domingo, 26 de junio de 2011

Rafael Bernal y El complot mongol entre el olvido y el reconocimiento

26/Junio/2011
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

Alzar el ancla es iniciar olvidos.
Ahora me ataré a las líneas
que trazan las empresas
en los limpios azules de los mapas

Rafael Bernal

La historia de la literatura está llena de olvidos. Olvido de autores, de obras y hasta de personajes. Afortunadamente, el tiempo tiene la posibilidad de subsanar esas lagunas y, tarde o temprano, cada autor ocupa el lugar que le corresponde dentro del ámbito literario que le tocó vivir. Olvido y reconocimiento habitan el mundo de las letras de cada país en cualquiera de sus épocas.

En ocasiones hay autores que prevalecen por encima de su obra; su trabajo es un conjunto armónico que ensalza al escritor en sí mismo. Otras veces queda opacado por alguno de sus libros, uno de ellos destaca del resto, hasta el punto de que la mayoría de los lectores reconocen el título del libro pero muchos desconocen el nombre del autor.

Un caso significativo, dentro de la literatura mexicana, es el de Rafael Bernal (México, 1915-Suiza, 1972). Podemos afirmar que es un autor casi desconocido, oculto detrás del éxito de una de sus obras, El complot mongol, uno de esos raros libros de culto que no dejó de reeditarse desde su publicación en 1969. Pero Bernal no es autor de una sola novela, sino un escritor prolífico que cultivó todos los géneros literarios. Su faceta como ensayista se ha materializado en importantes libros y artículos sobre historia y literatura.

Rafael Bernal, por la calidad de su trabajo, debería estar entre los escritores mexicanos más reconocidos, porque su obra es una de las más completas de la literatura mexicana en el siglo pasado. Una producción de vanguardia, prácticamente desconocida, que se debate entre el reconocimiento y el olvido.

¿Cuáles son los motivos que han relegado a un plano secundario la obra de Rafael Bernal? En primer lugar, la carencia de un estudio exhaustivo de su obra. A pesar de haber sido tratada de manera elogiosa por algunos críticos y escritores –Vicente Francisco Torres, Material de lectura: Rafael Bernal (UNAM, 2009); Alfonso de María y Campos, “Por selva, milpa y mar” (Escritores en la diplomacia mexicana. SRE, 2000); Eduardo Antonio Parra, Alejandro Avilés o Francisco Prieto, entre otros–, en su mayoría son ensayos de poca extensión que se anexan a sus libros; Rafael Bernal también ha sido objeto de estudio en varias tesis universitarias. Una de ellas, Pesquisa biobibliográfica de Rafael Bernal, de Mauricio Bravo Correa (UNAM, 2006), es una interesante y completa investigación sobre el autor y su obra; hay otra, de la Universidad de Texas (1968), de Fletcher Lee, que es un estudio sobre el carácter de los personajes de Bernal. Hace falta un texto que analice a profundidad su obra completa desde las diferentes perspectivas que su variedad y calidad de contenido sugieren. Para facilitar esta labor, sería conveniente la publicación de sus obras completas.

Otro de los motivos por los que Rafael Bernal no ha sido valorado en toda su magnitud, es haber sido estigmatizado por una serie de acontecimientos o interpretaciones en relación con sus ideas políticas, cuando se integró al partido Fuerza Popular. Hay un hecho muy comentado de la vida de Bernal, acaecido el 19 de diciembre de 1948, cuando militantes de la Unión Nacional Sinarquista colocaron una tela negra sobre la estatua de Benito Juárez en la Alameda Central. Entre los detenidos, acusado de ser responsable del ultraje a la figura de Juárez, se encontraba Bernal. El escritor nunca aceptó esta acusación y negó haber tomado parte en los hechos. Posteriormente, fue indultado por el presidente Miguel Alemán, pero no quiso aceptar el perdón porque eso significaba reconocer su culpa. Poco después Bernal se desvinculó del movimiento sinarquista.

Un factor que ha influido en el desconocimiento general de la totalidad de su obra, es que la mayoría de sus libros han sido publicados en editoriales pequeñas y casi desconocidas. Sus primeros textos, Federico Reyes, el cristero (1941) e Improperio a Nueva York y otros poemas (1943), fueron publicados en editoriales (Canek y Quetzal), que Bernal fundó con sus amigos de tertulia del Café París: Juan José Segura, Daniel Castañeda y José Muñoz Cota. El libro de poemas nunca fue reeditado, pero el otro se incluyó recientemente en el volumen Doce narraciones inéditas (Joaquín Mortiz, 2006). Un caso curioso es su novela, El fin de la esperanza (1948). Aparece publicada por una editorial inexistente, Calpulli, ya que Stylo, la editorial que imprimió los libros, no quería figurar en portada por temor a sufrir represalias debido al contenido político del texto.

Buena parte de la obra de Bernal fue publicada por Jus, una editorial con fuerte carga ideológica en aquella época, lo que limitó la difusión y el acercamiento de los lectores a sus libros. La edición de la obra de Bernal dio un salto cualitativo cuando, en 1963, el Fondo de Cultura Económica publicó su novela, Tierra de gracia.

Asimismo, otra parte de su obra fue publicada en revistas o difundida por radio y televisión. Como ejemplo tenemos el caso de la novela Caribal. El infierno verde,que originalmente fue transmitida por radio (XEW) y después publicada en dieciséis folletines por el periódico La Prensa, en 1954. Caribal no fue publicada en forma de libro sino hasta el año 2002 (Conaculta), lo que nos ha permitido disfrutar de una novela dinámica que manifiesta la maestría narrativa de Bernal al lograr un texto emocionante que convierte su lectura en un ejercicio apasionado.

Una obra marcada por el alejamiento

Largos gritos del viento entre las cuerdas
en lejano murmullo de recuerdos
y viajeros sepulcros de las olas
en larga mutación hacia las islas.
“Viaje”

El motivo determinante de esta falta de difusión y reconocimiento de la obra de Rafael Bernal fue el alejamiento, vivir lejos de su tierra y de los círculos literarios de la época. Bernal no tuvo mucho trato con otros escritores de su generación, si exceptuamos el caso de Agustín Yáñez, quien lo apoyó para que publicaran sus libros en México; por eso Bernal le dedica la primera edición de En diferentes mundos (FCE, 1967).

Si repasamos su biografía nos daremos cuenta de que Bernal fue un explorador, un escritor errante que desde joven sintió la llamada del conocimiento a través del viaje. De todos los lugares que conoció fue obteniendo materiales para sus libros.

En 1930 se fue a Montreal a estudiar bachillerato en filosofía y letras en el Loyola College, regentado por jesuitas. Este fue el comienzo; desde entonces Bernal ya no encontró sosiego, tenía el virus del viajero en el cuerpo y se convirtió en alguien que iba y venía. En 1933, de regreso a México, concluyó la preparatoria y, en vez de estudiar una carrera universitaria, se fue a Chiapas a probar suerte en el cultivo del plátano. Estuvo allí tres años y de esta experiencia obtuvo los datos y el conocimiento del medio necesario para escribir posteriormente sus relatos y novelas que tienen la selva como entorno (Trópico, Caribal).

De nuevo en la ciudad, escribe el guión de dos películas de Juan José Segura (Juan sin miedo y Mujeres y toros). Viaja después a Nueva York; esa experiencia se reflejaría en su libro Improperio a Nueva York y otros poemas (1943). (¡Quién pudiera hacer que sus ojos/ miraran adentro del cerebro/ las imágenes de las cosas muertas!”)

En 1939 se marcha a París a estudiar cinematografía. Allí fue corresponsal de los periódicos Excelsior y Novedades, reporta los acontecimientos de la guerra europea y visita Alemania. Regresa a Estados Unidos, recorre la costa oeste y recala en Hollywood donde trabaja como guionista unos meses. En 1941 vuelve a México y se establece por un período que abarca casi tres lustros. Durante estos años desarrolla una actividad vibrante, escribe y publica el grueso de su obra: novelas rurales comprometidas y cuentos de corte realista (Memorias de Santiago Oxtotilpan, 1945; Trópico, 1946; El fin de la esperanza, 1948); novelas de intriga y misterio (Un muerto en la tumba, Tres novelas policíacas, 1946; Su nombre era Muerte, 1947); obras de teatro (Antonia, El maíz en la casa, La paz contigo, El ídolo, etcétera.); e historias literarias (Federico Reyes el cristero, 1941; Gente de mar, 1950).

Bernal trabajó unos años en el medio radiofónico y televisivo. Para la radio escribió guiones, como Sangre en la tierra, La mina, o Senderos de angustia, entre otros. También escribió obras para televisión; en 1959 su pieza La carta fue la primera en transmitirse por el medio televisivo en México (XHTV, Canal 4).

Bernal retorna al viaje a finales de 1956, se va a Caracas donde permanece casi cuatro años. En Venezuela trabaja de nuevo para la televisión, adaptando novelas de escritores latinoamericanos como Rómulo Gallegos o Uslar Pietri. Hizo exploraciones antropológicas por el Orinoco que le darían material para la novela Tierra de gracia, donde la selva es de nuevo protagonista.

En 1961 comienza su carrera diplomática, pasa unos meses en Honduras donde enseña teatro en la universidad. Después es destinado a Filipinas, allí permanece seis años y conoce Japón, Hong-Kong y las islas Hawái. Bernal comienza entonces su etapa de historiador, da clases en la universidad y escribe un interesante ensayo, México en Filipinas. Estudio de una transculturización, publicado por la UNAM en 1965 con prólogo de León-Portilla. También escribió cuentos ambientados en las islas, algunos fueron publicados en el volumen En diferentes mundos.

En 1967 fue trasladado a la embajada de Lima. Bernal se integró a la vida cultural del país andino, volvió a publicar poesía en revistas literarias (El agua y el mar, Casandra) y escribió teatro (El asilo, Corrido en tres actos). En Perú, Bernal llega al cenit de su carrera como escritor: completa su obra más ambiciosa, El gran océano, en la que había trabajado durante muchos años –no será publicada sino hasta 1992, por el Banco de México–, y termina la novela que le ha hecho mantenerse presente entre los lectores, El complot mongol, su libro más estudiado.

En mayo de 1969 es destinado a Berna, donde permanecerá hasta su muerte, que le llega en septiembre de 1972. Durante esos años de estancia en Suiza, se doctora en Letras por la Universidad de Friburgo, con un largo y erudito ensayo, origen del libro Mestizaje y criollismo en la literatura de la Nueva España del siglo XVI, que fue publicado por el Banco de México en 1993.

