viernes, 26 de abril de 2019

Juan José Arreola y la poesía

Otoño/2018
Luvina
Juan Domingo Argüelles

Entre 1971 y 1972, la editorial Joaquín Mortiz, con su fundador Joaquín Díez-Canedo al frente, publicó, en unas hermosas ediciones rojas, la colección que dio en llamar Obras de J.J. Arreola, en la cual vieron la luz (en versiones definitivas e insuperables, y hoy imposibles de conseguir) los libros emblemáticos del autor jalisciense: ConfabularioVaria invenciónBestiario y La feria, y el hasta entonces inédito Palindroma. En el plan de las ObrasConfabulario y Palindroma aparecieron en junio de 1971; Varia invención y La feria en noviembre de ese mismo año, y Bestiario hasta julio de 1972.
      En esta colección se reeditaron varias veces, pero de acuerdo con el plan editorial, se anunciaron, también, en las solapas y en la cuarta página de cada uno de los títulos, cuatro libros que jamás se publicaron y que, como es obvio, nunca se escribieron: Arte de letras menoresMemoria y olvidoHombre, mujer y mundo y Poemas y dibujos.
      En la bibliografía adicional de Arreola vinieron después La palabra educación (1973), texto ordenado y dispuesto por Jorge Arturo Ojeda, a partir de la «prosa oral» del autor; Y ahora, la mujer... (1975), texto ordenado y dispuesto para su publicación igualmente por Ojeda, con las mismas características del anterior, y, finalmente, Inventario (1976), una recopilación de breves artículos que Arreola publicó originalmente en una columna diaria («De Sol a Sol»), en el diario El Sol de México, entre 1975 y 1976, por iniciativa del entonces director del diario, Benjamín Wong Castañeda, a quien Arreola dedica el libro.
      Acerca de los libros anunciados y nunca publicados, poco se sabe. Lo que Arreola refiere, en El último juglar. Memorias de Juan José Arreola, libro que Orso Arreola publicó en 1998 con motivo de los ochenta años de su padre, es de qué manera sus obras pasaron del Fondo de Cultura Económica a Joaquín Mortiz: «Cuando Arnaldo Orfila Reynal tuvo que dejar la dirección del Fondo en manos de Salvador Azuela, por las presiones políticas y económicas que ejerció de manera directa el presidente Gustavo Díaz Ordaz, varios de sus colaboradores, entre ellos Joaquín Díez-Canedo, presentaron su renuncia. Más tarde este último formó su editorial Joaquín Mortiz. Poco tiempo después, por solidaridad, tramité y obtuve legalmente la liberación de mis derechos de autor del Fondo y pasé mis libros a la nueva editorial de mi amigo Joaquín... Me costó mucho trabajo hacer todo esto, pero en la parte legal conté con la ayuda brillante y decidida de mi amigo Arturo González Cosío, quien logró, con la intervención final de Agustín Yáñez, que yo retirara mis libros del Fondo. Lo increíble de toda esta historia es que Agustín tuvo que tratar mi asunto en acuerdo con Díaz Ordaz, a quien le comentó mi decisión de retirarme del Fondo, ante lo cual Díaz Ordaz no hizo otra cosa que proferir insultos y majaderías en contra de mi persona».
      De los cuatro libros de Arreola anunciados por Joaquín Mortiz, y que nunca se publicaron, mi expectativa mayor se centró siempre en Poemas y dibujos. En El último juglar, el autor de La feria se refiere constantemente a la poesía y a los poetas, a su devoción por la palabra poética como esencia del idioma y al hecho de que poesía sea igual a verdad. «Toda mi vida he recitado poesía en voz alta», decía, y justamente Poesía en Voz Alta se llamó el programa emblemático que impulsó en la Casa del Lago de la unam en 1956. Pero siempre me pregunté cómo pudo ser aquel libro, Poemas y dibujos, y, en cierta forma, muchos años después, dos cosas me lo revelaron, si no con exactitud, sí con alguna aproximación.
      La primera de ellas es que, en 1996, la Secretaría de Cultura de Jalisco publicó, con un proemio de Artemio González García, el breve libro de poesía (apenas sesenta páginas) Antiguas primicias, en el que el oxímoron ya anuncia de qué trata: poemas de adolescencia y juventud, textos de circunstancias, especialmente décimas y sonetos, la mayoría escritos entre los diecisiete y los treinta años, y algunos (muy pocos) después de los cuarenta. La segunda revelación está precisamente en El último juglar, en cuyas páginas Orso Arreola incluyó algunas tintas y acuarelas de su padre, entre las que destacan dos autorretratos (1969 y 1971) y un Homenaje a Charles Baudelaire (1973).
      Parece claro que el inexistente libro Poemas y dibujos debía ser, para Arreola, el remate de sus Obras, un remate que, en 1971, aún no tenía, pero que pensaba conseguir en tanto avanzaba con Arte de letras menoresMemoria y olvido y Hombre, mujer y mundo que, como ya dijimos, también se quedaron en proyectos. Y no es difícil comprender por qué estos libros sólo existieron en el deseo y en la fértil imaginación de su autor, si éste de antemano hizo la siguiente «confesión melancólica»: «No he tenido tiempo de ejercer la literatura. Pero he dedicado todas las horas posibles para amarla. Amo el lenguaje por sobre todas las cosas y venero a los que mediante la palabra han manifestado el espíritu, desde Isaías a Franz Kafka».
      Podría argumentarse que esta declaración (no haber tenido tiempo de ejercer la literatura) era tan sólo una ironía o, en todo caso, una hipérbole muy del estilo arreoleano. Sin embargo, hay que recordar que Arreola dejó de escribir en 1971: Palindroma, que apareció en ese año, fue su último libro, y los anteriores aparecieron en el siguiente orden: Varia invención (1949), Confabulario (1952), Bestiario (1958) y La feria(1963). En veinte años escribió una obra prodigiosa y después guardó la pluma para siempre, salvo por contadas páginas y no precisamente de narrativa. Por ejemplo, su libro exegético sobre Ramón López Velarde y La suave Patria.
      Memoria y olvido, como es obvio, era el título de sus memorias, de una autobiografía de la que sólo se conservan las cuatro páginas intituladas «De memoria y olvido» con las que se presenta, a manera de proemio, en la edición definitiva de Confabulario, justamente en 1971. Ahí está el arranque de la maestría verbal en oralidad y escritura: «Yo, señores, soy de Zapotlán el Grande. Un pueblo que de tan grande nos lo hicieron Ciudad Guzmán hace cien años...». Pero ahí está también, y esto no suele señalarse, el autor que da por cerrada su obra, aunque haya inventado cuatro títulos más que ya no escribiría: otra forma magistral de despedirse: borgesianamente.
      Advirtió: «Al emprender esta edición definitiva, Joaquín Díez-Canedo y yo nos hemos puesto de acuerdo para devolverle a cada uno de mis libros su más clara individualidad. Por azares diversos, Varia invenciónConfabulario y Bestiario se contaminaron entre sí, a partir de 1949. (La feria es un caso aparte). Ahora cada uno de esos libros devuelve a los otros lo que no es suyo y recobra simultáneamente lo propio. Este Confabulario se queda con los cuentos maduros y aquello que más se le parece. A Varia invenciónirán los textos primitivos, ya para siempre verdes. El Bestiario tendrá Prosodia de complemento, porque se trata de textos breves en ambos casos: prosa poética y poesía prosaica. (No me asustan los términos). ¿Y a quién finalmente le importa si a partir del quinto volumen de estas obras, completas o no, todo va a llamarse Confabulario total o Memoria y olvido? Sólo me gustaría apuntar que, confabulados o no, el autor y sus lectores probables sean la misma cosa. Suma y resta entre recuerdo y olvidos, multiplicados por cada uno».
      Nada dijo entonces Arreola de Palindroma, porque justamente éste fue el único libro inédito que entregó a Joaquín Mortiz. Era un libro sin historia, a diferencia de Varia invenciónConfabularioBestiario y La feria, que ya tenían pasado y lectores. Nada dijo, tampoco, sobre los demás libros que aparecerían «a partir del quinto volumen», porque no había nada que decir acerca de unas obras que ni siquiera existían. Lo cierto es que la poesía de Arreola ya estaba escrita y se encontraba en La feria y en sus demás libros, amparada en la certeza que podemos leer en El último juglar: «Yo siento desde niño lo que es el soplo de la poesía, de ese viento que ordena las palabras».
      Por eso, cuando en 2001 publiqué la antología Dos siglos de poesía mexicana: Del xix al fin del milenio(Océano), al incluir a Juan José Arreola elegí dos de sus poemas en prosa que me parecen insuperables: «Homenaje a Otto Weininger» y «Gravitación», de sus «Cantos de mal dolor» de la edición definitiva de Bestiario, y, para mostrar su incursión en el verso y, particularmente, en las formas métricas clásicas y rimadas, el soneto «A don Julián Calvo, enviándole mis cuentos», una composición de 1949 que, como es lógico, acompañó un ejemplar de su primer libro: Varia invención.
      Tengo la certeza de que el poeta Juan José Arreola fue infinitamente superior en la prosa poética que en el verso, y él lo sabía. En el texto de presentación de sus Antiguas primicias escribió: «La publicación de estos versos no tiene disculpa, pero sí explicación. Acompañados de notas oportunas debían constituir un Ars poetica. Nada menos, y formar parte de mis memorias. Confesional por naturaleza a partir de San Agustín, no quiero irme de este mundo sin decir quién soy, aunque a nadie le importe. Salvo a mí mismo, porque no he podido ser el hombre que quise, que tal vez soñé y todavía quiere ser, para no saludarlo con tristeza en el último momento de mi vida. [...] Todos los hombres somos capaces, en algún momento de nuestra vida, de escribir un buen poema, y esto ya lo dijo, previsiblemente, Borges. Perdón, porque caigo aquí en una de mis redes-trampas predilectas: cada uno de nosotros somos todos: los que quisieron escribir un poema, aunque no fueran Shakespeare o Quevedo».
      «Pecados poéticos, cometidos desde la infancia inocente hasta la primera juventud irresponsablemente lírica y erótica». Así denomina Arreola sus tentativas y sus hallazgos, que también los tiene en el verso, pero que no le alcanzan para superar su prosa. En algunos de sus sonetos y en varias décimas se advierte la influencia inmediata de la lectura fervorosa que hizo de Pellicer, quien, por cierto, le dedicó un par de sonetos definiéndolo así: «Tú, que dices las cosas desde el vaso / donde se bebe el día entre diamantes». En El último juglar refiere cómo y cuándo conoció a Pellicer y de qué modo el gran poeta tabasqueño le entregó sus manuscritos de Práctica de vuelo para que los ordenara y los pusiera en limpio. Pellicer fue una figura tutelar para Arreola. Como el gran lector que fue, Arreola supo descubrirnos algunos de esos momentos insuperables de la poesía de Pellicer, que puso como epígrafes en sus libros. Por ejemplo, el «...mudo espío / mientras alguien voraz a mí me observa», en el pórtico de Confabulario, y el «...moverán prodigiosos miligramos», que no sólo hace las veces del epígrafe del memorable cuento, sino que también le da título («El prodigioso miligramo»), que es parte igualmente de Confabulario.
      En la sección «Prosodia» de la edición definitiva de Bestiario, Arreola nos dejó también algunos poemas en prosa de excelente factura, como «Elegía», «Loco de amor», «El soñado», «La canción de Peronelle» y «Apuntes de un rencoroso». Yo prefiero siempre el «Homenaje a Otto Weininger» de los «Cantos de mal dolor». Pero, también, tengo enorme debilidad, gran inclinación, por un soneto arreoleano de estirpe quevediana, que en 1971 publicó en su columna de El Sol de México y que, de alguna manera, nos entrega la imagen más íntima, metafísica y angustiada de este gran creador de sueños e invenciones:
Combatido por vientos y mareas,
      sitiado por humanas tempestades,
      sólo distingo sombras de verdades
      en el confuso mar de mis ideas.
Tú por quien soy me salves y me veas
      devuelto a Tus angélicas ciudades.
      Alcánzame en la sombra claridades
      y ocúltame al afán vanas preseas.
Soy como el pez de los abismos, ciego.
      A mí no llega el esplendor de un faro.
      Perdido voy en busca de mí mismo.
En la noche final del desamparo
      sólo me queda voz para este ruego:
      ¿Dirás por fin mi voz desde el abismo?
Este soneto lo acompañó su autor con el siguiente mensaje: «Perdónenme todos ustedes; a veces siento ganas de rezar. Y en el momento crítico, echo mano a jaculatorias infantiles: “Santo Dios, Santo fuerte, Santo inmortal...”. Ahora he sacado, no sé por qué, este viejo soneto mío. Lo escribo de memoria, por primera vez, en una hoja de papel». En Antiguas primicias el soneto está fechado en 1949, pero la versión que ahí se incluye es inferior a la que reproduzco de las páginas de Inventario.
      Quizá nunca como en La feria Arreola fue más poeta. Todo el libro, toda esta novela atípica, inclasificable, es un largo poema coral del pueblo de Zapotlán. Pero, también, nunca como en La feria y en sus otros cuatro libros, fue tan prodigioso narrador de prodigiosos miligramos. Sus cuentos son extraordinarios y por ello se comprende que hayan tenido no sólo la aprobación, sino la admiración de Borges.
      Lo cierto es que la poesía siempre acompañó a Juan José Arreola. La leyó y la veneró. Amó el idioma como pocos y, como pocos, fue fiel en ese amor. En sus «Aproximaciones», última sección de Bestiario, tradujo libremente en prosa a Jules Renard, O. V. de Lubicz Milosz, Pierre-Jean Jouve, Henri Michaux, Francis Thompson y, muy especialmente, a Paul Claudel. En verso, trasladó al español poemas de Lanza del Vasto y Gérard de Nerval. De este último le obsesionó el inmortal soneto «El desconsolado» (ese que empieza así: «Soy el tenebroso, el viudo, el desconsolado / príncipe de Aquitania en su torre baldía. / Mi sola estrella ha muerto, mi laúd constelado / el negro sol ostenta de la melancolía»), que una y otra vez corrigió.
      En uno de sus últimos sonetos metafísicos («Sein und Zeit»), dedicado a Octavio Paz, y escrito en noviembre 1977, concluyó: «Yo soy la eternidad que se recrea / al hacer en mi ser otro segundo». La poesía no lo abandonó porque él tampoco la dejó: su prosa es poética siempre, y lo que él llama su «poesía prosaica» posee una gran intensidad. «Veo en el estro poético la manifestación más auténtica del espíritu creador y la razón de que haya otro lenguaje», dijo en una entrevista.
      Su obra pudo ser más vasta, pero si no escribió aquellos libros que imaginó y deseó escribir no fue por pereza, sino por fascinación de la existencia, como él mismo aseguró: «Procuro no escribir ni leer, preso de fascinación ante la misma vida». Y sentenció: «He escrito poco porque me limito a extender la mano para cortar frutos más o menos redondos. Sólo en casos muy contados he hostigado una idea».

