domingo, 15 de marzo de 2015

LA FOTO COMO POLICIA DEL ARTE

14/Marzo/2015
Laberinto
Edith Negrín

La relación entre el escritor y la fotografía solía ser retrospectiva; conocíamos a un escritor consagrado o muerto por sus viejas fotografías; Internet modificó drásticamente esa relación y hoy conocemos antes las fotografías y luego (quizá) la obra literaria de los escritores. 

Grave problema: la fotografía es la Gran Normalizadora, y la fotogenia es la prueba de que todo está OK: amas, gozas, trabajas, consumes, descansas, existes, luces, vendes obedeciendo cada cláusula del contrato social. 

Un retrato es siempre la certificación de una obediencia al control; la policía incrustada en la retina. El cambio de la relación entre literatura y fotografía ha resultado en otro factor más de la normalización del escritor, que caracteriza a esta época de las artes verbales.

Nótese, por ejemplo, la función de la foto en el experimentalismo: la escritura puede querer no ser comunicativa, eludir el realismo y la lectura-pasiva; pero la persona que escribe experimentalmente, en cambio, desea ser reconocible, real, transparente, presente, comunicable, familiar gracias a sus fotos.

Esta es la gran incongruencia del experimentalismo y toda literatura actual. Su adicción a la fotografía muestra su entrega al capital.

La fotografía ha hecho más comercial a la literatura comercial y más aceptable a la literatura experimental. 

Hoy ser escritor es aparecer en fotografías. Si hay un anuncio de una lectura, libro o evento veremos una fotografía del escritor. Participar en lo literario es aparecer en una fotografía.

El libro importa menos; los géneros centrales son álbum y pic. 

La fotografía es el arte más reaccionario de nuestro tiempo; está, por lo menos, 100 años detrás del arte contemporáneo. Sin embargo, el arte contemporáneo depende del padrinazgo del retrato.

El escritor mediante la foto se vuelve una “personalidad”; el texto es apenas el producto vendido por la “celebridad”.

Si bien el libro está en crisis, la figura del escritor, en cambio, aumentó en relevancia.

No es azar que tengamos ya escritores que no escriben y sean célebres en el espectáculo de las Humanidades. 

Hemos llegado al momento en que ninguna innovación radical de la forma artística sucederá si no hay una crítica radical del espectáculo.

La falta de radicalidad del presente momento literario, teórico y artístico, en general, es evidenciada por la naturalización de la foto como carta de presentación del autor.

La fotografía es el pilar del espectáculo. Pero mediante su uso del retrato, el escritor merma la distancia, el extrañamiento del arte.

La foto es la firma del escritor con las clases en el poder y el gusto consumidor. El retrato expresa su afinidad con los dominadores y su atractivo y accesibilidad para el consumo. 


Si el escritor se niega a romper el contrato fotográfico, la escritura, sin embargo, romperá su contrato con el escritor.

Ambos mundos: García Márquez: sus 88 años sin él

14/Marzo/2015
Laberinto
Santiago Gamboa

La semana pasada, el 6 de marzo, se celebró el primer cumpleaños de García Márquez sin estar él presente. En Ciudad de México un grupo de personas se reunió en la calle Fuego 144, frente a su casa, y cantó a todo pulmón Las mañanitas. Es la suerte de los mexicanos: tener un lugar donde recordarlo y homenajearlo, donde recogerse un momento en silencio, para pensar en él y en sus libros. Lo que tenemos acá en Colombia, su casa de Cartagena e incluso un apartamento en Bogotá, en el Parque de las Flores, no tiene ese halo de casa habitada y vivida por él que sí se respira en la del DF. La casa de Bogotá, desde que la abandonó a principios de los años ochenta, cuando se exilió para evitar un peligroso arresto en épocas de Turbay Ayala, fue después una residencia muy ocasional, casi de paso. Y la de Cartagena es muy posterior. Nos queda la de Aracataca, claro, pero aún estando en el origen de su obra el propio García Márquez la fue dejando atrás y, salvo en un par de ocasiones especiales, todos dicen que no iba nunca. Yo lo comprendo. Debía de ser difícil enfrentarse con la realidad de su más poderoso fantasma literario. Tampoco Bolaño quiso nunca regresar a México, a pesar de que fue invitado una y otra vez. Siempre decía: “El día que vuelva a México ya no tendré de qué escribir”.

Es raro un mundo sin García Márquez. A pesar de que fue fundamental para mí y de que me ayudó en muchas ocasiones (por un empeño suyo fui diplomático), no podría considerarme su amigo del modo en que lo fueron otros. Pero lo quise mucho y la verdad es que no me acostumbro a su ausencia. Ya sé que llevaba varios años retirado, pero al estar vivo, aún sumergido en la desmemoria, seguía diciendo cosas extraordinarias. Se hará famoso eso que le dijo a Roberto Pombo: “Sé que te quiero mucho, pero no sé por qué”. O lo que le dijo a Héctor Abad, refiriéndose a su casa cartagenera: “No sé de quién sea, pero nosotros sembramos árboles y nos quedamos”.

Uno de los momentos que más me intriga de su vida es su periodo de formación. El enorme carisma que debía tener. Increíble que siendo tan pobre y de un pueblo insignificante como Aracataca haya seducido a la crema de la burguesía de Barranquilla. Algo parecido le pasó en México una década más tarde. Al poco de llegar se hizo amigo íntimo nada menos que de Carlos Fuentes. Yo que he sido inmigrante y viví las dificultades de esa situación, he pensado siempre en la irresistible atracción que debía emanar de García Márquez para que las puertas se le abrieran de ese modo, teniendo en principio tanto en contra. Esa fuerza estaba en su pluma, claro. Lo aceptaban porque lo habían leído, y sabían que era solo cuestión de tiempo antes de que ese joven humilde pasara al comando del pelotón. La suya es una historia humana emocionante y por eso lo sigo extrañando. Ahora todo concluyó y nos queda el mundo sin él pero con sus libros. Un mundo que, por ellos, es mejor del que él encontró al llegar.

Historia de un fracaso

14/Marzo/2015
Laberinto
Edith Negrin

Tal vez Mauricio Magdaleno consideró que Mapimí 37, su primera novela aparecida en 1927, era poco importante, pues al parecer no hizo ningún intento por reeditarla. Se trata de una obra casi olvidada tanto por el escritor como por la crítica. Magdaleno prefirió más bien reelaborar el mismo material en una obra de teatro, Pánuco 137, estrenada en Buenos Aires en 1932 y publicada un año después.

La temática del petróleo y su impacto en los pequeños pueblos mexicanos que anima a ambas obras es retomada por Magdaleno cuando, ya como un intelectual consolidado, escribió el guión de Gran Casino, la primera de las 32 películas que Luis Buñuel iba a filmar en México.

