domingo, 11 de enero de 2015

Vicente Leñero la exploración fecundante

11/Enero/2014
Jornada Semanal
Miguel Ángel Quemain

Para Estela
La originalidad y valor artístico de la obra de Vicente Leñero (Guadalajara, Jalisco, 1933-México, DF, 2014) en el horizonte de la narrativa mexicana consiste en fundir la moralidad literaria, personal y social en un solo cuerpo textual. Su sentido de la justicia y la búsqueda de la verdad no condujeron su obra al terreno de la militancia. La realidad siempre fue el material literario más rico y frente a ella, decía, “mi imaginación siempre me parece insuficiente e insatisfactoria”.
Leñero se movió en esa frontera delicada entre la narrativa y la dramaturgia. Llevó al teatro un conjunto de recursos que otros no se habían atrevido a explorar. Como Carlos Fuentes, Juan García Ponce y Salvador Elizondo, Leñero cedió a la tentación dramática pero siempre aunada a lo escénico, seguro de que el texto es sólo un elemento más de la puesta en escena.
En la vida cultural mexicana su obra aparece atomizada entre sus indagaciones periodísticas, su narrativa y su dramaturgia. Sin embargo, en la intimidad creativa del escritor todos esos géneros forman parte de un mismo proceso que emparenta todos los hallazgos temáticos y formales. Del teatro a la novela, de la novela al periodismo y del periodismo al teatro fluyen su imaginación y rigor. De ahí las fronteras apenas distinguibles entre un género y otro, entre la concepción de un personaje de novela y uno para la escena.
Leñero supo convivir con las influencias más fascinantes que permearon su momento. Si bien cedió a la tentación del behaviorismo y a la del noveau roman, a la propuesta ética y religiosa de narradores como León Bloy, Mauriac, Bernanos y Evelyn Waugh, al seductor realismo practicado por Tom Wolfe y Norman Mailer, supo hacer con esas lecciones literarias un universo personal profundamente ligado a la realidad social y política mexicana, pero también hacerse de una respuesta a sus preguntas más íntimas.
Alto y delgado, irónico y bromista, con las manos en las bolsas cuando espera de pie, capaz de leer mientras camina. Leñero se quita y pone los anteojos mientras conversa, juega con ellos, extiende su brazo en el respaldo de la silla. Azar y cálculo forman parte de una personalidad versátil que lo mismo se concentra en la baraja que en la fe que pone en un billete de lotería, que en el conteo a que obliga el dominó y la estrategia paciente y calculada del ajedrez.
“¿Pertenecer a una generación?... No me siento ni continuador ni iniciador de algo. En ese sentido me siento desfasado, no por bueno, no por malo. De lo que sí me considero partícipe es de una preocupación formal, con ella me inicié en la literatura. Aunque alimentada de diferentes maneras, era compartida por toda una generación.”
Los inicios
A finales de los años cincuenta una certeza asaltó a Vicente Leñero: la ingeniería no era para él y la abandonó. No eran las matemáticas ni el cálculo lo que alejaba de la literatura a ese joven hambriento de libros y cargado de “lecturas caóticas”, era la lejanía “que me imponía el ambiente”. Quería escribir pero no sabía cómo sacar dinero de esa necesidad. Su lejanía de los ámbitos culturales y literarios lo acercó al periodismo.
En 1956 estudió periodismo porque era el terreno más cercano a la escritura. “No me interesaba mucho el periodismo ni era un proyecto de vida sino una posibilidad de poder escribir.” Ese año recibiría una beca del Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. El Atlántico se convirtió en un pestañeo. Cuando el novelista abrió los ojos y los oídos, un viaje sin retorno le aguardaba: se miró frente a Gonzalo Torrente Ballester, quien disertaba sobre el sentido de la literatura, sobre el rigor de los riesgos formales, y pronunciaba un conjunto de nombres que formarían parte de la liturgia literaria de Vicente Leñero. 
Empezaba a vivir de su palabra como libretista de radionovelas primero, y de telenovelas después. No tardó en descubrir que la literatura se hace siempre robándole tiempo al tiempo. Nunca pudo con la poesía, pero en el cuento calmó sus “ansias de novillero”.
Se había refugiado en el único lugar posible en esos años para un escritor que reconoce la necesidad de aprender y la urgencia impostergable del diálogo: el taller literario. Primero fue en el de Juan José Arreola, tallerista mítico, en el Centro Mexicano de Escritores. En 1959 apareció su primer libro, La polvareda y otros cuentos.
El cuento en México vivía su esplendor y cualquiera que se quisiera escritor tenía que afrontar ese rito de paso. Así, el joven Leñero se sentaba frente a la máquina a exorcizar sus historias, “cuentos muy malos, muy espontáneos”, bajo la égida ejemplar de Arreola, de Rulfo, modelos que poco después abandonaría. Vicente escribía contra la fatiga, con el cuerpo; “de haber sido más fácil tal vez no hubiera escrito tanto”.
El escritor católico
En las moradas interiores del adolescente Leñero vibraba una palabra: vocación. Si algo no quería ese joven, que devoraba libros desordenadamente, era ser sacerdote. Quería ser novelista que, a fin de cuentas, para él era lo mismo.
No tardaron en llegar con su efecto crítico y transformador las obras de Dostoievsky, Proust, Faulkner, “el insoportable” Sartre y las incontables y corrosivas novelas policíacas que le ratificaron que el mal no siempre estaba donde sus preceptores religiosos indicaban.
Uno de esos narradores, apasionado del esquema policial y los abismos interiores, resultó fundamental, era inglés y escribió, no es casualidad, El poder y la gloria, El fin de la aventura y El revés de la trama. Se llamó Graham Greene y Vicente Leñero descubrió el misterio de la gracia en sus novelas.
Leñero supo librarse del juicio ingenuo que condenaba a su conciencia y le exigía los temas propios de un autor creyente. No intentó una literatura piadosa ni capaz de redimir, pero sus exploraciones religiosas nunca están separadas de las literarias: “Greene y Mauriac me enseñaron que la pintura del mal, con todo su pesimismo, su crudeza y su desgarramiento, alude más a Dios y a su gracia que las pinturas apologéticas de la novelística piadosa.”
Los medios hacen notoria la filiación de Leñero: novelista católico. Me la creo: tomamos la Biblia y me dice que es tiempo de hacer una lectura distinta, desmitificadora: “Hay que entender que eso no es una verdad objetiva sino metafórica. No hemos sabido leerla, leemos el Evangelio como si fuera una biografía de Jesucristo y no es una biografía, son pasajes encarnados en imágenes que uno toma por textuales, los milagros por ejemplo.”
La Biblia es un corpus tradicional en el sentido en que nos ha dotado de un conjunto de enseñanzas literarias y de estilo. “El relato religioso siempre está planteado sobre un horizonte metafórico. Faulkner lo sabía y nos dejó una lección en El villorrio, cuya acción transcurre como si se tratara de un capítulo bíblico.”
Leñero no cree que la preeminencia de una tradición religiosa obligue a retomar el tema del bien y el mal en la propia literatura. “Pienso que el mal está en nosotros mismos. Cuando reconocemos el mal lo hacemos en el Otro. El mal es el otro, el contrario, el que se opone, el que pelea. No hay bien ni hay mal. En François Mauriac aprendí a degustar el mal como uno de los aspectos nodales del mundo novelístico. Pero no era el mal que percibe la psicología o que denuncia el sociólogo, sino el mal sufrido y asumido desde una convicción teológica.”
–¿Es esa la moralidad literaria?– se le pregunta.
–La literatura siempre es moralista en diferentes sentidos. Es moralista incluso para romper la moralidad. Bernard Shaw se burlaba de Swift porque construyó otra moral, decía que se había vuelto más moralista que los moralistas a los que combatía. Siento que lo que el futuro anuncia es la ruptura de esos criterios moraloides con final feliz. Las películas van a empezar a terminar mal y el protagonista se va a morir en la tercera escena. Hay quienes ya se han apropiado de ese futuro: Patricia Highsmith tiene una novela maravillosa porque su protagonista se muere en la página cuarenta o cincuenta, muchas de sus novelas poseen esa vuelta de tuerca que me fascina.
Experimentar: La voz adolorida
Si en la literatura de Leñero se escucha la voz adolorida de los marginados, los corruptos y las clases populares, no es para juzgarlos. Aunado al dilema interior del novelista, la ruta literaria de los años sesenta mexicanos presentaba normas tan estrictas como las que imponían los ayos religiosos. Fue en ese laberinto de pasiones y devociones imaginadas por León Bloy, Mauriac, Bernanos, Evelyn Waugh, Bruce Marshall y Heinrich Böll que el novelista creyente se dio cuenta de que lo único que debía prohibirse el escritor era adjudicarse una misión redentora y optimista. Que el pecado mortal consistía en escribir una novela edificante.
En 1960 empezó y concluyó la que considera su primer obra de ficción: La voz adolorida. Era su salto a la novela. En ese primer y enorme esfuerzo se aloja una gran carga autobiográfica y el impulso de construir la novela a partir de todas las certezas literarias acumuladas. Lo motivó la fascinación que el lenguaje de los esquizofrénicos produjo en él y la posibilidad de indagación que ofrecía trabajarlo desde la perspectiva de “la corriente o flujo de conciencia”.
En La voz adolorida Leñero expresaba ya su vocación experimental, y más que una constante temática, su obsesión por las posibilidades formales para contar. “Creo que la experimentación nos mordió la cola y eso les sucedió un poco también a algunos miembros de mi generación. Quisiera volver a ser el escritor que era de joven. Se perdió también la preocupación rigurosa por el trabajo formal y la voluntad de emprender una búsqueda distinta.”
El significado formal de Los albañiles
“En esa novela emprendí –dice– una búsqueda múltiple en cada personaje, además de la alternancia de los puntos de vista. Debo decir que desde que me inicié en la literatura me preocuparon las técnicas de narración. No me importaba tanto lo que iba a contar sino cómo lo iba a contar. Un libro que cambió todos mis conceptos de lo que era contar es La hora del lector, de José María Castellet. Lo estudié como una Biblia y me sirvió mucho en la elaboración de Los albañiles. También influyó en mí una novela de Robbe-Grillet que se llamaba Les gommes (1952) y se tradujo como La doble muerte del profesor Dupont.
”Cuando más exacerbada estaba la preocupación por el formalismo del noveau roman apareció el boom. Fuentes había entregado La región más transparente, donde hacía una bola de circos. Luego La muerte de Artemio Cruz, donde manejaba tres tiempos: el yo, el él y el nosotros, de acuerdo con un tiempo narrativo, el pasado, el presente y el futuro. Pero quien rompió radicalmente con la influencia del noveau roman fue Gabriel García Márquez con Cien años de soledad. Con Cien años de soledad se recuperó el gusto por contar, en extinción entonces, al menos en la literatura latinoamericana.”
La literatura sin ficción y el periodismo
Asesinato fue una historia que se le impuso a Vicente Leñero porque tenía la fragancia de lo irresuelto. El escritor piensa que no hay buena literatura sin misterio, y el doble asesinato de los Flores Muñoz lo tenía. Fue un caso que no llamó inmediatamente su atención sino hasta cuatro años después de los acontecimientos de 1978, cuando las indagaciones, la revisión del caso y las pesquisas reporteriles de Óscar Hinojosa, entonces reportero de Proceso, alertaron al escritor sobre la posibilidad de realizar una de sus mayores obsesiones: la novela sin ficción.
La clave del libro estaba en el misterio. No sabía cómo resolver sin ficcionar el caso. Por la cabeza de Leñero pasaban los hallazgos de Truman Capote en A sangre fría; de Norman Mailer en La canción del verdugo. Pero por los azares que conducen la libre asociación del pensamiento también se cruzaron Los albañiles, “donde existe también un crimen irresuelto”.
“La literatura sin ficción no es periodismo. El que escribe en los periódicos tampoco es necesariamente un periodista. Para mí el periodista es el reportero. Para mí el periodista es el que cumple con determinados géneros y reglas: la objetividad formal del periodismo, por ejemplo. Es decir escribir sin adjetivos, escribir sin juicios, es como un ideal de periodismo. Pienso que no se cumple por deficiencias periodísticas, no del género”.