Arreola proteico*

Otoño/2018
Luvina
Felipe Vázquez

Constructor de sí mismo
Una mente curiosa y de múltiples aristas. Un hombre atraído por innumerables cosas. Un hacedor de objetos que posee la finura y la precisión de un miniaturista. Un enamorado que imanta de pasión lo que toca. Un escritor que aborda los géneros y los metamorfosea para crear el género varia invención. Un moralista de mirada irónica que, desde la ficción, hace una de las críticas más devastadoras a la condición apocalíptica del hombre. Un espíritu obsedido por lo absoluto, que supo tejerlo con delicadeza en la textura del texto y, así, elevó su literatura a la región de lo imposible. Un autodidacto que dictaba cátedra en las aulas universitarias. Un conversador que hipnotizaba a su auditorio gracias a su vasta cultura, a su memoria prodigiosa y a la articulación precisa de las cláusulas sintácticas. Un escritor cuyos talento y  generosidad  para transmitir sus conocimientos le permitieron formar a varias generaciones de escritores. Hablo de Juan José Arreola, un hombre múltiple, transido por la pasión, en continua búsqueda de su propio ser y en constante construcción de sí mismo.
Escritor imposible
Arreola pertenece a una estirpe de escritores que, en su creación, aspiran a lo absoluto. Son escritores imposibles porque, a diferencia de los posibles, cumplen su destino de poetas como si fuera una condena. Conciben la vida y la poesía como una sola expresión de ser y padecen la desgarradura que se abre entre ambas debido a las necesidades que exige la prosa del mundo. Tensan el lenguaje hasta el límite de sus capacidades semántica, fónica, sintáctica y plástica. Pulsan la poesía incluso desde la prosa y, aunque no hayan hecho versos, no se les puede negar el título de poetas. Realizan una obra breve, a veces fragmentaria, a veces inconclusa, pero siempre signada por la perfección, la belleza y la orfandad. Logran que el silencio resuene en las palabras y que las palabras mismas sean una forma de silencio. Cifran una visión que antes de ellos parecía imposible, pues poseen eso que —a falta de mejores palabras— he llamado intrepidez espiritual. Y en algún momento de la vida renuncian a la literatura, pues, al tocar las cuerdas del silencio desde el lenguaje, el silencio a su vez se les impone como un muro o un vacío infranqueables. Éstas son algunas características que los definen. En la tradición mexicana, José Gorostiza, Juan Rulfo y Arreola pertenecen a esta estirpe que trata de arrancarle un relámpago a la noche. Su misión es poner una cosa inédita en el mundo: decidir la tradición lírica templando las cuerdas de esa misma tradición y de tradiciones otras cuyas propuestas pudieran nutrirla e incluso renovarla.
      Desde la médula de su poesía, algunos escritores hacen que las palabras desemboquen en el silencio y, en ese mismo movimiento, el silencio resuena en las palabras hasta que se impone como una imposibilidad creadora para el poeta. Esto explica que hayan dejado de escribir en la plenitud de su actividad creadora y que, al morir, Gorostiza, Rulfo y Arreola llevaran alrededor de treinta años sin escribir literatura. Sigmund Méndez refiere juicios similares en La escuela mexicana del silencio. Ensayos de metapoética (2012), donde, además de incluir a los escritores que he mencionado, agrega a Díaz Dufoo hijo, Julio Torri y Alí Chumacero. Méndez nos muestra que en la lírica mexicana hay una estirpe de escritores cuya poesía los hizo cruzar el límite donde las palabras coinciden con el silencio y donde su condición de escritores queda suspendida porque la escritura se les impone como una imposibilidad.
Inventor del género varia invención
 Gran lector de poesía, enamorado de las formas cerradas y estables, y degustador de la música de la lengua en los versos perfectos, Arreola prefirió el soneto y la décima para escribir poemas, pues le permitían labrar el objeto verbal de acuerdo con su talante de artesano, de miniaturista y orfebre apasionado por los acabados elegantes. Dio la espalda a la vertiginosa metamorfosis formal de la poesía del siglo xx; pero si fue indiferente a la condición crítica de la poesía moderna a la hora de versificar, en la prosa, en cambio, asimiló algunas de las propuestas más radicales de las vanguardias literarias y realizó prosas que establecían nuevas fronteras formales, pues estaban escritas a caballo entre el cuento, el poema, la epístola, el ensayo de ficción, la crónica, la biografía, la entrevista, el diario, la receta culinaria, el epitafio, el bestiario, la reseña literaria, el anuncio comercial, la hagiografía y otros géneros y subgéneros. Las versiones definitivas de Varia invención, Confabulario, Bestiario, La feria y Palindroma, publicadas por la editorial Joaquín Mortiz entre 1971 y 1972, son su jugada maestra en el ajedrez de la literatura. No pocos textos de las obras citadas han sido analizados como cuentos, pero son, en su mayoría, poemas en prosa que pueden ser leídos también como cuentos, biografías imaginarias, epitafios, bestiarios, etcétera. En cada poema en prosa convergen géneros literarios y paraliterarios, y recursos como el humor, la paráfrasis, la reticencia, la literalidad, la cita, la ambigüedad de alta tensión, la intertextualidad, la parodia, la escritura en segundo grado, la fragmentariedad, la elisión y muchos recursos más de sus estrategias narrativas. Este mestizaje formal y esa manera de pulsar la prosa lo llevan a inaugurar el género varia invención: textos de fronteras genéricas convergentes, híbridos debido a la hipertextualidad que subyace en ellos a modo de palimpsesto y lúdicos en los bordes de su negavitidad intrínseca. En su prosa de ficción, Arreola fue un poeta de vanguardia.
La pulsión proteica
Antonio Alatorre escribe que el adjetivo «entusiasta» es el que mejor define a Juan José: «Ese Arreola que me cayó del cielo chorreaba entusiasmo». Ambos se conocen en la ciudad de Guadalajara durante el verano de 1944, cuando Arreola era jefe de circulación de El Occidental y Alatorre colaborador externo del mismo periódico. De inmediato se inicia una amistad cohesionada por la literatura y por intereses intelectuales comunes. En junio de 1945 editan la revista Pan, y hacia mayo de 1946, cuando Juan José vuelve a nuestro país después de incursionar en la Comédie Française, los vemos laborar —instalados ahora en la Ciudad de México— en el Fondo de Cultura Económica como correctores de pruebas, editores y traductores. En esos años decisivos y fulgurantes, la actividad editorial y teatral de Arreola es intensa pero también lo es su tarea de escritor, iniciada en 1941, cuando escribe el cuento «Hizo el bien mientras vivió», y que se formaliza en noviembre de 1946, cuando se publica su primer libro: Gunther Stapenhorst, que incluye dos cuentos: el que da título al libro y «El fraude».
      Refiero estos años porque son decisivos para él: renuncia a ser hombre de teatro, descubre su vocación de editor y maestro («Arreola fue mi maestro», escribió Alatorre) y se decide por la literatura. En poco tiempo se establece como un autor definitivo: el Fondo de Cultura Económica le publica Varia invención en 1949 y Confabulario en 1952, libros que —y en esto coincido con Lauro Zavala— inauguran el cuento moderno en la literatura mexicana. De manera simultánea, en 1950 inaugura su primera editorial: Los Presentes.
      Arreola se desdobla sobre sí mismo y crea una personalidad de rostros diversos. En un prefacio autobiográfico publicado por vez primera en el Confabulario de 1966 —titulado «De memoria y olvido» en las siguentes ediciones— refiere un puñado de oficios y empleos que le habían permitido sobrevivir desde la adolescencia. Sin embargo, el devenir laboral del autor de La feria es rico y heterogéneo, pues por necesidad, curiosidad y vocación, fue encuadernador, impresor, tepachero, panadero, carpintero, vendedor ambulante, empleado de banco, granjero; recitador oficial en su pueblo, actor, locutor de radio, figura de televisión, conferenciante; periodista, editor de sección de periódico, columnista, corrector de estilo, editor, traductor, inventor de revistas (Eos, Pan, Mester), creador de editoriales (Los Presentes, Cuadernos del Unicornio, Libros del Unicornio, Ediciones de Mester); poeta, cuentista, dramaturgo, novelista, ensayista; jugador de ping-pong, ciclista, pintor, ajedrecista, promotor de torneos de ajedrez; creador de talleres literarios, profesor de teatro y literatura, funcionario universitario y escritor formador de escritores. Cuando nos asomamos a su biografía y descubrimos las múltiples caras de su vida, su pulsión proteica, comprendemos que, en efecto, era El Entusiasta. Hoy podemos adivinar su curiosidad, su júbilo emprendedor y su vitalidad creadora cuando vemos los documentales y programas de televisión que realizaría muchos años después: su discurso —apoyado por un lenguaje corporal categórico— está acentuado por la pasión, pasión en su doble sentido: agónico y de entrega, pues en él vemos de manera simultánea a un hombre atormentado y a un entusiasta vehemente.
Al margen del teatro
Cuando hablo de su renuncia a ser hombre de teatro, me refiero a que no se dedicó de manera definitiva a ser actor, dramaturgo o director. La juventud de Arreola estaba penetrada por el teatro y parecía que su destino estaba en las tablas. El primero de enero de 1937, a los dieciocho años, llega solo a la Ciudad de México para estudiar teatro e ingresa de golpe a la primera línea: sus maestros serán Fernando Wagner, Xavier Villaurrutia y Rodolfo Usigli; luego trabajará en la compañía del Teatro de Medianoche de Usigli y, cuando ésta quiebra, decide olvidarse del mundo teatral. El 8 de agosto de 1940 regresa a Zapotlán con un gran resentimiento, pues además salía de una relación amorosa muy conflictiva. En esa ocasión decide renunciar al teatro. Sin embargo, cuando llega la Comédie Française a Guadalajara en junio de 1944, hace revivir en él su pasión por las tablas y logra entrevistarse con Louis Jouvet. Producto de esta entrevista es la invitación del director de la compañía a estudiar teatro en París, hecho que sucedió entre noviembre de 1945 y abril de 1946, mes en que regresa debido a sus problemas de salud, agravados por el invierno y la escasez de alimentos en la Francia de la posguerra. Esta situación lo decide a no dedicar su vida al teatro, no obstante que en los años siguientes dará clases de arte dramático, actuará esporádicamente en escenarios y locaciones de cine, escribirá dos obras dramáticas: La hora de todos. Juguete cómico en un acto (1954) y Tercera llamada ¡tercera! O empezamos sin usted (Farsa de circo, en un acto) (1971), e iniciará la aventura teatral de Poesía en Voz Alta en 1956.
