que tocarla, olerla y gustarla, hay que estar en ella: que no se superpongan los libros a ella, sino gozarla a la par que se disfrutan los libros, y poder decir: “¡Dios mío, qué bueno que nací!”.




sábado, 5 de diciembre de 2009

Pureza y porquería de Guillermo Fadanelli

2009-12-05
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Guillermo Fadanelli es un gurú urbano del llamado —románticamente— underground de la Ciudad de México.

Fundó la “literatura basura”, origen de ciertos buenos relatos y crónicas —su mejor libro es Regimiento Lolita—; arrumbó luego el término y quedó el de “realismo sucio”, salido de Carver, Bukowski y el nihilismo chilango.

Sirvió como contrapeso a la solemnidad soporífera del medio literario.

Fadanelli tiene más de una faceta: es un autor rudo de pornografía machista y un elegante prosista de veta filosófica.

Difamarlo “Enfadanelli” o “Farsanelli” corrobora que no es unidimensional. Es polémico.

Hace una década era odiado por la crítica canónica. Ya casi lo aman. Y quizá él ha aprendido a perder cierta vulgaridad literaria, que yo prefiero a su retórica.

Sus aforismos me parecen convencionales. Donde podría haber ideas a veces sólo hay sentencias. Sus libros ensayísticos tienen grietas diletantes. Pero sus piezas periodísticas satíricas resultan ya memorables.

Sus novelas aciertan. Las mejores: La otra cara de Rock Hudson, Lodo y Educar a los topos.

Pero Fadanelli es célebre, asimismo, por razones extraliterarias. Cada cierto tiempo dice alguna barbaridad que busca provocar. Por ejemplo, ha tenido el valor o descaro de defender la droga abiertamente. Su obra y personaje público están irremediablemente unidos a la cocaína.

Fadanelli es un místico sin saberlo.

Baudelaire decía que los vicios del hombre son la prueba de su avidez de infinito. Groff argumenta prácticamente lo mismo. Todos los que hemos tenido la droga como forma de vida es porque un tanto ciegamente buscamos lo que solía llamarse Dios, a modo de rapto profano con las fuerzas más intensas.

En las drogas se busca el cielo y como los santos, martirizar al cuerpo.

Fadanelli, como todo escritor auténtico, es contradictorio. Se identifica con la contracultura pero se le encuentra religiosamente rodeado de gruppies que le hacen a uno pensar que sería bueno legalizar ciertas variantes de feminicidio.

Es el único escritor de su generación que no sólo tiene una obra literaria —y lo digo porque muchos escritores de su generación no la tienen realmente, tienen libros, pero libros tienen incluso las bibliotecas públicas— sino una definición vital del escritor. La literatura como método de autodestrucción.

Fadanelli constantemente define a la escritura en nudo con el exceso, el cinismo y el auto-escarnio. Es un moralista que busca emanciparse de la porquería del mundo encarnándola con boxeo cínico y un performance de resistencia.

Atendiendo a su complejidad, sería igual de congruente que Fadanelli se suicidara o deviniera eremita. Vale la pena leerlo.

Ya se puede hablar de lo fadanillesco: escribir a la vez como un cretino y un caballero; un humanista y un misántropo; un estilista y un cerdo.


lunes, 30 de noviembre de 2009

Mudos

2009-11-30
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hace varios días durante una entrevista me preguntaban si podía considerarse al Distrito Federal una ciudad. Las entrevistas en vivo son una calamidad porque uno se ve empujado a responder sin pensar a fondo las cosas. De por sí es un poco penoso responder preguntas como si en verdad se tuviera algo que decir. No recuerdo qué contesté, aunque después de darle vueltas al asunto obtuve una conclusión más o menos sensata. Una ciudad es un espacio habitado por individuos que piensan que los demás son tan importantes como ellos. Es, como podrán comprobarlo, una definición idealista y jamás podrá ser puesta en marcha pues los hombres viven de robarse y esquilmarse los unos a los otros para obtener beneficios personales. Las empresas pelean entre sí para ver quien puede engañarnos de la manera más eficaz, los bancos regalan unas cuantas casas en vez de ofrecer más intereses a los ahorradores, y las compañías telefónicas asaltan a sus clientes sin que nadie les ponga obstáculos. ¿No se han dado cuenta que los avaros viven muchos años?, se preguntaba un amargado escritor suizo hace muchos años y él mismo se respondía: “Es como si la muerte se espantara ante ellos”. A los avaros no los quiere ni la muerte.

