lunes, 10 de noviembre de 2014

Rulfo y el “otro” Rulfo

8/Noviembre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Ocurre una reorganización de la historia de la literatura mexicana y una gran resistencia a esta reorganización. En esta lucha de archivos, han (re)aparecido documentos que fulminan un rumor contra el máximo escritor mexicano: Juan Rulfo.
Pedro Páramo en 1954 fue editado por la UNAM, Fundación Juan Rulfo y RM y contiene facsímiles de siete fragmentos de la novela de Rulfo publicados en tres distintas revistas en 1954 —año previo a su impresión en libro— y secciones del mecanuscrito original.

Los estudios están a cargo de Jorge Zepeda, Alberto Vital y Víctor Jiménez; y enfatizan que contrastar estos textos con la versión final muestra el dominio estético de Rulfo. 

Lo ejemplifican en el efecto producido por el cambio de nombres de personajes y la novela. El paso de “Tuxcacuexco” a “Comala” o de “Bonifacio Páramo” a “Abundio Martínez” son leídos como señales de culminación estética, toques finales que conducen la obra a una dimensión superior.

Lo mismo ocurre en el tránsito de los distintos títulos de la novela antes de llegar a Pedro Páramo: “Los desiertos de la tierra”, “Una Estrella junto a la luna” y “Los murmullos”.

En el tercer estudio, Jiménez subraya que comparar estas versiones preliminares con la novela publicada, además, entierra para siempre el mito de que Alí Chumacero, Antonio Alatorre o Juan José Arreola ayudaron a Rulfo a convertir unos “montones de cuartillas” en una obra maestra, como tanto se ha dicho. 

Pero, repensemos, estructuralmente ¿de dónde surgió el mito del supuesto co-autor de Pedro Páramo?

Jiménez desarrolla una explicación. Me atrevo a agregar otra.

El mito del co-autor de Pedro Páramo surgió porque la clase literaria mexicana había imaginado un perfil de cómo debía ser su máximo escritor. Y Rulfo no se parecía a esa expectativa.

Esa es la causa de fondo de que la República de las Letras no pudiera aceptar que Rulfo fuera el genio detrás de esos dos libros perfectos.

Surgieron, entonces, alegatos para decir que Rulfo no era ese genio o lo era gracias a otro. Un agente secreto que había logrado transformar el borrador bárbaro de Rulfo en una Forma Perfecta.

Fantaseando ese otro, la clase literaria pudo “cumplir” su fantasía, porque la imagen de ese supuesto otro (tipo Chumacero, Alatorre, Arreola) aplicando una medida correctiva a Rulfo ofrece una fórmula que se parece un poco más al Escritor Tradicional-Moderno fantaseado.

(El mito del Posible Rulfo hace poco dio un giro, que ya no “explica” a Rulfo por el apoyo de otro escritor sino por el apoyo de la CIA, según fantaseó recientemente un académico norteamericano).

Rulfo no cumplía el perfil que la clase literaria había fantaseado para su máximo realizador. La fantasía es tan fuerte que sigue viva. Da patadas de ahogado.

José Revueltas y las orillas de sus crónicas

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

Al igual que otros escritores latinoamericanos en los que se advierte una conexión totalizadora entre literatura y política, José Revueltas (1914-1976) y su obra exigen a un lector que comparta también la clave de esta unidad de sentido. A la figura de Revueltas le sienta bien su acomodo en esa tradición que va del peruano José Carlos Mariátegui (1894-1928) al argentino Rodolfo Walsh (1927- ¿1977?); escritores que ampliaron las fronteras y el significado de lo que se ha entendido como “compromiso político”; obras que guardan sus claves más sustantivas en lo que el mismo Mariátegui llamaría unimismidad: vida y escritura entendidas como un “único proceso” de los que metieron “toda su sangre en las ideas”; enfoques políticos que se fundamentan en una crítica puntual a la totalidad de la vida en el capitalismo y que se funden con una perspectiva estética propia.
Por más que a Revueltas se le acose para escindir su poética narrativa de sus ideas políticas, en los casos más sonados y vergonzosos como los de las novelas Los días terrenales y Los errores, una y otra vez Revueltas se niega a esta desmembración en la escritura misma de su obra, aunque su mea culpa ante la férrea disciplina del Partido Comunista Mexicano no sea más que una estrategia para reconsiderar su militancia pero nunca el vínculo orgánico entre narrativa y política. Tampoco sirve ya para entender la complejidad de la obra y la vida de José Revueltas su estigmatización como un “poseído”, como un escritor telúrico que genera animadversiones retrospectivas que tratan de escamotear el valor artístico de su obra y, sobre todo, de obnubilar esa complejidad de sus ficciones que siempre atentan contra cierta ingenuidad con la que se concibe muchas veces la autonomía del mundo literario. Revueltas es uno de los autores en lengua española más conscientes de la especificidad política de la ficción, de las modulaciones narrativas de ciertas perspectivas del mito que ayudan a presentar ese fondo oscuro y violento de la condición humana. Revueltas escribe y milita con una conciencia narrativa sumamente desarrollada respecto al desafío de recobrar, para el mundo contemporáneo, algo de esa unidad de la tragedia clásica y en la que todavía no estaban separadas la palabra de la poesía y la política.
¿Qué zona de la obra de José Revueltas permanece hasta cierto punto inexplorada a la luz de esta totalidad de sentido bajo la cual literatura y política se articulan trágicamente? Las crónicas de Revueltas están en las orillas de su obra, sin entender esto como cierto carácter marginal de sus textos periodísticos o de sus relaciones de hechos. Más bien, la crónica le sirve a Revueltas para emprender tempranamente ese registro asombrado y sombrío del “viaje”, hacia las entrañas míticas de la erupción del volcán Paricutín en 1943, por ejemplo; y para ensayar narrativamente, muchos años después, una de sus experiencias revolucionarias más intensas: el movimiento estudiantil de 1968.
Publicada en El Popular en abril de 1943, en tres partes, la crónica “Visión del Paricutín” no sólo da cuenta del nacimiento del volcán más joven del mundo en Michoacán, en febrero de ese mismo año; Revueltas también se expresa como un narrador-testigo que modula una voz en primera persona que registra esa soledad milenaria, material y metafísica a un mismo tiempo, de los despojados del mundo. Como afirma Carlos Monsiváis, también da cuenta de “la destrucción de los pueblos de Michoacán”: “Dionisio Pulido, la única persona en el mundo que puede jactarse de ser propietario de un volcán, no es dueño de nada. Tiene, para vivir, sus pies duros, sarmentosos, negros y descalzos, con los cuales caminará en busca de la tierra; tiene sus manos totalmente sucias, pobres hoy, para labrar, ahí donde encuentre abrigo”.
“Otros miles más” padecen también la estridencia del volcán, el arrasamiento de la vida y de la muerte. Vivos sin muerte, muertos en vida, ebrios de lava todos, son mirados a los ojos por el testigo Revueltas, por un narrador que va buscando también lo que nadie puede ver: el llanto “terrible, siniestro y tristísimo” de la tierra; “una rabia humilde”, “una furia sin esperanza y sin enemigo”. ¿Qué fondo mítico e histórico sostiene al cronista Revueltas en su acercamiento a la suma de tragedias que va dejando el nacimiento de fuego del volcán Paricutín? Encontramos ya una resonancia bíblica plenamente secularizada y que posteriormente va a manifestarse como el punto de vista inicial en obras como Los días terrenales. Revueltas afirma en su crónica: “En San Juan Parangaricutiro hay un pavor religioso, una fe extraída del fondo más oscuro de la especie, cuando el hombre huía de la tempestad y un dios frenético ordenaba el destino”. En el comienzo de Los días terrenales se puede leer otra manera de modular esta voz con resonancias míticas, primigenias, siempre sobre un relato que contrapuntea la experiencia bolchevique “a la mexicana” con su deshumanización basada en la sospecha conspirativa contra “cualquier heterodoxia”: “En el principio había sido el Caos, mas de pronto aquel lacerante sortilegio se disipó y la vida se hizo. La atroz vida humana.”
¿Qué es la crónica para José Revueltas en esa “era de la revolución” que fue el movimiento estudiantil del ‘68? Es una relación de hechos de lo que no alcanzan a conceptualizar sus ensayos y sus textos más militantes, como esa respuesta memorable al Cuarto Informe de Gobierno de Díaz Ordaz de 1968, y en la que Revueltas es devastadoramente puntual en describir los miedos del régimen ante el “despertar de conciencias” y los nuevos “ejercicios de la libertad”. En su Diario, Revueltas da cuenta de la ocupación de Ciudad Universitaria, el 18 de septiembre de 1968, “a las 22 horas”; además, registra las fechas de los mítines y manifestaciones para enfilarse hacia el 2 de octubre y anotar lo espeluznante con puntualidad: “Nos enteramos de la terrible matanza”. “Sobrevienen días absurdos, increíbles”, en los que el cronista Revueltas se prepara también para narrar su persecución y, finalmente, su estancia en prisión. El Diario también dispone narrativamente a Revueltas para escribir la relación de hechos en Lecumberri. La crónica puntual y fragmentada de Revueltas del ‘68 es también el puente trágico con su narrativa de presidio, entre esos dos textos que se presentan a través de un solo enunciado: “Ezequiel o la matanza de los inocentes” y su obra maestra El apando. El registro narrativo de un “país monstruoso”, carcelario, en el que nadie “se dolió de la matanza de los inocentes”.

