lunes, 16 de mayo de 2016

Fernando del Paso y la vocación novelesca de la historia

15/Mayo/2016
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

para Federico Álvarez

Tal parece que la historia es una obsesión para los novelistas latinoamericanos o, como sería planteado por Enrique Pupo-Walker, es posible advertir una “vocación literaria del pensamiento histórico en América”; vocación en la que no es fácil distinguir los límites de la ficción en su articulación con un uso determinado de la historia. Sin embargo, la novela latinoamericana de la segunda mitad del siglo xx ha conquistado su derecho a fusionarse con la noción misma de historia. La Nueva Novela Histórica, como la conceptualiza Seymour Menton, afirma una cierta supremacía finisecular de este subgénero literario que también revela los conflictos propios para delimitar los géneros de ficción de los géneros que establecen una relación directa con la “verdad” del pasado: “Pese a los que teoricen sobre la novela del posboom, los datos empíricos atestiguan el predominio, desde 1979, de la Nueva Novela Histórica, muchas de las cuales comparten con las novelas claves del boom el afán muralístico, totalizante; el erotismo exuberante; y la experimentación estructural y lingüística (aunque menos hermética)”.
En este arco de novelas, Seymour Menton ubica a Noticias del imperio, de Fernando del Paso, como una novela cuya complejidad artística no radica únicamente en la carnavalización del pasado mismo o en el ocultamiento de las fuentes históricas: “Fernando del Paso nombra sus fuentes literarias para elaborar retratos detallados, multifacéticos, sin embargo, no definitivos de sus personajes históricos”. ¿Cuál es este uso particular –muchas veces directo y otras tantas alegórico– de la historia y de las líneas de fuga de la historia de México en la obra de Fernando del Paso, en particular en su novela Noticias del imperio, pero que de algún modo ya está presente en novelas anteriores como José Trigo o Palinuro de México? ¿Qué reconstrucción artística del pasado encontramos en las novelas de Fernando del Paso? ¿Qué relación existe en su obra entre nación, historia y novela?


Noticias narradas de un delirio trágico y mortal llamado México

En su prólogo de 1967 a José Trigo, Artur Lundkvist señala las claves de esta novela tanto en su dimensión cosmopolita como en su relación con la novela mexicana del siglo xx:


En la liza que ha surgido entre latinoamericanos por escribir el equivalente del Ulises de su continente, Del Paso se ha acercado más que ningún otro a la meta. La revolución lingüística que ahora (1967) se extiende también sobre América Latina y transforma el viejo español clásico con mayor rapidez de lo que el país materno alcanza a hacerlo, procede sobre todo de Joyce. Y Del Paso construye su obra conscientemente sobre el modelo en su es-tudiada técnica estilística, manteniendo como fabulador una independencia total. Tiene también, naturalmente, precursores más cercanos: en primer lugar, Carlos Fuentes, quien pocos años antes escribió la novela mexicana más vital y de más envergadura, La región más transparente, y, en segundo, Asturias con sus vehementes aceleraciones estilísticas.

Los dos “temas” de José Trigo, la figura social y popular del ferrocarril, las huelgas del gremio en los años cincuenta y sesenta del siglo XX –como herencia de la Revolución mexicana– y que fueron derrotadas, así como la cruzada cristera, un movimiento armado y religioso de signo contrario a la Revolución, van a ser también los “puentes” sobre los cuales va a surgir el espectro de José Trigo y la interrogación sobre su identidad: “¿José Trigo? / Era. / Era un hombre. / Era un hombre de cabello encarrujado y entrecano. Tenía cuántos años. Treinta y cinco, cincuenta. Cincuenta y cuatro trenes salen todos los días de la vieja estación de Buenavista y yo los cuento como cuento los años.”
José Trigo: un símbolo, una interrogación que se va respondiendo con rumores, con miradas y testimonios fugaces que arman también su condición de espectro que revela su no-existencia al final de la novela. Afirma Lundkvist:

¿Quién es José Trigo, que ha dado su nombre a la novela? No es nadie o es todos, cualquiera, una mistificación, un símbolo indefinido. Se pregunta por él a lo largo de todo el libro: ¿dónde está José Trigo, quién lo conoce, quién lo ha visto? A veces parece existir en el mundo de los sentidos como una determinada persona: lleva un cajón en la espalda –que es un ataúd infantil, blanco o negro–, está perdiendo un zapato o acaba de perderlo, lo sigue una mujer –a la que ha abandonado el traidor Manuel Ángel–: su hijo acaba de morir y ella lleva en los brazos un gran ramo de girasoles. Pero tal vez ese hombre no sea José Trigo.

La figura fantasmal de José Trigo se emparenta con otros personajes de la novelística latinoamericana del siglo xx, como el mismo Ixca Cienfuegos (La región más transparente) y su “eterno salto mortal hacia mañana”; como Larsen o Juntacadáveres (El astillero y Juntacádaveres, respectivamente, de Juan Carlos Onetti) y su doble muerte como figura narrada por los rumores, los chismes y las especulaciones de los habitantes de Santa Ma-ría; y como el mismo Palinuro: “PALINURO ERA UN MUCHACHO / sin experiencia en la vida. Lo que es más, un muchacho sin nombre. Para que eligiera el suyo, para que escogiera el nombre que le daría fama en la vida, el gerente de la Agencia Encantada, acompañado por Estefanía (la madre de la tortuga, la señora del Edén terrenal de los chinos inmortales Hsi Wuang Mu) condujo de la mano a Palinuro rumbo a…”
Si José Trigo puede ser entendida como la novela que relata la derrota modernizadora tanto de las rebeliones ferrocarrileras como del anacronismo humanizado de la rebelión cristera, Palinuro de Méxicoha sido interpretada como la narración carnavalesca y alegórica de la muerte de un estudiante de medicina en la matanza de estudiantes de 1968, en el teatro de la historia contemporánea de México: el Estado mexicano y su poder de exterminio, extraviado en su vocación de muerte, narrado desde las entrañas de una ficción novelesca que, desde la múltiple referencialidad cosmopolita, culta y popular a un mismo tiempo, se enfrenta con su poder de vida, arte y comedia, a su propia aniquilación y permanencia.


Historia y ficción: la evocación del imperio

Al hablar de sus novelas en su ensayo “Un siglo y dos imperios” (1989), Fernando del Paso ex-presa de manera sumamente didáctica el uso peculiar de ciertas ideas sobre la historia, enfatizando sobre su apropiación narrativa del efímero segundo Imperio mexicano: “La historia no se repite, pero a veces se parodia a sí misma: el pretexto que buscaba para intervenir en México Napoleón iii el Pequeño –el sobrino de Napoleón el Grande– y que alguna vez soñó con transformarse en rey de Nicaragua, la excusa para derribar la República presidida por Juárez, inaugurar una monarquía y poner al frente de ella a un príncipe Habsburgo, fue la insolvencia de México.” También justifica este regreso novelesco al pasado decimonónico que abre un ciclo de ficción histórica que perdura hasta nuestros días: “Las grandes conmociones sociales y políticas del siglo pasado [XIX] todavía, sin embargo, están en espera de los escritores que las novelen. Novelistas de nombre, Altamirano, Payno, Mateos y otros muchos, están muy lejos de alcanzar la altura y la profundidad de algunos de sus contemporáneos, como Flaubert, Zola o Tolstoi.”