Arreola actúa el papel de Arreola
 Su formación actoral, primero como recitador desde la infancia y luego en la Escuela de Teatro de Bellas Artes, se manifestará de diversas formas en su vida y su literatura. A partir de 1950 se volvió personaje de sí mismo y muchas veces Arreola actuaba el papel de Arreola, muy evidente cuando se volvió protagonista en los medios. El desprecio de no pocos intelectuales por el contenido fútil y mendaz de los medios masivos de información propició que algunos lectores y críticos percibieran cierta frivolidad en el escritor, hecho que afectó la recepción de su obra literaria, pues deslizaron hacia los textos lo que erróneamente percibían en Juan José.
      Debo precisar, sin embargo, que el personaje Arreola es idéntico al hombre Arreola, pues logró fusionarse consigo mismo: su autenticidad nacía de la conciencia de haberse construido una identidad. En cierto punto de la vida, nos hemos inventado y somos personajes de nosotros mismos, pero casi nunca lo descubrimos porque no hemos sido conscientes de esa invención, actuamos nuestro personaje sin saberlo y, como el personaje de Julio Torri que era mal actor de sus emociones, somos malos actores de nosotros mismos y de nuestra vida. Pero Juan José no sólo era buen actor de sí mismo sino de sus emociones —que eran intensas y a veces tormentosas al grado de parecer inverosímiles—, y esto, aunado a su imagen mediática, quizás provocó que su obra quedara ligeramente eclipsada. En realidad, y pese a la actitud despectiva de algunos intelectuales, la presencia poderosa de la obra arreolina se había impuesto desde la década de 1950 y, para cuando se convirtió en figura de televisión (a partir de 1970), había ya contribuido a transformar de manera decisiva la literatura mexicana y varias generaciones de escritores se habían formado al amparo de la varia invención y de la confabulación.
      La obra permanece porque cada generación de lectores redescubre con asombro a un autor excepcional; y cada generación de críticos y traductores muestra la riqueza, la complejidad, la singularidad y la trascendencia de la invención arreolina. Basta asomarse a las ediciones anuales, sean en español o en otras lenguas, para constatar su presencia perdurable en el horizonte de la literatura.
Un espíritu confesional
 La actuación lleva implícita la presencia de un escenario, un público y un guion. Esta estructura estaba en la conciencia íntima de Arreola, pues la proyectó en gran parte de sus textos. De algún modo, él se proyectaba en esos personajes ficticios que actuaban un papel en la plaza pública, la estación del tren, la calle, el autobús, la biblioteca o el cine; incluso la alcoba y otros espacios cerrados están concebidos como escenarios donde se adivina la presencia de un espectador, incluido el lector mismo. En este sentido es revelador el epígrafe del Confabulario (palabra donde anidan los verbos fabular y confabular):     «...mudo espío, / mientras alguien voraz a mí me observa». Si consideramos los Confabularios que se publicaron desde 1952 con variable contenido pero idéntico epígrafe, diremos que la trama de los textos, en esta perspectiva, plantea un conflicto tremendo y reversible entre actores y espectadores cuya conclusión sólo podría ser la sentencia de Garcin en A puerta cerrada de Sartre: «el infierno son los otros». El cuento «Parturient montes», que apareció al frente de Confabulario desde la edición de 1955, es representativo tanto de la situación intolerable entre el actor y su público como de la estructura diegética de muchos de sus textos.
      De manera velada, Arreola proyectaba su temperamento confesional en diversos personajes, pues el tono y el contenido de muchos parlamentos tienen el carácter de una confesión pública. En varias ocasiones afirmó que toda su obra era una inmensa confesión y él mismo, estuviera en las aulas universitarias o ante las cámaras de televisión, exhibía ante el público su alma contrita. «Pertenezco al orden de los confesionales, de los agustines, de los villones y de los montaignes en miniatura que no acaban de morirse si no cuentan bien a bien lo que les pasa: que están en el mundo y que sienten el terror de irse sin entenderlo y sin entenderse», le dice a Emmanuel Carballo en una entrevista. En su estructura psíquica de cristiano católico, un continuo sentimiento de culpa lo impelía a realizar un examen de conciencia y éste lo obligaba a buscar una suerte de perdón mediante el relato de sus faltas. Y como he señalado, esta estructura de comportamiento se proyectó en la dinámica actancial de sus textos: Arreola revelaba su ser tanto en la actuación confesional como, de manera paralela y sublimada, en la confesión actuada de sus personajes.
La concepción trágica del mundo
      Arreola era un hombre de contradicciones íntimas y extremas. Una noche de febrero de 1941, de regreso de la Ciudad de México a Zapotlán, sufre una afección del aparato digestivo y, aunada a una crisis nerviosa y a la angustia nacida de un descalabro amoroso, la enfermedad se vuelve crítica: «Desde el día siguiente», dice, más de medio siglo después, «mi vida cambió, he sido otra persona hasta el día de hoy. Esa noche en Morelia me convertí en el enfermo que soy». Alimentada luego por la culpa, el remordimiento y el desengaño, esa enfermedad se manifestará, rigurosa o latente, a lo largo de su vida. En los cientos de entrevistas que concedió podemos hallar, en frases reveladoras, las mortificaciones de su conciencia: «Soy un desollado vivo», «Mi paso por la vida me abruma porque la vida es atroz», «Soy un destructor de la felicidad [...] Ignoro de dónde extraigo mi vitalidad para destruirme a mí mismo», «Mi aspiración ha sido perderme», «Soy un hombre remordido. Todo lo que he hecho en mi vida [...] está imbuido de complejo de culpa», «En la literatura y en la vida, sigo en el infierno». Desde sus diarios de 1941 hasta la última entrevista podemos rastrear esas declaraciones de una conciencia atormentada.
      Aunque fue un hombre transido por la desgarradura, su vitalidad, su pasión por la belleza, su talante aristocrático y su afrancesamiento parecían contradecirlo; por eso algunos de sus amigos se referían a él como el hombre que no podía ser desdichado. Sin embargo, lo afligía un continuo sentimiento de culpa, la fijación apocalíptica de los seres humanos a lo largo de la historia le causaba mucho pesar, sufría de antemano el sufrimiento que pudiera ocasionar a otros debido a su propia inestabilidad emocional, e incluso sus propios textos llegaron a causarle pesadumbre —como lo refiere en «La implantación del espíritu», ensayo que es al mismo tiempo un examen de conciencia y una confesión. Ahora bien, ¿cómo escribe un hombre cuya vida está permeada por la enfermedad?
      Vivir en la enfermedad implica una continua conciencia de la muerte y, al cabo, esta vigilia atroz vulnera la aprehensión del mundo del enfermo, quien termina por concebir la vida y el universo como formas del mal. Escribir desde esta visión desapacible y trágica implica crear formas diversas del sufrimiento. Y esto, en efecto, prevalece en casi toda la literatura de Arreola, cuyos textos serían intolerables si no estuvieran facturados con gracia, lirismo y humor. Él nos muestra que los tormentos de la conciencia son más hondos si reverberan en el espacio de la poesía.
El sufrimiento desde la belleza
De la familiaridad al espacio donde lo extraño y lo absurdo crean un clima de incertidumbre, en los textos de Arreola anidan la belleza, el humor (la sátira en muchos de ellos), la poesía, la perfección y una visión trágica de la condición humana en todos los órdenes. Los conflictos de la conciencia implican siempre una desgarradura y los personajes desembocan en el desasosiego: en una condición de ser sin asideros. Y cuando pone en acción situaciones trabadas por contradicciones irresolubles, la carga ominosa que se desprende del desenlace es atemperada por las reverberaciones lúdicas y líricas del lenguaje. Una parte de sus textos, en particular los que se asimilan a la idea del bestiario, son juguetes verbales habitados por la gracia y la dicha; son una sonrisa literaria, leerlos es una de las formas de la felicidad. Sin embargo, aunque la mirada de Arreola es irónica, jovial, traviesa e irreverente, no podemos dejar de ver que la mayoría de sus textos están concebidos desde una concepción trágica del mundo y nos dan, muchas veces, una visión desoladora de las relaciones humanas. Su literatura concibe el sufrimiento como una de las formas de la belleza.
Abolir la prosa del mundo
Tzvetan Todorov ensaya, en Los aventureros de lo absoluto (2007), la vida y la obra de Wilde, Rilke y Tsvietáieva, escritores representativos de una época (1880-1940) y de un ideal que intentó hacer del arte su vida y de su vida una obra de arte; y que, no obstante su genio literario y su capacidad para realizar su ideal estético-vital, sucumbieron ante los embates prosaicos de la moral, de la intolerancia política y de las mezquindades de la vida cotidiana. Aunque es una aspiración que se registra desde las primeras manifestaciones culturales de la humanidad y dentro de un orden colectivo y religioso, la búsqueda de lo absoluto en la modernidad ha sido una empresa laica, individual, agónica. La búsqueda de Tsvietáieva, Rilke y Wilde está signada por la realización interior, por el deseo de armonizar todos los órdenes de la vida en función de un ideal estético y por crear objetos literarios que sean al mismo tiempo expresiones de la más alta belleza y la revelación de una vida interior de aristas infinitas. Arreola, un hombre que parecía de otra época, es también un aventurero de lo absoluto, pues quiso que en su vida se fundieran el ser y el arte, y en su prosa pulsó de manera armónica las cuerdas de la poesía, de la belleza, del abismo y del silencio.
* Prólogo para el libro Juan José Arreola. Iconografía, que publicará el Fondo de Cultura Económica en conmemoración del centenario del nacimiento de Arreola.       

