domingo, 9 de agosto de 2015

La sociedad de los poetas vivos

9/Agosto/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Si tomamos en cuenta los extremos de 300 a mil 500, la tirada promedio de un libro de poesía en México es de unos 600 ejemplares, que tardan en agotarse entre cinco y seis años. Cuando es de 2 mil o mayor, es posible hallar ejemplares veinte años después. De los 2 mil de El jardín increíble (Jus, 1950), de Manuel Ponce, compré tres ejemplares, impolutos, treinta años después, en una librería de Morelia. De los 2 mil de La estación violenta (FCE, Letras Mexicanas, 1958) de Octavio Paz, adquirí un ejemplar nuevecito en la Librería Madero de Ciudad de México, en 1983. Incluso en las librerías de viejo se da la paradoja de encontrar libros nuevos de poesía. Podemos asegurar que son nuevos porque se encuentran intonsos o impecables, ajenos a toda pátina de dedos “lectores”.
Sin embargo, un libro nuevo de poesía del que no se han vendido ejemplares puede tener entre diez y doce reseñas elogiosas días o semanas después de su anodina “aparición”. ¿Cómo es posible tal milagro? Porque las reseñas de poesía las escribimos también los poetas que, generalmente, somos amigos o cofrades del poeta que publicó el nuevo libro que, además, no compramos, sino que nos lo obsequió (autografiado) su autor.
Como en la poesía es casi imposible hablar de “negocio literario”, lo que hay puede calificarse de afinidades electivas, patrocinios, amistades, grupos, capillas y cofradías. Ni siquiera llegamos al extremo de lo que Norman Mailer denomina (para la narrativa estadunidense) los “sindicatos de escritores y críticos”: sociedades mafiosas de gestión capaces de convertir en príncipe a un mendigo (literariamente hablando). Estos grupos (más cerca de la fechoría y el dinero que de la literatura) pueden lograr en Estados Unidos que una novela, buena o mala, se venda muy bien o no se venda. En cambio, para el caso de la poesía, las reseñas favorables, aunque sean muchas, no inciden en la venta de los libros ni influyen, como publicidad, para el éxito “literario”. A los autores de novelas que no se venden, no les duele tanto el ego como el bolsillo. Contrariamente, los poetas, que saben de antemano que no venderán ni muchos ni pocos ejemplares, no se afanan en el negocio, sino en el egotismo. La egolatría compensa lo que el dinero no da. Mailer, en cambio, sabía, cuando empezó a triunfar, que tener una reseña desfavorable en el Times del domingo afectaba su billetera aunque su ego permaneciese relativamente intacto.
La “crítica” de poesía se mueve en el ámbito íntimo de la amistad que se hace pública precisamente cuando una reseña favorable se publica. Luigi Pizzolato ha estudiado a fondo la importancia de la amistad desde la Antigüedad clásica y concluye que “no es aventurado decir que la amistad desempeña un papel crucial en la concepción antropológica”. La amistad es un vínculo parecido al amor y, por lo mismo, no se rige por la objetividad crítica. Los amigos no esperan que les digas la verdad y, tratándose de artistas y escritores, lo que desean son elogios (o siquiera consuelo) para compensar el menoscabo, la insolencia, el silencio, y a veces también la verdad, de sus adversarios.
Como en cualquier otro gremio, es lógico que los poetas vivan y convivan con los poetas, pero la “amistad” entre poetas suele ser moneda de cambio que se pierde cuando ésta no es redituable en la bolsa del egotismo. Si tu amigo poeta te dice, públicamente, que tu libro es malísimo, no encuentras razón alguna para que sigas siendo su amigo, y especialmente en las letras (desde Cervantes, Góngora y Quevedo), más vale enemigo jurado que amigo reconciliado. Éste es el drama de ese vínculo social e íntimo (sincero o no) que se rompe con cualquier cosa, con el menor roce, pues así de frágil es su condición.
Gombrowicz afirmó que los escritores se alimentan, ansiosamente, del egotismo y el endiosamiento. Fustigaba especialmente a los poetas y, en una anotación de 1953, en su Diario, aconsejaba al lector: “No te dejes arrastrar al juego que consiste en que ellos ‘cantan’ mientras tú admiras. Revisa tus lugares comunes.” Por otra parte, no se equivoca Joan-Carles Mèlich cuando, en La lectura como plegaria, afirma que “es peligroso tener la conciencia tranquila”. Y lo es, especialmente, cuando uno cree merecer todos los elogios que recibe. Si se vive para el negocio literario, lo que te duele es el bolsillo cuando tus libros no se venden; si se vive para el egotismo, lo que te duele es el amor propio, no porque tus libros no se vendan, sino porque nadie, salvo tú, dice que son extraordinarios. Tal es la sociedad de los poetas vivos. ¿O será mejor decir la sociedad de los poetas bobos?

sábado, 8 de agosto de 2015

"LOS CHILANGOS ME ADORAN": VELAZQUEZ

8/Agosto/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

Me opongo a lo que Carlos Velazquez representa. Decidí entrevistarlo.

¿Que respondes a quienes decimos que lo post-norteño que abanderas era lo que quería oír la Ciudad de México re-centralista?

“Cuando escribí La Biblia Vaquera era un don nadie sin conciencia ni concepción de la literatura mexicana. Lo ‘posnorteño’ es un intento por explicarme mi propia cultura. Pero no es creación mía. Posnorteños somos Élmer Mendoza, tú, yo. Si detonó en el centro es porque antes de mí existió una novela llamada Par de reyes [de Ricardo Garibay], el primer producto posnorteño”.

Crecientemente literatos defeños te detestan. ¿A qué se debe?

