domingo, 20 de marzo de 2016

El renacimiento de la gran cuentista Amparo Dávila

20/Marzo/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

Hace años entrevisté a la gran cuentista Amparo Dávila y tuve el gusto de recibir una invitación a su boda con el pintor Pedro Coronel. La vi de blanco, pequeñísima, como muñeca de pastel, con su velo de tul sobre su pelo negro, al lado de un gigantón vestido de frac que sonreía a la felicidad. Creo que tuvieron dos hijas, porque después perdí a Amparo de vista pero no de afecto ni de interés por su creatividad.

Creo que le fue de la santa patada en su matrimonio con Pedro.

Desde 2008, a la cuentista Amparo Dávila la alumbran las candilejas y recibió el bien merecido Premio de Bellas Artes que le fue entregado por María Cristina García Zepeda. La cola para un autógrafo fue muy larga y Amparo firmó con gusto y paciencia todas las copias que le presentaron. Otra escritora también, Cristina Rivera Garza, había escrito sobre ella una novela vanguardista La cresta de Ilion, editada por Tusquets, que contribuyó a volver a situarla en primer plano dentro de la literatura mexicana. Para Cristina, Amparo Dávila era una búsqueda también de sí misma, porque ningún escritor mexicano había explorado los mundos insólitos y hasta peligrosos en los que entró Amparo Dávila en sus cuentos que son distintos al resto de la literatura mexicana. Aunque Cristina no la conoció, le llamaron la atención sus temas, su excentricidad y sus fantasmas, su evadirse del mundo real para crear uno propio.

Recuerdo que una vez en los cincuentas Amparo Dávila me contó que ya no quería manejar porque sentía –como en los cuentos de terror– que su automóvil la llevaba donde él quería, nunca dónde ella tenía que ir. A medio camino tenía que obligarlo a regresar a su casa. Me pareció una historia de pavor muy similar a la de sus libros y poesía. Me acompaña la muerte, Elena. Leí con gran cariño Tiempo destrozado, Música concreta y Árboles petrificados, así como Muerte en el bosque.

Nacida en Zacatecas, Amparo Dávila también vivió en San Luis Potosí, y al llegar a México fue secretaria de Alfonso Reyes en la capilla Alfonsina y tuvo la oportunidad de conocer a muchos intelectuales. Antes había escrito poesía y todos la conocían en San Luis Potosí, donde se mudó su familia, ya que su padre tuvo una librería.

Obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1977.

Sus personajes giraron casi siempre en torno a la noria del amor y del desamor. El desencanto y la tristeza son el leitmotiv de su existencia. Su fracaso personal los lleva a la locura.

Cuando la conocí, Amparo Dávila se peinaba como Verónica Lake, una larga onda de pelo le cubría el ojo derecho. Era pequeña y muy bonita. En 1957 la entrevisté para México en la cultura –que dirigía Fernando Benítez– al lado de otras escritoras que eran más o menos nuestras contemporáneas, Carmen Rosenzweig, a quien quise y admiré, Emma Godoy, Guadalupe Dueñas y varias más. Alberto Beltrán, el espléndido grabador, hizo un retrato que cada una agradeció. En aquel entonces escribí:

María Amparo Dávila no se entrega. Está como encerrada bajo siete llaves y no es en una hora de conversación que puede abrir, ni siquiera una de ellas. Con sus grandes ojos negros, escondidos tras el humo del cigarrillo, que fuma lenta y acertadamente, María Amparo Dávila me hizo sentirme como una harpía. En realidad, ¿para qué vine yo a entrevistar a esta escritora? ¿Por qué tiene ella que revelarme el porqué de su labor literaria? ¿Qué razones tengo yo para bombardearla con preguntas directas? Con Carmen Rosenzweig la cosa fue diferente. Ella se reía y luego me dio las gracias. Me dijo que las entrevistas hacían una labor de acercamiento entre los escritores y que esto le daba aliento para continuar y quién sabe qué más cosas bonitas. Eso me hizo feliz, y me vine a la casa sintiéndome doña Josefa Ortiz de Domínguez (motivo: las fiestas patrias). Pero frente a María Amparo Dávila tuve la impresión de estar destruyendo algo, algo que no me pertenecía. Y sin embargo, entre María Amparo Dávila y yo no había más que cordialidad. Nos dijimos mutuamente que nos parecíamos simpáticas, que íbamos a ser amigas, que ella era muy buena escritora. (Eso se lo dije porque verdaderamente lo pienso.) Nos hablamos de tú. Pero María Amparo Dávila se evadía. Quizás esto sea una demostración de inteligencia porque tengo la impresión de que María Amparo Dávila es muy inteligente."
–¿Por qué y para quién escribes?

–Nunca me he formulado esta pregunta, porque me parece que escribir es tan natural como comer o dormir. No escribo para nadie en especial, pienso que es la obra, según su calidad, la que atrae o aleja a determinado tipo de lectores.

–¿Qué opinas acerca de la literatura actual?

–Creo que hay elementos valiosos, capaces de dar un nuevo derrotero a las letras mexicanas.

–¿Qué escritor mexicano te ha impresionado más?

–Indudablemente don Alfonso Reyes, por su gran cultura, su calidad humana, su infatigable devoción a las letras y la ternura que tiene para los jóvenes que empezamos a escribir. Él es el pilar donde debemos buscar apoyo y el ejemplo a seguir.

–¿Y entre los jóvenes?

–Admiro enormemente a Juan Rulfo, a Juan José Arreola y a Octavio Paz. Con Juan Rulfo vivo nuevamente mi niñez en aquel pueblo lleno de sombras y de viento “…uno lo oye a mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno…” Y con Octavio Paz vivo la poesía que yo hubiera soñado escribir.

–¿Qué obras te hubiera gustado escribir?

–Muchas, Elenita, soy muy ambiciosa. Entre ellas, El lobo estepario, de Hermann Hesse; las Residencias en la Tierra, de Pablo Neruda; El proceso, de Kafka.

–¿Y qué escritor extranjero más te ha impresionado?

–Kafka, sin lugar a duda. En él encuentro un gran acomodo; es decir, cuando leo a Kafka me siento en mi casa, rodeada por las cosas que conozco, que siento y sufro. No me parece lejano ni exótico, sino alguien o algo que día tras día encontramos a cada paso o llevamos dentro.

–¿Qué estás haciendo con tu juventud?

–Aprovecho esa enorme inquietud que es la juventud, para estudiar, conocer y descubrir todo lo que más adelante se transmutará en vivencias auténticas y provechosas.

–¿Qué planes tienes para el futuro?

–Escribir mucho, Elenita.

En lo que me identifico con Amparo Dávila es en que no cree en la literatura de la inteligencia pura o la imaginación absoluta, sino en la de todos los días, la que todos experimentamos a lo largo de los años de nuestra vida, le gustan los libros que la remiten a su propia vida, a lo que ella ha experimentado y sufrido y gozado, la del diario y la de la memoria.

El Fondo de Cultura Económica, casa editorial de Dávila, publicó en un volumen sus tres libros de cuentos, además de uno inédito: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1961), Árboles petrificados (1977) y Con los ojos abiertos (2008).

Una presencia perturba a los personajes de El huésped en Tiempo destrozado: “No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa –mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito– sentíamos pavor de él”. A partir del momento en que publicó Tiempo destrozado, la autora supo transmitir el suspenso, el terror, la angustia, todos los miedos que alteran al lector y lo obligan a preguntarse qué otras emociones le depararán los siguientes cuentos.

También el Fondo de Cultura Económica hizo una muy bella edición de su Poesía reunida que incluye Salmos bajo la Luna (1950), Perfil de soledades (1954), Mediaciones a la orilla del sueño (1954) y El cuerpo y la noche (1965-2007).

Ahora que todos los libros de Amparo Dávila están en circulación habría que recordar que primero fue poeta. “Si alguien hubiera dicho:/ la soledad se nutre de párpados caídos,/ de silencios dormidos en la noche del ángel;/ la soledad es una inválida semilla,/ heredad antigua, cadena y mortaja…/ Pero nadie lo dijo”.

Como dice muy bien la contraportada de su libro de poesía, la obra de Amparo Dávila es única en la literatura mexicana. Nadie como ella, nadie con esa introspección y complejidad. En su escritura, Dávila sabe todo de los trastornos mentales y con gran razón la escogió Cristina Rivera Garza, ya que descubrió en ella a un personaje único, lleno de singularidades y pasiones que van mucho más allá de la literatura a la que estamos acostumbrados. Dentro de nuestra narrativa, Amparo Dávila en sin lugar a dudas una de las más fascinantes escritoras mexicanas.



domingo, 13 de marzo de 2016

Elena Garro y su amor por los campesinos

13/Marzo/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

No conocí ser más adictivo que Elena Garro; cuando la traté la viví como una droga, con necesidad y angustia. Los días tenían sentido sólo si ella aparecía, si me dirigía una palabra, una mirada. ¡Esta niña es un Renoir!, decía, y yo sentía que la Virgen me hablaba.

Elena nació en Puebla el 11 de diciembre de 1916 (pero ella insistía que en 1920), y aunque faltan varios meses para su centenario, las universidades, los institutos, las escuelas y los críticos se han propuesto dedicarle todo 2016 para releer y difundir su obra. Darle el lugar que merece en nuestras letras es la misión de muchos fans que creen que no ha sido lo suficientemente reconocida.

La conocí junto a Octavio Paz en 1954. Tuvimos largos años de amistad antes de 1968. A raíz del 68, Elena y yo ya no estuvimos del mismo lado. No entendí su devoción por el secretario de gobierno Fernando Gutiérrez Barrios, al que ella llamaba D’Artagnan. A su regreso a México, después de una larga ausencia, Helenita Paz me llamó y me pasó a su madre; apenas era un hilo de voz, tal vez una prueba que Elena ponía al poder hipnótico de sus palabras, a su inmenso poder de seducción. Me contó que se les había perdido una gatita. Hablamos poco.