Durante su vida, Rafael Bernal produjo una obra extensa y difícil de clasificar. Nos ha dejado, además de una voluminosa obra publicada –entre 1941 y 1972, un total dieciséis libros, más otros tres después de su muerte–, un número indeterminado de poemas, guiones, relatos, novelas y obras de teatro que no han llegado a pasar por la imprenta o que, si lo han hecho, ha sido en publicaciones difíciles de conseguir. En 2005, al cumplirse noventa años de su nacimiento, se reeditaron cinco libros: Memorias de Santiago Oxtotilpan, Su nombre era Muerte (Jus); En diferentes mundos, Tierra de gracia (FCE); y Tres novelas policíacas (J. Mortiz). Idalia Villarreal conserva y difunde su obra con esmero, sus libros póstumos en parte, se deben a su esfuerzo.

Bernal fue un escritor que, al estar alejado de los círculos literarios, se permitió innovar, ser vanguardia, por eso sus historias permanecen, son actuales. Entre sus libros, podemos encontrar novelas que han sido pioneras o han influenciado a una parte de la literatura escrita posteriormente en este país: El complot mongol, considerada unánimemente como la obra cumbre de la literatura policíaca en México; o Su nombre era Muerte, una extraña e inquietante novela de ficción.

Se podría decir que Rafael Bernal fue un escritor de obsesiones y que para liberarse de cada una de ellas –la selva, la religión, la defensa de los oprimidos, el mar, la indefensión del hombre frente a la naturaleza o ante el sistema..–, tuvo que plasmarlas en una serie de libros. Un legado generoso, invaluable, que nos permite disfrutar de su excelente calidad narrativa.

Para una apología de José Revueltas

26/Junio/2011
Jornada Semanal
Sonia Peña

El pasado catorce de abril se cumplieron treinta y cinco años de la ausencia física de José Revueltas. Durante mucho tiempo, cuando vivía en el DF, solía visitar en esta fecha el panteón francés con un estricto ramo de claveles rojos. La primera vez me encontré allí con Martín Dozal, amigo entrañable de Revueltas. Estaba sentado al borde de una tumba, con un cuaderno y un lápiz en la mano, concentrado en vaya a saber qué anotaciones. Pasé junto a él acompañada de un trabajador que debía ayudarme en mi búsqueda; nuestra presencia no lo perturbó, seguía absorto en sus reflexiones. Luego de las indicaciones del empleado regresé y pude ver la lápida: “José Revueltas. 20/XI/1914-14/IV/1976. Gris es toda teoría, y verde el árbol de oro de la vida.” Martín levantó por fin la mirada y tras la presentación inicié una amena conversación con el hombre que fue compañero de celda de Revueltas durante la última detención del autor, tras los acontecimientos de la masacre de Tlatelolco, en octubre de 1968. Martín hablaba de Revueltas con pasión; iba de una obra a otra con soltura, como pez en el agua recordaba anécdotas del escritor: literarias, políticas, amorosas, familiares, carcelarias pero, sobre todo, no dejaba de repetirme que el Revueltas no está olvidado, que cada vez más personas se interesan en su escritura, en fin, que “Pepe no ha muerto”.

Sin duda el gran amor de Revueltas (junto a la militancia política) fue la literatura: a ella dedicó todas sus horas, a ella entregó sus mejores años, incluso en condiciones deplorables (encarcelamientos, problemas económicos, enfermedades). Era un hombre disciplinado, consciente de que la escritura es un trabajo y él era un obrero de tiempo completo, como lo describe Miguel Ángel Mendoza: “José Revueltas trabaja con una gran dosis de vitalidad, que parece ser su signo. Se sienta a escribir y de un tirón –con una gran cafetera al lado–, escribe incesantemente durante 24, 48 y aun 72 horas seguidas, después de las cuales se tira a dormir y lo hace hasta 32 horas sin interrupción.”

Durante los trágicos acontecimientos de octubre de 1968, el escritor tuvo que vivir escondiéndose, transformó su apariencia física para no ser reconocido por si se le ocurría salir a la calle, y ni aún en esas circunstancias dejó de escribir; hubo de sufrir mucho en aquellos días. Así lo recuerda Arturo Cantú: “Era muy trabajador; se levantaba temprano y a las ocho ya estaba escribiendo; descansaba hacia el mediodía y adelante. Yo veía que era un hombre ordenado, inquieto, preocupado solamente con su oficio y su vocación política.” La entrega de Revueltas a su oficio fue absoluta, radical, porque, como se lo manifestó él mismo a Elena Poniatowska: “Si luchas por la libertad tienes que estar preso, si luchas por alimentos tienes que sentir hambre”, para él no había medias tintas, arreglos diplomáticos o concesiones disfrazadas. José Revueltas padeció a causa de su oficio (literario-político) encarcelamiento, persecución, hambre y ninguneo. Hoy, después de treinta y cinco años de haber abandonado sus días terrenales, se habla poco y nada de él. Los periódicos que se encargan de recordarlo son contados con los dedos de la mano, los homenajes no tienen lugar para aquel escritor rojo a quien Mercedes Padés describe como el hombre “preso hasta los dientes”.

El epitafio en la tumba de Revueltas es una de sus frases preferidas; Philippe Cheron escribe: “Al hacer suya la célebre réplica de Mefistófeles en el Fausto de Goethe: ‘Gris es toda teoría, y verde el árbol de oro de la vida’, Revueltas no opone la sensualidad a la austeridad y aridez del trabajo intelectual, sino que considera el renacimiento y la juventud como antídotos de la teoría enajenada, es decir, ideologizada.”

El árbol de oro de Revueltas florece en medio de una primavera de clima caldeado y alergias revividas. Revueltas no ha muerto, como dice Martín, solamente se fue de parranda. Sin embargo, se le hecha de menos, muchos no nos resignamos a este luto humano que pesa cada día más y unimos nuestra voz a aquel graffiti que, garabateado con pulso firme, adornó alguna vez una pared de Ciudad Universitaria: “¡Ay José!, como te extrañamos en estas Revueltas…”


sábado, 25 de junio de 2011

Un almuerzo con Sabato

25/Junio/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

Ayer Ernesto Sabato hubiera cumplido 100 años. El autor recuerda, ayudado por el testimonio de un experimentado periodista argentino, el almuerzo que sostuvo el autor de La resistenciacon el dictador Videla

Murió como escritor centenario. Pero no lo era. Tenía apenas 99 años. En realidad, ayer hubiera cumplido los 100, que es la cifra que se supone factible para la vida humana. Demasiado y nada. Sin embargo, una neumonía impidió que los cumpliera: murió hace unas semanas, el 30 de abril.

Entonces, justificadamente, se exaltaron lo mismo los valores de su obra literaria que la incansable labor que en su momento desarrolló a favor de los derechos humanos en la castigada nación argentina.

Ahora, su centenario propicia una suerte de segunda parte de este reconocimiento que nunca está por demás, particularmente en México, donde no se lo conoce suficientemente. En el panorama de la literatura argentina contemporánea, las luces de Borges, Cortázar, Bioy Casares, Juan Gelman u otros autores, como Tomás Eloy Martínez, han dejado en desventaja una presencia como la de Ernesto Sabato, que desde hace años no se renovó mayormente.

Es cierto que en 1998 aparecieron sus memorias, Antes del fin; y dos años después produjo La Resistencia, y que incluso en 2004 se publicó España en los diarios de mi vejez, pero la llegada a México de todas estas obras resultó más bien limitada. De ahí que, como sucede en muchos otros casos, su muerte haya tenido un efecto de recuperación editorial en donde por supuesto sus grandes obras (El túnel o Sobre héroes y tumbas) encabezan el nuevo interés suscitado en innumerables lectores.

Como siempre sucede, sus libros seguirán siendo revisados y veremos cómo son abordados por la veleidosa crítica del momento y la más mesurada de la posteridad. En cuanto a su vida, la polémica lo persigue desde antes de su fallecimiento. Sabato no fue, no es, un escritor que esté fuera del caldero donde se procesan las disputas, experiencias y sinsabores que rodean los años de la última dictadura argentina. Porque si unos lo recuerdan presidiendo (una vez terminada la dictadura militar), la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep), cuya misión fue investigar las masivas violaciones a los derechos humanos que tuvieron lugar entre 1976 y 1983, y entregando el informe de dicha comisión al presidente Raúl Alfonsín, en 1984, otros más lo tienen presente participando de un cuestionable almuerzo con el dictador Jorge Videla.

A la muerte del escritor, el periodista argentino Héctor D’Amico escribió para el diario La Nación, un artículo en el que recordaba aquel encuentro y lo exoneraba de la complicidad que muchos opositores de izquierda y liberales le atribuyeron.

Hace unos años, Osvaldo Bayer, autor de La Patagonia rebelde, dijo de Sabato: “En un país en el cual desde el año 30 ha habido 14 dictaduras, al señor Sabato jamás se le prohibió un libro, jamás estuvo preso ni tuvo que exiliarse. En las peores épocas se le ha premiado y ha tenido reportajes. Mientras Cortázar hablaba del genocidio cultural, Sábato decía que él siempre podía trabajar en su casa”. Todo ello para concluir que tenía siempre “el don de la ubicuidad” y que siempre había sabido “situarse” con todos los gobiernos: “Nunca se jugó por nada”.

El almuerzo tuvo lugar inmediatamente después de que se produjo el golpe de 1976, con lo que el autor de El túnel, junto con los otros invitados (Jorge Luis Borges; Horacio Ratti, presidente de la Sociedad Argentina de Escritores; y el sacerdote Leonardo Castellani), dieron voluntaria o involuntariamente un espaldarazo a un gobierno de facto que terminaría asesinando a miles de personas.

D’Amico recuerda un encuentro con el escritor, al día siguiente:

“Sabato me recibió en su casa de Santos Lugares, la misma en la que le había dado refugio a Jorge Amado, entre otros perseguidos de diferentes latitudes. Estaba más irritado y alerta que de costumbre, convencido de que, una vez más, había quedado en el centro del ring de lo políticamente incorrecto. El teléfono sonaba sin parar, pero él no quería responder a la prensa.

“Saqué la libreta y leí en voz alta unas declaraciones suyas recientes. La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi con fervor que las fuerzas armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos, había dicho [refiriéndose al de Isabel Perón]. Ratificó cada palabra, pero sabía que ahora el encuentro con Videla las volvía más virulentas.