Yo soy María Carlota de Bélgica, Emperatriz de México y de América. Yo soy María Carlota Amelia, prima de la Reina de Inglaterra, Gran Maestre de la Cruz de San Carlos y Virreina de las provincias de Lombardovéneto acogidas por la piedad y la clemencia austriacas bajo las alas del águila bicéfala de la Casa de Habsburgo…. / Yo soy Carlota Amelia, Regente de Anáhuac, Reina de Nicaragua, Baronesa del Mato Grosso, Princesa de Chichén Itzá. Yo soy Carlota Amelia de Bélgica, Emperatriz de México y de América: tengo ochenta y seis años de edad y sesenta de beber, loca de sed, en las fuentes de Roma. / Hoy ha venido el mensajero a traerme noticias del Imperio. Vino, cargado de recuerdos y sueños, en una carabela…

Al definirse el tono y la perspectiva de la narradora Carlota, “Emperatriz de la Mentira”, un delirio narrativo desde su decrepitud alucinada y al mismo tiempo evocativa, en las primeras páginas de la novela Noticias del imperio, también se va a definir otro modo de narrar, esto mediante un relato que corre paralelo al de Carlota, compuesto por crónicas, relaciones de hechos, momentos casi historiográficos, epístolas. Una voz múltiple que también se da una licencia para mezclar un peculiar relato histórico con la radical ambigüedad de la ficción novelesca, que intimida con la definición de personajes como Benito Juárez: “‘La patria y sus hijos te bendigan Benito: porque les diste libertad, porque separaste el Poder Temporal del Poder Espiritual y acabaste con el yugo de la Iglesia…’ / Y llamarlo héroe: ‘Y triunfaste sobre los invasores y el Príncipe extranjero y restauraste la República’… / O bajarlo del nicho y maldecirlo: por atentar contra las creencias más sagradas de su pueblo, por querer hacer de México un país de herejes y protestantes. Y llamarlo traidor: por querer vender México a los Estados Unidos…”
Uno de los recursos artísticos en la ficción histórica de Noticias del imperio ha sido el de la ucronía, como ese desvío de un narrador que imagina otra historia, y que es el fundamento artístico y compositivo de la misma novela:

Ah, si pudiéramos inventar para Carlota una locura inacabable y magnífica, un delirio expresado en todos los tiempos verbales del pasado y del futuro y de los tiempos improbables o imposibles para darle, para crear por ella y para ella el Imperio que fue, el Imperio que será, el Imperio que pudo haber sido, el Imperio que es… / Si pudiéramos, también, inventar para Maximiliano una muerte más poética y más imperial. Si tuviéramos un poco de compasión hacia el Emperador y no lo dejáramos morir así, tan abandonado, en un cerro gris y yermo, lleno de piedras. Si lo matáramos, en cambio, en la plaza más hermosa y más grande de México…

Podríamos afirmar que en estas tres novelas de Fernando del Paso –José TrigoPalinuro de México yNoticias del imperio– se concentran ciertas verdades novelescas sobre tres momentos trágicos de la historia de México: la modernización autoritaria de la nación a mediados del siglo xx y el arrasamiento de las huelgas ferrocarrileras, la matanza de estudiantes de 1968 y la ambigüedad trágica del Segundo Imperio mexicano del siglo xix. En estas fracturas violentas de la nación mexicana se filtra la verdad novelesca de la obra de Fernando del Paso: si pudiéramos inventar otro país en todos los tiempos verbales; el país que fue, que no fue y que será.


Epílogo de una historia sin ficción: la vergüenza crítica que nombra el camino hacia el totalitarismo

Fernando del Paso es quizá el novelista más autorizado en el campo de la ficción histórica para certificar la actual fractura de la nación, o de las naciones que se hacen llamar todavía México, en el proceso de autodestrucción del Estado mexicano en su agónica versión neoliberal. Del Paso ha tenido el valor de decir estas palabras que, de alguna manera, se asemejan a un personaje espectral que en su delirio sin ficción evocan la tragedia de su propia conciencia crítica sobre el presente, esto al recibir el Premio Cervantes 2015. Es el escritor del delirio imperialista que recibe de la Corona Española en plena descomposición el reconocimiento de sus verdades novelescas, en el gran teatro que es el mundo global visto desde los restos de la nación mexicana: “Las cosas no han cambiado en México sino para empeorar, continúan los atracos, las extorsiones, los secuestros, las desapariciones, los feminicidios, la discriminación, lo abusos de poder, la corrupción, la impunidad y el cinismo. Criticar a mi país en un país extranjero me da vergüenza. Pues bien, me trago esa vergüenza y aprovecho este foro internacional para denunciar a los cuatro vientos la aprobación en el Estado de México de la bautizada como Ley Atenco, una ley opresora que habilita a la policía a apresar e incluso a disparar en manifestaciones y reuniones públicas a quienes atenten, según su criterio, contra la seguridad, el orden público, la integridad, la vida y los bienes, tanto públicos como de las personas. Subrayo: es a criterio de la autoridad, no necesariamente presente, que se permite tal medida extrema. Esto pareciera tan sólo el principio de un Estado totalitario que no podemos permitir. No denunciarlo, eso sí que me daría aún más vergüenza.” 

domingo, 8 de mayo de 2016

Sergio Pitol, niño ruso

8/Mayo/2016
Confabulario
Álvaro Enrigue

Hay una historia que Sergio Pitol solía contar con frecuencia cuando todavía hacía vida pública y de la que dejó registro escrito en El arte de la fuga. A principios de los años ochenta pasó unas vacaciones de dos meses en el Distrito Federal, después de vivir por años en Barcelona, Varsovia, Budapest, Moscú. Tenía, por entonces, 45 años y seis o siete libros publicados; ya era el traductor de Conrad y Henry James y había sido el editor de la legendaria colección de libros Los Heterodoxos, publicada por Tusquets en España y con una circulación amplia por toda América. Al poco de llegar a México, recibió una llamada del PEN Club en la que lo invitaban a participar en una serie de diálogos entre escritores de generaciones distintas –una lectura, seguida de una conversación pública, entre un autor consagrado y uno joven. Aceptó y le anunciaron que leería con Juan Villoro. El evento casi resultó un desastre porque Pitol, 23 años y un montón de libros mayor que Villoro, pensaba, hasta que subió al escenario, que el joven en la mesa era él. Nada retrata mejor su condición de excéntrico: era una figura de referencia para toda una literatura y seguía pensando en sí mismo como una promesa literaria.

Es esa condición de excéntrico sine qua non la que le permitió a Pitol convertirse primero en un autor de culto y después en el escritor que volvió a poner en circulación una hermosa tradición secular de la literatura mexicana: la de los autores de libros sin género, más dispuestos a proponer una conversación, que a imponer una idea sólida del mundo mediante una ficción poblada de anécdotas y personajes simbólicos.

Leídos en el orden en que fueron publicados, los libros de Pitol cuentan la historia de un desprendimiento. El autor que empezó escribiendo cuentos deslumbrantes pero convencionales sobre la región remota de México en que creció, se fue deshaciendo paulatinamente de los temas y lenguajes que conseguían prestigio durante el siglo XX: la peculiaridad de una cultura regional, la relevancia de la nacionalidad, el ánima latinoamericana en las soledades del exilio.

Simultáneo a este desprendimiento –suicida en su hora– de los temas probados de la escritura regional, Pitol puso en práctica un experimento más arriesgado: desprenderse, también, de las supersticiones de la forma literaria –o tal vez expandirlas. Sus libros, poco a poco, dejaron de ser novelas o colecciones de cuentos o ensayos para transformarse en sesiones literarias en las que la distancia entre ficción, reflexión y memoria es irrelevante. Libros que son todo al mismo tiempo, lo que su contemporáneo Salvador Elizondo llamaba, entre filosófico e irónico, “libros para leer”.

En el momento de la publicación de El arte de la fuga y El viaje el gesto de abjurar de los géneros fue entendido como desafiantemente posmoderno: para que una escritura fuera total, tenía que prescindir de las convenciones mercadológicas que asfixiaban a las literaturas latinoamericanas durante el fin del siglo XX, en el que los grandes grupos editoriales parecían haber impuesto un gusto literario corto y chato como opción única en las librerías.