miércoles, 7 de enero de 2015

El fomento a la lectura en México

7/Enero/2014
La Jornada
Javier Aranda Luna

Son muchos los retos en cultura para este año que inicia. Sólo en fomento a la lectura el desafío es mayor: no hemos aumentado ni medio punto porcentual los niveles de lectura en una década, aunque del 2000 a la fecha los presupuestos en materia de cultura se cuadruplicaron.
Para Néstor García Canclini tendrían que revisarse las formas de medición de los hábitos culturales. En materia de lectura, por ejemplo, más que estudiar la lectura habría que estudiar, nos dice, las competencias lectoras: para qué se lee, en qué lugares e incluir la lectura hecha en pantallas electrónicas y no sólo en papel. Tiene razón.
Pero también es cierto que se incrementaron notablemente los recursos públicos para fomentar la lectura y los promedios de lectura, pero según varias mediciones han ofrecido los mismos resultados. Es decir: con más dinero se ha obtenido lo mismo.
Esos modelos de medición por lo demás han servido para calcular los niveles de lectura de otros países y frente a ellos somos un país de lectores precarios. Nos encontramos en los últimos lugares de graduación de la lectura.
Si sólo se pudieran aumentar los niveles de lectura en papel sería un gran logro. Tal vez por ello convendría revisar las políticas al respecto.
Subir a un portal catálogos de novedades y best sellers de grandes editores, ¿fomenta la lectura? ¿No bastan las páginas de esos mismos editores y de varias librerías mucho más actualizadas, funcionales y atractivas? ¿Quiénes son los responsables directos de los planes de fomento a la lectura y cuáles son sus criterios? ¿Cuál es la institución rectora en este asunto?¿La Secretaría de Educación Pública?
Más aún: ¿organizar entrevistas con funcionarios para hablar de asuntos políticos debe ser parte de la estrategia para impulsar la lectura? ¿Las editoriales públicas deben medir sus planes de promoción a la lectura por el número de ejemplares y títulos que tiran al año o por el número de nuevos lectores? ¿Requerimos actualmente de un Estado editor?
A veces me pregunto si no convendría mejor tener un Instituto del Libro con unas 30 personas para que se tenga una auténtica política pública en materia de fomento a la lectura.
Un instituto que sea una especie de ombudsman de los lectores para mantener ciertos estándares de calidad. Porque publicar más títulos y ejemplares, presentarlos, organizar entrevistas con sus autores, regalar algunos ejemplares a los periodistas para que los reseñen, aunque los libros no lleguen a las librerías y bibliotecas, no es, me parece, la mejor manera de alimentar el gusto por leer.
¿Se vale que se destinen más recursos públicos para editar libros con fotografías de las lápidas de Montparnasse o tesis donde se reproduzcan los anuncios dentales en la prensa mexicana?
A dos editores formidables, Fernando Benítez y Octavio Paz, los acusaron por publicar sólo a ciertos autores. Durante muchos años los consideraron mafiosos. La acusación fue injusta: como buenos lectores publicaron sólo lo que les gustaba con sus propios recursos. Sin duda los dos tuvieron aciertos y desaciertos, pero no con recursos públicos. A ninguno se le hubiera ocurrido editar el libro de las lápidas del panteón francés ni de la prensa dental.
Por lo demás, si uno revisa La cultura en México, México en la cultura, Plural y Vuelta podrá darse cuenta que dieron a conocer en nuestro país a buena parte de nuestros clásicos modernos: Rulfo, Pacheco, Monsiváis, Monterroso, Levi Strauss, Kundera.
Así animaron como pocos la mesa de la cultura. Mantuvieron muy buenos estándares de calidad en sus publicaciones. Prevaleció el gusto sobre la política.
Un Instituto del Libro podría impulsar más la lectura que la mera producción de libros. Muestra de que se puede son las ferias del libro de Hidalgo y Chihuahua, que no han dejado de crecer, y particularmente la Feria Internacional de la Lectura de Yucatán, que con más imaginación que recursos ha fomentado el gusto por la lectura. Creó hace tres años el Premio José Emilio Pacheco, se lo otorgaron a Elena Poniatowska antes de que se anunciara el Cervantes y este año se lo darán al gran novelista Fernando del Paso.
Si las políticas de fomento a la lectura han fallado, tal vez sea hora de cambiarlas. Si se siguen haciendo las mismas cosas sólo se obtendrán los mismos resultados.

domingo, 4 de enero de 2015

Un resumen (incompleto)

4/Enero/2015
Jornada Semanal
Verónica Murguía

Una de las cosas que más me gusta leer los fines de año son las listas de lo mejor y lo peor. Los mejores libros, los peores vestidos en las alfombras rojas, los políticos más hipócritas, las cirugías plásticas más evidentes, las metidas de pata más ridículas, las fotos más impresionantes del National Geographic, etcétera.
Creo que estas listas son muy reveladoras y que resumen las cosas de forma eficaz, aunque es rarísimo que me tome alguna en serio. ¿Por qué? Porque como sabe cualquiera que haya tratado de hacer una lista, nunca están todos los que son, ni son todos los que están. Yo misma he intentado hacer alguna y las únicas que me salen más o menos bien son las que enumeran lo que aún no he hecho. Esas son largas, precisas y urgentes. Son listas de deberes, de aquello en lo que he fallado. Sospecho que esto que acabo de escribir le resultaría muy revelador a un psicoanalista: a mí me angustia.
Así, en tres segundos se me ocurre que: 1. Debo ir al dentista y, esta vez, terminar el tratamiento. 2. Buscar unas clases de francés. 3. Lavar las vestiduras del coche porque huelen como a gasolina. 4. Arreglar el clóset y donar la ropa que no uso (el suéter lila, del que llevo hablando tres años, todavía no aparece). 5. Debo cambiar la graduación de mis lentes porque ando como míster Magoo y no saludo ni a mi madre si está a más de diez metros de distancia .6. Bajar cuatro kilos. 7. Llamar al tapicero porque el gato ha destruido totalmente los sillones. 8. Dejar de ver series de televisión porque pierdo el tiempo como si mi expectativa de vida fuera de doscientos años. 9. Debo parar de hacerle cosas a mi ropa –como ponerle mangas de telas diferentes para “desconstruirla”, porque luego ando vestida como una tía de los locos Addams y 10. Organizar mi existencia.
¿Qué tal? Es una buena lista: válida, precisa y me salió del magín en lo que canta un gallo. En cambio, las listas de lo que me ha hecho feliz me confunden.
Recuerdo hace tiempo, sentada alrededor de la mesa con unas colegas, Mónica Lavín preguntó: “¿Qué es lo mejor que leyeron este año?” Ella misma nos dijo “Yo, Pregúntale al polvo, de John Fante.” Las otras se quedaron pensando un momento y dijeron los títulos que a ellas les habían parecido los mejores. Yo, hasta la fecha no sé si dije algo, porque procedí a hacerme unas bolas que más bien parecía que me habían preguntado cómo solucionar la situación nacional.
Esa misma noche llegué a casa y traté de, por lo menos, hacer una lista con los diez mejores libros del año para mí. Sin pretensiones críticas o imposiciones de ningún tipo. Y, chin, me seguí haciendo bolas: ¿poesía y prosa en la misma lista?, ¿cuenta lo mismo una relectura que una lectura nueva? ¿No amerita una lista aparte la literatura juvenil? No, odio el término. Pero bueno, tanta trilogía que uno lee para ver en qué andan los chicos… ¿Cuentan los libros que se leen para investigar? ¿Valdrá la pena hacer una lista para los amigos y otra para los desconocidos, extranjeros y muertos ilustres?
Este año, ni lo intento. Tengo un Kindle, por lo que puedo contar qué he leído, aparte de los libros de papel, que por alguna razón me tomo más en serio. Y esto, por extraño que parezca, lo comparto con muchos otros lectores. El otro día en una preparatoria, es decir, en un lugar donde la mayoría de las personas sabe mucho más de tabletas, iPhones, apps y esas cosas que yo, unos chicos me dijeron que cuando les gusta mucho un libro electrónico ahorran para comprar el de papel, porque lo quieren tocar. Yo he alucinado, porque esa es la palabra, que he tenido en papel el libro de Cortázar Clases de literatura, que compré en Kindle. Creí recordar y es un recuerdo falso, la portada y el tacto del papel.
En 2014 leí  treinta y cuatro libros digitales. Medio leí otra docena que dejé porque no lograron interesarme (que suele no ser culpa del libro, sino mía) o porque comencé otros. Abandoné dos por miedo: uno sobre el cáncer y otro sobre lesiones y plasticidad cerebral. Digo miedo y no exagero: se me salía el corazón. Son libros de divulgación científica que me dejaron temblando. En cambio, ni chisté con dieciséis libros policíacos que devoré como si fueran pasteles.
¿Cuál fue el mejor libro que leí? Como dije, no puedo decidirme. Pero sé cuál quería leer y todavía no le hinco el diente, razón por la que me siento vagamente culpable: El ruiseñor, de Donna Tartt. Lo tengo en papel.