“Ignoro quiénes son esos literatos. A mí nadie me aborda. Mi editorial está en D.F., tuve una esposa chilanga, el quincenario Frente, que es mi casa, es chilango. La recepción crítica de mi obra se la debo toda al centro. Mi percepción es distinta. Los chilangos me adoran”.  

El experimentalismo que está en decadencia en USA, entra por alfombra roja en México. Hace poco defendías la narración convencional. ¿Dónde ves tus técnicas?

“Se cometen muchas atrocidades en nombre del experimentalismo. No defendía la narración convencional sino el narrar convencionalmente. Crear un tejido semántico. Contar una historia. De cualquier modo, ¿quién puede decir qué es una narración convencional? ¿Pedro Páramo? No creo. Soy un posmoderno que proviene de corrientes marginadas y que necesita tender puentes con otras tradiciones”.

Tus libros y periodismo construyen un voraz usuario de coca y un defensor de todo lo políticamente incorrecto. ¿Personaje o autobiografía?

“Si las sustancias forman parte de mi vida es porque soy adicto. Si no me dedicara a las letras de todas formas consumiría drogas. Nunca he entendido la referencia a mi “personaje”. Acudo a nadar 5 días a la semana, cuido a mi hija, produzco. Consumir coca es un privilegio ocasional. Si en este país las drogas fueran legales ese prejuicio estaría en segundo plano. La coca no escribe por mí. Soy incapaz de trabajar drogado. Si las sustancias forman parte de mi obra es porque soy un hedonista y me interesa explorar los placeres en la literatura”.  

Eres uno de los principales autores Millenial mexicanos. ¿Cómo ves tu lugar en 5, 15 y 50 años en la literatura mexicana?

“No me detengo a pensar en cómo me voy a percibir a mí mismo en el futuro, lo único que me preocupa es escribir libros a la altura de mis ambiciones, una obra sólida”

¿Cuál será tu siguiente libro?

“Este año saldrá mi primera novela. Su título provisional es El corrido del Santo Madero. Me he preparado toda mi vida para ese libro. Le he entregado los últimos cuatro años. He perdido todo, amistades, parejas, dinero, sueño, me ha mermado la salud. Ha trastornado mi existencia de manera radical. Ha valido la pena”. 

Carlos y yo tenemos puntos de vista opuestos. Pero lo estimo. Le deseo suerte con su novela. Seré el primero en leerla.

