sábado, 18 de abril de 2015

Günter Grass: Con los ojos del escarabajo

18/Abril/2015
Laberinto
Marco Lagunas

Günter Grass creció en la Alemania nazi. Vivió este periodo de la historia como un joven soldado convencido del triunfo de Adolf Hitler y el discurso de “la superioridad alemana”. Tenía 16 años cuando la guerra terminó y se dio cuenta de los horrores en los campos de concentración y las ejecuciones sumarias; de la visión racista del hombre aceptada socialmente y planeada para el resto del mundo. En la década de 1950 todavía estaba fresca en la memoria colectiva la brutalidad del nacional–socialismo: el gran tema de la primera novela de Grass. Para él, leer a los filósofos existencialistas y en especial a Kafka fue una extraña manera de volver a entender.

Observar cierto rasgo kafkiano en la obra de Grass no resulta tan descabellado si se consideran sus textos dedicados al autor praguense. Destacar sus vínculos literarios y su singular manera de explorarlos significa aquí imaginar cómo leyó Grass a Kafka. En “Mirada retrospectiva sobre El tambor de hojalata o el autor como dudoso testigo”, Grass hace un autoanálisis de la formación de su primera novela, una de las más polémicas de la literatura de posguerra. Ahí surge fugazmente la figura de Kafka al lado de otros modelos literarios. Años más tarde miró de nuevo hacia lo kafkiano en su ensayo “Kafka y sus ejecutantes”(1978). Entonces, su principal preocupación consistió en hacer una crítica a la burocracia y al socialismo en el bloque oriental, aunque esta vez utilizando la desproporción como un recurso estilístico para llevar el funcionamiento del aparato burocrático al absurdo.

En su primer libro, Las ventajas de las gallinas de viento (1956), se encuentra el poema “K. el escarabajo”, claro homenaje a Kafka. La letra K. es abreviación de Kafka y del personaje de La metamorfosis en relación con su naturaleza animal: Gregor Samsa, el escarabajo (Käfer). Durante las seis estrofas, el insecto permanece acostado, referencia al inicio de la historia de Gregor y a sus reflexiones cuando mira la niebla a través de la ventana. El narrador comparte el punto de vista del insecto, mientras ocurren eventos con un cierto distanciamiento brechtiano: un cigarro vuela hacia el cielo o pasa corriendo el atleta finlandés Paavo Nurmi. Grass juega constantemente con el cambio de perspectiva, con el efecto cómico del escarabajo engrandecido: está en su casa, es decir, yace dentro de un tazón. Además, se percibe el temor del escarabajo a un zapato, comparándolo con una aplanadora de vapor. En la última estrofa se menciona a Käte Kruse, llamada “Mamá muñecos” por sus excelentes juguetes fabricados a mano. ¿Se aborda con ello la perspectiva infantil? En varios poemas del libro flota esa forma de actuar, pero inmersa en situaciones perversas o violentas; antecedente o reelaboración de diversas escenas de El tambor de hojalata (1959).

De manera paralela a este poemario, Grass comenzó a escribir El tambor de hojalata. En aquel entonces no se habían publicado aún los diarios y cartas en los cuales, de acuerdo con Elias Canetti en El otro proceso de Kafka, cartas a Felice (1969), el autor praguense confiesa un singular deseo: “Dos posibilidades: hacerse infinitamente pequeño o serlo. Lo segundo es perfección o sea inactividad; lo primero inicio, o sea acción”. Sin embargo, Grass debió intuir este deseo a través de una lectura activa y lo trasladó al personaje principal de El tambor de hojalata, Oskar Matzerath, quien a la edad de tres años decide detener su crecimiento y, en consecuencia, su transformación en un adulto.

Oskar “permanece pequeño” gracias a los sonidos del tambor. Como el devenir animal de Gregor, su deseo evoca al síndrome de Peter Pan: evitar el crecimiento para escapar de las responsabilidades de “lo adulto”; una manera de rechazar un sistema (el nazismo) que lleva este concepto al asesinato. Oskar no va del adulto al niño o al animal como los personajes de Kafka; su decisión de no crecer a partir de los tres años lo mantiene “pequeño”, con las ventajas y desventajas que esto supone. Permanecer con su misma talla significa una rebelión frente a los deseos del padre. Como Gregor, Oskar tampoco está a la altura de las enormes expectativas evolucionistas de su familia: crecer para heredar la tienda de abarrotes o para marchar entonando cantos en honor al Führer. Aquí hay un cambio de función con respecto a una serie de personajes “pequeños” (Pulgarcito, de los hermanos Grimm, o la pequeña Alicia de Lewis Carroll), un giro proveniente de una decisión única en la historia de la literatura, pues la postura de Oskar se manifiesta con plena conciencia de lo que esto significa para él y para los otros. Por medio de esta idea, el punto de vista desde abajo se apodera de la perspectiva elevada. Ahora el pequeño mira burlón a los adultos y a través de los sonidos del tambor los regresa a la niñez.

Grass nutre su novela con innumerables referencias provenientes de los cuentos de hadas, canciones populares, juegos infantiles y las explora a través del sentido religioso, erótico e inmoral del niño o del “enano deforme”. Por medio de “la perspectiva desde abajo”, se pueden distinguir los temas comunes a ambos autores: la figura del padre (o los padres) y la culpa ante él (o ellos) son tratados con un humor amargo, patético; el interés por lo anormal, por el espectáculo de circo, la exhibición pública. Oskar, así como sus compañeros liliputienses, tienen algo del artista del hambre, del artista del trapecio y de Josefina la cantora. En ambas obras, los sonidos representan la “desterritorialización del lenguaje”, un instrumento hipnótico con poder sobre los otros: en Kafka, con el canto de Josefina al pueblo de los ratones o el trastorno de Gregor al escuchar a su hermana tocar el violín; mientras que en Grass, con el canto vitricida de Oskar y sus estilizados redobles sobre la hojalata. Otro aspecto común (¿o asimilado?) proviene del placer por construir máquinas. En la novela de Grass, el verdulero Scheffler construye “La máquina tambor” para suicidarse y Kafka inventa una máquina de castigo en el relato “En la colonia penitenciaria”. Tal vez, incluso las perversas niñas de la novela El proceso de Kafka podrían tener algún parentesco con la fría muchacha de rostro triangular Luzie Rennwand, que fascina a la banda de jóvenes saqueadores (“Los curtidores”), en El tambor de hojalata. Finalmente está la perspectiva del animal en ambas obras, en la mayoría de los cuentos de Kafka y en libros de Grass como El rodaballo, La ratesa, Años de perro, El gato y el ratón, A paso de cangrejo, Del diario de un caracol. Interés que se refleja en el extraordinario trabajo de Grass como artista plástico: sus esculturas y grabados. 

Al escribir El tambor de hojalata, Grass tenía una clara idea de lo que representaba “la estética de lo pequeño” en Kafka; una estética que si bien apunta hacia la idealización de la “perspectiva desde abajo”, puede llegar a ser tan absurda y cruel como la de “lo grande” en lo adulto. En Oskar, el crecimiento desigual y la pérdida de la voz vitricida son las respuestas inconscientes de su cuerpo a ese “devenir adulto” que se da al renunciar a los sonidos del tambor. La idea de “lo pequeño” hace a Oskar resistirse al crecimiento, y la deformación de su espalda, en la cual aparece una horrible joroba, queda como un signo de su pérdida de simetría, de su traición moral a este principio “estético”. Aceptar el mundo de los adultos tiene sus consecuencias, pues pronto viene el hastío y al personaje solo le resta añorar sus 94 centímetros de altura en esa Alemania de la posguerra que parece levantarse de los escombros, aunque también un tanto contrahecha.


En su libro Conversaciones, Nicole Casanova   pide recorrer la obra de Grass “de un extremo a otro, si se quiere comprender la actividad de esta mina de donde se extraen las metamorfosis”, donde la decisión de mantenerse pequeño implica volver la vista a los motivos estéticos de un hombre que miró al mundo con los ojos del escarabajo.