Abigael Bohórquez, la presencia olvidada

4/Enero/2015
Confabulario
Gerardo Bustamante Bermúdez

Entre el 25 y 26 de noviembre de 1995 murió el poeta y dramaturgo Abigael Bohórquez en la ciudad de Hermosillo, Sonora, víctima de un paro cardiaco; lo encontraron en su minúsculo departamento dos días después.  El hombre al que “le duele el esqueleto cuanto escribe,/ cuando protesta y el poema echa humo” —como escribió Efraín Huerta al referirse a los temas y actitudes frente a la vida que tuvo el sonorense, nacido el 12 de marzo de 1936, en Caborca,  Sonora, el mismo año del asesinato de Federico García Lorca—es en el panorama de la poesía mexicana una figura todavía anónima y pendiente de revisitar por lectores y críticos.

La poesía de Abigael Bohórquez, como nunca, cobra relevancia en la actualidad, pues en medio de un país sangrante, lleno de cadáveres, fosas y crímenes, hace falta su olvidada presencia. Leer al autor es recordarnos el tiempo cíclico de la desesperanza nacional, registrada en su poesía de los años setenta y ochenta. Bohórquez hizo una poesía comprometida, amorosa, desobediente, llena de sentimiento y sin dobleces. Cualquier antología poética comprometida con el tiempo y el hombre debería contemplar poemas como “Llanto por la muerte de un perro”, “Menú para el generalísimo” o “Acta de confirmación”, porque en ellos hay la urgencia por la denuncia sobre las condiciones adversas en América Latina y sobre la deshumanización del presente; Abigael habla sobre la dictaduras en Chile, Uruguay, Guatemala, Perú o Nicaragua, pero también de actos cotidianos, como la muerte de un perro a manos de otros perros más peligrosos, anónimos y que desencadenan el dolor social cuando asesinan, desaparecen, violan mujeres, estudiantes, niños y poetas bajo el estandarte del poder. La poesía de Bohórquez es un acto de desobediencia porque la palabra y la memoria se vuelven herramientas de defensa, por eso hay que regresar a su poesía para dialogar con el pasado. Al autor siempre le alcanza la voz para denunciar a través de la parodia al servilismo que se le da al dictador en turno: “lamento mucho por ahora/ que no podamos ofrecerle líder trufado,/ pero si usted quisiera/ consomé de minero ecuatoriano,/ un campesino al horno?”, rezan unos frescos versos del “Menú para el generalísimo”, poema que habla sobre un sujeto putrefacto que devora, consume la lucha y tiene a su disposición a hombres serviles que defienden sus intereses y asesinan.

Pero a la par que su poesía de temática social, Abigael Bohórquez trazó una poesía de temática homosexual en la que elabora sus recuerdos y dolores, sus experiencias sexuales, anhelos, pero también su memorias. Poemas memorables como “Crónica de Emmanuel”, “Primera ceremonia” o “Saudade” constituyen el canto dolido del poeta maduro que se exilia en la poesía como único resquicio para materializar su desesperanza: “Pensar que duermes y que, solamente/ por no morir de ti, de tu cintura,/ mi corazón: velero en andadura,/ remontaría el aire dulcemente”.

Abigael fue un poeta independiente y marginado, fue agresivo en su poesía frente al Estado mexicano siempre corrupto, siempre asesino; por eso no obtuvo premios destacados, esos son para los escritores mexicanos obedientes. Fue un gran maestro del lenguaje, de la poesía breve, pícara y sensual: “Dexó sus cabras el zagal y vino./ ¡Qué blanco,/ qué copioso/ y dul/ ce/ vino!”, enuncia en Digo lo que amo (1976), poemario en el que hace una explícita confesión amorosa, muy distinta de la intertextualidad que se advierte en Los placeres prohibidos (1931), del español Luis Cernuda.

La trascendencia del poeta siempre fue vertical; su grito de libertad lo hizo ser considerado un poeta de protesta, aunque podríamos decir también que fue un poeta que habló sobre temas que merecen ser atendidos con responsabilidad por la literatura. Uno de esos temas es el sida, pandemia viajera a la que el poeta le hace frente con su poesía cuando elabora un homenaje a los caídos, a los desterrados y rechazados. Poesida (1996) es un testamento de época. Al hablar por los infectados, el poeta les hace justicia, honra sus nombres a lo largo del poemario. En “Mural”, dice: “Siempre los vi morir de la otra muerte urbana./ Nunca de muerte natural./ Tal vez se acaban de beso en beso/ como en la vida, unos,/ cavando largos túneles de recuerdos vacíos,/ pensando sabe qué remordimientos/ de haber amado así”.

Abigael Bohórquez llega a vivir a Milpa Alta, a finales de los años sesenta, después de sentir cierto hartazgo del mundo literario que tanto lo rechazó. Hasta esa provincia del Distrito Federal llegaban a visitarlo figuras de la cultura nacional como Margarita Paz Paredes, Carmen de la Fuente, sus entrañables amigas; José Revueltas, Efraín Huerta, Dionisio Morales, Griselda Álvarez, Ofelia Guilmáin, Emilia Carranza, entre otros.  En Milpa Alta formó dos grupos de poesía coral e incitó a varios jóvenes para que experimentaran el camino de la creación. También trabajó en el área de actividades culturales del IMSS, atendiendo a grupos de poesía coral y teatro.

El poeta y dramaturgo vivió siempre al lado de su madre, doña Sofía Bojórquez García, quien muere en agosto de 1980, en Chalco, Estado de México. Abigael Bohórquez se quedó solo a partir de entonces, pero doña Sofía permanece inmortalizada en poemas como “Madre, ya he crecido”, “Carta a Sofía desde ayer” y “Anécdota”, verdaderas elegías a los trabajos y penurias que pasaron juntos. Abigael Bohórquez sólo tuvo la poesía a su alcance para seguir hablando y entendiendo su mundo a partir del fallecimiento de su progenitora. Tuvo también a sus perros Aldebarán, Rosario y Oliverio, que lo acompañaron siempre.

Abigael Bohórquez murió en su diminuto departamento de Hermosillo. Quizás murió recordando aquellas viejas canciones que tanto lo acompañaron en sus parrandas: “La barca de Guaymas”, “Sonora querida” o “La borrachita”. Abigael Bohórquez, el poeta del norte, sigue hablando con su poesía siempre comprometida, cálida y humana. En tiempos tan aciagos resulta un referente imprescindible en el panorama de esos poetas que merecen una relectura y una revelación para los nuevos lectores y escritores de poesía.

sábado, 3 de enero de 2015

Daniel Sada, entendiendo en la otra vida

3/Enero/2014
Laberinto
Adriana Jiménez García

Daniel Sada emprendió el mayor de sus viajes el 18 de noviembre de 2011. Hace ya tres años que se fue y se llevó consigo todas esas historias que traía en la cabeza, y de las que ya no conoceremos ni una sola palabra.

Queda sin embargo toda la obra prodigiosa que alcanzó a verter en el mundo con generosidad, con absoluta entrega al oficio que lo reclamó desde niño y al que respondió con todo y hasta la extinción de sus fuerzas, sin mirar a los lados, sin arrepentimiento alguno por haberlo apostado todo a la escritura y pese a pese, como le gustaba decir; sin entender a quienes dicen padecer ante la hoja en blanco.

Tarde se le hacía, luego de concluir cada novela, cada cuento, cada poema, para empezar de nuevo; le rebullían las palabras, se le desbordaban las imágenes, las consejas, los endecasílabos, los neologismos, los alejandrinos, las síncopas, las interjecciones, los vocablos antiguos, los tecnicismos, e inventaba palabras con una facilidad y una profusión sobrenaturales.

Lo releo en estos días con el mismo deslumbramiento con que lo leí por primera vez, cuando aún no sabía que él iba a ser mi hombre y yo su mujer.

Vuelvo a ser arrebatada por la risa, por las desopilantes atrocidades de sus candorosos y bárbaros personajes, por sus tramas insólitas; vuelvo a quedar hipnotizada por esa cadencia, por esos ritmos que conseguía a fuerza de narrar en octosílabos, en endecasílabos, en alejandrinos, con esas mañas de juglar y aeda, con esa voz de embaucador que se ha embrujado a sí mismo con sus prestidigitaciones, que ha visto y ve diablejos y espejismos y los comparte como comparte y se prodiga todo artista que no puede evitar crear, que crea por desbordamiento, por la pura alegría de inventar, y que trabaja como el artesano más minucioso, por el puro gusto de las cosas bien hechas.
Daniel, ahora, aparenta estar en silencio. Como buen conocedor de la retórica, él sabía que este es un recurso elocuente y que, como en la música, es esencial en el idioma. Yo pienso que el de Daniel es un silencio hiperbólico: el que se reconoce en el brillo de la ausencia. Es como esa luz encandilante del desierto: la estridencia de lo que no se escucha, el tremendo peso de lo que no está o que, con más precisión, aparenta no estar.

El silencio de Daniel, ahora que se encuentra en los territorios de la otra vida, es catedralicio como su prosa de poeta barroco y amplificativo. Es duro como todos los silencios que le debemos a la muerte, pero es también provisional; dura hasta que se le lee y se le relee; entonces vuelven a alzarse ante los ojos esos universos exuberantes que exhiben la farsa y la hermosura del mundo, con todo el virtuosismo de una de las voces más originales y poderosas de nuestro idioma.
***
Daniel Sada no creía en la muerte, ni en desentrañar los misterios. Más bien consideraba que entre los trabajos del poeta se encontraba, primordialmente, el de experimentarlos y preservarlos por medio de la escritura, para hacer vigente su poder y su fascinación cada que el lector prestara sus ojos y sus oídos a la experiencia.

Habitante y desertor del desierto, se entregó a sus enigmas y nos los dio a su vez; y fueron sus desiertos tan exuberantes como herméticos, feroces de entrada pero festivos al cabo. Lo dijo Juan Villoro al despedirse de él: “En la arena, Sada creó un resistente espejismo. Fue fecundo donde no había nada. Llegó a un desierto y dejó un bosque”.

Y lo dijo también Roberto Bolaño, mucho antes de morir él mismo: “Daniel Sada, sin duda, está escribiendo una de las obras más ambiciosas de nuestro español, parangonable únicamente con la obra de Lezama, aunque el barroco de Lezama, como sabemos, tiene la escenografía del trópico, que se presta bastante bien al ejercicio barroco, y el barroco de Sada sucede en el desierto”.

Rigor formal y sentido lúdico; perfeccionismo extremo en la forma e imaginación sin pudores ni reticencias: tales eran sus divisas. No por nada llamó a una de sus últimas y más crudas novelas El lenguaje del juego. Sabía, supo muy bien, que el juego puede ser trágico y sagrado, hacernos estallar en risotadas y también destruirnos sin miramientos.