En mi opinión, Mapimí 37 es un texto de gran interés, no solo como una de las novelas pioneras sobre el petróleo escritas por un mexicano sino por ser la ópera prima de Magdaleno, no carente de calidad literaria.

Hacia 1920, el joven Mauricio, todavía estudiante de bachillerato con pocos recursos, había intentado conocer Tampico en unas vacaciones, pero no pudo hacerlo a causa de un intenso ciclón. Luego, como militante en la campaña vasconcelista, visitó el puerto una vez más. En Las palabras perdidas describe ese segundo viaje a la Huasteca, pletórico de intensas emociones.
Unos dieciséis años después de su malograda primera expedición, realizó una tercera visita y esta vez, ya no como estudiante con limitaciones económicas ni como activista político, pudo disfrutar de una placentera estancia en la región.

En su recreación de este viaje en un texto de 1937 se muestra convencido de que, como le dijo un hombre mayor que atendía un changarro: “Haga usté de cuenta un ciclón. Así se acabó Tampico”. El ciclón pasa a ser una metáfora de la fiebre del mineral y Magdaleno se convence de que ésta había llegado a su fin: “Una vez que se apagó la locura, la Huasteca volvió a ser el paraíso de los ríos, las barras y los platanares”.

El optimismo de Magdaleno en su tercer viaje a Tampico es un poco extraño en un momento en que aún no se había llevado a cabo la nacionalización del petróleo, aunque ya estaba relativamente cercana. Sin embargo, al inicio de su crónica ofrece una excelente reseña del puerto en su etapa de industrialización.
***
La novela corta Mapimí 37 fue gestada precisamente entre la conclusión del bachillerato del autor (1924) y su activa participación en la campaña de Vasconcelos (1929). Para escribirla —y publicarla cuando tenía veintiún años—, contaba con sus vivencias infantiles en Aguascalientes, en una familia encabezada por un padre liberal y revolucionario; contaba asimismo con su inmersión preparatoriana en la cultura y la política en la capital del país. Había iniciado una prometedora práctica periodística y debe haber tenido una buena relación con el medio, pues la novela fue publicada en edición rústica por Revista de Revistas.

Mapimí 37 tiene en la portadilla la acotación “Novela mexicana por Mauricio Magdaleno”. Está ilustrada con las siluetas de la torre de un pozo petrolero y un trabajador; al fondo se insinúa apenas una población —no se da crédito al autor—. Debajo, un recuadro hace constar: “Obsequio de Revista de Revistas”. La guarda está ocupada por una advertencia en grandes letras: “MATE LA MOSCA/ CAMPAÑA HIGIÉNICA/ LEA USTED “EXCELSIOR”/ EDICIÓN DE LA TARDE”.

Mapimí 37 está protagonizada por campesinos pobres. El núcleo de la red de personajes es la familia Galván —Roque y su esposa Cande—, que habita la pequeña finca El Carretón. El rancho se sitúa a cinco leguas de Mapimí, estado de Durango, en las proximidades del río Nazas, en la Comarca Lagunera. En el presente de la historia, que se ubica más o menos una década después del cese de la lucha armada, ambos son viejos. Hay una breve referencia a la primera conflagración mundial, dentro del relato de una leyenda, en voz de un personaje: “acababa de pasar una guerra espantosa, de todos los hombres del mundo. En ella murieron millones y millones de hombres. Se asesinaban con demencia”. En términos generales, la situación histórica de la anécdota coincide con la fecha de publicación de la novela: 1927.

A lo largo de la narración hay dos voces: la dominante de un narrador omnisciente, en contrapunto con los diálogos de los propios hombres y mujeres que se van imbricando como la voz genérica de un ente colectivo. Pero en tanto que el narrador hace gala siempre de un español culto, el habla de los campesinos exhibe giros regionales, a veces incorrecciones, acordes con su caracterización. Así, por ejemplo, el personaje Silvestre dice en esta escena inicial: “Güenas noches, don Roque. Güenas noches, niña Cande. Ya dejé amarradas las vacas. Ya no las puede llevar uno ni abajito del Mirador. No más sale agua puerca, quesque…

“Se interrumpe y se va, viendo ocupados a ambos viejos”.

Aun cuando no hay cortes explícitos, la historia de El Carretón muestra tres fases sucesivas en relación con la posibilidad de la existencia de petróleo en la zona.

En la primera fase se presentan separadas la vida de la comunidad de El Carretón”, junto con los ranchos vecinos, y el asunto del petróleo. En la tranquila cotidianidad de los ranchitos, tanto los yacimientos del mineral como las posibles exploraciones son apenas el lejano rumor de una amenaza que viene de fuera. Ellos se dedican al trabajo, la vida familiar, los pequeños placeres de una comunidad solidaria pese a su pobreza y a las pérdidas humanas padecidas en la guerra civil. La relación de los pobladores con la tierra es fundamental. “La tierra nos hace nacer, pero un día también, compadecida, nos llama a su seno”, piensa Roque. Este intenso apego campesino a la tierra es un tema que recorre la obra posterior de Magdaleno. Una de sus novelas más acabadas se titula La tierra grande (1945).

La historia de los Galván se ofrece a través de los recuerdos de don Roque. Rememora a sus dos hijos, fallecidos en “La Bola”. La tragedia familiar incluye asimismo a una hija, que huye a Torreón con un capitán que pidió albergue en el rancho. En la segunda etapa, los chismes se vuelven realidad: las labores en busca del mineral son inminentes y el gobernante local apoya a un empresario norteamericano para que se apodere de las tierras del pueblo. La tercera fase describe en pleno lo que el narrador llama “la calentura del petróleo”, desatada durante las búsquedas y aumentada después del brote del primer pozo. Se va arrasando El Carretón, y en especial a los rancheros que se oponen a vender sus propiedades. En su lugar va surgiendo un campamento que se convertirá en un pueblo diferente. En el proceso participa la soldadesca que, una vez derrotada la resistencia, se dedica a cantar, jugar baraja y beber. Inician las cantinas, los prostíbulos y la violencia. La aniquilación de la comunidad corre paralela a la de la naturaleza.

Si en Los de abajo la Revolución se comparaba con “una piedra” que “ya no se para”, en Mapimí 37 se le equipara con un río: “¿quién detiene al Nazas cuando se viene, inundando campos y pueblos, y se sale de madre y destruye cuanto encuentra a su paso?”. Un personaje expresa los sentimientos del pueblo sobre la Revolución: “¿Qu’hemos ganado con todas estas bolas? ¿Qué? Nomás hemos vuelto a lo mesmo, pior tantito”.

El anciano Roque intenta echar de su casa a los compradores y un gringo le responde: “¡Desde este momento se acabó El Carretón y todo lo demás! ¡Esto no es más que el pozo número 37 de la Mapimí Oil Company!”.