El santo hereje

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Sergio Gómez Montero

Para José Agustín Ramírez, un compita de siempre
Soy el último hombre
Sobreviví a la ruina de mi especie

J. E. Pacheco, “México”
La santidad siempre
Desde luego, el título de esta nota le debe mucho al título (y ensayo) del libro de Octavio Paz El ogro filantrópico, que en el año de su publicación (1979) causó cierto escozor y malestar aún entre la elite de políticos priístas de aquel entonces (a pesar de que Paz, para esa época, ya había doblado las manos frente a ellos), presididos por Miguel de la Madrid, a quienes les costó trabajo tragar las sencillas elaboraciones filosóficas de Paz en torno a la contradicción que bañaba al Estado mexicano postrevolucionario y que son el origen del oxímoron del título de su libro. Valga, pues, usar el oxímoron de Paz como referencia para hacerlo extensivo a esta nota, que gira en torno a uno de sus coetáneos y con quien no siempre, hasta donde se sabe, llevó buenas relaciones.
La vida de Revueltas fue de una diversidad manifiesta, desde el momento en que le toca nacer en Durango (noviembre de 1914) como parte de una familia excepcional. Pero, ¿de dónde viene la santidad herética de Revueltas? ¿Qué hay en la personalidad de José Revueltas, escritor y político, que lo hace ser un personaje singular? Hay, en principio, tanto en política como en escritura, una resistencia absoluta hacia la tradición, el oficialismo y la continuidad sistémica. Para él, resistirse a lo establecido era un principio de vida por una razón muy sencilla: porque tanto en política como en literatura quien dominaba y dictaba las reglas era el Estado (el Estado postrevolucionario de nuestro país) y para él ese Estado nada tenía que ver con los intereses de las masas que habían dado su vida en el movimiento armado de 1910-1917, masas con las que el escritor estaba totalmente identificado.
Hoy, a treinta y ocho años de su muerte y a cien de su nacimiento, con remilgos e hipocresías, el Estado del cual abjuró Pepe es el que se encarga de elevar su nombre para, supuestamente, rendirle honores y tributos, sabiendo que si Revueltas siguiera con vida lo más probable es que su respuesta sería el repudio. Al igual que Rubén Salazar Mallén, Revueltas siempre fue enemigo furibundo del servilismo, y si eventualmente lo tuvo que aceptar (servir al Estado priísta) fue porque tenía que trabajar en lo que hubiese para, de una u otra forma, sobrevivir.
No por nada en 1968 Revueltas fue el paradigma de lo que ese movimiento representaba, y que puede resumirse en las siguientes palabras de Toni Negri: “A partir del ’68, las nuevas subjetividades revolucionarias han aprendido a reconocer las rupturas impuestas por el enemigo, a medir su consistencia y sus efectos.” Surge de allí, pues, un aprendizaje de lo negativo: la manera en que las subjetividades revolucionarias saben que sus enemigos (los capitalistas) han copado virtualmente todos los campos de lucha y han pervertido la conciencia de quienes históricamente debieran ser sus enemigos (los socialmente pobres). Pero esa negatividad, desde el punto de vista de Revueltas, aún era insuficiente, en el ’68, para apagar el fuego de quienes ese año no considerábamos que el Estado priísta era invencible y por esa razón, de maneras múltiples, nos enfrentamos a él para tratar de cambiarlo.
Empero, la rebeldía que acompaña a Revueltas en lo político no se queda sólo allí. Esa rebeldía, desde mucho antes, aparece también en sus escritos literarios, todos ellos magistrales y, además y sobre todo, críticos también, desde un principio, de tradiciones, escuelas y costumbres, lo cual conduce sin remedio a su autor a ser condenado no sólo por los círculos literarios, sino  también por sus camaradas políticos de aquel entonces. No en balde en las obras literarias de Revueltas existen no sólo condenas explícitas para la situación social generada por los gobiernos postrevolucionarios, sino también hay condenas explícitas e implícitas dirigidas hacia la ortodoxia política del comunismo, liderado entonces a nivel mundial por José Stalin.
Las herejías literarias y políticas de Revueltas lo conducen a ser, hoy, un santo, por la validez que, poco a poco, tuvo que ser reconocida ineludiblemente, tanto en sus escritos literarios como en los de carácter político. ¿Tarde? Quizá, pero no se vale que hoy, una vez santificada su obra, su herejía trate de ser sometida por sus enemigos históricos para así restarle toda la validez que  tiene. En otras palabras: si alguien no tiene derecho de rendir homenajes a Revueltas es precisamente el Estado priísta.   
Las condenas satánicas
¿Por qué, en el caso de Revueltas, las condenas satánicas a las que estuvo sometido? ¿Había en él, acaso, un espíritu de resistencia y rebeldía que convocaba, por sí mismo, la condena? ¿De dónde viene la causa por la cual el marginamiento y la represión rondaron la vida y la personalidad de Revueltas, como si se tratara de un aura? Si la condena hubiese surgido sólo por cuestiones políticas podría ser explicable, ¿pero por qué también sucedía en el ámbito literario? ¿Por qué la publicación de El luto humano en 1943, por ejemplo, atrae sobre él la condena implícita a nivel literario, pero más grave aún, la condena política abierta de quienes en aquel entonces se suponían sus camaradas, es decir la camarilla dirigente del Partido Comunista Mexicano?
Es evidente que para entender a personalidades tan complejas como la de Revueltas hay que ubicarlas históricamente y, al mismo tiempo, abordarlas con elementos de análisis diversos y en un momento dado complejos (es preciso hacer de la intertextualidad una herramienta). No es fácil, pues, calificar al sujeto ni tampoco a las obras emanadas de él. Por el contrario, el que analiza tanto al sujeto como a la obra se encuentra de continuo en el dilema de la calificación, pues si ésta no se halla debidamente sustentada siempre corre el peligro de ser equívoca o equivocada. Así, por ejemplo, al hablar de su obra literaria, como lo esboza Evodio Escalante en su libro José Revueltas: una literatura del lado “moridor” (era, México, 1979), es difícil calificarla, porque se ubica marginalmente en la corriente artística entonces dominante, y dicha corriente es ambigua y resbalosa: un nacionalismo cuyo centro de atención, la Revolución mexicana, escasamente consiguió –Bassols, Múgica, Cárdenas– definirse a favor de los sectores más desprotegidos de la población, inclinándose finalmente por un capitalismo que dejó virtualmente desprotegidos a esos sectores. Los vaivenes de esa Revolución, su indefinición, alimentan la obra del escritor y alimentan también las ideas políticas de Revueltas, lo que ocasiona que se haya visto primero marginado, y luego condenado, por quienes se consideraban sus camaradas de izquierda, ya no se diga por el conservadurismo priísta de antes y de ahora. Para Revueltas nunca hubo vaivenes: desde siempre, tanto en literatura como en política, se movió en la marginalidad y por eso sufrió represión (sus años en las Islas Marías y en Lecumberri) y condena.
Algo que distingue a Revueltas es su personalidad múltiple, que lo mismo se movía intensamente en lo político (es militante desde los catorce años), que generaba incesantemente obra al respecto (será difícil algún día recabar todos los escritos que Revueltas elaboró sobre tales cuestiones, pues seguramente muchos de ellos no se podrán recopilar), que  se movía y producía en lo literario. Es aquí donde él y su obra son ubicados con mayor facilidad. Revueltas fue un hombre para quien la amistad era principio de vida: sabía que sin amor la vida no tenía sentido.
Desde luego, vivir ininterrumpidamente bajo condena y persecución nunca fue motivo para quebrantarlo. Por el contrario, puede decirse –el aura que siempre lo iluminaba– que dicha condición es la que lo condujo a su particular santidad.
Santa herejía
Pero, ¿cómo explicar la santidad de Revueltas, si evidentemente nada tiene que ver con cuestiones religiosas? ¿De dónde la libertad para calificarlo como “santo”? Explicar esa santidad es sencillo si, por ejemplo, se toman en cuenta las siguientes palabras de Peter Sloterdijk entresacadas de su libro Muerte aparente en el pensar (Siruela, España, 2013): “La vida ejercitante constituye un ámbito de mezcla: aparece como contemplativa sin renunciar por ello a rasgos de actividad; aparece como activa sin perder por ello la perspectiva contemplativa.” Transpolando, habría que considerar el principio marxista de que sin teoría no hay práctica y viceversa. Esa dualidad santificante (vida activa y vida contemplativa, teoría y praxis), en principio conduce a pensar en la totalidad del ser humano, cuya vida se concibe total sólo si el individuo practica tanto lo activo como lo contemplativo, a diferencia del ascetismo que, durante mucho tiempo, caracterizó a la vida clerical, y que por ello se concebía como una forma de ser incompleta, tanto como la del guerrero, cuya vida total era pura acción. El justo medio, entonces, sería la perfección.
Es así, pues, que la dualidad en la que siempre vivió Revueltas (quien nunca dejó de ser un militante político de tiempo completo, a la vez que un escritor de ficción cotidiano e intenso) lo hace ser, dada esa dualidad, un ser íntegro y equilibrado, lo que siempre se reflejó en su vida de todos los días.
A la hora de autoexaminar su obra literaria, Revueltas optó por definirla a partir del existencialismo sartreano: “Aquí no se trata tan sólo de la realidad objetiva, como pudiera suponerse equivocadamente. Para la novela la realidad es un todo objetivo, pero también subjetivo y fantástico, del cual puede eliminarse incluso cualquier objetividad”, escribe en Mi posición esencial, en Antología personal (FCE, México, 1975), lo que también es evidente en el “Prólogo del autor” a los dos tomos de su Obra literaria). Nada de lo anterior obsta, sin embargo, para que en sus escritos políticos –en la gran mayoría de ellos, muchos contenidos en los veintiséis tomos publicados por era y particularmente en Ensayo de un proletariado sin cabeza– su referente teórico se alinea desde muy temprano con aquellas tendencias que nunca comulgaron con el estalinismo a ultranza (piénsese en Korsch, Reich, en el joven Lukács y en otros varios), aunque sin llegar aún a concebir (pero sí a vislumbrar) que la Revolución mexicana no era opción, desde los años cuarenta, para impulsar al poder al proletariado del país.
En fin, aquí se repite que lo más importante, al margen de las inquietudes teóricas que alimentaban sus obras literarias y políticas, lo que en Revueltas siempre fue una constante, es la acción concebida invariablemente como práctica política en todos los lugares en donde estuviera (la prisión, la clandestinidad, en el país, en el extranjero), pues para él esa acción significaba vida, de la misma manera que lo era escribir y pensar políticamente, o redactar novelas y cuentos que resumían la intensidad de una vida cotidiana situada siempre en los límites y que, en El apando, llega a sublimarse.
Por todo lo antedicho es preciso insistir en que, si hoy el Estado priísta levanta altares para Revueltas, se trata de una total herejía.