El 26 de julio de 1998 recibí una buena alegría: una carta de la Chata Paz escrita en un francés que ya quisiera yo y con un poema suyo dedicado: Petit Pierrot lunaire para darme las gracias por el libro sobre su padre: Las palabras del árbol. Sentí que me había llenado los brazos de flores, tantas que apenas podía retenerlas.

Por la enfermedad de mi madre no pude ir al sepelio de Elena Garro el domingo 23 de agosto de 1998, en Cuernavaca, pero acompañé a Helena Paz en su dolor.

Me quedo con la Elena Garro de mi juventud, la gallarda, la avasalladora, la furiosa, la que seducía con sólo hacer su entrada. Guardo muy buenos recuerdos de París, en su departamento de la rue de l’Ancienne Comédie, en su compañía que decían había sido de Molière. Con ella, la ciudad de mis primeros años cobraba una dimensión distinta. Cualquier acontecimiento, en México o en París, en su casa de Alencastre, en las Lomas de Chapultepec, o en Cuernavaca, cambiaba de color, de textura, de temperatura. Sus cuentos de La semana de colores, el formidable La culpa es de los tlaxcaltecas (que fascina a Sergio Pitol), me supo muy distinto al resto de la literatura mexicana. Su vuelo era más alto, su movimiento más gracioso. Elena Garro es nuestro Marcel Schwob, nuestro Jules Renard, nuestro Jean Giraudoux, nuestra Alicia en el país de las maravillas, pero es también el Juan Rulfo femenino, a todas luces, la gran escritora mexicana, la que todo poetiza y transforma.

Los recuerdos del porvenir es una novela joven, vital, lírica que conjuga la magia, la luminosidad, la poesía y la acción: Helencitos, ha escrito usted un libro maravilloso –se fascinó Octavio Paz, quien sacó del célebre baúl el manuscrito y lo llevó a Joaquín Díez-Canedo. En esas 250 cuartillas se evidencia hasta qué grado la autora estaba ligada a su país, a los campesinos y a la Revolución Mexicana. A pesar de que Elena viajó mucho y estuvo fuera durante largas temporadas, sabe de las cocadas y las botas federicas, las tertulias al atardecer, las aguas frescas y los amores intensamente callados, porque en pueblo chico el infierno es grande.

Los recuerdos del porvenir nos muestra a una Elena Garro impredecible y no la que discutía desde la mañana hasta la noche sentada sobre la alfombra avellana de su casa, sino la Elena que sabía del campo, amaba al animalero de plantas y de árboles y al animalero de hombres, mujeres y niños, y podía describir hasta la menor nervadura de la hoja de un árbol, una Elena llena de sol (y también de luna) que supo hablar de perfumes, de sabores, del calor de Iguala, con palabras fogosas, embrujadoras, que refrescan y dan un sabor distinto a nuestra literatura. ¿Es una novela autobiográfica?, le pregunté en alguna ocasión:

–Pues sí, porque está hecha con lo que me acuerdo de mi infancia; son los recuerdos de un pueblo donde viví. La escribí en París en 1951. La escribí muy rápido. Luego se quedó guardada en un cajón. A Octavio le gustaba mucho, pero a mí siempre se me perdía. La olvidé en un hotel en Nueva York y más tarde mi hermana, que iba de pasada, recogió el baúl abandonado con todos mis papeles. Además se me quemó. Toda desbarajada y mochada la remendé y le llegó a Joaquín Díez-Canedo, quien la publicó. Estaba en París, enferma, en la cama, y para no aburrirme empecé a escribirla. La terminé muy rápido, en mes y medio. Toda la gente que sale allí es gente de verdad y muchos viven todavía. Los apellidos son de Iguala. El pueblo es Iguala, en Guerrero. Los personajes son mis conocidos, los vi todos los días hasta que vine a México. Yo era una niña muy vagabunda y me escapaba de la casa. Mi hermana Devaki y yo éramos muy fisgonas, andábamos siempre en la calle husmeando, conocíamos a todo el pueblo, íbamos de tejado en tejado, de árbol en árbol, nos metíamos al cuartel, a la comandancia militar... ¡éramos la peste! Juan Cariño, el loco, es real. Lupe y Juan Urquizo, ese español que se presenta un buen día y desaparece misteriosamente, también. El general Rosas y Julia, su querida, vinieron realmente a Iguala, yo los conocí, hicieron barbaridades y se fueron. Todo eso que yo veía de chica, esos personajes así muy mágicos, porque cuando eres chica todo es muy extravagante, todo eso lo armé y le metí una intriga. En realidad este libro es un compendio de varios años de infancia.
Elena Garro ha quedado tan ligada a Octavio Paz que es fácil escuchar ¡Ah, sí, la que fue mujer de Paz!, una frase machista que forma parte de su identidad y una exclamación que encierra una historia de amor y de odio que identifica a la pareja.

Contradictoria a más no poder, al igual que sus personajes –de ella misma decía que era una partícula revoltosa–, Elena se fue destruyendo y quién sabe si sus admiradores la acompañaron en su caída, la legión de fieles seguidores, amigos, familiares, enamorados, quienes frecuentaron su casa en la avenida Nuevo León y luego en las Lomas; los incautos que tocaron a su puerta, los embrujados por su magia y los despistados que nunca faltan.

Para la escritora y académica de la lengua Silvia Molina, Elena Garro es indudablemente la mejor escritora de finales del siglo XX mexicano: “Sólo bastó para que le reconozcamos su formidable talento escribir dos libros: Los recuerdos del porvenir y La semana de colores, los más sobresalientes, desde mi punto de vista”.

Sujeta a depresiones profundas, las cóleras de Elena fueron sagradas cuando defendió a los campesinos de Morelos, de Ahuatepec, de Atlixco, de Cuernavaca. Amiga del entonces jefe del Departamento Agrario, Norberto Aguirre Palancares, Elena se la pasó en la Secretaría de la Reforma Agraria en la Ciudad de México, yendo y viniendo entre los escritorios de los burócratas, exponiéndoles los asuntos de multitud de campesinos que arribaban de Morelos y de Guerrero. Como estos trámites tardaban hasta meses, Elena alojaba en su casa no sólo a los campesinos que no tenían adonde ir ni qué comer, sino al líder de los copreros, César del Ángel, personaje nefasto que le dio de cocos y nunca logró gran cosa para los que viven en la costa.

Los campesinos de Ahuatepec la miraban como a un Zapata femenino y les parecía lógico que ella enarbolara su bandera y marchara al frente de su batallón de sombrerudos. Se le veía siempre con su abrigo de piel de camello y sus trajes color miel, elegantísima. Alguna vez, en una audiencia, le pregunté si no le parecía inapropiado su vestuario entre tanta pobreza, tanto deshilacherío, y me respondió: No soy una hipócrita, que me vean tal como soy, que me conozcan tal como soy. No tengo nada que esconder, a diferencia de otros sepulcros blanqueados, escritores que se fingen indigenistas y en el fondo son racistas; juegan un doble juego, porque se fingen salvadores de los indios, pero están muy contentos de ser blancos y rubios. ¡Qué gran asco me dan! Si yo soy dueña de un abrigo de pieles, me lo pongo donde sea y cuando sea. No lo voy a esconder.

Con su hermana Deva (comunista y casada con Jesús Guerrero Galván) discutía mucho sobre su activismo y la repartición de las tierras: “Nos peleábamos todos los días, y yo le decía: ‘A ti y a mí no nos matan porque somos güeras, pero a estos pobres campesinos, tan pobres, tan indefensos y tan indios, pues les pegan un tiro en la cabeza y ni quien se mueva’, y ella me decía: ‘¡Ay, qué reaccionaria!’”

Elena era católica y siempre adoró a la monarquía. Pensaba escribir un libro sobre los Romanov y ella y la Chata (Helena Paz) hablaban durante horas de Anastasia, aferradas a la creencia de que había sobrevivido a la masacre. Madre e hija enumeraban, siempre sentadas en posición de loto sobre la alfombra, a toda la dinastía Romanov, Nicolas II, el jefe de familia; Alejandra, la emperatriz, y las cuatro grandes duquesas: Olga, de 22 años; Tatiana, que caminaba como una bailarina, incapaz de soltar a su perrito; María, de 18 años, y finalmente Anastasia, de 16, todas preocupadas por Alexis, el niño de 13, frágil y delgado, a quien Rasputín no logró curar. Fueron asesinados en lo más negro de la noche, a las 3:15 de la madrugada, aseguraba la Chata. Odio a los Rojos. Lenin es un miserable, Stalin es peor. Esa novela a Elena se le quedó en el tintero, pero en cambio produjo La semana de colores y una cantidad de obras de teatro totalmente seductoras que hicieron que Carlos Monsiváis la considerara la mejor dramaturga mexicana. La puesta en escena de El hogar sólido, que hizo Poesía en Voz Alta, con Octavio Paz a la cabeza, triunfó en grande. La señora en su balcón, La sopa de poro y papa, El encanto, tendajón mixto, La mudanza, El árbol, Andarse por las ramas, La dama boba, Los perros (Devaki y Elena son los perros en El día que fuimos perros) y Los pilares de doña Blanca son obras líricas y fascinantes ahora representadas en varios escenarios universitarios.

Me pregunto qué haría Elena Garro si se enterara de que en Iguala –el pueblo que la vio crecer y le inspiró el libro que todos ponderan– desaparecieron 43 normalistas, la mayoría hijos de campesinos sin recursos ni poder político. Seguramente iría hasta la Procuraduría General de Justicia al frente de una marcha y no se separaría de los padres de los muchachos como no lo hizo de los campesinos que cobijó bajo su abrigo de piel que cubría su corazón y sobre todo su indefinible y valiosa originalidad.

