domingo, 15 de septiembre de 2013

La inocencia adánica

15/Septiembre/2013
Confabulario
Eduardo Antonio Parra

Los aniversarios suelen ser buen motivo para releer ciertos libros. Y cuando éstos se cuentan entre nuestros favoritos —es decir, entre aquellos cuyas páginas hemos recorrido muchas veces—, como El Llano en llamas que cumple 60 años, la celebración nos otorga una nueva perspectiva al abordarlos, pues plantea preguntas que tal vez en otras ocasiones no nos vendrían a la mente: ¿qué es lo que hace que el volumen de relatos de Juan Rulfo se mantenga vigente luego de seis décadas?: ¿los inagotables estudios críticos que sobre él aparecen en todo el orbe?, ¿la empatía que despierta en los lectores?, ¿los hallazgos técnicos y el estilo de su autor?, ¿la fuerza de sus historias?, ¿o el hecho de que el país que refleja siga siendo igual?

Cuando alguien pregunta sobre el libro de cuentos mexicano más importante del siglo xx, casi siempre me vienen a la cabeza dos títulos imprescindibles. Uno es, por supuesto, el de Rulfo; el otro es Dormir en tierra, de José Revueltas. Hay momentos en que dudo cuál es el que me gusta más. En el del duranguense encuentro una mayor perfección estructural, trazo preciso en las historias, contundencia en los finales, un estilo denso y poético que arrastra las acciones como un magma luminoso y la exposición descarnada de los aspectos oscuros de la naturaleza humana (pero ya habrá oportunidad de hablar de él a fondo el año entrante, cuando se cumpla el centenario de Revueltas). En contraste, en El Llano en llamas es evidente que varios de sus textos no podrían ser calificados de cuentos en el sentido formal estricto, sino que son descripciones profundas, como “Luvina”, o planteamientos de situaciones extraordinarias, como “Macario”, “Es que somos muy pobres” y otros. No obstante, su lectura siempre es placentera, llena de enseñanzas sobre nosotros mismos y sobre el oficio narrativo, un encuentro con un lenguaje único y, al igual que en Dormir en tierra, repleto de personajes oscuros, fatalistas, violentos, que encarnan quizá las peores cualidades de los seres humanos.

El Llano en llamas que, según algunos, encierra en sus historias una crítica no tan sutil de las iniciativas de los gobiernos emanados de la Revolución, y en especial de las de Lázaro Cárdenas —como es fácil advertir en “Nos han dado la tierra”, “El día del derrumbe”, “Paso del Norte” y “Luvina”—, es un libro anclado en la realidad mexicana, pero que en sus mejores relatos alza el vuelo para desplegar pasiones comunes a todos los hombres. “El hombre”, “Diles que no me maten”, “No oyes ladrar a los perros”, “Talpa” y el mencionado “Luvina” son narraciones que no precisan referencia histórica o geográfica para ser comprendidos por lectores de cualquier país, constituyéndose en una crítica al género humano, sin particularismos. Ese es, sin duda, el Rulfo que impacta más: el Rulfo fatalista, descendiente directo de los tres trágicos clásicos, que echa por la borda los anhelos de las buenas conciencias empeñadas en creer en la bondad de los hombres.

Relaciones familiares fracturadas, egoísmos extremos, venganzas, asesinatos que responden a un impulso, adulterios, incestos, pederastia, ausencia absoluta de esperanza, son algunos de los temas que se entretejen en el volumen. Como Chéjov al escribir sobre los labriegos rusos, Rulfo no siente compasión por los campesinos de Jalisco, modelo de sus personajes, aunque los dote de cualidades capaces de inspirar empatía en los lectores, como una inocencia adánica que los sitúa más allá de cualquier cuestionamiento moral y un lenguaje parco y redundante que, con un léxico en apariencia limitado, construye atmósferas cargadas de giros poéticos. No es extraño, así, que a pesar de que varios narradores de los relatos sean asesinos sin remordimientos, uno se identifique con ellos y con sus motivos muchas veces pueriles tan sólo por la manera en que hablan.

Y es que en El Llano en llamas casi no hay narradores externos. Acaso una de las mayores aportaciones de Rulfo a nuestra literatura haya sido que la mayor parte de sus historias sean contadas por sus protagonistas o por un testigo, en una suerte de corriente de conciencia sui generis que nos dice mucho de las lecturas del autor, entre las que sin duda se encuentra la obra de Joyce. Si, como afirma Piglia, Joyce encontró en las teorías de Freud no temas sino un lenguaje que podía renovar la narrativa universal, Rulfo lo aplicó a sus relatos mezclándolo con una manifestación cultural más autóctona: la del rito católico de la confesión. De este modo, el discurso de sus narradores pudo adquirir ese tono doloroso, expiatorio, de quien expone ante los demás sus pecados más terribles, pidiendo perdón sin pedirlo en realidad porque sabe que sus actos siempre tienen motivos de peso.

Dicen algunos comentaristas que la escritura de los relatos fue el entrenamiento que siguió Rulfo para encontrar el tono y la cadencia de “los murmullos” que serían la columna vertebral de su gran novela. Tal vez tengan razón. Pero aunque muchas otras estrategias narrativas de El Llano en llamas —el uso de fragmentos redondos, como relatos autónomos; la construcción de atmósferas desoladoras, el hallazgo de un estilo rítmico y envolvente, la sustracción del narrador, la candidez misma de los personajes— también aparezcan perfeccionadas en Pedro Páramo, llamar a este volumen “libro de aprendizaje del autor” sería como reducirlo a una simple estación de paso para llegar al verdadero destino novelístico.

Y no. El conjunto de relatos de Juan Rulfo —más allá de las opiniones y estudios críticos—, al despertar la emoción de cada lector que abre sus páginas, al mostrarle el reflejo de un país que se mantiene en lo esencial fiel a sí mismo, al estremecer otra vez en cada lectura, demuestra que por sus propios valores es una obra única —piedra angular de la narrativa corta en México—, que en sus primeros sesenta años permanece tan joven y actual como el día que salió de la imprenta.

Imagen e inframundo

15/Septiembre/2013
Confabulario
Samuel Steinberg

Juan Rulfo sacó fotografías, y no sólo mediante su cámara. Quería iluminar todo un mundo, o más bien un inframundo, en el papel sobre el que inscribía sus visiones. Su escritura cristaliza o congela todo un juego de luz y de sombra sobre el escaso trasfondo del llano: “Hemos venido caminando desde el amanecer. Ahorita son algo así como las cuatro de la tarde”. No sabemos dónde están; se trata solamente de la luz de un instante, enmarcado de forma necesaria y también contingente. Cuando comenzamos a formar la imagen del relato ya han caminado horas, once horas de viaje, como sabremos al final “…sin encontrar ni una sombra de árbol”. Y así Rulfo nos lleva directamente al inframundo. Después de tantas horas la única presencia del mundo en este inframundo es inmaterial, una huella que viene con el viento: “Después de tantas horas… se oye el ladrar de los perros,” imagen que se repite en “No oyes ladrar los perros”. El ladrido es consuelo del muerto. Desde el inframundo, se presencia el sonido del mundo, o por lo menos el sonido de un mundo, al que no se puede llegar.

“Nos han dado la tierra” es el título del cuento. Según el significado más convencional que Rulfo le otorga a la palabra “tierra”, se refiere a la parcela de terreno que les ha sido prometido a los viajeros. Sin embargo, también les han dado la tierra como tal, es decir, la posibilidad de un mundo más allá del inframundo que es prometido a ese grupo. Ese mundo es sugerido por el pueblo que encuentran al final del relato. Tienen que bajar para llegar: “Conforme bajamos, la tierra se hace buena”; he aquí la invocación de una colectividad en espera de ver cumplida la cínica promesa que viene de ahí arriba. Los personajes tienen que cruzar el inframundo para llegar al mundo y a la promesa que allí nosotros esperamos. Es un “nosotros” sumamente frágil y amenazado, solamente un resto.