Francisco Tario: Historia de un libro

18/Abril/2015
Laberinto
José Luis Martínez

A mediados de 1949, alguien que conocía bien la originalidad y la extraña emoción de los relatos de Francisco Tario y la atracción que él sentía por Acapulco, le sugirió que escribiese un libro que diera a conocer al mundo la magia de aquel lugar excepcional del trópico mexicano. No era por cierto una tarea fácil la de espiar, en un libro que pudiese ser leído por todos, aquel encanto, y expresar con un acento auténtico y una emoción noble aquella belleza demasiado evidente, demasiado al alcance de todas las sensibilidades, aquella naturaleza pródiga y desbordada. Pero comenzó entonces Francisco Tario a hacer tentativas en uno o en otro sentido, siempre desechadas, hasta que al fin acertó con el tono que le parecía más propio: un poema en prosa que recogiera, en una afluencia invisible, la historia y la tradición, la realidad y el sueño, el deleite de los sentidos y la experiencia trascendente: un poema que se atreviese valientemente a rescatar la emoción original del hombre y su entrega o su conquista ante la caricia eterna de la tierra y del mar y ante el despertar jubiloso de sus sentidos, un poema que prescindiese del terror ante la emoción que enferma la literatura de nuestros días y que supiese entregar su testimonio con pureza y confianza, libre por una vez de todas las exigencias de sutilezas y complicaciones, y dispuesto a recibir, si era necesario, toda la engreída incomprensión de los que están dispuestos a ensañarse con todo aquello que no sea sibilino o brutal, únicos polos de lo humano que, desde hace ya muchos años, parece que solo pueden interesarnos.

Aquellas páginas se escribieron de nuevo muchas veces. Luego, pasaron al juicio de muchos lectores, desde los que pasan por más exigentes e inconformes, como Octavio Barreda, hasta aquellos otros, mucho más exigentes e inconformes a su manera, que son las mujeres. Y cuando el texto tuvo su primera forma, se pensó en las fotografías que debían acompañarlo. La selección pronto recayó en Lola Álvarez Bravo, una de las fotógrafas mexicanas de mayor calidad y sensibilidad. Para Lola, las páginas de Francisco Tario fueron desde el primer momento una guía por la cual conducir su disciplinada emoción plástica. Y juntos, escritor y fotógrafa, pasaron largos meses en busca de la figura femenina, del matiz del cielo y del mar o de la prodigiosa fauna marina que permitieran apresar en luces y sombras el propósito buscado por Francisco Tario. Hubo necesidad de encargar laboriosas pescas de mantarrayas, tiburones y tortugas; tuvieron que vencerse pueblerinas y comprensibles resistencias de padres y de pretendientes de muchachas hermosas; hubo que acechar, con paciencia infinita, el momento justo en que un oleaje coincidiera con la luz, el momento en que una flor o un árbol fueran captables para la lente, y hubo que afinar hasta la adivinación los ojos para que supiesen descubrir, entre el aluvión de lo cotidiano y lo vulgar, aquel gesto, aquella sonrisa, aquel trémulo follaje, aquella enloquecida vegetación y aquel rincón de la tierra que pudiesen mostrar lo que era el sueño y la realidad de Acapulco.

Y así como Francisco Tario había desechado uno tras otro sus manuscritos y había escuchado los juicios que pudiesen auxiliarlo en su difícil empresa, así también Lola Álvarez Bravo, tras de una primera serie de fotografías, tuvo que emprender otra segunda de la que volvió con un cargamento impresionante: varios miles de fotografías a cual más admirable. Vino entonces la selección para elegir entre ellas solo las ochenta y tantas que debía llevar el libro y, sobre todo, las que eran más adecuadas para componer, junto con el texto, una unidad. Conjugáronse así estos dos criterios —el de la belleza de las fotos y el de la unidad de la obra— hasta lograr encontrar, no sin múltiples renuncias, el ritmo y el acento buscados.

La obra realizada por Lola Álvarez Bravo —que ha conquistado ya un lugar de primera línea en la fotografía mexicana de arte— ha sido excepcional por todos conceptos, y sus fotografías de Acapulco quedarán como su obra más madura y ambiciosa. Con una maestría admirable, supo esquivar todo lo fácil y superficial para descubrir la verdad recóndita de aquella cálida belleza. Al proponérsele los textos de Francisco Tario, que debería acompañar con sus fotos, encontró que la interpretación que ellos le proponían de Acapulco coincidía e iluminaba la suya propia y eran el panorama preciso que podía orientar sus ojos. Y al fin, escritor y fotógrafa, tuvieron el raro don de ajustar su sensibilidad y poder entregar, a las manos del realizador, una obra emocionante y viva.

Pero, ¿cuál debería ser la vestidura, o la “camisa” de un libro de esta naturaleza? He allí otro problema por resolver y que, como los anteriores, pudo solucionarse con fortuna excepcional. Se pidió al pintor Carlos Mérida que proyectara el forro del libro y, con una elegancia y una belleza que afirman una vez más su prestigio, realizó una de las portadas más luminosas y sugestivas que puedan recordarse en la historia de nuestras artes del libro.

Todo este material fue entregado al fin y tras de largos meses de labor, a una de las manos más aptas y experimentadas de la tipografía mexicana, a Joaquín Díez–Canedo que tiene en su haber la calidad tipográfica de los libros del Fondo de Cultura Económica y muchos otros volúmenes, dignos herederos de la ilustre tradición de la tipografía mexicana. Y se llegó entonces a la parte más ardua y comprometida de esta larga empresa, aquella que consiste en convertir en un libro hermoso unas cuartillas de texto, unas fotografías y un proyecto de portada. Se buscó entonces el papel más adecuado, Ivory North Star Dull Coasted Book de 90 kilos; se encargaron los grabados a uno de los talleristas más cuidadosos —Martínez y Cruzado— y se confió la impresión, parte fundamental de la tarea, a la Editorial Nuevo Mundo. En cuestión de grabados, como lo saben todos los que han hecho libros en México, nuestros talleres están aún en pañales, pero, en la medida de nuestras limitaciones, pueden emprenderse ya monografías de arte decorosas. Tal era pues uno de los principales obstáculos. Sin embargo, gracias a la supervisión infatigable de Díez–Canedo y al sentido de responsabilidad de la Editorial Nuevo Mundo y del taller de grabados, pudieron imprimirse, con un mínimo de fallas técnicas, siete mil ejemplares de Acapulco en el sueño, con una perfección en todos los órdenes, pocas veces alcanzada.

Y cuando, después de años y meses de labor, surge en México un libro como Acapulco en el sueño, podemos celebrar que un libro hermoso en todos sus aspectos pueda mostrar al mundo la gala de nuestro país y el lugar más hermoso de nuestro trópico, y celebramos también uno de los mayores triunfos de los artistas y de la industria editorial de México: el poema vigoroso y trémulo que ha escrito y proyectado Francisco Tario, las fotografías magistrales y emocionantes de Lola Álvarez Bravo, la portada luminosa de Carlos Mérida, la ejecución tipográfica intachable de Joaquín Díez–Canedo, y junto a sus méritos, los de todos aquellos operarios mexicanos que, juntos, entregan ahora este libro en el que vive la promesa de libertad, de magia y de poesía que hay en Acapulco.

NAFTA Y POESÍA: EL ANTI-HUMBOLDT

18/Abril/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

Son raros los nuevos poemarios en que hay una búsqueda crucial. Anti-Humboldt. Una lectura del Tratado de Libre Comercio de América del Norte de Hugo García Manríquez (Aldus-Litmus Press, 2014) es quizá el poemario más interesante hecho por un mexicano en este inicio de siglo.

García Manríquez, además, es un traductor sistemático como puede conocerse en sus versiones de Paterson de William Carlos Williams y Mecha de enebros. La imaginación en el paleolítico superior & la construcción del inframundo de Clayton Eshleman, además de su participación en la compilación de las poéticas de Charles Bernstein. 

Sólo por su labor como traductor, García Manríquez debería gozar de un mayor reconocimiento. Pero ya conocemos a la literatura mexicana actual: hace todo lo posible para ocultar la realidad. 

Además, ¿pertenece García Manríquez a la tradición literaria mexicana? Como he dicho en otra ocasión, la primera parte de su obra sí. Pero el Anti-Humboldt ya está en otra órbita. 

García Manríquez migró a Estados Unidos y su obra está más cerca del experimentalismo norteamericano que de la “tradición de la ruptura” mexicana.

Y si alguien piensa que lo uno no excluye a lo otro es porque pertenece a la Tradición de la Ruptura, es decir, al PRI (la Revolución-Institucionalizada).

En Anti-Humboldt, García Manríquez tomó el texto del TLC y eligió palabras y frases, unas pocas por página, para constelar poemas. La técnica combina apropiación y borradura. Su selección se lee en negritas y el resto del texto en tenues letras grises. Lo hace con el texto en español y en inglés del TLC. 

Su primera dimensión es ofrecer una forma de leer el Tratado; una forma peligrosa pero que ni lo reivindica ni lo sataniza. Lo hace hablar y tartamudear abriéndole fisuras.

En su otra dimensión, ocurre una escritura, en que el Tratado se vuelve un escenario  para nombrar seres y describir relaciones; una pantalla de entrecruzamientos.