Como todo artista verdadero, se negó a transar, a hacer concesiones. Su propuesta fue radical y se entregó a ella hasta sus últimas consecuencias. Elena Poniatowska, al presentar Porque parece mentira la verdad nunca se sabe —la obra maestra de Daniel según Christopher Domínguez Michael— la calificó de completamente contestataria, tanto en la forma como en el fondo, y afirmó que su primera frase “ya es memorable como memorable es el inicio de El Quijote o el de Pedro Páramo: ‘Llegaron los cadáveres a las tres de la tarde’ ”.
Esa inclemente historia de unos jóvenes a quienes un edil corrupto ordena asesinar, junto a otros manifestantes como ellos, y que son buscados por sus desolados padres por los páramos, no es una novela fácil: a la aspereza de la historia se añade una construcción que evoca a los escritores naturalistas del siglo XIX, junto con el virtuosismo del lenguaje que, antes y después, desplegó el escritor norteño a quien Harold Bloom incluyó en su canon, a quien The Whashington Post compara con Joyce, Faulkner y Foster Wallace, a quien The New York Times incluye en la tríada indispensable de la literatura mexicana —con Rulfo y, sí, el chileno Bolaño— y en quien The Paris Review ve un Rabelais del siglo XXI.
***
Por estos días me llega Presque jamais, la traducción al francés de Casi nunca, la novela con la que Daniel ganó el Premio Herralde en 2008. La versión es de Claude Fell, el traductor de Cortázar y de Octavio Paz. Fell había ya traducido Porque parece mentira… y la tituló L’Odysée Barbare.

Casi nunca es Quasi mai en italiano. Carlo Alberto Montalto la tradujo al idioma de Petrarca y Dante, tan amados por Daniel, y sufrió con ella por el alto grado de dificultad que le significó; pero inmediatamente se declaró masoquista. Katherine Silver, quien no la tuvo más fácil al verterla al inglés, está ya aplicada en otros dos libros de Daniel.

Cuánto me habría gustado que él disfrutara de todo esto. Como a cualquier artista, le complacía —y mucho— el reconocimiento, pero también recomendaba a sus alumnos “no mirar tanto a los lados”. Me consuela acordarme de su cuento más breve, tan breve que el epígrafe es más largo: “Pase lo que pase a todos” (¿Qué he ganado? Nada, sino aumentar instantes de ocio a los muchos que ya cuento en mi vida. Alfonso Reyes, El demonio de la biblioteca): “Quizá entienda en la otra vida, en ésta solo imagino”.
***
Daniel Sada hizo sus apuestas, asumió sus riegos; “la vida puede ser un infierno, pero cada instante es un milagro”, solía decir. Yo tengo para mí que, a estas alturas, en la otra vida ya entendió todo lo que le importaba entender y que se está divirtiendo en grande, desde allá donde nos mira con burla y con ternura, como veía a sus personajes. Ojalá que nos pinte con todos nuestros colores y todos nuestros matices, y que nos narre en octosílabos, en endecasílabos y en alejandrinos; ojalá que, entendiendo en la otra vida, nos dé aliento para entender y, quizá, trascender esta realidad que, como a tantos creadores, le resultó tan insuficiente, absurda y canallesca como fascinante y susceptible de ser transfigurada por medio del arte y de la voluntad.

“Hay que saber querer desear”, escribe Daniel en El lenguaje del juego. Y de esta historia tan dura como celebratoria extraigo, escanciándolos, estos versos que él emitiera en prosa:
Pues ¡ÓRALE! No temas
ve y suelta lo que vives.
Hazlo como se debe:
logra tal adelanto
mientras vas caminando
        Aquí estamos, Daniel. Pese a pese, seguimos caminando.
RECUADRO
A Daniel le gustaban los sonetos,
Los versos en sus muchos recipientes.
La prosa hecha de arroyos y torrentes
Fue para él un arte sin secretos.
Novelista del norte y sus desiertos,
Los hizo florecer con su lenguaje.
En ríos de arena levantó un paisaje
De enigmas y prodigios siempre inciertos.
Nunca se sabe la verdad, decía
En la que fue tal vez su gran novela.
El arte de narrar es la gran tela
Que él pintó con historias y poesía.
Será difícil ya no ver a Sada.
Nos queda su obra inmensa iluminada.

José Emilio Pacheco, Una bagatela para Daniel Sada (1953-2011), noviembre de 2011

EL INTELECTUAL LIBRE INSTITUCIONAL

20/Diciembre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Hasta los noventa, el intelectual mexicano fue Revolucionario-Institucional; luego devino Libre-Institucional, ¡tan Libre como el TLC!

Libre en redes sociales e Institucional en redes oficiales. En suma: Perfectas Relaciones Públicas. 

Y al ser todos Intelectuales Libre-Institucionales (ILI’s) nadie violó el silencio libre-institucional. Eran tod@s Comp@s.

“Orden y Progreso” fue su lema de derecha (de clóset).

“¡Viva toda protesta abstracta! ¡Abajo toda lucha concreta!”, el de izquierda virtual.

Los ILI’s de derecha (de clóset) son directamente contra-insurgentes; los de izquierda virtual, Metro-Rebeldes.

Al seguir imperando la poética Cool, todo ILI tiene como principio inalienable el Buen Gusto. 

El ILI rehuirá lo “naco”, todo lo que sea de mal gusto, como Peña Nieto y la Gaviota, a quienes no se oponen por corruptos —los ILI's son parte de la corrupción— sino por considerar que no están a la altura de la élite. 

Para un ILI, EPN simboliza la barbarie kitsch. 

Pensemos en el “escándalo” de finales del 2014 de la escritora (multi-mediática) Sabina Berman indignada porque la “naca" de Gloria Trevi se cree-mucho, y hay que Ponerla en Su Lugar y mostrar en libro y película que a Esa Corrientota-Bárbara le gustan los tapetes de césped verde. Berman o Elite No Eres Tú, El Arte sigo siendo Yo.

O Eraclio Zepeda, dejándose homenajear, abrazar, por el gobierno a fin de año y como si eso no bastara, emite discursos contrastando que mientras los Jodidos-Bárbaros son una bola de violentos, él recibe su medalla ejecutiva muy tranquilo.

¿Por qué Zepeda no se da cuenta del error ético de aceptar un premio dado para que él elogie al genocidio? Es la baja autoestima de los ILI's, que los somete porque dudan que su obra se sostendrá por su calidad y, entonces, desesperan por el dedazo del gobierno que sabe de su inseguridad.

Los ILI’s son también artistas y académicos (para quienes los escritores son los “nacos”).

Ahora: ser ILI puede ser retroactivo. 

Un escritor puede dar luchas concretas y ser crítico del comunismo, del capitalismo y del gobierno mexicano, ser metido a la cárcel, semi-despreciado por sus colegas y, al morir, se deja pasar un tiempo, se confía en la desmemoria cívica, luego se habla con sus editores, con su familia, se discute que hay dejar atrás la parte política de su obra, que, después de todo, no debe ser tan importante, que lo más importante es cómo juntaba palabritas de modo bonito —la Autonomía del Arte—, algún dinero por aquí, otro por allá y todo listo. 

Homenajes al escritor muerto en Bellas Artes, desmayos de prensa, re-edición de sus Obras Reunidas, por el mismo gobierno que lo refundió en la cárcel, el mismo partido, la misma Gran Familia, la misma Alta Sociedad, como le hicieron este año a José Revueltas.

Esto apenas recomienza. En el 2015 continuará el regreso de la dictadura perfecta.