Mapimí 37 es la historia de un fracaso: el de los pobladores de El Carretón y las regiones vecinas para resistir la penetración extranjera. La comunidad lagunera puede verse como una metáfora del país. Una historia que será relatada una vez y otra en las novelas del petróleo como, en términos generales, en los diversos tipos de novela antiimperialista.


domingo, 8 de marzo de 2015

Sylvia Plath o el arte de morir

8/Marzo/2015
Confabulario
Iliana Olmedo Muñóz

La madrugada del once de febrero de 1963, la poeta norteamericana Sylvia Plath introdujo la cabeza en el horno de su residencia londinense y acabó con su vida. No era su primer intento: de acuerdo con sus biógrafos desde la muerte de su padre, cuando ella tenía ocho años, había comenzado a desarrollar un carácter oscuro e incluso empezó entonces a sopesar la idea de matarse. Llegó a intentarlo un par de veces sin éxito. Entre estos intentos, en 1953, tomó las pastillas para dormir de su madre, suceso por el que fue internada en una institución mental y recibió tratamiento psiquiátrico.

En aquel invierno de 1963, a los 31 años, consiguió su propósito, “Morir/ es un arte, como todo lo demás”, escribió en el poema “Lady Lazarus”, “lo hago excepcionalmente bien”. Sobre la mesa de la cocina fue encontrado, junto al cadáver, un manuscrito con 40 poemas, titulado Ariel y otros poemas, al que se consideró una muestra esencial de los sentimientos finales de Plath. En las páginas siguientes había varios títulos tachados que había descartado (“The Rival”, “A Birthday Present”, “Daddy”, “The Rabbit Catcher” y “A Birthday to Daddy”). Esta imagen gusta por lo doméstica: la cocina, el horno abierto, dos bebés duermen en otra habitación y el manuscrito hecho en los ratos que podía robarle a la crianza, a la maternidad, a la batalla consigo misma.

Dos años más tarde, en 1965, el manuscrito apareció publicado por Faber and Faber, de Londres, editado por su esposo, el también poeta Ted Hughes (1930-1998), con quien se había casado en junio de 1956 (a pesar de que el nombre de Hughes no aparece en la edición ni en el prólogo). La edición publicada en Estados Unidos contenía tres poemas más que la edición británica y estaba convenientemente prologada por Robert Lowell, que había sido mentor de Plath en sus años escolares en Boston. Lowell fue el primero en dar las pautas de lectura de la obra Plath al asociar su voz poética con el carácter sufriente y con tendencias suicidas. Poco tiempo pasó para que Plath se convirtiera en ejemplo de la personalidad torturada del artista, por un lado y, por  otro, en un icono de la opresión femenina. Al final de cuentas, las infidelidades de Hughes la habían orillado a la muerte.

Si bien las aventuras de Hughes habían comenzado años antes e incluso algunos de sus biógrafos aseguran que gozaba de fama de casanova (esta es la premisa que desarrolla la película Sylvia, de 2003, protagonizada por Gwyneth Paltrow y Daniel Craig), también fue sin duda una exitosa medida editorial que determinó la percepción de Plath como poeta. La hija mayor de Plath, Frieda Hughes, escribió al respecto: “Para mí, la colección de  poemas de Ariel se convirtió en simbólica de esta posesión de la imagen de mi madre y de la amplia vilificación que se hizo de mi padre”. Aunque no era una poética accesible, esta edición, titulada simplemente Ariel, fue un éxito comercial y vendió 15,000 ejemplares en un año.

De ser una poeta un tanto minoritaria que sólo había publicado The Colossus and Other Poems (1960), Sylvia Plath ingresó en las filas mayores de la poesía contemporánea. Ariel ratificó el valor de su obra, que significó durante décadas uno de los paradigmas poéticos canónicos de la creación femenina y certificó la voz poética desde el punto de vista de la mujer. Plath se convirtió en maestra y legitimación de las siguientes poetas. Su mirada es singular y al mismo tiempo muy contemporánea. Del poema “Danzas nocturnas”:
¿Por qué me dieron

estas luces, estos planetas,
que caen como bendiciones, como copos

hexagonales, blancos,
en mis ojos, mis labios, mi cabello

que se derriten al tocarlos?
En la nada.

Además, la poesía de Plath muestra la voz afligida del depresivo, cuya existencia se vive como si estuviera dentro de una Campana de cristal (The Bell Jar), título de la única novela que publicó Plath bajo seudónimo en enero de 1963. Más que una exploración sobre la adolescencia, esta novela narra una educación sentimental en el Nueva York de los años cincuenta y la batalla constante ante las dudas, los cambios, las ambiciones y los demonios interiores.

La depresión y el suicidio se convirtieron en las dos líneas de acercamiento principales a Sylvia Plath y fueron tan llamativas que empezaron a desplazar la lectura de sus poemas. La figura del artista atormentado que construyó Plath dio lugar, por ejemplo, a que el psicólogo James C. Kaufman, cuya tesis de estudio es la mente creativa, concibiera el apelativo Sylvia Plath effect, suerte de síndrome autodestructivo  al que son más susceptibles las mujeres poetas. Según Kaufman ellas tendrían tendencias suicidas más marcadas que las que cualquier otro artista. Su teoría se basa en que muchas veces la escritura sirve para expresar conflictos interiores, puesto que al ordenarlos se construye la narración de una historia y así se borra la angustia; pero como la mayoría de los poemas no tienen trama ni argumento, generan en el poeta un efecto de repetición, de estar rumiando los problemas o los conflictos, acto que es más perjudicial que benéfico, ya que este constante darle vueltas a las cosas sostiene la depresión y puede derivar en la locura.

Los estudios de Kaufman demuestran que las poetas suelen caer con mayor facilidad en estos estados rumiantes, más que sus pares masculinos o las que escriben prosa. Los detalles sobre esta tesis pueden consultarse en la página de internet del teórico, aunque en cierta manera hacen pensar en la existencia de algún tipo de prejuicio de género implícito, ya que es bien sabido que las mujeres que salen de la media han sido consideradas brujas o locas a lo largo de la historia y a la cabeza se encuentra Plath.

De manera simultánea, el personaje de Plath empezó a construir su mito como ejemplo de la mujer oprimida por el sistema masculino, encarnado tanto por su padre como por su esposo. La poeta feminista Robin Morgan publicó en su libro Monster (1972) el poema “Arraigment” en el que sin tapujos acusaba a Ted Hughes de la muerte (más exactamente del asesinato) de Plath. Hughes amenazó a la editorial con una demanda y el poema fue excluido de la colección. Sin embargo, circularon varias ediciones piratas en Australia y Canadá. Con estos sucesos la imagen de Hughes (y el manejo que hizo de la obra de Plath) empezó a deteriorarse. Tampoco ayudó  el hecho de que la poeta Assia Wevill (1927-1969) que tuvo una relación y una hija con él se suicidara tan sólo seis años después que Plath. Sobre el perfil de esta poeta y su relación con Hughes se publicó una interesante biografía de Yehuda Koren y Eilat Negev, cuya traducción está editada por la española Circe. De hecho la lápida de Plath, que tiene un epígrafe elegido por Hughes y en la que aparece con su nombre de casada como Sylvia Plath Hughes, fue atacada varias veces en las décadas de los ochenta y noventa con la intención de eliminar el apellido de Ted. Aunque en el 2012 sorprendió a propios y extraños que de la tumba fuera eliminado el apellido Plath y que el grupo “masculinistas por Ted Hughes” se achara la autoría dentro del anonimato que permite twitter.