El léxico del comercio, la fragmentación y la visión de García Manríquez logran algo que parecería difícil: hacer poesía citando artículos del TLC. 

Poesía paratáctica, que a momentos parece hermética; como si entresacando pedazos, el TLC gritara algo segmentalmente.

No es azar que el epígrafe sea de George Oppen: se le escucha, como a la Language Poetry y al apropiacionismo. (El epílogo da pistas de sus lecturas y directrices).

Su materia verbal escapa al lirismo hispánico; partiendo del frío vocabulario del comercio neoliberal y su técnica editorial, García Manríquez hace que el propio acuerdo transfronterizo dé testimonio del daño.

Con Anti-Humboldt, García Manríquez abre paso a una ecopoética cruel, un experimentalismo bilingüe y una prosodia nueva.

Hay algo despiadado en esta obra: vuelve instantáneamente anacrónica a casi toda la poesía mexicana; que lo haga mediante el espectro del TLC la hace doblemente macabra.

Yasunari Kawabata La arena convulsa del sexo

18/Abril/2015
Laberinto
Roberto Pliego

Los lectores mexicanos deben recordar la ira y los llamados a resucitar la Liga de la Decencia que hace algunos años provocó la iniciativa de llevar Memoria de mis putas tristes al cine. Muchos de ellos deben saber que esta novela de García Márquez no es sino la versión tropical de La casa de las bellas durmientes de Yasunari Kawabata, cuya trama se desarrolla en los espacios austeros de un palacete de buena nota adonde los ancianos acuden para observar la belleza marmórea y dormida de púberes a quienes tienen prohibido tocar. Es imposible resistirse a la delicadeza con la que Kawabata fija el instante en que la inminencia de la muerte se rinde ante la plenitud femenina de la vida.

Si la obra se sustentara en la biografía, las novelas, los relatos y las breverías de Yasunari Kawabata tendrían la sustancia de un informe escrito por un huésped vitalicio de una prisión o un hospital psiquiátrico. Tenía dos años cuando su padre murió de tuberculosis y tres cuando su madre corrió la misma suerte. No había alcanzado la adolescencia cuando sus abuelos y su hermana también murieron. Insomne, habituado a la soledad, hecho para la contemplación, por un momento quiso entregarse a la pintura pero finalmente tomó el estudio de la literatura inglesa y de los clásicos japoneses en la Universidad Imperial de Tokio. Había cumplido veintisiete años cuando publicó su primer relato, La danzarina de Izu, en la revista La edad artística, que él mismo fundó en 1924 bajo el encanto de las vanguardias europeas.

Tensión: ésta sería la palabra que mejor definiría la estética de Yasunari Kawabata. Por un lado, la modernidad ejerce un influjo que se expresa en la rebeldía de la juventud y en el impulso de prender fuego a las antiguas preceptivas; por otro lado, la tradición, encarnada en los poetas medievales, se presenta como la única fuente de sabiduría o, según la escuela zen, el único camino para trascender los límites. Esa tensión suele manifestarse en la arena convulsa del sexo. Lo bello y lo triste, una de las novelas más refinadas, gira en torno a las heridas que dejaron los amoríos de un escritor de veintiocho años con una joven de quince. Han pasado casi dos décadas y han vuelto a encontrarse para comprobar que ahora sus cuerpos flotan de distinta manera en el tiempo. A esa evidencia se agrega la presencia destructiva de una nínfula, la amante de esa mujer que alguna vez se entregó a un hombre de veintiocho años. Kawabata solo sugiere: el recuerdo del amor carnal es inseparable de la conciencia de nuestra finitud. La rebeldía y la tradición comparten la cama solo para asegurarse de que son irreconciliables.


De entre los muchos libros que publicó Yasunari Kawabata hay uno que concentra la admiración por los maestros budistas, las enseñanzas de los clásicos japoneses y la aspiración a habitar un universo en el que todo se comunica libremente con el resto: Historias en la palma de la mano. Cada una de ellas tiene la extensión de un suspiro y la profundidad de esa nada donde no hay lugar para ningún pensamiento ni idea. Fueron prácticamente sus últimas creaciones antes de elegir la muerte por inhalación de gas el 16 de abril de 1972.

domingo, 12 de abril de 2015

José Revueltas: novedades y rescates

12/Abril/2015
Confabulario
Sonia Peña

El 20 de noviembre del año pasado el escritor José Revueltas hubiera cumplido cien años. México lo agasajó junto a sus contemporáneos Octavio Paz y Efraín Huerta. Especialistas, aficionados, familiares y jóvenes se congregaron en torno a mesas redondas, congresos, programas de radio, documentales, revistas, suplementos culturales y libros. Se habló de su militancia; de sus cuentos, novelas, ensayos y poemas; de sus encarcelamientos y de su honestidad. Es por eso que este escrito pretende acercarse a algunas de las publicaciones que aparecieron en el marco de su centenario. No es un balance, pues sería imposible abarcar en estas líneas el análisis de los numerosos libros, revistas y documentales que se le dedicaron. Más bien es un recorte sobre algunas lecturas que genera el autor de Los errores (1964) a un siglo de su nacimiento y a treinta y nueve años de su muerte.

Hay libros que merecen reeditarse no sólo por la calidad de su contenido, sino por la vigencia de sus tesis, tal es el ejemplo de un clásico de la crítica, imprescindible a la hora de adentrarse en la obra de Revueltas. Me refiero a Una literatura del lado moridor del también duranguense Evodio Escalante, reeditado el año pasado. Recuerdo que cuando empecé a interesarme en la literatura de Revueltas el primer libro crítico con el que me topé fue este, pilar en mis primeros y ulteriores acercamientos. Un capítulo en especial me impactó: “La defecación universal” en el que el crítico habla de “defecación de la memoria” y se refiere –entre otros– al episodio de Los días terrenales (1949) cuando Bautista pisa excremento y de inmediato sus recuerdos se remiten al Partido. Para Escalante, en la obra de Revueltas el recuerdo “es fundamentalmente un producto de la memoria, pero también la única realidad verdaderamente importante”. Y si al narrador de Proust el sabor de la magdalena lo transporta a la idílica infancia; al de Revueltas el contacto con excremento lo remite a las acciones y actitudes de sus camaradas, “hombres erróneos” al fin y al cabo. Escalante se basa en un enfoque filosófico a partir de sus lecturas de Marx, Hegel y Deleuze con admirable rigor académico y una prosa tan ligera como el mismo libro que apenas excede las cien páginas.

Otro de los reeditados es El árbol de oro. José Revueltas y el pesimismo ardiente, de Philippe Cheron. Ensayo que originalmente publicó la Universidad Autónoma de Ciudad Juárez en 2003, ganador del premio de crítica literaria “Guillermo Rousset Banda”. En la nota preliminar el autor anota que hubiera querido “reescribir el libro para enfocar mejor ciertos aspectos, para ampliarlos con otros puntos de vista, borrar aún más la presentación académica… Lo cual sería escribir otro volumen”.

Philippe Cheron es coeditor de la obra completa de José Revueltas junto a quien fuera su esposa, Andrea Revueltas, la hija mayor de José. A ellos les debemos los veintiséis volúmenes con las anotaciones y notas correspondientes. Pese a que Cheron admite que hubiera querido incorporar ideas y discutir con otras, considero que este ensayo no deja cabos sueltos. En sus páginas analiza las estancias carcelarias, los personajes femeninos, las influencias, la estética y el realismo crítico. Algunos puntos de vista de Cheron, quien conoce de primera mano el archivo de Revueltas, difieren del biógrafo Álvaro Ruiz Abreu, lo cual nos permite un diálogo que más que la polémica, busca el enriquecimiento. Cheron afirma que la obra de Revueltas “tiene por base la cárcel (física y abstracta) junto al esfuerzo permanente por escapar al encierro”. Y esa tensión es el “principio activo”, del cual parte Cheron en su extenso análisis.

Las especialistas que se ocupan de la prosa de José Revueltas son escasas. Pienso, además de su hija Andrea y su sobrina Eugenia, en Florence Olivier y Edith Negrín, esta última quizá sea la que más lecturas ha aportado al universo revueltiano y una de las más informadas respecto a su obra. Negrín es la única mujer entre los coordinadores de Un escritor en la tierra. Centenario de José Revueltas, los otros son Alberto Enríquez Perea, Ismael Carvallo Robledo y Marcos T. Águila. Este libro plantea un acercamiento en cuatro niveles: el hombre, el narrador, el político y el crítico. Inicia con quienes conocieron a Revueltas: Elena Poniatowska, Eraclio Zepeda y Enrique González Rojo, entre otros. Los trabajos, algunos ya conocidos y otros realizados exclusivamente para este volumen, conforman un abanico de perspectivas no del todo completo si pensamos que en el capítulo “Cuestionamientos e intenciones. El político”, el análisis no parte de la obra política –como se esperaría– sino de la novelística. Y menciono esto no como una “falta” sino como muestra del vacío en que ha caído la producción filosófico-política de Revueltas. Sin embargo, esto no oscurece la finalidad de los coordinadores: mostrar las numerosas facetas del “hijo del hombre”.