Por último, quisiera recordar a Helena Paz Garro, la Chata, hija de dos personajes fuera de serie. También ella fue capaz de darnos unas memorias muy bien escritas y muy amenas; todavía recuerdo la admiración que sentí cuando puso en mis manos, en su casa de Cuernavaca, varios centenares de páginas escritas a renglón seguido que demostraban su capacidad literaria y amorosa. La Chata fue –al entender de muchos– la víctima de dos personajes centrales en la cultura mexicana. Por desgracia ninguno supo abrir las manos y la enjaularon en un abrazo mortal.

domingo, 6 de marzo de 2016

Centro Mexicano de Escritores

6/Marzo/2016
Confabulario
Huberto Batis

Cuando me presenté en el Centro Mexicano de Escritores (CME) con la carta de recomendación que me dio Agustín Yáñez pregunté por Margaret Sheed, la directora. El secretario del Centro, Felipe García Beraza, me dijo que ella estaba en Estados Unidos, pero me invitó a las reuniones de los becarios. Ahí conocí algunos amigos míos, como Sergio Galindo, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Marco Antonio Montes de Oca y otros. Cuando salíamos de las sesiones nos sentábamos en la banqueta para beber cervezas envueltas en bolsas de papel —como en las películas gringas— que comprábamos en una tiendita que había cerca del CME.

Sergio Galindo y yo fuimos muy buenos amigos. Me invitaba a comer a su casa, incluso en las Navidades, y me empezó a publicar en la revista La Palabra y el Hombre, de la Universidad Veracruzana. También fuimos compañeros en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Cuando fui director de la Revista de Bellas Artes, él era director de las casas de la cultura en el país. Una década después, en los años 70, coincidimos en la Dirección de Literatura de la Secretaría de Educación Pública (SEP), que estaba a cargo de María del Carmen Millán. Ahí, Gustavo Sainz y yo lo invitamos a trabajar con nosotros, pero nos dejó para regresarse al INBA, donde fue su director. Al día siguiente de que dejó su cargo en Bellas Artes no tenía lana para comer. Le dieron chamba en la UNAM como corrector de estilo en el Instituto de Investigaciones Estéticas. Después, el presidente Miguel Alemán –que era miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua– le regaló una casa en la colonia Anzures. También coincidimos en la Feria de San Marcos, de Aguascalientes, como jurados del Premio de Poesía que otorgamos a José Emilio Pacheco, y en el relajo de la feria.

Agustín Yáñez me quiso nombrar académico de la Lengua cuando lo designaron su director. Lo propuso en una reunión en casa de María Amparo Dávila, en la colonia Anzures, pero José Luis Martínez se opuso diciendo que era muy joven. Entonces Yáñez le pidió que cuando muriera y él lo sucediera en la dirección, me nombrara, cosa que nunca ocurrió. Ante ese mandato hereditario, José Luis me contestó que no podía hacer nada, que los académicos me tenían que proponer. Nunca lo han hecho, y eso me enorgullece.

El Centro Mexicano de Escritores acostumbraba invitar a personajes de la literatura, mexicanos o extranjeros, para que nos hablaran de sus trabajos. En una ocasión invitaron al poeta Carlos Pellicer. Nos insultó por estar recibiendo dinero y becas de Estados Unidos y tener a una gringa como Margaret Shedd enseñándonos a escribir. Su enojo se debía a que lo habían encarcelado junto con el poeta José Carlos Becerra por sus protestas en el centro de la ciudad en contra del gobierno de Estados Unidos. Cuando se cansó de insultarnos se levantó y se salió. Una secretaria lo detuvo y le dio un sobre con dinero por su conferencia brevísima. Entonces, Pellicer se regresó y dijo, sacando el dinero de la bolsa de su saco: “Ya también me han comprado. Hablemos de literatura”. Y nos dio una conferencia magistral.

Otro de mis amigos en el Centro Mexicano de Escritores fue el dramaturgo Emilio Carballido. Él me invitó a dar clases de “Comprensión de textos” a los estudiantes de la Escuela de Teatro del INBA. Ésta ha sido una de las encomiendas más difíciles que he tenido. En la clase los actores hablaban en voz alta sin ponerme atención. Se ligaban entre sí, se reclamaban y los que estaban por representar inmediatamente algún papel se cambiaban de ropa ahí mismo. Así que tenía que ver desnudos a alumnos y alumnas que sin pudor se cambiaban de ropa. Me harté cuando las alumnas empezaron a tirarme la onda. Cuando me subía a mi coche, ellas se subían y no las podía bajar. “No se va hasta que nos dé un beso”, me decían. Harto de todo jamás regresé. Carballido me perseguía para que calificara a los alumnos, pero siempre me negué a pasarlos gratis.

¿El Colmex o el CME?

Puedo decir que en los inicios de mi formación tuve doble alma mater: la UNAM y El Colmex. Cuando intenté entrar al Centro Mexicano de Escritores, Alfonso Reyes me dijo que esa beca era incompatible con la de El Colmex y que debía elegir entre ambas. Me decidí por la segunda opción porque creía que era indefinida. Pero a la muerte de don Alfonso Reyes en diciembre del 59, su nuevo presidente, Daniel Cosío Villegas, decidió deshacerse de esos “vagos poetastros y dizque literatos”. Entre ellos estaba Octavio Paz, a quien le fue rescindida su beca. En respuesta, Paz escribió una carta en la Revista de la Universidaddenunciando al “cuentachiles” de Daniel el travieso.

Antonio Alatorre nos quiso salvar a mí y a Augusto Monterroso, que también era becario. Nos ofreció empleo en el Departamento de Historia. El trabajo consistía en fichar toda la correspondencia diplomática del siglo XX del Archivo de Relaciones Exteriores. Nos hicieron una prueba con cronómetro para ver en cuánto tiempo podíamos hacer una ficha de un embajador que decía: “Celebramos el 15 de septiembre El Grito, con invitados de todos los países” y demás asuntos de tanta importancia. Esa era la ficha. No nos iban a dar la correspondencia secreta, la delicada, con mensajes en clave. Esos asuntos importantes no estaban allí. A los dos días Monterroso y yo nos vimos las caras y nos  dijimos: “¿Cómo vamos hacer este trabajo inmundo, de esclavos, de galeotes?” Abandonamos El Colmex sin despedirnos. Tiempo después, Cosío Villegas, que tenía mucha influencia en el Banco de México, donde yo trabajaba, le pidió al director general, Rodrigo Gómez, que me comisionara a ese trabajo. Le dije al director que no quería hacerlo. Me respondió: “Pues no te puedo obligar”. Y por segunda vez escapé de las garras del gran autor de la Historia general de México, que me persiguió con su paraguas un día al salir del elevador y que coincidimos. Todo eso se lo conté a Enrique Krauze cuando estaba escribiendo la biografía de Cosío Villegas y no lo consignó.

Las tripas del general Sobarzo

6/Marzo/2016
Jornada Semanal
Ana García Bergua

Fue Rosa Beltrán, en su excelente discurso de entrada a la Academia Mexicana de la Lengua, quien en semanas recientes recordó a Nellie Campobello y su Cartucho. Por lo que he visto, pareciera que periódicamente hay que estar sacando Cartucho de una especie de olvido, de letargo lector que se niega a darle el papel que le corresponde en nuestra literatura. ¿Han leído ustedes Cartucho? Yo seré muy honesta y les confesaré que no lo conocía, era de esas lecturas que uno va olvidando buscar. Lo bueno es que ERA tiene una edición magnífica, con un estudio preliminar muy esclarecedor de Jorge Aguilar Mora. En el año 2000, Christopher Domínguez saludó esta edición y dijo, como diría Rosa dieciséis años después, que Cartucho debe ser reconocida y leída como la gran obra que es, piedra fundadora de una literatura que abre el camino a Rulfo o incluso, dice Aguilar Mora, a Cien años de soledad.
Esta edición, hay que decirlo, lleva siete reimpresiones, de modo que existen los lectores de Cartucho, pero no lo gritan lo bastante fuerte. Cartucho es tan buen libro como Pedro Páramo, su prosa es tan buena como la de Arreola, Efrén Hernández o Rosario Castellanos. ¿Y entonces? Los estudiosos delmainstream no lo traen a cuento, tampoco los que estudian a las escritoras o a los raros. Y eso sí que es raro.
Y no sólo hay que leerlo porque, al igual que la Chihuahua retratada en los relatos que componen este libro, el país está ahora sembrado de muertos –sería absurdo decir que Pedro Páramo es un libro pertinente sólo porque ahora nuestros pueblos están llenos de fantasmas–, sino porque Cartucho se adelantó a su tiempo y a su literatura. ¿Es Cartucho un libro de cuentos? La edición de era dice claramente como subtítulo: Relatos de la lucha en el norte de México. Sin embargo, Cartucho me parece a mí una novela modernísima, hilada por un solo punto de vista que, si bien va contando historias distintas, muertes distintas, las hace desfilar con un ritmo parejo, como los capítulos de una sola vida, de una sola memoria que devuelve la percepción infantil de la guerra, una visión amoral, descarnada, tierna, horrible y a la vez poética. Algunos de sus párrafos serían ahora microficciones, miren:
“¡Tripitas, qué bonitas!, ¿y de quién son?”, dijimos con la curiosidad en el filo de los ojos. ‘De mi general Sobarzo –dijo el mismo soldado–, las llevamos a enterrar al camposanto.”
O esta:
“El Peet le dijo a Mamá: ‘Ya se fueron todos, acabamos de fusilar al chofer de Fierro, y en el camino nos fue contando bastantes cosas, dijo: El general Fierro me manda matar porque dio un salto el automóvil y se pegó en la cabeza con uno de los palos del toldo. Me insultó mucho, y me bastó decirle que yo no conocía aquí el pueblo para que ordenara mi fusilamiento. Está bueno, voy a morir, andamos en la bola, sólo les pido que manden este sobre a Chihuahua, que se sepa siquiera que quedé entre los montones de tierra de este camposanto’.”
Y así van desfilando, capítulo tras capítulo, muertos de nombre y apellido. Algunos célebres como Urbina y Felipe Ángeles, otros que sólo pasaban por ahí o que cometieron un pequeño error, como en todas las guerras. Los muertos de Cartucho llevan el sino de la muerte ciega y absurda en las batallas de siempre, desde que el hombre existe y la guerra existe; la prosa delicada de Campobello les da esa dimensión profunda. Son un puñado de muertos que han asumido su destino y en Cartucho van pasando a la foto previa al paredón, individuales, con su pequeña historia que una niña cuenta. Un sembradío de muertos, muertos bellos, muertos llorados pero ansiados también, muertos que son los juguetes de la niña y la tristeza de su madre en medio de la revolución. Una madre villista cuando a Villa se le consideraba un bandido y a sus huestes una bola de salvajes.
Muchas regiones del país se deben parecer ahora, por desgracia, a Cartucho. Muchos niños ven, quizá, a tanto muerto de esa manera descarnada, curiosa y amoral, y a la vez, de maneras extrañas, enternecedoras, porque los sentimientos de la niña son buenos. Ya dice mucho mejor Aguilar Mora queCartucho es una mezcla inusitada de géneros: las memorias, la poesía, la crónica, el cuento, y yo no desarrollaré más el tema porque lo que quiero es que ustedes dejen esta columna y corran a leer o a releer, como ustedes quieran, Cartucho.
Sólo una cosa más: Nellie Campobello comenzó Cartucho en 1931. ¿Quién escribirá en 2031 lo que ahora está pasando?.