“En las dos horas de almuerzo no se habló de otra cosa que de temas lo suficientemente amplios y generales como para eludir definiciones o cualquier opinión incómoda. La ley del libro, la posibilidad de crear un concejo de notables para trabajar con los medios públicos de comunicación, el estado de la cultura, etcétera.”

Tal vez esto fue tan cierto, que las palabras de Sabato comentando que el dictador Videla era “un hombre culto” resonaron en toda la prensa argentina.

Pero volvamos a D’Amico:

“Sabato me comentó que le habían entregado a Videla y a Villarreal una lista con once nombres, entre detenidos y desaparecidos. Pero me advirtió que hacer pública la identidad de alguno de ellos era una irresponsabilidad, casi una condena a muerte. La iniciativa que mejor podía explicar ante la opinión pública la naturaleza de aquel encuentro debía quedar en el olvido. Tal como temía Sabato, su figura quedó expuesta, una vez más, a la crítica y la sospecha.”

De cualquier modo, la sospecha nunca dejó de pender sobre el escritor (lo mismo que sobre Borges, con la diferencia de que éste siempre tuvo una “mala” reputación política y nunca quiso corregirla, entre otras cosas por su auténtica ceguera).

Se definía como “anarco-cristiano”. El día del almuerzo con Videla no lo parecía, pero aun así tal vez sea cierto que, como escribió D’Amico, “Sabato fue la conciencia lúcida que ayuda a un país a observar lo que no quiere ver y a comprender aquello de lo que reniega”.

El único problema es que un día hizo lo que muchos otros no hubieran hecho nunca.

Los cuentos de Arredondo, la niña perversa de las letras

25/Junio/2011
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Cuando se cumplieron 20 años de la muerte de la escritora Inés Arredondo, Claudia Albarrán, la principal conocedora de su obra, la definió como “poeta maldita, guardiana de lo prohibido, niña perversa e imprudente, hechicera, loca; Inés Arredondo supo hacer con las palabras y los silencios un verdadero arte de narrar”.

Hoy, a tres años de distancia de esa definición, Albarrán asegura que Arredondo es ante todo una gran estilista.

“No hay en México nadie comparable, es la mejor escritora que ha habido en siglos, gran calidad de su prosa y un cuidado extremo de la palabra, sin desperdicios, con una conciencia absoluta de lo que es el lenguaje sin llegar a ser barroca; es realista, sencilla, clara, va al punto; su pluma es de una pureza que pocas mujeres tienen en México y en el extranjero”, dice.

Ese es el arte desarrollado por Inés Camelo Arredondo (1928-1989), la mujer que dejó su tierra, Culiacán, para estudiar la preparatoria en Guadalajara y luego Letras, en la ciudad de México, y la que escribía cuentos para que historias, reales o imaginadas, trascendieran.

En una de sus últimas entrevistas le dijo a Miguel Ángel Quemain: “La literatura no le ha dado un orden a mi vida sino que la ha hecho posible, sin literatura yo no puedo vivir”.

Desde esa conciencia escribió 37 cuentos, 34 de los cuales aparecieron en sus libros La señal (1965), Río subterráneo (1979) y Los espejos (1988), pero los tres primeros que publicó en su vida: Sonata a Quatro, El hombre en la noche y La cruz escondida, no estaban en ningún libro hasta que hace un mes el Fondo de Cultura Económica los incluyó en Cuentos reunidos, un libro que tiene prólogo de Beatriz Espejo y una bibliografía realizada por Claudia Albarrán.

De esa mujer de bella sonrisa e inteligencia abrumadora, exponente de una pluma poderosa, gran estilista del lenguaje y hacedora de historias complejas, el mismo FCE va a publicar un segundo libro que reunirá su obra suelta, donde destacan ensayos, crítica literaria, algunos artículos de teatro y su tesis sobre Jorge Cuesta, textos que publicó en revistas y suplementos culturales, escritos desde 1960 y hasta su muerte.

“En este segundo volumen encontramos a la Inés lectora, la Inés brillante e inteligente que lee la obra de otros y la comenta. Es la Inés crítica literaria y ensayista, nos da su visión de lo que ve en los escritores que le gustan y que le disgustan. También hay varios intentos de biografía, ella siempre estuvo muy interesada en contar su vida”, asegura su biógrafa y estudiosa.

Maestra del idioma

“Inés Arredondo no es una escritora muy leída, primero porque su obra es difícil, no es una literatura ni sonriente ni fácil, es una literatura compleja, hecha por una verdadera maestra del idioma”, asegura Claudia Albarrán, quien es la autora de Luna menguante. Vida y obra de Inés Arredondo.

Esos cuentos, de los que Juan García Ponce decía: “Se presentan como una necesidad ineludible en su relación con el mundo y son los que en realidad los conducen a la expresión y la literatura”, son historias con dobles lecturas, siempre poseen dos o tres gajes implícitos y se pueden leer de muchas maneras.

Beatriz Espejo afirma que Inés no es una escritora fácil; por el contrario, es una escritora muy complicada. “Extraordinaria estilista, maneja la sutileza de manera maravillosa y además fue una mujer que se atrevió a escribir de temas poco tratados por las mujeres en ese momento, como es el incesto, la locura, las relaciones conflictivas con la madre, la homosexualidad”.

¿De qué manera se inserta Inés Arredondo en esta nueva visión de la literatura?, Claudia Albarrán asegura que lo hace apoyada por la llamada generación o grupo de la Casa del Lago, casi todos nacidos entre 1928 y 1936, que comenzaron a publicar a finales de los años 50 y principios de los 60.

En ese grupo estaban Juan García Ponce, Juan Vicente Melo, Tomás Segovia, Salvador Elizondo, Juan José Gurrola y Huberto Batis, quienes dieron un giro a la literatura mexicana insertándola en un contexto universal al escribir sobre el amor, el desamor, la traición, la locura, las situaciones límite, la pasión, la entrega, la mujer, la abnegación y ya no del nacionalismo y los temas revolucionarios.

Para Albarrán, la importancia de la obra de Arredondo en la literatura mexicana es por varias razones: “es mujer, sus primeros cuentos se publicaron a mediados de los 60; se inserta en un contexto que estaba dominado por hombres y lo hace con una calidad impresionante, al grado que se ha dicho que es el Rulfo de las letras mexicanas”.

“Se inserta en la literatura con una obra escueta, son sólo tres volúmenes de cuentos, pero con una enorme calidad, con una depuración de la palabra en la que trata situaciones intensas, conflictivas, con personajes desgarradores que trabaja muy bien y que consiguen sacudir al lector; no es una obra fácil porque tiene finales abiertos; en sus cuentos no hay finales felices, incluso no hay finales, deja al lector que decida el final”, asegura Albarrán.

Espejo dice que Inés es una escritora muy seria que no escribió excesivamente; una autora que hizo una literatura sin rebabas. Todo lo que escribió es bueno y con un alto control de calidad, con dos características: gran poder para la persuasión y de veladuras, que es ser sumamente sutil; y su capacidad para el doble sentido.

Ana Segovia, hija de Inés y del poeta hispano-mexicano Tomás Segovia, recuerda las exigencias de su madre. “Tenía los cuentos en la cabeza, no los escribía hasta que los sentía listos. Reflexionaba mucho; ahora que la he releído, me percato de que para ella el cuento es una unidad multiforme, multifacética o multinterpretativa y que al querer redondear una historia, con un estilo y estructura perfecta, permite al lector reinterpretarlo desde su mirada y su corazón”.

En busca de nuevos lectores

Aunque en 1989, Siglo XXI Editores hizo una reunión de los cuentos de los tres libros de Arredondo, hasta esta edición del FCE -que se logró tras un litigio por intestado que sostuvieron los hijos de la escritora con el segundo esposo, el médico Carlos Ruiz Sánchez-, dentro de la colección Letras Mexicanas, es que la obra de la escritora mexicana va a llegar a más lectores. Al menos es la confianza de la familia y la biógrafa.

Ana Segovia asegura que con las dos ediciones que reúnen la totalidad de textos de su madre, el de cuentos y el de ensayos que investigó y preparó Claudia Albarrán, se podrán conocer las facetas de la escritura de su madre, pues en general no es una escritora muy conocida ni leída.

Ahora, con la publicación, he releído sus cuentos y ha sido redescubrir, revaluar y ha sido una renovación de la literatura de mi mamá”, comenta Ana Segovia, quien celebra los diferentes niveles de lectura de los cuentos.

Claudia Albarrán dice que es una autora poco leída porque Inés escribió cuentos y los cuentos siempre se insertan en periódicos, revistas y suplementos culturales, y aunque sí hay lectores para cuentos, no hay en México una tradición de publicar libros de cuentos.

“Eso, sumado a que es una escritora que escribe poco, que forma parte de un grupo en el que ella es la única mujer, que tiene una literatura que es muy profunda, dolorosa, no es una literatura light”, comenta Albarrán.

Además, dice, sus cuentos se publican en editoriales de prestigio, pero con tirajes muy menores, de mil o mil 500 ejemplares. En cuanto a que sea leída en las escuelas de letras o por escritores y estudiantes, dice que en los últimos años se ha dado una vuelta atrás “para revisar a estas escritoras y escritores que fueron un poco maltratados. Inés fue poco leída, pero no comprendida”.

Inés, a quien le sobreviven tres hijos: Inés, Francisco y Ana, abrió junto con otras mujeres cuentistas, como Guadalupe Dueñas y Amparo Dávila, una brecha en muchos campos de la vida cultural de nuestro país.

Inés, que para Espejo fue 90% cuentista, pues dcecía que nunca escribió novela porque no había tenido tiempo, vivió los últimos ocho años de su vida casi recluida en su casa por problemas de la columna; tuvo cinco operaciones que multiplicaban sus dolores.

¿Cómo afrontó la enfermedad y el dolor y vivir atada a una silla de ruedas? Ana Segovia dice que todo eso le afectó tanto que ya no pudo escribir. “Fueron cinco operaciones, cada operación la debilitó más, se fue aislando, por eso me sorprende y me enorgullece que, a pesar del dolor, escribiera el último libro: Los espejos”.

lunes, 20 de junio de 2011

Monsi después de Monsi

20/Junio/2011
Jornada
Elena Poniatowska

-Monsi, ya destruiste los brazos del sillón.

–Vais, si sales a la calle de nuevo, juro que no vuelvo a abrirte la puerta.

–Monsi, o entras o sales. No tengo todo el tiempo de la vida.

–Vais, rompiste las ramas más tiernas del limonero.

Monsi es un gato del género masculino, vestido de smoking.