En 2014 se reeditó la colección de poemas de Revueltas que el crítico José Manuel Mateo había reunido en 2001 bajo el sello de Obra Negra. Quienes no alcanzamos aquella edición los leemos ahora por primera vez. El propósito ciego es su título y alude a uno de los versos. Escribe Mateo en la introducción: “La humanidad es justamente un propósito ciego, una tarea sin finalidad, un caos finito”. Debo confesar que sólo un par de estos poemas me sorprendieron gratamente, la mayoría me confirmó que Revueltas no erró el camino al dedicarse a la prosa.

José Manuel Mateo también tuvo a su cargo la Iconografía de José Revueltas. La edición, en la que destaco el cuidado y la inteligente selección de textos que acompañan las imágenes, logran que el lector se sumerja por completo en la foto-cronología que propone el compilador. Una fotografía en particular impresiona: “Revueltas a la espera de una audiencia en Lecumberri”. Rodeado de otros presos políticos, entre ellos “La Tita” Avendaño y Fausto Trejo, el novelista lee imperturbable; los “monos” están afirmados contra la pared, “tan indiferentes, tan estúpidos como para darse cuenta que ellos también están presos”. Imagino el ambiente, los rumores, los susurros y los gritos entumecidos en la garganta. Revueltas lee, nada lo distrae, la libertad está en otra parte, parece decirnos; la foto congela su filosofía de vida: permanecer imperturbable al borde del abismo.

Finalmente, festejo un libro escrito por jóvenes nacidos entre fines de los setenta y mediados de los ochenta: El vicio de vivir. Ensayos sobre la literatura de José Revueltas. Publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, como parte de la Dirección General de Publicaciones del Conaculta, este libro toma su título de El apando (1969) y se erige como un conjunto de textos escritos exprofeso para el centenario del novelista. El coordinador llama a la producción de Revueltas “un territorio incómodo en la literatura mexicana” y acierta al compararlo con “ese tío al que nunca conocimos, pero del que todos hablan: una ausencia cercana”. A esa ausencia se refiere la docena de ensayistas que, como los apóstoles después de la crucifixión, reinventan la imagen del maestro que mejor se acomoda a sus expectativas. En estas páginas se analiza la novelística, los cuentos, los guiones, el teatro, las polémicas e incluso la interpretación en clave bíblica. Todos dejan en claro que las nuevas generaciones nada tienen que envidiar a sus predecesores, si acaso, ajustar cuentas en torno a tal o cual apreciación. Este conjunto de ensayos demuestra que los jóvenes tienen mucho que aportar a la narrativa de José Revueltas y augura un futuro prometedor para los estudios críticos de la vasta producción revueltiana.

Los centenarios sirven para “producir” gran cantidad de bibliografía en torno al homenajeado. Finalmente, es el público quien decide cuáles son los libros que permanecerán en su memoria, cuáles arrojan luz sobre el autor y cuáles no añaden nada. En cuanto al recorte que presento aquí, tengo la seguridad de que no será desechado fácilmente porque cada uno de estos ensayos cuenta con el ingrediente imprescindible para hablar del autor de Dios en la tierra: la pasión.

Sin ella, poco y nada se puede aportar a la obra de un escritor de la talla de José Revueltas.

Octavio Paz a tres voces

12/Abril/2015
Confabulario
Gerardo Ochoa Sandy

Octavio Paz es quizá el escritor mexicano del siglo XX que ha ameritado más asedios biográficos de su obra lo cual refrenda su alto sitio en la historia de la cultura de México. El centenario de su nacimiento fue ocasión de tres publicaciones más: Octavio Paz. Las palabras en libertad de Guadalupe Nettel (Taurus, El Colegio de Mexico), Octavio Paz. El poeta y la Revolución de Enrique Krauze (Penguin Random House Debols!llo) y Octavio Paz en su siglo de Christopher Domínguez Michael (Aguilar en español y Gallimard en francés). Los tres autores precisan prioridades, ámbitos y alcances de sus asedios, coinciden en darle realce a episodios aceptados como estaciones centrales, enfatizan otros que le dan a sus lecturas un sello personal y eventualmente no le otorgan la relevancia debida a facetas controvertidas que ameritarían más atención.

Ni Nettel, ni Domínguez Michael ni Krauze se asumen los autores de la “biografía definitiva”, pues la presencia de Paz está aún demasiado cerca. La de Domínguez Michael debe considerarse la más completa y multifacética a la fecha y será la referencia canónica por su vasta documentación, la amplitud de sus horizontes históricos, intelectuales, culturales y literarios, y la solvencia de su narrativa, uno de los más importantes prosistas mexicanos de la segunda mitad del siglo XX. Los tres tampoco son iconoclastas, lo cual exigiría una actitud auténticamente hercúlea, ante las dimensiones del tótem Paz, aunque necesaria y deseable, para ponderarlo con más exactitud.

De los tres, Nettel es quien no tuvo un trato laboral, cotidiano o de militancia intelectual con Paz y desde este ángulo, la que se acerca con más distancia, la más desapegada en su cercanía. No sucede así con Krauze, su subdirector en Vuelta y quien mantuvo con el poeta una relación de 23 años de trabajo y amistad, ni con Domínguez Michael, su colaborador durante una década, por lo que ambos, a resultas de la convivencia, acuden a recuerdos y anécdotas, y Domínguez Michael a las notas de sus diarios, como contrapunto, complemento, o réplica, aquí y allá.

Sujetándonos a la lectura estricta de la obra, es Nettel quien subraya un aspecto crucial: las obras completas de Paz, tuteladas por Paz, están distantes de las ediciones de la Pléiade, que facilitan el cotejo de las distintas versiones de los textos. En el caso de Paz, un asunto de no poca monta, pues realizaba ajustes con afán de claridad pero también de enmienda de sus posturas políticas. Fue Paz uno de los intelectuales más conscientes de su influencia pública, más dedicado a construirla, y más ocupado en dejar su versión final. La llamada de Nettel es de utilidad para futuros biógrafos y para editores más meticulosos. Krauze asimismo apunta: la vida íntima, acogida en archivos, correspondencias y papeles personales, inéditos o dispersos, está a la espera de una más acuciosa reflexión y lo que ahora se diga al respecto será fragmentario, prematuro, parcial, y hasta irresponsable.

Nettel organiza una lectura en torno a la idea de la “libertad como acto” en Paz, extendiéndola a las nociones de “liberación”, “liberalismo”, “liberal” y “neoliberal”, y acude al análisis de textos, sin darle prioridad a algún género en particular, en pos de las contraseñas biográficas. Valiosas en lo formal y lo conceptual son las exégesis sobre “Entre la piedra y la flor” y su relación con Tierra baldía de T. S. Eliot –abordada por Guillermo Sheridan en su oportunidad–, “Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón”, “Los viejos”, Águila o sol y El laberinto de la soledad entre varias más. Acerca de El Laberinto, no alude a las numerosas publicaciones sobre el ser nacional difundidas por la Editorial Porrúa a mediados del siglo XX, que ilustran el clima intelectual de la época, pues Paz no era el único en ocuparse del tema. Nettel atiende, en trazos acertados y veloces, de los contextos históricos aunque incurre en ocasionales lagunas acerca de aspectos centrales. Uno es la faena de Fernando Benítez y Carlos Monsiváis, como directores de La cultura en México, quienes se ocuparon de la vida cultural nacional y tendieron puentes entre México y el mundo, atribuyéndole a Paz casi el mérito total a su regreso a México. Tampoco enfatiza lo suficiente la relación de Paz con Televisa y los gobiernos del PRI, que alcanzó características orgánicas. Lo más relevante del libro de Nettel es cuando se asume como crítica literaria y desde ese apoyo irradia hacia otros temas.