Estandartes de José Luis Martínez

Otoño/2018
Luvina
Adolfo Castañon

I
Durante casi veintidós años (1980-2002), José Luis Martínez Rodríguez (1918-2007) dirigió la Academia Mexicana de la Lengua. Fue el decimocuarto director, y desde el 6 de noviembre de 2002 fue designado director honorario perpetuo, cargo que ocupó hasta su muerte (22 de marzo de 2007). Sucedió en la silla número 3 a don Antonio Mediz Bolio. Cuando fue elegido, el 11 de abril de 1958, todavía estaba vivo y era director su maestro Alfonso Reyes. A esas alturas, éste ya había sufrido varios «avisos», como decía él mismo, refiriéndose a los infartos, y no ignoraba que sus días estaban contados. Martínez tomó posesión el 22 de abril de 1960. El proceso de su elección fue prolongado y no dejó de presentar ciertas dificultades. Como recuerda su hijo Rodrigo Martínez: «El 17 de mayo de 1957 Alfonso Reyes fue electo director de la Academia Mexicana (de la Lengua)».  Una de las primeras cosas que hizo como director fue promover el ingreso de Rodolfo Usigli y de José Luis Martínez; a Usigli lo propusieron Isidro Fabela, Jesús Guisa y Azevedo y Antonio Castro Leal; Martínez a su vez fue promovido por Octaviano Valdés, Francisco González Guerrero y Antonio Gómez Robledo. Lo conflictivo del proceso y las intrigas suscitaron en Alfonso Reyes no poco desencanto:
Es increíble hasta qué punto se ha exacerbado el «sentido electoral» en la Academia, y en El Colegio Nacional. Me incomoda en ambos la efervescencia de intriguillas en tal sentido, en pro o en contra de José Luis Martínez y de Usigli allá, y para tratar cuanto antes ([Leopoldo] Zea) de sustituir a [Eduardo] García Máynez, probable futuro miembro del Colegio. Lo de la Academia es increíble. Antes nadie pensaba en ella. Ahora es algo feroz. Tal parece que mi advenimiento la hubiera prostituido.
Asentó don Alfonso en su Diario el domingo 9 de junio de 1957. Y unas semanas después apuntó, el viernes 28 de junio, lo sucedido la víspera:
Tarde; sesión feroz Academia. Quedan tres candidatos: José Luis Martínez, Rodolfo Usigli y Al Teja Zabre. En vista de los incidentes e indiscreciones de la prensa, tal vez se retirará José Luis voluntariamente; se aceptó la extraterritorialidad para Usigli, por ser diplomático en funciones. Se aplazaron las elecciones hasta 9 de agosto. Viene a la Capilla Alfonsina José Luis Martínez y me dice que prefiere renunciar a su candidatura: es verdad. ¡Pobre José Luis! Me hace buenas rectificaciones a varias páginas de Resumen de la literatura mexicana.
Habían circulado varios artículos de periódico donde los asuntos internos de la Academia fueron ventilados en público —una práctica ciertamente desleal por parte de quienes propiciaban las filtraciones, aunque sintomática del interés público de lo que se deliberaba en la corporación. Entre los que rechazaban la postulación de Martínez se encontraban Jesús Guisa y Acevedo, Carlos Millán, Antonio Castro Leal e Isidro Fabela, quienes estaban a favor de la candidatura de Usigli; el más tajante fue el autor de Me lo dijo Vasconcelos (1965), alguna vez partidario de los cristeros, formado en Lovaina, caracterizado por su identificación con las causas conservadoras, como sugieren sus títulos Doctrina política de la reacción (1941), Hispanidad y germanismo (1946), Los católicos y la política (1952), «quien declaró que la Academia no podía recibir a José Luis Martínez porque no era escritor». Desde luego, el razonamiento del católico no se sostenía, pues grandes académicos como el mismo Joaquín García Icazbalceta habían sido más bien historiadores y bibliógrafos. Por supuesto, Alfonso Reyes siguió defendiendo a su discípulo y finalmente la candidatura salió adelante, gracias al apoyo de Agustín Yáñez, Jesús Silva Herzog, Mauricio Magdaleno y José Rojas Garcidueñas.  Finalmente, el viernes 11 de abril de 1958, José Luis Martínez fue electo por veintitrés votos. No se puede dejar de reconocer que esta elección provocó en la Academia casi un cisma, la puso en una situación de fragilidad y amenazó con dividirla. Quizás eso explica por qué la ceremonia de ingreso formal de Martínez se haya retrasado casi dos años, hasta el 22 de abril de 1960.
El discurso de ingreso de don José Luis Martínez se tituló «De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana». Dice su hijo Rodrigo que la idea del discurso le había sido sugerida diez años antes por Octavio Paz. Aunque no lo desmiento, me parece notable y afortunada la coincidencia de que el título y el tema del discurso de Martínez se hayan hecho eco de una obra del peruano José de la Riva Agüero, publicada en Lima a principios de siglo: El carácter de la literatura del Perú independiente (1905). Las ideas del peruano tal vez tuvieron algún ascendiente en la conferencia de 1913 de Pedro Henríquez Ureña sobre «Don Juan Ruiz de Alarcón» y el carácter mexicano. No se puede descartar que Martínez, quien en ese momento era embajador en Perú, haya tenido conocimiento allá de ese texto precursor. Como quiera que sea, el dominicano escribió sobre José de la Riva Agüero en 1914. Las ideas de Martínez se daban como una recapitulación y un programa, a la vez crítico y editorial. Cito un fragmento del texto de don José Luis Martínez:
Advirtamos, en este pasaje tan perspicaz, que Riva Palacio se refiere en general a «nuestro carácter» y luego alude en particular a los cantos rurales y a la música de los salones; no se refiere, pues, a la literatura, pero sí precisa, respecto al carácter peculiar del mexicano, tres notas que luego tendrán larga fortuna: la melancolía, el tono menor y el ambiente crepuscular.
      En 1913 Pedro Henríquez Ureña pronuncia en la Ciudad de México una famosa conferencia dentro de un ciclo sobre cultura mexicana organizado por Francisco Gamoneda en la Librería General; es la conferencia acerca de Don Juan Ruiz de Alarcón dedicada a probar magistralmente el mexicanismo del dramaturgo. Y uno de los mejores argumentos de Henríquez Ureña viene a ser precisamente el reconocer en la obra alarconiana las notas que considera distintivas de la poesía mexicana, y que apunta con sobria elegancia en un pasaje ya clásico de nuestra crítica literaria: «Como los paisajes en la altiplanicie de Nueva España, recortados y acentuados por la tenuidad del aire, aridecidos por la sequedad y el frío, se cubren, bajo los cielos de azul pálido, de tonos grises y amarillentos, así la poesía mexicana parece pedirles su tonalidad. La discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico, crepuscular y otoñal, van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de los trópicos: este otoño de temperaturas discretas que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas». 
      La novedad de este pasaje del ilustre crítico dominicano es que se refiere explícitamente al carácter de la poesía mexicana y que propone una natural relación, una liga profunda, entre la tonalidad distintiva de nuestra poesía y los tonos grises y amarillentos del paisaje de la altiplanicie. Por otra parte, las notas apuntadas son sensiblemente las mismas que treinta años antes señalara Riva Palacio, aunque se hayan afinado algunos de sus conceptos.
Un año más tarde, José Luis Martínez aparece certeramente retratado por la mirada de Salvador Novo en la reseña que hizo el 4 de noviembre de 1961 de la serie de conferencias organizadas por el inba sobre «El trato con escritores» —lema que Martínez guardaría como emblema para intitular su antología personal más importante:
Joven, aunque no tanto como García Terrés, es ahora embajador de embajador de México en Lima. Sus amigos reconocían que había resuelto a tiempo estudiar para Alfonso Reyes, y que iba en segundo año de esa laboriosa carrera. Es sobre todo el siglo xix mexicano el que ha estudiado con mayor asiduidad. Y es de suponer que impregnado en las características de sus escritores: sus Rivas Palacios, Prietos, Sierras, etcétera, hábiles políticos a la vez que literatos, ha hecho con firmeza y con discreción una carrera que, en lo literario, le ha llevado a vencer los obstáculos numerosos que se opusieron a su ingreso en la Academia; y en lo político, a convertirse en diputado primero, y enseguida en embajador.
II
En 1960, don José Luis Martínez (cuyo signo astrológico era Capricornio, signo de tierra en el horóscopo convencional y signo de Serpiente en el horóscopo chino, también signo de tierra) contaba con cuarenta y dos años; ya había publicado más de diez títulos: Elegía por Melibea (1940), Poesía romántica (1941), El concepto de la muerte en la poesía española del siglo xv (1942), La técnica en literatura (1943), Panorama cultural del mundo antiguo (1944), Situación de la literatura mexicana contemporánea (1948), Literatura mexicana. Siglo xx (1949-1950), Los problemas de nuestra cultura literaria (1953), La emancipación literaria de México (1955), La expresión nacional (1955), Problemas literarios (1955), El ensayo mexicano moderno (primera edición, 1958), entre otros. Entre 1960 y 1980 dio a la estampa, siendo académico de número, Las letras patrias. De la época de independencia a nuestros días (1960), De la naturaleza y carácter de la literatura mexicana (1962), Unidad y diversidad de la literatura latinoamericana (1962), Nezahualcóyotl: vida y obra (1972).
La extensa gestión de Martínez como director entre 1980 y 2002 coincide con la publicación de El Códice Florentino y la historia de Sahagún (1982), Pasajeros de Indias (1983), Origen y desarrollo del libro en Hispanoamérica (1984), Hernán Cortés. Documentos cortesianos (1990), La obra de Agustín Yáñez (1991), El mundo privado de los emigrantes en Indias (1992), Guía para la navegación de Alfonso Reyes (1992), Recuerdo de Lupita (1996). A estos tres periodos los recorren significativas líneas de continuidad cuyos ejes son la teoría y la historia literaria, la edición y el comentario de obras de la literatura mexicana, la historia y la historiografía, y los textos de índole más personal como Bibliofilia (2004), que es en cierto modo una visita por dentro al proyecto bibliotecario y editor de José Luis Martínez y una miniaturización de su itinerario. El libro o libros sobre Hernán Cortés merecen lugar aparte. José Luis Martínez no sólo publicó, por un lado, una vida del conquistador y por el otro un conjunto de documentos en parte inéditos, en parte editados. Cada una de las líneas de la biografía de Hernán Cortés está respaldada, afinada, contrastada, cotejada con el corpus de documentos anexos. Esto explica el valor de esta obra que por ese solo motivo sigue siendo vigente y no ha sido superada. El capítulo sobre el juicio de residencia es una contribución de primer orden a los estudios cortesianos. De hecho, en la historia de la literatura mexicana sólo habría un proyecto que podría compararse con el de Martínez: la biografía Sor Juana Inés de la Cruz o Las trampas de la fe (1982), de su amigo y compañero Octavio Paz; ambas tienen en común la voluntad de aproximarse de manera rigurosa y a la vez novedosa a figuras clave y a la par incómodas de la cultura nacional. Por cierto, uno de los pendientes que conversé en persona con don José Luis Martínez acerca de la reedición futura de la obra completa de Sor Juana Inés de la Cruz previamente hecha por Alfonso Méndez Plancarte para el Fondo de Cultura Económica es el de hacer un corpus de documentos sorjuanísticos para respaldar las obras de la monja poeta.
La gestión de Martínez como director de la Academia coincidió durante algunos años con su ejercicio como director del Fondo de Cultura Económica. Desde esta institución, el infatigable Martínez pudo llevar adelante una agenda muy precisa relacionada con ciertas cuestiones asociadas donde convergían la historia de la literatura mexicana con los intereses de la Academia Mexicana de la Lengua. Alguna vez oí decir que Martínez no trabajaba como una hormiga sino como un ejército de hormigas. Era cierto. ¿Cómo explicar la reedición de las más de cincuenta revistas literarias mexicanas modernas que se realizaron en el fce por su iniciativa generosa y heroica en más de un sentido? No sólo tuvo que abrir las puertas de su propia casa en la calle de Rousseau número 53, sacar las revistas de los estantes o de las cajas para que fuesen abiertas en las mesas de la editorial los números de Gladios, La Nave, Contemporáneos, El Maestro, Letras de México, El Hijo Pródigo, Rueca, Examen, Monterrey, Pegaso, Bandera de Provincias y Taller Poético, entre las más notables. La iniciativa no dejaba de tener su audacia. Había que vencer las reticencias de los abogados y contralores que fiscalizaban los derechos de autor respectivos y eventualmente pasar por encima de ellos. Del otro lado, también era necesario vencer el escepticismo del aparato comercial que pensaba que el proyecto no tenía ningún futuro y que las revistas reeditadas se quedarían en el almacén y no se venderían. ¡Pobrecitos vendedores: se equivocaron! Actualmente todas están agotadas. La iniciativa de Martínez se dio en un contexto muy particular, en el que el interés por la vida literaria expresada en las revistas en el mundo floreció con las reediciones en España de Revista de Occidente, Hora de España, Cruz y Raya y otras más, pero ese momento milagroso se fue perdiendo con el advenimiento de los nuevos medios electrónicos y el espejismo de que dichas revistas podrían tener un albergue digital. No siempre sería así.