Una compañía aérea anuncia sus vuelos informando a las personas a través de enormes carteles que existen en el mundo cientos de lugares a donde, si tuvieran dinero, podrían viajar. Qué espantosa imaginación se anida en la mente de los publicistas que hacen del humor negro una broma barata de tan graves dimensiones. Algo similar sucede con la primera clase en los aviones comerciales. Una cortina separa a los pudientes del resto de los pasajeros aunque en caso de un accidente mortal la clavícula de un modesto turista quedará atravesada en el cuello del importante empresario. La muerte siempre es de segunda clase. Y los seres humanos casi siempre son ridículos cuando desean mostrarnos su superioridad. Se me ocurre lo siguiente: si el teólogo Emanuel Swedenborg pensaba que al cielo no podrían entrar los tontos: “el tonto no entrará al cielo por santo que sea”, yo creo que el infierno está destinado para los seres ridículos. En fin, cada quien construye su religión cómo más le conviene.

La ciudad es una reunión de extraños que incluso no tienen por qué conocerse a fondo, sino que son ciudadanos porque son capaces de cumplir ciertas normas elementales de convivencia. Una de estas normas es por supuesto evitar el ridículo de la superioridad e intentar a toda costa pasar inadvertidos. La razón de que las cosas sociales funcionen tan mal es que las personas más insufribles se codean entre sí para mostrarnos sus caras y su “talento”. Cualquiera de ustedes puede comprobar lo desagradable que suelen ser aquellos que creen saber cómo debemos comportarnos o actuar y que no son capaces siquiera de escuchar nuestras razones. Dice Blaise Cendrars, en uno de sus poemas, que el habla más hermosa es la del mudo. Yo alabaría a cualquier Dios que hiciera mudos a los necios. Entonces se transformarían en seres prudentes y podrían habitar una ciudad. En septiembre pasado dos mujeres tocaron a mi puerta una mañana de domingo. Tuvieron suerte porque hacía muchos años que no me levantaba de tan buen humor. El motivo de su visita era hablarme sobre la palabra de Dios y leerme unos pasajes de la Biblia. “Por supuesto que pueden ustedes leerme lo que deseen, respondí entusiasmado por la bella mañana dominical, sólo que antes permítanme leerles algunos capítulos de Céline, D.H. Lawrence y Alberto Moravia, que en el mundo pagano de donde yo provengo son considerados también pequeños dioses”. Se disculparon porque no tenían tiempo suficiente para una reunión de esa clase. Ellas sólo deseaban ser escuchadas. Y desde mi punto de vista quien desea sólo ser escuchado sin escuchar no tiene un buen papel en la modesta definición de ciudad que me he imaginado. Eso es lo que debí responder a quien me entrevistó hace varios días, pero me quedé pasmado. Y fui mudo y feliz aunque fuera tan sólo unos instantes.

Contragolpe

Lunes 30 de Noviembre de 2009
Noroeste
Denise Dresser

Se ve, se siente, se percibe, se padece. La reacción. La resaca. El acoso a las mujeres de México, en ya 17 estados del País que han decidido, criminalizan el aborto.

Y se dice que esta regresión es producto de una embestida contra el Estado laico, y del oportunismo político del PRI, y de los pactos de Beatriz Paredes con la jerarquía eclesiástica.

Pero a pesar de que estas explicaciones tienen una parte de razón, obscurecen una verdad más profunda y más perversa.