Krauze revisa a Paz desde la noción de la revolución y de la soledad, otorgándole a El Laberinto la connotación de piedra roseta autobiográfica. En su revisión enlaza los perfiles intelectuales del abuelo Ireneo el liberal y el padre Octavio el zapatista con la vida de Paz, y aporta una consistente lectura acerca del diálogo que Paz mantuvo con sus ancestros, en la construcción de su propia identidad. Es valioso también su repaso acerca de las ideas socialistas de Paz, y la tardía aparición, en su obra política, de las nociones de lo “democrático” en general, de la democracia electoral como tal, y del liberalismo. Subraya también las vicisitudes y silencios intelectuales de Paz, ante las descalificaciones a André Gide en el Congreso de Valencia y la persecución y el asesinato de Trotsky. Eso lo orienta, no obstante, a incurrir en la inexactitud histórica de presentar a Paz casi como el único intelectual en México que se ocupó de la critica del socialismo real, en un tono épico y adjetivante, cuando casos similares abundan, desde la reflexión intelectual y la militancia social. Se refiere a la Revista de la Universidad y La cultura en México, acotándolas al apoyo a la Cuba de Fidel, sin destacar sus distintas aportaciones de alcance incuestionable. Lo mismo sucede con la reiterada y monótona insistencia por reducir la critica de la vida pública de México a Paz, Daniel Cosío Villegas, Gabriel Zaid y algunos cuantos más. El disimulo u olvido de la cercanía de Paz durante las últimas décadas con Televisa –a la que alude con el eufemismo de “televisión abierta”— y con Carlos Salinas, la falta de atención al tono intolerante de Paz a la hora de la polémica así como acerca de las acusaciones de apropiación de ideas ajenas, a las que no alude ni siquiera para ponerlas en cuestión, son también flaquezas en la biografía. Krauze revalora los testimonios de Elena Garro que matizan el exagerado heroísmo de los intelectuales reunidos en el Congreso de Valencia y le concede realce a la correspondencia de Paz con Charles Tomlinson, José Bianco y Roberto Fernández Retamar, testimonios de sus tribulaciones ideológicas. La edición libro, al paso, pudo haber sido más atenta: incluye un índice onomástico pero no de capítulos, numerados lacónicamente en romanos, y se mencionan las fuentes de manera general, sin un puntual corpus de notas.

A diferencia de su biografía sobre Fray Servando, la cual se asienta en la tradición biográfica francesa sin dejar de ser nacional, Domínguez Michael, en su magna obra sobre Paz, plasma un mural mexicano en movimiento, más cercano a los de Rivera que a los Orozco, avivado por las contrariedades ideológicas del siglo en el ámbito mundial. El historiador, el crítico literario y el polemista se congregan en torno a la construcción de una idea de Paz que, basada en la admiración, se ocupa con amplitud de sus diferentes claro-oscuros. Es la más prolija igualmente acerca de las vicisitudes de nuestra república de las letras, expuestas con la meticulosidad, las expresiones de afecto y los embates e ironía, que conforman su estilo. Es tal la amplitud de su investigación, y tantas las interpretaciones susceptibles de una detenida conversación, que ameritarían exámenes más acuciosos que este breve apunte. En la zona de contiendas se ocupa de los dichos de otros y alude con alguna frecuencia a Octavio Paz y su círculo intelectual de Jaime Perales Contreras (Ediciones Coyoacán, ITAM, editorial Fontamara), la revisión más amplia desde afuera de la fuerza gravitacional de Paz. En la subjetividad aparece la defensa de su tribu, la más poderosa en lengua española, que oficia con devoción los rituales sacrificiales de sus contrincantes, aprendidos de Paz.

El Paz que construyó con constancia su poder intelectual y convivió con el poder se aborda someramente en la biografía de Nettel y se oculta o matiza en las de Krauze y Domínguez Michael. A diferencia de Vasconcelos, quien se arrojó a la política y luego de su fracaso se autoinmoló, y de Cosío Villegas, quien frustradas sus aspiraciones de secretario de Relaciones Exteriores fundó ámbitos de debate intelectual a través del FCE y el COLMEX y documentó la historia moderna de México, Paz perseveró en la construcción de su creación literaria, de sus catedrales Plural y Vuelta, y de su estatua. Durante sus veinte años en el servicio exterior escribió una parte central de su obra y construyó alianzas intelectuales clave en su apuesta. Luego de la matanza de estudiantes del 2 de octubre de 1968 se puso en disponibilidad, lo cual pudo haber hecho con anterioridad, a causa de las represiones a ferrocarrileros, campesinos, médicos o electricistas, si la indignación hubiese sido la única motivación. En México lo acoge Julio Scherer en Excelsior, sale del diario luego del “golpe” de Luis Echeverría, regresa como columnista y deja constancia de su adhesión al ideario de los gobiernos del PRI de la época. Es afín a Televisa, que lo apoya en su campaña en la busca del Nobel, ofreciéndole espacios de opinión y programas de televisión, y una limusina para sus traslados por la ciudad, blanca para más señas. En las polémicas de la ocasión, como lo había hecho con anterioridad, apostó no por la discusión de ideas, sino por los epítetos. Carlos Salinas le concede la creación del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes, idea noble planteada desde los 70, y la cabeza de Víctor Flores Olea, presidente del Conaculta, a cuento del lío en torno a El Coloquio de Invierno, suceso único en la historia de las relaciones entre intelectuales y poder en México. Los tres biógrafos, y algunos otros estudiosos, han dado escaso realce a la cobertura periodística de quienes documentamos el suceso.

La revisión de la polémica Paz-Monsiváis, ocurrida en Proceso, es la que tiene la más pobre revisión, y la más relevante. Nettel no la atiende lo necesario. Domínguez Michael acude, como referencia hemerográfica, a la cronología comentada publicada por Nexos y no a los textos directos, una flaqueza documental en la investigación. Desde esa fuente secundaria y entre otros aspectos, vuelve a resaltar las ocurrencias de Paz acerca de   Monsiváis. Mientras, Krauze no le concede voz al cronista e incurre en la barbaridad de afirmar que Monsiváis se acercó a las ideas de Paz. El lector de la polémica completa notará que Monsiváis se concentra en el cotejo de los dichos iniciales de Paz y de los ajustes y correcciones en sus distintas réplicas, mediante los cuales matiza y modifica sus aseveraciones. Es en el debate Paz-Monsiváis donde por primera ocasión queda ilustrada su ars polemica, lo cual es una herramienta esencial para acercase de manera distinta a la relectura de otros episodios.

En la coyuntura del centenario del nacimiento de Paz celebramos la publicación de estos tres libros, el espléndido ciclo de conferencias y la exposición organizados por el Conaculta, la serie Vida y obra de Octavio Paz dirigida por Carlos Armella y en la cual Domínguez Michael fungió como editor literario y entrevistador (Clío TV, cuatro cds) y la publicación por parte de la SEP de una antología para los estudiantes de secundaria. La conversación en torno a Paz, que no es reciente, apenas comienza. Los lectores de las generaciones futuras advertirán sus cimas literarias y sus simas públicas con más claridad. El poeta, esperamos, lo comprenderá, pues sabía que conversar es humano.

Efraín Huerta: celebración que no aturde

12/Abril/2015
Confabulario
Emiliano Delgadillo Martínez

A Valeria, en su cumpleaños

Los actos conmemorativos cumplen una suerte de función ritual, simbólica, y están rodeados de la parafernalia de las cámaras y los reflectores. En cambio, los libros representan el verdadero legado del escritor, puesto que a ellos se puede volver una y otra vez. Durante el centenario de Efraín Huerta, los libros que más vi fueron la antología personal Poesía 1935-1968, reimpresa para la Segunda Serie de Lecturas Mexicanas, y la Poesía completa del Fondo de Cultura Económica, todavía en su encuadernación de tapas duras y blancas. Estos libros son conocidos por dos curiosos aspectos: el primero, por la famosa portada del pan de cocodrilo, y el segundo, por ser un “ataúd blanco” que se sale de la norma, es decir, por venderse y reimprimirse con asiduidad. Ambos libros reposan en innumerables burós, escritorios y libreros, y a ellos se acude con no poca frecuencia. Quienes portaban dichos ejemplares eran los representantes de la vieja guardia huertiana. Hoy día, después de todo el alboroto festivo y carnavalesco en torno a la obra del Cipactli, los nuevos y renovados lectores llevamos con nosotros renovados y novísimos libros. Y ahora se nos ha vuelto imprescindible acompañar la poesía de Huerta con su inagotable prosa. Quizá ésta fue la gran enseñanza de todo el alboroto: que el poeta Efraín Huerta también es el prosista Efraín Huerta.