domingo, 21 de febrero de 2016

El Colegio de México

21/Febrero/2016
Confabulario
Huberto Batis

Entre mis obligaciones como becario de El Colegio de México (El Colmex) y por interés personal, empecé a asistir a las reuniones del Centro de Investigaciones Filológicas que dirigía Antonio Alatorre, quien también estaba al frente de la Revista de Filología Hispánica. Ahí  participaban los principales filólogos, como Juan Miguel Lope Blanch y su esposa Paciencia Ontañón. Hay una foto muy famosa que tomé y en la que me hubiera gustado aparecer: ahí están Alatorre, su esposa Margit Frenk, José Pascual Buxó, Ernesto Mejía Sánchez y Augusto Monterroso. Las reuniones consistían en comentar alguno de los textos que iban a ser publicados en la revista. A nosotros nos tocaba leer las galeras y Antonio revisaba las ediciones. No se le iba una errata. Pero frecuentemente Antonio y Margit se iban a Estados Unidos a dar conferencias o cursos y yo me quedaba leyendo las galeras con Lope Blanch, que se molestaba mucho por hacer ese trabajo. Eso para mí representaba un aprendizaje. Así conocí libros y revistas de filología.

De vez en cuando nos visitaban algunos filólogos notables, como Raimundo Lida y  el francés Marcel Bataillon, que nos dio un ciclo de conferencias. Un día, Lida nos encontró leyendo galeras y me dijo que dejara de hacer eso, que me pusiera a leer libros: “No estés perdiendo el tiempo”. Otra filóloga que no aparece en esa foto que menciono era Emma Susana Speratti Piñero, que me condujo al trabajo de Ana María Barrenechea, escritora argentina que había estudiado la obra de Jorge Luis Borges. Speratti me dio muchas luces para un trabajo que hice sobre “El muerto”, un cuento en el que Borges utiliza pistas falsas en la historia de un bandido de las Pampas que parece estar envejeciendo. En este relato un joven intenta apoderarse de su caballo, de su mujer y del mando de la tropa. Cuando creía  poder apropiarse de todo, lo mata “el muerto” y reafirma su poderío. En ese cuento Borges hace alusión a hechos históricos de algunos reyes que aparentemente dejaron el poder en manos de otro hasta que se cansaban y lo mataban para recuperar el trono. Ese estudio me sirvió para aprobar un curso que dieron Sergio Fernández y Ernesto Mejía Sánchez en la Facultad de Filosofía y Letras. Después lo publiqué en la Revista de la Universidad y José Emilio Pacheco lo recogió en la colección “Nuestra década”. Con Lope Blanch escribí el prólogo paraLa Regenta, de Leopoldo Alas “Clarín”, para la colección “Nuestros Clásicos” de la UNAM. Él hizo la primera parte y yo hice la interpretación.

Otros jóvenes becarios eran Carlos Valdés, Emmanuel Carballo, Arturo Cantú, Hugo Padilla y Homero Garza. Los tres últimos eran de Monterrey y allá hacían la revista Kátharsis, coetánea de Cuadernos del Viento. Alfonso Reyes les enseñó a pronunciar correctamente el nombre de su revista: “kátharsis”. Hugo Padilla, que estudió filosofía junto con Cantú llegó a ser secretario general de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. Arturo Cantú llegó tiempo después a dirigir la sección cultural del periódico El Día y Homero Garza desistió de la beca y se regresó a su ciudad.

Cuando salíamos de clases en El Colmex nos reuníamos en un café, donde a veces llegaba Alí Chumacero. Era muy ocurrente y simpático. Me desconcertaban sus opiniones. Alí tomaba grandes cantidades de whisky todos los días… y vivió más de 90 años. Decía que se conservaba en alcohol: “El alcohol me da vida. Es mentira que destruya, al contrario”. Y luego insistía: “¡Éntrele, compañero! ¡Chúpele!” Tiempo después su hijo Luis fue alumno mío. Nunca entraba a clases. En una ocasión se me ocurrió decirle: “Tu hijo nunca va a la Facultad”. Me respondió: “¡Ay! ¡Qué peso me quitas de encima! Yo creía que era de los tontos que iban a clase. Yo ya no creía en mi hijo, pero qué bueno que me das esa noticia.”

Alí Chumacero y José Luis Martínez, su mejor amigo, venían de Guadalajara. Se habían dedicado a estudiar de manera autodidacta en la Biblioteca Nacional. Se quedaban horas tomando notas. Decían que esa era una universidad mayor.

Al principio, cuando llegaron a la Ciudad de México de Guadalajara, vivieron juntos… pero no revueltos. Cuando uno de ellos tenía una conquista o un “ligue”, ponían una toalla en la ventana de su cuarto como si se estuviera secando al sol. Era la señal para que el otro no entrara. Alí usaba más ese recurso porque era más conquistador. José Luis era más serio. Pero un día llegó Alí y vio colgada la toalla. Se admiró. “¡Finalmente se le hizo!” Se fue a dar la vuelta. Regresó y ahí seguía la toalla. Se fue al cine, regresó y ahí seguía la toalla. En la noche, desesperado, regresó y ahí seguía colgada la toalla. Decidió entrar sin importarle con quién estuviera José Luis: lo encontró haciendo un índice onomástico. No estaba con ninguna chava, pero no quería ser molestado en su trabajo. Alí decía: “Este tarugo, en vez de tener chavas se ponía a hacer índices”.

Pero eso quiere decir que José Luis era muy trabajador. Luego consiguió puestos de burócrata. Empezó con representaciones de prensa —en Ferrocarriles Nacionales— y después fue embajador en Perú y en Grecia. También fue director del Instituto Nacional de Bellas Artes en la época en que Agustín Yáñez era secretario de Educación. A mí me llevaron para hacer la Revista de Bellas Artes. Después fue director del Fondo de Cultura Económica (FCE) y director de la Academia Mexicana de la Lengua. Siempre fue un gran investigador.

En cambio, Alí se quedó trabajando en el FCE casi toda su vida. Ahí hacía las solapas de los libros. “Soy un gran escritor de pastillas”, decía. Hizo el arte de las solapas del Fondo, reconocido por todo el mundo. También tenía frases famosas. Había una que escandalizaba, pero no sé si era de su autoría: “Nalga, aunque sea de mujer”.

En los años 70 nos ayudó en la oficina de publicaciones de la SEP cuando nombraron directora del área de Divulgación a María del Carmen Millán. En la colección SepSetentas, Alí realizó un proyecto de mucho mérito: los anuarios de López Velarde. Salían cada mes, bien ilustrados y muy bien escogidos los textos tanto de ese poeta como de los críticos que citó.

domingo, 14 de febrero de 2016

Un retrato juvenil

14/Febrero/2016
Confabulario
Vicente Quirarte

Al ejemplo de José Emilio Pacheco,por hacer una obra de arte de cada página periódica.

Éste es un retrato juvenil de la generación de escritores mexicanos conocida como los Contemporáneos. Sus trazos se llenan de color y ocupan paulatinamente todo el lienzo entre 1919 y 1935, es decir, las fechas que limitan sus colaboraciones en las páginas del periódico El Universal El Universal Ilustrado.Históricamente en México, de la muerte de Emiliano Zapata y Venustiano Carranza al fin del maximato y el segundo año de gobierno de Lázaro Cárdenas. Si diez es el número de quienes ellos mismos, la tradición oral y las historias de la literatura otorgan la denominación generacional de Contemporáneos, nacida de la principal revista que durante más tiempo los agrupó, cuatro son los que publican de manera sistemática en las páginas del diario que en 2016 llega a su año centenario. Por orden de aparición en el mundo, ellos son: Jaime Torres Bodet (1902), Xavier Villaurrutia (1903), Jorge Cuesta (1903) y Salvador Novo (1904). Demos la palabra a este último, en un texto fechado en 1966, que ilustra el sitio por ellos vivido y transformado:

Era otro México —pequeño, claro, neto. Recorríamos a pie sus calles libres y limpias. A una flor no se le puede pedir que piense en sus raíces ni en el follaje de que emerge a aspirar los aires remotos y a contemplar un cielo infinito. Leíamos a los extranjeros, los traducíamos. No sentíamos que a la savia de nuestro impulso, fecundada por el polen lejano, daría a su tiempo el fruto mexicano que en madurez volviera a pensar en la tierra y generara una nueva raíz. 1

En una juventud tan exigente y fecunda como la suya, los minutos se expandían como si fueran horas y las horas exigían que cada minuto consumara la integridad de su sustancia. De ahí que un año, un mes o un día en su existencia contribuyan a descifrar la compleja personalidad de cada uno, así como el hecho generacional que los llevaba a confluir en sus semejanzas, no obstante sus evidentes diferencias.