lunes, 3 de agosto de 2015

JEP: Homenaje al sin embargo

Agosto/2015
Nexos
Jesús Silva-Herzog Márquez

En su número 207 la revista Proceso se entrega al juego de la sucesión presidencial. Falta año y medio para la elección del 82 pero la revista se entretiene con las especulaciones del momento. El destape que viene será como todos los previos. Empresarios y corporaciones sindicales dibujan el retrato de su deseado. El siniestro comandante de la policía capitalina, Arturo Durazo, viaja a Estados Unidos y recibe elogios de la policía de Washington. En la página  35 de la revista José Emilio Pacheco escribe de Francisco de Quevedo. Debería decir, más bien, que José Emilio Pacheco escribe otra vez de Francisco de Quevedo. Es el fin de la serie, advierte el poeta como si suplicara comprensión a sus editores. Había publicado ya tres textos largos sobre Quevedo por sus cuatro siglos. Después de un paréntesis para celebrar el Nobel a Milosz, Pacheco entregaba un cuarto ensayo, dedicado  a su prosa política y moral. Así empezaba su inventario:
¡Otro artículo sobre Quevedo! Es antiperiodístico. Es evasivo. Realmente no vale la pena. ¿Qué tiene que ver con México? ¿Usted cree que a un campesino de Chiapas le interesa Quevedo, cree que puede entenderlo?
Pacheco recoge el rumor de la redacción para advertir la arrogancia de cierto populismo. Se trata, en realidad, de un elitismo que se pretende representante de los intereses del campesino chiapaneco, cuidándolo de lo que sería incapaz de apreciar. La gran literatura, la poesía de los clásicos, la percepción de los meditadores no es para todos. La cultura es para pocos; el entretenimiento para el resto. En defensa de su apunte, José Emilio Pacheco enlista las razones por las cuales ha de recordarse a Quevedo en un semanario de denuncia.
En primer lugar, la literatura española pertenece a los mexicanos no menos que a los salmantinos. Cada uno de nosotros la heredó con la lengua  que nos enseñaron en la cuna. […] En segundo lugar, Quevedo es el mejor antídoto contra el sentimiento de inferioridad que nuestros amos nos han hecho interiorizar. Después de leerlo con un mínimo de atención, nadie pensará que el castellano es un idioma de segunda. Si queda alguna duda, que lea las traducciones de Quevedo o intente trasladarlo a otro lenguaje.
Por último, la historia no se repite y sería insensato pretender que nuestra situación es análoga a la del imperio español en sus amenes y postrimerías magistralmente descritas por Quevedo. Pero su experiencia vivida no nos resulta del todo extraña si pensamos en que vivió en un país al que finalmente destruyó nuestra vieja amiga la inflación; que exportaba los frutos del subsuelo colonial y en cambio importaba todo lo demás. Una España en que no había cosa que no estuviera en venta ni pudiese conseguirse mediante el soborno. Aún nadie lo llamaba “mordida” pero ya se le conocía en todo el orbe por el nombre de “unto de México”. Un país en que la miseria y el hambre eran el marco andrajoso del lujo y el consumo suntuario de aquellos empeñados en enriquecerse aun al precio de acabar con el suelo que pisaban. El ocio era producto del desempleo y la falta de educación. Cada ministro resultaba más inepto y voraz que el anterior. El siglo de Quevedo, como el nuestro, fue —hubiese dicho Musset— “un mal momento”.
José Emilio Pacheco también quería el latín para las izquierdas y no sólo para ellas. La hazaña de su trabajo periodístico es la terquedad con la que remó contra la corriente de nuestro tiempo. Inventario fue un milagro del periodismo mexicano. Recorrer los cientos y cientos de páginas publicadas primero en Excélsior y luego en Proceso es contemplar una de la creaciones culturales más imponentes de nuestra era. No es un viejo edificio en ruinas, un palacio magnífico pero deshecho sino por el contrario, adentrarse en una casa impecable. Habitable por su trazo y por su vitalidad. Por la diversidad de sus espacios, por la variedad de tono: un sitio para la nostalgia y para el juego, una recámara de placeres y tristezas, un comedor para la conversación, el chisme, la risa.
En su columna se encuentra la mejor prueba de que la literatura es siempre pertinente. Lo inmediato es iluminado por lo intemporal. Lo que creíamos único rebota en los ecos de lo universal. Lo flamante aparece como reflejo de lo más remoto. Pacheco rescata en algún momento una extraña defensa de los clásicos. No proviene de Vasconcelos repartiendo sus libros en el monte sino de Harry Truman en la Casa Blanca. Un colaborador lo descubrió un día leyendo Los doce césares, de Suetonio. ¿Por qué lee usted esa antigualla?, le preguntó. “¿Sabe usted por qué leo a Suetonio? Para saber qué está pasando aquí en Washington”. La historia como ventana al presente.
Las lecturas de Pacheco nos  acompañaron durante décadas para darle algún sentido a la desgracia.  Las tragedias naturales, los atropellos políticos, la tontería pública, los saqueos, el escándalo encontraba significado en la eterna comedia del hombre. Es cierto: leer a Suetonio  puede ser más esclarecedor que sumergirse en el reportaje de la mañana. Imaginar una conversación entre muertos puede dar más luces sobre la controversia del presente que escuchar el pleito de la mañana. Relatos históricos e imaginarios, parodias literarias, reseñas que escapan del culto a la novedad, diálogos teatralizados, traducciones, homenajes y celebraciones, aforismos. Todo cupo en una columna firmada apenas con tres letras. Su Inventario no fue solamente una carpeta de lecturas sino la propuesta de insertarla en la conversación mexicana. No son los apuntes de un profesor que instruye al ignorante, sino los hallazgos que se disfrutan al compartirse con los amigos en la mesa.