El cuento se ubica en un marco fotográfico pues se trata de un instante enmarcado, casi estático, después del paso de toda acción. Sucede después del encuentro de los viajeros con los oficiales, después del momento de relativa esperanza con que —nos imaginamos— emprendieron su trayectoria, después del asalto en que se les quita su carabina así como sus caballos. En el momento del cuento, la larga caminata que constituye el presente de su narración, ya están cansados: “No decimos lo que pensamos. Hace ya tiempo que se nos acabaron las ganas de hablar. Se nos acabaron con el calor”. Los protagonistas tienen que aferrarse a la esperanza del viento: esperanza inmaterial, implícita, de escasa presencia y precaria fuerza. “Pero sí, hay algo”, tiene que pensar el narrador, “Hay un pueblo”. ¿Cómo sabemos o por qué creemos que lo hay? Repite el narrador, parcialmente, la primera frase del cuento: “Se oye que ladran los perros y se siente en el aire el olor del humo, y saborea ese olor de la gente como si fuera una esperanza”. Esta repetición casi anafórica —la insistencia en cómo se oye “el ladrar de los perros” o “que ladran los perros”— le impone cierta pasividad a la frase, pasividad que se intensifica mediante la insistencia en el “se” pasivo. Esta inmovilidad, por así decirlo, caracteriza el recuento de los viajeros: alguien habla, un alguien que no tiene nombre, por lo menos a la hora de invocarlo. Finalmente clarifica, a modo de enumerar los viajeros que permanecen, que “Ese alguien es Melitón”.

La lluvia figura su situación: “Todos levantamos la cara y miramos una nube negra y pesada que pasa por encima de nuestras cabezas”. La pesadez de la metáfora confronta la pesadez de la repetición para subrayar la insuficiencia del material que se narra. El narrador describe la experiencia de ver el llano y es un poco como leer sobre ello: “Vuelvo hacia todos lados y miro el Llano… Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”. No permite imagen posible, no permite destacar o resaltar nada.

El giro que le da el cuento a su propio título es que la tierra que nos han dado es el Llano ardiente mismo, es decir, el terreno titular del libro de Rulfo. Porque aquí quizá tiene más sentido decirle simplemente libro: no es realmente una novela pero tampoco es una colección de cuentos tal cual. Un solo protagonista recorre sus páginas, a veces sin que se le nombre ni aparezca: el Llano. Se le dice en algún momento “este comal acalorado”; la “a” de “acalorado” casi se suma a la “l” de “comal” de modo que se nombra entrelíneas, fantasmalmente, el inframundo con su nombre proprio: Comala. Dijo alguna vez Carlos Monsiváis que El llano en llamas era “un desfile monstruoso”, y lo es: desfile a través del llano, a través de ese comala (calorado) que sirve de medio si no de verdadero protagonista de la obra rulfiana. Es la superficie que bajo distintos nombres y con diversas características (o con ninguna) la constituye como obra. Se podría decir, incluso, que en ese tipo de repetición se refleja la crítica política que arma Rulfo. Como dicen los oficiales sin rostro de “Nos han dado la tierra”: “Es al latifundio al que tienen que atacar, no al Gobierno que les da la tierra”. Entre el latifundio y el Gobierno el espacio es llano, poca modificación aparte de la onomástica en donde “Se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”. Es decir, no hay imagen visible de la ruptura histórica que promete la Revolución y tampoco hay fotografía posible del llano pues su olímpica repetición reta la pretensión fotográfica de la singularidad. La regla del cuento es igual a la perseverancia del llano: repetir, volver a hacer, seguir hasta el encuentro, siempre perdido, con algo que no sea el llano, con algo que modifique o que derrote su perseverancia: “Nos habíamos detenido para ver llover. No llovió”. La esperanza de lluvia, incluso, es equivocada y anuncia el encuentro perdido del final, mera repetición de tanto encuentro perdido: “Nosotros seguimos adelante, más adentro del pueblo. La tierra que nos han dado está allá arriba”.

Le tengo temor al lápiz

15/Septiembre/2013
Confabulario
Juan Rulfo

Juan Rulfo participó en el programa Los desafíos de la creación, emitido por Radio Educación. Producido por Pita Cortés, el programa constó de una mesa redonda, que se llevó a cabo el 29 de noviembre de 1979, moderada por Arturo Azuela y que también contó con las participaciones de Eraclio Zepeda y Florencio Sánchez Cámara. Recuperamos aquí, gracias a la Dirección de Producción y Planeación de Radio Educación, los minutos en que habló el autor de El Llano en llamas y la transcripción de esa ponencia.

Ya habrán oído a Eraclio [Zepeda], que además de un buen cuentista es un gran cuentero, y además nos ha dicho sus inicios en la literatura, porque como literato es un gran literato, es un poeta realmente. Yo, desgraciadamente, no tuve quién me contara cuentos. En nuestro pueblo, la gente es cerrada, uno es un extranjero ahí; están ellos platicando, sí, como dice Eraclio, se sientan en las tardes a contarse historias y esas cosas, pero en cuanto uno llega  se quedan callados, empiezan a hablar del tiempo: “hoy parece que no va llover, parece que por ahí vienen las nubes”.

Yo no tuve esa fortuna de oír a los mayores contarme sus historias. Me vi obligado a inventarlas y creo yo que precisamente uno de los principios de la creación literaria es la invención, es la imaginación. Como dice él perfectamente, somos mentirosos. Todo escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad. Recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación. Como la gramática o como las cosas más elementales, considero que hay tres pasos. Así como en la gramática, la sintaxis, son tres puntos de apoyo: sujeto, verbo y complemento, también en la imaginación hay tres pasos. El primero de ellos es crear el personaje; el segundo, crear el ambiente en donde ese personaje se va a mover, y el tercero es cómo va a hablar ese personaje, cómo se va expresar, [lo] que es darle la forma. Esos tres puntos de apoyo son todo lo que se requiere para contar una historia. Ahora, yo sí le tengo temor al papel blanco, a la hoja en blanco, y sobre todo al lápiz, porque yo escribo a mano. Pero quiero decirles más o menos cuáles son mis procedimientos; estoy hablando de una forma muy personal, no digo que es una cosa genérica.

Yo empiezo a escribir. No creo en la inspiración, jamás he creído en la inspiración. El asunto de escribir es cuestión de trabajo: ponerse a escribir a ver qué sale, llenar páginas y páginas, y de pronto, como decía Rilke, aparece un verbo, una palabra, que nos da la clave de lo que hay que hacer, de lo que va a ser aquello. A veces resulta que escribo cinco, seis, diez páginas y no aparece aquella persona que yo quiero que aparezca, aquel personaje vivo que tiene que moverse por sí mismo, pero de pronto aparece, surge; entonces uno lo va siguiendo, uno va tras de él, uno va eliminándose, y aquellas seis primeras páginas se tiran a la basura. Cuando ya el personaje adquiere vida uno entonces va a ver hacia dónde va, siguiéndolo lo lleva a uno por caminos que uno desconoce, pero que estando vivo lo conducen a uno a una realidad irreal, si se quiere, pero al mismo tiempo logran guiar lo que al final parece que le sucedió, pudo haber sucedido, pudo suceder, pero nunca ha sucedido.

Creo yo que en esta cuestión de la creación es fundamental pensar en que sabe uno perfectamente que va a decir mentiras, y si uno entra en la verdad, en la realidad, en las cosas conocidas, en lo que uno ha visto o ha oído, está uno haciendo historia, reportaje. A mí me han criticado mucho mis paisanos de que cuento mentiras, de que no hago historia, o que todo lo que platico o lo que escribo dicen que nunca ha sucedido, y así es efectivamente. Para mí lo primordial es la imaginación. Dentro de esos tres puntos de apoyo de que hablábamos antes está la imaginación circulando aquello, pero como la imaginación es infinita, no tiene límites, entonces hay que romper donde se cierra el círculo, hay una puerta, puede haber una puerta de escape, y por esa puerta hay que desembocar, hay que irse y entonces aparece otra cosa que se llama intuición. La intuición lo lleva a uno precisamente a intuir algo que no ha sucedido pero que está sucediendo en la escritura. Ya concretando: es imaginación, intuición y aparentemente verdad, una aparente verdad. Cuando esto se consigue entonces se logra la historia que uno quiere, que quiere dar a conocer, porque, como decía Eraclio, el trabajo es solitario. No se puede concebir un trabajo colectivo en la literatura y esa soledad lo lleva a uno a hundirse en una especie de medio, de cosas que uno desconoce, pero que sin saber que solamente el inconsciente o la intuición lo llevan a uno a crear, a seguir creando, y entonces nace la historia. Creo yo que eso es el principio, la base de todo cuento, de toda historia que se quiere contar.