Transcurrieron un par de décadas, aparecieron nuevas poéticas y se diluyó un poco la tragedia intrínseca a la historia de Plath. En 1981 Hughes reunió la obra completa de Plath bajo el título Collected Poems e incluyó las notas del contenido original del manuscrito de Ariel. El poeta británico fue severamente criticado por no haber respetado el orden original propuesto por Plath. Se publicaron distintas reacciones críticas en las que se compara ambas versiones. Los cambios se resumían en la modificación del orden, exclusión de algunos poemas y el añadido de otros que Plath había escrito poco antes. De esta forma, eliminó doce poemas, entre ellos, “El otro”, “Un secreto” y “El detective”, y agregó otros, como, “Ovejas en la niebla”, “Los maniquíes de Múnich” y “Tótem”, que conformaron la identidad de Ariel y desde el cual provienen la mayoría de sus traducciones.

En español la editorial Bartleby incorporó la edición restaurada de Ariel a la traducción de Xoán Abeleira de la Poesía completa, en 2008.  El cotejo de versiones ponía a la luz que estos cambios transformaban la narrativa del libro como conjunto. Mientras que en el orden propuesto por Plath quedaba retratada la degradación gradual que conduce a una mentalidad conflictiva, en la de Hughes aparecía una mirada crítica —aunque también afectada y sin restricciones— de la realidad. Frieda Hughes recuerda las palabras de su padre: “Yo sólo quería hacer el mejor libro posible”.
La principal pregunta es cuál de las dos versiones refleja mejor el carácter poético de Plath. ¿Qué tanto era un borrador? Otras muchas objeciones brotan de manera inmediata y natural: ¿cuál de estas versiones es mejor? ¿Es superior la versión de Ted Hughes que la original, como muchos críticos han concluido? ¿Cuál de las dos es la más válida? ¿Cuál es el papel del editor? Ciertamente entre los dos poetas había un diálogo creativo que está documentado en cartas y diarios, pero qué tan válida era la intromisión de Hughes y hasta dónde llegaban sus límites. ¿Conocía tanto la obra de su esposa al punto de editarla y transformarla?

Ante estas cuestiones, en 2004, Frieda Hughes publicó una nueva edición de Ariel, “the restored edition”, como muestra el subtítulo de la editorial Faber and Faber. En ella no sólo respeta el manuscrito original, sino que incluye el facsímil en la parte final y algunos de los borradores de las distintas versiones del poema “Ariel” escritos a mano y en máquina. A pesar de que estaba restituyendo la primera versión, en el prólogo ella no puede más que defender la decisión de su padre (para entonces ya fallecido), y no sólo justifica la primera edición, sino la infidelidad paterna. Afirma: “Muchos años después él me dijo que creía que pese a la aparente determinación de mi madre [de separarse], él siempre pensó que ella iba a reconsiderar: ‘estábamos trabajando en ello’, dijo”. No cuestionó las elecciones de su padre, en cambio, Frieda cuestionó la recepción crítica que se había hecho de Sylvia como artista. “El suicidio de mi madre, más que su vida, fue la verdadera causa de su elevación como icono feminista”. No fue su obra. Para ejemplificar esto menciona el hecho de que la placa para honrar la memoria de Plath se quisiera poner en la casa en la que se suicidó, no en la que vivió. Al final vende más la casa donde surgió la leyenda que el lugar donde creó su poesía. Además de que forma parte importante del suicidio el drama de la infidelidad de Hughes con otra poeta, suceso del que se enteró Plath en junio de 1962 y que desató la tormenta entre ellos.

La inserción de la mano de Hughes marcó la lectura de la obra de Plath, no sólo en la edición de Ariel, sino en el resto de los textos que había dejado. Fue él quien se encargó de publicar la mayor parte de la obra que dibuja el conjunto poético de Plath, basta sólo observar que el número de sus libros póstumos supera a lo que publicó en vida. Hughes le dio el espaldarazo y el suicidio le abrió el espacio en el medio literario. Ahora los poetas jóvenes llegan primero a Plath y después empiezan a leer a su esposo, ¿será entonces que algo cambiado en las dinámicas de legitimación literaria o sólo será uno más de los espejismos que sostienen nuestras aspiraciones de una cultura igualitaria? Lo cierto es que más allá de la culpa de Hughes y del impulso que el contexto alrededor del suicido le hayan dado a Plath, su obra se sostiene por su valor.

A lo largo de su vida, Hughes trató de evitar las polémicas y mantuvo en silencio —dentro de lo posible— los pormenores de su vida privada, incluso desapareció el último tomo de los diarios de Plath, pero en 1988 publicó una colección de poemas, Birthday Letters, en donde expuso su punto de vista y su argumento acerca de su relación con Plath. Hughes sabía que ese año iba a morir del cáncer que padecía. Con ese libro ganó tres de los premios más importantes de la poesía en lengua inglesa y fue un éxito de ventas inmediato.

La controversia y la desgracia han marcado por igual la percepción crítica de la obra de Sylvia Plath, que suele ser más conocida por su repentino (y poco maternal) suicidio que por el indudable valor de su obra y el aprendizaje que su lectura deja. Esto demuestra, cuando se cumplen cincuenta años de la publicación Ariel, el más sólido de los libros de Plath, que a nuestra aspiración de igualdad entre los sexos todavía le queda camino por recorrer, ya que explica mucho el mundo en que vivimos y la forma en que solemos acercarnos a los creadores y al arte.

La antología imposible

8/Marzo/2015
Confabulario
Diego José

Gabriel Zaid comentó la edición de La poesía mexicana del siglo XX de Carlos Monsiváis, haciendo uso de su habitual franqueza, para advertirle al lector: “Hay que desmitificar las antologías, convertir ese deseo y terror del Juicio Final, en buen juicio dialogante, para no acabar sumisos a esa injusticia inherente, benévola o terrible de la Posteridad Absoluta”. Vale recordar que una antología es, también, una lectura circunstancial —caprichosa la más de las veces— y por naturaleza excluyente. Sin embargo, la idea de recopilar un puñado de poemas escritos por un conjunto indistinto de autores responde a la necesidad de recorrer una circunstancia literaria particular, con la ilusión de sugerir la comprensión —insuficiente— de una realidad poética determinada.