Como he dicho, tuvo la fortuna José Luis Martínez de que su dirección de la Academia entre 1980 y 2002 coincidiera durante dos años magnéticos con la dirección del Fondo, entre 1977 y 1982. Esta sincronía fue por demás feliz, tanto para la Academia como para el Fondo y la literatura mexicana, y desde luego para el mismo Martínez. Dos ejemplos: uno, la reedición de las revistas mencionadas y, dos, la publicación de la Rethórica cristiana, «el primer libro de un mexicano impreso en Europa». El ejemplar lo compró a su amigo el diplomático y poeta Neftalí Beltrán, el 1 de enero de 1978. Martínez se empeñó en que se tradujera del latín, y aunque quería que la obra estuviese lista para el cuarto centenario de la publicación de la obra, en 1979, en coedición con la unam, fue publicada diez años más tarde. Esto se explica, pues la traducción requirió la formación de un equipo de latinistas conformado por el padre Palomera y por Tarsicio Herrera, entre otros. La Rethórica cristiana se publicaría finalmente en 1989. Tengo el buen recuerdo de haberle llevado a Tarsicio Herrera, a su domicilio en la colonia San Miguel Chapultepec, uno de los primeros ejemplares de su obra.
Martínez no sólo cuidó que se reeditaran los facsimilares de esas revistas. También se ocupó de que las obras mismas de ciertos escritores clave estuviesen disponibles y a la mano. Tal fue el caso de las obras de Ramón López Velarde, Alfonso Reyes, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen y Manuel Gutiérrez Nájera, entre otros. Es cierto: no estaba solo. Tenía a su lado a su amigo Alí Chumacero. Y, atrás en el tiempo, la inspiración de maestros como Agustín Yáñez, con quien inició la tarea de la edición de las obras completas de Justo Sierra. No estaba solo, formó parte de ese intenso movimiento editorial que, durante el proceso constructivo de la Revolución mexicana, congregó a editores como Daniel Cosío Villegas, fundador del fce; su compañero de generación Leopoldo Zea, editor de numerosas obras de la literatura hispanoamericana; sus amigos Juan José Arreola, María del Carmen Millán y Sergio Galindo, quienes editaron colecciones como Los Presentes y Cuadernos del Unicornio, sepSetentas, o la editorial de la Universidad Veracruzana. José Luis Martínez no estaba solo: formó parte de esos urbanistas de la cultura mexicana contemporánea a través de sus bibliotecas. Gabriel Zaid llamó a don José Luis Martínez curador de las letras de México; yo preferiría llamarlo urbanista. No estaba solo; hacia delante también lo seguían algunos discípulos. Menciono en primer lugar a Felipe Garrido.
Durante los años de su dirección al frente de la Academia, la corporación se enriqueció con las presencias de Salvador Elizondo, Gonzalo Báez Camargo, Tarsicio Herrera, José Pascual Buxó, Clementina Díaz y de Ovando, Carlos Montemayor, Arturo Azuela, Fernando Salmerón, Héctor Azar, Gabriel Zaid, Leopoldo Solís, José Rogelio Álvarez, Guido Gómez de Silva, Margit Frenk, Eulalio Ferrer, José G. Moreno de Alba, Ernesto de la Peña, Luis Astey, Ramón Xirau, Salvador Díaz Cíntora, Esteban Julio Palomera, Gonzalo Celorio, Margo Glantz, Jaime Labastida, Enrique Cárdenas de la Peña, Mauricio Beuchot, Gustavo Couttolenc, Elías Trabulse, Ruy Pérez Tamayo, Vicente Quirarte, Felipe Garrido, Adolfo Castañón. Ingresaron como correspondientes Manuel Alvar, en Madrid; George Baudot, en Toulouse; John Stubbs Brushwood, en Kansas; Boyd G. Carter, en Texas; Luis González y González, en Zamora, Michoacán; Irving A. Leonard, en Virginia; Zaïtzeff Serge I., en Canadá; Herminio Martínez, en Guanajuato; Rafael Montejano, en San Luis Potosí. Como académicos honorarios ingresaron Octavio Paz, Antonio Alatorre y Carlos Fuentes. José Luis Martínez respondió, siendo director, dos discursos: uno a José Rogelio Álvarez y el otro a Adolfo Castañón. Otro discurso que respondió fue a Salvador Elizondo, siendo miembro de número, el 23 de octubre de 1980, dos meses antes de tomar posesión. Debe señalarse que, durante la gestión de José Luis Martínez, fue designada como secretaria de la corporación, por primera y única vez hasta ahora, una mujer: su amiga, la historiadora de la literatura María del Carmen Millán.
Con José Luis Martínez se inició el proceso de modernización que continuaría con José G. Moreno de Alba, y ahora con don Jaime Labastida. Durante su gestión se realizó el valioso Índice de mexicanismos, proyecto aprobado por Conacyt, que sería de algún modo la base sobre la cual se podrían desarrollar más adelante proyectos como el Diccionario de mexicanismos de Guido de Silva, o el Diccionario de mexicanismos coordinado por Concepción Company Company. Durante su gestión se continuó la publicación de las Memorias y se hicieron obras sueltas de Mateo Alemán y José Rojas Garcidueñas. Pero sobre todo se hizo la edición de un libro indispensable, Semblanzas de académicos (2002). Esta obra incorporaría, de un lado, las semblanzas escritas por Alberto María Carreño en 1925, y del otro lado, incluiría las escritas por los académicos dirigidos y coordinados por Martínez. Participarían en la redacción veintinún académicos y tres correspondientes. No fue un trabajo fácil; el proyecto se inició para celebrar los ciento veinticinco años de la corporación en septiembre de 2000, pero sólo se pudo concluir en la primavera de 2002. Se debió a Gabriel Zaid la idea de sumar las semblanzas escritas por Alberto María Carreño en los tomos de 1945 y 1946 a las nuevas semblanzas escritas por los académicos contemporáneos. Esto planteó la circunstancia enriquecedora de que en muchos casos hubiera dos o tres redacciones sobre el mismo académico, pero finalmente pareció lo más adecuado, para dar un panorama completo compuesto por trescientas dieciséis biobibliografías de académicos en quienes se decanta y condensa la historia de la cultura literaria en México. De esas semblanzas, Martínez revisó todas y cada una y escribió veintiséis.
Esta tarea de crítico y editor, de coordinador, en el sentido fuerte de la palabra, hace ver que en Martínez había un sentido de la continuidad de la tradición literaria y de la ciudad de las letras. También comportaba un arte de vivir y convivir; de gobernar a la no siempre dócil grey académica. Martínez sabía restar y sumar, sabía multiplicar. Acaso los hilos conductores de estas acciones sean la amistad, la memoria, la lealtad a la raíz para hacer, de la tierra baldía, tierra fecunda: Tierra Nueva. De hecho, no se podría entender la figura de don José Luis si no se tiene presente que sus pasos los guiaba un fervor nacido del amor por las letras y su sentido. Ese hilo fervoroso atraviesa, desde el discurso que Martínez pronunció en nombre de Alí Chumacero al recibir el premio dado por la revista Rueca por el libro Páramo de sueños en 1944, hasta las cartas intercambiadas por Martínez con Alfonso Reyes y Octavio Paz. Me permito citar ese discurso para evocar aquí también al amigo y poeta cuyo centenario también celebramos este año. Leído ahora, el discurso de Martínez nos deja ver a contraluz la silueta del amigo que accede a hacerse cómplice de la timidez de su amigo, tanto como nos permite asomarnos al universo de valores compartidos por ambos.
Discurso de José Luis Martínez
Señoras y señores:
Mi amigo Alí Chumacero comparte, con dos o tres poetas más con quienes ha intimidado periódicamente al mundo de los hombres desprovistos de misión divina, la saludable creencia de la separación del poeta con la sociedad. Una convicción semejante enloqueció a Raskolnikov; pero otras han sido también el origen de memorables obras líricas y de insufribles personalidades. Con todo, no es éste el caso preciso del poeta cuya ausencia reemplazo; porque él ha tenido la prudencia de añadir, a esta constitución tiesa, un humor extraído proporcionalmente de la indolencia árabe que de algún modo le reclama y de su convicción invencible en la falta absoluta de importancia de cuanto ocurre sobre la tierra. A consecuencia de estas ideas, a cuantos hemos convivido con Alí Chumacero nos ha sido otorgado el don de asistir al espectáculo cada vez más raro de un hombre que sabe defender su persona de todas las cadenas para mantenerse, desvalido quizá, pero libre para reírse de los forzados y para entregarse, muy pocas veces cada año, al ejercicio secreto de la poesía; a consecuencia de estas ideas, también, el grupo de escritoras de la revistaRueca y las autoridades de la Biblioteca Benjamín Franklin, deberán contentarse esta tarde con entregarme a mí, a título de amigo más paciente de Alí Chumacero, el premio que el jurado invitado por dicha revista acordó conceder a su libro de poemas Páramo de sueños, por considerarlo la mejor obra de creación literaria publicada por autores jóvenes en el año de 1944.
A quien conozca la vida de Alí Chumacero y la obra literaria del mismo podrá sorprenderle, en principio, la notoria contradicción que entre ellas se advierte. Porque ¿cómo explicarse que, quien propaga por el mundo habitado la leyenda de sus noches tormentosas y de sus días destinados a organizar la fatalidad, pueda ser dueño aún de una de las inteligencias literarias más claras y de una de las sensibilidades poéticas más puras entre nuestros poetas jóvenes? ¿Cómo justificar que, quien no consiente norma alguna para su vida si no es la negación de todas, postule con tan grave convicción el deber de la obra literaria de organizar sus sueños con la severa e invisible arquitectura de una rosa y, más aún, nos ofrezca en su obra poética una lección intachable de su doctrina crítica? Los motivos de estas oposiciones quizá no sean otros que aquellos muy conocidos que indujeron a Dante, despreciado por Beatriz, a idealizar, que equivale a decir a realizar en su poema aquel amor que de hecho le rehuía sus mercedes; que arrastraron a Nietzsche, atropellado en su persona por la naturaleza, a proclamar el culto de los fuertes y que, más comúnmente, determinan a los adolescentes a escribir versos cuando no alcanzan el objeto de su deseo. Alí Chumacero, de manera semejante, contradice o rectifica su vida con su obra. Quizá, si él fuese uno más de tantos hombres que aceptamos nuestro destino en la sociedad, sus poemas buscarían un escape más o menos romántico hacia las selvas tropicales de la libertad; pero, como podemos advertirlo en su libro de poemas y en su ausencia del lugar en que le reemplazo, Alí Chumacero prefiere gastar su vida en todas las rebeliones y reservar para su obra ese continente puro y severo, ese páramo de sueños, al que hoy, con justicia, celebramos.
José Luis Martínez estaba siempre dispuesto a sacrificar su tiempo para brindarlo al amigo o para seguir en la senda de los proyectos acariciados por él. Otro ejemplo de ese oficio de la amistad es el capítulo poco conocido de José Luis Martínez durante su gestión como ayudante de gerente general de Relaciones Públicas y Servicios Sociales de Ferrocarriles Nacionales a cargo de Roberto Amorós (1914-1973), en la época de Adolfo Ruiz Cortines, puesto desde donde tendió la mano con discreta eficacia a Octavio Paz, Juan Rulfo y Emilio Uranga. Hay dos testimonios sobre Martínez en este puesto, uno de Paz y otro de Uranga. El primero es una carta de Paz a Martínez fechada en Nueva York el 22 de enero de 1957. Ahí el poeta toca el tema:
Como está visto que tus amigos siempre hemos de pedirte favores o abusar de tu generosidad, quiero darte una nueva molestia. ¿Gozo aún de la regia —no por ferrocarrilera menos real, en todos los sentidos de la palabra— dádiva mensual? Y en caso de ser así, ¿podrías enviarle el dinero a mi madre, y podría ir ella misma a recogerlo, a tu oficina? Ella te llamará (o tú puedes hacerlo, si quieres. Su teléfono está en el directorio, bajo el nombre de Amalia Paz —aquella vieja tía mía del álbum de poetas, de que te he hablado alguna vez).
El segundo es una carta que el autor del Análisis del ser del mexicano, que entonces andaba por Europa, le escribe al crítico literario, que a la sazón se desempeñaba en un alto puesto en Ferrocarriles Mexicanos: 