Acudimos a sus obras reunidas para reconocer y reconocernos en determinado poema, en aquella iluminación, en aquel fragmento de prosa. La importancia de leerlos en las páginas de un diario, de rescatar su pensamiento y sus palabras en medio de la noticia que no por efímera deja de ser digna de ser tomada por la historia, es que acudimos a la formación de su personalidad, al taller de sus elaboraciones, al campo de batalla donde externan sus pasiones más altas. Los años de publicaciones en periódico son las de las propias y principales revistas literarias de la generación: La Falange (1922-1923), Ulises (1927-1928) y Contemporáneos (1928-1931), en esos años aparecen igualmente los primeros libros de los poetas mexicanos que modifican la forma de escribir, y tiene lugar la polémica en torno al nacionalismo y el arte de vanguardia.

Soberana juventud denominó Manuel Maples Arce, cabeza del movimiento estridentista, a sus memorias de los años verdes. La generación nacida al mundo a finales del siglo xix y en los albores del xx es ahora centenaria por su nacimiento, y más joven que nunca, porque como hijos de la Revolución, nacieron en una era donde el cambio era acelerado y radical. Oscar Wilde sostenía que mientras los viejos lo sospechan todo, los jóvenes lo saben todo. La posesión del mundo otorgada por la juventud es mayor cuando sus protagonistas nacen en plena era del síndrome Rimbaud, en una temporada donde la poesía va por delante de la acción. Como lo demuestran sus páginas publicadas en El Universal, Los Contemporáneos nacieron maduros, al menos a la escritura que lanzaron al mundo y al pensamiento ejercido en cafés, conferencias o en la diaria conversación.

En el centro de lectura que en la colonia Condesa de la Ciudad de México ahora lleva el nombre de Xavier Villaurrutia se encuentra una imagen fotográfica de la época cuando el joven empezó a ser el poeta que deseaba devorar el mundo. Aún palpita en él la inevitable inocencia de sus pocos años, pero en la mirada ya se encuentran la agudeza, la penetración y, naturalmente, la pedantería que debe haber caracterizado a esos guerreros que libraban otra forma de batalla contra la reducida visión nacionalista, despreciadora de una cultura que no naciera de la pólvora y las cananas. De manera más precisa, cuando el ansia y la realización, la realidad y el deseo manifestaban poderosamente su energía. El joven (1928) es precisamente el título de la novela-biografìa-crónica-ensayo donde Novo da cuenta de la salida a la ciudad de un personaje que enfrenta sus pocos años a la renaciente existencia de la urbe. La Revolución, aún no totalmente consumada, les ha brindado la oportunidad de que la temperatura en todos los renglones haya cambiado de manera radical y el país haya vivido de manera acelerada procesos que de otra manera hubieran precisado de varias generaciones. Hijos de una tierra de sangre y arena, tuvieron que aceptar el reto de un país que exigía —acaso sin saberlo— su talento para la construcción de un nuevo mapa espiritual. Pocos lo vieron más claramente que Gilberto Owen:

Teníamos al frente una naturaleza nueva para mirarla largamente, para explicarla, para contribuir a ordenarla; todos podíamos servirla, todos teníamos la misma edad, ni ella ni nosotros teníamos, casi, pasado; nuestra actualidad se palpaba, se respiraba. Hacia 1921, año en que empezamos a medir nuestro México, no había en todo el país un solo viejo, ni un solo brazo cansado, ni una sola voz roída de toses. Nos habían dejado solos, como a los buenos toreros, ante una larga faena, ante una tarea que iba a ocupar ya todos los minutos de nuestra vida.2

Para reconstruir aquellos años en voz de sus protagonistas, acudimos a dos libros de memorias: Tiempo de arena, de Jaime Torres Bodet y La estatua de sal, de Salvador Novo. Ambos escritores son opuestos en sus personalidades, en su actuación externa: provocador, cínico y extrovertido, Novo; reservado y eficaz servidor público, Torres Bodet. En el fondo ambos siguen rutas paralelas: sus libros son la formación de una conciencia. A la discusión de tal tema vuelvo más adelante.

El sentido de juventud que signó su generación aparece sintetizado en las palabras de Villaurrutia: “Un escritor deja de ser joven cuando comienza a escribir lo que hace, en vez de escribir lo que desea”. Y Torres Bodet subraya:

En todo joven —hasta en el más contenido— se manifiesta, en determinado momento, la veleidad de representar un papel. Es difícil conservar en la edad madura esa capacidad de desdoblamiento que nos permite desempeñar en la juventud un oficio cualquiera, de soldado o de catedrático, sin dejar de sentirlo ajeno a nuestro carácter y despegado de nuestra vida. Con el tiempo, la máscara se une al rostro; el disfraz se convierte en traje, el actor en autómata y, por espacio de muchos años, en ocasiones hasta su muerte, no sabe el hombre diferenciar entre lo que eligió como juego y lo que aceptó como profesión.

En su libro El cuerpo de la obra, Didier Anzieu establece la diferencia existente en los procesos artísticos, y cómo hay una clase de erotismo —entendido en el sentido más amplio de ejercicio vital y capacidad creadora— que se consuma y consume los primeros años de la vida, mientras hay otra clase de energía que dura, transformada, a lo largo de la existencia del autor. Lo primero sucede con Villaurrutia y con Cuesta. Su existencia relativamente breve —Villaurrutia muere a los 47 años, Cuesta se suicida antes de cumplir los 40— propicia la realización completa de su obra. Un proceso distinto ocurre con Novo y Torres Bodet. En el primero, sorprende la versatilidad, el empuje y la renovación de su prosa juvenil, que con el paso de los años adquirirá el tono de la sabiduría académica sin jamás despojarse de su brillante ironía. El caso de Torres Bodet es aún más acendrado. Si en su juventud se manifiesta como un autor fecundo que a los 26 años, en 1928, ha publicado 9 libros de poemas y una novela, en su madurez, y cuando publica su muy castigada edición de Obras escogidas en 1961, encontramos a un autor que va al rescate de un tiempo perdido, no tanto del suyo como de una tradición que siente comunitaria y precisa. Sus juveniles inquietudes literarias de vanguardia fueron sustituidas en su madurez por el estudio de los maestros forjadores de la tradición. Para un detalle preciso de esta división, remito al lector al excelente prólogo de Jorge von Ziegler a una nueva edición del libro Contemporáneos.3

Al hablar de Jorge Cuesta, Luis Cardoza y Aragón declaró que había nacido condenado a la permanente lucidez. Toda la generación parece nacida bajo ese mismo sino, aunque cada uno de ellos tiene una individualidad y un sello propio. Torres Bodet se encarga de precisar el juicio: “Nos sabíamos diferentes. Nos sentíamos desiguales. Leíamos los mismos libros; pero las notas que inscribíamos en sus márgenes rara vez señalaban los mismos párrafos. Éramos, como Villaurrutia lo declaró, un grupo sin grupo. O, según dije no sé ya dónde, un grupo de soledades”.

El año 1916 era luminoso y oscuro. El mundo se hallaba involucrado en el segundo año de una conflagración sin precedentes y México estaba en la etapa si no sangrienta, más complicada de una Revolución que todo lo cambiaba de manera radical. Mientras Emiliano Zapata expide desde su cuartel general del ejército libertador del sur una “exposición al pueblo mexicano y al cuerpo diplomático” donde condena a Carranza por sus acciones militares y políticas; mientras Carranza reunía a los concursantes de tiro al blanco en el departamento de militarización del internado nacional, surge el periódico El Universal, cuyo número inicial apareció el 1º de octubre de 1916, fundado por Félix F. Palavicini (1881-1952).4

Recrudecimiento de la Gran Guerra. Desastres y pérdidas por un millón de hombres en Verdún y Somme. Utilización de gases venenosos y de tanques, en fotografías y artículos que aparecerán en la revistaPegaso. Una fotografía de la catedral de Reims bajo el bombardeo inspira a López Velarde la prosa “La sonrisa de la piedra”. Aunque desde 1912 había venido escribiendo crónicas y relatos de evocación, en este texto ya hay una voluntad de estilo y una intención de lenguaje modernamente poético que mantendrá de allí en adelante en los textos que más tarde formarán El minutero (1922); aparece su primer libro de versos, La sangre devota, con portada de Saturnino Herrán, quien ese mismo año pintaLa criolla del mantón, lienzo que bien pudiera constituir una interpretación plástica de las preocupaciones poéticas de López Velarde: desmitificación de los símbolos nacionales, simultaneísmo en tiempo y espacio, la patria erotizada y femenina. Genaro Estrada da a luz Poetas nuevos de México, con trabajos de 31 autores. Aparece Los de abajo de Mariano Azuela en forma de libro. Mariano Silva y Aceves publica Arquilla de marfil. Vicente Huidobro publica —en francés— Horizon Carré. Muere Rubén Darío. Una obra de O’Neill, Bound East for Cardiff, perteneciente a su ciclo del mar, es representada por primera vez por un grupo experimental. Eliot termina su tesis doctoral Conocimiento y experiencia en la filosofía de F. H. Bradley.

