Jornada Semanal
Cruzaron por el desierto
para llegar a Tijuana
en una caja de muerto
llevaban la marihuana
Chalino Sánchez,
“Contrabando en la frontera”
El narcotráfico es acertijo irresuelto y signo de dilución social que en México parece haber rebasado los cartabones mundiales del arquetipo. Aunque aparenta simple procuración desquiciada de evasión y delirio por un lado –la demanda– y avidez por dinero fácil de otro –la oferta–, es en realidad un fenómeno con matices y ramificaciones sociales quizá infinitas como los mecanismos de la ilegalidad: el trasiego de lo prohibido siempre encuentra cauce al bolsillo ajeno. El clandestinaje del narcotráfico encaja particularidades regionalistas donde lo geográfico y lo local son relevantes –los cárteles y sus gremios suelen adueñarse del colectivo a partir del sitio específico: de Tijuana, de Sinaloa, del Golfo, de Juárez, La Línea, Familia Michoacana–, y ha dado pie a una cultura subterránea con vasos comunicantes endémicos, su propio lenguaje y hasta sus propias deidades, como el culto a Jesús Malverde, de cepa sinaloense, o la extrapolación del culto a la Santa Muerte nacido en la polisemia contracultural de Tepito y luego extendido, por macabro, presunto patronazgo de los sicariatos, a buena parte del país y del extranjero, desde las pandillas del barrio Logan, en San Diego, hasta las maras centroamericanas. El narco, como hampa o como personaje, como forma de vida y como cultura de lo clandestino, capitaliza una base social enfrentada a la pobreza, a la escasez de oportunidades de desarrollo y a sus propios rencores de clase. El narcotráfico ha creado así una subcultura temida y anhelada por la masa desposeída con lo que podría llamarse sincretismo moral, esa moral que tolera, en pos de un fin, los medios más extremos de competencia y control territorial si se guardan algunas demosóficas formas, como venerar a sus santos patronos y observar códigos de conducta propios de cada grupo o región que en su diversidad, sin embargo, unifican y crean estereotipos –las botas de pieles exóticas, los sombreros Stetson, las camisas Versage, las camionetas lujosas, de preferencia blindadas, la exhibición de torzales, pulseras, relojes, el armamento hasta los dientes ornado de oro, plata y pedrería, y sobre todo la disposición feroz a matar o morir– reconocibles hasta la metonimia y representativos, dependiendo de dónde está situado el observador, de admiración, respeto, desprecio o terror.
Una actividad que a pesar de su ilegalidad y su marginalidad es capaz de gestar arquetipos tiende forzosamente a retratarse con épica propia y explora así formas de narrar su mundo. Al narcotráfico no le interesa mucho el secretismo, o no en todos los ámbitos de su quehacer, y gusta de presencias notorias que sirven de advertencia a su entorno y a sus iguales. Quizá por sus propios ambages y carencias, por su falta de sofisticación artística –causas y efectos de marginación del medio rural y remoto del que suele surgir el narcotraficante–, la primera literatura del narco es musical y en principio lírica, expresión sintética de músicos hechos a sí mismos, salidos de las filas de la pobreza en un mundo duro. Género sincrético, abigarrado, nacido de estilos musicales populares en los estados del norte, como la polca, y mezclando la herencia trovadora del corrido mexicano con estridencia de ritmos comerciales como la cumbia y hasta el reguetón, pero manteniendo en lo posible su linaje norteño de banda sinaloense, de tambora, de redova, canción ranchera y chotis, el narcocorrido se desarrolló rápidamente no sólo como apología, ya por homenaje, ya por encargo a veces caro a sus autores e intérpretes, porque un narcocorrido es muchas veces alusión directa, un mensaje de amenaza o advertencia entre facciones, osado sainete a oídos de un capo enfurecido, sino también como un complejo sistema de correspondencias, un código de comunicaciones en clave, epistolario a veces letal. Varios cantantes de narcocorridos han sido ultimados porque sus canciones o sus apariciones públicas fueron actos de indiscreción que los pusieron en la mira de un grupo que se consideró rival, desfavorecido o irrespetado. Los medios masivos se han hecho eco de esas muertes casi siempre a balazos. El cantante sinaloense Chalino Sánchez (Las Flechas, Sinaloa, 1960-La Presita, Sinaloa, 1992) a quien se debe el epígrafe que inaugura este texto, fue uno de los primeros cantautores del género que cayeron víctimas de su propia fama, del mismo estilo de vida que ponderaba en sus composiciones. La música del narco narra carreras violentas, vidas a salto de mata, y a menudo se retrata a sí misma en vida y muerte.