Los libros renovados son, obviamente, libros de poesía: la nueva edición de la Poesía completa (fce); la edición facsimilar de Los hombres del alba (conaculta); o bien, las reimpresiones de cuatro libros: Poemas prohibidos y de amor (Siglo xxi); Transa poética (era); Alma mía de cocodrilo. Efraín Huerta para niños (conaculta); y la mínima y genial Antología poética (fce), dechado de “literatura portátil” elaborada por Carlos Montemayor. En cambio, los libros novísimos pertenecen al ámbito de la prosa, ámbito que, en el caso de Huerta, era prácticamente desconocido. Veamos un par de ejemplos. Raquel Huerta–Nava publicó cuatro libros el año pasado: tres compilaciones de prosa y una plaquette de poesía. Los primeros tres suman 1,079 páginas, mientras que la plaquette no pasa de la veintena. También contrastan las 673 páginas de El otro Efraín. Antología prosística —preparada por el escritor Carlos Ulises Mata—, con las 79 de El Gran Cocodrilo en treinta poemínimos, libro ilustrado por el Doctor Alderete (ambos publicados por el fce). La escritura de Efraín Huerta evidentemente fue más prolífica en el ámbito de la prosa que en el de la poesía. Basta recordar que Huerta fue periodista profesional desde 1936 hasta el último día de su vida: cuentan sus familiares que el texto que dejó en la máquina de escribir fue, precisamente, un artículo periodístico.

De los libros publicados por Huerta–Nava, comentaré en esta ocasión un par que hace mancuerna: «Cine y Anticine». Las cuarenta y nueve entregas (cuec—unam, Colección Miradas en la Oscuridad, 2014) y la Antología de «Libros y Antilibros» (Joaquín Mortiz—Planeta, 2014). Ambos se leen con verdadero deleite gracias al sutil ritmo propiciado por sus breves parágrafos: Huerta tecleaba sus artículos a manera de destellos, o ráfagas, privilegiando la separación mediante subtítulos. Estos fragmentos le otorgan ligereza a los textos y nos revelan la inquietud del columnista por tocar todos los temas posibles, tanto del mundo del cine como del literario.

La primera columna, “Cine y anticine”, representa un tesoro de la crítica cinematográfica. Los conocedores del tema no me dejarán mentir: el redescubrimiento de la crítica de cine que Huerta escribió modificará, en cierta medida, nuestra historiografía cinematográfica. Desde esta perspectiva, resulta un acierto que el cuec haya publicado en su integridad la columna “Cine y anticine” (sostenida en el diario DF: La Ciudad al Pie de la Letra entre agosto de 1950 y julio de 1951), pues permite asomarnos a la sensibilidad de una época en la que ya se advertía que la expresión artística poco podía contra el interés económico de la industria: “el cine es un infierno empedrado de buenas y malignas intenciones”, escribió Huerta. Aun así, nuestro columnista se dedicó a defender lo que para él era el buen cine. Su repetida insistencia en presentar Los olvidados de Luis Buñuel como la gran película de toda una época nos permite entrever que, a los ojos de Huerta, el triunfo indiscutido de Los olvidados fue quizá la última victoria del cine como arte, en oposición al cine como negocio (o como él lo llamaba: anticine). A lo largo de las nutridas cuarenta y nueve entregas desfilan grandes protagonistas del cine mexicano: Gabriel Figueroa, Emilio Fernández, Roberto Gavaldón, Julio Bracho, Juan Bustillo Oro, Pedro Armendáriz, Ismael Rodríguez, Rogelio A. González, por no hablar de María Félix, Pedro Infante, Irma Torres, Dolores del Río, Carmen Montejo, Tin Tan, Cantinflas… Todos ellos son juzgados por Huerta, quien no titubeaba a la hora de reconocer aciertos y errores.

Lo mismo ocurre en la columna “Libros y antilibros”, sólo que, en este caso, los protagonistas son otros: escritores, editores, e incluso lectores. El material de esta columna eran las novedades editoriales que llegaban a manos de Huerta. El libro que reúne setenta entregas lleva por título Efraín Huerta en El Gallo Ilustrado. Antología de «Libros y antilibros» (1975-1982), y es el primer intento por compilar y rescatar una de sus columnas más célebres y leídas. Recuerda Raquel Huerta en el prólogo:

Era constante el flujo de libros en la casa y había que moverlos de un lado a otro bajo su vigilancia, pues [Huerta] llevaba la clasificación de los volúmenes conforme se acercaban a ser comentados en su columna o iban siendo descartados y donados a quien le pudieran ser de utilidad.

La columna “Libros y antilibros” es un verdadero diario público de lecturas. En él hallamos a un Huerta apasionado de la literatura, en su faceta de lector avezado y astuto. Los libros que comenta lo conducen una y otra vez al terreno de la memoria, de manera que sus repetidas digresiones conforman un pozo de recuerdos que enriquecen —antes de minar— las ideas y los juicios sobre los autores y sus obras. Aquí, un ejemplo:

Diez años antes de su Unicornio, Marcos Fingerit había hecho unos cuadernitos poéticos más pequeños (10 × 12 cm), titulados Cuadernos del Pez Volador. Estos suplementitos lo eran de la Fábula argentina. Sí, porque Marcos Fingerit se clavó en forma total el formato de la Fábula que hizo Miguel N. Lira allá por 1934.

Estas anécdotas son valiosas porque forman parte de nuestra historia de la literatura. Contadas, además, por un Efraín Huerta maduro, refinado e irónico, son una verdadera delicia literaria. A ellas hay que añadir, por un lado, los excursos humorísticos, como el siguiente: “Debe existir, por fuerza, un libro de ciencia ficción llamado Los comedores de comillas. ¿Alimentan las comillas? Alimentan, claro”; y por el otro, los momentos de confesión, como los del fragmento “Gran José Emilio” en el que Huerta dialoga con su admirado y querido José Emilio Pacheco, colega por partida doble: por el oficio de la poesía, y por escribir “Inventario”, hermana mayor de “Libros y antilibros”. ¿Le habrá respondido Pacheco en alguno de sus “Inventarios”?

Otra novedad que merece nuestra atención es El otro Efraín. Antología prosística (fce, 2014), elaborada por Carlos Ulises Mata. Se trata de una antología de lectura destinada al amplio público. Allí se incluyen cuatro libros que estaban fuera de circulación y que forman parte del canon huertiano en materia de prosa: La causa agraria (boi, 1959), Textos profanos (unam, 1978), Prólogos de Efraín Huerta (unam, 1981) y Aquellas conferencias, aquellas charlas (unam, 1983). Gracias a ello, hoy podemos leer nuevamente el ensayo “La poesía actual de México”, o la conferencia “La hora de Octavio Paz”, textos que ayudan a perfilar, por mencionar tan sólo un ejemplo, la idea que Huerta tenía de la poesía. También se recuperan artículos de Aurora roja (Pecata Minuta, 2006) y Close up (Ediciones La Rana, 2010), y seis entrevistas que estaban dispersas. El acierto de esta antología es, a mi juicio, el balance que logró Mata al dividir el libro en siete apartados que se leen muy bien: “su estructura se definió con base en un criterio primordial: la agrupación de los escritos según la afinidad del tema, intención y tratamiento”. Los apartados son: “Libros y autores”, “Párrafos sobre artistas”, “Crónicas líricas y urbanas”, “Cine”, “Artículos políticos y de actualidad”, “Prólogos” y “Entrevistas”. Las afinidades intuidas por Mata tienen plena repercusión en la poesía de Huerta, e incluso podrían considerarse como temas de los poemas huertianos. ¿Acaso no hay poemas dedicados a poetas, pintores y actrices? ¿Acaso Huerta no escribió más de un poema/prólogo? Léanse, si no, “Reseña metropolitana” o “Diálogo oído en un café”, en donde está presente en más de un sentido el famoso poema “Declaración de odio”. Sin duda alguna, El otro Efraín ilumina de un modo particular la obra poética, pero también resulta un esfuerzo por divulgar la varia invención que Huerta nos legó en su prosa.

Por último, quisiera dedicarle un mínimo comentario al libro Efraín Huerta. Iconografía (fce, 2014) editado por quien aquí firma. Se trata de una memoria visual de la vida y la obra de Efraín Huerta, elaborada a partir de los archivos fotográficos familiares. La generosidad de sus hijos permitió reunir más de centenar y medio de imágenes en las que observamos a Huerta con sus amigos, colegas y parientes, muchos de quienes también desfilan por sus textos: Xavier Villaurrutia, Rafael Solana, José Revueltas, Pablo Neruda, María Félix, Gabriel Figueroa, Luis Spota, El Indio Fernández, Jorge Negrete y un gran etcétera. Aprovecho este lugar para agradecer tanto a la familia del poeta como a los editores Martí Soler, Max Gonsen, Manuel Betancourt y Francisco Ibarra, sin quienes no se hubiera podido llevar a cabo la Iconografía. Estoy seguro de que, aunque se trata de un complemento a las lecturas reales de la obra huertiana, el lector disfrutará uno que otro pasaje de la vida de Huerta.