Pasado el tiempo, se puede ver con claridad que si es cierto que la aclamación que recibieron ambos libros fue inesperada, también lo es que Pitol no estaba actuando como un innovador desesperado, sino como el lector atento de una tradición que siempre encontró claustrofóbicos los géneros literarios. Los libros de Martín Luis Guzmán, Nellie Campobello, José Vasconcelos o Alfonso Reyes –fundadores de la modernidad literaria mexicana– tampoco tenían un género transparente. En la generación misma de Sergio Pitol, brillante y poco atendida fuera de América Latina, autores como Margo Glantz, Alejandro Rossi o el propio Salvador Elizondo, nunca dejaron de insistir en que la producción literaria más resistente del país estaba fincada en escrituras desmarcadas de las convenciones genéricas.

Los libros tardíos de Sergio Pitol, no son, entonces, caprichosos. Están fundamentados en una tradición y son producto de un procedimiento en el que ha trabajado, de manera consistente y serena, durante los últimos veinte años: la experiencia humana carece de valor hasta que se transfigura en escritura, pero si a esa escritura se le impone la geometría obtusa de un género, se traiciona su fundación irracional. “La inspiración —anota Pitol en El mago de Viena— es el fruto más delicado de la memoria.” No es una idea nueva: está en el fondo de la escritura de San Agustín, de Montaigne, de Albert Camus. Para el autor, el genio que mueve la literatura es el de la correspondencia: lo experimentado, según dice él mismo, es apenas “un conjunto de fragmentos de sueños no del todo entendidos”.

Es por eso que El arte de la fuga comienza con la descripción miope de Venecia: para poder ver lo que tiene valor en el mundo, hay que dejar los lentes de diario olvidados en el escritorio. La realidad está ahí, pero sólo es significativa cuando es desmontada por el borrado que implica seleccionar y hacer el montaje de una serie de episodios, lecturas, acotaciones. Es también por eso que El viaje incluye ensayos, pero también páginas de diario, anécdotas, relatos tan circulares que no podrían ser absolutamente verdaderos pero se cuentan como si lo fueran. La imaginación literaria, según Pitol, no progresa en el orden racional que demandan una novela, un ensayo o un cuento. Se parece más a una esponja marina que a una autopista. Es un bloque sólido, sin asideros, pero lleno de caminos interiores que conectan ideas, notas, recuerdos inventados.

El comienzo de El viaje no podría ser más clásico. El autor, ya cansado y un poco enfermo, se encierra a escribir en una especie de Torre de Montaigne tropical: una ciudad modesta, culta y provinciana del Golfo México. Recuerda sus años como embajador en Praga y nota que, siendo su ciudad preferida de las muchas en las que ha vivido, es también la única de la que nunca ha escrito nada. Extrañado, revisa sus diarios del periodo y descubre un vacío: contienen sólo anotaciones sobre encuentros, lecturas, problemas nimios de oficina; ni una palabra sobre sus paseos por la ciudad inagotable, sus museos espléndidos, su potente vida cultural. Lo que sí encuentra en sus cuadernos es, en cambio, un diario de viaje a Rusia que, al paso del tiempo, se volvió significativo: registra el momento del deshielo Soviético.

Es aquí donde el procedimiento de escritura de Pitol se vuelve extremo. El diario está reescrito y editado para que se lea como si fuera pietaje para un documental filmado en el instante en que la Perestroika era recibida por la gente de la Unión Soviética entre la esperanza y el escepticismo. Puesto en juego con una serie de ensayos sobre literatura rusa, con páginas dedicadas a los misterios del oficio de escritor y la proyección de recuerdos cuyas conexiones no están claras hasta que se ha llegado a la última línea del volumen, el diario produce reverberaciones que lo van resignificando conforme avanza. No hay que olvidar aquí que la apertura soviética fue un poco anterior a la transición a la democracia en México, que es el tiempo preciso en que Pitol escribió El viaje. El año 2000 en que se publicó fue el mismo en que concluyó el largo tránsito de los mexicanos a un sistema que garantizaba, por fin, todas las libertades civiles básicas. La burla descarnada que hace de los comisarios soviéticos y su ditirambo sobre los ciudadanos enloquecidos por la idea de libertad representan una mirada oblicua a la fiesta que fue México en esos años repletos de esperanza.

Pero El viaje no es un libro político, o es mucho más que eso. Está enmarcado por tres escenas que al reflejarse entre sí, van revelando la visión personal de la escritura de un autor en su hora de plenitud creativa. En la introducción praguense hay una escena, entre terrible y cómica, en la que Pitol, deambulando por los callejones de una de las partes viejas de la ciudad, nota a un viejo tirado en el suelo que increpa a los peatones sin poder levantarse. Cuando el novelista se acerca, descubre que no es que esté borracho, sino que se ha resbalado en su propia caca y cada que se intenta alzar patina en ella. Más tarde, cuando Pitol finalmente llega a Tbilisi, Georgia, asiste a una comida que ofrece en su honor una asociación de escritores y directores de cine. Ha estado, desde que llegó a la ciudad, en éxtasis: la encuentra despierta, vibrante, crítica, infinitamente más libre y alegre que Moscú o Leningrado. En ese estado de efervescencia, se levanta del banquete a orinar y, como hay fila en el baño, uno de los comensales le dice que vayan a desaguar al río, que es lo normal. Pasado de vino, acepta la invitación y encuentra una escena perturbadora: en Tbilisi cagar en público no sólo es un acto socialmente aceptable, sino una oportunidad de socialización. En el último episodio del libro, Pitol regresa a su infancia en el pueblo minúsculo de Potrero, Veracruz, en el que toda la comunidad vive de un ingenio azucarero. Dado que era un niño enfermizo, tendía a la soledad y el aislamiento. Uno de sus paseos favoritos consistía en perderse por las naves del ingenio los domingos –cuando estaba cerrado–, para llegar al sitio en que se acumulaban montañas inmensas de bagazo, la mierda inane que deja la producción de caña de azúcar. Ahí, enterrado entre los deshechos vegetales, fantasea sobre la ilustración de un álbum infantil en la que aparece un niño eslavo definido como “Iván: niño ruso” y se vislumbra como su gemelo. Luego confiesa que de todas las imágenes que ha tenido de sí mismo, ésa —la más delirante— es la que aún le “parece ser auténtica verdad”.

El periplo que cuenta El viaje no es, como parece en un primer acercamiento, el que hizo el embajador Pitol a la Unión Soviética del deshielo, sino el del niño solitario que acumuló caras, nombres, viajes, recuerdos, y los devolvió en forma de libro. Entre las muchas cosas que incluye están las notas que el autor fue haciendo para escribir Domar a la divina garza –tal vez su mejor novela y un libro verdaderamente salvaje. Cuenta el hallazgo de un rito de primavera en el que toda una comunidad de Tabasco es inundada de mierda por sus pobladores en un paroxismo emancipador.

El viaje es, al mismo tiempo, una lección de sutileza y un ardid de dinamitero. Es un volumen sobre cómo construye un escritor. Sobre la libertad y su falta, y esa libertad última e indomable que es soltarse, dejar que las cosas salgan: contar. Es por eso que el libro trabaja sobre la mente del lector no historia por historia, sino en el juego de reflejos entre una serie de relatos escatológicos, un cuerpo de ensayos sobre las humillaciones que padecieron los escritores rusos que optaron por pagar el precio de decir lo que se les daba la gana, una colección de estampas documentales en las que el lector ve en directo a la generación soviética que se emancipó abonada por el sacrifico de esos autores y el marco autobiográfico del escritor que optó por no atenerse a ningún parámetro para llegar a ser quien quería ser: un niño ruso.

Hay una historia memorable en el diario habanero con que concluye El mago de Viena: siendo muy joven y de camino a Europa en barco, Pitol pasó por Cuba. Una noche en La Habana levantó una borrachera de marino y perdió la consciencia. La mañana siguiente amaneció en su habitación, con unos zapatos ajenos, lo cual le preocupa hasta que descubre que son italianos, nuevos, están magníficamente cortados y le quedan a la perfección. Para Sergio Pitol todo está en todo y escribir es la única forma de revelar las conexiones secretas que le dan sentido a la realidad. La escritura está ahí para que nos queden los zapatos.