FENOMENOLOGÍA DE LA CRUELDAD
Caldo suculento para hacer de la sociedad mexicana un retrato delirante, el narcotráfico al ser esencialmente esperpéntico resulta magnífico candidato a la personificación literaria, del hiperrealismo a la exageración con buenas dosis de humor negro, porque la literatura está llamada a reinventar la realidad aunque sea en el hipertrófico reflejo que abreva en el periodismo de nota roja. Para algunas facetas crudas, y por ello recónditas de la realidad humana, el modo de salir a la luz es la ficción, porque otras maneras de exposición o denuncia suponen condena de muerte. La beligerancia islamita y sus métodos de reclutamiento, la opresión que ejerce sobre la mujer y la guerra terrorista contra Occidente, el fundamentalismo neocristiano de los grupos de sobrevivencialistas estadunidenses muchas veces ligados al neo-fascismo o a corrientes de supremacismo racial, el esclavismo vinculado a las minas de piedras preciosas que a su vez alimenta guerras tribales y exterminio étnico en África y el narcotráfico latinoamericano, particularmente en México y Colombia, son realidades de esa ralea. Entre los saldos con que se hace el doloroso recuento de ese lado brutal del negocio de las drogas que son los muertos hay muchos periodistas desaparecidos y asesinados.
La literatura, a diferencia de otros lenguajes divulgativos que hacen registro del narcotráfico, de sus incidencias en la vida diaria y el ideario colectivo como ese periodismo convertido de pronto en víctima de sí mismo, ha permitido el oficio de autores que puedan explicarlo sin poner en entredicho –aunque siempre habrá excepciones que lamentar– la integridad física personal o familiar. El periodismo, el ensayo literario y el reportaje de investigación son también fuente de libros sobre el narcotráfico, como La reina del Pacífico (Grijalbo Mondadori, México, 2008), de Julio Scherer, pero esos son documentos ajenos a la narrativa. En este sentido podría decirse, al menos hasta ahora y dentro de ciertos límites, que la literatura permite acercarse a narrar la fenomenología del narcotráfico, de retratar sus causas y efectos, sin ofender a quienes se dedican a ello. Este puede ser uno de los motivos del auge, que algunos críticos siguen empecinados en pontificar como pasajero, de las novelas sobre el tema.
El narcotráfico no es tema pasajero. Es una fenomenología de la crueldad que deja huella indeleble en las comunidades que asola. Pero es parte de la sociedad contemporánea, y la narrativa que se hace cargo del tema busca, y en mucho consigue, congelar la estampa de una época, retratarla, mantenerla viva en la memoria colectiva. Si se hiciera caso a los panegiristas de la esclerosis de la novela que vaticinan su agotamiento y muerte, buena parte de la literatura que atesoramos no hubiera llegado a sus lectores: Stendhal y Balzac hubieran pasado por alto las convulsiones de la sociedad francesa; Rulfo no hubiera tenido interés en narrar los fantasmagóricos saldos de la Revolución mexicana; Hammett quizá hubiera preferido no narrar el bajo mundo estadunidense y, en fin, buena parte de la literatura estaría perdida en el limbo de una apatía justificada por no retratar su espacio y su tiempo, no reinventarlo, no recrearlo con tal de no parecer moda pasajera.