José Revueltas y la desobediencia crítica

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

I
Literatura y política son dominios que exigen una entrega casi absoluta. Así de intensa y celosa es su respectiva naturaleza, que se combinan con alguna dificultad: el escritor permeable a sus convicciones ideológicas termina a menudo por ser su propio demiurgo, profeta en su tierra, albacea de sus instintos y progenitor de una obra que acusa su iluminación, a menudo una forma de la ceguera en términos estéticos; el político devenido escritor, si rebasa el nivel del mero testimonio o la autobiografía (pero por la suya, según histéricos criterios, le dieron el Nobel de Literatura a Winston Churchill), es un especimen de obra casi invisible destinada a sucumbir en la memoria de sus avatares logísticos. Hay aún otra flexión en este esmerado maridaje: la del escritor que se siente llamado a volverse conciencia de una nación y termina como estadista dirigiendo los destinos de su país (Rómulo Gallegos, Domingo Faustino Sarmiento, Léopold Sédar Senghor) o fracasando en el intento (Vasconcelos, Vargas Llosa).
Sin embargo, una cuarta modalidad es la del escritor cuyos temas y obsesiones no pueden deslindarse del perfil político inherente hasta a su lenguaje, pues perderían en la escisión la naturaleza de su propósito y hasta su identidad. Camus y Sartre no se propusieron escribir sobre la sociedad y sobre el mundo con afanes peyorativos (esto es, electorales), pero qué duda cabe de que su obra es una reflexión y una radiografía de época.
En ese mismo sentido, la narrativa de José Revueltas, plenamente inmersa en la irreductible tarea de examinar, testimoniar e imaginar la Historia con mayúsculas, no puede desgajarse de la estructura ideológica que la determina pues, más allá de la biografía del escritor y de sus andanzas políticas, el río de su discurso literario se nos aparece tan enjuagado en los problemas sociales que sería difícil recorrerlo sin humedecerse.
Treinta y tres años –de Los muros de agua (1941) a Material de los sueños (1974)– son los que abarca la producción narrativa del más bíblico de nuestros escritores. Por cierto que dentro y fuera de tal período aparecieron numerosos ensayos políticos, guiones cinematográficos, algunas obras de teatro y escritos de diversa índole recogidos en los veinte tomos de sus Obras completas. Se trata, por lo que respecta a la narrativa, de un material no muy abundante pero tampoco frugal, si tomamos en cuenta que sólo vivió sesenta y un años: de noviembre de 1914 a abril de 1976. Se evidencia en estas diez obras –siete novelas y tres colecciones de cuentos– una unidad que rebasa sus posturas éticas, y aun la idéntica progenitura que hace reconocible la semejanza entre los libros de un mismo autor, para afincarse en un sustantivo del que carece la lengua española, pues no es “terrenalidad” ni “terrosidad” su nombre, ni se satisface con adjetivos como “telúrico” o “terráqueo”, y al que habría que designar con algún neologismo que indicara su pertenencia a la tierra y a la Tierra al mismo tiempo: acaso “terraridad”.
Militante del viejo Partido Comunista Mexicano, del que fue célebremente expulsado por sus actitudes antidogmáticas, encarcelado en su juventud y luego en el ’68 al ser considerado ideólogo del movimiento, miembro de una familia artística equivalente a la de los Parra en Chile, en la que destacan el pintor (Fermín), la actriz (Rosaura) y un músico realmente excepcional, Silvestre Revueltas, José navegó siempre por los enardecidos mares de la política en el barco de la duda. La suya iba siempre más allá de la discusión partidista para insertarse en planos metafísicos que zanjaban sanamente las pueblerinas diatribas del primitivo estalinismo mexicano, que encontraba diletante una literatura que luego Evodio Escalante calificó con otro oscuro neologismo: afín al “lado moridor” del mundo.
Lleva razón José Ramón Enríquez cuando ubica a Revueltas como un cristiano ateo y asocia su espíritu ético al de Pasolini y Buñuel, reconocidos agnósticos preocupados por la dimensión moral del hombre. Pero esta conjetura no alcanza para ver en la recurrencia ya aludida de la palabra “tierra” (tres de sus obras narrativas la perfilan desde el título) la “voluntad de construir una religión terrenal”, ni para ubicarlo, según cierto marxismo guadalupano, como un “profeta ateo” o un “mártir cristiano”. Sin duda fue Revueltas un escritor apasionado, pero su rebeldía tiene más de desobediencia crítica que de revelación doctrinal. A este respecto, Edith Negrín, una de las estudiosas más atentas de su obra, observa que el indiscutible aire de familia de sus historias parte “de la actitud hermenéutica del narrador, de su convicción de que, ocultos por la superficie perceptible de la vida cotidiana, se encuentran los significados verdaderos”. Es difícil saber si en realidad existen sentidos unívocos en el mundo, pero la sospecha de tal certeza semántica, en todo caso, ha de ser enfocada, tratándose de un novelista, desde los elementos literarios que mejor definen su obra –el punto de vista, la cohesión estilística– antes que considerando asideros siderales o sólo las inclinaciones ideológicas del escritor. Porque si algo sabe un autor en el que se reúnen tan intensamente política y literatura, es que se trata de dos dimensiones que deben dialogar en la obra a través de una cuidadosa mediación.
II
Desde Los muros de agua (1941), y sobre todo en El luto humano (1943), llama la atención una mezcla específica en la narrativa de José Revueltas: la del paisaje en su dimensión más plenamente humana –donde el trazo racial de los personajes y la inclemencia climática no desplazan la reflexión sobre problemas sociales lacerantes– y el rostro preciso de las urbes de provincia (donde la actividad del militante recoge, con casi espantosa precisión, el gesto adusto o tierno de hordas de hombres usados como carne de cañón por el enganchador político). La impronta del autor se resuelve en una sensibilidad afín a Dostoievsky y su religiosidad del sacrificio, dimensión de la fuerza con que ocurren los acontecimientos, tal como lo advierte el Tuerto Ventura, líder de los indígenas, en la segunda novela.
Pero no sólo la ostensibilidad de las masas anónimas sino asimismo la del innombrado avaro de En algún valle de lágrimas dejan ver que, en Revueltas, tan abstrusa es la angustia colectiva como penoso el desazolve emocional de los individuos, pues las rudas generalizaciones de la novela proletaria y sus obreros ejemplares a la José Mancisidor y La ciudad roja (1932) –ampliamente traducida en su momento– están lejos del ánimo ontológico de Revueltas, para quien tan único y desolado es el ser individual como la masa engañada. Entre dos escritores peruanos que leyó desde los treinta y a quienes conoció en algún momento, el filósofo marxista José Carlos Mariátegui y el novelista José María Arguedas, la literatura de Revueltas asume la reflexión como el caldo de cultivo de la historia a contar. Novelista de intensidades, no siempre escapó al áspero rigor de la meditación en medio de la intriga; sin embargo, la pertinencia de estas pausas reflexivas se convierte casi en asunto de estilo, visto que se trata de irrupciones contrapuntísticas como las que tan generosamente alienta su hermano Silvestre al intercalar la frase de un son en la gélida geometría de un poema sinfónico.
Probablemente Los errores (1964) sea la novela donde la preocupación filosófica y la crítica política de Revueltas, manifiestas en Jacobo Ponce, se entreveren con mayor lucidez, pues la denostación del estalinismo que emprende desde las entrañas del partido que lo expulsó dialoga puntualmente con el retrato de personajes apasionados (Magdalena, Lucrecia, Olegario Chávez) que equilibran sus frecuentes arrebatos en escenas que el autor interpola con mano maestra. Así por ejemplo, ante la contemplación, desde su cuarto en un décimo piso, de cierto desorden vial, Ponce se fascina con el caos automovilístico tal como lo haría “un ser racional no perteneciente a la tierra sino venido de algún otro punto del universo”. Esto no sólo revienta y reinventa el aliento político del personaje, sino que asimismo lo humaniza al subrayar un momentáneo y reparador desentendimiento de su quehacer intelectual.
III
Sólo de manera muy general se puede convenir con Edith Negrín en el apotegma que emplaza lo definitorio de los textos narrativos de Revueltas a la paradójica tensión entre el existencialismo y el marxismo, porque junto a su evidente inmersión en tales líneas de pensamiento, la literatura revueltiana es humanista y hasta de ascendencia bíblica en su sintaxis enumerativa y donde las frases en períodos terciados (“despaciosa, cuidadosa, ordenada crueldad”; “una muerte injusta, irritante, estúpida en absoluto”) llegan a ser casi agotadoras. Vincular su pasión política con la de José Vasconcelos (para Octavio Paz, ambos pertenecen “a la misma familia anímica”) o con el expresionismo dramático de Orozco puede resultar más provechoso para acercarse a una obra novelística que deviene minuciosa imagen terrenal del siglo XX mexicano y que es notable también en sus cuentos, entre los que sobresale el merecida y múltiplemente estudiado “Dios en la tierra”, breve historia incluida en el libro homónimo de 1944.
El texto recuerda el famoso poema “Los heraldos negros”, de César Vallejo (“Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé!/ Golpes como del odio de Dios”), pues la oposición odio-dios-piedra, enfrentada a la trilogía amor-hombre-agua, gobierna la ideología del relato, que narra un afanoso operativo federal en tierra cristera donde, se sabe, una estrategia de los alzados consistía en abandonar los pueblos en retirada silenciosa a fin de diezmar, por hambre y sed, a los ejércitos gobiernistas. Los señalados períodos trimembres de Revueltas convienen aquí, en su apatía sintáctica, al cansancio militar, a la lenta travesía de una tropa destripada por la fatiga.
La sed física es asimismo espiritual y habla del completo desamparo en que el hombre vive en la tierra, del sufrimiento inmediato y su naturaleza de maldición eterna. La grisura del paisaje, el dolor de estar vivo en campos arrasados por la desecación, se lleva también los nombres, las anécdotas: no parece pasar nada sino, diría Gorostiza, “una sed de siglos en los belfos” de los caballos y en individuos sin identidad en medio del vacío y el polvo. Esta errancia casi sin fin, sin embargo, se mantiene de una esperanza: la del profesor del pueblo que, compadecido por la situación de los soldados, ha prometido acercarles furtivamente un poco de agua. Los hombres lo esperan casi sin hablar: los diálogos desaparecen del texto.
Naturalmente, la promesa queda sin cumplirse pues, en los dos últimos párrafos, Revueltas abandona completamente el tono poético y desolado del relato para describir la manera como, enterados del acceso humanitario del maestro, los cristeros lo empalan. La imagen es de una intensidad tan precisa y siniestra que lo mejor es ceder al impulso de citarla completa:
Para quien lo ignore, la operación, pese a todo, es bien sencilla. Brutalmente sencilla. Con un machete se puede afilar muy bien, hasta dejarla puntiaguda. Completamente puntiaguda. Debe escogerse un palo resistente, que no se quiebre con el peso de un hombre, de un ‘cristiano’, dice el pueblo. Luego se introduce y al hombre hay que tirarlo de las piernas, hacia abajo, con vigor, para que encaje bien.
De lejos el maestro parecía un espantapájaros sobre su estaca, agitándose como si lo moviera el viento, el viento, que ya corría, llevando la voz profunda, ciclópea, de Dios, que había pasado por la tierra.
De tal modo se puntualiza, casi metódicamente, el acto espeluznante, que todo el primer párrafo oculta mediante un pronombre (“dejarla puntiaguda”) el sujeto “estaca”, que se aparece como un fantasma en la mente del lector y sólo se explicita en el párrafo final. No me parece una exageración considerar que la virtud del cuento y, en alguna medida, de la narrativa completa de José Revueltas, depende de la pericia con que modera el dramatismo, la crudeza de sus historias, mediante estos raptos de objetividad narrativa que contrastan drásticamente con su manera de singularizar el dolor y la desesperanza.