Ahora, hay otro elemento, otra cosa muy elemental también, que es el querer contar algo sobre ciertos temas. Sabemos perfectamente que no existen más que tres temas básicos: la vida, el amor y la muerte. No hay más, no hay más temas, así que nadie es original, porque esos temas se han tratado desde la prehistoria, pero el asunto es ver cómo tratar lo más elemental. Esos temas, el amor, la vida y la muerte, o la vida, el amor y la muerte, para tomar su paso normal, hay que saber cómo tratarlos, qué forma darles, no repetir cómo lo han dicho otros, no repetir la misma historia nada más con ciertos cambios que pueden variar aquella historia pero que es la misma que se ha contado siempre. El tratamiento que se le da a un cuento nos lleva, aunque el tema se haya tratado infinitamente, a decir las cosas de otro modo. Estamos contando lo mismo que han contado desde Virgilio hasta no sé quiénes más antes, los chinos, pero hay que buscar el fundamento, que es la forma de tratar el tema, y creo que dentro de la creación literaria, la forma, que llaman la forma literaria, es lo que rige el que una historia tenga interés, llame la atención a los demás. El autor sabe en qué momento falla. Cuando, precisamente, la historia está completa, muere, como él dice, y más si está publicada. Cuando se publica un cuento o un libro, ese libro está muerto: el autor no vuelve a pensar en él. Antes, en cambio, si no está completamente terminado, aquello da vueltas en la cabeza constantemente, el tema sigue rondando hasta que uno se da cuenta, por experiencia propia, de que no está concluido, de que hay algo que se ha quedado dentro y entonces hay que volver a iniciar la historia, hay que ver en dónde está la falla, cuál es el sujeto o el personaje que no se movió por sí mismo. En mi caso personal, tengo la característica de eliminarme totalmente de la historia. Nunca cuento un cuento en el que haya experiencias personales, en el que haya algo autobiográfico, en el que yo haya visto u oído algo. Siempre tengo que imaginarlo, recrearlo; si acaso, hay un punto de apoyo. Ese es el misterio que hay porque la creación literaria es misteriosa, pero el misterio lo da la intuición; la intuición misma es misteriosa y uno llega a la conclusión de que si el personaje no funciona, y si hay algo que el autor tiene que aportar, tiene que ayudarle a sobrevivir, entonces falla inmediatamente.

Estoy hablando de cosas muy elementales, ustedes me han de perdonar, pero mis experiencias han sido esas. Nunca he relatado algo que haya sucedido. Mis bases son la intuición y la imaginación, y dentro de eso ha surgido lo que es totalmente ajeno al autor porque aunque el autor sea el autor, no se incluye dentro de una narración. El problema, como decía antes, es encontrar el tema primero, el personaje, y qué va  hacer ese personaje, cómo va a adquirir vida. En cuanto ese personaje está forzado por el autor, inmediatamente se mete en un callejón sin salida y truena. Una de las cosas más difíciles que me ha costado hacer precisamente es la eliminación del autor, eliminarme a mí mismo. Yo dejo que aquellos personajes funcionen por sí y no tenga yo que incluirme porque entonces entra la divagación, el ensayo, la elucubración, quiere uno meter sus propias ideas, se siente uno filósofo, en fin, uno trata de hacer creer qué ideología tiene uno, qué manera de pensar sobre la vida o sobre el mundo, sobre los seres humanos, cuál es el principio que mueve a las acciones del hombre. Cuando sucede eso entonces se vuelve uno ensayista, entonces conocemos muchas novelas-ensayo, mucha obra literaria que es novela-ensayo; también hay el cuento-ensayo, pero el género que se presta menos a eso es el cuento. Yo estoy de acuerdo con Eraclio en que el cuento es un género realmente más importante que la novela, más difícil que la novela, porque hay que concentrarse en unas cuantas páginas para decir muchas cosas: hay que sintetizar, hay que frenarse. En eso el cuentista se parece un poco al poeta, al buen poeta; el poeta tiene que ir frenando como si fuera a caballo, ir frenando el caballo, y no desbordarse. A quien se desborda y escribe por escribir, le salen las palabras una tras otra, y se va de leguas, simplemente fracasa. Lo esencial es precisamente contenerse, no desbordarse, no vaciarse. El cuento tiene esa particularidad. Yo precisamente prefiero el cuento sobre todo a la novela porque la novela se presta mucho a esas divagaciones. La novela, dicen, es un género que abarca todo, es un saco donde cabe todo: caben cuentos, teatro, acción, ensayos filosóficos o no filosóficos, en fin, una serie de temas con la cual se va a llenar aquel saco. En cambio, en el cuento tiene uno que reducirse y sintetizarse y en unas cuantas palabras decir, contar una historia. Es muy difícil en tres o cuatro o diez páginas contar una historia que otros cuentan en 200 páginas.

Esa es más o menos la idea que yo tengo sobre el principio de la creación literaria, claro que no es una exposición brillante la que les estoy haciendo, sino que estoy hablándoles en forma muy elemental, porque en realidad yo soy muy elemental. Yo le tengo mucho miedo a los intelectuales, trato de evitarlos, cuando veo un intelectual le saco la vuelta. Considero que el escritor debe ser el menos intelectual de todos los pensadores, porque sus ideas y sus pensamientos son una cosa muy personal que no tienen por qué tratar de influir en lo demás, ni hacer lo que él quiere que hagan los demás. Llega a esa conclusión si llega a ese sitio, a ese final, entonces siente uno que algo se ha logrado.

Como todos ustedes saben ningún escritor escribe todo lo que piensa, es muy difícil trasladar el pensamiento a la escritura, creo que nadie lo hace, nadie lo ha hecho nunca, sino que simplemente muchísimas cosas al ser desarrolladas se pierden, es doloroso pero así es, nunca se puede reflejar todo el pensamiento en una historia, quedan muchas cosas que uno quisiera haber dicho y jamás las puede uno desarrollar. Ese es más o menos creo yo el principio de la creación al menos tal como yo la he practicado. Ahora, el resultado lo da el lector, no lo da el autor, el autor no sabe si aquello va a funcionar o no, sabe perfectamente que no está perfectamente dicho, que no dijo lo que querría decir, que muchas cosas las dejó fuera, pero al menos algo de lo que él quiso expresar queda allí y es el lector el que tiene que juzgarlo.

Maestro Rulfo

15/Septiembre/2013
Confabulario
Yaneth Aguílar Sosa

Entre los dos convenios que Juan Rulfo firmó como becario del Centro Mexicano de Escritores, con reportes de sus avances literarios —donde señala cosas como: “El nombre de la protagonista ha sido cambiado al de Susana San Juan, y el del personaje principal al de Pedro Páramo”—; entre reseñas críticas de libros del momento que escribía en tarjetas tamaño media carta, casi siempre a lápiz y con su letra chiquita; entre misivas, recados, llamados de atención y anuncios, está uno de los informes que Juan Rulfo escribió como tutor del Centro Mexicano de Escritores.

Allí, en dos cuartillas escritas a máquina, con su firma a mano en tinta negra, están sus apreciaciones contundes y claras, en las que no sobra ni falta nada, sobre Alfonso de Neuvillate, María Luisa Mendoza, Luis Carlos Emerich, Pilar Campesino, Antonio Leal y  Carlos Montemayor, quienes fueron becarios del CME durante el periodo 1968-1969 y que, según Rulfo, “formaron uno de los grupos más homogéneos por lo que se refiere al desarrollo y cumplimiento de sus tareas literarias”.