En un inventario, JEP escribió sobre la amistad entre Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Ahí escribió:
Ambos creyeron que el deber de la inteligencia es propagar los bienes culturales, no monopolizarlos. Los dos buscaron la perfección: Jiménez en el ideal de la belleza pura y la verdad; Reyes en la esperanza de un mundo menos atroz, unido por la comunicación espiritual entre los seres humanos. Uno y otro trataron de lograr sus fines mediante el trabajo bien hecho, la unión armoniosa de forma e idea.
¿No está ahí, en el cruce de esos afanes literarios, el secreto de la constancia periodística de Pacheco? Anhelo  de perfección, fe en la palabra: esperanza en un mundo menos cruel, unido por la comunicación.
Octavio Paz leyó cada poema de José Emilio Pacheco como un “homenaje al No”. En su poesía, el tiempo es “agente de la destrucción universal”, la historia, un “paisaje de ruinas”. A medianoche, a la mitad del siglo, escribe Pacheco en las primeras líneas recogidas en su poemario más completo
Todo es el huracán y el viento en fuga.
Todo nos interroga y recrimina. 
Pero nada responde, 
nada persiste contra el fluir del día.
El poeta metafísico pregunta: ¿qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.
Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un huerto líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia. Nos rodean devastaciones.
La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.
Pisamos huesos,  
sangre seca, restos,  
invisibles heridas.
El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.
“Vivir es ir muriendo”, dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la barriga de un niño, el terremoto que convierte al suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El poeta mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas.
Somos habitantes de lo efímero. Nada permanece. En El reposo del fuego puede leerse esto:
Miro sin comprender, busco el sentido 
de estos hechos brutales. 
                          De repente
Oigo latir el fondo del espacio, 
La eternidad gastándose. 
                          Y contemplo
La insolencia feliz con que la lluvia
Ahoga este minuto y encarniza
Su plural mordedura contra el aire.
La eternidad se gasta. Pacheco no nombra el instante como atisbo de infinito sino como certificado de lo fugaz. Todo se escurre como lo entendía el propio Quevedo al rendir homenaje a Roma: ha muerto lo que era firme y solamente “lo fugitivo permanece y dura”. Un poema de Irás y no volverás lo advierte claramente:
Mi único tema es lo que ya no está. 
Sólo parezco hablar de lo perdido. 
Mi punzante estribillo es nunca más
Y sin embargo, amo este cambio perpetuo, 
este variar segundo tras segundo, 
porque sin él lo que llamamos vida
sería de piedra.
Ese ir muriendo que es la vida reside precisamente en las tres palabras que ocupan el centro de su contraelegía: “Y sin embargo”. En Pacheco se destila la profunda sabiduría del pesimista: a pesar de todo esto amo, vivo, somos. Acariciar la fugacidad. El inventario le regala al crítico la oportunidad de hablar también de lo que no se pierde, de lo perdurable. No es extraño que “Alta traición”, su poema más popular, tenga esa misma marca en el centro: la afirmación de un pero.
Vayamos de nuevo a sus reflexiones sobre Quevedo para encontrar las claves de su trabajo periodístico.
Quevedo es negatividad en estado puro. Todo en él resulta congoja, desengaño, pesadumbre, podredumbre, fracaso. Al desastre sin término opone la carcajada sarcástica, el gargajo en el rostro de la belleza. Observa a la humanidad como cortejo fúnebre del hampa. Nos ve como la parodia ridícula y ridiculizable de lo que creemos ser. Llevamos máscaras intangibles y tangibles —afeites, pelucas, tintes— para no vernos y para que no nos vean como lo que somos. Nuestras buenas cualidades nacen del egoísmo y la conveniencia. Existen mientras no tenemos oportunidad de sacar las uñas y las garras. La vida es humillación insaciable. Carniceros de hoy, reses de mañana, representamos la obra caricaturesca de una deidad satánica que creó el infierno a imagen y semejanza de nuestra convivencia. Como en Hobbes, en Quevedo la vida es breve, brutal, siniestra. Para él no existe ninguna esperanza. Quevedo tiene la imaginación del desastre.1
El lector se observa en el clásico de los cuatro siglos. Sabe que los carniceros de hoy serán las reses de mañana. Pero la negatividad del poeta mexicano no es, aunque parezca, absoluta. Si la burla acude al rescate de Quevedo, poesía e historia compensan el pesimismo de Pacheco. No lo contrapesan porque le ofrezcan ilusión. Lo que le entregan es una discreta confianza en la memoria y el entendimiento. ¿De qué otra manera pueden leerse sus inventarios sino como uno de los mejores testimonios de la esperanza mexicana en nuestro tiempo?
Pacheco hizo suya la pregunta de Milan Kundera: ¿Qué sabríamos del amor si no fuera por la novela? La historia que rehacía semana tras semana con los aires de la imaginación, las lecturas que compartía con sus lectores en la prensa periódica son una apuesta de comunicación, es decir, confianza en la palabra, la imaginación, el recuerdo. La lucha contra el olvido no le parecía menos importante que la lucha contra la miseria. La ignorancia era, más que falta de ciencia, incapacidad de sentir la emoción del otro. Como Malraux, Pacheco “vio en el arte nuestra única posibilidad de exorcizar la nada y la muerte”.2