Vais, atigrada, es mujer y es más bonita que Monsi, pero pesa menos, es clandestina, tiene una vida secreta, desaparece sin avisar y la primera vez que la busqué en la plaza de San Sebastián, en Chimalistac, grité por encima de las bardas, subí al campanario y por fin al tercer día regresó tan campante.

–¿Por qué me haces eso?

Monsi y Vais eran tan pequeños que cabían uno en la mano derecha, otra en la izquierda. Una guajolota enojada se disponía a sacarles los ojos en un corral de Tomatlán y los rescaté para traerlos a San Sebastián. Ahora padezco a los dos gatitos como padecí a Monsiváis, porque amarlo era padecerlo.

–Al rato te hablo.

–Marco tú número dentro de 10 minutos.

–Llámame tú el sábado.

–Voy a salir, te busco en la noche.

A la mañana siguiente intentabas de nuevo a ver si tenías suerte de encontrarlo por teléfono y del otro lado de la bocina fingía la voz:

–No está, salió en la madrugada a Madrid, soy su tía María.

En la tarde, era fácil reconocerlo en el Vips de la avenida Tlalpan, a la altura de San Simón, frente a unos frijoles caldosos.

–¿No que habías ido a España?

–Ya vine.

Entonces la letanía se iniciaba:

–No llegaste.

–No llamaste.

–Te esperé dos horas.

–Me plantaste.

–¡Cómo eres malo!

–¡Qué malo eres!

Invitarlo a comer era otra forma del suplicio:

–No vayas a llegar tarde.

–¿A qué hora dijiste?

–A la normal, a mi hora, a las dos y media. Tú eres el plato fuerte.

Llega a las mil, para merendar. Y si uno reclamaba, decía:

–¿No dijiste que a tu hora? Esta es tu hora.

El sonreía con su cara de gato.

Ahora dos gatitos recogidos son la presencia total de Monsi en la sala, en el comedor, en la recámara, en la escalera, en los pasillos, en la cocina, en el lavadero, a todas horas, en todo momento, día y noche. Digo Monsi y Vais 10 o 20 veces al día. Los dos nombres resuenan entre el piso y el techo, el cielo y la tierra, son un encantamiento que repito una y otra vez, un conjuro contra la ausencia, una pócima que disminuye la soledad. Imagino que Monsi, que era un hombre ciudad, como lo llamó Adolfo Castañón, ahora mismo sube al Metro, está parado en la esquina de San Simón y le hace seña a un taxi, se citó con El Fisgón en la Zona Rosa, está por ir a comer a casa de Iván en la calle de Amatlán, donde por cierto va a llegar tarde, para variar.

Antes de junio de 2010, a las siete de la mañana, si sonaba el teléfono, corría yo, sólo podía ser él. Monsi se convirtió en el consejero áulico de Marta Lamas, de Chema Pérez Gay, de Iván y de Nelly Restrepo. Hoy por hoy su risa matutina hace una gran falta, una falta horrible. Lloraba de risa y su risa tenía mucho de gato, una risa única que ojalá y haya quedado grabada. Imitaba a unos y a otros, Y antes de colgar decía.

–¡Qué mala eres!

–¿Yo? Pero si todas las malditeces las dijiste tú. Yo sólo reí.

–Eres mala, de veras, mala como nadie, eres lo más malo del mundo.

Hace dos días, el viernes 17 de junio en la noche fuimos a una ceremonia íntima a El Estanquillo, convocados por su director, Moisés Rosas, la tía María, Beatriz y Araceli, Rubén y Mauricio, Carlos, Chema y Lilia, Marta Lamas, Consuelo y Julia, Carlos Bonfil, Jenaro Villamil, Jesús Ramírez, Alejandro Brito, Victor Acuña, Armando Colina, Rodolfo y Jesús, porque las cenizas de Carlos iban a depositarse en una urna.

–Es una ceremonia privada, de muy poca gente.

La urna la hizo Francisco Toledo y su forma, su volumen, su redondez de tierra, la convierte en un abrazo, un recibimiento excepcional. La urna acoge, cobija, se ahonda, suena a barro. Lentamente pulida, brilla trabajada por las manos del buen alfarero, del creador y del artesano, del que sí sabe hacer las cosas y, sobre todo, sabe rendir homenaje al amigo. Es una urna de extraordinario carácter que refleja los muchos experimentos técnicos que ha hecho Toledo con el barro, la madera, todas las sutilezas de la materia, pero sobre todo el sagrado sentido de la vida. Cuando la vi pensé que William Blake le cantaría como al tigre que brilla en la selva de la noche y le pregunta qué mano inmortal lo hizo, quien construyó su temible simetría. En realidad, la urna es un gato que se redondea sobre sí mismo para dormir su larga vida de siete vidas. Envuelto en su cola, su pelambre resalta por encima del barro y su cabeza de gato tiene la cara del Monsiváis de los buenos días, el que sonreía. A Toledo le preguntaban: ¿Quién hace el prólogo de tu libro? Monsiváis. ¿Quién presenta tu exposición? Monsiváis. ¿Quién va a escribir el catálogo para la muestra en Los Ángeles? Monsiváis. “¿Quién quieres que te acompañe? Monsiváis. ¿A quién invitamos al mitin? A Monsiváis. ¿Para quién es este cuadro? Para Monsiváis. “¿Quién quieres que acabe con el gobernador? Monsiváis. ¿De qué quieres que se hable en el encuentro de intelectuales? De Monsiváis. En la urna están todas las respuestas de Toledo a Monsiváis, el amor al coleccionista, el amor al crítico, la devoción al pensador, la admiración por los escritos de un hombre que logró catequizar a los indios remisos. Toledo, el pintor de las tenaces raíces zapotecas, también llenó la urna de iguanas, de mariposas, de tortugas, de peces, de jaibas, de cangrejos y los puso a cantar al unísono. La urna tiene símbolos ocultos, códices y máscaras del México antiguo, la urna es un organismo viviente en el que todo se corresponde, el agua que sigue cantando en el barro, las sutilezas de la materia, su complejidad, responden a las huellas digitales de las yemas de los dedos de Toledo que moldearon esta corona mortuoria. Porque en verdad, la urna es una corona. Y en verdad también, sólo Toledo podía coronar a Monsiváis.

De tanto escribir sobre movimientos sociales, el propio Monsi se ha vuelto un movimiento social. Cada vez que nos reunimos la conversación termina girando invariablemente en torno a Monsi. ¿Qué tiene Monsi que nos jala como una central de energía, como una centrífuga que nos hace picadillo en torno a sus aforismos, sus sarcasmos, las horas de su vida, sus prodigiosas mentiras, sus prodigiosas verdades?

Me atrevo a una respuesta. Monsi iba directo a la esencia, su gran entereza, su lucidez implacable, su inteligencia crítica, su falta de poder personal y su total ausencia de privilegios, lo convirtieron en defensor de los derechos civiles, en el intelectual que más y mejor supo protestar por las violaciones a los derechos humanos, en el ciudadano que mejor denunció la inmensa ineptitud y la codicia rampante de los políticos que nos gobiernan, el que le dio una buena bofetada a la demagogia monolítica. Por eso, sus seguidores, también somos, en cierto modo, un operativo a futuro, al que se le unen todos aquellos que Monsi congregó, Salvador Novo y Chano Urueta, Ramón López Velarde y Carlos Pellicer, José Emilio y Cristina Pacheco, Alejandra y Enrique Florescano, Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez, María Félix y José Alfredo Jiménez, Tongolele y María Conesa, Rogelio Naranjo, Rius y El Fisgón, Carlos Fuentes, Cantinflas, Renato Leduc, Sergio Pitol y Luis Prieto, Carmen y Magdalena Galindo, Julio Scherer, Braulio Peralta, Vicente Rojo, Neus Espresate, porque mejor que nadie, Monsi nos metió a todos en la misma bolsa, de la periferia al centro, de la cultura popular a la de la Sala Manuel M. Ponce, nos sacudió para cubrirnos de papelitos de colores y de serpentinas y ahora somos esta piñata medio deshilachada que ustedes ven, hoy domingo 19 de junio de 2011, a las 12 del día, en este estrado dentro del mítico Palacio de Bellas Artes, que a diferencia de nosotros, los aquí presentes, como es de oro y mármol, nunca, nunca se va a morir.

*Texto que leyó Elena Poniatowska durante el homenaje que se rindió ayer a Carlos Monsiváis en la Sala Manuel M. Ponce del Palacio de Bellas Artes

domingo, 19 de junio de 2011

Juan Rulfo en Cali

19/Junio/2011
Jornada Semanal
Eduardo Cruz

La mítica Colombia y la certeza de que a estas alturas del siglo XXI los caminos de El Dorado no son inescrutables, se revelan a través de un epistolario electrónico que pronto comenzará a circular gracias a una coedición de Ediciones Sin Nombre y la Universidad Autónoma de Nuevo León. Su simiente se encuentra en las tareas que como periodista ha desarrollado Eduardo Cruz Vázquez en distintos momentos de su quehacer como gestor cultural. Durante su estancia en Colombia (2001-2005), su segundo eslabón como diplomático, además de despachar abundantes entregas a páginas culturales, los más de cuatro años de andanzas le permitieron concentrar un cúmulo de información y experiencias que llamaron a la apuesta literaria. Colombia tiene nombre de mujer teje un periplo de pasiones por El Dorado, donde la ficción y la realidad se funden para rendir homenaje a una gran nación.

Durante su primera experiencia como agregado cultural en la Embajada de México en Chile (1996-1997), Cruz elaboró numerosas crónicas, entrevistas y reportajes que dejan constancia de los vastos acervos que vinculan a las culturas de ambas naciones. Esta suerte de catálogo, también de fuerte impulso literario, apareció con el título Residencia bajo la Cordillera de los Andes, en el libro Del mismo cuero salen las correas (UAM-Xochimilco, 2002) su segunda antología periodística.

En una de las cartas-correo de Colombia tiene nombre de mujer, Eduardo da noticia de un hallazgo: se trata de la grabación de una entrevista a Juan Rulfo en lo que sería su única visita a Cali, así como el rescate de otra serie de declaraciones que aparecieron en un periódico universitario. Aquí presentamos un extracto que contiene lo más relevante de lo dicho por Rulfo. La misiva electrónica termina haciendo referencia a los andares de Encarnación, personaje central de lo que también podemos calificar como un reportaje novelado.