En ese documento que se resguarda en el Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional —donde está depositado el Archivo del Centro Mexicano de Escritores que tuvo una vida activa de 50 años—, Juan Rulfo es categórico y hace un análisis puntual del desempeño de cada uno de los aspirantes a escritor.

Alaba y denuesta. De Alfonso de Neuvillate celebra la investigación, documentación y acopio de obras para escribir el ensayo El art-nouveau en México; califica su texto como “la más completa monografía que sobre dicho estilo artístico, se pueda concebir actualmente en español”.

En contraparte, al final de la lista de seis, en estricto orden descendente, Rulfo señala de Carlos Montemayor (a quien confunde el segundo nombre de pila, Antonio, y lo señala como Arturo): “aun cuando denota una gran seguridad en todo lo que escribe y presentó junto con su solicitud algunas cosas buenas esas ‘cosas’ no pasaron de ser infinitas variaciones sobre un solo tema obsesionante. Dedicó un año de trabajo  a leerme ejercicios experimentales, sin más mínima trascendencia. Se trató en fin, de un caso de terca frustración”.

El informe —que celebra la pieza literaria de María Luisa Mendoza, porque “demuestra una gran sensibilidad, además de aportar un lenguaje nuevo a las letras mexicanas”— se localiza en uno de los cinco expedientes de Juan Rulfo como becario y tutor en el mítico Centro Mexicano de Escritores, institución que no sólo lo apoyó para escribir sus dos grandes obras: Pedro Páramo y El llano en llamas, sino que también lo postuló ante la Academia Sueca, en 1982 y 1984, como candidato de México para el Premio Nobel de Literatura.

La vida en el Centro

Contaba Felipe García Beraza, quien fue durante muchos años secretario del Consejo Ejecutivo del CME, cómo Rulfo llegaba cada semana a escuchar y los textos de los becarios: “Lo veo llegar a nuestra institución miércoles tras miércoles, silenciosa y calladamente. Sube las escaleras sin prisa, sin que nada lo inquiete y además. Como si un cansancio de siglos le impidiera apresurar el paso”.

En ese texto, que escribió para un homenaje en vida que le rindió el gobierno mexicano al autor de Pedro Páramo, García Beraza también habla del lacónico estilo rulfiano: “Cuando llega anualmente el momento de la selección de los becarios del Centro Mexicano de Escritores, las opiniones de Rulfo sobre las obras de los aspirantes a las becas son breves, concisas y muy al punto”.

Así  se entienden los comentarios sobre el proyecto de novela de Luis Carlos Emerich, otro de los becarios del periodo 1968-1969. “El Texto, en ratos poético y siempre subjetivo, está escrito en clave, solamente accesible para quienes, conociendo a Emerich, sabrán comprenderlo. Con todo, es notable el esfuerzo y constancia que demostró al trabajar en su obra, la cual dudo que llegue a tener más de una decena de lectores”.

Rulfo tuvo fama de implacable, él mismo aceptaba serlo. En una entrevista con Elena Poniatowska, incluida en el libro Los becarios del Centro Mexicano de Escritores 1952-1997, de Martha Domínguez Cuevas, Rulfo habla de sus años como becario, de su estancia como tutor a lo largo de 18 años (la conversación ocurrió en 1980): “He seguido allí porque en realidad me interesa ver qué es lo que están haciendo hoy en la literatura mexicana. Tengo 18 años en el Centro y por allí han pasado muchas generaciones, y soy asesor desde hace 18 años, y sé, por medio del Centro, qué escriben los jóvenes y en realidad no están haciendo nada”.

De ahí que no sorprenda su apreciación sobre Pilar Campesino y Antonio Leal, los otros dos becarios de la generación 1968-1969. De Campesino escribe: “Ella también hizo lo que pudo por expresar su momento dramático. Desgraciadamente, aunque terminó su obra, carece de imaginación creadora y está fácilmente influenciada por hechos vividos o compartidos, de los cuales hace una verdadera calca”.

Y luego de Antonio Leal comenta: “Sus poemas, de los cuales leyó pocos y pobres de poesía, son indicadores de que la poesía joven en México está creándose a sí misma, es un problema de difícil solución. Además, estos hombres, no poseen ninguna inquietud por la cultura; quizás no la necesitan, pero se nota la enorme laguna de su ignorancia”.

Juan Rulfo fue dos años becario del Centro, pero fue mucho más amplia su etapa como tutor de las generaciones de escritores posteriores. En una nota pedida a Beatriz Espejo, años después de la muerte de Rulfo, ella señala: “Le agradezco muchas cosas, un par de libros y un grabado que me regaló y varias enseñanzas valiosas”.

En 18 años, Juan Rulfo tuvo decenas de discípulos en el Centro; conoció de primera mano las obras jóvenes de Beatriz Espejo, Carlos Olmos, David Huerta, Víctor Villela y Humberto Guzmán, de José Agustín, Alejandro Aura, Roberto Páramo, René Avilés Fabila, Elva Macías y Jorge Arturo Ojeda; de Anamari Gomís, Miguel Ángel Flores, Roberto Montenegro y Luis Arturo Ramos, entre muchos más.

De esa larga faceta como tutor queda constancia en su expediente del CME: allí hay circulares que solicitan su presencia o demandan sus informes, que le anuncian incrementos en los sueldos por las asesorías y revisiones de aspirantes, pero también le enteran de que se le descontará un porcentaje por sus ausencias.

En carta fechada el 30 de octubre de 1968, le informan que “por instrucciones precisas del Consejo Ejecutivo del CME se acordó que durante el año de labores, que inicia el 1 de noviembre sus honorarios sean de 2 mil pesos mensuales. Se acordó que tal ingreso sufriera disminuciones proporcionadas por cada ausencia a sesiones semanales”.

En otra más, también enviada por Felipe García Beraza, quien lo llamaba “Poderoso Juan” —cuando se trataba de mensajes menos oficiales—, con fecha del 26 de agosto de 1968, le informan: “a partir del 15 de agosto acepten recibir 250 pesos por cada sesión de 4:30 a 7:30 P.M. La misma cantidad para las lecturas semanarias de los trabajos que se presenten al XVIII concurso”.

Fue Rulfo un becario tímido y callado, igual que fue un tutor tímido y callado, nada que ver con Salvador Elizondo o Francisco Monterde, aunque los tres eran “censores” como los llamaban los becarios. Juan Rulfo contó: “Obtuve la beca del Centro Mexicano de Escritores para terminar ‘El llano en llamas’ que ya casi lo tenía terminado, fue en 1952, pero desde cuarentaytantos ya tenía yo escritos la mayoría de los cuentos. Me tocó un grupo muy bravo: Ricardo Garibay, Alí Chumacero, Juan José Arreola, Luis Josefina Hernández, la más brava de toda; eran muy críticos, muy terribles y guardaban frente a mí una distancia porque les parecía rara mi literatura”.

Justo en las fotografías “oficiales” de los jóvenes escritores, se encuentra a veces Juan Rulfo como no queriendo estar; pocas veces mira a la cámara, sus ojos suelen mirar hacia abajo, a la derecha, en muy pocas se le mira ver de frente. Siempre va de traje, con gesto serio.

Rulfo: esposo, padre, trabajador

Alternados con sus reportes como tutor, con sus informes como becario, con reseñas críticas sobre autores como Raúl Navarrete o Carlos Fuentes —de quien escribe a propósito de su obra de teatro Todos los gatos son pardos: “la tragedia parece resumirse en que México es un pueblo frustrado tanto por la fatalidad como en su voluntad”—, están documentos algo más personales del escritor.

Está una solicitud de un crédito de Infonavit, con fecha del 8 de agosto de 1977 y firmada por Juan Rulfo Vizcaíno, con RFC: RUVJ 180516, que dice que la última empresa en la que laboró fue en el Centro Mexicano de Escritores, ser trabajador titular y que hace el depósito por la suma de 2 mil 300 pesos.