viernes, 2 de enero de 2015

Leñero: La última entrevista

Enero/2014
Nexos
Luciano Concheiro San Vicente & Ana Sofía Rodríguez 

Esta conversación tuvo lugar en la biblioteca de Vicente Leñero, a principios de 2014. Lo buscamos para que nos hablara de una época convulsa en la historia intelectual mexicana. Pese a que él no se consideraba intelectual, sino creador, nos hizo el retrato de ese instante en el que el periodismo nacional rompió amarras con el presidente y echó al mar nuevas publicaciones interesadas en la búsqueda de información. En sus respuestas palpita, también, el joven que al principio combinó la ingeniería con el periodismo, el colaborador y editor de revistas, el dramaturgo censurado. Presentamos aquí la última entrevista que Vicente Leñero concedió.
Empezó a publicar muy joven en las revistas Impulso y Señal que estaban vinculadas a Acción Católica. ¿De qué se trataban esos proyectos y qué hacía usted ahí?
Vicente Leñero: Impulso era un boletín muy reducido, mimeografiado. Era de un grupo al que en ese entonces estaba muy vinculado: Acción Católica. Después me desvinculé por completo, para mi fortuna. Señal era parte de la Escuela de Periodismo Carlos Septién García, en donde estudié y empecé a hacer periodismo. Señal era parte de un semanario de información general aunque estaba muy orientado hacia lo católico. Eso fue en los años cincuenta y sesenta.
Después de eso trabajé en la revista Claudia, una revista femenina que se hacía en Argentina, en Brasil y aquí que ya no llegó a los setenta. Era una revista de información, una revista mensual para la mujer, pero para la mujer liberada. Ahí trabajé mucho tiempo primero como reportero, luego como jefe de redacción y luego un tiempo como director. Trabajé con Gustavo Sáinz, José Agustín, Federico Campbell (o no recuerdo muy bien si estaba o no), e Ignacio Solares. Yo estuve en la revista siete años, del 65 al 71 o 72 y después me llamó Julio Scherer de Excélsior para que trabajara ahí.
Cuando estudiaba periodismo había trabajado como colaborador en la sección de espectáculos en el antiguo Excélsior. Cuando entró Julio Scherer empecé a trabajar con él, me pidió que rehiciera una revista que era la fundadora de la casa de Excélsior, La Revista de Revistas que había nacido con Rafael Alducin incluso antes que el periódico y había tenido muchas épocas. Entonces estaba muy olvidada esa revista. Trabajé ahí del 71 al 76, hasta el golpe a Excélsior. Conmigo trabajaron Francisco Ortiz Pinchetti y otros reporteros de Excélsior. Además, me había traído algunos de Claudia como Ignacio Solares que trabajó ahí conmigo hasta el golpe a Excélsior, y ya después del golpe fundamos Proceso.
Usted en realidad estudiaba ingeniería, ¿de dónde surgió ese temprano interés por escribir?
VL: Efectivamente, soy ingeniero civil. En realidad yo estudiaba ingeniería porque me sentía hábil para las matemáticas, y cuando pensé: “¿qué carrera escojo?” no había muchas más carreras, no había el panorama de carreras que hay ahora. Me gustaba mucho leer. En casa éramos muy lectores por mi padre, y me gustaba la literatura pero yo no pensaba que se podría hacer carrera de literatura. Además, no quería ser un experto en literatura, no quería ser un teórico de la literatura, sino un creador. Pero como mis estudios de ingeniería me habían enviado a un área completamente ajena a la literatura, me inscribí en la Escuela de Periodismo porque pensé que ahí me iban a enseñar a redactar bien. Escribir bien siempre ha sido mi gran preocupación, es más importante a veces que lo que se escribe. Entonces empecé a estudiar simultáneamente la carrera de periodismo con la carrera de ingeniería. La Escuela de Ingeniería estaba en la calle Tacuba —en el Palacio de Minería donde ahora son las Ferias de Libro—, y la Escuela de Periodismo estaba en San Juan de Letrán, en el Eje Lázaro Cárdenas, muy cerca. En las mañanas estudiaba ingeniería y en las tardes periodismo. Al final me orienté mucho más hacia el periodismo y terminé la carrera de ingeniería con dificultades. Me recibí, me casé y me dediqué al periodismo y a escribir. Para tener un medio de subsistencia escribía radionovelas, después escribí también telenovelas. Siempre combiné las actividades: primero la ingeniería y el periodismo, y después el periodismo y la literatura que son dos cosas diferentes. Yo no quería ser periodista, quería ser escritor y entonces fui publicando mis libros.
Ganó pronto un concurso de cuento en 1958 que lo acercó al Centro Mexicano de Escritores (CME). ¿Qué nos podría contar de ese Centro?
VL: Era un centro fundado por la asociación Rockefeller y estaba asociado con una empresa de acero de Monterrey. Lo dirigía Margaret Shedd que había venido a México para implantar los métodos de talleres para escritores, de los que escogían a gente. Para mí fue fundamental el paso por el Centro Mexicano de Escritores. Estuve becado en dos ocasiones, la segunda vez al final de los sesenta. El Centro Mexicano de Escritores siguió, pero se acabaron los apoyos y desapareció mucho tiempo después.
Cuando estuve en el Centro Mexicano de Escritores en la primera etapa coincidí, de los conocidos, con Guadalupe Dueñas que era cuentista. Había participado antes en un taller del Centro Mexicano de Escritores con Juan José Arreola que para mí fue fundamental y cuando estuve ahí coincidí con Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Inés Arredondo y Miguel Sabido. Elizondo, García Ponce y yo éramos de la misma generación, pero estaba también otro muchachito que era muy joven en ese entonces, pero que hizo una carrera literaria muy brillante y murió hace poco: Ulises Carrión.
Teníamos la obligación de escribir un proyecto. El sistema consistía en escribir un capítulo y entre todos comentarlo. Entonces no era muy conocido este sistema, no era como ahora que todos los escritores están en talleres y hacen seminarios. Yo planteé ahí el proyecto de Los albañiles y en esa primera etapa escribí la novela. Ramón Xirau era nuestro tutor, que fue central en mi vida literaria. Estar en el Centro fue fundamental para mí porque me abrió los ojos a la literatura creativa, y de ahí partió toda mi carrera literaria.
Con Los albañiles gana el premio Biblioteca Breve, ¿qué cambia para usted, quien en un principio creía que no podía hacer una carrera literaria?
VL: Con la publicación de Los albañiles cambia mucho, pero yo sigo siendo periodista. Trabajaba mucho en ese entonces, y fue cuando escribí buena parte de mi obra. Además, impartí durante mucho tiempo talleres de teatro y cine, porque seguí creyendo que ése era el mejor sistema para la literatura.
Entonces combinaba el periodismo con la literatura cuando vino el golpe a Excélsior en el 76, que marcó definitivamente un cambio en el periodismo mexicano. Era un periodismo muy corrupto y oficialista. Julio Scherer era un periodista que llega a la dirección de un periódico muy conservador como era en ese entonces el Excélsior. Con su llegada el periódico cambia pero es muy difícil abrirse paso en un periodismo controlado siempre por el gobierno; nada más pensar que a los reporteros de la fuente les daban boletines de prensa. En ellos estaba lo que se tenía que decir, se informaba a través de los boletines. Entonces con Julio en Excélsior apareció un periodismo muy de investigación y claro, eso causó irritación y enojo en el medio social. Había pasado el 68 y eso finalmente provocó el golpe de Echeverría a Excélsior. Yo escribí un libro sobre esto: Los periodistas.
¿Qué fue lo que cambió con el golpe?
VL: Cambió algo central en el periodismo, algo fundamental. Los periódicos vivían de la publicidad y buena parte de la publicidad era del gobierno: eran boletines, o si no, todas las instituciones que se anunciaban. También los empresarios favorecidos por el gobierno se anunciaban en los periódicos, eso todavía sigue siendo así. Entonces cualquier disputa que tuviera el periódico con el gobierno hacía eco en los empresarios que ya no se anunciaban. El periódico vivía de anunciarse —todavía viven de anunciarse muchos sectores— y entonces lo que cambió fue que nosotros descubrimos algo que no sabíamos: descubrimos que se podía hacer un semanario completamente independiente. Proceso empezó a vivir de sus lectores ante un gobierno al que no le gustaba esa apertura de investigación en el periodismo y frenaba toda publicidad legítima que pudiera tener. Y claro, los empresarios no querían lidiar con ellos. Hoy Proceso todavía tiene poca publicidad, vive de sus lectores y vive muy bien.
Entonces, ¿descubrieron un público?
VL: Descubrimos que los lectores estaban ávidos de recibir una información no pasada por el tamiz oficial, sino por información que en realidad no quería ser crítica, sino que era informativa. Pero el descubrir lo que estaba oculto siempre es crítico, ¿no?
Nos regresamos un poco: usted entra a Excélsior con la tarea de recuperar la Revista de Revistas, ¿cómo lo contactan Scherer y compañía?
VL: Miguel Ángel Granados Chapa me conocía bien. Yo había tenido éxito en Claudia, que era mi único antecedente. Era escritor; ya había escrito Los albañiles. Me contactaron de la noche a la mañana, y me dijeron “bueno te vienes a Excélsior”. En Revista de Revistas ganaba menos incluso de lo que ganaba en la revista Claudia.
¿Por qué se incorporó a Excélsior?
VL: Porque me parecía que trabajar en Excélsior era un camino a la libertad. En lugar de hacer una revista de mujeres —que aunque era más abierta era para mujeres—, era hacer periodismo en serio. Me fascinó la idea. Era una revista poco espectacular: seguía la misma línea de Excélsior, una revista grandota que tenía atrás el prestigio. Se perdió, yo ya no tengo ejemplares. Era por igual cultural y política. Tenía la libertad de hacer lo que quisiera. Se trataban temas de los que seguro nadie hablaba. Tenía colaboradores, como José Emilio, pero era en lo fundamental una planta de reporteros.
Los que salimos después del golpe a Excélsior formamos dos grupos: el grupo de Julio Scherer donde nos enfocamos algunos de los que trabajábamos en Excélsior y que escogimos el camino de Julio: Miguel Ángel Granados Chapa y Samuel del Villar, y otro grupo con Becerra Acosta que era el subdirector de Excélsior y funda el unomásuno. No nos dividimos por ganas, pero siempre Julio era muy polémico y Becerra Acosta quería tener más. No nos entendimos entre nosotros. No todos jalaron para hacer Proceso y Becerra Acosta quiso hacer un diario. Julio Scherer también quería, pero no había dinero. Quién sabe cómo consiguió dinero Becerra Acosta con su grupo y ellos fundaron unomásuno que después derivó en La Jornada.
¿Usted pierde el vínculo con sus compañeros en el Centro Mexicano de Escritores? ¿No mantuvo contacto con ellos?
VL: Nunca pertenecí a grupos literarios. Estaba el grupo de Fernando Benítez que hacía La Cultura en México y México en la Cultura después, pero yo fui muy aislado, me movía al margen de ellos, incluso un poco contra ellos. Era muy independiente, así como Ricardo Garibay y algunos más que no estábamos en la órbita de Fernando Benítez.