José Revueltas o la entereza del árbol

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Elena Poniatowska

Antes de cualquier otra averiguación, quisiera advertirles a mis jueces que no soy crítica de literatura, que ni en sueños pienso compararme a Philippe Cheron, Evodio Escalante, Álvaro Ruiz Abreu, mi muy querido y admirado José Joaquín Blanco, Edith Negrín, Sonia Peña, Christopher Domínguez, José Manuel Mateo, grandes especialistas en José Revueltas. Mi acercamiento es sólo reverente y amistoso y, para hablar en este foro, pido permiso primero.
A José Revueltas le era más familiar la muerte que la vida, el dolor que la alegría y, sin embargo, buscó siempre el calor de los más desposeídos, los obreros, los campesinos, los ignorantes, las prostitutas, los sin amor, los fracasados, los encarcelados, los de a pie.
En 1968, Revueltas aún era un hombre fuerte, incluso físicamente. Salió airoso de más de una huelga de hambre. Sonreía, un tanto distante, descreído, ajeno a la admiración que suscitaba. Lo buscaban mucho los jóvenes, primero los Espartacos, luego los líderes del ’68 reunidos en una crujía que no era la de todos, sino un redondel en el que se abrían paso en medio del asfalto unos escuálidos arbolitos en la cárcel preventiva o Palacio Negro de Lecumberri. Todos los sesentayocheros recurrían a él, como seguirían buscándolo hasta su muerte. Manuel Marcué Pardinas, Eli de Gortari, Armando Castillejos, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, lo veían un poco como se ve lo que no se entiende. Heberto Castillo le aconsejaba que no fuera a ingerir la cocción embriagante de cáscara de plátano que hervía durante horas en un perol ennegrecido porque le perforaría los intestinos. Salvador Martínez della Rocca, el Pino, destilaba con un alambique otro tipo de alcohol que a todos convidaba con la ruidosa generosidad que lo caracteriza.
También andaba tras él el joven escritor de la llamada onda, José Agustín, originario de Acapulco, que en Lecumberri y en esos mismos años escribió El rock de la cárcel. Cada tercer día con su hoja en la mano corría a enseñársela a su crujía. A Revueltas se le podía enseñar todo, decir todo. 
Sus amigos fueron Roberto Escudero, su compañero de celda Martín Dozal, Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla, Luis Tomás Cervantes Cabeza de Vaca, que murió hace poco, y casi todos los chavos rebeldes y revolucionarios de 1968. Era bonito verlo entre ellos, mirarlo prender el enésimo cigarro y encajarlo en una boquilla en un gesto que nada tenía de proletario; discurrir largamente con su voz cascada ante estos cachorros que apenas iban cuando él estaba de regreso de todo. Menos del amor, claro está. Porque si hubo un hombre que supo amar a las mujeres o a una sola mujer entre todas las mujeres o a todas las mujeres en una sola, o a muchas pero cada una a su tiempo, ese fue José Revueltas.
A mí me habría encantado encontrármelo en un autobús, sentado al lado de un león, o en la banca de un parque y escuchar su arenga a los perros, porque eran los únicos que habían acudido al mitin, o verlo sortear las tribulaciones que son parte de la vida de un militante que nunca sabe si va a comer o si encontrará en el fondo de la bolsa de su pantalón una moneda para su transporte. Me habría emocionado oírlo decir la frase que justificó su vida entera: “En realidad yo tengo un amplio, profundo trabajo que realizar por México.”
Sí, Pepe, sí: tú sí hiciste un amplio, un profundo trabajo por México.
Sonreía bajo su bigote y su piochita de chivo a la Ho Chi Minh, enseñando sus dientes manchados de nicotina, dientes de hombre sufrido, dolido por la suerte de los demás, de hombre que escogió desde el primer momento estar del lado de los jodidos. Su estado natural –a pesar de su capacidad de enamoramiento, ya que Revueltas se enamoró mejor que ningún otro hombre, hasta perderlo todo, hasta empezar de nuevo, hasta el enloquecimiento–, su estado natural era el de la pasión y el del olvido de todas las reglas, el del perro enyerbado, el de sus más tiernos años, el de la celda carcelaria y el del sufrimiento de todos los hombres.
Siempre me maravillaron las apariciones que hacían sus mujeres en su literatura; una que casi no iba vestida, descalza, la ropa en jirones, bella y escalofriante como una tempestad de la que Revueltas escribió: “Era hermosa como un relámpago y amaba como si matara, como una criminal que ya no tiene nada en el mundo sino ese amor, suyo hasta el exterminio y la ceniza.” O la de Cecilia en El luto humano frente a Úrsulo: “Cecilia era fieramente suya, como si se tratara de algo a vida o muerte. Suya como su propia sangre o como su propia cabeza o como las plantas de sus pies. La quería cual un desposeído perpetuo, sin tierra y sin pan; cual un árbol desnudo y pobre.” Sobre la protagonista de Los errores, Elena, el enano, escribió frases atroces, orozquianas, describe a un cerdo de un metro de alto, de párpados hinchados y rostro de náufrago a la que el Muñeco, su padrote, besa de vez en cuando hasta lograr exterminarla.
A propósito del exterminio, escribió desde Perú, en 1943, en un viaje como periodista para la revista Así a su esposa Olivia Peralta: “Mis colegas de a bordo, Fernando Benítez y Luis Spota, se portan muy bien. Hemos fraternizado como amigos y no tengo nada de qué quejarme en relación con ellos, antes al contrario, Spota está corrigiendo una última novela suya, de la cual me ha leído algunos capítulos. No está mal, pero le falta hacerse mucho más desde el punto de vista humano. Le he dicho a Spota que le hace falta sufrir, y tal vez no personalmente, sino sufrir por los demás, para llegar a ser un buen artista.”
¿Hace falta sufrir? ¿Sufrir por lo demás? ¿No fue esa la vida de Revueltas que se echó la culpa de todo el movimiento estudiantil de 1968 y terminó en la cárcel de Lecumberri? Escribió que la muerte es maravillosa. Y también escribió del fuego. Y del cielo. Dijo textualmente: “Dios ha de decir desde las alturas: este cabrón no cree en mí: pero soy hijo de la chingada si no me lo traigo al cielo.”
Era bonito verlo en Ciudad Universitaria, un portafolio bajo el brazo, su pelo ya largo (nunca tanto como en la cárcel), los anteojos coronando su cabeza, atravesando la explanada para asistir a una u otra de las reuniones del Consejo Nacional de Huelga en cualquiera de los auditorios. A los jóvenes, él los llamaba “compañeros”, pero muchos de ellos, los de Filosofía y Letras, los de Ciencias Políticas, lo llamaban “maestro”. Respondía a las preguntas más inoportunas; nadie, ni hombre ni mujer, le pareció despreciable, escuchaba hasta a los más simplones sin una sola chispa de fastidio o de ironía en sus ojos cansados y, cuando terminaban su perorata, tomaba la palabra con su voz dulce, cada vez más entrecortada: “Pues mire usted, compañerito...”
En 1968 era común verlo a cualquier hora en un salón de Filosofía y Letras escribiendo en una mesa que algunas veces le servía de cama. Los muchachos lo asediaban y nunca dudó en integrarse al movimiento pese a su edad, su mala salud y la avalancha de críticas. Apoyó durante los 146 días del movimiento al Comité de Lucha de la Facultad de Filosofía y Letras; protegió a Alcira, la uruguaya que permaneció un mes encerrada en el baño de mujeres cuando el ejército entró a Filosofía y Letras; apoyó a jóvenes que en la calle habían sido amenazados. (Sobre Alcira Soust, Roberto Bolaño hizo una novela: Amuleto).
La verdad primero
De la cárcel, Revueltas lo sabía todo. Desde muy niño se puso de parte de los marginados. Y ponerse de su parte no era echar largos discursos desde alguna curul o sentarse en torno a una mesa de café, sino compartir su vida hasta la médula de los huesos, allí donde los pensamientos duelen y se encajan y no dejan respirar. A los catorce años entró al Socorro Rojo Internacional y a los quince participó en una protesta de apoyo a la Revolución de Octubre. Fue él quien colocó una bandera roja en el astabandera de la Catedral Metropolitana. Salió de las Islas Marías por intervención del general Múgica, quien alegó que era menor de edad. Regresó a Ciudad de México y, a las dos horas, ya era secretario juvenil de la Confederación Sindical Unitaria de México. Organizó entonces una huelga en Ciudad Anáhuac, Nuevo León, y lo enviaron de nuevo –sin proceso– a las Islas Marías, condenado durante diez meses a trabajos forzados. Recobró la libertad en 1935, durante el régimen de Lázaro Cárdenas; o sea que, entre 1932 y 1934, José estuvo en la cárcel tres veces, dos en las Islas Marías y una en el Tribunal de Menores.
Nunca le preocupó estar rodeado de agua por todas partes, al contrario; en las Islas Marías escribió Los muros de agua, pero antes había escrito un capítulo de “El quebranto”, que creyó novela y quedaría definitivamente en forma de cuento.
Gregorio, el protagonista de Los muros de agua, nos narra la vida de los desgarrados, los desposeídos de la tierra. Al igual que Revueltas, Gregorio inquiere, titubea, lo atormentan las dudas y las contradicciones. Desde el principio Revueltas discrepó de la política tradicional. ¡Cuántas veces lo obligaron a retractarse! Lo cierto es que fue un hombre libre –“dialéctico”, diría él– y sus actos, poco ortodoxos, muy pronto dejaron de seguir la línea estalinista. Amante de la verdad hasta el escarnio, Revueltas defendió al poeta Heberto Padilla, condenado por el castrismo, y perdió la amistad de los cubanos, cosa para él muy dolorosa. Aceptó también ir a una reunión a Santiago de Chile para hablar en contra del antisemitismo en la Unión Soviética, exponiendo un trabajo que le costó lágrimas de sangre.