Afortunadamente no ha sido así con el retrato literario del narcotráfico, tan necesario para explicar un día cómo y qué fue lo que pasó. Como lógica transición de la brutalidad callejera a la relativa seguridad de las páginas, la llamada literatura del norte, producción narrativa y ensayística de autores nacidos o radicados en los estados de Sinaloa, Sonora, Baja California, Chihuahua, Nuevo León, Coahuila, Durango y Tamaulipas, fue por un tiempo el laboratorio de una escritura que de manera cruda, a menudo ligada al género negro o la clave policíaca pero muchas veces también con estilos híbridos, exploratorios y novedosos, fue sumando una valiosa bibliografía de narrativa del narcotráfico casi común a sus territorios. Pero la literatura del narco no es ya potestad de autores cuyo denominador era una vinculación geográfica, y la literatura del norte se va desdibujando como región limítrofe de la misma manera que el narcotráfico ha rebasado su propia, imaginaria frontera. Allí la obra de escritores tan diferentes en estilo como Federico Campbell, Jesús Gardea o Daniel Sada, en este último es llamativa la ausencia del narco, la vaguedad de su horror como trasfondo que subraya en lugar de soslayar. La geografía, entonces, se va haciendo difusa, porque el narco no es sólo ya del norte. Hay narcos y escritores lo mismo en Guasave que en Tuxtla Gutiérrez. No es de sorprender que el narco atraiga autores de toda laya, porque se presta a una amplia gama de intensidades narrativas, de la acuciosa inmersión historicista de Fran-cisco Haghenbeck o las testimoniales de Eduardo Monteverde y Víctor Ronquillo, a las radiografías periodísticas de José Reveles y los desbocados personajes de David Toscana. La globalización toca por igual; el país se ha encendido por todos lados. Tanto pueden relatar peripecias de narcotraficantes escritores sinaloenses, como Élmer Mendoza cuando narra el infortunio de sus aventureros serranos en novelas como El amante de Janis Joplin (Tusquets, México, 2001) y Balas de plata (Tusquets, Barcelona, 2008), como puede surgir el caudillo fatal que retrata César López Cuadras en Cástulo Bojórquez (Fondo de Cultura Económica, México, 2001), pero del mismo modo un acapulqueño asimilado saltillense como Julián Herbert ofrece su narrativa visión desde el consumo delirante del adicto en Cocaína (Manual de usuario) (Almuzara, Córdoba, 2007). Allí libros como Mezquite Road (Planeta, México, 1995) del cachanilla Gabriel Trujillo Muñoz, o la perspectiva narrativa del gatillero salido del lumpen en Nostalgia de la sombra (Joaquín Mortiz, México, 2002) del guanajua-tense Eduardo Antonio Parra. Igualmente podría situarse en muchos rincones de la geografía mexicana la novela-corrido Juan Justino Judicial, del sonorense Gerardo Cornejo (Selector, México, 1997). Valioso es el cuidadoso boceto nihilista del cholo tijuanense de Heriberto Yépez en Al otro lado (Planeta, México, 2008) como los laberínticos trapicheos que describe Yuri Herrera, nacido en Actopan, Hidalgo, en su espléndida Trabajos del reino (Periférica, Cáceres, 2008) o, volviendo al origen de buena parte de la narrativa contemporánea mexicana, en la visión ya neopolicíaca de los capos y su mundo en Sueños de frontera (Pomexa, México, 1990) de Paco Ignacio Taibo II, o esa óptica del matón contada por Bernardo Fernández en Tiempo de alacranes (Pàmies, Madrid, 2009). Autores como el español Arturo Pérez-Reverte con La reina del sur (Alfaguara, Madrid, 2002) y Gabriel García Márquez, en Historia de un secuestro (Grijalbo Mondadori, Barcelona, 1996) abordan también el tema del narco y su ramificaciones criminales y políticas.
El narcotráfico ha conformado una suerte de estampa retorcida de ser mexicano en el bullente y tradicional maremagno de mermas de identidad que resulta de una sociedad batida por sus propios desgarros. Los sucesos policíacos propios del enfrentamiento entre los sicariatos del narcotráfico, la constante violencia entre grupos rivales, incluyendo en las facciones a los diferentes cuerpos policíacos y militares presuntamente entregados a su combate y, en fin, la cultura de la violencia inherente al trapicheo de la droga es ya un fenómeno nacional, de norte a sur y del Atlántico al Pacífico.
Y alguien debe contar esas historias.
1 comentario:
Excelente entrada dela que he obtenidomucha información de publicaciones sobre el narcofenómeno.
Le adjunto otra: mi novela Balas de Carmín, editada en Bogotá por Oveja Negra, en España por Aurea Editores y distribuida en EEUU y Canadápor Random House, NY.
GARCÍA FRANCÉS
Saludos cordiales.
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