Yo quería participar, pero ellos no me tomaban en cuenta, era un grupo muy mafioso y cerrado. Ahora los grupos ya están más abiertos, pero así como hay nexos y Letras Libres, en ese entonces estaba el mundo de Benítez y nada más. Cuando me inicié en la literatura con Los albañiles fue como si no hubiera pasado nada, me ignoraron por completo. Nadie hizo eco, sólo un poco José Emilio con el que fui muy amigo siempre. Fue el único. A todo ese mundo le llamábamos “la mafia de Benítez”. Yo todavía los odio, odio ese momento que fue muy duro para mí. Me costó romper con esos grupos tan cerrados.
¿Y la Revista de la Universidad tenía alguna importancia en ese momento?
VL: La Revista de la Universidad era un poco de la férula de Benítez, ahí estaba Jaime García Terrés. Eran los grupos que derivaban de Alfonso Reyes, que era como el pontífice de la cultura mexicana. Después de Alfonso Reyes vino Octavio Paz.
¿Y usted nunca colaboró en la parte cultural de Excélsior, en la revista que dirigía Paz?
VL: Julio la llamó la revista Plural. Yo no colaboré nunca, no me llamaban. Yo siempre fui independiente, bueno he sido siempre independiente.
Aunque se mantuvo cercano a Julio Scherer…
VL: Sí, mantuve con él una relación desde el 71 hasta ahora. No tanto cuando yo trabajaba en Revistas de Revistas porque él estaba ocupado en su periódico, pero me daba manos libres y se desentendía de la revista. No le daba la importancia que yo sentía que debía. Pero después del golpe a Excélsior nos unimos mucho en la fundación de Proceso.
¿Por qué usted creyó más en Proceso que en el proyecto del diario?
VL: Porque tenía relación, pero no una buena relación con Manuel Becerra Acosta. Me parecía que entre él y Julio Scherer había una diferencia abismal. Julio era el periodista más importante de México en ese entonces. Era un México conflictivo donde había grandes periodistas en Excélsior como Carlos Denegri que eran muy corruptos, la Secretaría de Gobernación compraba en 50 mil pesos el encabezado y, en consecuencia, la nota. Ese era un fenómeno de corrupción, los reporteros ganaban muy poco pero recibían dinero en alguna Secretaría de Estado, se pasaban una mensualidad. Era muy corrupto, algo ya ahora inconcebible aunque siga habiendo problemas, no son tan cínicos. Julio acabó con la corrupción en Excélsior.
Ya que se publicaron, ¿en qué se distinguieron Proceso y unomásuno?
VL: Eran una revista y un periódico, no teníamos mucha conexión porque se habían formado dos grupos, el de Becerra Acosta y el de Julio Scherer. El de Julio Scherer era un periodismo mucho más agresivo y agudo en su información, más bravo. Ahí la personalidad de Julio influyó. No estaban peleados, pero no compartían el proyecto.
¿Qué les interesaba publicar en Proceso, tratándose de un semanario y no un diario?
VL: Era un semanario muy singular porque no publicábamos reportajes, publicábamos grandes noticias inéditas. La mentalidad de Julio Scherer era la de un diarista, él desde los 15 años había trabajado en un diario, había sido reportero. Entonces usábamos incluso la técnica de la noticia para hacer reportajes.
No se respondía a la actualidad inmediata de cada día, pero era como es ahora Proceso. Se publicaban cosas complementarias a lo que pasaba en la actualidad, reportajes de investigación inéditos. La investigación era la base de nuestro periodismo, no tratábamos de hacer un periodismo partidista sino un periodismo que buscaba desentrañar la realidad. Éste, en consecuencia, era un periodismo de izquierda, no ideológicamente sino que éramos de izquierda por descubrir la realidad. Eso es clave en ese periodismo. La televisión, por ejemplo, lo vuelve a uno naturalmente de izquierda, pues es naturalmente agresivo y naturalmente contrario a la oficialidad. Decían que nosotros éramos ideológicamente izquierdosos, pero éramos ideológicamente periodistas.
Usted, estando en Proceso, incluso recibió varias amenazas…
VL: Bueno, menos que las que sufría Julio Scherer. Las hubo en el momento del golpe, pero porque nosotros queríamos. Nosotros salimos en julio, y Scherer se empeñó a que la revista empezara a funcionar antes de que saliera Echeverría, antes de diciembre. Entonces sacamos la revista en noviembre aunque Echeverría hizo todo lo posible para que no saliera. Todo eso lo cuento en Los periodistas.
¿El ambiente amenazante se mantuvo incluso después de la salida de Echeverría?
VL: Siempre hubo un ambiente un poco amenazante, aunque nada del otro mundo. Seguimos vivos. Ahora hay una apertura periodística muy grande, incluso en periódicos menos informativos que otros. No se siente ya esa presión del gobierno como se sentía entonces. Se puede decir lo que uno quiera. Carmen Aristegui hace un periodismo radiofónico y por televisión muy agresivo. Es un panorama muy distinto.
Yo siento que el gran salto de la democracia en el ámbito periodístico es que puedas decir lo que quieres. Hoy los periodistas se sienten libres de la empresa coligada con el gobierno, se puede hacer lo que se quiera y si no se hace es porque no conviene económicamente. Pero Proceso, que hace esto, tiene un tiraje mucho mayor que los diarios, tiramos 100 mil ejemplares. Aunque ahora con los demás medios va cambiando la esfera, pero lo que sobrevive del periodismo escrito no tiene comparación con las revistas que no sean las revistas frívolas. Excélsior fue pieza clave en este proceso de democratización del país gracias a la personalidad de Scherer. La Jornada hace un periodismo que surge de esa mentalidad.
Como reacción directa al golpe a Excélsior surgen el unomásuno y Proceso, poco después Paz funda Vuelta y después se crea nexos. ¿Diría que esta proliferación de nuevos medios es parte de un mismo proceso?
VL: Es parte de un mismo proceso de democratización del periodismo. Algunas publicaciones empiezan a ser agresivas en el sentido de la información y otras se retraen más por las mentalidades de los grupos periodísticos, pero no por la falta de libertad, por la cooptación, por la corrupción y todo eso.
Pero, ¿qué cambió para que de pronto, no sólo ustedes que eran el resultado directo del “golpe a Excelsior”, sino otros grupos vieran la posibilidad de hacer este tipo de periodismo?
VL: Eran grupos que estaban en la cultura. El enfoque hacia la cultura siguió siendo políticamente semejante a la época anterior. La cultura siempre es liberadora, pero para los temas culturales no había mucha presión porque el PRI siempre miró con buenos ojos a los intelectuales. No necesariamente porque le conviniera, sino porque pensaban que la cultura no hacía daño políticamente.
nexos nació como una publicación más de izquierda, más preocupada por los temas sociales. Era una revista menos enfocada a lo cultural o a las artes en específico. Pero Plural y después Vuelta siempre estuvieron dedicadas más bien al fenómeno de la cultura de la creación.
¿Por qué no se quedó Paz con ustedes? ¿Por qué no seguir haciendo lo que hacía en Plural dentro de Proceso?
VL: Porque no teníamos nada. Vuelta nace en 1976 en forma independiente pero se solidariza con nosotros. Nosotros no teníamos medios, apenas podíamos hacer Proceso. Era una revista que siempre fue muy fea en su aspecto, no tenía la imagen que tiene ahora. Cuando empezaba Proceso no teníamos ni dónde estar. José Pagés fue el que nos acogió, había hecho un edificio cerca de avenida Chapultepec, y ahí nos recibió. Así como acogió a Benítez con su grupo, nos acogió a nosotros, y le estuvimos muy agradecidos.
¿Eventualmente se fueron sumando colaboradores o cómo fue el proceso de consolidación?
VL: En el tema de los colaboradores había una diferencia que me gustaría señalar entre Excélsior y Proceso. En el periódico de Julio Scherer la parte de los colaboradores líderes de opinión, es decir, las páginas editoriales, eran las más agresivas porque se difundía un pensamiento muy liberador. Estaban Daniel Cosío Villegas, Gastón García Cantú y muchos escritores que hacían de las páginas editoriales la parte más punzante para el gobierno. Claro que también había reportajes y noticias más abiertas, pero la página punzante de Excélsior que molestaba a la oficialidad era la de los pensadores.
Cuando nos pasamos a Proceso, el periodismo de pensamiento de los líderes de opinión no era tan importante. Lo más importante eran los reportajes. En ese entonces había un señalamiento muy claro en el hecho de que una cosa era la información y otra cosa era la opinión. Julio, por ejemplo, nunca escribió un artículo de opinión, nunca, nunca, y era algo que compartíamos muchos de nosotros. Con el tiempo, lo que ha pasado después de la democracia es que se mezclan. Los periodistas, los reporteros, a la vez se convierten en líderes de opinión. Yo sigo creyendo que el verdadero periodista es el que informa, el que investiga. El que opina no es propiamente periodista, escribe en los periódicos, pero no es periodista. Hay periódicos como el Reforma cuyo fuerte no es la información sino sus líderes de opinión. Pero esa mezcla a mí me sorprende. Los líderes de opinión e informadores se han mezclado, será por los tiempos, pero yo estoy un poco en contra de eso. Yo pienso que la información es lo que hace al periodismo y no la opinión.
¿Por qué si la parte más crítica había sido la de opinión en el Excélsior, en Proceso esto cambia?
VL: En Proceso se abrió a la información con mucha fuerza. Sí siguieron escribiendo opinión en los primeros números, hay miles de articulistas. García Cantú ya había muerto, pero Cosío Villegas y el resto opinaban. Sin embargo, lo fuerte fue la información. Esto fue producto de una decisión editorial. Pensamos que había que revelar lo oculto, y eso no se revela con el pensamiento sino que se revela con los hechos. Fuimos dando más importancia a los hechos que a la opinión, hoy se mezcla eso. En periodistas como Carmen Aristegui es muy clara la difusión de pensamiento.
Yo creo hoy no se hace tanto periodismo de investigación porque el diarismo no da mucho pie. Se trata de cubrir lo que está sucediendo cada día, y el reportaje y la crónica, que son la base de una revista, tienen mucha más libertad para eso. Implica más tiempo hacer un reportaje. En ese sentido, a Proceso le convino ser un semanario.
¿Quién hacía los reportajes en Proceso? ¿Incorporaron a gente nueva o eran los mismos que en Excélsior?
VL: No. Fue el mismo grupo. Los reporteros de Excélsior que se salieron y se quedaron con nosotros o se fueron a unomásuno eran el cuerpo. Nosotros no nos llevamos a la gente, ellos se fueron incorporando. Nos costaba mucho trabajo sostenerlo porque no teníamos dinero.
En su primer número Proceso decía que era una publicación “surgida al calor de la lucha por la libertad de expresión, este semanario no hace la contradicción entre el afán de someter a los escritores públicos y la decisión de éstos de ejercer su dignidad”. Retrospectivamente, ¿cree que esto se logró?
VL: Sí, creo que sí se logró. Ahora se tilda mucho a Proceso de amarillista, pero la que es amarillista es la sociedad.
Es un rasgo característico de las publicaciones en las que usted participó que tuvieran un tono crítico. ¿Cree que su obra literaria tenga este mismo componente?