Baúlmundo fue otro nombre que llevó la columna de JEP, antes de que se estableciera como inventario. Eso son sus trabajos de periodismo cultural: el cofre que contiene un planeta. Abrirlo es encontrarse reseñas trabajadas como obra de arte que, a la manera de Auden, encuentran pertinencia y sentido polémico; reconstrucciones de una historia que por remota que parezca resulta más viva que el presente mismo; libretas de apuntes sueltos, bosquejo de poemas y traducciones; perfiles de escritores laureados; piezas de imaginación que funden hecho y fantasía; crónicas, mina de aforismos, parodias. Pasaporte de actualidad literaria, aviso de publicaciones recientes, registro de efemérides y de debates. Cuaderno de etimologías, sabroso anecdotario. Inventario: relación de pertenencias que es, ante todo, repertorio de la imaginación.
Escritura evasiva, antiperiodística, le lanzaron algunos. Pero los inventarios no son fuga del presente. Por el contrario, aparecen como el enfoque que la memoria ofrece a la actualidad, la hondura con que la poesía esclarece la circunstancia. Para explicar el medievalismo del ayatola Jomeni que ha condenado a muerte a un novelista por el crimen de escribir, Pacheco advierte a sus lectores mexicanos: el ayatola tiene la misma edad que don Fidel Velázquez. El cronista viaja por el metro de la ciudad de México y escucha:
—¿Viste? Tiraron todas las estatuas de Lenin. 
—¿Y ese quién es?
—John Lenin, el Beatle que mataron en Nueva York.
El hombre de las letras le recuerda a los demagogos y a los entretenedores que no hay mucho nuevo bajo el sol. Que mirar lo que tenemos frente a la nariz requiere a veces entender lo más remoto. En el pasado hay advertencias, en la imaginación explicaciones. En el año del bicentenario, Pacheco recordaba aquel famoso apunte de Walter Benjamin sobre el cuadro de Paul Klee: el ángel de la historia sabe que el pasado no es amontonamiento de hechos sin sentido. “En lo que para nosotros es una cadena de datos, él ve una catástrofe que amontona incansablemente ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies”.3 Todo se relaciona con todo. Esa sensibilidad histórica ofrece sentido, aunque sea trágico, al presente. La historia de lo remoto, la poesía antigua y distante no son escapes sino incisiones en la circunstancia. Traducir, o como lo veía él mismo, aproximarse a la poesía de los griegos es colocarle pie de foto al México espeluznante. Leer, por ejemplo, a Arquías de Macedonia:
Por los niños que vienen al mundo
Se duelen los tracios.
Y, en contraste, celebran la muerte.
Porque sufren los vivos el mal
y el dolor no conocen los muertos.
O a Teognis:
Nadie
En el país de la injusticia
Nadie
Puede sentirse a salvo.
O Alceo:
La miseria es el peor agravio que
Puedes
Hacerle a un pueblo.
Y es más terrible
Cuando se une a su hermana:
La impotencia.
Manifiesto contra la propiedad privada de la tradición literaria, su columna es prácticamente anónima, firmada escuetamente con sus siglas. A la primera persona del singular JEP llama simplemente “este redactor.” Siguiendo la lección de Borges y Max Aub, creyó que la mejor manera de agradecer lo leído y de disculparse por los robos inadvertidos era escribir textos propios y atribuirlos a autores imaginarios. La imaginación está siempre presente en su columna. El pasado no se recupera, se reinventa. Cuenta Pacheco, por ejemplo, la llegada de Federico García Lorca a México y  la desfiguración de sus libretos convertidos en melodramas en los que participaban Cantinflas y Lola Flores. No faltaría el lector que escribiera a la redacción de Proceso para denunciar las inexactitudes del misterioso redactor. También construye una historia alternativa. León Toral tiene mal tino y no consigue matar a Obregón. No habría nacido el PRI, dice Pacheco, pero habríamos padecido al PRO: Partido Revolucionario Obregonista. En 1947 se imprimirían millones de ejemplares de un libro: Versos y pensamientos del general Obregón, y se repartiría gratuitamente en escuelas, fábricas y oficinas públicas. La rebelión de los licenciados sería reprimida en 1950. José Vasconcelos y sus seguidores de izquierda, entre los cuales destacarían Miguel Alemán y Adolfo López Mateos serían ejecutados. Jean Paul Sartre habría denunciado en 1951 la tiranía esclerótica de Obregón. Y a su muerte en 1968, se iniciaría un periodo turbulento de la historia mexicana. La historia se bifurca… para llegar al mismo sitio.
“Qué bonito va a ser México cuando acaben de destruirlo”, dice en algún momento reaccionando tal vez a los ejes viales o al levantamiento de Perisur. El apocalíptico, sin embargo, es un escritor sutil. La conciencia del desastre lo previno no solamente frente a la ilusión ideológica sino también contra las trampas de la simplificación. Escéptico aconsejó:
De quien te dice: tengo miedo
No dudes. 
De quien te dice que no duda
Ten miedo.
En su traducción de los cuartetos de T.S. Eliot puede ubicarse la convicción de la que nacen su poesía y su periodismo: su no y su sin embargo:
….—pero no hay competencia: 
sólo existe la lucha por recobrar lo perdido
y encontrado y perdido una vez y otra vez
y ahora en condiciones que parecen adversas.
Pero quizá no hay ganancia ni pérdida: 
Para nosotros sólo existe el intento.
Lo demás no es asunto nuestro.
Sólo el intento existe.