En un poema de 1962 que vale la pena releer, “La raíz amarga”, nuestro poeta escribió un verso que dice: “celebraciones centenarias aturden”. Tras el centenario de Huerta, más que aturdidos, terminamos contentos. Sabemos que hay Huerta para rato. No cabe la menor duda: muchos libros —y muchos lectores— están por venir. ¡Enhorabuena, don Efraín!


Un libro secreto sobre la poesía de Efraín Huerta

por David Huerta


Entre los libros que se publicaron en 2014 sobre la vida y obra de Efraín Huerta, los mejores son los editados (o reeditados) por el Fondo de Cultura Económica: en especial el tomo titulado El otro Efraín, antología de prosa preparada por Carlos Ulises Mata, y la Iconografía hecha por Emiliano Delgadillo al lado de los expertos iconógrafos del FCE. Hay que mencionar, asimismo, una recopilación de la columna literaria que hizo Efraín Huerta para el periódico El Día, fruto del trabajo de Raquel Huerta-Nava. Debo mencionar, por supuesto, la edición facsimilar del libro de 1944 Los hombres del alba, editada con enorme cuidado por la Dirección General de Publicaciones del Conaculta y en especial el equipo de Julio Trujillo. Se hicieron ediciones de gran tiraje a cargo de la Secretaría de Cultura del GDF. Diversas revistas publicaron números monográficos sobre Huerta; se hicieron carteles, desplegados callejeros, ediciones populares, y algo que me parece muy importante: la musicalización de poemas, de Eduardo Langagne, Enrique González Medina, Jaime Moreno Villarreal y Arturo Márquez. Hay un par de obras inéditas que ojalá algún día se den a conocer como se lo merecen: la tesis universitaria de Emiliano Delgadillo, sobre Los hombres del alba, y la investigación hecha por Isabel Pouzet en Francia, un trabajo estupendo sobre la correspondencia amorosa de Efraín Huerta y su primera esposa, Mireya Bravo.

Me extiendo un poco sobre el trabajo de Emiliano Delgadillo: el lunes 17 de febrero de 2014, Delgadillo, estudiante de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, defendió su tesis de licenciatura, titulada La fragua de Los hombres del alba: 1935-1944. Obtuvo mención honorífica. Esto no pasaría de ser un hecho, entre tantos otros semejantes, de la rutina académica, si no fuera por la calidad excepcional del trabajo. Entre los libros sobre Efraín Huerta publicados en 2014 no puede figurar: está inédito. Ojalá encuentre editor dentro de no mucho tiempo.

El título mismo del trabajo pone de manifiesto la sagacidad lectora y la curiosidad de Emiliano Delgadillo: es un homenaje en filigrana a José María Micó, ilustre traductor de Ariosto, poeta brillante y gongorista de primera línea; el trabajo de Micó sobre las Soledades gongorinas se titula La fragua de las Soledades. Delgadillo recogió la idea de “fragua” de un libro de poesía para contar la historia de Los hombres del alba, publicado en 1944 pero concebido y echado a andar en 1935: taller, fogón para preparar los metales poéticos, forja de esos mismos metales (gloso aquí las definiciones de “fragua” del diccionario de la Academia). ¿Cómo se hizo ese libro de Efraín Huerta; cómo fue componiéndose, o, en fin, cómo fue fraguándose…? La historia es sencillamente apasionante: Delgadillo la escribe echando mano de información de primerísima mano, con amenidad y con una prosa que fluye como agua diáfana. El conocimiento del tema, la destreza de los planteamientos, los horizontes que abarca, y su contribución cardinal a la historia y la crítica de la poesía moderna en México, son algunos de sus rasgos principales. Es un libro excepcional que merece ser conocido por los lectores más allá del ámbito académico.