Pitol, nuestro gran excéntrico

8/Mayo/2016
Confabulario
Vicente Alfonso

Todo está en todo, repito mientras hojeo mi ejemplar de El arte de la fuga en busca de la frase. Las cuatro palabras vienen a mi cabeza como un mantra, un ritornello, un lema de antiguos alquimistas. Es lunes a mediodía y estoy en Xalapa, en la casa de Sergio Pitol. Todo está en todo, repito mientras esperamos al autor en su estudio: un espacio amplio en la planta alta, iluminado con luz natural, donde encuentro representados los momentos esenciales de su vida: su obra, sus viajes, sus lecturas, sus amigos.
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Todo está en todo. (Reconozco objetos presentes en la obra de Pitol: los tres tapetes que compró en Turkmenistán durante un alucinante viaje en compañía de Vila-Matas, la cerámica de Gustavo Pérez, las novelas policiales de la colección El séptimo círculo, las fotos de sus amigos más cercanos: Margo Glantz, Juan Villoro, Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska). Los dos perros del novelista, Homero y Lola, nos observan. Desde la planta baja llegan ruidos del trajín en la cocina, y alguien nos ofrece café. Todos declinan menos yo, que llegué ayer a Xalapa y no he podido probar una taza, pues he dedicado todo mi tiempo a rastrear las huellas del traductor, del editor, del diplomático, del novelista que una semana más tarde recibirá, en este mismo espacio, el Premio Alfonso Reyes. Todo está en todo, insiste la voz en mi cabeza, pero la frase no aparece en las páginas y desisto de buscarla porque los perros se emocionan al escuchar pasos conocidos en la escalinata de madera.
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“Debo a nuestro gran escritor y a los varios años de tenaz lectura de su obra la pasión por el lenguaje; admiro su secreta y serena originalidad, su infinita capacidad combinatoria”, ha escrito Pitol aludiendo a Alfonso Reyes. No se trata de una devoción reciente: ya en Autobiografía precoz, volumen de memorias publicado en 1967, un joven Sergio evocaba la época en que solía escaparse una vez por semana de la Facultad de Derecho para “frecuentar devotamente” las charlas sobre literatura y filosofía griega que don Alfonso impartía en El Colegio Nacional. Comenzaba entonces una relación maestro-alumno que de una u otra forma habría de prolongarse hasta hoy, pues la presencia del polígrafo en la obra de Pitol no es asunto menor. Basta recordar que Alfonso Reyes es el primer nombre mencionado en El Mago de Viena, en un comentario que reconoce implícitamente al regiomontano como maestro. De hecho es muy frecuente encontrar la figura de don Alfonso en las páginas de Pitol: “Cuando en mi escritura requiero una cita, muy a menudo acudo a Reyes y a Borges”, dice en El tercer personaje. Más aún: en varias ocasiones Pitol ha admitido que “La cena”, ese cuento perfecto escrito por el regio, es una de las raíces de su narrativa, y que buena parte de sus ficciones no son “sino un mero juego de variaciones sobre aquel relato”.
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En El Mago de Viena encuentro este párrafo: “Alfonso Reyes, nuestra figura más abierta al mundo, era estigmatizado por escribir sobre los griegos, Mallarmé, Goethe y la literatura española de los siglos de Oro. Abrir puertas y ventanas era un escándalo, casi una traición al país”. Aunque no lo dice abiertamente, creo que con estas líneas don Sergio incluye a Reyes en un linaje de escritores que en la obra pitoliana aparece retratado con enorme acierto: los excéntricos.
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Un embajador en el metro
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Silencioso y sonriente, don Sergio entra en su estudio, nos da la mano y con una señal nos invita a sentarnos. Viste un traje negro sin corbata, chaleco azul. Se ve tranquilo, lúcido, contento. No obstante el problema de lenguaje que ha enfrentado en los últimos años, ha construido un sistema de señales que le permiten comunicarse con precisión con sus amigos y colaboradores, por ejemplo cuando ofrece un cigarro y pide prestado un encendedor. Segundos después, cuando libera la primera bocanada de humo, me resulta inevitable acordarme de “Vindicación de la hipnosis”, texto incluido en El arte de la fugadonde el autor cuenta su experiencia con un hipnotista cuya misión era ayudarle a abandonar el tabaco: el resultado de aquel tratamiento es sin duda uno de los relatos más emotivos de la narrativa en lengua española.
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Evocar El arte de la fuga provoca que el ritornello vuelva: todo está en todo. ¿Dónde leí la frase? ¿es de Pitol o la escribió alguien más? Por más que busco, en mis notas sólo encuentro variaciones, así que le pregunto a don Sergio cómo ha estado, si está trabajando en algún proyecto, y él señala un libro que descansa sobre la mesa: El viaje, libro que nació de una travesía por Rusia ocurrida hace treinta años exactos. Su asistente complementa: en las últimas semanas Pitol emprendió un repaso de su obra, y en estos días ha estado releyendo El viaje. Añade que cuando se cansa de leer, alguien continúa la lectura en voz alta. También escucha óperas y ve películas.
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Precisamente en El viaje, Pitol dedica algunas páginas a perfilar a los excéntricos, especie literaria cuyas preocupaciones son diferentes a las de los demás: “sus gestos tienden a la diferenciación, a la autonomía hasta donde sea posible de un entorno pesadamente gregario. Su mundo real es el interior (…) En algunas novelas todos los personajes son excéntricos, y no sólo ellos sino también los propios autores. Laurence Sterne, Nikolái Gógol, los irlandeses Samuel Beckett y Flann O’Brien son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes de sus libros y por ende las historias de esos libros (…) El mundo de los excéntricos y familias anexas los libera de los inconvenientes del entorno. La vulgaridad, la torpeza, los caprichos de la moda, y aun las exigencias del Poder no los tocan, o al menos no demasiado, y no les importa”.
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En octubre de 2005, en una entrevista con Carlos Monsiváis publicada en El País, Pitol se refirió a la población de excéntricos que habita sus novelas: “En mis libros abundan los excéntricos, quizás en demasía, pero es natural. Recuerda, Carlos, nuestra adolescencia y verás que nos movimos entre ellos. Nuestro amigo Luis Prieto, el rey de los excéntricos, nos condujo a ese mundo. Hablábamos un lenguaje que poca gente entendía. Y en mis largos años en Europa, sobre todo en Polonia y la Unión Soviética, mi mundo era ése. Las dictaduras, la opresión, los producían; ser raro era un camino a la libertad”.
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Queda claro que si la excentricidad se manifiesta como alejamiento del canon, en Pitol la toma de distancia fue también física. En 1961, con veintiocho años, emprendió un viaje que se prolongó casi tres décadas por Londres, Varsovia, Pekín, Barcelona, Moscú…
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Margo Glantz, acaso su amiga más cercana, lo perfila así cuando la contacto, días más tarde, para pedirle una evocación de don Sergio: “Hicimos muchos viajes juntos. Por la República mexicana cuando aún existía, o por España, Austria, Portugal, Francia, Inglaterra. Recuerdo muchas anécdotas, se me ocurre una en este momento, en Lisboa donde me presentó a Tabucchi, del cual me hice también amiga, vimos la versión cinematográfica en portugués de La balada de la playa de los canes de Cardoso Pires (quien hubiese debido ganar el Nobel y no Saramago) de la que no entendimos ni una palabra, tan cerrado es el acento portugués; una cena divertida en un lugar donde cantaban fados y al cantante se le movía de manera muy graciosa el peluquín, cuando cantaba. O, más tarde, cuando fui a pasar unos días con él a Praga y pasó a buscarme en coche a Viena, donde me recibió cubierto por una máscara carnavalesca y, ya en Praga, donde para visitar la ciudad tomábamos el metro en la esquina -era el único embajador estrafalario que se permitía ese deporte- y caminábamos y conversábamos ya muy noche por las calles de la ciudad”.
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Glantz me cuenta que los relatos de Pitol le parecen extraordinarios y que le gusta mucho su primera novela, El tañido de una flauta, que considera “poco trabajada por la crítica y mal leída”. El cierre de su respuesta es contundente: “Creo que Sergio es uno de los grandes escritores universales de nuestros tiempos, lo creo absolutamente sin perogrullo”.
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Traducir, ser traducido
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Acaso el rasgo más excéntrico de Pitol sea su abierta transgresión de los géneros literarios, pues sus textos fluyen con soltura de la crónica al ensayo, al cuento o al diario personal, e incluso se deslizan en pasajes donde los hechos ocurren con la torcida lógica de un sueño. No podría ser de otra forma en un escritor que comenzó a llevar, desde 1968, un diario de sus sueños y pesadillas. No podría ser de otra forma en un autor que ha abrevado de literaturas generadas en latitudes muy lejanas.
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“No conozco mejor enseñanza para estructurar una novela que la traducción”, ha escrito el maestro, quien se dedicó durante años, en la década de los sesenta, a traer a nuestra lengua obras de autores como Conrad, Austen, Lowry, Gombrowicz y Graves. De esa labor como traductor ha emergido la colección “Sergio Pitol Traductor”, creada en 2007 por la Universidad Veracruzana que ha alcanzado 20 títulos publicados.
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Pitol nos invita a pasar a su recámara. Junto a la cama está el retrato del escritor hecho por Juan Juan Soriano. Más allá, en un pequeño librero, dos anaqueles están dedicados a Pérez Galdós. También encuentro, entre otros títulos, Rescate por un perro, de Patricia Highsmith, Un drama de caza, de Chéjov,La novela de una novela, de Thomas Mann, Trans-Atlántico de Gombrowicz y un leído y releído ejemplar de El plano oblicuo, de Alfonso Reyes (que abre con “La cena”). Una vez más, todo está en todo.
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A pesar de su sobriedad, el dormitorio ofrece dos evidencias más de la apertura de este autor al mundo: frente a una de las ventanas, don Sergio nos muestra sus baúles de viaje: tres cajas de metal que sugieren estancias largas, forjadas para transportar libros y manuscritos; en la otra ventana, una nutrida colección de los libros de Pitol que han sido traducidos: ejemplares de sus novelas y ensayos en turco, árabe, coreano, húngaro, holandés, ruso, hebreo…
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Antes de salir de la recámara, llama mi atención un libro grueso en el buró: un ejemplar del quinto volumen de sus Obras reunidas, publicado por el Fondo de Cultura Económica. Lo abro al azar. La frase está allí.