Juan Rulfo en Cali

Eduardo Cruz

La mítica Colombia y la certeza de que a estas alturas del siglo XXI los caminos de El Dorado no son inescrutables, se revelan a través de un epistolario electrónico que pronto comenzará a circular gracias a una coedición de Ediciones Sin Nombre y la Universidad Autónoma de Nuevo León. Su simiente se encuentra en las tareas que como periodista ha desarrollado Eduardo Cruz Vázquez en distintos momentos de su quehacer como gestor cultural. Durante su estancia en Colombia (2001-2005), su segundo eslabón como diplomático, además de despachar abundantes entregas a páginas culturales, los más de cuatro años de andanzas le permitieron concentrar un cúmulo de información y experiencias que llamaron a la apuesta literaria. Colombia tiene nombre de mujer teje un periplo de pasiones por El Dorado, donde la ficción y la realidad se funden para rendir homenaje a una gran nación.

Durante su primera experiencia como agregado cultural en la Embajada de México en Chile (1996-1997), Cruz elaboró numerosas crónicas, entrevistas y reportajes que dejan constancia de los vastos acervos que vinculan a las culturas de ambas naciones. Esta suerte de catálogo, también de fuerte impulso literario, apareció con el título Residencia bajo la Cordillera de los Andes, en el libro Del mismo cuero salen las correas (UAM-Xochimilco, 2002) su segunda antología periodística.

En una de las cartas-correo de Colombia tiene nombre de mujer, Eduardo da noticia de un hallazgo: se trata de la grabación de una entrevista a Juan Rulfo en lo que sería su única visita a Cali, así como el rescate de otra serie de declaraciones que aparecieron en un periódico universitario. Aquí presentamos un extracto que contiene lo más relevante de lo dicho por Rulfo. La misiva electrónica termina haciendo referencia a los andares de Encarnación, personaje central de lo que también podemos calificar como un reportaje novelado.

Colombia tiene nombre de mujer

Esto es, Esmeralda, lo que alcanzo a recordar bajo el influjo de Amparo y los achaques de la memoria. Pero debo concluir esta entrega con lo que considero una joya preciada que de nuestro país encontré en El Dorado (y no se trata precisamente de mariachis). Al estar en uno de los intermedios de la pasarela del Círculo de la Moda, la gran Paola Cortés rompió la conversa sobre diseños y cadencias al recordar que la voz de Juan Rulfo formaba parte de la fonoteca de la emisora cultural HJCK, ubicada en FM.

¿Pero cómo así?

Don Álvaro Castaño Castillo, el queridísimo director de la radiodifusora, confirmó la Chiva y su esposa, la entrañable Gloria Valencia (GV), quien entrevistó a Juan Rulfo a finales de los años setenta en Cali, durante el Encuentro de Narrativa Hispanoamericana, instruyó a los cirujanos Pepe Castiblanco y Alejandro Rodríguez a hacer la exhumación, pues el registro que provenía de un audio de televisión tenía quizá todos esos años sin tocarse.

Comprenderá, Esmeralda, la emoción que sentí ante el hallazgo. Si bien cuento con toda la trascripción, le dejo las preguntas y respuestas más reveladoras.

–Por ejemplo su último libro, usted contestó con su humor que, por cierto lo tiene a flor de piel y que le sale duro muchas veces, contestó que su libro Cordillera se había quedado “en cerro”. ¿Qué nos quiso decir?

Bueno, que desapareció, desapareció definitivamente.

–¿De verdad lo destruyó?

Lo destruí, sí, lo tiré a la basura, pues no llenaba, no me satisfacía, era una cosa que me llevó a un callejón sin salida.

En otro momento del diálogo en el estudio, intervino el escritor Manuel Mejía Vallejo.

–Usted tiene en su obra un aspecto permanente sobre la soledad y la muerte. A veces, cuando lo veo, me lo imagino como un fantasma creado por usted mismo.

Así soy, un fantasma, no existo, es un mito la existencia, mi existencia. A veces pienso que no existo.

Al seguir la pista de Juan Rulfo por La sultana del Valle, y gracias al querido amigo Fabio Jurado, ubiqué al también escritor Sandro Romero. Me facilitó un ejemplar del 19 de agosto de 1979 del periódico cultural El Semanario, de Cali, donde publicó una larguísima crónica bajo el título de La literatura en llamas, a propósito del Encuentro de Narrativa Hispanoamericana. La voz del autor fantasmal quedó en los registros sonoros de la Universidad del Valle.

Dijo: “Yo estuve buscando muchos editores y no me quisieron publicar hasta el año ’53. Yo ya tenía escrita mentalmente el Pedro Páramo. Considero incluso que Pedro Páramo es anterior a los cuentos. El resultado fue que no encontraba la fórmula para contarla. Al escribir los cuentos, me dediqué a hacer una especie de ‘ejercicios literarios’ hasta que por fin encontré, en un cuento que se llama “Luvina”, la atmósfera que yo necesitaba para escribir Pedro Páramo. Así es que si se publicaron primero los cuentos, fue porque ya había los suficientes medios para hacerlo, y entonces me dediqué exclusivamente a escribir la novela. En lo personal, y es una cosa que siempre me he reservado, Pedro Páramo es anterior a El Llano en llamas. Me quedaba entonces después del trabajo a escribir. No tenía amigos ni a dónde ir, así que escribí una novela que titulé provisionalmente El hijo del desaliento. Fue una novela que, como ustedes pueden suponer, fue a parar a la basura, como otras que también fueron a parar al mismo lugar. [...] La novela mexicana ha caído en el terreno de la pornografía, el escándalo y la comercialización. Grijalbo, por ejemplo, ha incrementado este tipo de literatura. Si antes vendía bestsellers norteamericanos, ahora vende escándalo. Han aparecido seis u ocho escritores que exclusivamente escriben eso. Una novela llena de vulgaridades, pero como se dice, de sal, de pimienta, que llama la atención y que el público que no lee literatura la consume. Así como se venden los cómics, así se venden esas obras. Puedo citar nombres: Parménides García Saldaña, Gustavo Sáinz, José Agustín, Luis Zapata; bueno, tres o cuatro más que escriben pornografía absoluta. No tienen nada de literario sus obras. [...] Para mí, el acierto más grande de Carlos Fuentes fue La muerte de Artemio Cruz. En cambio Terra nostra está plagada de esa obsesión en él, hacer farragosa alguna cosa. Tiene una particularidad Carlos Fuentes: no sacrifica nada. No tacha nada de lo que escribe, porque cree que cualquier línea es valiosa y eso le ha perjudicado, sobre todo en Terra Nostra que podría haber sido una novela magnífica. Se le fue de las manos… El defecto que yo le veo a esta novela es esa falta de crítica que nos sobra a algunos. Fuentes debería de concretarse a lo que conoce, que es la historia de México. El problema es que él no conoce su país. Al principio quiso imitar a su padrino Octavio Paz, pero lo ha superado en muchos aspectos, sobre todo en el terreno de la ficción. Lo que me molesta de Fuentes es que él trabaja sus obras con el conocimiento y no con la imaginación. Y esto es una falla.”

¡Bomba! No negará, Esmeralda, que estas declaraciones son una gran exclusiva.

Pero ha de disculpar que algo más quepa en este salpicón (dígale champurrado de estampas, si lo desea). Al sumarse los veranos e inviernos y de cara a un año nuevo, a la ruta de la despedida, el economista Winston Licona y el reportero Juan Manuel Ruiz, me obsequiaron sendas andanzas por rumbos circunvecinos de Bogotá.

Los dominios de mi hermano periodista son particularmente en Tunja, donde su querida madre cumple el papel de audaz columnista. Como es la ciudad “más erótica porque cuando pones un pie allí te vienes”, mejor nos fuimos a recorrer las calles empedradas de Villa de Leyva, pueblo colonial donde se celebra un festival de cometas, se consiguen fósiles, se tejen textiles, se da forma al barro, se visita el Museo del artista Luis Alberto Acuña, el cine bar El Patriarca y, particularmente los domingos, tiene lugar un macondiano mercado, el cual con sus viandas deja en cosa de comida light a la bandeja paisa.

Tome nota del menú dominguero de los boyacenses: mondongo, mute de maíz, mute de mazorca, caldo de cordero (con cabeza), caldo de costilla de res, caldo de pata, yuca sudada, yuca frita, papa salada, papa criolla, arveja guisada, asadura de cordero (sangre y vísceras picadas), pata de cordero con cordero sudado (sic), chicharrones de cordero, plátano asado, longaniza, arroz, tamales, rellena (moronga) y cuello de gallina relleno de arroz. Todo a escoger y pasar con un chocolate, un champús, un tintico, un carajillo, una gaseosa o una agüita Cristal si prefiere para la digestión.

¡Ah! Y de pilón, gelatina de res (pezuña ultra recontra molida) que se la venden así, en vasitos, con su cucharita para que la saboreé mientras camina por la amplia plaza de este pueblo de vientos frescos, de áridos paisajes al que se llega tomando una carretera maltrecha tras visitar el famoso puente de Boyacá, que fue escenario de una gran batalla por la Independencia. Un camino lleno de tierras cultivadas de papa, de hombres con sombrero y ruana, ruta en la que te detienen de pronto niños que al tapar los numerosos huecos piden unas monedas a cambio.

Para llegar a los dominios de Winston, también presidente del Club de Tobi, se toma una carretera que literalmente va montada en los abismos de la cordillera. Sasaima, “la tierra primaveral”, es un pueblo lleno de verdor y humedad y tiene por vecino a Villeta.

Más que los afanes turísticos, que bien se resuelven con el paisaje y con la atmósfera pueblerina, se trató de que conociera la Finca Eve, propiedad de su vivaracha madre y en la cual Winston se desempeña como criador de marranos. Fueron toda una revelación los oficios porcicultores del afamado economista. No sé si a estas alturas del relato la cuantiosa inversión haya rendido ya sus ganancias. Lo cierto es que tras los quehaceres que cual padre procuró a sus animalitos, nos hicimos de una habitación en el Hotel Hacienda El Diamante en Villeta. Al fumar y beber en la terraza mientras un feroz aguacero nos endulzaba el oído, invocamos a nuestras musas.

Ruego nuevamente, Esmeralda, perdone lo atrabancado del relato. Pero la necesidad de ir apretando los demás hallazgos de El Dorado, hasta el espacio de este correo lo comprende. Lo hago así también ya que al asumir felizmente que con la presencia de Ilona intento de nueva cuenta la armonía en mi vida, el cerrar este período de mi extravío significará la libertad, la asimilación plena de los tesoros que descubrí, amé y amo; será la constancia de los ajustes indispensables para ofrendar con modestia a la familia de aquí y de allá en México lo mejor que puede quedar de mí para los próximos años.