En los últimos años las mujeres de este País han presenciado un poderoso contragolpe a sus derechos; han sido víctimas de un esfuerzo para retractar el manojo de victorias ganadas y avances logrados.

Obtienen el derecho a decidir sobre sus propios cuerpos en el Distrito Federal, y en otras latitudes se les castiga por ello.

Al intento de independencia le sigue el macanazo; el empoderamiento va acompañado del encarcelamiento.

El contragolpe no se da porque las mujeres hayan obtenido el pleno respeto a sus derechos, sino porque insisten en esa posibilidad.

Y no proviene tan sólo de la colusión de los líderes políticos del PAN y del PRI con la jerarquía católica.

Se ve reflejado en el silencio cómplice del Congreso, en el silencio ominoso de la mayor parte de los medios masivos de comunicación, en la posición paternalista de gobernadores que quieren confinar a las mujeres a hospitales psiquiátricos para protegerlas de sí mismas.

Detrás de cada ley restrictiva, de cada condena impuesta, de cada derecho cercenado hay un un esfuerzo concertado para regresar a las mujeres a un lugar "aceptable", ya sea la cocina o la cama o el cabús o el asiento de atrás.

Por eso se les discrimina, se les acuchilla, se les apedrea, se les apuñala, se les asfixia, se les estrangula.

Por eso un número creciente de estados prohíbe el aborto aún en casos de incesto o violación o riesgos de salud para la madre.

Porque las mujeres han empezado a ocupar espacios prohibidos, a reclamar derechos ignorados, a exigir la equidad, a salirse del rebaño.

Y a los hombres no les gusta. A los patriarcas les molesta el cambio del balance en el poder de las relaciones hombre-mujer.

El subtexto escondido del movimiento antiabortista es uno de miedo, de ansiedad. Los diputados y los sacerdotes y los esposos claman por los fetos "asesinados", pero su dolor verdadero proviene de otro lugar.

De la dislocación social y económica que sufren cuando las mujeres comienzan a independizarse, a trabajar, a ganar control de sus espacios y de sus vidas.

Del poder que desata en una mujer la posibilidad de terminar con un embarazo no deseado de manera legal y segura.

De la revolución en el comportamiento femenino que trae consigo la despenalización.

Frenar el aborto se vuelve una forma de frenar a las mujeres que aspiran a la equidad. Impedir el derecho a decidir se vuelve una manera de impedir el derecho a ser.

Para poder trabajar, para poder educarse, para poder aspirar a más, una mujer necesita contar con la capacidad de determinar si y cuando quiere tener hijos. Quienes buscan arrebatarle esa capacidad quieren ponerla en su lugar.

Un lugar de segunda categoría. Un lugar pasivo. Un lugar para callar, obedecer, sacrificar, servir la comida, esquivar el golpe.

Un lugar tradicional para que legisladores y los jueces y los curas y los gobernadores y los machos y los mochos puedan dormir tranquilos.

Las mujeres de 17 estados en una República que se dice laica, convertidas en úteros inanimados donde flota el feto al cual se le debe proteger más que a quien lo carga dentro.

Las mujeres de 17 estados en un país que se dice democrático, obligadas a recurrir a agujas de tejer y clínicas clandestinas y condiciones insalubres, en busca de algo que el Estado no debería penalizar sino garantizar.

El derecho a tomar decisiones propias sobre su cuerpo y sobre su sexualidad, sin la imposición de un esposo.

Un padre. Un hermano. Un novio. Un sacerdote. Hombres tan asustados por el reconocimiento de ese derecho en el DF, que ahora buscan negarlo en cualquier otra parte.

La única manera de combatir el contragolpe será a través de la organización. La única forma de resistirlo será mediante la movilización.

No importa cuanto tiempo tome, ni cuantas batallas se pierdan en el camino, ésta se ganará.

Marchando, confrontando, transformando los términos del debate público, marcando la agenda e influenciando su evolución.