Se encuentra también la “hoja tosa” del Seguro Social, con fecha del 21 de abril de 1969, en la que se suscribe que su fecha de ingreso como trabajador del Centro Mexicano de Escritores es el 15 de abril de 1969 con un salario diario actual de 66.50. En ese documento Rulfo declara estar casado por lo civil, en Guadalajara, Jalisco, en 1948, que sus padres son: Juan N. Rulfo Navarro y María Vizcaíno Arias de Rulfo, y que sus beneficiarios son: Clara Aparicio Reyes (8-1928), Juan Pablo (6-1955) y Juan Carlos (1-1964).

Entre los tesoros contenidos en los cinco expedientes, está una hoja con sus datos personales. Allí él dice haber nacido en Sayula, Jalisco, que su padre, Juan N. Pérez Rulfo, fue hacendado, propietario de la Hacienda San Pedro en el municipio de Tolimán, Jalisco, donde murió en 1923 (asesinado); y que su madre, María Vizcaíno Arias, era propietaria de la Hacienda San Gabriel y que murió en 1927.

Aparecen también dos cartas en inglés, firmadas por Felipe García Beraza y dirigidas a la Academia Sueca en Estocolmo. En ambas misivas, muy breves, se postula a Juan Rulfo para el Premio Nobel de Literatura. Fechadas el 22 de enero de 1982 y el 18 de enero de 1984, ambas están dirigidas al Comité Nobel y luego del nombre de Juan Rulfo plantean: “La obra de Rulfo es breve pero sobresaliente, representa la esencia de la realidad de México, así como la de otros países de América Latina. La clara belleza de lenguaje puede ser alabado por el Comité Nobel de la Academia Sueca”.

sábado, 14 de septiembre de 2013

Atisbos sobre El llano en llamas

14/Septiembre/2013
Laberinto
Roberto García Bonilla

A Lorena Hernández

I

Juan Rulfo (1917–1986) tenía veintiocho años cuando se publicó en América su primer texto “La vida no es muy seria en sus cosas” (junio de 1945). Se iniciaba una de las carreras literarias más insólitas e iluminadas de la literatura hispanoamericana. Su formación como escritor comenzó en el verano de 1932, luego de abandonar el orfanatorio Luis Silva de Guadalajara. Había concluido el sexto grado del orfanatorio.
El primer número de la revista Pan se publicó en junio de 1945 y el último —el 7— en febrero de 1946; sus editores fueron Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Cuando se imprimió el primer número de Pan se lo mostraron a Rulfo, cuya oficina de Migración estaba, en ese momento, cerca del periódico El Occidental de Guadalajara. Desde entonces ya era visto como un personaje raro, callado y enigmático. Ocupaba muchas horas leyendo a escritores estadounidenses. Sus amigos no sabían que él escribía y se sorprendieron cuando, luego de ver Pan, les entregó unas hojas manuscritas. Era “Nos han dado la tierra” y dijo “Ahí a ver si les sirve esta cosa; y si no, pos tírenla”. “Un relato tan limpio, tan bien acabado” recordó Alatorre y lo publicó en el segundo número de Pan; “Macario” salió en el  número seis. Y en junio de 1946, Marco Antonio Millán escribe el primer texto crítico sobre Rulfo: “Juan Rulfo se ha distinguido desde sus primeras letras publicadas, por una fresca sencillez soleada de tierra provechosamente llovida y por una hondura de visión poco comunes en nuestro medio literario, dentro del cual habrá de ocupar tarde o temprano el puesto que le van ganando sus pensamientos”.
Dos años más tarde, Efrén Hernández (Till Ealling) escribió: “Sin mí, lo apunto con satisfacción, ‘La Cuesta de las Comadres’, habría ido a parar al cesto. No obsta, la ofrezco como ejemplo. Inmediatamente se verá que no es mucho lo que dentro del género se ha dado en nuestras letras de tan sincero aliento”. En 1948 se publican “Es que somos muy pobres”; “La cuesta de las comadres” y “Talpa” en 1950, respectivamente en los números 54, 55 y 62 de América. Además de “El Llano en llamas”, en diciembre de 1950 aparece en América una nota anónima elogiosa sobre Juan Rulfo, “cuya calidad empiezan a reconocer ya tirios y troyanos, no está conforme con ser considerado el que mejor de los cuentistas jóvenes ha penetrado el corazón del campesino de México” Y en junio de 1951 en el número 66, se publica “¡Diles que no me maten!”; concluye así, la serie de cuentos publicados en Pan y América, antes de reunirse en El Llano en llamas. Estas dos revistas comprenden planes proyectos ideológicos, políticos y culturales de la época.

II

Con frecuencia, sobre todo en los ámbitos académicos, se desdeña el vínculo entre la vida de los escritores y su obra; no solo en la intención de encontrar elementos biográficos en la obra. Lo cierto es que con muy pocas excepciones, la vida de un creador incide sobre su obra. En muchos casos son recónditos esos tejidos cruzados, en apariencia, invisibles. Algunos hilos extraviados y recuperados sobre el proceso escritural de El Llano en llamas se encuentran en las cartas que el joven Juan le escribió, entre 1944 y 1950, a Clara Aparicio, su novia y más tarde su esposa. En las entrelíneas de esas 84 misivas –además de su noviazgo, su inocultable sordidez anímica que fue la secuela incurable de su temprana orfandad– hay un tema central que gravita con intensidad: el trabajo escritural y su relación con el gremio literario y cultural de la época. Ese epistolario es un archipiélago de minúsculas islas que dejan una geografía anímica y trayectos de cotidianidad. La importancia de estas misivas, además, reside en el trabajo de habla coloquial que desplegó; en apariencia puede acercarse, incluso, a un habla coloquial intimista propensa a la hipérbole (almibarada a su objeto de deseo) y la parodia (de sí mismo y sus circunstancias). Además de compartir una vida entre el desasosiego y el enamoramiento, Rulfo realiza lo que él mismo describiría muchos años después: “Lo que hago es una transposición literaria de los hechos de mi propia conciencia. La transposición no es una deformación sino el descubrimiento de formas especiales de sensibilidad. No es cuestión de palabras. Siempre sobran, en realidad. El dolor es doloroso para cualquiera. Lo que pasa es que entra al coro de todas las voces universales y gloriosas, yo volví a oír la voz profunda y oscura”. Azoro y esperanza dialogan. Son los años de esplendor y febrilidad, con todo y la pesadumbre que arrastró desde la infancia. El joven Juan se sabe distinto y original. Empieza a destacar como escritor. Ya es evidente la conciencia de cuanto se proponía desarrollar: él quería “escribir como se habla”. Y las cartas a su novia llevan al extremo ese propósito; en muchos pasajes el deseo y el impulso y la desazón por la lejanía: amiga, novia, madre, amante e hija se truecan en la misma joven.
A pesar de las desavenencias laborales y los modestos ingresos, el lapso en que se publicaron los cuentos y, después, la novela, fue una plétora en la vida del escritor. Es la década que transcurrió entre 1945 y 1955. El inicio fue el momento con más augurios en la vida del joven; un poderoso incentivo sería la joven Clara –once años menor que él–; ella le procuró su mayor ilusión afectiva. Después de conocerla y ante la petición de amistad –entonces Clara contaba con trece años de edad–, le respondió que tendría esperar tres años para que se vieran. 
La estabilidad del trabajo no es suficiente, quisiera más tiempo para la escritura, aunque está inquieto, necesita más ingresos. Ya dos años antes quiso desempeñarse como librero en Guadalajara, pero no encontró un socio. Se le ocurrió, también, que una manera de obtener ingresos adicionales sería la compra de unas placas de coche de cuyos servicios él pudiera obtener alguna ganancia adicional. 