Por lo mismo, le dejo un poema de Juan Manuel Roca, que extraigo de la antología personal Cantar de lejanía, y que lleva por título “Oración al señor de la duda.”: “Más que fe, dame un equipaje de dudas./ Ellas son mi puente, mi afluente, mi oleaje./ Venga a nos el Reino de lo Incierto./

Mantén en vilo mis verdades,/ Concebidas, muertas y sepultadas/ En los telares del olvido. Llévame/ Por las arenas movedizas,/ Dame a comer el pan de la derrota,/ A beber el agua del silencio./ No hay timos ni trucajes:/ Estoy herido y soy mi camillero./ Sean las certezas palacios de nieve/ A los que alguien asedia con el fuego./ Señor de la duda, si existieras,/ Escucha la oración del descreído.”

Abracaribes Esmeralda, que su felicidad es la mía.

El padre ausente: tema en la literatura mexicana

19/Junio/2011
El Universal
Alejandra Hernández

"Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo". Así inicia una de las más grandes novelas de la literatura mexicana, la única escrita por Juan Rulfo, que es también una obra paradigmática sobre cómo ha sido tratada la figura paterna en nuestra letras, en las que, como en Pedro Páramo, abundan la figura del padre ausente.

En esto coinciden los escritores Álvaro Enrigue y Sandra Lorenzano, quienes en entrevista vía telefónica proporcionaron ejemplos de estos personajes que desde luego responden a un contexto y a una realidad social.

"La literatura mexicana -afirma Enrigue- gira en torno a la ausencia del padre. Es el caso de la literatura que ha crecido alrededor de la figura de Pedro Páramo, Artemio Cruz e incluso Hernán Cortés. Se trata de padres muy poderosos que de pronto desaparecen y dejan huérfano un universo".

En Pedro Páramo, por ejemplo, hay un personaje -Juan Preciado- que busca a su padre, un padre ausente, que es un importante cacique de Comala.

"Toda la novela -comenta Lorenzano- se construye alrededor de esa búsqueda del padre poderoso que dicta sus reglas e impone sus normas desde la ausencia. Parece una paradoja que padres ausentes puedan tener tanto poder pero así es".

En la creación de padres ausentes, que no obstante ejercen un gran poder en sus hijos, hay un reflejo de los padres de carne y hueso con los que nos podemos encontrar en la vida real.

"Como en todas las sociedades patriarcales, en la nuestra, la figura paterna es fundamental, y nuestra literatura muestra la realidad de la sociedad con respecto a esa figura", asegura la autora de Lo escrito mañana: narradores mexicanos nacidos en los 60.

Pero ¿cómo se ha retratado a los padres en nuestras letras? Además de coincidir con Enrigue en que Pedro Páramo es una novela paradigmática sobre este tema, la doctora en letras proporciona otros ejemplos que muestran que la ausencia del padre no sólo se hace presente cuando éste abandona a sus hijos, sino también debido causas como la muerte o, incluso, la indiferencia.

Ejemplos de personajes paternos que no se ausentan por decisión propia sino a causa de la muerte son la novela Los años falsos, de Josefina Vicens, y el poema "Algo sobre la muerte del mayor Sabines, de Jaime Sabines.


Si en Los años falsos -afirma Lorenzano- Vicens cuenta la historia de Luis Alfonso Fernández, el joven que luego de la muerte, de la ausencia de su padre, hereda las responsabilidades de éste al grado que no vive su vida por vivir la que había construido su padre, en "Algo sobre la muerte del mayor Sabines", el poeta crea un canto de amor y devoción hacia su padre, que también muestra la furia y la no resignación ante la presencia de la muerte que se lo ha arrebatado.

"En estos casos nuevamente hay una ausencia del padre, pero ahora por culpa de la muerte, entonces el padre aparece desde la ausencia", añade.

Como en la vida real, en la literatura mexicana también hay padres ausentes, pese a que aparentemente están presentes en la infancia de sus hijos.Ése es el caso de Balún Canán, de Rosario Castellanos.

En esa novela -comenta Lorenzano- también aparece la figura del padre, que en este caso sí está ahí, pero es autoritario, no mira a la niña narradora y protagonista de esta historia porque prefiere al hijo varón. A pesar de su presencia ese padre prácticamente también está ausente.

Un caso similar lo encontramos en Mi padre, el general, de Jorge López Páez. En esta novela también es un niño quien relata su historia. Luego de que muriera su madre y su tía, el núcleo familiar de este personaje queda reducido al de su padre, un general que ni siquiera tiene tiempo de comer con su hijo.

Incluso, cuando pasan "juntos" los fines de semana en las casas de los amigos del general o en los ranchos de sus familiares siguen sin relacionarse realmente.

El ensayo literario ha sido otra modalidad en la que escritores mexicanos han reflexionado sobre la figura paterna.

En Padre y Memoria Federico Campbell hace un repaso por nuestras letras y por la literatura escrita en otras lenguas en el que muestra que en la obra de Juan Rulfo u Oliver Sacks, pasando por muchos otros, la figura paterna ha estado ahí, ya sea de manera omnipresente o a través de una ausencia absoluta.

Mientras que en el ensayo "Hijos de papel" Enrique Serna critica a los padres escritores que "de tanto comparar la creación literaria con el acto de engendrar y las arduas faenas con los dolores del parto, han llegado a creer que su oficio es una especie de paternidad sublimada". Como el poeta francés Stéphane Mallarmé, quien -cuenta Serna- se arrepintió del abandono en el que tuvo a su hijo (que murió a los dos años) a causa de sus interminables faenas literarias.

Otro caso que evidencia una ausencia paterna es el de Franz Kafka, el gran escritor checo que no podernos pasar por alto en este recuento debido a su importancia e influencia en las letras universales.

En Carta al padre, el autor de La metamorfosis denuncia con gran claridad los maltratos y las humillaciones que sufrió en manos de su padre, un padre que como tantos otros y de manera paradójica ejerce un gran poder sobre sus hijos a través de su omnipresencia que es al mismo tiempo una ausencia.

sábado, 18 de junio de 2011

Crítica a la cruzada de Sicilia

18/Junio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Ante la muerte de Monsiváis, nos preguntamos por las nuevas intelectualidades mexicanas. El 2011 dio una respuesta: Javier Sicilia.

El perfil intelectual de Sicilia no nació con la lamentable ejecución de su hijo a finales de marzo. Sicilia lleva años como vocero sintético de la salvación católica y la izquierda patria.

La historia, empero, consignará que el asesinato de su hijo por el crimen organizado dio un giro a su trayectoria pública. Sicilia se convirtió en un activista contra el ejército fuera de los cuarteles, líder de protestas ante la guerra anti-narco de Calderón e imán del descontento por los 40 mil muertos.

Sus exigencias —aún abstractas— se han hecho —literalmente— sobre la marcha.

De poeta cristiano a noticia de primera plana, su rostro comienza a ser reconocido por mayorías. Ningún escritor nacional lo había logrado en mucho tiempo.

No dudo de la legitimidad moral de su movimiento, que podría quedar como gesto poético o crecer como factor electoral. Pero, ¿qué significa en términos ideológicos?

Si Paz era un combo de pluma retro-romántica y caudillo culto-priista, y Monsiváis, sindicalista irónico y burlón laureado, Sicilia congrega al líder espontáneo de la Sociedad Civil con la vieja figura evangelizadora.

El lema de su movimiento “¡Estamos hasta la madre!” inconsciente retoma la bandera guadalupana.

“Estamos hasta la madre” coloquialmente significa “estamos hartos, al límite de la tolerancia” e indica “estar saturado, abotagado”. Psicoanalíticamente alude a la idealización de una figura materna que inutiliza y castra. Una madre que madrea.

(Santa sangre de Jodorowsky explora este atrofio de la energía y el deseo).

En este caso, si estar “hasta la madre” es el problema, la inconsciencia del problema lo vuelve su pro-lema.

El “Verbo” mesiánico de Sicilia incluye, además, vestimenta de pescador (¿de hombres?) y escenas que, a ciencia cierta, sorprenden: gente hincándose a sus espaldas, Sicilia imponiendo las manos sobre la cabeza de niños o besando las manos de mujeres dolientes.

Sicilia se cree Jesús.

Su fe católica —ningún poeta mexicano contemporáneo ha sido más abiertamente cristiano que Sicilia— y su figura mesiánico-social son incongruentes con una postura de izquierda.

Por otra parte, su credo cristiano es el mismo que ostentan televisoras y derecha panista. (Y AMLO y Peña Nieto).

En los mismos días en que Sicilia conducía su “marcha del consuelo” a lo largo del país, el presidente hablaba de la policía como un “sacerdocio cívico”.

Sicilia representa no tanto una oposición radical al régimen de derecha del PAN, sino el aviso de que a una época panista corresponde culturalmente un poeta apóstol.

Lo guadalupano empantana a la cultura mexicana.

Tanto en Los Pinos como en los plantones, derechita crece la cultura de la cruz.

Lectores eferentes

18/Junio/2011
Laberinto
Armando González Torres

Trascendió que en una cena de gala en la Casa Blanca, cuando se hablaba de la complejidad del ejercicio de gobierno, uno de los invitados, Gabriel García Márquez, le dijo al entonces presidente William Clinton: “Lo que usted tiene que hacer es leer el Quijote, ahí vienen las soluciones a todo”. La mezcla de impertinencia y lugar común que le espeta el escritor colombiano al ex presidente de Estados Unidos muestra lo habitual que resulta, aun en los llamados intelectuales, una de las transacciones estéticas más rudimentarias, lo que Louise Rosenblatt denomina la “lectura eferente”, es decir esa forma de literalidad y fe casi animista en la lectura que suele buscar “todo” en una obra de ficción, desde la frase ingeniosa que se administrará en una cena hasta una guía de vida o un manual político. Las obras con una ambición de totalidad y un prestigio consolidado son especialmente propicias para atraer al lector eferente, pues este admirador ingenuo de las letras de imprenta pensará que un libro famoso no miente, ni tiene dobles intenciones y que de su broncínea materia es factible extraer, sin gran esfuerzo, las prescripciones que necesita su vida.