VL: Yo no tenía ninguna una mentalidad periodística propiamente dicha, yo insisto mucho en eso. A mí me gustaba escribir novelas que no tenían mucho contenido. En mis novelas, y sobre todo en mi teatro, soy un escritor de poca imaginación. Me cuesta mucho trabajo imaginar, entonces ahí el periodismo me ha ayudado mucho siempre.
Hice un libro como Los periodistas sobre lo que yo pensaba en un tiempo: describir el ambiente de la redacción de un periódico. Quería reflejar ese ambiente, del reportero, de los periodistas, del trajín de un periódico e imaginar con éste una historia. El ambiente del periodismo que había vivido intensamente era digno de una novela. Entonces vino el “golpe a Excélsior”. Cualquier cosa que yo podría haber imaginado era mucho menos dramática y menos literaria y narrativa que “el golpe”.
Después hice un largo reportaje sobre un crimen que me parecía que reflejaba muchos aspectos de la sociedad política empresarial, la historia de un chico y sus abuelos. Asesinato se llama la novela en la traté de desmenuzar eso muy periodísticamente. El periodismo me jaló mucho, me dio temas para escribir literatura. Como novelista y narrador, le debo al periodismo mucho —a la realidad—, para tener material para escribir. No se me ocurren buenas historias novelísticas, por eso casi siempre están muy apegadas a la realidad.
Entonces, usted no escribía queriendo incidir en la realidad, era más bien la realidad que incidía en usted y en su proceso creativo.
VL: Exacto.
¿Cree que en el teatro y las novelas puede ser uno también crítico?
VL: La primera obra de teatro que escribí era sobre un conflicto que reflejaba un gran escándalo en la Iglesia. A finales de los sesenta también se producía un cambio democrático en la Iglesia, una impugnación después del Concilio Vaticano II. La Iglesia también sufrió ese intento de transformación, por lo menos aquí en México.
En los sesenta un monasterio de monjes se abre al psicoanálisis. El prior de ese monasterio cuenta que entra gente al monasterio que está muy dañada psicológicamente: vienen huyendo de la mujer y otras cosas, y la Iglesia les da un espacio para que no tengan problemas y se refugien. Ese monje se llamaba Lemercier y empieza a psicoanalizar a sus monjes —entonces el psicoanálisis estaba prohibido en la Iglesia y viene un escándalo brutal—. Este hombre decide romper y sale de la Iglesia con su grupo de monjes, aunque luego le fue muy mal. Yo hago con eso una obra de teatro llamada Pueblo rechazado. Era la primera obra que escribía yo sobre ese tema y tiene un éxito que nunca volví a tener en el teatro, reflejaba esa ansia de libertad dentro de las mentalidades social y religiosa.
Ahí me inicio en el teatro en donde hice una larga carrera junto con la literaria, o al margen de la literaria. Me reconocen a veces más como dramaturgo que como novelista. En esa larga carrera me uní al director Luis de Tavira. Después hice una obra de teatro sobre Morelos en la que me enfrenté de pronto con la censura brutal porque era en tiempos de Miguel de la Madrid, eso ya en los ochenta. Había descubierto unos documentos del final de la historia de Morelos, en los que Morelos se retracta de todo lo hecho. Entonces yo escribo una obra sobre eso y se me vienen encima un montón. A los que hacíamos la obra de teatro nos cierran el teatro en la universidad y hay un escándalo porque montamos la obra en la universidad que era independiente, y nos la habían cerrado. Las autoridades universitarias se plegaron a la presión de Miguel de la Madrid, nos cierran el teatro. En fin, después ya se monta la obra, y finalmente no pasa nada.
En el teatro fue donde viví muy particularmente un ambiente censor, porque todas mis obras eran censuradas. No me dejaban poner esta obra ni tampoco Pueblo rechazado. Después colaboré con Oscar Lewis para hacer Los hijos de Sánchez que había sido un libro muy importante en ese tiempo del que yo hice una adaptación que Lewis me pidió que hiciera. En lo que la estaba haciendo, él se murió, a finales de 1970, y pues ya no se pudo montar como él lo había calculado. Me encuentro con la censura también fortísima. Como libro, Los hijos de Sánchez había sido ampliamente censurado, ya había pasado mucho tiempo pero no me dejaban poner la obra. Luego hice una adaptación de Los albañiles al teatro y ahí me censuraban las malas palabras. Después una obra sobre el asesinato de Obregón, porque tenía los documentos de lo que había sido el juicio a León Toral y tampoco me permiten poner la obra. Siempre tuve problemas con la censura, hizo el puntaje de mis obras de teatro.
Pues era casi hacer periodismo…
VL: Era casi hacer periodismo, porque los temas periodísticos se me imponían. Cuando yo descubro la versión taquigráfica de lo que había sido ese juicio contra León Toral digo: “Aquí hay una obra de teatro”. Entonces trato de montar esa obra de teatro, que me parecía muy natural. Era nada más reproducir lo que había pasado en ese juicio, pero entonces todavía había los rescoldos de obregonistas que presionaban y presionaban, y batallamos muchísimo para meter esa obra. Decíamos: “Están prohibiendo esa obra que no habla mal del gobierno”, pero es que no querían revivir hechos conflictivos. Eso era en tiempos de Echeverría.
En el teatro no se podían decir malas palabras, los albañiles no podían decir “chingado”. Era ridículo: no se podían decir groserías en el teatro, en la televisión, en la prensa, en el cine. Era otro clima, que se va rompiendo en los años setenta.
Si le preguntáramos ¿quién es Vicente Leñero?, ¿qué nos diría?
VL: Lo que yo descubrí fue que el escritor —eso lo descubrí en contraste con el trabajo de la ingeniería— tiene la misión escribir en todos los géneros, escribir todo lo que se pueda escribir en palabras. Yo lo descubrí diciendo: “bueno yo voy a escribir radionovelas”, eran espantosas, pero entonces yo quería adquirir el lenguaje. Me parecía más honesto para conmigo mismo trabajar escribiendo, aunque fuera así, que trabajar en ingeniería haciendo otro tipo de cosas que no fueran lo mío. Entonces aprendí a escribir radio, televisión, cine, teatro. La palabra escrita fue la guía de todos mis trabajos. He sido guionista de cine y dramaturgo porque en las palabras es en donde me siento mejor, más cómodo.
Sin duda usted ha incidido en la realidad nacional. Aun así, tenemos la impresión de que dirá que “no”: ¿se ve a sí mismo como intelectual?
VL: No. El concepto de intelectual es un concepto más de ideología. Está orientado a pensar en analizar a la realidad, y yo pienso que soy creador, un creador de literatura que está más orientado a manifestar los acontecimientos que a juzgarlos. Esto puede incidir un poco en la realidad, pero no la analiza. Yo estoy más bien en mostrarla y me sigue machacando esa idea, y por eso a veces soy muy crítico con Proceso —ya que sigo perteneciendo a la estructura de la empresa, digamos. No me gusta que se mezclen los juicios y los análisis con la información. Me gusta presentar crudamente los hechos, la realidad. Eso es lo que me preocupa, para verla y mostrarla, pero no para analizarla, yo no hago análisis de nada. Sólo indirectamente. Cuando se escribe relatando la realidad, se mezcla ahí el punto de vista. La ideología es inevitable.
Mis diferentes facetas definitivamente se integran. No es que yo me dedique a muchas cosas sino que voy guiado por la escritura, por la palabra. Me gusta cómo la palabra se amolda y tiene diferentes exigencias. Escribir para cine es muy diferente que escribir para teatro, y escribir para televisión es muy diferente a los otros dos. Ahí se acomoda la palabra.
Usted, ¿a qué generación diría que pertenece?
VL: Pertenezco a la generación de los años treinta, a los nacidos en los años treinta. Formamos una generación y yo me siento perteneciente a ésa. Los de mi edad se me mueren, empiezan a morirse, todos los de mi generación. Pertenezco a esa generación, pero fui poco amigo de ellos. Yo viví en un tiempo aparte de ellos.
Teníamos la misma mentalidad, el mismo amor a la literatura, el mismo amor a nuestro tiempo. Yo todavía sigo escribiendo, no uso celular y sigo escribiendo en una máquina mecánica. Es toda una mentalidad. Por ejemplo, veo cómo se hace cine ahora, yo escribí muchos guiones de cine, kilos de guiones de cine, hoy se escribe y hace cine de otra forma. Por eso me anclo en mi generación.
Me apabullan las nuevas técnicas, me apabulla internet. Es un mundo para mí aparte. En alguna ocasión después de escribir La vida que se va, me dijeron: “bueno dame el diskette”, y pregunté “¿cuál diskette? yo no tengo más que palabras escritas a máquina”. Yo escribo a máquina mecánica y a mano. Tuve que hacerme de esos medios para contestar un email, yo no tengo email, entonces una de mis hijas que vive cerca es como mi secretaria. Ella me pasa todo, me contesta mis mails. Por eso siento pertenecer muy duramente a otra generación.
¿Creería que las generaciones trascienden al tiempo? ¿Se mantienen pese a todo lo que pasa?
VL: Sí. Yo pienso que sí. A José Emilio que escribía para Proceso su “Inventario”, de pronto estaba en Mérida o estaba en Estados Unidos y necesitó aprender en una computadora. Le mandamos una persona para que aprendiera a escribir en computadora. Yo soy muy feliz así, escribiendo a máquina y escribiendo a mano, haciendo mi trabajo como lo hacía antes. Por eso me siento pertenecer a esa generación, porque las técnicas que hay me parecen apabullantes. Cuando mis años de reportero —aunque nunca fui muy reportero— iba con una libreta en mano, entonces uno no copiaba fielmente lo que se decía sino el sentido de lo que se decía. Cuando fui a entrevistar a Marcos, tenía dos grabadoras para defenderme. Llevaba una grabadora que se paraba cuando la gente dejaba de hablar, y yo no sabía eso. Cuando yo estaba haciendo la entrevista y veía que se paraba la grabadora, pensé: “ya se descompuso esta pinche grabadora, pero tengo la otra”. Iba junto con un reportero de The New York Times, que me dijo: “tú no te apures, yo tengo esta grabadora maravillosa de Nueva York. Cualquier cosa que te falte yo te paso mi grabación”. Cuando terminamos y pasé las notas al texto, el reportero de Nueva York me llama por teléfono y me dice: “oye, mi pinche grabadora no funcionó, pásame tus grabaciones”.
Hay un cambio fenomenal en la forma de hacer periodismo. Julio Scherer me contaba sus experiencias como reportero, a pura memoria y notas que se tomaban. Me contó que cuando triunfó la Revolución cubana fueron todos los reporteros a acosar a Fidel Castro, dice: “llego yo y todos quieren entrevistar a Fidel Castro y resulta que se mete a tomar un café o a la cocina del Hotel Nacional. Estaba ahí la bola de reporteros persiguiendo a Fidel Castro y Fidel Castro huyendo de los paparazzi. Y va a la cocina y ahí se encuentra Julio Scherer con él y es el único que le hace la entrevista grande. Era un reportero impresionante, que no usaba grabadora. Claro, había un acuerdo tácito en que el entrevistado no te reclamaba “esto no te lo dije”. Tenía sentido. No había demandas. Y ahora te graban.