Las mujeres de México a veces parecen ignorar el peso de su presencia formidable o no saben cómo usarla.

Pero pueden y deben actuar. Porque tienen derecho a derribar las paredes de su celda, a hacer historia.

Porque la demografía y las condiciones del mercado laboral y el imperativo de construir un futuro mejor para sus hijas y los artículos 1 y 4 de la Constitución están de su lado.

No importa cuantos pactos políticos suscriba Beatriz Paredes, o cuántas sanciones imponga la Iglesia católica, o cuántas reformas punitivas seas aprobadas por los congresos locales, nadie puede arrebatarle a las mujeres de México la justicia esencial de su causa. De nuestra causa.

domingo, 29 de noviembre de 2009

La verdad sobre los premios literarios

2009-11-28
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Hace poco gané uno de los premios nacionales de literatura. No menciono esto como cápsula de egoteca pública; descreo que el mérito de un libro sea asegurado por certámenes. Pero quiero aprovechar esta excusa para pensar en voz alta para qué tanto premio literario.

Si ganas un premio perderás amistades. Serás culpado de formar parte de un arreglo tras bambalinas.

La desconfianza, obvio, tiene bases. Cada cierto tiempo nos enteramos de irregularidades. Con un premio sospechoso basta para que todos se vuelvan criminales. Ganar un concurso literario, pues, tiene una única ventaja: el premio.

Y varias desventajas: ser señalado automáticamente de transa —sobre todo, por los perdedores— y ser acusado, en suma, de beneficiarte de un sistema cultural y político detestable. Ganar premios afecta tu reputación. Te vuelves parte de Los Malos.

Y tu libro, en lugar de resultar atractivo, será visto con asco.

¿Para qué concursar? Elemental, mi querido Pancho: los escritores trabajan, generalmente, de freelance —impartiendo talleres o en encargos de periodismo, traducción o edición— o dando clases sueltas en universidades. Y como ocurre con todo salario nacional, no alcanza. Hay que buscar ingresos extras. A diferencia de otras profesiones, la literatura requiere que tengas al menos un trabajo para auto-subsidiar el que quisieras fuese tu único oficio: ser escritor ambulante.

Los lectores no saben que, en realidad, incluso el escritor mexicano (literario) mejor pagado por las editoriales gana un dinerillo que le sirve unas semanas.

Por eso las editoriales comerciales también crean premios para subsidiar a sus autores. E intentar atraer lectores.

Los escritores mexicanos no hablamos de esto porque cuidamos la imagen. Pero la verdad es que un escritor que no quiera volverse un funcionario público o no haya nacido en familia adinerada, nunca tiene un cinco. Todos somos milusos. Todo escritor mexicano necesita dinero. Sin él no puede comprar tiempo para poder escribir libros.

Por eso hay tantos poetas. Nada más para hacer versitos tienen tiempo.

Si hubiera lectores, no necesitaríamos concursar nunca. Las ventas de ejemplares nos mantendrían.

Si como profesores ganáramos más de 70 o 120 pesos la hora en las universidades públicas, tampoco concursaríamos en 10 premios para ganar uno. Nos ahorraríamos el desprestigio de resultar ganadores.

Los muchos premios literarios mexicanos existen para tapar el fracaso de la educación pública que no puede ni crear lectores ni tampoco dar salario digno a los trabajadores culturales.

Hay, sin embargo, una última razón central que explica porqué tantos premios literarios en México: el gobierno sabe que los escritores, de ganar, se van a sentir culpables.

Y si un intelectual se siente culpable, ya te lo chingaste.

Los verdaderos culpables

2009-11-29
El Universal
Sara Sefchovich

Cuenta Lorenzo Meyer que después de la Revolución, Aarón Sáenz, al no recibir apoyo del presidente Calles para ser el primer candidato presidencial del PNR, se separó y amenazó con buscar el respaldo de otro partido. Sin embargo, en el último momento desistió de su aventura, y si bien ya no sería presidente “tendría un dulce triunfo al traducir su capital político —la disciplina— en capital constante y sonante en la industria azucarera”.