Xavier Villaurrutia es el que más joven comienza a publicar en las páginas de El Universal, pues apenas tiene quince años de edad en 1919. En 1935 cesan las colaboraciones de Jorge Cuesta. Entre ambas fechas tiene lugar una serie de acontecimientos que cambian la faz de México: la reforma agraria exigida por Zapata, las reformas propuestas por Venustiano Carranza que adquieren forma definitiva con la Constitución de 1917, la defensa de la educación laica y la persecución religiosa desatada bajo la presidencia de Plutarco Calles. En la cultura tiene lugar un hecho fundamental: la llegada de José Vasconcelos a la rectoría de la Universidad. Como señala Mauricio Magdaleno, “el cuatrienio de 1920-1924 mexicano dio marca al Continente en lo social, en lo moral y en lo estético. Nunca, ni en el instante de Justo Sierra, había sido la República mensajera de una tan abrasada y conmovedora revolución espiritual. Sobran los datos y las cifras. Aquel minuto no ha sido igualado aún”.5

Por lo que se refiere a El Universal Ilustrado, nació con el objeto de constituirse en una revista de actualidades, con un espíritu más lúdico y ligero que el del periódico. A tal propósito contribuyeron, a no dudarlo, los poetas que nos ocupan. Puntualiza Humberto Musacchio, para quien el suplemento dio origen a varias publicaciones culturales:
[…] apareció en 1917 bajo la dirección de Carlos González Peña. Posteriormente lo dirigió Carlos Noriega Hope, de 1920 a 1934. Tenía mucho de magazine, con las modas, la nueva tecnología, la radio, que era en esos años la sensación, y junto a este contenido frecuentemente frívolo, un seguimiento tímido pero constante de la vida intelectual y muestras de la literatura en plena producción. Dio albergue a lo más granado de nuestra intelectualidad. No es un detalle menor que entre González Peña y Noriega Hope esta publicación tuviera una directora, María Luisa Ross, caso insólito en aquellos tiempos…6

Al regreso de Estados Unidos, donde era corresponsal de El Universal y donde comenzaron sus contactos con el cine que lo harían ser guionista, director y crítico cinematográfico, a partir del marzo de 1920 Carlos Noriega Hope se encargó de la dirección de El Universal Ilustrado, con lo cual el semanario adquirió una calidad y una dinámica sin iguales. Entre otras cosas, el autor de una película hoy perdida llamada Una flapper, instituyó como suplemento una novela semanal. De tal modo, en sus páginas dio cabida a obras centrales como La señorita etcétera de Arqueles Vela y La llama fría de Gilberto Owen. Además de ser obras narrativas de vanguardia, ambas representan el ideal de la nueva mujer, autónoma, sexualmente libre, ávida en el ejercicio de su vitalidad y realización personal.7 Noriega Hope incluyó en la serie una novela de su propia autoría, La gran ilusión.

Actualmente, la obra de los Contemporáneos, además de ser un referente ineludible de la literatura mexicana, se encuentra recopilada en obras que, si no podemos llamar completas, sí resultan sumas de los trabajos parcialmente publicados en páginas periódicas. Y aunque mucho tiempo ha transcurrido desde las primeras publicaciones de los autores, no existe la última palabra y siempre habrá una nueva letra que aparezca en el escenario. La denominación Obras completas, además de que corre el peligroso riesgo de convertirse en mausoleo, como advirtió y practicó José Emilio Pacheco, nunca tendrá ese carácter.
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La Generación de Ulises
Contemporáneos por elección y fatalidad, aceptaron ir en contra de la corriente, en lugar de incorporarse a la monótona rueda de la fortuna de un arte repetitivo, nacionalista en la superficie; retrógrado, en sus profundidades. Demostraron que el país —su literatura, su sensibilidad, su lengua— no terminaba en el río Bravo ni en la frontera con Guatemala. Huyeron de la clasificación o del alfiler del entomólogo. Recordaron que todo escritor que merece tal nombre, realiza una labor de buzo o de minero, de explorador de la conciencia. Ser Contemporáneo es desconfiar de la impresión inmediata y buscar el misterio en lo inocente, según recomendaba Edgar Allan Poe; ser Contemporáneo es armar y demostrar un teorema donde Góngora es a la pintura de Cézanne lo que Velázquez a la poesía de Mallarmé: no emotividad traducida sino tejido de una red capaz de eternizar la fugacidad de lo vivido; ser Contemporáneo es comprender esta aparente deshumanización del arte para llegar a resultados duraderos; ser Contemporáneo es apasionarse en los objetos y no apasionarse con ellos, para otorgarles la pureza y libertad en que nacieron; ser Contemporáneo es adelantarse al tiempo para volver a México contemporáneo del mundo.

Miguel Capistrán, a quien en un reciente homenaje se le llamó el último de los Contemporáneos porque los estudió, recopiló y dio a conocer con generosidad encomiable, prefería llamarlos Generación de Ulises, en atención al grupo patrocinado por Antonieta Rivas Mercado. Con ese nombre salieron igualmente al mundo la revista y las ediciones del mismo nombre. Bajo ese nombre se agruparon inicialmente de forma definitiva. El breve fuego de Ulises llamó Novo a los años del primer tercio del siglo xx cuando él y sus cofrades modificaron con inteligencia, juventud y visión profética, el panorama de la cultura mexicana. Lapso en que la revista bautizada en honor del navegante ancestral, el grupo de teatro y los libros del mismo sello pusieron a nuestro país en consonancia con lo que se realizaba en otras partes del mundo.

Vivos en el México por el que tanto hicieron, la mayor parte de sus actos y de su escritura mantiene la provocación y la intensidad que en su momento despertaron. Hoy los cuatro escritores reunidos en estas páginas son patrimonio nacional. Sus nombres se otorgan a bibliotecas, parques públicos, museos, premios literarios. Pero en su momento se enfrentaron al mundo con la audacia y la rebeldía de los años verdes. Eran insolentemente jóvenes cuando se atrevieron a hacer la revolución en la cultura, con la misma violencia y radicalismo con que otros hicieron la revolución armada. Modificaron nuestra manera de ejercer con plenitud los seis sentidos mágicos de antes.

“La poesía es un instrumento de investigación”, escribió Cuesta con el mismo aplomo y convencimiento que tenía al declarar que Reflejos, libro de versos, era la mejor obra crítica de Villaurrutia. En otros términos, que el hombre de palabra tiene la obligación de ser un crítico artista y su misión con el lenguaje es convertirlo en llave que descifre misterios de siempre con palabras y pensamientos nuevos. Por las razones anteriores, este prólogo está dedicado a José Emilio Pacheco: al igual que los jóvenes que años después de sus lides en las páginas de El Universal serían conocidos como los Contemporáneos, convirtió la página fugaz del diario y la revista en texto que resiste el paso de los años. No debe haber página ociosa y la obligación de quien entrega un objeto verbal para ser llevado a la imprenta, ejerce el más humilde y exigente de los oficios.

Quien se asome a las páginas de El Universal, que en 2016 llega a su centenario, comprobará la vigencia del pensamiento y la pasión de aquellos jóvenes que nunca dejaron de serlo.

NOTAS:
1 Prólogo. Carta a Xavier Villaurrutia, Cartas de Villaurrutia a Novo (1935-1936), Instituto Nacional de Bellas Artes, México, 1966, p. 9.
2 Gilberto Owen, “Poesía y Revolución”, El Tiempo, Bogotá, 8 de mayo de 1931.
3 Jaime Torres Bodet, Jorge von Ziegler (pról.), Contemporáneos, UNAM, Universidad de Colima, México, 1987. (La crítica literaria en México, 11).
4 Su objetivo fue convertirse en espacio para los fundamentos de la Revolución mexicana, principalmente del Congreso Constituyente. En sus prensas se imprimiría la Constitución de 1917. En 1922 saldría el primer número del diario vespertino El Universal Gráfico, y se mudó a las calles de Bucareli e Iturbide. Félix Fulgencio Palavicini dejó el diario para dedicarse a la política y lo sucedieron Miguel Lanz Duret y José Gómez Ugarte. Florence Toussaint Alcaraz, Escenario de la prensa en elPorfiriato, Universidad de Colima, Fundación Manuel Buendía, México, 1989, p. 32.
5 Martín Quirarte, Visión panorámica de la historia de México, Editorial Cultura, México, 1965, p. 244.
6 Humberto Musacchio, México: 200 años de periodismo cultural. 1911-1960, Conaculta, México, 2013, p. 21.
7 18 novelas de El Universal Ilustrado (1922-1925), Prólogo de Francisco Monterde, Ediciones de Bellas Artes, INBA, México, 1969.

domingo, 7 de febrero de 2016

El Grupo Alatorre, “Los Divinos” y López Mateos

7/Febrero/2016
Confabulario
Huberto Batis

A partir de mi amistad con Alfonso Reyes conocí a otro personaje muy importante para mí: Antonio Alatorre, que fue mi tutor en El Colegio de México (El Colmex). Un día me dijo que su hermano Enrique necesitaba un redactor para la revista que hacía en el Banco de México (Banxico). Rodrigo Gómez, que era el director general, nos dio toda la libertad en esa “publicación de la casa” que se daba a los empleados.

Enrique me enseñó a corregir, fotografiar, redactar y hacer las páginas de la revista. Todo lo que había aprendido en la Universidad lo puse en práctica allí. En esa publicación se difundían políticas de la Dirección, ideas del régimen, investigaciones sobre el peso, la moneda, el comercio internacional, el petróleo, la agricultura. Luego venía la parte social, la deportiva y la parte cultural. Ahí entrábamos José de la Colina, yo y Enrique Alatorre como director editorial.