Su tercera novela, Los días terrenales, fue destrozada por el Partido Comunista y sus compañeros de la célula “José Carlos Mariátegui” lo satanizaron por mal comunista. Enrique Ramírez y Ramírez, primero en El Popular y luego en El Día, lo condenó cuando él mismo habría de terminar en el PRI, el partido oficial. Revueltas humildemente aceptó la crítica y retiró su novela de la circulación, y Los días terrenales sólo volvió a aparecer cuando los dogmas estalinistas se eliminaron de la dirección del partido.
De todos los intelectuales mexicanos, fue el que mejor se alejó de honores y preseas. Dijo que jamás aceptaría ser miembro del Colegio Nacional y que si le ofrecieran ingresar a la anquilosada Academia de la Lengua sería tanto como entrar a la corte de Felipe ii. Libre de ataduras, aunque no era vasconcelista, definía al vasconcelismo como “el intento más sano de buscar una esencia de la cultura nacional”. Años más tarde, le habría parecido estupendo que los intelectuales salieran a la calle, como Regis Debray, Foucault, Costa Gavras, Yves Montand, etcétera, como ahora salió Adolfo Gilly a protestar al lado de Cuauhtémoc Cárdenas. Pedía a gritos que los intelectuales no fueran contempladores y saludó la renuncia de Octavio Paz a la embajada de México en la India, a raíz del movimiento estudiantil de 1968.
Sencillez y coherencia
Lo conocí en casa de la poeta costarricense Eunice Odio, cuando José era más joven y no llevaba barba. Separado de su primera mujer, Olivia Peralta, se había casado con Mariate Retes y escribía guiones de cine. Era un hombre pequeño, delgadísimo, con hambre en los ojos. El mismo Revueltas escribió: “Cada vez que me encuentro con un comunista de los treintas –y quedan pocos– me basta mirarlo a los ojos: son un pozo de tristeza, de larga, increíble soledad. Queda algo importante: el amor que nos tenemos y la decisión –desesperada, si lo quieres– de seguir luchando. ¿Fe en el hombre? Quizá no pueda contestarse afirmativamente.” Lo mismo podría decirse de él, niño de las Islas Marías, que en cada uno de sus ojos había un pozo de tristeza. Pero nunca se quejaba, al contrario, mentaba madres, pero aceptaba con humildad los juicios en su contra, los denuestos de quienes le eran harto inferiores.
Esa noche, Revueltas era la figura más entrañable de la reunión, por su encanto, por su ingenio, su generosidad sin límites y porque a pesar de su leyenda tenía la sencillez de los grandes. Pensé que Durango era el único estado de la república que podía enorgullecerse de haberle dado a México una familia de creadores, y que este hombre obsesivo y solitario (a pesar de sus amores) era el autor de la frase que ahora se repite en todas las manifestaciones: “¡No están solos!” “¡No están solos!”
Todos los Revueltas destacaron: en cada uno ardía la chispa sagrada. Silvestre, el músico extraordinario, quizá el mayor que ha dado nuestro país; Fermín el pintor; Rosaura, la actriz de la película censurada La sal de la tierra. José, el más joven, discutía con Margarita Michelena, su amiga, y en él buscaba yo la pasión o, mejor dicho, la desesperación de los Revueltas.
Cuando José se disponía a enseñarle el manuscrito de su primera novela a su hermano, Silvestre murió. Así como José, Silvestre era alcohólico. Tanto los hijos de José como Eugenia, hija de Silvestre, tuvieron la certeza de que sus padres hacían algo trascendental para México y nunca lamentaron abandono y pobreza, al contrario, José respondió a sus inquisidores que la suya era una familia común y corriente de Durango, que su padre había muerto cuando él era aún un niño y que cuando trabajó por primera vez lo hizo en una tlapalería.
Más tarde habría de contarme Guillermo Haro, su compañero de generación, que Revueltas y él distribuían la revista Combate en 1941, en la sierra de Puebla, y que la repartían –por encargo de Narciso Bassols, quien fuera más tarde ministro de Educación– a los pueblos más distantes. A lomo de mula, de burro o, cuando bien les iba, a lomo de caballo, salían con su paquete de revistas bien amarrado y terminaban invariablemente en la cantina, porque la mayoría de los campesinos no sabía leer y entonces los dos militantes los invitaban para explicarles lo que decía la revista frente a una convincente cerveza. Alguna vez, cuando Revueltas le comunicó a Bassols que no podría salir a repartir Combate porque su mujer, Olivia, estaba a punto de dar a luz, Bassols respondió: “¡Qué contratiempo, camarada Revueltas, qué contratiempo. ¿No podría su mujer parir otro día?”
José Revueltas tuvo cuatro hijos con Olivia Peralta: Andrea, Fermín, Pablo (por Pablo Neruda) y Olivia. El quinto hijo es el músico Román Revueltas Retes, hijo de María Teresa Retes. La sexta, su última hija, Moura, nacida en Cuba, es médica y podría curarnos a todos.
Su hija Olivia (Revueltas Peralta), música jazzista, considera que el apellido Revueltas es una bomba. Llevarlo la atenaza, le quema la garganta y las manos. “Soy hija de un amor pavoroso porque mi madre, a punto de separarse, se planteó: ‘¿Para qué tengo esta hija si él ya me va a dejar?’ Yo soy la última de los hijos del matrimonio Revueltas-Peralta, porque José se enamoró de Mariate Retes. Mi madre pensó en abortar, pero Teresita Proenza, secretaria de Diego Rivera, le dijo: ‘¿Cómo sabes si este hijo que esperas no va a poner muy en alto el nombre de Revueltas?’”
Aunque su vida llevara en sí una carga de indignación profunda, de cólera sagrada, como un ancho río subterráneo y negro que enlaza sus novelas y sus cuentos, Revueltas fue un hombre contenido, consecuente, un hombre que sabía preguntar: “¿Compañero, qué le pasa?” Recuerdo cómo amé al contramaestre Galindo de Dormir en tierra, brusco, ronco y torvo, quien a bordo de El Tritón se aventó al mar con el único chaleco salvavidas del barco al niño de siete años que llevaba a bordo. También recuerdo al terrible pescador Ventura, tullido y tuerto, sus muñones como estrellas en El luto humano y a toda esa gente “inevitablemente horrible”.
Todos los títulos de Revueltas son en cierta forma bíblicos y cavan hondo, como cava su literatura. Quería reunir su obra bajo el título de Los días terrenales y los miles de tomos de su Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, que intentan forjar un mundo en el que no se le dé la espalda a los pobres, a los que sufren.
A José Revueltas nadie tuvo que darle un té amansalocos. Su cólera era una cólera ideológica, porque con los hombres y las mujeres de todos los días, su paciencia fue infinita. Nunca fue impositivo, nunca hizo visible su propia importancia. No pronunció jamás una palabra que denostara, humillara, rechazara, aunque en alguna que otra ocasión lo vi levantar los ojos al cielo, es decir, nunca se hizo valer, nunca creyó que algo le fuera permitido. Nunca tuvo un centavo, nunca un pantalón nuevo. Al contrario, toda su vida pareció un niño de reformatorio, un niño que se avienta y se la juega y que en el último momento te regala una sonrisa cómplice.
Curiosamente, Rosario Castellanos, defensora de los chiapanecos más olvidados, también se hacía menos. ¿Qué compartía con Revueltas?
En su última cárcel en el negro palacio de Lecumberri, Revueltas escribió El apando, una de las joyas de la literatura mexicana, un libro de apenas cincuenta y seis hojas, escrito entre febrero y marzo de 1969 en su celda, al lado de Martín Dozal Jottar, su compañero, y publicado por la Editorial era, lo mismo que toda su obra. José Agustín dio un curso de cinco sesiones sobre El apando y también sobre la vida carcelaria que el poeta Álvaro Mutis había descrito en su Diario de Lecumberri para desmentir la creencia de que la cárcel puede servirle de algo a escritor alguno.
Si un escritor mexicano ha sabido adentrarnos en el tema del proletariado, el del sindicalismo, el de la defensa de los derechos humanos, ése es José Revueltas. Nunca le oí decir que le fascinara la novela de la Revolución mexicana, estudiada por investigadores europeos y estadunidenses; nunca un elogio para Mariano Azuela. Tampoco hablaba de la novela indigenista (a Rosario Castellanos le chocaba que le dijeran que sus novelas lo eran), de la novela urbana como podrían ser las de Fuentes o Spota, y ahora las de Fabrizio Mejía Madrid, la de la onda, término que también le recontrachoca a José Agustín, la de la provincia, centrada en Agustín Yáñez, en Luisa Josefina Hernández. Habría que recordar que Rulfo tuvo un número muy respetable de imitadores, Tomás Mojarro para citar uno solo. José Revueltas escoge (o él es el escogido, o mejor dicho el atenazado) la lucha obrera y esa cosa extraña llamada “la izquierda”, y es satanizado por sus mismos camaradas. En su conocimiento de los trabajadores del riel, Revueltas tiene un antecesor que admiré cuando Gustavo Sainz puso entre mis manos Juan del Riel, de José Guadalupe de Anda.