Los motivos que inspiran la realización de una antología son de diversa índole: desde la necesidad que un grupo de escritores tiene de mostrar su trabajo —y que sugiere una expresión colectiva con vínculos estéticos, ideológicos o afectivos— a la manera de un manifiesto, hasta el análisis con miras a demarcar o resolver las posibilidades de una tradición literaria. También, aquellas que buscan retener la temporalidad o perdurabilidad de un instante poético, ya bien por su apego a una idea de la poesía o por el carácter renovador de la misma. En todo caso, una antología empieza como un ejercicio de crítica que puede convertirse en referente y en historia de la literatura, incluso por encima de sus omisiones y de sus yerros. Tal es el caso de Poesía en movimiento, la antología que realizó Octavio Paz con Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis en 1966.

Nuestra literatura cuenta con importantes ejercicios antológicos: la de Cuesta y la Monsiváis, las de Zaid (que significaron tanto una experimentación como un diagnóstico literario). Posteriores intentos generacionales que suelen citarse con frecuencia como Poetas de una generación para los nacidos entre 1940-1949 de Fernández de León, y, 1950-1959 de Escalante, respectivamente; junto con La sirena en el espejo. Antología de nueva poesía mexicana 1972-1989 de Espinasa, Mendiola y Ulacia. En los inicios de nuestro siglo, El manantial latente de Lumbreras y Bravo Varela generó una fructífera polémica que dio pasó a nuevas contra-antologías como respuesta: Un orbe más ancho de Carmina Estrada; Árbol de variada luz de Rogelio Guedea; La luz que va dando nombre de Calderón, Mendoza, Solís y Escobar; El oro ensortijado. Poesía viva de méxico de Bojórquez, Calderón, Solís y Mendoza; y en años recientes, Vientos del siglo, poetas mexicanos 1950-1982 de Margarito Cuéllar, en colaboración con Luis Jorge Boone, Mijail Lamas y Mario Meléndez. Si bien ninguna es totalmente representativa de la poesía que se escribe en México en la actualidad, al menos demuestran la preocupación que un conjunto de autores tiene sobre el acontecer poético en nuestro país, lo cual resulta significativo porque estamos hablando de una aparente “generación dispersa” que, al rehuir la denominación generacional ha buscado de forma continua, y hasta obsesiva, legitimar su lugar en la tradición poética mexicana, principalmente a través de las antologías.

Juan Domingo Argüelles concreta un ambicioso proyecto, iniciado hace algunos años, cuando publicó Dos siglos de poesía mexicana: Del siglo XIX al fin del milenio (Océano, 2001). El resultado, sin duda, puede comprobarse en la Antología general de la poesía mexicana: De la época prehispánica hasta nuestros días (Océano, 2012) que invita a realizar un generoso recorrido por lo más celebrado de nuestra lírica: un compendio para recordarnos por qué ciertos poemas y sus autores poseen un prestigio histórico. Nada más claro que su finalidad expuesta en el prólogo: “La Antología general de la poesía mexicana es una obra de suma necesidad para el lector general; por ello, es el tipo de libros de iniciación que, de manera lógica y natural, le viene bien a las bibliotecas públicas, los centros escolares y educativos cuya función es dar a conocer el desarrollo de la creación intelectual de México”.

La continuación o la parte complementaria de este significativo mural corresponde a la obra producida por los autores nacidos entre 1951 y 1987: el volumen B de la Antología general, dedicado de la segunda mitad del siglo XX a nuestros días. El carácter de este volumen, me parece, tiene una intención: proporcionarle al lector y al investigador tanto la confirmación de algunas trayectorias aceptadas y delineadas por una obra ya establecida, como una mirada a proyectos en desarrollo, incompletos en el sentido en que más de la mitad de los poetas están en la posibilidad de concretar —e incluso, iniciar— lo mejor de su producción poética. La apuesta es interesante, aun cuando figuren autores que no implican ninguna novedad; otros, en cambio, sí lo son. Pero ese carácter sugestivo, le aporta al volumen B de la Antología general su sazón. Resulta esperable que la actualidad de este trabajo despierte la suspicacia de lectores, críticos, poetas aludidos y poetas omitidos porque implica revisar las posibilidad de una “justicia poética”. Cabe recordar que la relación de Juan Domingo con las publicaciones de autores nacidos entre los sesenta y los ochenta inició con su paso como editor en Tierra Adentro, tanto en la revista como en el fondo editorial.

La conjetura y la complicación de este trabajo es la gran diferencia entre ambos volúmenes. Si en la primera parte se apunta hacia autores “cuyas obras forman parte del canon más exigente de la poesía mexicana”, la segunda quiere mostrar “la obra en movimiento […] aquella que significa la renovación dentro de la historia de nuestra poesía”. Una nutrida diversidad que se desplaza por distintos rumbos, que a decir de Domingo Argüelles implica que: “Si algo define a la poesía mexicana de los últimos sesenta años es su diversidad en fondo y forma y, en no pocos casos, su ausencia de cánones”.

El ejercicio de selección que supone toda antología, debe proporcionar —o al menos intentarlo— una visión panorámica junto a la posibilidad del acercamiento, con miras a destacar aquello que resalta dentro de dicho horizonte, o bien, como lo expresa Rogelio Guedea en el estudio preliminar a su Árbol de variada luz: “sería ingenuo creer que todo antólogo aspira a tener la ‘última palabra’ en cuanto a su visión —siempre subjetiva y personal— del hecho creativo. Se quiere, sí, ofrecer una especie de fotografía —lo más objetiva posible— de aquello que más o mejor represente los elementos de un paisaje”.

La naturaleza incierta del panorama creativo impide la previsión de los distintos rumbos que pudieran desencadenar determinadas circunstancias literarias, así como la imposibilidad de predecir la aparición de una obra singular que, por su naturaleza, confirme o contravenga los planteamientos de una selección circunscrita a una temporalidad y a un espacio geográfico. El antólogo apela a su intuición, pero también a las evidencias que el tiempo proporciona (la obra publicada, la crítica, los reconocimientos, la aceptación, la originalidad), así como al criterio de su lectura, renunciando en la medida de lo posible a las manías del gusto. Sirva lo anterior para aclarar que ninguna muestra poética agota la realidad que pretende retratar, mucho menos clausura el acceso a otras lecturas, ya bien con la obra de los autores seleccionados, o con aquella que por desconocimiento o decisión fue omitida. En todo caso, la importancia de una antología no recae en los compiladores, sino en la obra seleccionada y, por lo tanto, en sus autores, a fin de vislumbrar a través de su trabajo y de sus búsquedas, la difícil imagen de una actualidad poética —que el tiempo se encargará de reconocer o desdecir— y una propuesta hacia el imprevisible futuro, pues como afirma Juan José Lanz en su Antología de la poesía española 1969-1975: “Las antologías poéticas se convierten, así, en un documento de doble valor: en cuanto reflejo de un momento histórico-literario determinado y en cuanto que su interpretación de la realidad del momento incide en el desarrollo poético posterior”.