Elena Poniatowska entre el periodismo, la literatura y la historia

8/Mayo/2016
Jornada Semanal
Xabier F. Coronado

Ser mujer es hablarle fuerte a la milpa que se extiende de mar a mar.
Elena Poniatowska

No existe una frontera clara entre periodismo y literatura. Cada vez se fusionan más esos territorios disímiles que se entrelazan y confunden. El tema es un debate viejo que se ha ido clarificando con la aparición de una forma de periodismo de autor donde confluyen reporteros y literatos.
Cuando la palabra creativa es la materia que da cuerpo a artículos y ensayos, relatos y reportajes, novelas, crónicas y poemas, todo es literatura. Entonces periodistas, narradores, poetas y ensayistas, todos son escritores. Aunque muchos sean ciudadanos de ambos países, algunos se consideran ubicados de un lado u otro de esa frontera que los une y los separa. Hay periodistas que no se aventuran fuera de sus propias murallas, inhibidos quizá por clasificaciones excluyentes. Lo mismo ocurre con escritores que, maestros en el trabajo de modelar y pulir textos, no frecuentan el reino de las letras cotidianas, tal vez por no poder desenvolverse en un escenario de inmediatez que exige precisión, es decir, escribir sin opción a correcciones posteriores.
Hay literatura en el periodismo y periodismo en la literatura, especialmente cuando hablamos de géneros como la crónica, el reportaje, la biografía o el relato. Literatura y periodismo se corresponden, mantienen relaciones unívocas, se acoplan y el resultado es un género mixto que cumple el objetivo de comunicarse con el lector. Hay literatos que practican el periodismo y reporteros que respiran poesía en sus trabajos. Aunque se podría profundizar desde otras perspectivas –crítica o analítica– sobre las correspondencias entre periodismo y literatura, quizás no merezca la pena. Hay grandes escritores que maduraron en periódicos y revistas: García Márquez, Onetti y Borges, entre otros muchos; y narradores que encuentran en la prensa diaria el espacio que necesitan para publicar textos cargados de literatura.
En las letras mexicanas coexiste una raza heterodoxa de escritores que mezclan periodismo y literatura, que combaten en ambas trincheras. Entre ellos destaca, en nuestra época, la figura de Elena Poniatowska, una autora formada en el periodismo más puro: la entrevista. Sus textos, dotados de oficio adquirido con base en trabajo y experiencia, muestran un estilo peculiar que despliega sus alas literarias para penetrar espacios donde ficción y realidad se funden en un todo, sin fronteras ni diferencias, porque lo único que cuenta es la sucesión de palabras enlazadas por la magia de la creatividad.

Una obra en evolución

La voz propia es, en mucha medida, la voz de otro.
Mijaíl Bajtín

E

lena Poniatowska podría ser, ella misma, sujeto de sus entrevistas y biografías o personaje de sus novelas. Nació en París en 1932, hija del príncipe polaco Jean E. Poniatowski y la aristócrata mexicana Paula Amor. La familia abandonó Europa huyendo del conflicto bélico y se instaló en México cuando Hélène tenía diez años. Tuvo formación católica, parte de ella interna en Pensilvania y Nueva York.

Su inquietud y el interés por conocer mejor la realidad mexicana, la llevaron a relacionarse con el periodismo. Comenzó en Excélsior haciendo entrevistas y pronto llamó la atención su estilo inocente, inquisitivo e impredecible. Poniatowska ejercía de metiche con un modo atrevido y gracioso: “Espéreme, Elena, que soy de chispa retardada y usted me pregunta así nomás a bocajarro”, le dijo abrumado Juan Rulfo. Era el año 1953. Poco después comenzó a escribir para el suplemento del periódico Novedades,México en la Cultura, donde trabajó con Fernando Benítez, maestro en periodismo cultural de una generación de jóvenes escritores. A partir de entonces ha colaborado en publicaciones nacionales y extranjeras; ha sido fundadora de diarios, revistas e instituciones culturales; autora prolífica y laureada; carne de muchos moles en nuestro México contemporáneo. Elena Poniatowska es una de las escritoras más activas y reconocidas, más queridas y criticadas.
Su origen aristocrático, educación, profesionalización en el periodismo e ideario político –cargado de compromiso y solidaridad–, se reflejan en la evolución de su obra literaria. Su primer libro fue un cuento para niños, Lilus Kikus (1954), ilustrado por Leonora Carrington. Una sola vez incursionó en el teatro con una sorprendente sátira sobre los intelectuales que nunca ha sido reeditada, Melés y Teleo (1956). Sus entrevistas y artículos se recogieron bajo el título Todo México, del que van publicados varios tomos. Las crónicas aparecidas en Novedades, ilustradas por Alberto Beltrán, quedaron recopiladas en Todo empezó en domingo (1963). En el trabajo que desarrolla como asistente del antropólogo Oscar Lewis asimila el concepto de “cultura de la pobreza” y se ejercita en la escritura testimonial. Ese aprendizaje le sirve para escribir su primera novela forjada a base de entrevistas: Hasta no verte Jesús mío (1969), retrato literario directo, preciso y fiel de una mujer del pueblo; un texto cargado de naturalidad y realizado con destreza.
En 1971 publica el libro que le daría mayor reconocimiento: La noche de Tlatelolco. Poniatowska aplica una fórmula periodística novedosa, realiza un exhaustivo trabajo de campo y aporta, sin excepción, todas las voces recogidas. La escritora documenta el recuerdo de los que vivieron aquella dramática noche y construye un mosaico de imágenes que forman el retrato completo de un crimen de Estado que, como otros muchos, ha quedado impune en la conciencia histórica del país.
En, Nada nadie. Las voces del temblor (1988), Elena Poniatowska renueva la fórmula ante otro hecho traumático, el terremoto del ’85; la estructura del texto se dimensiona y enriquece con artículos, notas y reportes. Sin abandonar nunca el trabajo periodístico, la autora se va decantando por las biografías noveladas: Tinísima (1992) es uno de los picos, quizás el más alto, de esa sierra de notables títulos, una serie de interesantes textos ficcionales sobre personajes históricos como Las siete cabritas (2000),Leonora (2011) o Dos veces única (2015). Otras novelas, La ‘flor de lis’ (1988), Paseo de la Reforma (1996) yLa piel del cielo (2001) tienen visos autobiográficos. En su obra destaca una pequeña novela epistolar,Querido Diego te ama Quiela (1978), que ha dejado huella en el imaginario cultural mexicano.
Poniatowska siente fascinación por la imagen, escribe textos para acompañar selecciones fotográficas (Soldaderas, 1999) y dedica un libro biográfico a la grabadora y fotógrafa Mariana Yampolski (2001). También publicó varios volúmenes de relatos: De noche vienes (1979), Domingo 7 (1982), Tlapalería(2003); un libro de poesía, Rondas de la niña mala (2008), que ilustró Leonora Carrington; y un buen número de otros títulos, entre ellos algunos de temática social y política (Fuerte es el silencio, 1980; Las Mil y una… la herida de Paulina, 2000; El tren pasa primero, 2006; Amanecer en el Zócalo, 2007). En definitiva, un conjunto de libros de gran valor e importancia. La suya es una obra en constante evolución, tanto en estructuras como en contenidos, reconocida de manera unánime, que forma parte de la historia periodística y literaria de México.