Vicente Leñero. Lecciones de vida y periodismo

Enero/2014
Nexos
Carlos Puig

Para Yissel y María que lo quisieron tanto como yo
Acababa de cumplir los 21 años cuando una noche de jueves, mientras corregía  galeras en Proceso, Gerardo Galarza me dijo: les falta alguien para el cuarto, y pregunta Leñero si sabes jugar dominó.
Un par de meses antes Carlos Marín nos había invitado a un puñado de sus alumnos de periodismo en la Ibero a pasar nuestras noches de jueves y viernes en Fresas 13 revisando los cartones armados de la revista y haciendo las correcciones pertinentes en papel albanene. Para esos días creo que sólo quedaba yo, otros idos por las exigencias de las novias o la escuela o la fiesta o las referencias a los pirrurris del resto del equipo de producción de la revista.
Esa noche me senté frente a Leñero.
Mucho se ha escrito de la relación de Leñero y el dominó en estos días. Añado algunos detalles: en Proceso siempre se jugó por dinero, siempre se jugaban rondas completas, siempre se dobló la apuesta al empatar y muchas noches, engolosinados, jugábamos el empate técnico, es decir, lo valíamos con diferencias hasta de tres puntos. Sobra decir que el árbitro, el único habilitado para dirimir controversias era Leñero, quien la mayoría de las noches era también quien apuntaba. Casi todas las fichas tenían un “apodo”, algunos de una vulgaridad clásica casi siempre contribución de Efrén. A Vicente le gustaba recitar el “A Kempis”, de Amado Nervo, para reclamar una acción al compañero o al contrincante y en temporada le daba por recordar, en voz alta, algunos pasajes del Tenorio. El juego sólo se interrumpía cuando se había acumulado suficiente material como para armar una decena de páginas o si en las horas tempranas de la noche don Julio llamaba a Vicente para consultar algo.
Por muchos años se jugó en un escritorio habilitado pero por ahí del 86 se construyó un pequeño cuartito entre el escritorio de Vicente y donde se diseñaba la revista. Ahí estaba el muro de los humildes del que colgaban fotografías de algunos escritores e intelectuales. En Proceso se jugaban unas 10 horas semanales pero sabíamos que Vicente mantenía al menos otro grupo más, como el de La Casa del Teatro.
Y esa mesa, con Marín, Galarza, Robles, Efrén, Froy, El Búho, Armando, Paleo, Marco Antonio y otros invitados eventuales fue mi mejor universidad de periodismo. Porque mientras perdía uno dinero, comía tortas de Monge o tacos de los Picudos, la conversación tenía que ver con el oficio que ahí nos convocaba.
Yo, el más joven de la mesa, aprendí mucho más que de periodismo.
Fue en esas noches donde escuchábamos el muy frecuente: “que no le piensen, que le chinguen”, de Vicente, apelando a que los reporteros cumpliéramos con los tiempos de entrega pero sobre todo a que no éramos intelectuales o pensadores, sino reporteros y que sólo tecleando salen las cosas. Ahí aprendimos, viendo cómo hacía la portada, que blanco sobre blanco no se ve; y que lo que uno no dice en los primeros párrafos ya no lo dijo, permitiendo al diseñador cortar nomás encontrando un punto y aparte.
Ahí también le escuché que “la objetividad era como la santidad”, imposible de lograr pero uno debía de dejar de buscarla todo el tiempo.
Esa primera noche que me senté en la mesa de dominó estaba recién publicado Asesinato. Y varias de las conversaciones que escuché —en esos primeros meses apenas y me atrevía a hablar— tuvieron que ver con la lógica de Vicente en el método para escribirlo explicado en sus “aclaraciones y agradecimientos”.
Cito: “En un empeño por mantener el máximo grado de objetividad, todos los datos consignados a lo largo del libro tienen un apoyo documental que se hace público de algún modo o que de algún modo consta en escritos de diversa especie. El autor no ha querido tomarse libertad alguna para imaginar, inventar o deducir hechos; ni siquiera ha utilizado materiales provenientes de entrevistas o investigaciones personales que no se encuentren avalados por una constancia escrita. Sólo los datos existentes en documentos o testimonios públicos forman parte de esta historia; con ello se pretende evitar cualquier sospecha de difamación o deformación de acontecimientos y personas contraria a los propósitos descriptivos de la investigación”.
Ese es el método Leñero.
En esas noches se hablaba sobre todo de literatura. Por él y con su guía leí todo Graham Greene pero sobre todo me introdujo al mundo de la literatura policiaca y terminé escribiendo mi tesis sobre el género. En esa mesa, mientras se doblaba a cincos, Leñero repasaba mentalmente su inacabable biblioteca de policiaca y yo me anotaba nombres de autores. 
Un febrero de 1989 Julio Scherer me invitó comer para decirme que con el regreso de Jorge G. Castañeda a México la revista se quedaba sin quién escribiera desde Washington. ¿Estaba yo interesado en irme para allá? Dije que sí inmediatamente. Me pidió no decirlo a nadie hasta que él lo anunciara. Mi silencio incluyó a Leñero. A Vicente, con razón, no le gustó y me lo dijo. En mayo de ese año llegué a la capital estadunidense.
Los siguientes años, sin dominó de por medio, la relación se mudó al teléfono para hablar de reportajes, asuntos y, como siempre, algún autor de literatura policiaca que alguno de los dos acabábamos de descubrir. Cada vez que venía a México nos tomábamos un larguísimo café en el Sanborns de San Antonio y por supuesto asistía a la mesa de dominó. En los primeros meses de 1994 me marcó a Washington. “¿Me aceptas para el mundial?”.
Del 19 de junio al 6 de julio anduvimos por Washington, Orlando y Nueva York siguiendo a la selección mexicana. Vicente, a los 61 años, más activo que los reporteros de 30. Fuimos a todas las concentraciones, entrenamientos y conferencias de prensa. Sus crónicas de aquellos días —coronadas después de la última derrota ante Bulgaria con una portada prodigiosa cuya fotografía tomada por Ulises Castellanos adorna el estudio en que escribo este texto— deberían ser publicadas para beneficio de los jóvenes reporteros de deportes.
Del último texto, sobre el México contra Bulgaria de aquel mundial:
Desde ese minuto cinco hasta el final del segundo tiempo, la dichosa jugadita de pizarrón sobre Zague se estuvo repitiendo y repitiendo como si el doc (Mejía Barón) la hubiera grabado en videotape. Todos la vieron y revieron en el minuto 12, en el 16, en el 22; en el minuto 1 del segundo tiempo, en el 9, en el 24, en el 28, en el 39, en el 40, en el 43. ¡Dios mío, ya, por Dios, Zaguiño, métela de una buena vez! ¡Inventen otra cosa, carajo, no puede ser!
—¿Te falló Dios, Zaguiño?
Zague acababa de salir de los vestidores, al final del partido, y traía una cachucha blanca puesta al revés. Se veía triste, pero puso ojos de no entender la pregunta.
—¿En qué sentido lo dice? —repreguntó él.
—No entró nunca tu gol.
—Bueno, pues sí… —lo pensó un poquito y reaccionó más rápido que en la cancha:
—No, no falló Dios. Si alguien falló fuimos nosotros, los seres humanos. Dios nunca falla.
La verdad es que una de esas jugadas de Zaguiño corriéndose por la banda, metiendo las espaldas contra el defensa búlgaro para quedarse con la pelota y llegar al área, fue la que provocó el penalti del minuto 16 protestado a gritos por los búlgaros. De ahí nació el gol que clavó con dureza el Beto García Aspe.
Tenía razón Zaguiño: Dios nunca falla.
Sonaría obvio y cursi cualquier cosa que yo escriba sobre esas tres semanas —culminadas por la llegada de Estela a Nueva York—. Los güisquis bebidos, los cigarros fumados, los chismes compartidos, las risas provocadas. Lo que no es obvio es que ese viaje tenía, para Vicente, otra intención.
Una noche, todavía en Washington, pidió que encontráramos quien cuidara a Diego, de menos de un año, porque quería cenar con Yissel y conmigo.
Alguna vez en el dominó o en algún café había escuchado a Vicente contar de un viejo pacto entre Scherer, Enrique Maza y él de los tiempos de la fundación de Proceso. A propuesta de Leñero se habían comprometido a que no se quedarían activos en la revista más de 20 años.
Esa noche, a orillas del Potomac, nos dijo que lo había hablado con don Julio y que cumplirían el pacto. Nos vamos, nos dijo. Había convencido a Scherer de que la manera era nombrando una dirección colectiva y quería que yo me regresara a México lo antes posible para estar en ella.
No es espacio para detallar lo que pasó, valga decir que pocos años después cinco de los seis de aquella dirección colectiva no trabajábamos en Proceso después de recorrer un camino lleno de agravios, acusaciones y dolor.
“Qué mal me salió aquello…”, solía decirme Vicente años después cuando salía el tema Proceso en la conversación.
No para mí, le contestaba yo. A los 31 años y en mucho gracias a él, había sido jefe de información de la mejor revista de México, había sido testigo directo y privilegiado de cómo se planeaba y armaba esa revista y, sobre todo, había vuelto a la mesa del dominó. En esos años, le decía, había podido estar cerca de él y había aprendido a querer a Estela y a sus hijas. Yissel organizaba con él talleres de guión y yo aprendía de él cómo escribirlos.
“En cada secuencia, entra tarde y sal temprano”, me repetía una y otra y otra vez. Lección de vida.
En 2008, recién estrenado en la conducción del programa de la mañana de W Radio, nos tomamos uno de esos largos cafés. No me quiero morir con pendientes, me dijo, y me pidió un par de intermediaciones con viejos amigos, en ese momento distantes. Los encuentros resultaron llenos de emociones, de las buenas.
Yo a cambio el pedí que hiciera algo que no le gustaba, que me diera una entrevista. Vino a la cabina de W y charlamos por casi una hora.
Me volvió a dar una lección de periodismo:
Yo pienso que finalmente un reportaje es un relato, es un cuento, ¿no? se tiene que escribir con la meticulosidad y con la precisión y con el amor literario con que se escribe un cuento. El periodismo no es para consumo de la pura información, sino es también para el consumo de lo que es la literatura. El periodismo es literatura, y si se entiende el periodismo como literatura se hace un mejor periodismo, menos prejuicioso, un periodismo mucho más objetivo y que tienda a la observación de la realidad mucho más que al juicio de la realidad.
—Cuando estábamos en Proceso, a veces a los reporteros nos decías: “no piensen, nomás reporteen, a trabajar” (en la radio no se dice chínguenle).
—Sí, eso lo sigo pensando, y lo sigo pensando también para los demás géneros, ¿no? Las novelas ideológicas, las novelas que tratan de cambiar al mundo, generalmente terminan en malas novelas, ¿no? Y como los reportajes que tratan de contener en sí mismos la opinión del reportero sobre la realidad… Que el reportero admita que el lector piensa, ¿no?, y que los que recibimos los periódicos y leemos los periódicos también somos capaces de pensar y hacer nuestros propios juicios, que no estén anticipados por el que escribe, ¿no? Ese periodismo extraño.
Fuera de Proceso e impulsado por Vicente me puse a escribir un guión de cine que se filmaría muchos años después con otra intención y otra firma. “Es tu guión, Carlos, no me chingues”, me marcó un día, extrañado de mi decisión de quitar mi nombre.
Después de ése, escribimos juntos otro que se quedó en el cajón por miedo de los productores. La última vez que lo vi este año fue para hablar de esa historia. Escríbela Carlos, como novela, sin ficción, ahí está todo.
En estos meses de la enfermedad, en el teléfono, la última vez que escuché su voz, me preguntó cómo iba con la historia.
—No, Vicente, yo no hago eso, no sé de eso. No sabría por dónde empezar.
—Tu chíngale, no le pienses —me dijo—, verás cómo sale.
Me limpiaré las lágrimas, pues. Y me pondré a chingarle, prometo. Eso sí, esta vez le pensaré.
Estaré pensando en ti querido, admirado, extrañado Vicente.