Participación en la mesa “Ensayo, periodismo, inventario”, Homenaje a José Emilio Pacheco en El Colegio Nacional, 30 de junio de 2015.


1 “Cuatro siglos de Quevedo”, Proceso, núm. 203, 22 de septiembre de 1980.
2 “Malraux o la tentación de Occidente”, Proceso, núm. 5, 6 de diciembre de 1976.
3 La cita aparece en “Vargas Llosa y el sueño del celta”, Proceso, 7 de noviembre de 2010.

El cometa Sainz

Agosto/2015
Nexos
Ángeles Mastretta

Hay quien nos marca para siempre, aunque sólo cruce por nuestra vida, con su luz y su cauda, por un rato. Gustavo Sainz tenía ese don. Entraba con naturalidad a la vida de sus alumnos para encontrarlos a mitad del camino. No había que ir a buscarlo, era pródigo y contagiaba sus pasiones sin alardear. Dándonos clases de redacción periodística, lo que hizo fue descubrirnos un mundo custodiado por las palabras. Y libre de todo lo demás.
Claro, él no hubiera dicho nunca que eso se preponía, le hubiera parecido grandilocuente y presuntuoso, sin embargo consiguió implantar semejante convicción entre nosotros. Cosa de querer algo con todas nuestras ganas, para que el viento y la marea estuvieran a favor. A veces, aún antes de atrevernos a desearlo, Gustavo ya estaba asegurándose de que nos sucediera. Y hablo en plural porque fuimos muchos los privilegiados por su vehemencia y su temeridad.
“Lo que pasa es que tú eres escritora. ¿Por qué estás estudiando periodismo, si a ti lo que se te da es la ficción?”.
Me soltó semejante conjetura al terminar la clase de doce a dos, en un recinto de la  Facultad de Ciencias Políticas. Mi gran mónada. Resguardo en el que yo cursaba el quinto semestre de la carrera de Ciencias de la Comunicación. No se me olvida ese momento. Para mí, la UNAM era una feria de cosas inauditas. Era la inmensidad. Y la fortuna. Sólo eso necesitaba, pero el profesor Sainz me estaba proponiendo todavía más. Impensable. Le expliqué en diez frases todas esas cosas de las que ya he hablado hasta el cansancio. Yo había llegado a la ciudad de México poco antes de mi primer encuentro con la orfandad, en Puebla, ahora mi territorio legendario, pero entonces el corral del que huí tras cambiar dos veces de carrera. Contando como la primera, lo que debía ser un buen matrimonio. Así que ya no quedaba más que terminar la de periodismo y encontrar un trabajo cuanto antes. Si por mí fuera en ese instante.
—¿Quieres trabajar? —preguntó.
—Yo te doy trabajo —dijo como si fuera el genio salido de una lámpara.
Una semana después me había convertido, por obra y gracia de su buena voluntad y mi inconciencia, en la subdirectora de la revista Siete. Una publicación que, como parte de la fiebre de los setenta, la SEP había creado para completar su proyecto editorial.
¿De dónde pudo sacar Gustavo que  yo debía ser escritora? De que cuando nos dejó hacer una entrevista con un personaje elegido a voluntad, yo entrevisté a Carlos Hank González, el distante gobernador del Estado de México. Describí con cuidado sus modos, las alfombras de su oficina, los trabajos que había pasado para conseguir que me recibiera y las elocuentes respuestas que él fue dando. Todo eso entre  un viernes y un lunes. Por supuesto Gustavo, que sabía de inventar y de gazapos, adivinó que semejante encuentro no podía ser verdad. Y me lo dijo tras devolver calificadas las otras tareas y quedarse con la mía sobre el escritorio, como una amenaza. 
Me podría haber corrido de su clase, podía enojarse, pero en lugar de eso tuvo a bien invitarme a una oficina, eso sí, algo mugrosa, en la calle de Bucareli, dentro de un edificio de tres pisos: una estancia de cinco por cinco con dos escritorios, una máquina de escribir y una mesa para dibujar, pegar, cortar y elegir fotos, en donde se instaló la radiante redacción de Siete. Ahí, a una cuadra del lugar en que él dirigía, también, la revista Claudia. Porque Sainz era un malabarista y a su circo invitaba a sus alumnos como quien llama al público a participar en la función. Así que varios fuimos, junto con él y su osadía, lo mismo trapecistas que levantadores de carpas, reporteros que traductores y cronistas. Nimiedades aparte: lectores.
Sainz tenía reverencia por los libros y por quienes los hacían posibles. Una suerte de fe para quienes estábamos perdiendo la esperanza en el más allá y necesitábamos por caridad que alguien nos acercara a la fantasía. De todo leí en eso años vehementes y despabilados. Sainz visitaba cuanta librería le quedara cerca o lejos. Y nos llevaba a fisgonear bajo la protección que nos daba ir con un comprador serio. Muchas veces fui con él a ver a Polo Duarte, quizás el último minucioso librero mexicano, a su tienda de obras escogidas en el número 17 de la calle Hidalgo. Luego cruzábamos la Alameda hasta llegar a una librería que quedaba en el pasaje del Prado, otro de los desamparados lugares que el temblor del 85 sólo dejó a salvo en nuestra memoria. Ahí abajo, Sainz era aún más loco que a ras de tierra. Iba poniendo en el mostrador dos, cinco, siete, doce libros por visita. Todo mientras yo miraba de lejos el tomo negro de Rayuela, puesto a resguardo de la codicia joven en un estante muy arriba. Costaba cuarenta pesos. Yo ganaba mil quinientos, pero mil eran de cooperación a la casa y el diez por ciento de lo restante no podía gastarlo de golpe.
Leía a saltos, siguiendo el rastro de Gustavo. Sin más rigor que la curiosidad y el presupuesto. Leí Sodoma y Gomorra, el tomo cuarto de En busca del tiempo perdidocuando el primero lo vine a comprar como quince años después. Ni decir que el asunto de la memoria asociada a la magdalena lo recuerdo mejor de oídas que de verdad. Eso sí, Balzac era baratísimo y apasionante. Mejor aún mezclado con el ruido del camión Insurgentes-Bellas Artes saliendo de la terminal de la UNAM hasta llegar al cruce con Reforma y un poco adelante, desde donde yo caminaba a Bucareli. De ida entre tiendas de garnachas y puestos desordenados. De regreso por una calle oscura de la que muchas veces me libré pidiendo aventón. Si  hoy tuviera que hacer tal recorrido, me tendrían que dejar en la Gayosso de Sullivan. Pero entonces el tiempo era largo y alcanzaba tanto que hasta conseguí escribir un proyecto de novela para pedir la beca al Centro Mexicano de Escritores.  Por supuesto empujada por Sainz que todo lo creía posible. Y me dieron la beca. Todavía no me repongo de tal susto. Pasaron diez años entre aquel y ese en el que me atreví a entregar los originales de Arráncame la vida. Una historia que nada tenía que ver con la que intenté escribir hasta quedarme muda entre mis condiscípulos, José Joaquín Blanco, Luis González de Alba, Francisco Serrano y Carlos Montemayor. Bajo la férula de nuestros maestros, don Francisco Monterde, Salvador Elizondo y Juan Rulfo. De sólo escribir sus nombres me congelo.
Por fortuna existía Gustavo con sus dientes grandes y su sonrisa de conejo atenuando mis desengaños. Nunca pude enderezar la novela que hubiera contado la pequeña historia de una joven que deja la provincia con sus leyendas para vivir en la capital, nueva leyenda plena de promesas, incluidas, entre tantas, desde el abandono de la virginidad, con sus consiguientes altibajos, hasta el descubrimiento de que el amor no siempre es una idea bonita, con sus consiguientes riesgos y glorias. No era fácil ordenarla, y menos si sus capítulos tenía yo que leerlos frente al auditorio de hombres escépticos que he nombrado antes con temor. De todos, sólo Rulfo me tuvo compasión, no porque me considerara ningún talento por descubrir, sino, creo, porque no lo molestaba ni pidiéndole sus opiniones, ni confiando en las voces de sus muertos. 
—A mí me gusta lo que escribió María de los Ángeles —dijo una vez, como si no dijera nada. Y nada dijo. Don Panchito Monterde calificó de buena mi ortografía, y Salvador Elizondo consideró que todo lo por mí escrito era una tontera, mala copia del monólogo de Molly Bloom en el Ulises. Mis pares atesoraron un prudente silencio. Yo me pregunté ¿quién sería Joyce? A partir de ese día no volví a entregar nada a ninguna de todas las sesiones que faltaban. En mi defensa he de decir que a nadie le fue menos mal que a mí.
Por fortuna estaba Sainz muriéndose de risa. Recogió una de aquellas entregas y se la llevó a Víctor Sandoval que la publicó en la Revista de Bellas Artes. Fue por esas épocas que decidió invertir su escaso patrimonio en dos revistas: Eclipse y Audacia. Las dos duraron sólo tres meses. No hubo para más. Todo le parecía novedad y juego. Sin duda sus libros, los de José Agustín y el de Parménides García Saldaña. Pero también los que un día, según su promesa y salvaguardia, escribiríamos nosotros. Mucho antes de oír de ella, Sainz me enseño a creer en la realidad virtual. Y sin hablar jamás del feminismo, con la soltura de quien ya está en otra parte, Sainz nos dio a mí, a Conchita Ortega, a Anamari Gomís, a Vilma Fuentes  y de seguro a otras tantas la capacidad de ni pensar en que la lidia con el sexo opuesto contrariaba nuestra obligación de jugárnosla como iguales. No importaba el éxito, importaba ir viviendo como si en él viviéramos. Gazapos hay en todas partes: yerros, deslices, traspiés, camándulas, contrariedades, pero para el profesor Sainz la libertad y el arrojo eran un placer que nos legó como un juramento: queríamos escribir. Escribiríamos.