Escribir y recrear la historia

Eres curiosa Elena, una gente curiosa y tenaz. Verdaderamente tenaz.
Luis Buñuel

P

odemos decir que el periodismo escribe la historia de cada día y la literatura contribuye a grabarla. Elena Poniatowska ejerce de forma combinada esa labor de relatar y perpetuar la memoria colectiva. La escritora mexicana convierte el periodismo en relato novelado cargado de corazón y poesía, de literatura. Es una autora que se identifica con sus personajes, seres reales en su mayoría, a los que otorga una consistencia impregnada de humanidad con toques de fantasía. Elena nos relata sus vidas con la proximidad que da ser cómplice de ellas, partícipe. En sus novelas biográficas quedó reflejada una vanguardia de entrañables mujeres disidentes que luchan por mantener su identidad en un medio hostil, “un país de hombres”. Los personajes masculinos también tienen cabida en su obra: atraen su atención artistas y escritores como Pablo O’Higgins, Miguel Covarrubias, Octavio Paz o Juan Soriano, y luchadores sociales como Rubén Jaramillo, Demetrio Vallejo o el Güero Medrano; todos ellos se someten a su mirada escrutadora e imaginativa.

Elena Poniatowska da voz a aquellos sobre los que nadie escribe, a los postergados. Una mujer humilde y luchadora, Josefina Bojórquez, abrió la puerta al resto de personajes femeninos que fueron desfilando en sus libros, protagonistas de historias que sorprenden y conmueven. Una constelación de mujeres luminosas alumbra sus páginas: la ejemplar Gaby Brimmer; las admiradas Tina Modotti y Lupe Marín; Pita Amor, la tía poeta, mujer de influjo propio; Leonora Carrington, su amiga, y un largo etcétera. Todas ellas se plantan en la vida con un discurso personal, ajeno al estatus que la sociedad pretende otorgarles; luchan para rechazar reglas impuestas, realizar sueños y buscar un espacio diferente donde desarrollar en plenitud sus espíritus femeninos. Para conseguirlo, necesitan romper el yugo de una educación manipulada y sexista, la imagen de objeto utilitario controlable.
Esa energía femenina que lucha por su lugar y se rebela de múltiples maneras, atrae a Elena Poniatowska. Ella también tuvo que batallar por conseguir ser quien es. Su profesión sufrió rechazo intrafamiliar, incluso de mujeres que para ella eran ejemplo, y fue menospreciada socialmente. Poniatowska narra la pasión de esas mujeres sin excluirse del relato, enlaza las declaraciones obtenidas con el hilo que aporta su propia visión. Comparte la mirada de las protagonistas de sus textos y logra meterse en sus cuerpos para sentir la intensidad de cada momento de sus vidas. La escritora ocupa los vacíos que dejan las memorias, los diarios y las cartas y construye el devenir dramático. Sus novelas sobre estos personajes reales son para Elena Poniatowska una base de datos que puede servir a posteriores biógrafos: “Tanto Dos veces única, como Leonora o Tinísima, pueden ser el punto de arranque para que un verdadero biógrafo rescate la vida y obra de personajes fundamentales en la historia y en la literatura de México.”
Elena Poniatowska, inmersa en la búsqueda de las huellas que sus protagonistas dejan, encuentra el rastro en todo tipo de fuentes que luego recoge en sus textos. El resultado es una galería de retratos originales donde capta, además de los rasgos personales, aspectos sociales, políticos y artísticos de la época; en definitiva, el relato de la historia sociocultural de nuestro país.
En la obra de Elena Poniatowska hay una fusión de géneros, sus textos mezclan el reportaje y la crónica con la ficción literaria, la biografía con la novela y el relato con el periodismo. Maestra del hipertexto, sus libros incluyen artículos, notas, cartas y noticias. La escritora renovó el lenguaje de la entrevista y la crónica, dio protagonismo al reportero, le dotó de voz propia. En la transición de lo oral a lo escrito, cuando aparecen elementos incorporados por el propio periodista al redactar el texto, el autor adquiere, como dijo Mijaíl Bajtín, “categoría de personaje”.
Los libros de Elena Poniatowska, ya sean periodísticos, biográficos o narrativos, muestran un estilo personal, un sello característico e inconfundible. Su mirada se traduce en una propuesta literaria determinada por un tejido entrecruzado de voces, un enfoque polifónico que borra la frontera entre ficción y testimonio. Sus textos narran con precisión periodística, sin arrogancia, relatan sin enjuiciar y reflejan una imagen en movimiento que no genera ni defiende intereses.
Octavio Paz llegó a decir que era la mejor periodista de México y José Saramago, durante la presentación de la novela La piel del cielo en Madrid, afirmó que Elena Poniatowska era una escritora rebelde y coherente. Cuando, en 2014, se le concedió el Premio Cervantes, Hugo Gutiérrez Vega declaraba: “Naturalidad, transparencia, amor por los otros, sentido de la solidaridad y pericia formal distinguen ese trabajo que resultó galardonado.” Estos testimonios exponen con claridad el valor y las virtudes de la obra de una escritora singular.