En los últimos meses, José Revueltas vivió por espasmos, empujando su cuerpo, jalándolo hacia sí mismo, recuperándolo aquí y allá, juntando sus piezas para poder echarlo a andar. Se daba cuerda pero, al rato, la falta de combustible lo dejaba parado en la primera esquina. A los sesenta años era un hombre cansado y traqueteado, en cierta forma desencantado. Es cierto que los estudiantes se detenían en su trayecto a la Universidad para subir a su minúsculo departamento en la avenida Insurgentes número 1224 a tomarse un café con él. Es cierto también que Roberto Escudero y otros jóvenes lo veían una o dos veces por semana. Es cierto que sus médicos lo querían como a un padre, pero él traía desde niño un sentido de culpabilidad que lo hizo consciente de la fealdad del mundo. Escribió: “No olvidemos que también hemos sido Hitler, por mucho que nos repugne.” Dijo también: “Yo me mato en todos los demás a quienes mato.” Para él, el mundo andaba mal; admiraba a los monjes budistas de Vietnam que se incendian: “Son la única conciencia lúcida del suicidio universal antropomórfico que ellos tratan de evitar, como individuos, con su propia muerte. Lo trágico de nuestro tiempo reside en que esta conciencia lúcida, que se expresa por un signo negativo, sea precisamente la única conciencia humana real, auténtica, indiscutible. Esto quiere decir que la enajenación humana ha llegado a un extremo tan radical que lo humano verdadero, sólo puede realizarse con la muerte.”
Yo no sé lo que quiso evitar José Revueltas con su propia muerte. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, una entrega a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos con rostros de tierra labrantía, sus hermanos que andan por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que no los vean, para que los dejen en paz, para que la indiferencia los deje embarrados en la pared.
Caótico, contradictorio como todo lo que vive, Revueltas nunca perdió su coherencia. Por eso mismo se le respeta y se le ama, porque todo lo puso en entredicho, y por eso mismo resulta tan avasalladoramente atractivo a los ojos de los jóvenes. Vive en la contradicción misma y en la coherencia óptima. Es un Luzbel angelical.
Revueltas nos reconcilia con nosotros mismos. Su vida y su obra literaria son de un extraordinario fervor intelectual. Nervioso, Revueltas temblaba pero, a pesar del tormento de su vida, conservaba su sentido del humor. Me acuerdo que un día, en 1975, me envió un recado a través de Eduardo Iturbe –que en ese entonces era secretario de la Asociación de Escritores en la calle de Filomeno Mata– para decirme que si tomaba tres platos soperos de frijoles aguados al día, el cerebro se me llenaría de hierro, de fósforo, de potasio, y escribiría muy bien novela, cuento, ensayo, crónica, poesía, lo que fuera, porque los frijoles tienen propiedades energéticas destinadas únicamente a las escritoras inseguras e ilusas.
Obediente, herví un perol de frijoles como para un regimiento. En el desayuno, me supieron a gloria. A mediodía, me di cuenta de que se me había empañado el entendimiento, porque por más que quería escribir, me sentía pesada y con más sueño que la Bella Durmiente. En la noche, después del gran plato lleno de hierro y fósforo que va directamente al cerebro, volaba por la casa como globo de Cantolla, sin haber atinado con una sola idea. Cuando me quejé, Revueltas se rió, burlón: “¡Pero qué tonta! ¿Te lo creíste? ¡Si era una broma! Claro que las francesas no pueden comer frijoles.”
Compleja, violenta y denostada, ninguna obra literaria de México ha sido puesta en el banquillo de los acusados como la suya, sobre todo por sus compañeros de izquierda. La derecha también dejaba caer despectivamente: “Si no fuera militante, dedicaría más tiempo a su obra y sería mejor.” ¿Hacia quiénes podía Revueltas volver la cabeza? Sólo hacia las mujeres. Era fácil destrozarlo como destrozaron sus obras de teatro: El cuadrante de la soledad, en el que participó Diego Rivera, Pito Pérez en la hoguera. El larguísimo trabajo político Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, México, democracia bárbara y la cantidad infinita de artículos políticos sobre México contenidos en seis grandes cajas que su joven mujer Emma y su hija Andrea ordenaron para su publicación en veintiséis tomos destinados a la Editorial era.
Un árbol llamAdo Hamlet
Pepe y yo platicábamos de vez en cuando; lo interrumpía sin ton ni son cuando tomaba el camino de la filosofía, de las disquisiciones que mi ignorancia volvían lentas y farragosas. Entonces, con una impertinencia siempre tolerada, volvía yo a temas “concretitos” y fáciles: sus gustos literarios, su amor por Dostoievsky, sus críticas al Tolstoi, terrateniente compasivo, su fe en el chavo de la onda, José Agustín, y en el admirable Vicente Leñero, cuya novela Los albañiles le pareció buena. Bueno, benévolo, benigno, afable, clemente, generoso, sensible, bondadoso, lo era con todos. Nadie le pareció despreciable, nunca. Siempre escuchó y siempre respondió.
Como ya dije, ante todo, a Pepe le atrajeron las mujeres y desde joven se enamoró hasta morir de amor, hasta crucificarse, hasta caer redondo en el aserrín de la primera cantina, hasta andar arrastrando la cobija por las calles de México llorando por su amada.
Hay quienes han calificado su literatura de cruel y sórdida y, sobre todo, de angustiosa, pero Revueltas era un hombre lleno de declaraciones amorosas, de parlamentos felices, de encuentros con el ángel de la guarda que era su dulce compañía cuando hacía el amor y cuando subía al camión Roma-Mérida o al Mariscal Sucre, y lo protegía de las despechadas a quienes aseguraba que eran la única cuando ya le había echado el ojo a otra; un hombre que se reía de sí mismo y sabía entretener a los oyentes más disímbolos, sabios e ignorantes, tontos e inteligentes. Se pitorreaba de los militantes, y claro que su ironía irritaba a los solemnes asnos del Partido Comunista que terminaron en el PRI, y claro que Revueltas siempre tuvo fricciones con las órdenes enviadas desde Moscú. Él sabía lo que es el trabajo forzado, sabía de castigos, injurias y golpes. Nunca nadie pudo quebrar su entereza, la tortura jamás lo aniquiló como tampoco lo destruyó la cárcel.
La vida y la obra de José Revueltas nos salvan. Al menos sabemos que uno de entre nosotros ha sido capaz de vivir de acuerdo consigo mismo, ha dicho lo que cree sin miedo: “He recapacitado mucho, he pensado mucho y he sometido toda mi vida a un análisis. Ahora es preciso no perder el tiempo; llevar una vida recta, austera, de sacrificio y trabajo. Estos grandes viajes, más que nada, son viajes por el interior de uno mismo. Y entonces aprende uno a conocerse mejor y a ver sus errores.”
“Los errores” ¡Ah, cómo los ponderó!
José Revueltas nunca atendió a su cuerpo, nunca lo cuidó: lo usó, lo gastó hasta dejarlo en una simple hebrita rompediza, frágil, un hilo que apenas podía mantener los brazos y las piernas unidos al tronco. Pepe jamás se compró un par de zapatos. Trabajó a la intemperie, le cayeron muchas tormentas sobre los hombros, de rayos políticos y centellas dialécticas, salió destapado del Partido Comunista.
Revueltas fue nuestra única posibilidad de tener un Dostoievsky, dice muy bien Eugenia Revueltas, hija del genio Silvestre, quien lleva la sangre de todos los Revueltas en sus venas y hace el símil entre Dostoievsky y Pepe al contarnos que una vez le preguntaron al ruso:
–Y a usted, ¿quién le ha dado derecho para hablar en nombre del pueblo ruso?
Dostoievski se recogió un poco los pantalones y, señalando a la altura de los tobillos, sobre su pierna, las huellas de las cadenas que había arrastrado en Siberia durante años:
–He aquí mis derechos –dijo.
Así como el ruso, Revueltas se ganó el derecho a hablar en nombre del pueblo de México.
No sé lo que quiso evitar José Revueltas con su muerte, el 14 de abril de 1976, a los sesenta y dos años. Lo que sí sé es que toda su vida fue una inmolación, un holocausto, una entrega a los demás, a sus hermanos libremente escogidos; sus hermanos los pobres, las prostitutas, sus hermanos con sus rostros morenos de tierra labrantía, los padrotes, los merolicos; sus hermanos, el lumpen que anda por la calle arrastrando los pies, pegándose a los muros para que los dejen en paz, para que la muerte no los apachurre y los deje embarrados sobre la acera.
En los años previos a su muerte, José Revueltas se quedaba durante horas viendo un árbol que sobresalía por encima de los techos de lámina del rumbo de Insurgentes en donde vivía. Se levantaba en medio del asfalto y de los coches; una gran rama estaba seca, otra se había extendido casi sin hojas, la otra sí reverdecía frente a la ventana de Revueltas. El cielo entreverado entre sus ramas, el árbol era el único lujo de Revueltas. En la mañana y en la tarde lo saludaba y le puso Hamlet. Aseguraba que ambos estaban a punto de secarse. Solo y enfermo, Revueltas solía ir de su mesa de trabajo a la ventana, de su cama a la ventana, veía el árbol y regresaba a su mesa, lo saludaba y regresaba a la cama. Al final ya no se levantó y entonces le preguntaba a su esposa Emma Barón: “¿Cómo amaneció hoy el árbol?”
Ahora, Revueltas amanece con sus cien años de árbol y nosotros quisiéramos ser sus hojas, las más conscientes, las que mejor se preocupan por los otros, las que quieren evitar el dolor y las llagas, los que buscan que México ya no sea una ballena boqueando en el lago de Chapultepec, llena de enorme fatiga.