Enrique también había estudiado Letras y escribía cuentos muy buenos, pero se dedicó más a la ecología, a vivir en la naturaleza. Le gustaba mucho tomar fotos en el campo. Tomaba fotos de una gota de agua en una hoja y luego cómo las gotas se reúnen, cómo forman un arroyo, una caída de agua, un río enorme y su llegada al mar: la historia de una gota de agua.

Después, Enrique se compró en Michoacán una cabaña para armar y se fue a construirla en Nuevo León. Luego de su jubilación huyó de la Ciudad de México y se trasladó a Xalapa, donde siguen sus hijos y nietos. Viven en un bosque, contemplativos, dedicados a la meditación. No buscaban adeptos. Nada. Yo le decía: “Invítame”. Y sólo una vez lo hizo. No me querían aceptar en su grupo. Era él solo con su familia, como una comuna. Y así vivían de lo que sembraban en sus cultivos. No quiso regresar a la capital por el esmog que había aquí. Se quedó en el bosque. Murió el año pasado a los ochenta y tantos años, después de Yolanda Iris, su mujer (a pocos meses).

Con Antonio Alatorre la relación fue distinta. Cuando era mi tutor en El Colmex le entregué un cuento que se llamó En las ataduras. Lo publiqué en Cuadernos del Viento. Era un cuento largo que me costó mucho. 30 años después de que lo publiqué, cuando Juan García Ponce era ya un novelista y cuentista consumado me dijo que había pensado: “Ojalá algún día llegue a escribir como Huberto”. Le reclamé: “¿Por qué entonces no me dijiste nada?”. Eso me hubiera animado mucho porque cuando publiqué mi cuento nadie decía nada.

Le di el cuento a Alatorre, que lo leyó en un camión de la UNAM a El Colmex. Cuando bajamos le pregunté qué le había parecido. “¿Qué me pareció qué?” , me preguntó. “Mi cuento”, le respondí. “¿Cuál cuento?” “El que acabas de leer”. Me dijo: “Eso no es cuento. Eso no es nada. Tú dedícate a leer, a estudiar y déjate de pendejadas”. Alatorre había descubierto a Rulfo y a Arreola en Guadalajara antes de que se vinieran a México. Los había impulsado y a mí me decía “eso no es nada”. Entonces dejé de escribir creación y me dediqué a estudiar, a la crítica, y a dar cátedra.

Un día, veinte años después, al salir de la Universidad me dijo Antonio: “Dame un aventón a San Ángel”. Le ofrecí llevarlo hasta su casa en Las Águilas. Ahí me invitó a tomarme una cerveza en el jardín. Después sacó unas cuartillas. Dijo que estaba escribiendo una novela y que me iba a leer un fragmento. Empezó casi a declamar una serie de hojas. Cuando me preguntó mi parecer me dije: “Va la mía”. “¿Qué me parece qué?” “Eso que te acabo de leer”, insistió. Y le respondí: “Ah, no es nada. No escribas. Tú dedícate a la filología. No estés perdiendo el tiempo”. Y Alatorre se puso a llorar. Me dijo: “Eso te dije a ti hace muchos años y todavía me arrepiento. Nadie debe decir: ‘No hagas eso’. Di lo que te parece, pero no digas ʻNo lo hagasʼ”. Cuando murió, el Fondo de Cultura Económica (FCE) le publicó esa novela que titulóMigraña. Fue lo único que Alatorre escribió de narrativa.

Desayunos y comidas de intelectuales

En México había en la cultura grupos de gente que se sentía superior y grupos de gente, digamos, más normal. Los aristócratas de México en la literatura y las artes se reunían en colegios e institutos: El Colegio Nacional, las Academias de la Lengua, de Historia, de Geografía y Estadística, etcétera.

Entre ellos había un grupo que se llamaba a sí mismo “Los Divinos”. Lo formaban personas muy valiosas y respetables. A finales de los años 60, asistí a una comida de “Los Divinos” en el restaurante Bellinghausen, adonde me llevó José Luis Martínez, mi jefe en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Él era de ese grupo. Me llevó en su coche hasta la Zona Rosa. Ahí, en la puerta del restaurante, siguió acordando conmigo el trabajo que íbamos a hacer. En eso llegó Abel Quezada, el caricaturista, un hombre muy jovial. Entonces Quezada dijo: “¿Qué hacen en la puerta? Pasemos”. Y José Luis Martínez le contestó: “No. Huberto se va”. Quezada le respondió: “¿Por qué se va? Yo pago las comidas. Así que yo lo invito”. De esa manera entré por única vez a ese círculo. En esa mesa me encontré a Jaime García Terrés, a Joaquín Díez-Canedo y a Alí Chumacero, entre otros. Algunos eran amables, otros distantes, apenas te dirigían la palabra y te saludaban.

Años después fui a otro restaurante. En la entrada me encontré a un grupo de escritores que publicaban en el FCE, entre ellos Juan Rulfo y Jaime García Terrés, que se sentía el más “divino” de todos. Al fondo del restaurante vi a los amigos que me habían invitado. De pronto se me acerco José Luis Martínez y me dijo al oído: “No creas que te vas a colar. No estás invitado”. Me sentí absolutamente segregado, repudiado. Le dije que no venía a juntarme con ellos. No sabían qué hacía yo en ese lugar tan elegante. Se sentían soñados, intocables, lo máximo. Entonces me retiré a mi mesa.

“Los Divinos” estaban esperando a Francisco Javier Alejo, recién nombrado por el presidente Luis Echeverría como director del FCE y que formaba parte de esa generación de funcionarios conocida como la “Efebocracia”, pues todos eran jóvenes. Cuando Alejo llegó, vio en la mesa de atrás a las personas con las que yo estaba y fue a saludarlas. Los que estaban en la mesa del FCE se quedaron ahí esperando de pie mientras él se sentaba en la mesa con nosotros. Un amigo mío le contó a Alejo lo que me acaba de suceder. Entonces Alejo me pidió que lo acompañara y me sentó en su mesa junto a todos los del FCE.

Al presidente Adolfo López Mateos le gustaba desayunar chilaquiles. Un día nos ofreció un desayuno al que asistieron Jaime Torres Bodet, secretario de Educación, Agustín Yáñez, que acababa de terminar su periodo como gobernador de Jalisco, Juan Rulfo, Homero Aridjis y Juan José Arreola, con otros muchos.

Esas reuniones las inventó el poeta Arturo González Cosío, que trabajaba en el área de Prensa de la Presidencia con López Mateos. Al final del desayuno nos incluyeron a mí y a las muchachas de la revistaRehilete, entre ellas Beatriz Espejo y Margarita Peña. El presidente nos preguntó a cada uno: “¿Qué estás haciendo tú y qué necesitas?” Cuando fue mi turno le dije: “Yo  hago Cuadernos del Viento y necesito vender mi revista”. Entonces dijo a su personal: “Cómprenle 100 suscripciones para que se reparta en todas las bibliotecas públicas”. Cuando llegó la oportunidad de Arreola, le dijo al presidente: “Yo no estoy haciendo nada porque necesito una transfusión urgente”. Se refería a una transfusión de lana. Luego Aridjis dijo: “Yo también”, y al final del desayuno se fueron en el coche del presidente.

Libros e industria editorial: el negocio contra la cultura

7/Febrero/2016
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

La industria editorial, en sus mejores momentos, está asociada a la creación y a la divulgación de la cultura; estrechamente vinculada al progreso de la educación y a la formación de conocimiento, lo mismo si se trata de literatura que si se refiere a la ciencia, el arte, la historia, la religión, los viajes, etcétera.
Después de la segunda guerra mundial (1939-1945) tocó a la industria editorial la reconstrucción más importante: la del pensamiento. Y esta reconstrucción (que se hizo a la par de retirar escombros y levantar nuevas edificaciones) corrió a cargo de las editoriales universitarias y los sellos independientes, cuyos impulsores tenían la certeza de que ninguna reconstrucción sería duradera si, en medio del nihilismo ocasionado por la barbarie bélica, no se reedificaba la inteligencia.
La historia de este antídoto contra la devastación no sólo de los edificios sino, sobre todo, de la conciencia y el saber, la encontramos en muchos libros, pero especialmente está en dos volúmenes ejemplares: La industria del libro. Pasado, presente y futuro de la edición (Anagrama, 2001), de Jason Epstein, y La edición sin editores. Las grandes corporaciones y la cultura (Era, 2001), de André Schiffrin. Estos libros cuentan la historia de los esfuerzos y afanes denodados por restablecer la confianza en la cultura y en la educación en los años finales de la primera mitad del siglo xx.
Fue así como, después de la destrucción y la muerte, los auténticos editores (gente preocupada por la cultura y por la educación más que por el dinero) se propusieron, lo mismo en Europa que en Estados Unidos, fortalecer el saber, hacer más sólido el pensamiento, diversificar las ideas y animar un ambiente de conocimiento que hiciera reflexionar a las personas sobre el sentido más profundo de la existencia.
Surgieron y resurgieron así los editores, casi todos ellos hombres de sólida cultura y patente formación, fruto de las universidades, que no se conformaron con publicar y vender libros, sino que buscaron ampliar los intereses intelectuales de las personas, invitándolas y estimulándolas a acercarse a temas y asuntos ignorados o soslayados.
Stanley Unwin (1884-1968), en el Reino Unido; Alfred a. Knopf (1892-1984), Richard l. Simon (1899-1960) y Lincoln Schuster (1897-1970), en Estados Unidos; Giulio Einaudi (1912-1999), en Italia, y Maurice Girodias (1919-1990), en Francia, son sólo algunos nombres de auténticos editores y no únicamente de negociantes del libro; gente que creía que la cultura escrita era una extensión decisiva e indispensable de la educación formal y no sólo un pretexto para hacer dinero a partir de una noble mercancía.
Para Jason Epstein, creador del sello Anchor Books (“que desencadenó la llamada revolución del libro de calidad en rústica”) y quien fuera durante muchos años director editorial de Random House (cuando decir esto era decir algo importante), “la edición de libros es por naturaleza una industria artesanal, descentralizada, improvisada y personal; la realizan mejor grupos pequeños de gente con ideas afines, consagrada a su arte, celosa de su autonomía, sensible a las necesidades de los escritores y a los intereses diversos de los lectores. Si su objetivo primordial fuera el dinero, estas personas habrían elegido otras profesiones”.
Esto coincide con lo que sostenía Giulio Einaudi: el verdadero editor no es el que sale al encuentro del gusto del público (que puede ser por cierto el peor gusto) y que se alinea a la moda para producir lo que más se vende (así sea chatarra), sino “el que introduce en la cultura las nuevas tendencias de la investigación en todos los campos: literario, artístico, científico, histórico o social, y trabaja para que emerjan los intereses profundos, aunque vaya a contracorriente. En vez de suscitar el interés epidérmico, de secundar las expresiones más superficiales y efímeras del gusto, favorece la formación duradera”.