sábado, 7 de mayo de 2016

Últimas rebeldías de Elena Garro

7/Mayo/2016
La Razón
Geney Beltrán Félix

Luego de darse un baño en el departamento de su amigo André, la joven protagonista de Un corazón en un bote de basura, novela corta publicada por Elena Garro en 1996, le deja escrito un mensaje sobre la lisura del espejo: “Tu baño delicioso. No tengo que comer. Una limosna. Úrsula”. Cuando más tarde el recado es descubierto a mitad de una fiesta, Charlotte, la novia de André, lo borra molesta con una servilleta húmeda. El muchacho siente ira contra Úrsula por el pequeño escándalo que surgió entre sus conocidos y desoye su petición de auxilio.
En Primer amor, otra novela corta de Garro también publicada en 1996, Bárbara y su hija pequeña han viajado a la costa norte de Francia para las vacaciones de verano. Hace apenas poco tiempo que ha terminado la Segunda Guerra Mundial. En ese pueblo la joven madre y su niña conocen a un grupo de prisioneros alemanes que realizan trabajos forzados. Uno de ellos, Siegfried, se enamora de Bárbara; pero ella, casada, sabe que la pasión naciente no tiene ningún futuro. Decide escribirle una carta como despedida. Por un suceso inesperado, no habrá de entregarle jamás ese papel.
Un ejemplo más, tomado de la tercera novela de Garro: Reencuentro de personajes (1982). Verónica ha huido del lado de su esposo y vive una relación enfermiza con su amante, un hombre de modos erráticos y temperamentales. Deambulan en un automóvil por las fronteras de Suiza e Italia. Luego de salir a deshoras y en circunstancias anómalas de un hotel, ella, que para entonces ha visto el tamaño de su error al haber escapado con un hombre tan violento, escribe en el parabrisas, con un lápiz labial, la palabra FIN. Frank le ordena borrarlo, ella obedece. El itinerario de ese ruinoso vínculo continuará a lo largo de varias ciudades, pleitos e insultos, y habrá de impedirle a la mujer todo chance de recobrar cualquier entusiasmo y potestad sobre su vida.
¿Cómo no ver afines los tres casos? Desprovistas de otras armas —como Lelinca y su hija, los personajes principales de varios relatos incluidos en Andamos huyendo Lola, ellas no tienen dinero ni una familia salvadora—, estas mujeres quieren hacer uso de la palabra escrita para trastocar las pautas de su destino. Fracasan: ninguna logra nada con la escritura.
Estas tres novelas de Elena Garro pertenecen a la segunda y última etapa de su ficción, la que empezaría en 1980 con Andamos huyendo Lola y se habría de cerrar en 1998 con la póstuma Mi hermanita Magdalena. A diferencia de Nellie Campobello, que abandonó la escritura, o Josefina Vicens, Inés Arredondo y Amparo Dávila, de obra parca y espaciada, Elena Garro no aceptó las normas del silencio o la escasez que parecían propias de las escritoras mexicanas. Durante su exilio en Estados Unidos y Europa, de 1972 a 1993, Garro no paró de escribir y de corregir viejos, llevados y traídos manuscritos. En las décadas de los ochenta y noventa entregó a las prensas cuatro novelas (Testimonios sobre Mariana, Reencuentro de personajes, Inés, Mi hermanita Magdalena), tres libros de cuentos (Andamos huyendo Lola, El accidente y otros cuentos inéditos y La vida empieza a las tres...), seis nouvelles (La casa junto al río, Y Matarazo no llamó..., Busca mi esquela, Primer amor, Un traje rojo para un duelo y Un corazón en un bote de basura), un recuento autobiográfico (Memorias de España 1937) y un volumen de crónicas históricas (Revolucionarios mexicanos).
Pero, como adelanté al principio, ya nada volvió a ser igual: la atención de la crítica fue menos generosa, rayando en la frialdad y el ninguneo; no llegaron los grandes premios literarios por su trayectoria, y ella siguió siendo, como narradora, nada más la —estudiada, leída, reeditada— gran novelista de Los recuerdos del porvenir (1963). Como a Úrsula, Bárbara y Verónica, a la última Elena Garro la escritura pareció tornársele un arma inofensiva, casi por entero sin repercusiones.

La (falsa) reiteración de la huida


La objeción común, oída o leída aquí y allá para justificar el menor interés crítico de escritores y académicos por la última etapa creativa de esta narradora, podría verse resumida así: “Garro se desgastó, publicó la misma historia en varios libros: mujeres perseguidas vistas de manera complaciente, y no escribió nada a la altura de Los recuerdos del porvenir”.
El corpus de esta etapa exhibe, sí, una prosa menos lírica y fulgurante que la de Los recuerdos del porvenir y La semana de colores (1964). Se hallan en cambio premuras y descuidos que dan pie a cacofonías o repeticiones; pero no son la norma. Sería injusto tildar estos libros, como hace Christopher Domínguez Michael, de “borradores arrojados inmisericordemente a la luz pública”. En su conjunto se trata de una ficción narrativa que, merced a una expresión veloz y económica, se muestra más tendiente a la eficacia en el desarrollo de sus movimientos dramáticos antes que al embeleso del poderío verbal.
El énfasis habría cambiado: ya no la palabra como el libre brillo de la imaginación, sino como el insistido torrente de las fábulas del dolor y la memoria. El exilio de Garro y su hija en Nueva York, Madrid y París se dio en condiciones adversas que más de una vez rozaron la miseria y el hambre. “El sufrimiento hace débil y magra nuestra fantasía. Nos resulta difícil alejar la mirada de nuestra vida y nuestra alma, de la sed y la inquietud que nos domina”, escribe Natalia Ginzburg en Le piccole virtù.
Una historia presente en varios títulos de esta última franja ficcional de Garro es en efecto la de la mujer perseguida por fuerzas de cariz siniestro que la hunden en la desolación, la paranoia, el encierro y la pobreza. Un cuadro es el siguiente: una joven trata de huir de un matrimonio fatídico, en el que no ha conocido, según insiste, más que la mezquindad y la recriminación. Con todo, si se revisa con detenimiento, vemos cómo este asunto no sólo no es el único —la excepción más notoria es la de Y Matarazo no llamó..., cuyo protagonista es un varón que se solidariza con un grupo de obreros en huelga—, sino que el tratamiento que da Garro a la figura de los belicosos vínculos de pareja tiene variaciones nada insignificantes de un tomo a otro: piénsese en la divergencia mayor que hay entre títulos como la pesarosa y pesimista Inés y la luminosa y jovial Mi hermanita Magdalena. Me temo que la reiteración, ciertamente no total, de un asunto dramático, ha sido sólo un pretexto para descalificar la postrer creación narrativa de Elena Garro, sin atender a sus pautas internas con ojos libres de prejuicios.
¿No hay aquí también la manifestación de un doble rasero? Resulta curioso que a autores varones de obra monotemática —digamos, Juan García Ponce o Salvador Elizondo— los colegas y especialistas tienden sin reticencia a aplaudirles “la fidelidad a sus obsesiones”; pero si se trata de una escritora que persevera en asediar las difíciles relaciones mujer-hombre y las inercias sociales que legitiman la hegemonía masculina, entonces sí se viste el fenómeno de monotonía reprochable. En contra de esta parcialidad, creo que, aunque se haya visto privada de comodidades para depurar estilísticamente sus libros, Garro nunca perdió su consciente dominio de recursos técnicos y de estructuras narrativas que en esta etapa se manifiestan en la pluralidad de enfoques con que aborda sus historias.

