La Jornada
Javier Aranda Luna
Decía Nadine Gordimer que a la luz de todo lo que Octavio Paz escribió, todos los que hemos leído su obra recibimos su luz. El suyo, decía, fue el arte del poeta arquero, que va directamente al corazón y al espíritu, donde es uno el centro del ser.
De esa luz, de ese magnetismo en la obra de Octavio Paz hablé con Carlos Monsiváis dos años antes de su muerte, mientras caminábamos por los patios del Antiguo Colegio de San Ildefonso, donde ambos habían estudiado. Ahora que se cumplen dos décadas del fallecimiento del poeta rescato un fragmento de esa conversación:
–Todo gran escritor al tocar una gran literatura nos obliga a leer esa gran literatura porque la sospecha inmediata es no lo he leído bien, tengo una deuda conmigo.
Las trampas de la fe es un libro maravillosamente escrito con grandes desafíos, con provocaciones que están ahí como un recuerdo de que periódicamente hay que volver a Sor Juana porque ella esencializó el triunfo de la literatura en medio de la opresión más pavorosa.
–¿Te ocurre lo mismo con ese otro gran libro que es El laberinto de la soledad. Supongo que no compartes todos sus puntos de vista. ¿Cuándo lo leíste por primera vez?
–Estaba yo en tercero de secundaria y llegaba a un monumento, lo leí con tal devoción que no me dejo mayor huella. Cuando empecé a leerlo con más sistema en la universidad, me di cuenta de que eran pronunciamientos con los que se podía o no estar de acuerdo. En las varias lecturas que he hecho de El laberinto de la soledad he comprobado que los puntos de vista no me persuaden o no me seducen en muchísimos casos pero siempre estoy atento al discurrir de una mente que está hecha, está formada en la convicción de que la prosa es una responsabilidad moral y la literatura un instrumento analítico insuperable.
–Más allá de tu lectura, cómo se ha leído este libro que ha causado repulsa y entusiasmo pero que con los años se ha convertido en un clásico de la literatura mexicana.
–Se ha leído de varias maneras: se leyó como una Biblia inesperada del conocimiento sicológico, sociológico, intimista del mexicano; se leyó como una gran exhibición de maestría prosística; se leyó como un disparate del nacionalismo romántico, se leyó como una lectura muy equivocada de la historia, se leyó como una indagación en lo que entonces funcionaba que era la antropología del mexicano, la búsqueda del ser o la fijación de la identidad pero hecha sin tomar en cuenta todos los elementos de las represiones, las opresiones, la miseria, etcétera. Se ha leído de varias maneras hasta que se volvió un clásico: es decir, algo que se lee para ratificar lo que uno ya sabía lo que es un clásico, donde lo fundamental es la verdad de la prosa, no la estricta verdad de cada uno de los pronunciamientos.
–Más allá de eso, ¿qué rescatas de El laberinto de la soledad?
–Lo que rescato del Laberinto es la audacia intelectual de ver al país como un solo trazo, como un solo horizonte interpretable a la luz de una prosa que quiere ser poética y a la luz de una obsesión de alguien que piensa que el país es una unidad lo suficientemente destruida y construida como para que él pueda acercarse a ella y obtener al mismo tiempo la fragmentación y la unidad.
–¿Volverás a leerlo?
–Siempre lo estoy leyendo: ...México es todavía un proceso. Está vivo y va del tres al cuatro pero no se queda en ninguno de los dos. ¿Se busca? No: se inventa, se crea.
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