Revueltas y el mal

9/Noviembre/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

En Revueltas vida y obra funcionan como un todo orgánico, cada parte contribuye a la realización de las otras que constituyen su necesidad de saber y de ser. Su moral revolucionaria es también la del escritor que no claudica ni ante sí mismo porque es, sobre todo, un hombre habitado de preguntas más que de certidumbres y consignas, guiado siempre por el amor al otro y a la vida. Tras la lectura de su reportaje “El sádico de Tacuba”, publicado originalmente en El Popular, en 1942, confirmo la estrecha relación de su escritura literaria con el periodismo, pero sobre todo con una visión de la condición humana desde una perspectiva no explícita y sí implícita del mal, más allá del cuadro teórico marxista. Revueltas aborda el proceso judicial y las investigaciones médicas en torno a Goyo Cárdenas, el estudiante de química convertido en asesino serial, con un profesionalismo impecable, sin emitir juicios ni opiniones, simplemente presentando el caso y las disputas de los especialistas por imponer su razón y su diagnóstico.
Revueltas no hizo de este ejercicio periodístico una pieza literaria, aun cuando la historia representa una tentación para cualquier escritor de su estirpe, como lo hizo Truman Capote en A sangre fría. Quedan sí, a la vista, su espíritu testimonial y la curiosidad por los motivos que impulsan al hombre al asesinato. La pesquisa del reportero y la experiencia carcelaria son fuentes directas del autor de una literatura única no sólo en su generación, sino en las nuevas, que comienzan a debatir acerca del periodismo narrativo o de la literatura testimonial. Revueltas quiso distinguir a su narrativa como una escritura del realismo social. Quizás por ello se la han escatimado virtudes y reconocimientos que poco a poco emergen sin prejuicios.
La visión revueltiana envuelve el drama de la libertad, el hombre cautivo en su imposibilidad de ser en la diferencia, en el otro. En su libro El mal, Rudiger Safranski cita la visión teológica y cósmica de Schelling: “Por medio de su libertad el hombre puede convertirse en cómplice del Dios inacabado. El abismo en Dios y el abismo del mal en la libertad humana están unidos entre sí […] la libertad incluye siempre la opción del mal.” Son frecuentes las referencias bíblicas de Revueltas en cada una de sus novelas y sus cuentos, sus adjetivaciones connotan siempre esa potencia sobrehumana y antinatural, la cerrazón ante otra fe, otro pensamiento, una humanidad distinta. Seres blindados en su razón o aislados en el dogma, como en el cuento “Dios en la tierra”: “La población estaba cerrada con odio y con piedras. Cerrada completamente como si sobre sus puertas y ventanas se hubieran colocado lápidas enormes, sin dimensión de tan profundas, de tan gruesas, de tan de Dios.” La compasión no tiene lugar en esa determinación de venganza, de “justicia”. Los cristeros estacan vivo al maestro que da agua a los soldados federales, lo encajan por la entrepierna tirando de sus extremidades para que luzca como un espantapájaros. “Todas las puertas cerradas en nombre de Dios.”
Safranski cita a Einstein cuando nos previene acerca de la perversión de la ciencia, cuyo espíritu brota de la capacidad humana para  rebasar sus límites e intereses egoístas y dirigir su mirada a la totalidad de la naturaleza a la cual pertenece. Pero la ciencia traiciona ese espíritu cuando se pone al servicio de fines egoístas y materiales, sin reconocer la dimensión del hombre limitada en el tiempo y el espacio, como una entidad independiente que no es otra cosa que una ilusión óptica de la conciencia. “Esta ilusión es, para nosotros, una suerte de prisión, que limita nuestras aspiraciones e inclinaciones a unas pocas personas cercanas a nosotros. Es tarea nuestra liberarnos de esta prisión.” El universo narrativo de Revueltas es también un presidio, un apando. Lo abyecto sucede en ese ámbito oscuro de la conciencia, la sociedad vive entre las paredes de su enajenación material, de su individualismo atroz que se consagra en la desaparición del otro, en su negación o su eliminación. Pero no sólo es la sociedad capitalista, lo es también la experiencia del socialismo real, donde las masacres de opositores e inadaptados no fueron menores y la crítica y el disenso fueron tronchados con guadaña, como lo narra Víctor Serge en El caso Tulayev. Tarde o temprano, los inquisidores y victimarios pasaron a ocupar el lugar de sus víctimas.
Es poco probable que Revueltas haya leído a Hanna Arendt y hubiese reflexionado sobre la “banalidad del mal”. En su novela Los motivos de Caín parece responder a esa perspectiva del mal desde la esfera de los buenos. Revueltas nos coloca ante la tortura y la negación de los derechos humanos por parte del Ejército de Estados Unidos durante la guerra de Corea y el macartismo, encarnado en la más fiera y paranoica persecución de los comunistas que representaban el demonio. Estaba pues justificado degradar al enemigo como personas y como seres vivos. Revueltas parece haber leído las noticias sobre los casos de tortura y humillación de los cautivos musulmanes en Guantánamo. Ya no comunistas sino terroristas, fundamentalistas, extraños, bárbaros.
El mejor ejemplo de esa perspectiva periodístico-literaria y de banalización del mal se halla en el epígrafe del cuento “Hegel y yo”: “Agente del Ministerio Público:… y todavía no se contentó usted con la forma de haber dado muerte a su víctima, sino que a puntapiés, es decir, a patadas, condujo la cabeza del occiso hasta el basurero próximo… El Fut: Sí señor, cómo lo había de negar yo. Así fue, tal como usted lo dice. Pero no lo hice por mal, señor. Verdad de Dios que no lo hice por mal. ¿Cómo quería que yo agarrara esa cabeza con las manos, cuantimás habiéndolo yo matado, digo, siendo yo el autor de la muerte de ese occiso? No lo hice por mal, señor…  Agente del Ministerio Público: ¿Así que lo hizo por bien…?  El Fut: Sí, señor, como todo mundo puede ver si lo mira en mi corazón. Lo hice por bien…

lunes, 3 de noviembre de 2014

Guardar una tarde

Noviembre/2014
Nexos
Luis Miguel Aguilar

La cadenita empezaría por aquí. En la primera edición de las Obras de Carlos Pellicer. Poesía (edición de Luis Mario Schneider, FCE, 1981), la sección de “Primeros poemas. 1913” [—12, en realidad—] 1921 al abrir con “Balada del crepúsculo” da ese poema como el primero de Pellicer. Comienza: “La tarde iba a morir. Sobre las olas,/ el Sol una mirada postrera envió;/ cerró los párpados… ya sus corolas/ de luz abrían los astros cuando murió”. Años más tarde en su Carlos Pellicer. Breve biografía literaria (Ediciones del Equilibrista, 1997) Samuel Gordon escribió: “El poema más antiguo que (de Pellicer) se conoce hasta la fecha es ‘Balada del crepúsculo’, escrito al reverso de una tarjeta postal en 1912, aunque en 1910, cuando cursaba el 6º. de primaria en la Escuela Ponciano Arriaga, escribió un breve poemita, ‘El cóndor’, entre el 25 y el 29 de agosto”. Sobre esto último, en nota al pie, Gordon dice que tal información se la ha proporcionado Carlos Pellicer López, sobrino y agradecible albacea literario del poeta desde su muerte (1977). Vamos entonces a la Poesía completa (Ediciones del Equilibrista, 1996) en edición de los mencionados Luis Mario Schneider y Carlos Pellicer López. “El cóndor”, fechado en 1911, comienza: “Soñé ser el cóndor colosal, el de los Andes/ Que surca el cielo desafiando soles,/ Burlando abajo las soberbias moles/ De los picos nevados los más grandes”. Uno se preguntaría por el desfase entre la mención de Gordon al norte de “El cóndor” que le dio el sobrino de Pellicer en un libro posterior, publicado en 1997, siendo que aparecía ya en la Obra poética de 1996. Creo recordar o habérmelo explicado: aunque los tres volúmenes de la Obra poética tienen como fecha 1996 en el pie de imprenta, aparecieron con varios años de diferencia entre sí, de modo que el volumen III donde viene “El cóndor” sería posterior a 1997. Ahora bien, este volumen III en su sección “Primeros poemas. 1911-1921” no abre con “El cóndor” sino con otro poema de Pellicer, fechado en “México, 24 de noviembre de 1911”. El “primer poema” de Pellicer comenzaría entonces: “Furioso el mar estaba./ Las altas olas desgastaban rocas./ El ave, triste volaba/ Dejando el lugar de furias locas”. Es claro que en sus primeros poemas Pellicer aún no sonaba a Pellicer sino digamos a poesía de poetas.
Escribo lo anterior porque en el último libro de un pelliceriano inveterado, Álvaro Ruiz Abreu, La esfera de las rutas. El viaje poético de Pellicer (Bonilla Artigas Editores, 2014) me pareció encontrar el primer poema de Pellicer, anterior incluso a “Balada del crepúsculo”, “El cóndor” y “Furioso el mar…”. Ruiz Abreu incluye un pasaje de una de las Cartas desde Italia de Pellicer, “una escena audaz y fina de su infancia en Tabasco”. En 1927, en Florencia el poeta es recibido por grandes pintores de los siglos XV y XVI que le brindan una cena en su honor. Escribe Pellicer que uno de los comensales, hermano del gobernador de Tabasco, “recordó mi infancia llena de trompos y marquesotes a la salida de la escuela y de cuando siendo un chaval de 10 años, quise guardar una tarde en una caja de pañuelos para que no se ajara, primer síntoma de mi poderosa anormalidad”. Pellicer, nacido en 1897, habría hecho ese poema en 1907. Se dirá que tal hallazgo no es propio de Pellicer sino de la infancia: como se sabe, todos los niños son poetas. Es posible. Sólo me adelanto a señalar que entonces, o dado el caso, ese niño era bien pelliceriano. En aquella manera o aquel intento (o aquella “intención”: palabra grata al poeta) de guardar una tarde, Pellicer ya sonaba a sí mismo; Pellicer ya había sonado a primer poema de Carlos Pellicer.

Poderes del horror y la escritura

2/Noviembre/2014
Confabulario
Lucía Melgar

Una mujer mirada que a su vez mira y transforma al voyeur machista en habitante de un mundo común, un despojo humano abandonado que se sueña mirada, un chino que mira desde la poesía un paisaje humano que lo niega y lo aniquila, una mujer atrapada en los brazos de un viejo, una vieja degradada por los tormentos de la pasión propia y ajena, una familia condenada a una locura lúcida e inevitable, dos hombres condenados a la soledad por la incomprensión social y por su propio acallamiento; un conjunto de seres abominables, terribles en su autodestrucción, en su capacidad de sufrimiento, en su afán de trascendencia, así sea a través de la pasión, la aniquilación, el dolor; un mundo donde se tocan el horror y la belleza; paisajes provincianos asfixiantes, límpidos, escenarios de degradación y afán de espiritualidad. En los cuentos reunidos en La señal, Río subterráneo y Los espejos, de Inés Arredondo, se entretejen pasiones, sufrimientos y anhelos con una pluma tan aguda y precisa en el espanto y en la dicha (así sea deseada más que vivida), y una expresividad en la luz y en las sombras que la experiencia de lectura resulta por momentos asfixiante o inquietante y siempre transformadora.

Autora de tres libros de cuentos, ensayos literarios, reseñas y artículos, Arredondo ha recibido un reconocimiento crítico cada vez más significativo, si bien la atención del público ha estado un tanto limitada por la dificultad para acceder a sus libros, afortunadamente superada por la publicación de sus Cuentos completos por el Fondo de Cultura Económica en 2011 (y antes por la edición de su Obra completa en Siglo XXI, en 1989).