Toda antología es por definición parcial y temporal. Muchas veces, manifiesta una manera específica de leer y entender la poesía; pero también puede ser la reunión caprichosa de unos amigos con el afán de autopromocionarse; o una oportunidad para descubrir o cuestionar el prestigio o la falta de difusión de una obra. Tomar al pie de la letra a las antologías significa abandonarse a la incertidumbre de las listas; considerar que una selección pueda o no ser “definitiva” es vivir en el autoengaño. Sin embargo, para muchos autores la importancia radica precisamente en la nominación, más allá del peso específico de los poemas. De ahí que la polémica suele centrarse en la “injusticia poética” del antólogo, que con “alevosía” ha recortado nombres que resultan fundamentales para otros críticos y en distintas latitudes, pero poco se detienen en analizar la selección de los poemas. El análisis se desplaza hacia la queja y el señalamiento que erigen en crítico a todo lector que supone que haría mejor el trabajo hecho. Tal vez, el error que repiten muchas antologías poéticas ha sido el sometimiento al prestigio y la filiación, perfilarse por los nombres, las becas, los premios, las asociaciones, las escuelas, los grupos… Desafortunadamente, las antologías se convierten en una suerte de garantía para sumar indulgencias rumbo a la “Posteridad Absoluta” que tanto criticó Zaid, en lugar de propiciar un verdadero “juicio dialogante”.

Imaginemos que rehacemos, a la manera de Pierre Menard, Poesía en movimiento: ¿qué razones tendríamos para incluir o quitar a Juan José Arreola como referente de la poesía mexicana?, ¿dejaríamos los mismos poemas de Bonifaz Nuño?, ¿qué versión utilizaríamos de los cambiantes poemas de José Emilio Pacheco?, ¿reconsideraríamos a Eduardo Lizalde y a Enriqueta Ochoa?, ¿qué apartados nuevos se agregarían? Se trata de la antología imposible, aquella que construimos a partir de la lectura constante, y que sería positivo, compartirla en un espacio donde los nombres se subordinen a los poemas y no al revés.

Nostalgia de San Blas

8/Marzo/2015
Jornada Semanal
Ana Garccía Bergua

Algunos de los escritores que con mayor admiración he leído inventaron en su obra una provincia a la que recurren en son de burla y también de nostalgia; en su literatura, la provincia es un espacio de libertad para el humor y la creación de personajes ridículos, pero a la vez muy humanos. Estos pueblos mentales tienen una función doble: la más convencional, la de situar ahí las fantasías y tramas literarias, y la de satirizar en ellas los vicios y defectos de lugares verdaderos, de los que así se distancian para ajustar cuentas, como hizo Jorge Ibargüengoitia con Cuévano. Pero el más entrañable es Augusto Monterroso, el gran escritor de origen guatemalteco que vivió entre nosotros una enorme parte de su vida y acuñó la famosa frase:  “Los enanos tienen una especie de sexto sentido que les permite reconocerse a primera vista.”
Yo desde muy pequeña leía a Tito, deslumbrada por sus fábulas, su zorro escritor, alter ego de Juan Rulfo, los relatos de Movimiento perpetuo, los cuentos y ensayos de La letra E, pero la que más disfruté siempre fue su casi-novela Lo demás es silencio donde aparece San Blas, S. B., la ciudad provinciana donde vive y descansa el intelectual Eduardo Torres, autor de frases como: “La sinfonía inconclusa es la obra más acabada de Schubert” y “Es cierto, la carne es débil; pero no seamos hipócritas: el espíritu lo es mucho más.” Lo demás es silencio es un delicioso pastiche en el que intervienen los testimonios de la esposa, el hermano resentido y el valet de Eduardo Torres, este último casi una micro-novela de aventuras, así como otros textos misceláneos, entre ellos el “Decálogo del escritor”, obra de Eduardo Torres y una notable interpretación de una octava del Polifemo, de Góngora. Lo demás es silencio es también una lección de estilo de grandes vuelos; una lectura atenta permite encontrar en él citas no sólo del Quijote, sino de griegos y latinos: de muy joven –esto lo cuenta en su autobiografía Los buscadores de oro, Monterroso trabajaba en una carnicería y en sus ratos libres junto a los costillares, leía a Virgilio y otros clásicos.
Lo demás es silencio, Monterroso hace la sátira de la figura del gran intelectual de provincia cuyas palabras tienen un fondo sospechoso de genialidad o bobería (“sé, como ustedes, que la mejor manera de acabar con las ideas ha sido siempre tratar de ponerlas en práctica”) y no siempre se cuestionan, a no ser por una indiscreción de la familia. Publicada en 1978, en la época en que todavía tenía mucha validez la figura del intelectual latinoamericano, Eduardo Torres en su pequeño feudo de San Blas mostraba el aspecto demasiado humano de todo escritor que sólo relumbra en su patria chica. Así, San Blas, “ciudad grande fundada con los encantos de un pueblo chico y al revés”, construida por órdenes de un capitán español sobre la pirámide de un pueblo indígena, podría parecerse a muchas ciudades provincianas de Latinoamérica, incluida la Zona Rosa, pues también tiene su lado cosmopolita: “En cortos ocho días me metí una tarde a la municipalidad a buscar un acta (que no encontré), usé el Metro, escuché un concierto en Bellas Artes, oí las conferencias del poeta famoso …” También tiene su comisión de notables “compuesta en su mayoría por dos o tres intelectuales, algún poeta, dos comerciantes y políticos de todas las capas sociales”, a propósito de los cuales el valet de Eduardo Torres aclara que se trata de “los vecinos, los amigos y los periodistas, que en aquel inmundo pueblo son siempre los mismos, quiero decir que los periodistas, los amigos y los vecinos son sin remedio las mismas personas, y unas veces son vecinos, otras periodistas y otras amigos, pero siempre los mismos, y por eso allí todos lo sabían todo y todo lo sabían entre todos.”
Quizá la diferencia entre la sátira provinciana de Monterroso y la que practicó Ibargüengoitia, era que el primero no dejaba de ser dulce y de algún modo comprensivo con el género humano. A fin de cuentas, Monterroso era un clásico. En cambio, la de Ibargüengoitia es implacable: distante en el sentimiento y sin embargo tan ácida que llega al fondo de las cosas. Frente a su mirada lúcida y llena de sentido común, la provincia no parece ser otra cosa que el escenario donde los hombres actúan el peor de los ridículos, como dice en Estas ruinas que ves: “Los habitantes de Cuévano suelen mirar a su alrededor y después concluir:
–Modestia aparte, somos la Atenas de por aquí.”