III

Hacía 1950 selecciona fotografías para la guía turística de la Goodrich Euzkadi. Y en el mismo número en que se publica “El Llano en llamas” aparece una nota anónima elogiosa sobre la literatura del escritor jalisciense; se le considera el más destacado de los cuentistas jóvenes que ha alcanzado con hondura el corazón del mexicano. Se anuncia, también, la realización de su nuevo proyecto: “una novela grande, con compleja trama sicológica y un verdadero alarde de dominio de la forma, a la usanza de los maestros norteamericanos contemporáneos”. 
Rulfo, además de su perseverancia ante el arduo camino como escritor, tuvo colegas de distintos grupos que no solo lo estimularon sino que apuntalaron su recorrido en la escena literaria. Rulfo había acordado la publicación de sus cuentos en la editorial de América, pero en 1952 Arnaldo Orfila Reynal, Joaquín Diez Canedo y Alí Chumacero crearon la colección Letras Mexicanas en el Fondo de Cultura Económica. Rulfo le entregó sus cuentos a Arnaldo Orfila a instancias de José Luis Martinez; ya conocía los intríngulis de las jerarquías, privilegios y estatus de la República de las letras en la ciudad de México, adonde había llegado por primera vez casi dos décadas atrás. No pasó para él inadvertida la diferencia entre América y el Fondo de Cultura. Rulfo careció de habilidades para la autopromoción, no tomó la iniciativa para la difusión de su obra, aunque sí aceptó propuestas en favor de su obra y su vida laboral.
El Centro Mexicano de Escritores tuvo una importancia nodal en su carrera literaria; la escritora estadounidense Margaret Shedd apreció desde el primer momento sus textos, a pesar de los compañeros escépticos que dudaban de su talento. Él conformó la segunda generación del Centro (1952–1953), junto a Víctor Adib, Alí Chumacero, Donald Demarest, Ricardo Garibay, Enrique González Rojo, Miguel Guardia, Luisa Josefina Hernández y Neal Smith. El autor de “El gallo de oro” recuerda que estuvo en un grupo muy aguerrido: “Luisa Josefina Hernández era la más brava de todos; eran muy críticos, muy terribles, y guardaban frente a mí una distancia porque les parecía rara mi literatura... Pero Arreola ya [la] conocía En el Centro me dediqué a terminar los cuentos en una atmósfera muy hosca.” Ricardo Garibay recordó: “Rulfo me sacaba de quicio. Su aparente mansedumbre, su casi entera incapacidad intelectual, su lentitud de buzo, su genio publicista. Solo de Rulfo se hablaba como de un grande indiscutible, y él no alzaba la voz y jamás le oí un argumento a propósito de nada. Escribía y nos leía los cuentos de su primer libro, escritos con poderosa incorrección, que yo señalaba. La aparición de El Llano en llamas causó una revolución en la literatura y la crítica en México. Me negué a releer los cuentos. Él iba a regalarme un ejemplar, pero sintió que yo no lo aceptaría. Me parecían cuentos de campesinos de pega, larvarios, acomodaticios, de entraña folklórica o populachera y nada más.” 
Rulfo llegó a decir que desde los años cuarenta había escrito la mayoría de los cuentos, además de otros que nunca publicó; solo una tercera parte de se reunirían en El Llano en llamas, que terminó de imprimirse el 18 de septiembre de 1953 (número 11 de la Colección Letras Mexicanas), con viñeta de Elvira Gascón. 
En 1955 se publican “El día del derrumbe” (México en la Cultura, núm. 334) y “La herencia de Matilde Arcángel” (Cuadernos Médicos, núm. 5); Metáfora también lo publica (núm. 4) con el título “La presencia de Matilde Arcángel”. En la edición de El Llano en llamas de 1970, “corregida y aumentada”, incorporó los cuentos “El día del derrumbe” y “La herencia de Matilde Arcángel” y, asimismo, se eliminó “Paso del Norte”, el cual se reincorporó al libro por “indicación expresa” y modificaciones que realizó el propio autor a la edición Obra completa de Juan Rulfo realizada por la Biblioteca de Ayacucho (1977, Miranda, Venezuela) con prólogo y cronología de Jorge Rufinelli. Este cuento reapareció en la colección Tezontle en 1980 (que coincidió con el Homenaje Nacional que el gobierno mexicano tributó al escritor), aunque se le suprimieron diecisiete líneas; en la edición venezolana fueron treinta y nueve líneas las que desaparecieron respecto de la primera edición. “Paso del Norte” parece no haber convencido estilísticamente a Rulfo, quien tuvo entre los cuentos preferidos “No oyes ladrar los perros” y, sobre todo, “Diles que no me maten” y “Luvina”. 

IV

En 1979, al revisar El Llano en llamas y Pedro Páramo, su autor comentó que desearía dejar fuera “Macario” porque era muy fuerte la presencia de Faulkner. Durante más de tres décadas El Llano en llamas se inició con “Macario” pero a partir de 1980 se cambió el orden de los cuentos. Rulfo se propuso un orden cronológico, no de publicación sino de escritura. Felipe Garrido, como gerente de Producción del Fondo de Cultura se reunió con Rulfo en 1979 durante cinco meses; juntos revisaron los cuentos y la novela del escritor jalisciense. Garrido recuerda: “El acomodo que tienen ahora los cuentos de El Llano en llamas nos da a conocer el orden en que Rulfo dijo que los había escrito o, por lo menos, los había concebido”. A partir de 1980 y luego de esta revisión, en el título de los cuentos “Llano” apareció con mayúscula. La distinción es clara: el título se refiere no a un llano cualquiera, sino a la región conocida como el Llano Grande, situada en el estado de Jalisco
Los cambios que han tenido los cuentos no han sido pocos: en los manuscritos; en las publicaciones periódicas y después en las distintas ediciones del Fondo de Cultura (la última fue en 1996, una edición facsimilar de la primera), sin contar las erratas y los cambios de puntuación que los correctores hicieron en la primera edición y las sucesivas reimpresiones. Además de todas las variantes de las ediciones extranjeras, por ejemplo, Planeta de España cambió palabras al español peninsular, las ediciones críticas conocidas son la de la colección Archivos, de la Unesco, y la de Cátedra. La Fundación Juan Rulfo dio a conocer lo que han denominado la edición “definitiva”, de Plaza y Janés (del Grupo Random House–Mondadori, que ha publicado en los sellos Sudamérica en América del Sur y Debate para España), de la cual circuló en México la edición de Biblioteca Escolar. En los últimos años, la edición en venta de los cuentos y la novela es la de RM y de la Fundación Juan Rulfo; al no tener introducción ni nota sobre la edición se infiere que proviene de la edición “definitiva” de 2003. 
Las transformaciones de El Llano en llamas son léxicas, sintácticas y estilísticas. Hay supresiones de palabras, incluso de pasajes extensos. La aparición de los textos muestra la constancia pausada del escritor; pulía los que había terminado e iniciaba nuevos bosquejos. Los cuentos publicados en América suman ocho, aunque el primero, “La vida no es muy seria en sus cosas”, no se incluye en El Llano en llamas, cuya primera edición contiene, además de los relatos publicados en Pan y en América: “El hombre” (cuyo título original fue “Donde el río da vueltas”), “En la madrugada”, “Luvina”, “La noche que lo dejaron solo”, “Acuérdate”, “No oyes ladrar los perros”, “Paso del Norte” y “Anacleto Morones”, todos inéditos.