La mirada oblicua ante el desamor


Un traje rojo para un duelo (1996) tiene como narradora a Irene, de catorce años, hija de padres separados. Su abuelo materno agoniza, razón por la que ha estado ella viviendo en la casa de su padre y su abuela paterna. La chica es testigo de la hostilidad entre Natalia y Gerardo, los dos elementos del estropeado matrimonio del que ha nacido.
La elección del punto de vista de una adolescente en esta novela breve da pie a una visión oblicua del vínculo amoroso roto; Garro pone en primer término la inestabilidad que los combates y odios de la pareja provocan en las emociones de la hija. Ni Gerardo ni Natalia son esbozados con beneplácito; mientras aquél es abusivo y tacaño, ésta se deja ver irresponsable y desordenada. Habría que añadir: la voz de Irene reflexiona, comenta, es siempre enfática, no se ahorra el menor adjetivo para hacer notar su vislumbre de los hechos y las personas. Casi nadie se salva de sus duros juicios. “Me resultaba imposible respetar a aquella cobarde”, dice de Natalia, refiriéndose a la docilidad con que ésta se sometió a las intrigas de la suegra. Apenas se menciona en una conversación a un hombre apodado El Gran Rioja, amigo de su padre, Irene nos informa sin más, como si se tratara de una afirmación que no requiere de la menor prueba: “Era un abogado tramposo”.
La perspectiva de la joven es dolidamente desengañada. Y esto ocurre a pesar de que, o quizá debido a que su educación estuvo cruzada por la lectura de cuentos fantásticos, como “La Reina de las Nieves”, de Andersen, su autor favorito. Así, su retrato del entorno señala de forma muy aguda la transición desencantada de una mirada infantil hacia el descubrimiento del mal y sus conjuras. Irene llega a convencerse, pues, de que el mal, esa fuerza básica propia del mundo fantástico descrito en las narraciones tradicionales, existe también en su realidad y encarna en seres como su abuela Pili, de quien la chica cuenta una serie de hechos que la ratifican como un personaje siniestro. “Sólo mi abuela Pili no moriría; era permanente y eterna como el mal.”
Puesto que la novela sigue el descubrimiento del mundo adulto en la noción de la chica, el abrupto final se explica en virtud de que así se completa su evolución interior, de la inocencia y el pasmo a la decisión enérgica. A diferencia de su madre, atrofiada en la pasividad, Irene elige defenderse y responder a las trampas de su abuela. Sorprendentemente poco leído, Un traje rojo para un duelo es un perturbador relato de formación, la estampa de un mundo familiar pesadillesco que vulnera y reta la conciencia infantil hacia una madurez ardua. En el origen de la ordalía de Irene se halla, recordémoslo, el fracasado enlace de sus padres, con las agrias secuelas de un ríspido desamor.
Otro ejemplo de los vínculos mujer-hombre está en Primer amor, nouvelle publicada en un tomo con Busca mi esquela (1996). La narración en tercera persona se detiene en más de una instancia en la percepción de la pequeña Bárbara, cuya madre, del mismo nombre, la lleva consigo de vacaciones para poner un poco de distancia ante una vida conyugal decepcionante. “Nadie le había dicho nada, pero ella sabía que su padre no amaba a su madre. ‘No la quiere’, y se quedaba sorprendida de su siempre nuevo descubrimiento.”
Él hombre no aparece más que en los recuerdos de la hija; pero es esa una ausencia significativa que parecería actualizarse en los lugareños, quienes repiten el acerbo ademán de aquel, pues ven con malos ojos que esa rubia fuereña trate bien a los jóvenes prisioneros. Como es usual en Garro, sus protagonistas buscan, casi siempre sin suerte, redimir a los desposeídos. Aunque para los nativos esos alemanes son los invasores que cometieron espantosas maldades, para Bárbara se trata de seres derrotados, unos jovencitos apenas salidos de la adolescencia a los que habría que tratar con compasión. Ella se identifica con los cautivos, proyectando así la imagen que tiene de sí, atrapada en un gélido enlace conyugal.
Aquí también se advierte la mirada oblicua de una niña frente a los desafectos de los mayores, que contrastan vivamente con el cariño que nace en ella por el joven soldado vencido. Primer amor guarda imágenes y escenas de un recio candor y delicadeza, gracias a la percepción, los impulsos y los apegos espontáneos de la pequeña Bárbara, quien otorga a la narración una tonalidad mucho más luminosa, aunque crepuscular, que Un traje rojo para un duelo.

Después del ansia de libertad, antes de la liberación


Las vidas de Irene y la pequeña Bárbara se hallan trastocadas por las desavenencias de sus padres, lo que apuntaría al hecho de que toda relación mujer-hombre involucra a más de dos personas, con repercusiones adversas en la familia y la sociedad. Sin embargo, no está de más poner el énfasis en un aspecto: sea una niña, una adolescente o una joven, el punto de vista que privilegió Elena Garro fue el femenino. Con un pormenor importante: se trata de una percepción crítica de los moldes del sistema patriarcal.
Esta es la constante: las mujeres en Garro ven con ojos suspicaces y de desafío las formas de la masculinidad, y deciden colocarse en una postura de rebeldía y fuga que las vuelve irreductibles; dejan de ser esposas, hijas, amantes, pues ninguna de las etiquetas que les asignan los varones trae consigo alguna dosis de respeto o comprensión.
La causa de esta deriva se halla en lo siguiente: casi todas las mujeres de Garro viven antes de la liberación y después de nacido el ansia de libertad, en ese marco histórico que va de la década del cuarenta a los inicios del sesenta del siglo XX, un momento inmediatamente anterior a la lucha feminista, el divorcio y la píldora. Paralelamente, se trata en su generalidad de mujeres sensibles de clase media que han recibido una educación progresista, mas no los recursos emocionales y económicos para verse exentas del control masculino en el matrimonio.
De lo anterior se deja ver que, más que el asunto de la mujer perseguida, lo central en la última Garro es el tema de los desajustes históricos en las relaciones de pareja, en el contexto de la clase media mexicana. Los vínculos mujer-hombre son un horizonte ineludible y desasosegante en cuotas iguales, a raíz de la insuficiente mutación de los roles que, en esa época, una y otro habrían de cumplir. Es una reducción muy ciega ver la postrer ficción narrativa de Elena Garro como un permanente ajuste de cuentas con su ex esposo, el poeta y ensayista Octavio Paz. Las protagonistas de Garro no pueden vivir su existencia con los hombres, pero tampoco atinan a descubrir cómo vivirla sin ellos. Hay en estas mujeres sin adjetivos la intuición, aún idealizada, de un vínculo de pareja distinto al del molde patriarcal, de una posibilidad nueva de entendimiento con el varón en que no reinen la incomprensión ni el autoritarismo.
Un corazón en un bote de basura (1996) sería ejemplo de esta búsqueda. Una joven, Úrsula, se ha separado de su esposo; mientras dos pretendientes la buscan, y un tercero aparece de cuando en cuando para dizque auxiliarla en la elección de su nuevo horizonte, ella pasa por una fase de incertidumbre e indecisión: ¿regresar con su esposo?, ¿huir con Dimitri, el ruso militante de izquierdas de azarosos andares?, ¿hacerse amante del acomodado André? Sintomáticamente, la decisión técnica de Garro no repite ni la claridosa voz de Irene en Un traje rojo para un duelo, ni la emotiva cercanía a la visión infantil que hay en Primer amor. Tenemos aquí una voz distanciada, a ratos aséptica o incluso indiferente, que se apoya en los diálogos y el recuento de las acciones, prescindiendo casi por entero de la desmenuzada inmersión en los estados psicológicos. Es todo casi pura acción, un desencuentro tras otro, una discusión tras otra que parecen no desembocar en ninguna salida, pues Dimitri y André, por más bienintencionados que luzcan, no esconden la insistencia de los prejuicios machistas.
La confusión sentimental de Úrsula viene nacida de una encrucijada: quiere ser libre, pero carece de los recursos para liberarse y no tiene tampoco referencias claras de cómo se hilaría ese otro destino: su futuro sería inédito. Quienes la rodean no se ahorran obedecer la tentación de enjuiciarle los propósitos y las decisiones hasta por adelantado, de modo tal que a la ligazón de los afectos se le adjunta una actitud reprobatoria: sus cercanos buscan frecuentemente añadirle a la conducta de la joven una definición ya conocida. “¡La única libertad que buscas es la de tener amantes!”, la acusa Dimitri. “Eres histérica y sentimental como todas las mujeres”, le espeta André. Al mismo tiempo, la chica ve reiterada su propia confusión en la confusión social y política que surge en las calles (están por presentarse manifestaciones y huelgas en París), así como en la singular trama que se pone en marcha para asustarla y hacerla regresar con el marido, de la que ella, de por sí paranoica, sólo ve, sin entender más, amenazantes individuos siguiéndola en las calles o tocando a la puerta de su casa.
De tono menor y alcances discretos, esta breve novela toca una nota distinta en el repertorio de los retratos de amor y desamor que creó la última Garro: después del desconcierto y el caos, viene la libertad, pues Úrsula decide por su cuenta los términos de su felicidad futura. Sin embargo, esto ocurre sin que nos enteremos hasta la última página: las secciones finales de la nouvelle se narran focalizando desde la percepción de uno de los varones. No es difícil suponer, en Un corazón en un bote de basura, una contradictoria lección: la mujer parecería estar en condiciones de elegir su libertad siempre y cuando no esté siendo vigilada, ya no sólo por el esposo o la familia, sino tampoco por el narrador ni los lectores.