Carta de Emilio Uranga a José Luis Martínez
Emilio Uranga
Cité Universitaire
Maison du Mexique
9 Bd. Jourdan
Paris xive.
France
París, 23 de diciembre 1956
Sr. José Luis Martínez
Ferrocarriles Mexicanos
Bolívar 19
México D.F.
República Mexicana
Querido José Luis:
Un nuevo año que vuelve la página, un año más de vejez y un año más que caigo sobre ti, como mendigo en vísperas de Navidad, para suplicarte que la asignación con que me sostienes no me falte en los meses que vienen.
Es claro que, como siempre, no puedo apoyar mi petición en nada, sino que depende de tu buena voluntad y de tu generosidad. Pero ¿puedo dudar que seguirá amparándome?
Acabo de terminar un libro. El manuscrito estará ya, confío, en las manos de don Alfonso Reyes, pues se lo debo al Colegio de México y además me encantaría verlo publicado en sus colecciones. Su tema: Marx y la Filosofía, un estudio de los manuscritos parisinos de 1844. El estilo —salvo tu docto parecer— me parece popular y accesible para el público. Me gustaría ver qué opinas —o leer mejor— de mi «nueva tendencia». Se lo dedicaré a don Alfonso Caso, con quien, de paso por París, tuve una sabrosa plática.
Querido José Luis: te debo mi estancia en Europa. Sin tu ayuda no hubiera podido sobrevivir y además, con gesto de señor, me la has dado sin condiciones. Esto no lo podré olvidar nunca. Te suplico le transmitas al Lic. Amorós mi agradecimiento y le hagas ver que si en algo he podido mejorar quisiera poner a su servicio tal mejoría.
Confío estar pronto en México. Todo depende de que «ahorre» (¡ironía de pobre!) y reúna lo del pasaje. No te pido que me ayudes pues sería impudicia de mi parte. De santos me doy con que tu generosidad no me abandone y que con lo que me «asignas» pueda ir tirando hasta conseguir algo aceptable.
No sé lo que últimamente has hecho y escrito pero estoy seguro que como siempre será excelente. Mis calurosas felicitaciones de Navidad y de Año Nuevo. Lo mismo para el Lic. Amorós.
Con la confianza de saber pronto de ti me despido con un abrazo
[Firma]
Emilio
La carta de Uranga a Martínez no había sido escrita para salir del paso. Lo prueba el hecho mismo de que el corrosivo filósofo le escribiera en estos términos a su amigo Luis Villoro:
Cuando yo era muy joven, José Luis tenía fama por ser el hombre que se dedicaba a doctorarse de Alfonso Reyes. Se preparaba conscientemente a la sucesión, como brillante crítico literario. Pero José Luis es demasiado auténtico y él mismo comprendió cuánto había de falso en esa tendencia y cambió de rumbo. Mucho tiempo no lo entendí e inclusive, frente a Zea, me aparecía que representaba la consagración de un fracaso.  Ahora pienso al contrario. José Luis es un elemento constructivo, un positivo, y no un negativo, mientras que el empresario de los perritos amaestrados del Hiperión, el historiador de las ideas, es el negativo.
Otro ejemplo notable de esta brújula de la amistad es la edición de parte de la correspondencia entre Pedro Henríquez Ureña y Alfonso Reyes (1897-1914) que hizo Martínez haciéndose eco de las conversaciones sostenidas con éste. Vale la pena citar algo de la introducción de ese epistolario.
Una buena correspondencia es el resultado de la reunión de factores favorables: el hábito de escribir cartas, el alejamiento circunstancial de los amigos que sustituyes con este recurso a la conversación, y el hecho de que tengan cosas interesantes que decirse y las escriban bien. Así ocurrió en la Antigüedad y en el mundo moderno, y sigue ocurriendo en la época actual, a pesar de las competencias de otros medios de comunicación más fáciles.
Estas circunstancias propicias para la correspondencia se dieron en la relación entre Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Una vez establecida su amistad, pocos años más tarde ambos tuvieron que seguir rutas diferentes que sólo les permitieron coincidir en breves periodos; ambos tenían el hábito de escribir largas cartas, y ambos se hicieron en el camino notables escritores, con renovadas materias intelectuales que debían comunicarse y discutir, además de cuestiones personales, lo que da un vivaz y cambiante interés a sus cartas. 
iii
José Luis Martínez escribía con pluma Bic. No tenía máquina de escribir. Redactaba, según me recuerda Rodrigo, en blocs chicos para las notas y de tamaño mediano para los textos. La letra de don José Luis era regular. Estaba bien dibujada. Ni era la escritura abierta, suelta, a veces caprichosa de Rubén Darío o de Alfonso Reyes, ni la grafía de pata de mosca de un Jorge Luis Borges, ni la escritura cerrada y a veces atormentada de Pedro Henríquez Ureña o de Emilio Uranga. Era una escritura fluida y a la par cuidadosa, equilibrada, legible. Con ese hilo de carbón sobre el papel, más bien sobre las papeletas, Martínez iba dibujando sus fichas como si fuesen ideogramas de una caligrafía. Con esa letra suave pero firme iba encadenando los eslabones de su narrativa bibliográfica, de sus historias sobre libros, de sus cuentos arqueológicos. La obra de Martínez, como sabemos, consta de varios compartimentos: 1) los primeros ensayos sobre teoría y problemas literarios; 2) los ensayos sobre historia de la literatura nacional y sus autores en los siglos xix y xx; 3) sus estudios sobre Hernán Cortés, Bernardino de Sahagún y el siglo xvi y la Colonización en América; 4) sus escritos más personales y misceláneos, como Bibliofilia y Lupita, el tributo luctuoso sobre su finada esposa.
A Aldous Huxley, un autor que leyó intensa y atentamente durante su juventud y a quien le dedicó un «copioso» ensayo, no le hubiese disgustado el cuento de un joven lector y escritor que coleccionaba revistas y que años más tarde, siendo ya un hombre maduro, se dio el lujo de reeditarlas, para alegría de los que habían sido traducidos a la otra orilla o se habían ido ya a ella, y para educación de los lectores nuevos. A Huxley le hubiese divertido este paso peligroso del autor que se vuelve actor y luego empresario o editor, ya no sólo de sí mismo, sino de su generación. Generación: palabra clave. Martínez fue un orgulloso y celoso estandarte de su generación, entendida en el sentido más amplio. Plural felicidad la de José Luis Martínez, que pudo reeditar las revistas de sus maestros, de sus contemporáneos y del archipiélago del cual él mismo formó parte. Plural felicidad del que pudo hacer los libros soñados por sus maestros.