V

La respuesta de la crítica a El llano en llamas fue más discreta que la resonancia que tuvo Pedro Páramo, pero hay suficientes reseñas que muestran que la colección de cuentos no pasó inadvertida: Francisco Zendejas, Salvador Reyes Nevares, Edmundo Valadés, Alí Chumacero, Arturo Souto, Emmanuel Carballo y Sergio Fernández escribieron sobre la obra de Rulfo de noviembre de 1953 a marzo de 1954. 
Tal vez por modestia, reticencia o desdén a los críticos, Rulfo no pudo ver la atención que la crítica dedicó a su obra; si su novela es célebre dentro y fuera del país, el libro anterior es la reunión de cuentos más importante en nuestras letras. Hay que enfatizarlo: la obra de Rulfo se empezó a apreciar desde los años cuarenta; por ejemplo, en 1949 el crítico y biógrafo José Luis Martínez, nombra a Juan José Arreola y Rulfo como los más notables cuentistas. Y Alí Chumacero señaló que El Llano en llamas es una “imagen fidedigna de una situación repelente en que se halla estancada una buena porción de algunas clases sociales mexicanas”; aludía a los detractores que ya en ese momento tenía el escritor, cuando contaba con 36 años de edad. Y Emmanuel Carballo observó la importancia de la mancuerna Arreola–Rulfo en nuestras letras, estableciendo la diferencia de estilos entre ambos. Replicó a quienes acusaban a Rulfo de pesimista y creían que no sabía escribir; puntualizó que su uso del idioma y su construcción sintáctica responde al carácter de los personajes y a la atmósfera en que se mueven. 
La publicación de Pedro Páramo ensombreció la significación El Llano en llamas. Ha predominado la idea entre los escritores y la crítica, de que la novela se eleva sobre los cuentos, lo cuales han sido resituados, sobre todo, en los círculos académicos. Salvador Elizondo recordó en 1973 el impacto que le provocó la lectura de las historias del narrador jalisciense; en eso días escribió un cuento titulado “Sila”, que evidenciaba una gran influencia de Rulfo; el resultado no fructificó aunque el germen se preservó y estimuló las dotes del joven escritor que en 1953 decidió su vocación escritural gracias a El Llano en llamas, de cuya primera lectura le impresionaron los personajes y sus acciones; en una siguiente lectura, dos décadas después, fue el escritor quien le interesó. El aprendizaje se centró en la manipulación del tiempo literario; fue la tentativa de hacer hablar a lo irracional, lo cual diluye las fronteras entre objetivo y subjetivo. 
Los relatos de El Llano en llamas son un prolongado proceso escritural por una obsesión artística: escribir lo que nunca nadie ha escrito antes. “Desde luego no es porque no exista una inmensa literatura, sino porque para mí solo existía esa obra inexistente y pensé que la única forma de leerla era que yo mismo la escribiera. Tú te pones a leer y no hallas lo que buscas. Entonces tienes que inventar tu propio libro”. Y esa aspiración le exigió sacudirse los ornamentos retóricos hasta alcanzar el ideal de la síntesis expresiva: “Lo que yo quería era hablar como un libro escrito. Quería no hablar como se escribe, sino escribir como se habla”.
En los cuentos de El Llano en llamas aparecen los motivos expresivos y temáticos que, en proceso estructural y trama diferentes, reaparecerán en la novela: emigración de los pueblos, violencia física y psíquica, supersticiones y un sincretismo concentrado en magia, enigma y atavismos. El deseo, que casi siempre yace incólume en una pasión arraigada, en la novela posee un sinfín de variantes. La evocación, oscilante entre la liberación, la culpa y el remordimiento. Crea una atmósfera sumida en la desolación. Los cuentos de Rulfo, asimismo, forman parte de la tradición de la narrativa sobre la Revolución. A su estilo realista le confiere nuevos horizontes. El fatalismo, el humor, la magia, lo esperpéntico se reúne en los cuentos de Rulfo con estructuraciones y planos temporales intrincados. 

Una de las contribuciones más importantes a la crítica rulfiana es la de Gerald Martin, quien hace un recuento en retrospectiva sobre la historia de la crítica de nuestro escritor durante cerca de cuarenta años. La revisión es cronológica, temática y metodológica. Con síntesis excepcional observa los aciertos y excesos de la crítica. En opinión del estudioso inglés, a principios de los años noventa estaba por finalizar un ciclo en la crítica rulfiana y presagiaba la llegada de una nueva; cualesquiera que sean los nuevos rumbos y percepciones de la crítica, concluye Martin, “Nada impedirá, sin embargo, que El Llano en llamas siga siendo un clásico latinoamericano ni que Pedro Páramo siga siendo una de las obras literarias más perfectas de la literatura universal”.

Un misterio simple

14/Septiembre/2013
Laberinto
Armando González Torres

Probablemente en varias redacciones estaban azorados por el nombre tan poco familiar: el ganador del controvertido Premio FIL no fue algún célebre narrador locuaz o alguna conocida escritora progresista; sino un viejo poeta, creador de una obra imponente diseminada en varias disciplinas, y desconocido del gran público.  Un veredicto malo para los negocios, pues el poeta francés Yves Bonnefoy (1923) no detenta el atractivo de los escritores bendecidos por los medios; pero bueno para la literatura, pues es un auténtico clásico que, si bien tiene como núcleo creativo la poesía, ha renovado desde la crítica de arte y la teoría literaria hasta la hermenéutica. Bonnefoy  esgrime inquietudes profundas que no se conforman con las respuestas de la razón (la forma perfecta), o de la sinrazón (el surrealismo) y que buscan vínculos fecundos entre estos dos órdenes de la experiencia.  En un ambiente de rentable nihilismo, Bonnefoy busca restituir presencia y significado a la poesía y rehabilitarla como enlace de la unidad del mundo, mediante un esfuerzo para imbuir al poema rigor, lucidez y realidad: (Que este mundo permanezca/Que la ausencia, la palabra/Sean uno, para siempre/En la cosa más simple).  Hay profundas interconexiones entre su ascetismo artístico y su apuesta ontológica: desde  Del movimiento y la inmovilidad de Douve esa vibrante, luminosa y misteriosa forma elegiaca  hasta Las tablas curvas, último libro suyo que conozco, Bonnefoy utiliza al poema como medio de conocimiento y proveedor de sentido. 
La poesía de Bonnefoy, a veces más elaborada, a veces más escueta, pero siempre concreta, aporta una rica cauda de símbolos, en la que confluyen sus vertientes como crítico de arte interesado en distintas épocas, como lector de la extensa tradición de la poesía de Occidente, como explorador de aspectos fundamentales de la correspondencia de las artes y como animador de la gran empresa académica de un diccionario de las mitologías. La formidable curiosidad intelectual de Bonnefoy no se refleja, sin embargo, en una erudición ostentosa, sino en una sensibilidad aguzada que brinda a su poesía múltiples instrumentos para reconocer y descifrar la realidad. En Bonnefoy los mitos recuperan su elocuencia, alimentan una visión estética y espiritual y su aparente hermetismo ilumina y revela: (¿Estás muerta de veras o juegas/a fingir todavía la sangre,/la palidez, tú que al sueño te entregas/con esa pasión que tan solo se pone al morir?).   Bonnefoy ve la naturaleza y los objetos como solo los podrían ver un moribundo o un recién nacido, con una necesidad imperiosa de sentido: (La tomaran o no nuestras manos,/idéntica abundancia./Tuviéramos abiertos o cerrados los ojos,/idéntica la luz.). Habita en su poesía ese realismo que reconcilia de manera prodigiosa lo ordinario con lo imaginario, lo empírico con lo onírico y que revela, con mirada presocrática, que en cada cosa hay presencias originarias y bullen dioses.

lunes, 9 de septiembre de 2013

Manuel Acuña, el poeta y el suicida

8/Septiembre/2013
Confabulario
Ernesto Lumbreras

Víctima de su popularidad y de la leyenda desatada en torno a su novelesco suicidio, la azarosa obra de Manuel Acuña ha sobrevivido a los gustos literarios de varias épocas y generaciones, a los movimientos y a las escuelas poéticas que la eclipsaron o la descalificaron —del modernismo a los vanguardias del siglo XX— así como al escrutinio de numerosos críticos que, en el mejor de los casos, “le perdonaban la vida” por el mérito de reunir dos o tres poemas de valía. El arco de tiempo de su producción literaria es impresionantemente breve: cinco años. Como lo anota José Luis Martínez en su edición de las Obras de Acuña, el autor “escribe su obra entre 1868 y 1873, es decir, entre sus diecinueve años y sus veinticuatro años…” (Porrúa, México, 1986). En otras latitudes geográficas y estéticas, la obra de Arthur Rimbaud, según refiere Verlaine, se escribió entre los 16 y 22 años; la de John Keats, que también fue estudiante de medicina como Acuña, se gestaría entre los 18 y 25. Sin embargo, a diferencia del francés y del inglés, el mexicano dejaría una obra dispersa en periódicos y revistas con la sola excepción de La gloria (1873), breve poema escrito en dos cantos publicado en un fascículo pocos meses antes de su trágico final.