Aunque se le puede considerar una obra oscura en tanto la voz narrativa se atreve a sumergirse y nos sumerge en las más terribles pasiones humanas, hay en ella una lucidez particular que se manifiesta en el estilo de la autora: la mirada de quien describe y analiza a través de sus personajes (víctimas ante victimarios, sobre todo, pero también protagonistas a la vez victimarias y víctimas) no se pierde en los abismos; la palabra que describe la belleza del horror o la perfección inalcanzable o el deseo de más allá es a la vez suntuosa y precisa, despojada y sugerente, inquietante y contundente, y se entreteje más de una vez con un silencio hondo, denso, que puede ser sólo negación y vacío, pero también comprensión y reconocimiento, encuentro y plenitud. En este sentido, la pluma de Arredondo, su arte narrativo, es lo que, más allá del horror o de la fascinación, crea una experiencia de lectura al filo, por así decirlo, en la que, no obstante, se siente un hilo conductor que lleva de nuevo a la superficie: podemos así asomarnos a los abismos de la locura, la degradación o la contemplación de la belleza sin perdernos en ellos gracias a una mirada y una palabra, sobre todo, que nos sostiene, es decir, que mantiene una cierta distancia entre ese mal expuesto y la putrefacción, entre la atracción del delirio y el grito del exceso de realidad.

Empezar por la densidad de la experiencia de lectura como elogio de una obra puede parecer extraño en un contexto mercantil donde a menudo se promueven lecturas fáciles o falsamente complejas como modo de entretenimiento o escape. Es, sin embargo, lo que se busca, o buscan muchos hoy, como un medio, no de escapar, sino de entender la realidad, también densa y terrible: una experiencia de lectura que nos lleve a pensar y a preguntar (nos) por las acciones y pasiones, por los motivos de otros y por el sentido mismo de la vida. Una lectura intensa no es una lectura difícil, es una lectura que nos inquieta y nos con-mueve, que nos abre a mundos desconocidos o muy cercanos pero que aún no hemos reconocido. En el mundo de Arredondo, además, las sombras se mezclan, si no siempre con la luz, con un deseo de luz. Así, aunque la mayoría de sus cuentos traten de la abyección, de la degradación, de la crueldad, de las zonas oscuras o ambiguas del ser humano y de la sociedad, hay relatos que se niegan a la locura o al aniquilamiento o que expresan una sed de más allá, de trascendencia (para mí humana, para otros religiosa o divina), y sobre todo que iluminan —en el sentido de sacar a la luz— y hacen posible la comprensión o invitan a un intento de comprensión (que no de justificación ni naturalización, de la violencia y la crueldad, por ejemplo).

Como ha señalado Claudia Albarrán, una de sus principales estudiosas, Arredondo (a quien considera en un homenaje de 1989 “una escritora ejemplar”) “abordó temas prohibidos para las letras mexicanas de entonces”, lo cual ya era una gran innovación y un atrevimiento, sobre todo al tratarse de una escritora. Además, lo hizo, añadiría yo, sin juicios morales y con una mezcla perfecta de lucidez y mesura que le permitió ahondar en abismos del espíritu y del deseo humanos sin estigmatizar ni estetizar en exceso (el gran peligro cuando se sitúa la violencia en ámbitos sofisticados o paisajes hermosos). Así, el horror que vemos (la mirada y la vista son cruciales aquí) repele, mas no al grado de borrar el atractivo del vicio, del deseo prohibido —o del mal—; en otros casos, por el contrario, parece deslumbrar y de pronto pierde su brillo sin por ello hacer incomprensible su ambigua atracción. En un sentido esto coincide con la observación de Albarrán acerca de la confluencia de “paraíso” e “infierno” en la obra de Arredondo. La presencia de lo sagrado en la obra de Arredondo ha sido también destacada por Rose Corral, quien en el prólogo a la edición de Siglo XXI planteaba que Arredondo “busca también la trascendencia de una historia, el momento central, o en una terminología religiosa a la cual se le ha prestado poca atención, la ‘señal’ que la ilumina y le da ‘sentido’”. Para Corral, lo sagrado es central no como referente sino como “forma de aprehender el mundo y de revelarlo”. Hacia ello apuntaría, sugiere, no sólo la ficción de la escritora (los temas de sus cuentos) sino “su idea de ficción”. Ambas estudiosas ofrecen así una lectura que traza un hilo conductor que llevaría de La señal a Los espejos, del mundo provinciano del cuento que da nombre al primer libro al de “Opus 132” en el tercero, donde los prejuicios están tan arraigados que, pese al poder transformador de la música, sus propios intérpretes quedan atrapados en una soledad devastadora.

Desde otra perspectiva, Esther Seligson destacó también la originalidad y densidad de los temas que interesan a la escritora. “Lo doble, lo múltiple, lo ambiguo, permean todo en todos sentidos, en todas direcciones”, escribe en su ensayo “Lo doble, lo múltiple, lo ambiguo. El mundo de Inés Arredondo”, publicado en La Jornada Semanal en 1986. Desde una lectura más cercana al cuerpo, a las pasiones y al deseo, Seligson retoma el concepto de “instantes de vida” de Virginia Woolf y plantea que los protagonistas (hombres o mujeres) de estos relatos conservan “una marca contundente en la memoria del cuerpo que detiene el tiempo y corta el espacio” . Seligson se sitúa así más en lo psicológico, en la experiencia de vida, y se aleja del lenguaje religioso, y nos lleva a pensar más allá del “estigma” físico (y de la connotación cristiana de la marca espiritual) de “La señal”. En su lectura destaca cómo Arredondo explora los abismos del ser humano, desde el narcisismo hasta la anulación, polos entre los que oscilarían los destinos personales de sus protagonistas.

A la vez que coinciden en destacar los altos contrastes que caracterizan esta obra, los intensos claroscuros de ámbitos y personajes, las cimas y abismos que atraviesan las protagonistas en particular, cada una de estas lecturas devela un aspecto del rico mundo narrativo de la escritora y le da un sentido propio. Menciono estas —entre otras interpretaciones destacadas de la obra de Arredondo— porque iluminan distintos aspectos de este mundo narrativo y precisamente muestran que la autora construyó un universo narrativo propio, “denso”, como también señalara Huberto Batis, y en el que parece fácil entrar pero resulta más difícil salir debido a la textura de la prosa.

En mi lectura de Arredondo, destacaría la capacidad de la autora para develar no sólo el horror, sino los poderes del horror, retomando el título del ensayo de Julia Kristeva sobre la abyección y lo abyecto, términos para mí más cercanos a la experiencia del siglo XXI tan alejado de la espiritualidad y tan cercano a la barbarie. Lo abyecto como aquello que amenaza el orden social porque rompe, atraviesa, disuelve las fronteras entre lo moral y lo inmoral, el bien y el mal, lo prohibido y lo permitido, parafraseando a Kristeva, se manifiesta en los cuentos de Arredondo como tema recurrente en relatos que giran en torno al incesto, las pasiones destructivas, la perversión o realización del deseo en posesión aniquiladora. El ser abyecto no es sólo la protagonista de “Atrapada” o “Sombra entre sombras”, es también la niña —¿ya mujer?— de “Orfandad” en que encarna el horror del abandono absoluto y la crueldad del mundo que ha dejado en la sombra a ese despojo humano. El deseo pervertido o perverso llevado al extremo de la explotación y la negación de la otra (la víctima es sobre todo mujer), la atracción del mal, pero también las corrientes ocultas de pasiones prohibidas, marcadas como tabú, atraviesan a personajes que la mayoría de las veces son seres comunes, mediocres, ciegos, en los que, sin embargo, se percibe un anhelo de más allá, de “otra cosa” —belleza, plenitud, sacrificio— que les da, así sea un instante, la posibilidad de “ser otros”, de superar la medianía, la mezquindad o la crueldad de su mundo, de la sociedad y la cultura que han hecho posible su triste o terrible existencia.

Si bien la abyección como espectáculo y experiencia alcanza una intensidad extrema en relatos donde las protagonistas narran su propia degradación, los límites del orden social se trastruecan también, en un orden casi geométrico, en un cuento como “Río subterráneo”, relato que da título al libro que para mí es el más logrado de su autora. Este es tal vez de los cuentos más perfectos de Arredondo en cuanto la estructura misma del relato, la arquitectura del espacio ficticio y la historia se conjuntan para exponer la locura a la vez como amenaza, destino, legado maldito. La lógica de la escalera, la disposición racional de los espacios en la casa, donde irrumpe un grito inhumano, cuya repetición parece inexorable, revela la lógica oculta de la locura, no como delirio sino como expresión desaforada, como desgarro que deja entrever la hondura de la desesperación y la desesperanza que atraviesan el espíritu humano. Así, la belleza del espacio perforado por el grito sugiere a la vez el atractivo y la amenaza de la locura; lo que previene e intenta mantener a raya esa corriente subterránea que se desborda es la escritura, la carta y el relato que la inventa.

Desde otra perspectiva, cabe destacar cuentos menos obscuros y en apariencia más simples como “Las dos de la tarde” o “Las palabras silenciosas”. Aunque la riqueza expresiva de Arredondo alcanza en otros relatos una sofisticación excepcional (“Las mariposas nocturnas”, desde luego), la historia del extranjero al que se desprecia por una falla inevitable en la articulación, cuya elegancia expresada poéticamente contrasta con la materialidad brutal de su esposa y luego sus hijos, destaca por la agudeza sutil con que expone la xenofobia y el egoísmo y sobre todo por la maestría con que entreteje palabra y silencio. Su particular combinación de sugerencia y elisión, de saber dicho y saber oculto transforma lo que podría ser un relato local en expresión de la incomunicación social, cultural y existencial que vive quien es visto y tratado sólo como “Otro”, al margen.

Los juegos de miradas que iluminan lo abyecto, que sumergen o salvan de la nada y del afán de absoluto; la lucidez con que se examinan las pasiones, miedos y deseos más intensos, y el cuidadoso equilibrio de palabra y silencio son algunas de las facetas más destacadas del arte narrativo de una escritora que, sin estridencias, nos dejó relatos que fascinan o trastornan, iluminan y, a veces, liberan, así sea desde la profundidad del horror mismo.