sábado, 25 de julio de 2015

Los otros que fueron José Emilio Pacheco

25/Julio/2015
Laberinto
Darío Jaramillo Agudelo

“¿Pensáis que un hombre no puede llevar dentro de sí más de un poeta? Lo difícil sería lo contrario, que no llevase más que uno”. La frase es de Antonio Machado o, con mayor precisión, de Juan de Mairena. El mismo Machado, según las cuentas de Alvar, tuvo diecisiete heterónimos, cada uno con su cara, su oficio y su cuna. Mairena, el más conocido, era profesor y había inventado una máquina de cantar. Esto último no es exacto aunque el mismo Machado lo diga alguna vez, pues más adelante se corrige y precisa que la máquina de cantar la inventó Jorge Meneses y aclara que “Mairena había imaginado un poeta, el cual, a su vez, había inventado un aparato, cuyas coplas eran las que daba a la estampa”. En otras palabras, Machado tiene un heterónimo llamado Mairena, que tiene un heterónimo llamado Meneses, que inventa una máquina que es la verdadera autora de coplas como ésa de

Dijo Dios: brote la nada.
Y alzó la mano derecha,
hasta ocultar su mirada.
Y quedó la nada hecha.

Aquí en México son varios los casos de individuos que alojan a varios poetas, como el Mardonio Sinta de Francisco Hernández o el Aníbal Egea de Vicente Quirarte. En Venezuela existió un Eugenio Hernández Álvarez, valenciano, cuyo nombre fue devorado por otro “yo” que se apoderó de su identidad y la cambió por Eugenio Montejo. Y este Montejo, el gran poeta venezolano, compartía su pellejo con Blas Coll, “un viejo tipógrafo de aspecto menudo y algo estrafalario” que vivió en Puerto Malo a principios del siglo XX. Poeta, filósofo, monje, Coll definía la contemplación como “el abandono de las imágenes lingüísticas por las más inmediatas de las cosas en sí mismas”. Además de haber escrito el catecismo en clave Morse, Coll dejó algunos discípulos que produjeron sus versos. Entre ellos se cuentan Tomás Linden, que escribía sonetos teniendo en la cabeza dieciocho vocales; está Jorge Silvestre, de quien se sabe poco; y están Lino Cervantes y Eduardo Polo.

Pasando de Venezuela a Colombia, en un breve sumario de poetas con sosias tiene lugar especial León de Greiff. Alguna vez traté de contar los poetas que inventó León de Greiff y, de tantos, no pude precisar una cifra que ronda los cien. Para él, esta diversidad de dobles es algo natural: “Pluralidad entonces ya no tan ficticia ni nada facticia, que es pluralidad natural y no invención ni artilugio ni artificio recursivos”. En otra, León de Greiff se refiere a “la permanente pancaótica pluralidad mucho más que ficticia, la insólita Unidad Solitaria”.

Llegando, por fin, a José Emilio Pacheco, su desaparición, además de dejar un vacío entre los que lo queríamos y además de la imposibilidad de que ya no pueda añadir poemas a su obra, clásica de nuestro tiempo, también nos privó de otros poetas que vivieron entre su pellejo. De la información del Diccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias de María del Carmen Ruiz Castañeda y Sergio Márquez Acevedo, publicado por la UNAM en el año 2000, se puede hacer una enumeración de los nombres e iniciales con que firmó textos a lo largo de su vida. Un primer grupo incluye seudónimos e iniciales que usó en su prosa. Ellos son Carlos Núñez Arenas, Miguel G. Cansino, Pedro Durán Gil, JEP, J.E.P., Ricardo Ledezma, R.L.C. y Pedro Damián. Pero los que me interesan son los que, además de aparecer como autores de poemas escritos por la mano de José Emilio, tienen una biografía. Los dos principales son Julián Hernández y Fernando Tejeda (o Tejada), que aparecen en No me preguntes cómo pasa el tiempo y están recogidos en las diferentes ediciones de Tarde o temprano en una sección que, vuelvo al principio, alude a don Antonio Machado y a su Cancionero apócrifo. También en diferentes circunstancias aparecen Juan Pérez Pineda, Daniel López Laguna y Pedro Núñez.

Estos cinco heterónimos poetas, los dos principales, Hernández y Tejada, y los otros tres, Pérez Pineda, López Laguna y Pedro Núñez, tienen un denominador común que no he visto citado y que descubrí por casualidad. El primer indicio surgió cuando averigüé por Julián Hernández y en los buscadores de la red me apareció un Julián Hernández, un cajista de tipografía del siglo XVI conocido como traficante de traducciones del Nuevo Testamento. En aquella época, ese trabajo merecía las atenciones que con tanto esmero solía procurar la Santa Inquisición de Sevilla, según lo cuenta don Marcelino Menéndez y Pelayo en esa singular (y, a su modo, entretenida gracias a un involuntario humor negro)Historia de los heterodoxos españoles.

Julián Hernández fue “un singular personaje, el más activo de todos los reformadores, hombre de clase y condición humilde, pero de una terquedad y fanatismo a toda prueba, de un valor personal que rayaba en temeridad y de una sutileza de ingenio y fecundidad de recursos que verdaderamente pasman y maravillan”. Tanto que Julianillo (así lo llamaban por su baja estatura) resistió durante tres años los interrogatorios y torturas del Tribunal hasta llegar a la hoguera con tanto convencimiento de sus razones que “fue al suplicio con mordaza y él mismo se colocó los haces de leña sobre la cabeza”, según cuenta don Marcelino.

Hasta aquí parecería una mera coincidencia entre el nombre de este apóstol de las traducciones de la Biblia y el del poeta inventado por José Emilio Pacheco. Pero de pronto saltó a mis ojos el nombre del traductor del Nuevo Testamento que vendía Julianillo. Se llamaba Juan Pérez de Pineda, según cuenta don Marcelino. El mismo nombre de otro de los sosias que el Diccionario de Seudónimos de la UNAM le atribuye a Pacheco: Juan Pérez Pineda.