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Lo expresado por Epstein y Einaudi exhibe justamente a la empresa y al mercado editorial de las grandes corporaciones que, actualmente, carecen de todo interés por editar culturalmente, puesto que su precepto es vender: vender lo que sea, con tal de que se venda. Lejos han quedado los editores que se esforzaban por crear cultura. Hoy, como lo señala André Schiffrin (quien fuera director de Pantheon Books y cuyo padre fundó la célebre colección francesa de La Pléiade), casi todo el mercado del libro está en manos de ejecutivos de las grandes corporaciones que lo mismo fabrican armamento que libros, y cuyo único interés es la amplia ganancia y no la cultura, mucho menos la educación y el rendimiento moderado. A estos altos ejecutivos, que trabajan en el medio editorial como podrían hacerlo en otro negocio, ¡que nadie les hable de ganancias marginales!
Explica Schiffrin: “Hasta hace bien poco, la edición era esencialmente una actividad artesanal, a menudo familiar, a pequeña escala, que se contentaba con modestas ganancias procedentes de un trabajo que todavía guardaba relación con la vida intelectual del país. Durante los últimos años, los grandes grupos internacionales fueron adquiriendo las pequeñas editoriales una tras otra, y estas editoriales compradas por los grupos implicados en la industria cultural han visto desaparecer de sus catálogos los títulos más prestigiosos o aquellos destinados a la enseñanza”.
De hecho, a las grandes corporaciones que, entre otras cosas, fabrican libros, la enseñanza y la cultura no les interesan en absoluto. Sus intereses están en la ganancia rápida y el lucro desmedido. Es comprensible: si lo mismo venden aviones que armas (como es el caso de Lagardère, en Francia, dueña de Hachette Livre), ¿por qué demonios habrían de interesarse en la educación y en la cultura? Su prioridad es la ganancia y no por cierto marginal, incluso tratándose de libros. Con las grandes corporaciones de hoy, que han ido absorbiendo y muchas veces depredando los sellos editoriales independientes de prestigio, es bastante probable que nunca se hubiera publicado el Ulises, de Joyce.
Mucho de lo que se vende hoy por miles no sobrevivirá en absoluto. Lejos han quedado las sabias palabras de Stanley Unwin: “Si buscas ante todo dinero, no te hagas editor.” Pero quienes hoy se dicen editores, porque publican y venden libros (de lo que sea, lo mismo da, en tanto se vendan), “al no poder enorgullecerse de lo que editan, se consuelan con las delicias de la vida de los grandes grupos, restaurantes de lujo, coches con chofer y otros símbolos de estatus social”, como atinadamente observa Schiffrin.
En su Léxico editorial. Para uso de quienes todavía creen en la edición cultural (2002), Mario Muchnik, otro auténtico editor de la vieja guardia, coincide con Schiffrin y, a propósito de la rentabilidad de una editorial, añade que “la cultura del libro necesita, para sobrevivir, la pequeña librería de barrio”, justamente esa librería que está en vías de extinción producto de los grandes establecimientos vendedores de chatarra de flujo rápido. Las grandes librerías de amplias superficies de exhibición prestan muy poca atención a los libros de vocación cultural y educativa, de flujo lento; en cambio privilegian, y en grandes pilas, los libros de moda que se venden no por cientos ni por miles sino por toneladas.
Pero, además, Muchnik señala otro dato preocupante: el de las ganancias desmedidas de los grandes consorcios editoriales, que no se pueden conseguir si no es por medio de la venta de chatarra y no de las obras formativas, de profundo calado. Advierte Muchnik: “Schiffrin demuestra que, como tal, el libro puede sobrevivir a lo que Octavio Paz llamaba ‘la rentabilidad animal’, pero no sin algún tipo de acuerdo entre editores in-dependientes dispuestos a presentar batalla al criterio de la bottom line como índice de buena gestión editorial. Editoriales francesas de reconocido prestigio, como Le Seuil o Gallimard, han fijado y mantienen márgenes inferiores al tres por ciento, cuando Random House (y ahora su nuevo dueño el grupo Bertelsmann) pretende, de todas las editoriales que agrupa, el quince por ciento o más. El resultado inevitable es el empobrecimiento y la uniformización de los respectivos catálogos, la desaparición de líneas editoriales enteras (y, con ellas, de sectores enteros del pensamiento y de la creatividad de los autores), la consiguiente aridez de la oferta de lectura y, por ende, del diálogo social”.
De hecho, a estos consorcios editoriales ya no les interesa el catálogo sino sólo el inventario, pues ya no publican libros que realmente vayan a permanecer vigentes, sino objetos (similares a los libros) cuya venta ha de ser inmediata, para luego de alcanzar la ganancia triturar y hacer viruta los miles de sobrantes. Por lo demás, ¿cómo podría formarse un catálogo con publicaciones coyunturales (independientemente del género) cuyos autores, además, no están interesados en construir una obra seria, sino en vender rápidamente muchos ejemplares? Ganancia inmediata mata catálogo.
Los consorcios del consumo cultural publican libros vendibles, no perdurables. Los autores de tales libros tratan, oportunistamente, temas de moda (generalmente novelados), que a nadie le importarán mañana, pero que dejan buenas regalías en cosa de tres semanas. Y los encargados de “editar” y publicar tales libros les piden más de lo mismo. Entre esos productos no aparecerán jamás una Conversación en La Catedral, un Pedro Páramo, un Ficciones, un Cien años de soledad, un Juntacadáveres, que es lo mismo que nombrar las imposibilidades de un Vargas Llosa, un Juan Rulfo, un Borges, un García Márquez, un Onetti; en cambio, sí, muchas páginas escritas deprisa y publicadas deprisa que serán olvidadas con la misma prisa con las que se vendieron, y que fueron leídas aprisa por lectores impacientes formados no por la literatura, sino condicionados por el mercado.
Resulta lamentable lo que está produciendo este negocio editorial que se ha olvidado de la cultura para quedarse únicamente en negocio, pero especialmente en un negocio (la negación del ocio) cuya única aspiración es la codicia.

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¿Cómo se puede saber hoy si una empresa editorial está interesada en la cultura y en la educación y no únicamente en el negocio? La evidencia es su catálogo vivo y, en particular, los títulos de gran calidad y los autores perdurables de ese catálogo. Todo lo demás es desechable. Por ello hoy, sin duda, son los editores independientes, los universitarios, los especializados (poesía, ensayo, filosofía, clásicos) y los que a pesar de estar en un consorcio se preocupan lo mismo por las ganancias que por la buena calidad de sus libros, los que tienen realmente catálogo. Los demás sólo tienen inventario.
La codicia en el mercado editorial está acabando con la cultura del libro del mismo modo que ya casi acabó con la cultura del disco, en el caso de la música. Ramón Akal, otro importante editor que ha beneficiado grandemente a los lectores de lengua española con su extraordinario catálogo del Grupo Editorial Akal, fue muy claro cuando, de visita en México, advirtió que el neoliberalismo ha uniformado todo el proceso de edición y, por tanto, de conocimiento en el mundo (La Jornada, 22/ix/2015).
Añadió: “Se lee aquello que los grandes grupos estiman que debe leerse. Se lee y se olvida inmediatamente, porque no deja ningún poso.” Fundada en 1972, la editorial Akal surgió con la finalidad de publicar y difundir obras que incidan de manera positiva en la generación del pensamiento crítico, libros que cuestionen las creencias, obras que estimulen el pensamiento. Quien vea el catálogo de Akal puede comprobar que esto es exacto.
Y, adicionalmente, con un riesgo que un verdadero editor asume de manera valiente, y que todo falso editor evade para no perder sus privilegios en el consorcio. “Nosotros publicamos libros que se agotan en un plazo muy largo, porque la lectura en profundidad cansa, frente a un mercado que tiene acostumbradas a las personas a series de televisión, películas y libros donde la banalidad es el principio básico”, sentenció Ramón Akal.
Este elogio de la lentitud en la formación intelectual y emocional, frente a la prisa y la banalidad; este encomio del libro que no se hace para agotarse en un par de semanas, frente a la celeridad frívola del mercado editorial como negocio de altas ganancias, revelan a un verdadero editor, frente al poder del dinero, la celebridad y la vacuidad que todo lo arrasa. En agosto de 2015, en El País, Gustavo Martín Garzo expresó, con aforística razón: “Pocas veces las palabras y las ideas han valido menos.” Y todo ello a pesar de la vorágine parlanchina y desinhibida de quienes compran el libro de moda que el mercado les impone para que se sientan informados y “actuales”: versados en la palpitante insustancialidad