Ciertamente, acaso sin caer en los casos extremos de ingenuidad o fanatismo, todos somos lectores eferentes, animales con hambre de narrativas ejemplares que rigen sus destinos, en mayor o menor medida, por acciones aprendidas en libros y personajes de ficción. Cierto tipo de cualidades humanas no instintivas, por ejemplo, deben mucho su pervivencia al prestigio y motivación de la ficción y muchas acciones excepcionales pueden basarse en historias inspiradoras. Del otro extremo, muchos prejuicios nacen del crédito ilimitado que se atribuye a historias simplificadas sobre individuos y colectividades. La lectura eferente puede rebasar los límites de la elección racional y, como lo demuestra la ola de suicidios románticos tras la publicación del Werther de Goethe, la búsqueda de un “buen final” es susceptible de hacer renunciar a lo que se supone es el don más resguardado. De modo que no sólo abundan lecturas didácticas sino lectores ansiosos de ser guiados, quizá hasta el sacrificio, por la lectura de un solo libro. El buscar en la ficción un guión adecuado de lo que es la propia vida, no resulta necesariamente malo; sin embargo, ello no debería cerrar la capacidad de escuchar otros relatos y confrontarlos. En la vida misma las circunstancias cambiantes obligan a hacer cambios, a ejecutar improvisaciones, a aceptar pequeños rodeos y desvíos con el objeto de encontrar o rescatar parte del argumento original. La concentración de expectativas en un solo libro, puede ser empobrecedora. Tal lectura inmuniza una versión de la ficción a otros datos y evidencias que la contradigan y tienden a la idealización lacrimógena de un modelo único. Por eso, es imprescindible mantener abierto el repertorio de narrativas ejemplares, ampliar la biblioteca dilecta y nunca prescribir en una cena un libro donde se encuentre “todo”.

domingo, 12 de junio de 2011

Efraín Huerta: la risa inteligente

12/Junio/2011
Jornada Semanal

Jair Cortés

La poesía mexicana ha sido, en su mayoría, demasiado solemne, hecho que contrasta con el carácter del mexicano promedio que encuentra en el humor y en la ironía formas de mirar su entorno, pero sobre todo, de sobrevivir al mundo. Suele pensarse, erróneamente, que la literatura que nos revela el filo cómico de las cosas es ligera y que la risa debe dar paso a cuestiones más serias. Tal vez esta postura frente al humor en la literatura tenga su raíz en La poética, de Aristóteles, quien señalaba: “La Poesía se dividió según el carácter propio del poeta; porque los más respetables representaron imitativamente las acciones bellas y las de los bellos, mientras que los más ligeros imitaron las de los viles, comenzando éstos con sátiras, aquéllos con himnos y encomios.”

Afortunadamente siempre hay quienes no se limitan a recorrer los caminos más transitados. Efraín Huerta fue uno de esos poetas que comprendió la importancia y trascendencia del humor. El producto de esta actitud se lee en su libro Estampida de poemínimos. Esta obra, cargada de provocaciones luminosas, corre el riesgo de hacernos reír, sin que ello signifique que la reflexión pase a segundo término. Acaso Huerta inventa una forma poética: un conjunto de pequeños prismas en cuyo interior se refleja la luz de la ironía y la contradicción, como en el poemínimo titulado “Desconcierto”: “A mis/ viejos/ Maestros/ De Marxismo/ No los puedo/ Entender;/ Unos están/ En la cárcel/ Otros están/ en el poder.” Con un pie en el aforismo y otro en el refrán popular, el poemínimo despliega su pequeña majestuosidad, como una mariposa que al abrir sus alas asombra y emociona. La capacidad de concreción en los poemínimos de Huerta es una característica que los hermana con el haikú; su distribución visual nos da la pausa necesaria para asimilar la densidad concentrada a través de una lectura que gotea en la página. Pero los poemínimos de Efraín Huerta van más allá del refrán popular; se apoyan en la intertetextualidad, en el doble sentido y en los diferentes niveles del humor (negro, blanco y rojo): “Y así/ Le dije/ Con desolada/ Y cristiana/ Bondad:/ Desnúdate/ Que yo/ te/ Ayudaré.”

Es posible encontrar en estos poemas aquello que T.S. Eliot llamaba “la música de lo coloquial”: “Ahora/ Me/ Cumplen/ O/ Me/ Dejan/ Como/ Estatua.” La vigencia de los poemínimos de Efraín Huerta no tiene caducidad, porque su brevedad los convierte en textos memorizables (ahora podría decirse que “posteables”), y porque la realidad que vivimos diariamente es así de complicada: trágica y cómica al mismo tiempo.

Efraín Huerta: la risa inteligente

12/Junio/2011
Jornada Semanal
Jair Cortés

La poesía mexicana ha sido, en su mayoría, demasiado solemne, hecho que contrasta con el carácter del mexicano promedio que encuentra en el humor y en la ironía formas de mirar su entorno, pero sobre todo, de sobrevivir al mundo. Suele pensarse, erróneamente, que la literatura que nos revela el filo cómico de las cosas es ligera y que la risa debe dar paso a cuestiones más serias. Tal vez esta postura frente al humor en la literatura tenga su raíz en La poética, de Aristóteles, quien señalaba: “La Poesía se dividió según el carácter propio del poeta; porque los más respetables representaron imitativamente las acciones bellas y las de los bellos, mientras que los más ligeros imitaron las de los viles, comenzando éstos con sátiras, aquéllos con himnos y encomios.”

Afortunadamente siempre hay quienes no se limitan a recorrer los caminos más transitados. Efraín Huerta fue uno de esos poetas que comprendió la importancia y trascendencia del humor. El producto de esta actitud se lee en su libro Estampida de poemínimos. Esta obra, cargada de provocaciones luminosas, corre el riesgo de hacernos reír, sin que ello signifique que la reflexión pase a segundo término. Acaso Huerta inventa una forma poética: un conjunto de pequeños prismas en cuyo interior se refleja la luz de la ironía y la contradicción, como en el poemínimo titulado “Desconcierto”: “A mis/ viejos/ Maestros/ De Marxismo/ No los puedo/ Entender;/ Unos están/ En la cárcel/ Otros están/ en el poder.” Con un pie en el aforismo y otro en el refrán popular, el poemínimo despliega su pequeña majestuosidad, como una mariposa que al abrir sus alas asombra y emociona. La capacidad de concreción en los poemínimos de Huerta es una característica que los hermana con el haikú; su distribución visual nos da la pausa necesaria para asimilar la densidad concentrada a través de una lectura que gotea en la página. Pero los poemínimos de Efraín Huerta van más allá del refrán popular; se apoyan en la intertetextualidad, en el doble sentido y en los diferentes niveles del humor (negro, blanco y rojo): “Y así/ Le dije/ Con desolada/ Y cristiana/ Bondad:/ Desnúdate/ Que yo/ te/ Ayudaré.”

Es posible encontrar en estos poemas aquello que T.S. Eliot llamaba “la música de lo coloquial”: “Ahora/ Me/ Cumplen/ O/ Me/ Dejan/ Como/ Estatua.” La vigencia de los poemínimos de Efraín Huerta no tiene caducidad, porque su brevedad los convierte en textos memorizables (ahora podría decirse que “posteables”), y porque la realidad que vivimos diariamente es así de complicada: trágica y cómica al mismo tiempo.

sábado, 11 de junio de 2011

El placer de la relectura

11/Junio/2011
Laberinto
David Toscana

Leer una novela para enterarse de quién es el asesino es una manera muy pobre de disfrutar la lectura. Si de eso se tratara, la novela no sería una de las bellas artes. Y sin embargo, esa es la razón por la que lee la mayoría de la gente.

Una vez le dije a un escritor español de novela policiaca: Me hubiese gustado que tu detective no atrapara al culpable.

Entonces no sería novela policiaca.

¿Qué importa?, le dije. Podrías hablarme de la frustración del detective.

Eso no se vende, me contestó.

Al menos respeté su respuesta, por sincera.

Hay, en cambio, ciertas novelas que buscan lo sublime. Dejar en el lector esa sensación de haber encontrado epifanías, belleza, frases perfectamente dichas, armonía, la celebración de estar vivo y leyendo. Hay frases que se leen y uno quiere gritar como se grita un gol.

Ese mundo lo tienen pocas novelas y lo entienden muy pocos lectores.

Hace tiempo en un taller de lectura les pedí a los asistentes que trajeran un párrafo que los hubiera impactado. La mayoría trajo cosas banales que parecían extraídas de un motivador. Uno de ellos, en cambio, leyó el fragmento del sueño de los cuartos infinitos de José Arcadio Buendía.

Uta, me dije, esto es pura belleza. Y apenas regresé a casa tomé el libro para volverlo a gozar.

Leer mil libros no nos garantiza que podamos disfrutar de la literatura como una de las bellas artes; pero es fácil distinguir a un lector literario. Es el que relee dos, cinco, diez o quince veces sus libros preferidos, pues no le resulta importante lo que va a pasar, sino que desea recorrer una vez más esos imponentes paisajes hechos de palabras.

Dichos paisajes los apreciamos distinto cuando los leemos a distintas edades, con otros estados de ánimo, otros recuerdos, otros amores, otras lecturas.

Además, por suerte, la memoria es imperfecta, y buena parte del recorrido parece que siempre lo hacemos por primera vez.

La frase de los relectores es conocida: Cada vez leo menos y releo más.

Este año he releído Crimen y castigo, Vida y destino, La metamorfosis, Cien años de soledad, El cero y el infinito, Sin novedad en el frente, El maestro y Margarita, Memorias del subsuelo, El callejón de los milagros, La familia Moskat, Cenizas y diamantes, La risa roja, varios cuentos de Chejov, de Andric, de Onetti.

También he releído muchos fragmentos, pues en la relectura no es necesario recorrer los libros de cabo a rabo. Son como canciones que se cantan una y otra vez. He leído tres veces Un puente sobre el Drina, pero al capítulo quince le habré dado al menos diez lecturas.

En estos días, por razones distintas al placer, releí una novela de Naipaul. Estaba discutiendo con un amigo sobre este autor y esa relectura me refrescó por qué no me gusta Naipaul. También por motivos fuera del regodeo releí Mein Kampf.

Y por impulso del regocijo, ahora estoy releyendo El doctor Zhivago.

Ninguno de estos placeres están al alcance del lector que anda tras el asesino. En una novela policiaca pasa lo mismo hoy que dentro de veinte años. A él se le echa a perder la lectura si alguien le cuenta el final.

En cambio el discurso del caballero andante se vuelve más hermoso a medida que más friso los cincuenta años. Ya sé que al final se muere, y supongo que lo mismo me ha de ocurrir.