      Alfonso Reyes y José Luis Martínez, Una amistad literaria. Correspondencia 1942-1959, Fondo de Cultura Económica, México, 2018, pp. 88-89.
      Diario  de Alfonso Reyes, vol . vii, citado por Rodrigo Martínez Baracs, p. 575.
      Ibid., pp. 581-582. ar, Resumen de la literatura mexicana. Siglos xvi-xix, Archivo de Alfonso Reyes (Serie C, Residuos, 2), México, 1957, 66 pp.
      Carlos Vargas, citado por Fernando Curiel en el Diario, vol. vii, p. 612.
      Diario de Alfonso Reyes, vol. vii, citado por Rodrigo Martínez Baracs en «Estudio preliminar», p. 91.
      Salvador Novo, La vida en México en el periodo presidencial de Adolfo López Mateos, t. ii, col. Memorias Mexicanas, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, México, 1998,   p. 187.
      «Discurso de José Luis Martínez», Letras de México, 1 de enero de 1946, p. 196.
      Octavio Paz y José Luis Martínez, Al calor de la amistad. Correspondencia 1950-1984, edición de Rodrigo Martínez Baracs, Fondo de Cultura Económica, 2017, p. 20.
      Uranga tuvo relaciones ambivalentes de amistad, simpatía y antipatía con su amigo Leopoldo Zea, el discípulo preferido de José Gaos. Uranga escribió sobre Zea en «El pensamiento filosófico», en México: cincuenta años de revolución. IV. La Cultura, Fondo de Cultura Económica, México, 1962, p. 553. También compartiría con él espacios como por ejemplo en la revista alemana Mitteilungen, citada más adelante.
    Carta de Emilio Uranga a Luis Villoro, del 19 de julio de 1955.
    Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña. Correspondencia i. 1907-1914, edición de José Luis Martínez, Fondo de Cultura Económica, México, 1986, p. 9.

domingo, 17 de febrero de 2019

Federico Campbell: otros cuentos más allá de Tijuanenses

17/Febrero/2019
Confabulario
Julio Romano

En Xalapa, en 2010, al cabo de la presentación de Padre y memoria en la Feria Internacional del Libro Universitario de la Universidad Veracruzana, Federico Campbell dijo en una entrevista que había decidido dejar la ficción y que se dedicaría, en adelante, de lleno al ensayo. No sé dónde se haya publicado o transmitido esa entrevista; probablemente en medios locales o universitarios. Y no sé si esa declaración en particular se haya rescatado para la versión final. Tras aquella decisión, pues, después de Padre y memoria, de 2009, sólo apareció un libro ensayístico más de Federico Campbell: La era de la criminalidad, póstumo, en 2014.

Como esa entrevista, hay otras tantas de Federico Campbell dispersas en revistas y publicaciones muy probablemente de poco alcance, poca vida y poco tiraje. En una de ellas, este tijuanense comentó que le gustaba hacer colaboraciones para publicaciones de provincia, pues había cosas que era mejor dejar fuera de los grandes medios nacionales, y que además era una manera de contribuir a la descentralización de la cultura impresa, como lo fue su proyecto editorial La Máquina de Escribir.

¿Y su ficción? La última novedad de Campbell en ese terreno es “El hombrecito de Marlboro”, cuento incluido en la edición de 2008 de Tijuanenses —a la que también se añade “De caminos”, que había aparecido en Máscara negra y en la antología de cuento policiaco En la línea de fuego, preparada por Leobardo Saravia Quiroz para el Fondo Editorial Tierra Adentro—. Campbell se quejaba de esa edición: “Se me hace que los editores a veces no leen lo que publican”, dijo, pues su libro formó parte de una colección de thrillers.