Dice don Marcelino que Juan Pérez de Pineda fue rector del Colegio de la Doctrina de Sevilla y que alcanzó a huir de allí cuando se desató la persecución del Tribunal de la Inquisición a más de 800 habitantes de Sevilla, por motivo de las prohibidas traducciones al castellano que circulaban gracias a la valentía y el ingenio comercial de Julián Hernández. Pérez se instaló en Ginebra. Menéndez y Pelayo juzga que la traducción de los Salmos debida a Pérez de Pineda “es hermosa como lengua; no la hay mejor de los Salmos en prosa castellana. Ni muy libre ni muy rastrera, sin afectaciones de hebraísmo ni locuciones exóticas, más bien literal que parafrástica, pero libre de supersticioso rabinismo, está escrita en lenguaje puro, correcto, claro y de gran lozanía y hermosura”. Añade don Marcelino que Pérez murió en París, muy viejo, y que dejó toda su fortuna destinada a imprimir una Biblia en español.

Después de descubrir que tanto Julián Hernández como Juan Pérez Pineda son protagonistas de la Historia de los heterodoxos españoles, lo que siguió fue la búsqueda sistemática de los demás nombres heterónimos de Pacheco. Todos lo cinco poetas estaban allí. Daniel López Laguna, por ejemplo, nació en Portugal (1653) y es reconocido como uno de los más importantes poetas sefarditas del siglo XVII. Estando en España fue detenido por la Inquisición y logró huir. Se instaló en Jamaica y luego en Inglaterra donde dedicó 23 años de su vida a la traducción del Libro de los Salmos, traducción muy elogiada por sus correligionarios pero considerada con desprecio por don Marcelino, que dice de la versión del salmo 88: “semejantes coplas de fandango están pidiendo una guitarra y la puerta de una taberna. ¡Pobre David!”.

Pedro Núñez Vela, nacido en Ávila en el siglo XVI, luterano militante, huyó de su tierra y se instaló en Lausana, donde fue profesor de filología clásica. Por último, está Fernando Tejeda, una de las figuras principales del protestantismo español del siglo XVII, que era de familia rica y fue agustino en un convento burgalés. En 1620 se fugó del convento para Inglaterra donde se casó y tuvo dos hijas, Marta y María. Fue bien acogido por la corte inglesa y añadió un doctorado de Oxford al que traía de Salamanca.
Se puede concluir, pues, que los cinco poetas heterónimos de José Emilio Pacheco tomaron sus nombres de la Historia de los heterodoxos españoles.Entre la fuentes que he consultado no he encontrado a nadie que lo presente de esta manera, a pesar de que el mismo Pacheco dejó una pista, según lo cuenta elDiccionario de seudónimos, anagramas, iniciales y otros alias: ocurrió en octubre–noviembre de 1966, en la revista Diálogos, donde juntó a los cinco en un texto titulado Historia y antología de los heterodoxos mexicanos. Claro que es una de esas pistas que nadie usó para buscar sus raíces comunes, pero que me sirve ahora como confirmación de mi enunciado: todos los nombres proceden del libro de Marcelino Menéndez y Pelayo. Dice Pacheco, además, que “los llamo heterodoxos porque de algún modo escribieron en las catacumbas, contra las fugaces normas, escuelas, atmósferas, gustos de la época… Sus obras son, cómo negarlo, ‘distintas formas del fracaso’ ”.

Naturalmente, Pacheco mexicaniza sus heterodoxos con las biografías que les inventa. Pedro Núñez era un “envidioso de Díaz Mirón”. Juan Pérez Pineda era “profesor de lógica, geografía e historia de México… y tuvo una facilidad para la versificación que dañó seriamente su impulso lírico”. Daniel López Laguna era un modernista menor “muy influido por Barba Jacob”. Curioso: un poeta inventado por Pacheco con nombre de heterodoxo español resulta amigo de un modernista colombiano que nació con el nombre de Miguel Ángel Osorio y murió con el de otro personaje de la Historia de los heterodoxos españoles, Jacobo Barba, que pasaba por ser “igual a Jesucristo”.

Del quinteto de heterodoxos perviven dos incorporados a la poesía reunida de Pacheco. Comenta Juan Gustavo Cobo que estos dos sobrevivientes “dibujan con humor, con sarcasmo, con fastidio, el espacio de la comedia literaria” y hace una lista de sus temas: “la lucha generacional, la defenestración de las momias sagradas, el virulento odio del joven de provincia contra esas aparentes glorias capitalinas, la risita o el sarcasmo de los bardos impacientes contra los bueyes fatigados que les obstruyen el paso”.

Uno de estos poetas es Fernando Tejada. Nacido en Tulancingo, Hidalgo, en 1932, residente en Ciudad de México desde niño, médico especialista en circulación cerebral, sus poemas, dice Pacheco, permiten el verso como “un continuador de Julián Hernández, a quien seguramente nunca leyó”. Murió en Italia en 1959.

El otro es Julián Hernández. Nació en Saltillo, en 1893. Llegó a ser coronel a las órdenes de Álvaro Obregón y estudió Derecho. Cito a Pacheco: “cónsul en Londres (1929), fue separado del cargo por su dipsomanía. Su mal carácter lo enemistó con todos los grupos y generaciones literarias”. Publicó muchos libros de Derecho y de política. Traductor, autor de dos libros de poemas según Pacheco, fue retratado por Jusep Torres Campanals, un artista imaginado por Max Aub. Termino citando un brevísimo poema de Hernández que dice:

Arte poética II                            
Escribe lo que quieras.
Di lo que se te antoje:

De todas formas vas a ser condenado.