Y cuenta también el caso de José Vasconcelos, el destacado intelectual, que rompió con Calles al no obtener su apoyo para ser gobernador de Oaxaca y fue el principal opositor del PNR en las urnas en 1929. En su caso, la derrota “fue aplastante y él permanecería marginado hasta el final”.

Lo anterior indica que hay dos formas de ser de oposición: una en la que se arrepienten y entonces reciben beneficios y otra en la que persisten y entonces les va como en feria.

Esto viene a cuento por dos acontecimientos recientes que evidencian que así sigue siendo el país que supuestamente ya llegó a la democracia, y cuyos poderosos se la pasan discurseando sobre lo importante que es “el cuestionamiento y disentimiento”, el debate “crítico y plural”.

Uno es el dinero que el Congreso de la Unión dio a los gobernadores: si hay lección de la historia es que esa es la forma de asegurar lealtad. Y esto en un sentido amplio, pues a su vez ellos conseguirán, con las derramas que podrán hacer en sus entidades, que sus súbditos estén contentos, lo cual se reflejará en votos para su partido. Pensar así parte de la premisa de que aquel al que le va bien en términos materiales quiere cuidar el statu quo y no arriesgarlo. El otro es el suicidio de Carlos Briseño Torres, ex rector de la Universidad de Guadalajara destituido a mediados del año pasado por sus críticas a Raúl Padilla López y marginado desde entonces.

El tema es que la crítica no gusta y que los aludidos hacen todo por evitarla o castigarla, en un espectro que va desde comprar a quien la hace hasta mandarlo matar, pasando por excluir, marginar, hostilizar, burlarse, descalificar.

Los sicoanalistas han señalado que la crítica no solamente humilla (pues nuestro yo depende en buena medida de la mirada de los otros), sino también afecta porque toca algo que el aludido sabe (aunque lo niegue) que es verdad. Y por eso enoja tanto.

Estudios recientes han mostrado que del enojo surgen las ganas de venganza por una razón física real: se activan los circuitos cerebrales del “striatum dorsal”, ya que “tenemos este cerebro primitivo que te dice hazlo, hazlo”, dice Kramer.

Pero, como también existe otra parte del cerebro (el córtex prefrontal), que es donde se procesa la información social, ello hace que se inhiba la respuesta natural. Freud afirmaba que esa represión nos obliga a someter a nuestros instintos frente al superyó cultural pues, de no hacerlo, no podríamos vivir en este mundo, lo cual no significa que desaparezca el sueño primitivo de la venganza, pues “evidentemente al ser humano no le resulta fácil renunciar a la satisfacción que le dan estas tendencias agresivas suyas”.

Esto explicaría la reacción desmesurada de nuestros poderosos a las críticas que hizo Joseph Stiglitz sobre el mal manejo de la economía mexicana en la crisis (las mismas que se tienen cada vez que alguien dice que aquí algo funciona mal, sean derechos humanos o reformas fiscales).

Y es que nuestra clase política sabe bien que el problema real está en su pequeñez de miras, de funcionarios, legisladores y partidos que solamente trabajan para su propio beneficio (como se ve en el caso del reparto del presupuesto) en lugar de trabajar para el país. Aquí está la esencia del problema: se prefiere que no haya reformas ni acciones ni nada con tal de no arriesgar que el presidente pudiera resultar beneficiado políticamente.