Recuerdo, con cierta tristeza campbelliana, que al término de esa presentación en la Universidad Veracruzana, Federico Campbell no vendió un solo ejemplar de Padre y memoria. El caso es que, así como algunas entrevistas y ensayos, también hay ficciones de Federico Campbell dispersas. Su producción narrativa no se limita a sus cuentos y novelas publicados en libro: Todo lo de las focasPretexta o el cronista enmascaradoTijuanenses(que absorbió a su primera novela), Transpeninsular y La clave Morse.

Los que quizá sean los primeros textos narrativos publicados de Federico Campbell aparecieron en la revista Cuadernos del viento, fundada y dirigida por Huberto Batis y Carlos Valdés en 1960. En tres relatos tempranos, breves, obra de un escritor joven que da sus primeros pasos en el terreno de la ficción, quizá no sea posible observar todavía el dominio de las técnicas narrativas de las que haría gala una década después, con la publicación casi al hilo de sus dos primeras novelas. Su escritura es todavía pedregosa y, por momentos, poco fluida; no hay propiamente un desarrollo de anécdota o de personajes: más parecen ser estampas, bocetos publicados prematuramente en los que, sin embargo, pueden encontrarse sus primeras virtudes: la creación de atmósferas y la representación de conflictos internos.

Los títulos de dos de estos tres relatos dan cuenta de ello: “Dentro de los ojos” y “El solo”. En el primero de ellos puede leerse:


Igual que él mismo, porque nunca pudo integrarse con nadie ni con algo, abrió la puerta de su cuarto y se dedicó a dormir. Venía esperando este momento, a ratos nervioso por la locura del chofer y la inseguridad del vehículo, a ratos maniatado por el temor de voltear en cualquier lugar fijo. Pensó que el señor estaría cansado como él, agobiado de tantas vueltas de la Alameda a San Ángel, de tanto ir y venir sin encontrar nada nuevo. Eran veintiún días de espera, cada uno más prolongado que el anterior.


Estamos ante un hombre angustiado que no encuentra tranquilidad ni en el sueño, aunque nunca sabemos qué lo angustia tanto. “El solo”, menos agitado, es el retrato de un hombre aislado, que hablando consigo mismo encuentra la manera de matar el tiempo. El tercer relato, “Campo nudista”, es apenas una estampa, una instantánea: es la escena que percibe alguien que espía por una mirilla por apenas un segundo.

Las características identificables en estos relatos también impregnan “El olivo, el polvo”, publicado —documenta Arturo Texcahua— en septiembre de 1966 en el número 17 de la revista El rehilete, entonces dirigida por Carmen Rosenzweig, Elsa de Llarena y Carmen Andrade (y fundada en 1961 por Beatriz Espejo, quien la dirigió en su primera etapa). Sin gran acción narrativa, reaparece aquí el conflicto interno como motor de la historia y, sobre todo, un tema que poco a poco se convertirá en una de las principales preocupaciones de Campbell: la relación conflictiva con el padre. El cuento fue recuperado por la Revista de la Universidad de México en noviembre de 2014.
Hay en Cuadernos del viento otro relato suyo, que contrasta notablemente con toda su demás producción: “Infarto menguante”, narración experimental, homenaje y tributo a Remedios Varo, en la que el autor busca tejer un hilo narrativo entre varios cuadros de la pintora surrealista, que son tomados como escenas de una misma historia. Los viajes en paraguas que son barcas, la luna alimentada en una jaula, las frutas orbitando como planetas, los castillos lúgubres y otros motivos de Varo constituyen las escenas de una historia que, intencionalmente, avanza sin desarrollarse: como los cuadros entre sí, las secuencias del relato, salvo por la intervención de dos personajes recurrentes, resultan inconexas.

Campbell no volverá a salirse de los paradigmas del realismo sino hasta un episodio de Transpeninsular (2000) en el que dos tiempos se superponen sobre un mismo territorio. A mediados del siglo XX, el periodista Fernando Jordán emprendió un recorrido de norte a sur por la península de Baja California, para luego poner fin a su vida en La Paz. Casi medio siglo después, Esteban, el protagonista de la novela de Campbell, hace el mismo recorrido, pero en sentido inverso, en busca de sus huellas. Ambos se encuentran a mitad de la carretera Transpeninsular.

“El sol de la infancia”, aparecido en la Revista de la Universidad de México en 1968, clausura lo que podría llamarse una primera etapa temprana como narrador de Federico Campbell. Aquí no se encontrará todavía una anécdota plenamente desarrollada, sino que da la impresión de que Campbell sigue explorando paisajes interiores: más que un conjunto de acciones que constituyen una historia, el cuento retrata la vida de un hombre que, más allá de la edad madura, lidia en la casa de su infancia con su soledad y con el recuerdo (¿o la presencia?) de Milly, una niña o una adolescente que lo ronda, y que prefigura a la Beverly de Todo lo de las focas: ambas aparecen y desaparecen de súbito y tienen, por ejemplo, una especie de fascinación con las túnicas griegas. Se repiten aquí motivos presentes en “El olivo, el polvo”: el padre ausente y un olivo polvoriento. Aquí aparece por primera vez, explícita, Tijuana en la ficción de Federico Campbell.

De la narrativa breve campbelliana no se sabe nada más sino hasta 1982, con la plaquetteLos Brothers, integrada por dos de los cuentos que en 1989 se recogerían en Tijuanenses; y después de esta colección aparecieron otros tres cuentos suyos, en otra plaquette, quizá de muy limitada circulación y tiraje (del cual no hay mayormente información), bajo el título más bien cursi de Territorios sentimentales.

Estas colecciones pertenecen ya a un narrador que no sólo ha desarrollado un estilo propio, sino que domina más sólidamente su técnica narrativa. Aun cuando Campbell, en la dedicatoria que en una de las plaquettes de Territorios sentimentales le hace a Álvaro Cepeda Neri, define a los cuentos ahí contenidos como “de juventud”, se advierte en ellos más oficio que en los de la revista que primero le abrió las puertas como narrador, ensayista, traductor y poeta (hay también ahí un poema suyo: “No hablamos de nosotros”).

Dos de esos cuentos retratan relaciones amorosas enfermizas, y son muy similares entre sí. En el que da título a la plaquette y en “Metabolismo de la pasión” se utiliza el diálogo como único recurso narrativo. “Territorios sentimentales” recupera las conversaciones que tienen un hombre y una mujer en diversos momentos críticos de su vida de pareja, plenas de reproches, ruegos, descalificaciones, abandonos. En “Metabolismo de la pasión”, el protagonista escucha sin interrumpir, de voz de su interlocutor, cómo fue traicionado por él.
El tercero, “Octavia” (u “Ottavia”, según un podcast de Difusión Cultural de la UNAM, leído por Juan Stack), da cuenta del idilio de juventud que vivieron el narrador de la historia y la joven cuyo nombre da título al relato, desde el enamoramiento hasta la separación, viaje en tren mediante, casi inevitable en plena posguerra. Este cuento también constituye de alguna manera una rareza en la narrativa campbelliana, en tanto está ubicado en Bergün, Suiza: quizá sea el único relato de Campbell cuya acción transcurre fuera de territorio mexicano. En él parece haber influencia de Cesare Pavese, en especial de aquellos relatos en que rememora la vida adolescente, las últimas aventuras de juventud, el inicio de la madurez, el primer contacto con la realidad más dura y las primeras decepciones. Consta que Pavese fue lectura de juventud de Campbell: hay, en Cuadernos del viento, un ensayo del tijuanense sobre el piamontés.

“Octavia”, precisa Óscar Mata, ya había aparecido en julio de 1964 en el número 3 de la revista Mester, producto del taller literario de Juan José Arreola, junto con otro cuento suyo titulado “Las uñas mordidas”.
Los vericuetos de la cuentística de Federico Campbell terminan —o quizá no— con “Enterrar a los muertos”, relato incluido en una inesperada antología publicada por el Instituto Electoral del Distrito Federal en 2004, que incluye también textos de Ethel Krauze, Silvia Molina y Humberto Guzmán. En él, Campbell narra, desde la perspectiva de una psicóloga que brinda ayuda a las víctimas, el desastre tras los terremotos de septiembre de 1985 en la Ciudad de México.


La voy a acercar a la ambulancia y vamos a tratar de que usted suba. Usted le tiene que hablar suavecito, como a un bebé. Y si lo puede apretar en algún lado que no esté herido, hágalo. Él va a entender, aunque esté dormido, que ya no está entre las piedras. […] No, aquí no está.
¿Cómo que no está? Si nosotros veníamos casi atrás de la ambulancia.
No está.
¿Dónde está? ¿Cómo nos dice que no está? No puede ser que nos tengan así.
Sálganse.
No, dice Lore. Nosotros venimos detrás de la ambulancia número ocho y nos dijeron que venían para acá.
Sálganse.
No me voy a salir.


El caos de la narración, que pasa de la perspectiva del narrador a la de la protagonista, de una secuencia a otra, de un escenario a otro, recrea el caos de la ciudad el día de la tragedia, el desconcierto, la movilización, la desinformación, la incertidumbre, y la calma y la resignación que, al cabo de unos pocos días, subviene y permite aceptar que las cosas serán distintas, para siempre, de ahora en adelante.

¿Por qué estos cuentos no fueron incluidos en Tijuanenses? A primera vista, la respuesta podría parecer simple: salvo por “El sol de la infancia”, ni transcurren en Tijuana ni sus personajes son originarios de la ciudad fronteriza. No pertenecen a esa familia. Sin embargo, parece haber en la obra de Federico Campbell otro hilo conductor más fuerte que la pertenencia territorial: la tristeza, la melancolía, verdadero hilo conductor de su narrativa breve, si no es que de casi toda su narrativa y parte de su ensayística.

En Post Scriptum Triste, Federico Campbell dice a propósito de los cuentos recogidos en Tijuanenses que “Su publicación dispersa en revistas o libros, olvidados en alguna bodega, para nada afectó su condición de inéditos”. ¿Cuántas otras ficciones suyas esperan a ser descubiertas y desempolvadas en publicaciones de las que ya nadie se acuerda, mientras el tiempo sigue carcomiéndolo todo?