Patrick Modiano y el encanto de la melancolía

12/Abril/2015
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Nunca se sintió hijo legítimo ni menos heredero de nadie
I
Quizá hay un libro clave (no el mejor ni el más ameno) para adentrarnos en la vida y obra de Patrick Modiano, el último Premio Nobel de literatura, titulado con alguna ironía Un pedigrí, suerte de confesiones de infancia, adolescencia y primera juventud, que nos sería útil para entender en algo las dos temáticas cardinales de las que parte su obra: el lustro de la Ocupación (1940-1945) y los años de la desolada y árida primera juventud en la década de los sesenta. Ante todo, Modiano parece haber escrito Un pedigrí, como muchas de sus espléndidas novelas, para responderse dos interrogantes sobre la identidad: ¿De dónde vengo? ¿Quién soy?
Stendhal adujo que escribió de corrido su autobiografía (Vie de Henry Brulard) para no mentir, o mejor, no adornar la realidad; algo parecido, tenemos la impresión, buscó Modiano, pero cuidó mucho no herir inútilmente a la gran mayoría de los mencionados.
En el mundo parisiense de la postguerra, tres personajes familiares hacen un triángulo que apenas se sostiene de lo roto que está: el padre, un italiano-francés judío (Albert Modiano), la madre flamenca (Louisa Copelyn), “una muchacha bonita de corazón seco”, de la que sabemos que fue una mediana actriz, y el hijo (Patrick). Podría añadirse un hermano (Rudy), con quien se entendía muy bien, pero murió muy pronto, y sabemos que su muerte le afectó de manera muy honda.
Astutamente ese padre judío no se inscribe durante la Ocupación alemana en “el censo de judíos” (1940-1945) y de milagro no es atrapado por los nazis o los colaboracionistas y mandado a un campo de concentración durante la Ocupación. ¿Cómo? ¿Por qué? Queda un halo secreto. Para sobrevivir, el padre se mueve como Pedro por su casa en el dédalo sórdido del mercado negro y de los negocios turbios. Salvo una fugacísima prosperidad, vivirá gran parte de su vida en “una miseria dorada”. Por demás, siempre comentó escasamente sobre su pasado.
Modiano vive una infancia y adolescencia sin ternura, en las que los padres casi siempre están ausentes. Una vida, hasta los primeros éxitos juveniles en la literatura, no exenta de pobreza y, en momentos, de miseria, que aun pudo llevarlo a cometer robos de hambre y en la cual estuvo muchas veces a punto de perderse, y si no ocurrió fue por una mezcla de extraña fortuna, por el éxito temprano en la literatura y por algo intrínseco que rechazaba la desviación a la mala vida. En general al padre y a la madre busca no juzgarlos, sino comprenderlos, pero hay algo íntimo, triste, que lo lleva a describirlos en varios libros de manera despiadada en una prosa neutra. Al padre jamás le perdonará haberlo mandado a internados y cuarteles, y menos, que lo haya llevado alguna vez a la comisaría para que lo consignaran, hechos que aparecen en pasajes de algunas novelas como recuerdos de desolación e incomprensión. Eso le hará decir alguna vez que, pese a los lazos consanguíneos, nunca se sintió un “hijo legítimo, y menos aún, heredero de nadie”. 
Fiel a la profesión, fiel a la mediocridad, la madre trabajará en obras de teatro y en filmes, casi siempre en “pequeños papeles”. Quizá la más triste de las imágenes que resuma una carrera con escasos resplandores es cuando, hacia 1960, actúa en el Theâtre des Arts de Lyon en una obra subvencionada, Las mujeres quieren saber, financiada por un sedero de la ciudad y su compañera. “La sala está vacía todas las noches”, recuerda Modiano. En su novela El horizonte (2010) la madre y su amante se vuelven, para el joven protagonista Bosmans, sombras temibles que no dejan de perseguirlo.
Alrededor de los padres y el hijo, o si se quiere, alrededor del joven protagonista, cruzan en esta autobiografía (Un pedigrí) una cantidad de personajes incidentales o fugaces, un verdadero “desfile de fantasmas”, que al lector, que no conozca su obra, lo pueden llevar a abandonar la lectura si comienza con este inventario, el cual lleva a pensar más de una vez si no está escrito para los franceses, en especial parisienses, y para la gente de su generación y, claro, en un término central, para él mismo y sus fieles lectores. Incluso en el libro aparecen chicas que uno supone que mantuvo con ellas una aventura, pero las deja como entre niebla y sombra.
II
Se ha repetido que la obra de Modiano parece un solo libro; tal vez sea cierto; pero hay tres novelas contadas treinta o cuarenta años después de los hechos, que podrían publicarse en un solo tomo las cuales nos parecen variaciones de una sola historia, y cuyos hechos acaecen al promediar la década de los sesenta: Más allá del olvido (1996), Accidente nocturno (2003) y El café de la juventud perdida (2007). Son bellísimas, en especial las dos últimas. Salvo El café de la juventud perdida, que se cuenta a cuatro voces, están narradas en primera persona por un joven veinteañero, quien nunca dice su nombre, aprendiz de escritor, que parece caminar casi todo el tiempo en arenas movedizas. En las tres novelas los personajes femeninos principales, una más fascinante que otra, se llama Jacqueline, quienes están entre los veinte y los veintiséis años. Las Jacqueline elegidas suelen ser antes de otro y ser también al mismo tiempo o poco después de otro.
Vaya talento de Modiano para volver inolvidables, pese a las variaciones y adaptaciones, aquellos días, cuando no se tenía con frecuencia un céntimo y se vivía a la mala de Dios. Vaya talento para lograr que aquellas muchachas con escaso suelo económico o de clase baja o de la pequeña burguesía, se suban a un tranvía llamado deseo. Muchachas ligeras, algo inconscientes, que a menudo juegan, sin saberlo o sabiéndolo apenas, a la aventura de vivir, a aprovechar lo que iba llegando a cada momento, y que un día desaparecerán o partirán dejando una imagen sin desgaste, y el novelista, muchos años después, tratará de desentrañar, hasta el último detalle, quiénes eran, hallando que cada descubrimiento lo llevará a una nueva duda o a un nuevo misterio. Muchachas sin demasiadas ambiciones, o si alguna las tenía, se intuía que no llegaría a cumplirlas. A un ferviente lector de su obra podría parecerle que si en una novela de Modiano no hay una joven deseable y finalmente alcanzable, se volvería una narración sin luz. No sólo en esta rara trilogía, sino en novelas donde aparecen con otros nombres, como en Villa Triste (Ivonne Jacquet), o en La calle de las tiendas oscuras (Denise Coudreuse) o en El horizonte (Marguerite Le Coz), tendrán estas jóvenes, como las Jacqueline, una fugacidad luminosa. Dentro de toda la grisura juvenil que vive, el narrador encuentra de súbito destellos, sobre todo en alguna muchacha que da la ilusión de que el sol ha salido, ya encontrándola por azar en algún café de la rive gauche, en un hotel ínfimo o por un accidente de tránsito, la que tarde o temprano desaparecerá, o se irá silenciosamente con otro, o se suicidará por una razón tan íntima que la causa sólo puede ser pasto para las conjeturas, o quedará junto a él por un breve tiempo y acabará por irse a Berlín o a un lugar que siempre se ignorará. Ya pasados los años o los muchos años, al escribirlos y describirlos, renacerán esos relámpagos intensos que iluminarán de nuevo, para darse cuenta de que al terminar de recrearlos se han apagado y son sólo sombras o espectros. Por demás, las relaciones eróticas en las novelas de Modiano nunca están explícitas, sino entendidas o sobrentendidas, salvo de alguna manera en las ávidas páginas finales de Accidente nocturno, donde el erotismo se vuelve difícilmente respirable por la intensidad con que está insinuado, en especial cuando el joven y Jacqueline (Beausergent) van subiendo en el elevador al piso de ella.
Si en Más allá del olvido hay un triángulo amoroso que puede ser un cuadrángulo, pasa lo mismo en El café de la juventud perdida. En Más allá del olvido el joven narrador es pareja de Jacqueline, que lo fue antes de otro joven, pero surge aún otro, de mayor edad, más peligroso, llamado Pierre Cartaud, y En el café de la juventud perdida el joven aprendiz de escritor es pareja de Jacqueline Delanque (Louki), pero aun antes hubo un esposo al que dejó, pero al último descubrimos que probablemente fue también pareja de Caisley, un investigador alquilado por su esposo para buscarla.
III
Modiano escribe en un estilo sencillo y elegante, como si buscara que sus períodos fueran a menudo lances de esgrima. En sus libros es una obsesión tratar de recobrar, a través de la memoria, el mínimo detalle de personas y hechos, para integrar, hasta donde es posible, esa variedad o multiplicidad de fragmentos. Su máxima podría ser: reconstruyamos al máximo lo que es posible indagar, dejemos los agujeros negros imposibles de llenarse, y volvamos con lo que tenemos páginas de bella o alta literatura. Uno no puede tomar una novela de Modiano sin que se adentre de inmediato en la intriga, lo envuelva un misterio o una situación indeterminada, y quiera saber ávidamente qué sucede después. Tienen algo de policiales y son mucho más, van más allá.
En sus novelas hallamos la reflexión incisiva, donde no está exenta la emoción, y el sentimiento que nos deja a lo largo de las páginas es ante todo de tristeza. “Sólo tengo para escribir una memoria lejana”, podría haber dicho, y con esa memoria, modificándola de continuo en sus detalles, con sus matices y anfibologías, retoca admirablemente las mismas experiencias y a veces los mismos personajes. Sin embargo, Modiano sabe, como lo supo Marcel Proust, que el rompecabezas no puede armarse del todo, y la realidad y la vida de alguien, incluyendo la de uno mismo, tampoco puede armarse del todo. Mientras más lejano es, el recuerdo se parece más a las figuras y las sombras del sueño. Los territorios del recuerdo son infinitamente más pequeños que los del olvido. 
Pero en Modiano encontramos aun la memoria de lo que no se vivió o del hubiera sido o pudo ser… ¿No dice acaso en un momento de nostalgia inútil algo que podría referirse a cualquiera de sus novelas en las que recrea su vida gris y opaca de los años sesenta que fueron para él como la edad de nadie?: “A veces me gustaría dar marcha atrás y volver a vivir todos esos años mejor de lo que los viví. Pero ¿cómo?” O en otra ocasión: “Me pregunto si esos años muertos vale la pena rememorarlos”. O: “A veces se te oprime el corazón cuando piensas en las cosas que habrían podido ser y no fueron.” El hubiera sido es tan triste y doloroso como los momentos tristes y dolorosos que le fue dado vivir.
No sé si por una angustia oscura o por feroz claustrofobia, el destino de los personajes primordiales, sobre todo el que tiene la voz narrativa, que solemos identificar con el propio Modiano, es huir. Huye de los internados de provincia o parisienses, huye de las amistades incómodas, huye de las situaciones embarazosas, huye del ser-vicio militar para no ir a la guerra de Argelia, huye de su madre que lo acosa para pedirle dinero, huye a París y huye de París, huye del Mediodía francés o de una ciudad que tiene frontera con Suiza, huye a Londres con la Jacqueline de Más allá del olvido, quiere huir a Mallorca con esta Jacqueline y con la inolvidable Louki de El café de la juventud perdida, quiere huir ante todo de su miedo y aprensión... La fuga lo exalta y lo embriaga, pero a donde vaya –o imagina que va a ir– suele extrañar París.
París es su centro, o más bien, ciertas zonas, como el Barrio Latino (en su franja marginal), Auteuil, Neuilly, Pigalle, Montmartre y L’ Étoile, donde en algunas áreas puede uno desaparecer y nadie se daría por enterado. Por lo demás, mucha de la vida de sus personajes suele pasar en calles sin lujo, en hoteles de mala muerte, en cines, y sobre todo en cafés, de los cuales destacan El Dante, en Más allá del olvido, y Le Condé en El café de la juventud perdida.
En esta trilogía de novelas, Modiano se distancia o se aproxima a los personajes según lo crea conveniente. Puede haber en ellas una abundancia de protagonistas, que se desarrollan poco o no se desarrollan: meros personajes de paso, o a lo más, incidentales. Y sin embargo al lector no le parece eso un defecto. Por ejemplificar, entre muchos casos, en El café de la juventud perdida la gran mayoría de parroquianos que rodean a Jacqueline (Louki) no acaban de tomar vida en la novela; igualmente pasa con Caisley, que parece de principio tener una importancia vital en Accidente nocturno, o con los amigos ingleses que hacen en Londres él y Jacqueline en Más allá del olvido.
Me atrevería decir que casi no hay libro de Modiano que no sea de una intensa belleza melancólica, pero El café de la juventud perdida, incluyendo el desenlace trágico, es para mí el que más. “Había habido muchas Jacquelines en mi vida. Esta sería la última”, se prometió el narrador en algún momento de la novela. Y no (lo) fue.
El encanto, según Stevenson y lo repitió Borges, es quizá la mayor cualidad de un escritor. Desde luego, Modiano no es un autor de la grandeza de sus antecesores Flaubert y Balzac, Proust y Malraux, pero en ningún novelista francés he encontrado en los últimos años tal encanto en sus libros como en los de él. Leer sus novelas se vuelve pronto una muy grata adicción.