Esto el Nobel no podría aprenderlo así leyera todos los libros sobre México que le propuso un secretario, pues es imposible entender que prefieran hundirnos a todos. Los legisladores y los partidos podrán hacerse los ofendidos, pero son los verdaderos responsables de nuestras desgracias.

lunes, 23 de noviembre de 2009

Libros y jabones

23 de noviembre de 2009
El Universal
Guillermo Fadanelli

Efectivamente, soy un maleducado, pero creo que la mala educación es la única adecuada en la literatura y que cuando un escritor escribe sobre sí mismo o en primera persona es probable que esté mintiendo para ver si de ese modo logra sacar algo en claro. Cuando una persona, para saludarme, me pregunta cómo me siento o cómo estoy, le respondo de inmediato con una frase prestada. “Me siento como un jabón que disminuye todos los días” o “como una tonelada de doblones de oro enterrada en el fondo del mar”. Prefiero responder de este modo porque si intento ser sincero nada más no puedo decir algo que me parezca coherente. ¿Qué sabe uno de sí mismo? Casi nada, acaso que hay un malestar que jamás cesará o que la sopa está demasiado caliente o que las amistades se erosionan con el tiempo. Y cuando uno comienza a hacerse viejo lo único que le queda es no ser hipócrita en sus placeres.

Si el individuo es como una ciudadela donde nadie puede entrar, palabras de Goethe, entonces también es como una cárcel de la que nadie puede salir. Uno intenta escaparse por medio de la literatura o el arte, pero eso nunca puede lograrse del todo. Las palabras se quiebran cuando el otro las comprende y ninguna ciencia es capaz de mantenerlas sanas o quietas. Hoy en día me resisto a entrar a una tienda de libros: tantos títulos y nuevos escritores crean una extraordinaria metáfora de la confusión. Sobre todo las mesas de novedades donde en realidad no se encuentra novedad ni nada parecido, sino la misma burra nada más que con otro nombre (hay demasiados libros de autoayuda, hecho normal en una sociedad reprimida, consumista y dedicada a la televisión y al lucro). De vez en cuando aparece un estilo o un escritor que no estaba antes en el mundo, o que nadie esperaba, y entonces debe hacerse fiesta pues un acontecimiento de esta envergadura no se da todos los días. El estilo, es justo la expresión de esa cárcel a la que me refería líneas atrás, imposible cambiar de estilo sin traicionarse, estilo es igual a destino, encierro, a veneno acumulado que tarde o temprano hará su trabajo. En mi caso tengo ya suficientes libros. Y las buenas librerías van cerrando sus puertas o rindiendo las plaza para vender tonterías. Por otra parte, las grandes bibliotecas me sobrepasan. Las obras completas me intimidan como cuando recorro un mausoleo y cada vez que aparece un nuevo escritor que es anunciado como una revelación corro a esconderme debajo de la cama. De modo que consumo mi tiempo en la relectura de unos cuantos títulos pues estar al tanto me parece una de las más refinadas formas de la ignorancia (yo mismo he aumentado la confusión publicando a un par de escritores jóvenes, pero eso se acabó).

Yo no sé cuáles serán los principios para escribir buenas novelas, pero si éstas han sido escritas con gracia, miedo y un estilo inédito entonces me interesan incluso más que el vino (que ya es mucho decir). Witold Gombrowicz decía de las novelas que entre más eruditas más tontas eran, y yo hasta cierto punto me pondría de su lado aunque la sabiduría -que no es precisamente erudición- siempre es necesaria para escapar de los necios. El célebre crítico Sainte-Beuve reprochaba a Flaubert que escribiera novelas que perturbaban a sus lectores en vez de darles consuelo (amonestación absurda porque nada da más consuelo que una mujer hermosa y malvada como Madame Bovary). Otro crítico de mal carácter, Edmund Wilson, no concebía que esa secuencia de jadeos cadavéricos y desfallecientes que expelían los libros de Kafka fuera considerada buena literatura. Qué extraño es el gusto humano que exige de las obras literarias cosas tan distintas. Yo, por ejemplo, prefiero leer recetas médicas a una novela histórica. En fin. Y así sin haber explicado claramente nada concluyo que la literatura, el vino, los celos y otros placeres son necesarios para la dulce destrucción de uno mismo y que una sociedad que no lee buenos libros debe parecerse mucho a la nuestra. Y asunto terminado.