Las lecturas dicen poco de una persona; las relecturas dicen mucho. A estos lectores, por sus relecturas los conocerás.

viernes, 10 de junio de 2011

¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)

Verano/2011
Luvina
Heriberto Yépez

El ensayo hace mala obra a la prosa. El ensayo nos está perjudicando. La formadel ensayo mantiene controlado al pensamiento: lo polizontea. Escribo esto y pienso en David Antin. Pienso en sus observaciones sobre los márgenes paginales; la manera en que el libro controla la formade la prosa, inseparable de la estructura de la página, de la máquina del libro. El ensayo lo preinventó Gutenberg.

¿Estoy afirmando que el lenguaje es un flujo que la literatura o, para ser más preciso, el ensayo interrumpe? No lo he decidido. Y que lo sea o no, no depende de mis juicios sumarios (o mucho menos). ¿Quién me he creído?

La respuesta es: ¡un ensayista!

El ensayista es quien decide qué es el mundo. Mayra Luna le llama a eso hacer «psicópolis», inventarse un mundo en la mente; eso es lo que es el demiurgo ensayo.

Por ende, me pregunto qué autocrítica tendría que acometer el ensayo.

Y me respondo (no de inmediato, pero lo hago): el ensayo tendría que preguntarse lo que he preguntado al principio de este vericueto patizambo: ¿el ensayo controla? ¿El ensayo acota? ¿El ensayo acosa?

Son tres y una misma cosa; y por supuesto que el ensayo lo hace, amigo.

Y al decirme amigo, amigo a mí mismo, me recuerdo que el ensayo es una amabilidad montaraz, una montaignada; el ensayo es, ante todo, amistad. Y quizá bajo esta máscara de camaradería ha escondido su instinto policía.

Hitler era ensayista.

Lo que todo ensayista hace es su lucha.

Cuando se desea mostrar aquello en lo que puede convertirse un artista fracasado se menciona al Führer. Pero aún no hemos advertido que cuando un sujeto absolutista es encarcelado su mente toma la forma de un ensayo. La finalidad metafísica (e inconsciente) del ensayo es reemplazar la realidad por un juego de delirios personales. Tlön es el ensayo.

No me venga, pues, el ensayo, con que él sufre conflictos.

Si la poesía está en crisis desde hace décadas y la novela ni se diga
—desde la realista hasta la metadiscursiva—, ¿cómo se ha salvado el ensayo de la crisis? Creo que lo ha hecho convirtiéndose en juez del resto de los géneros. Se ha salvado, ha disimulado, volviéndose la parte analítica, la parte acusadora.

El ensayo es el dedo que señala o desmenuza. Ése es su primer truco. Volverse el ojo que no se mira. ¿Otro problema del ensayo? Ya lo he (medio) dicho al principio: el ensayo es policiaco.

¿Y no lo es el cuento?

¡Obviamente!

Éste es el gran problema de nuestra literatura: buena parte de ella sigue criterios policiales.

Quiere averiguar esto, quiere averiguar esto otro, nos tiene en suspenso, brinda pistas.

Nuestra literatura se pasa de lista.

Periodismo es peritaje; ensayística, literatura detectivesca. Es ésa su ruina.

El ensayo y el cuento siguen paradigmas criminalísticos. Judicializamos.

Y la novela y el poema posmoderno, ¡idéntico! Same all, señores.

¿Hay algo escrito que no sea policiaco? ¿Texto que no sea racional? Así se autocritica el ensayo: reconociendo que se trata de un género racionalista. En el fondo, el ensayo es un aforismo perorativo. Ya Torri lo ha escrito. Abundar es sospechoso. El ensayo prolonga explicaciones porque el martillo ya duda de sí mismo.

No en balde, el ensayo agrada tanto a nuestra época. ¡El ensayo es el crimen perfecto!

Es miembro del gossip y, a la vez, miembro de la academia.

En todo sentido, el ensayo es el más oxidental de los géneros.

Podemos autoengañarnos y repetir la tradicional queja del crítico, la queja del ensayista, y decir que el poeta y el novelista tienen prestigio y que, en cambio, el pobrecito ensayista es de poca estatura y no lo persiguen fans, pero sería falso.

La prueba de que el ensayo es el género más popular (a pesar de chaparro) es que inclusive ese monopolio de la ignorancia literaria que son las revistas mexicanas y norteamericanas están llenas de ensayos.

¿Otra prueba? A esa casta de frustrados profesionales que son los profesores universitarios y los lectores, les fascinan los ensayos. Si no fuera por dicha paragustia no existirían los journals, las mesas redondas y los asistentes mismos.

Si se sostienen tales publicaciones y eventos, si convencen a sus anunciantes y promotores de su seriedad y prometen buenas ventas o público es porque todo esto está hecho, mayoritariamente, de prosa ensayística.

Si las revistas o las lecturas estuvieran llenas de poemas, darían vergüenza.

Y si estuvieran llenas de cuentos, les recomendaríamos que mejor se volviesen libros, antologías o algo peor todavía, y pediríamos que alguien las guardase para siempre en algún anaquel de alguna librería muy lejos de donde alguien las pudiese hallar, por ejemplo en alguna librería de Tijuana o Chula Vista.

En una de esas librerías de literatura chicana, por ejemplo, en donde uno sólo se atreve a entrar portando una máscara del Rayo de Jalisco.

¿Qué hacen los poetas cuando han perdido la comunicación con los dioses? ¡Manufacturan ese género ensayístico llamado poéticas! Y las poéticas no son más que autopromoción. Y todas las revistas no son más que propaganda. Así que entre los ensayos de las revistas y los anuncios de cigarros hay plena continuidad. El ensayo es publicidad.

Definitivamente, pues, el ensayo es un género popular. Un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más denigrante. Y me disculpan, porque sé que muchos de nosotros amamos el ensayo, nuestra vida depende del ensayo y depende de nuestra regular o buena ejecución de éste, digamos, que nos inviten a Encuentros y comamos comida de verdad, no la comida que acostumbramos, pero que el ensayo nos brinde grandes ventajas no significa que el ensayo sea un género rescatable. Sólo significa que compartimos con el ensayo una amistad. Y que sea nuestro amigo, si lo analizamos, habla muy mal del ensayo.

Pero el ensayo no solamente es un género policiaco que nos persuade de la ilusión de que es posible encontrar soluciones a la existencia, resolver enigmas —la gran ilusión que Oxidente padece desde que a los grieguitos se les ocurrió inventar la patraña de que a la bestia esfíngica se le podía derrotar con un poco de ingenio racionalista—, sino que además el ensayo promueve el desvarío adicional de que el yo existe.

No es casualidad tampoco que el ensayo haya sido inventado en la modernidad, precisamente en la misma epocalidad en que se inventaba
la ilusión del sujeto, a manos de autómatas abstractos —hago aquí eco del corcovado Kierkegaard— como Descartes y Kant. No es que el ensayo sea escrito por un yo. El yo no existe. No se necesita ser Buda o Hume, Borges o Foucault para estar enterado de esta inexistencia. Es claro que el yo es neurosis. Así, pues, no es que el ensayo sea escrito por un yo, sino que el ensayo construye la ilusión de la existencia de un yo emisor. Eso me parece nefasto. Me parece nefasto que el ensayo certifique al yo.

Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. Hacer que estalle en él la heteroglotonería (para darle una manita de gato al célebre concepto de Bajtin). Aquí vuelvo, entonces, al inicio de este ensayo, de este ensayema, de esta autocrítica del ensayo: el ensayo está controlando a la prosa.

Ya Baudelaire intuyó que en la prosa —en su caso, en el poema en prosa— podía ocurrir una convergencia de lo disímil, una pululación de las presencias. Ésta es mi tesis más ociosa, lo presiento: la prosa aún no existe.

A eso alude la noción de ensayo. El ensayo es un ensayo hacia la explosión. Hacia la fisión del lenguaje. Me refiero a algo más allá de lo que los surrealistas aludían con la escritura automática, los neobarrocos con el exceso o Derrida con la descontrucción. La prosa, sin duda, está siendo filtrada.

Y parte de ese embudo, buena parte de esa summa de restricciones imperceptibles, de vigilancias —llamadas estilo, llamadas temática, llamadas párrafos, llamadas título— es exacerbaba por el ensayo, el cual es contradictorio porque, por un lado, busca ir más allá del flujo, más allá de la fragmentación y, por otro, es el género más cuidado, es el género de
mayor constricción, el más educado —el ensayo mayordomea lo literario— y por eso las revistas están llenas de ensayos y, si uno ve a los ensayistas, los ensayistas somos los escritores más cuadrados.

¿Y lo que más venden las editoriales? Son ensayos. No novelas. Son ensayos. Memorias de políticos, investigaciones coyunturales, ensayos.

Los que juzgamos a otros. Los que nos convertimos en autoridades. Somos los gendarmes de la República de las Letras. Somos los judiciales del canon. No es causalidad, señores, señoras, transexuales, no es casualidad que yo sea parte del ensayo mexicano. Creo que esto lo dice todo. Si yo estoy aquí (y, de hecho, creo que protagonizo la ensayística, y no lo presumo, sino que lo aseguro), esto significa que el ensayo huele a podrido.

El ensayo, no me cabe duda, es parte de la pestilencia.

Retomo, como todo buen ensayista debe, retomo mis puntos casi al final de este ensayo: el ensayo promueve el control de la prosa, el ensayo promueve la ilusión de la existencia del yo, el ensayo promueve el racionalismo, el ensayo es policiaco, el ensayo es el más popular de los géneros, el más comercial y el ensayo es parte de la sociedad del juicio al otro. Si fuésemos coherentes, por ende, el ensayo debería ser asesinado.

Pero no lo somos. Aunque el ensayo esté obsesionado con demostrar que el ser humano es coherente y prosísticamente bien portado, a final de cuentas, el ensayo es un gran fracaso. A pesar de su egolatría y su detectivismo y su lógica expositiva y su alto rating, el ensayo deja ver que el hombre está zafado.

Y presiento que cuando el ensayo enloquezca de tanta coherencia, de tanta crítica literaria, de tanta reseñitis, de tanta tesis académica, de tanta recurrencia a sus mismas fuentes de siempre, el ensayo tendrá una existencia quijotesca. Lo confesaré, pues, de una vez por todas: soy un profeta.

Y lo que he venido a profetizar en esta oportunidad es que en el futuro el ensayo será acompañado permanentemente en sus travesías racionalistas, en sus enormes grandilocuencias ridículas, por un paralelo género, fiel escudero del ensayo, cuyo nombre será Ensancho.

Y Ensancho, lo siento, sustituirá al Ensayo.