El cuento de Amaramara

8/Marzo/2015
Jornada Semanal
José Angel Leyva

“peor que morir es no haber nacido”, su nieto.
libro póstumo de juan gelman.
Como muchas otras veces Juan llamó, según sus palabras, para diezmar las carnes que acaban con el pasto. Nos vimos ante unos buenos cortes y apuramos vinos, por supuesto argentinos. Me preguntó de pronto: “¿Sabés dónde puedo publicar un librito de poemas con pinturas, un librito sí… de poesía, pero de arte a la vez, no un libro lujoso, pero de buen gusto?” No entendí le pregunta o no quise entender la propuesta y le dije que si alguien tenía claridad de dónde publicarlo era justamente él, que tenía las puertas abiertas de cualquier editorial mexicana, argentina o española. Enseguida me preguntó mi opinión sobre la pintura de Arturo Rivera. Él ya sabía mi respuesta; es un pintor extraordinario, con una estética inquietante, perturbadora, “como ciertos poemas tuyos”, le dije a Juan. Me miró con esos ojos que regalaba a los amigos y una sonrisita cómplice que dibujaba a la vez un acertijo: aprobaba o se burlaba. Para mí… estaba claro.
Un par de veces Juan volvió con el tema del librito medio de arte y de su título: Amaramara. Había hablado ya sobre el proyecto con Arturo Rivera. El fotógrafo Pascual Borzelli, una especie de sombra de poetas y artistas, dio testimonio del plan, pues él también había sido enterado de éste. En una de las citas para “abatir a las dadoras de leche y sus cornudos compañeros” (Gelman dixit), salimos a su casa, pues deseaba mostrar los dibujos que Rivera le había entregado para Amaramara. ¿Qué opinás, te gustan? “¿Y a ti, Juan, te gustan? Respondí con habilidad. Juan me miró con esos ojos y una sonrisita cómplice… Para mí… estaba claro. “Tiene que perder el miedo, no se trata de ilustrar sino de un diálogo”, me dijo.
Antes de viajar a Argentina para presentar Hoy, Gelman ya no me preguntó si podía sugerirle una editorial para Amaramara, sólo dijo, perentorio: “¿Lo vas a hacer… o no?” El poeta iba por última vez a su Buenos Aires amado; ya tenía sus planes, había decidido terminar sus días al lado de Sor Juana, la genio de Nepantla. Un amor que se consagró con las cenizas de Juan esparcidas en las faldas, literalmente, de los volcanes Iztaccíhuatl y Popocatépetl. Juan y Juana en la memoria.
Juan dijo que ese puñado de poemas eran de amor, como lo indicaba el título: Amaramara. Algunos de esos textos los había leído con el trio Mederos, en su papel de “Comediante de la lengua”, como le gustaba llamarse. Dejó el libro revisado, con sus correcciones de puño y letra. Estuvo de acuerdo con el diseño, el formato, el prólogo, y cambió la contraportada por una imagen conmovedora en la que él y Mara parecen danzar en una atmósfera otoñal, luminosa, aérea. El tono de estos poemas responde a la poética gelmaniana, al gelmaneo, a la sintaxis abrupta y a la vez armoniosa que él lograba acomodar a su respiración, a su lectura en voz alta, voz grave y dulce, voz de bandoneón.
La poesía de Gelman es en esencia una poesía amorosa. No en el sentido convencional, edulcorado del término, sino en el sentido de la pasión, de la piedad, de la capacidad de conmoverse ante el otro, los otros. En Juan no hay un yo sin los otros, sin el nosotros. Este libro también es un diálogo con sus seres queridos, con el individuo, con el ser humano. Mara, su mujer, su compañera, su familia, su México y su Argentina, su pasado, pero sobre todo su vida madura es aquí la memoria, el hallazgo y la resolución, el día a día del ajuste de cuentas, de la ira, del Atrasalante en su porfía, de la justicia y el vacío. Pasión sin concesiones; mirada de amante dolido por la vida, por la cercanía de la muerte, por los que se quedan donde inicia el olvido. Es amor pleno de cólera y devoción a la vez, de lucidez y ceguera, de dolor y entrega. Amor que celebra y se despide a la vez.
Gelman quiso gelmanear a la Rivera de Arturo, ponerlo a trabajar, a él, el pintor, en la cuerda de la poesía. Gelman lo eligió porque ante todo le gustaba mucho su obra, y porque hay en esa paleta, en esa estética perturbadora, inquietante, la misma pasión lírica de sus versos: en la necesidad de vivir está la claridad de la muerte, en la necesidad de querer está la vida, en el emperrado corazón que amora. La pintura de Arturo Rivera responde con devoción a la convocatoria gelmaneana: pintar, no ilustrar; expresar al otro lo que siente el otro, cuando siendo uno mismo es también en la interlocución, en el diálogo.
La amistad, los afectos, estaban en las células intelectuales de Juan. Ser amigo de Juan significaba también una responsabilidad y una tarea, porque él lo elegía a uno y uno no ignoraba el significado de ese vínculo. Era parte de su endemoniada congruencia y claridad de hombre complejo, enredado como pocos desde que nació, y quizás desde antes de que fuera concebido. La inteligencia no puede ser simple, vive en el cambio, en la mutación constante, en el delirio proteico.
Amaramara es una síntesis de amor, en primer lugar por una mujer específica: Mara, del verbo amarar, del juego porfiado de cambiar lo que suena descompuesto, lo que no entona, lo que no dice, lo que no hace, lo que no día. Es un gelmaneo para nacer en Buenos Aires y celebrar la muerte en este México cruel donde los gobiernos, como Cronos, devoran a los hijos de la patria lacerada. Donde quiera que esté, Gelman emitirá el mismo grito que representa el emperrado corazón de los mexicanos y de quienes sólo buscan un mundo mejor, un porvenir, un derecho al futuro: “Vivos se los llevaron, vivos los queremos.”
Como dijo Juan que dijo su nieto Iván a los cinco años, “peor que morir, es no haber nacido.” A estas alturas de la ausencia de Gelman, su obra poética se revela como una de las de mayor calado del siglo XX y lo que va del XXI, una de las más originales, más hondas, que mayor número de registros exhibe, una poesía que nos deja la tarea de leerla, descubrirla, amarla, porque además de todo corresponde a un hombre que hizo de su vida misma un acto poético, una acción amorosa.


martes, 3 de marzo de 2015

María Luisa Puga

3/Marzo/2015
La Jornada
Elena Poniatowska

Cuando María Luisa Puga llamaba por teléfono y adivinaba yo que ya iba a colgar, un relámpago se metía en la bocina. “No Puga, no te vayas, todavía no, otro ratito, Puga, hace mucho que no platicamos… Puga, espérate…” Así también el día de su muerte, el 25 de diciembre de 2004 a los 60 años. Puga, ¿por qué? Puga, no te toca. No me hagas esto, Puga. La angustia nunca me abandonó desde la primera llamada hasta la última.
La Puga era mi gente, mi amiga, mi escritora, mi identificación con la vida que arde y se apaga dentro de la literatura, ¿cuántas páginas te echaste? ya chole, hoy fue un mal día, no me sale y nunca me va a salir, ya pa’qué, pa qué me mato si a nadie le importa, ni a mí me importa, te juro que me vale, no chingues, de veras, ¿qué sentido tiene dedicarle toda la vida a esta madrola?
A las cuatro de la madrugada sonaba el despertador. En la oscuridad de la noche, María Luisa Puga se levantaba con cuidado para no despertar a Isaac Levin, cerraba la puerta, iba hacia su mesa de trabajo, abría su cuaderno y escribía. Se hacía un café en un pocillo y tomaba su pluma Mont Blanc de tinta sepia Waterman.
Las posibilidades del odio apareció en la editorial Siglo XXI en 1978. Sucede en Nairobi, África. Durante todos sus años fuera de México, en Europa, María Luisa observó a los inmigrantes y cuando llegó a Nairobi ya estaba lista para escribir un libro extraordinario: Las posibilidades del odio, que a mi juicio la convierte en la mejor escritora mexicana. Deslumbrada, la busqué.
–María Luisa, quiero ser tu amiga.
–Vamos a tomarnos un tequila.
–Quiero ser tu amiga para toda la vida.
–Sírveme otro tequila.
–Puga, son demasiados tequilas.
–Serás polaca, pero no aguantas nada.
A los seis meses la editorial La Máquina de Escribir publicó Inmóvil sol secreto, mientras María Luisa terminaba, también para Siglo XXI, su segunda novela: Cuando el aire es azul, a propósito de una comunidad envuelta en un aire azul cuya textura es la conciencia de sus habitantes. Siete meses más tarde apareció su primer libro de cuentos, Accidentes, que tenían un común denominador: la muerte. ¡Qué bárbara! María Luisa había abierto todas sus compuertas; en tres años, cuatro libros y otro, otro, otro que venía en camino, qué catarata. La forma del silencio, basada en su relación con el poeta español Gerardo Deniz o Juan Almela –que Octavio Paz admiraba– y su propia orfandad en un Acapulco que no es el de los turistas sino el de una huérfana al lado de una abuela que cose y reza a todas horas. Gerardo Deniz, refugiado español y gran poeta, trabajaba en un cubículo al lado del suyo en la Editorial Siglo XXI de Arnaldo Orfila Reynal. También Pánico o peligro, la historia de cuatro amigas que recorren la avenida Insurgentes marcó a sus lectores.
Inútil decir que la Puga me llamó prodigiosamente la atención y la quise de inmediato. Amé sus libros pero también amé la forma en que tomaba sus propias decisiones. Muy joven decidió vivir sola, muy joven empezó a trabajar, muy joven también atravesó el océano. Se fue porque era huérfana y porque quiso saber lo que significaba sentirse verdaderamente sola. El miedo que le producía irse era lo único que la podía hacer ver el mundo fuera del alcance de las culpas habituales, de los miedos cotidianos, la nostalgia, el pavor que provoca el ser mujer, el ser mexicana, el querer ser otra cosa. ¡Ay Dios mío, a ver cómo le hago! Viajó sola, sin dinero y sin saber a dónde ni a qué llegaba. En Londres encontró trabajo en la Embajada de México en la sección a la que acuden los mexicanos a gestionar pasaportes –el consulado– y entre ellos, apareció un muchacho riquillo y sin defensas, un hijo de papi, Ramiro, el personaje de su cuento en el libro Accidentes y para mí uno de los grandes, grandes cuentos de la literatura mexicana.
Ramiro es la historia de un hijo de dueño de tlapalería, consentido por sus padres, flojo y abusivo. Lo único que verdaderamente le apasiona es su coche. ¡Ah! y también ir al cine. Pero su padre decide mandarlo a perfeccionar un inglés que no sabe, a Londres. Y entonces, Ramiro descubre la soledad, los golpes, la neblina, el miedo. Y sus padres descubren lo que significa su fracaso. Este cuento es, junto al de Las mariposas, uno de los cuentos magistrales de María Luisa Puga.
María Luisa Puga adquirió una nueva visión del mundo. Vivió en Londres, en París, en Roma, en Nairobi y como nunca se arraigó, su imagen se volvió única, la suya, la de la Puga. Sus textos, ya sea cuento o novela nunca parten de una anécdota, parten de una sensación. La historia del mendigo africano la escribió con frases cortas, de una enorme eficacia narrativa, como si fuera el mendigo que va ganando espacio, deja de arrastrarse, consigue su muleta, un lugar en la calle para poder mendigar, un sitio de donde no lo corran e incluso le den una bolsa de plástico con los desperdicios de comida del hotel que comparte con otros cuatro mendigos. En uno de los capítulos María Luisa Puga especifica: Las posibilidades de la muleta eran numerosas. Las fue conquistando una a una. Y tras cada conquista, el mendigo le dedicaba a su muleta un buen rato de caricias suaves, idénticas. Era de una madera oscura, con la punta cubierta con una goma negra y gastada. Un ortopedista habría dicho que era un poco alta para él y él jamás habría comprendido por qué. Era su muleta. Su pierna.
Nunca he podido leer ese capítulo de la novela sin llorar y ahora que María Luisa se ha ido, lloro con más razón. Lloro por ella y por mí, por Pati e Isaac, por todos los que la quisimos, lloro porque María Luisa era un ser esencial, lloro porque su vida fue de absoluta entrega a la escritura, lloro porque nadie como ella sabía hablarles a los niños, a Felipe, a Paula, a Lucas mi nieto a quien le escribió un cuento, a los adolescentes, a los cachorros, a los perros, a los hombres del campo, a la viudita de la miscelánea. María Luisa era alta, ponía su brazo sobre mis hombros y caminábamos juntas. Era mi pararrayos, mi paraguas, mi papá. Decíamos que cuando fuéramos viejitas pondríamos una mercería y que ella se sentaría en la caja (de esas de campanita, antiguas) y yo abriría los cajones con los botones y entregaría las agujetas, las presiones y los ganchos, el paspartú, el estrafor. (¡Qué chistosa palabra estrafor!). Cerraríamos la cortina a las siete y atravesaríamos la calle del brazo, con mucho cuidado y juntas nos daríamos el quién vive, juntas descubriríamos de qué tamaño son nuestras posibilidades de odio. Ahora, desde el 25 de diciembre de 2004, hace casi 11 años, lloro porque el mundo sin ella jamás volvió a ser igual y porque me encamino hacia mi propia muerte, ella no va a estar y todavía queda mucho por hacer y no sé si tendré la fuerza de hacerlo sin ella. Sin ella.