Con la estima y la tutela intelectual de las figuras del momento, Ignacio Ramírez e Ignacio Manuel Altamirano a la cabeza, el joven poeta se convertiría muy pronto en l’enfant terrible de la poesía mexicana romántica. ¿Cuáles fueron las pruebas y los escenarios para alcanzar tal reconocimiento? Coincidiendo con su entrada a la Escuela de Medicina en 1868, Manuel Acuña ingresó a la vida literaria de aquellos años participando en la Sociedad Filoiátrica y en la Sociedad Literaria Netzahualcóyotl y, más tarde, en 1872, en calidad de socio titular en el prestigiado Liceo Hidalgo; asimismo publicará poemas y artículos en los principales diarios y revistas de la restaurada República, El Renacimiento, El Libre Pensador, El Federalista, El Siglo XIX, El Búcaro, El Domingo, La Iberia, El Anáhuac, La Democracia, El Eco de Ambos Mundos y en el periódico humorístico El Torito. Sin embargo, el acontecimiento que colocaría la corona de laurel sobre sus sienes sería, literal y simbólicamente, el estreno de su obra El pasado el 9 de mayo de 1872 en el Teatro Principal; dicho drama tendría, en total, cuatro representaciones; el escenario de la última fue el Teatro Nacional, el 26 de julio de 1873, a cargo de la compañía del famoso actor español José Valero teniendo en el papel de Eugenia a la primera actriz Salvadora Cairón (refiere José Luis Martínez que el drama de Acuña también se representó en Toluca y en Puebla).

Habría que destacar un coliseo más en la exhibición y la aprobación del genio de las glorias líricas del México de finales del tercer cuarto del siglo XIX: las tertulias literarias. En tales reuniones, Manuel Acuña fue una celebridad. Convocadas por instituciones científicas, cívicas o sociales, la orden del día incluía entre los discursos y los brindis inevitables, la lectura de una o varias piezas líricas. En ese entendido, de los 82 poemas reunidos en las Obras pueden tomarse como piezas de ocasión, con los altibajos inevitables que toda obra de encargo conlleva, cerca de la mitad de su producción. Entre sus contemporáneos, el bardo saltillense gustaba de obsequiar, en las tertulias de corte social, poemas autógrafos codiciados por los álbumes nacarados o ebúrneos de las señoritas y señoras que se daban cita a estos rituales decimonónicos. De aquellos “versos de salón” (Nicanor Parra dixit) es posible rescatar algunos poemas como “Oda. A la memoria del eminente naturalista el doctor Leonardo Oliva”, leída en sesión extraordinaria de la Sociedad de Historia Natural el 17 de enero de 1873 con la presencia de Sebastián Lerdo de Tejada, presidente de la república tras la muerte de Benito Juárez.

¿Cuáles son esos dos o tres poemas que sobreviven más allá del interés ¿arqueológico? ¿sentimental? ¿sociológico? de los historiadores de la literatura mexicana del siglo antepasado? Para Marcelino Menéndez y Pelayo, en el balance de una antología de poetas de lengua castellana de 1892, eran salvables de la criba solamente el “Nocturno” y “Ante un cadáver”. Un siglo después, Marco Antonio Campos anota en su estudio a la compilación de textos de Acuña La desdicha fue mi Dios: “no deja de asombrarnos la precocidad deslumbrante que lo llevó a escribir poemas como ‘A Laura’, su primer gran instante lírico, a los 22 años; ‘Ante un cadáver’, la pieza maestra del romanticismo tardío mexicano, apenas cumplido los 23; el ‘Nocturno’, ramos de flores envenenadas, cuando estaba por cumplir los 24, y ‘Hojas secas’, ya cerca del final de su vida…” (UNAM, México, 2001) En la antología Poesía romántica (1941), prologada por José Luis Martínez y seleccionada por Alí Chumacero, la muestra del poeta coahuilense la integran ocho piezas: “La brisa”, “La felicidad”, el soneto que comienza con “Porque dejaste el mundo de dolores”, “A una flor”, “A un Arroyo”, “Gracias”, “Hojas secas” y “Ante un cadáver”.

En su “antología de lector”, de “poemas y tipos de poesía, tanto o más que de poetas”, es decir, en Ómnibus de poesía mexicana, Gabriel Zaid se desentiende del gusto popular alrededor del “Nocturno”, ausente también en la selección de Chumacero, y reproduce tan sólo algunos fragmentos de “Ante un cadáver”, poema que también había escogido, décadas atrás, Octavio Paz para una antología preparada para la UNESCO con traducción al inglés de Samuel Beckett. (En la versión beckettiana el título del poema es “Before a Corpse” y el primer terceto se lee de la siguiente forma: “Well! there you lie already… on the board / where the far horizon of our knowledge / dilate and darkens to a vaster verge.”) Por supuesto, los frutos maduros y luminosos del malogrado Manuel Acuña se cuentan con los dedos de una sola mano. Desde un punto de vista literario, a nuestra lírica romántica le faltó ambición de límites más allá del desgarramiento emocional o del fragor nacionalista. En la revisión a la antología citada, José Luis Martínez pone las cartas al descubierto: “No es, empero muy rico el fruto de esta antología. De ella salvamos la imagen de un Romanticismo frenado, reducido a la propia forma mexicana. De ella podrían salvarse, sobre todo, varios poemas y un poeta” (UNAM, México, 1941). Y por supuesto, no es Acuña la excepción romántica, sino el bardo de la inspiración voluptuosa, el elegido por Rosario de la Peña, Manuel M. Flores.

Ahora que se acerca el aniversario 160 de la partida de Manuel Acuña, el Gobierno de Coahuila en colaboración con autoridades federales, anuncia un programa literario que incluye un festival internacional de poetas, un premio de poesía con la bolsa mayor en la historia de los certámenes en México para obra inéditas —cien mil dólares ni más ni menos—, conferencias en torno al poeta homenajeado y la edición nuevamente de su obra completa. Ojalá se tomen cuenta, para esto último, la edición de Pedro Caffarel Peralta, El verdadero Manuel Acuña (1984, 1999), investigación rigurosa y legitimada por acudir a testimonios y fuentes originales, incluidos los álbumes de Rosario de la Peña y de su hermana Asunción, para fijar una importante colección de los poemas de Acuña.

¿Termina o comienza una época para la poesía mexicana con su suicidio? Las posibilidades de la lírica del vate coahuilense, de no haber cedido a la tentación del cianuro, se abrían hacia dos dominios. El primero, bajo el influjo de la poesía de Bécquer, perceptible en la serie de poemas titulada “Hojas muertas” y en el soneto “A un arroyo” dotaba a su visión de varios elementos ausentes en su obra y en la de sus contemporáneos: la naturaleza enigmática, la conciencia del poeta como parte de un todo orgánico y la dualidad benéfica del amor y de la muerte. El otro rumbo esbozado en su poesía se localiza en el territorio de la ironía y sus diversas graduaciones; en poemas como “A la luna”, “Rasgos de buen humor” y “En este campo do el placer rebosa” Acuña se desmarca de su habitual patetismo y, en una suerte de monólogo, parodia los prestigios de la poesía y de las buenas costumbres, adelantándose varias décadas a los “cuadros en movimiento” de Gutiérrez Nájera y de López Velarde. Quizás, con una dosis mayor de todos estos ingredientes, su poesía habría salvado al poeta apartándolo del deseo, largamente añorado, de observarse como el objeto de estudio de una plancha de disección en la Escuela de Medicina, a imagen y semejanza del cuerpo de su más célebre y acabado poema, “Ante un cadáver”. (1)



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(1) Hasta ahora, la crónica ensayística mejor documentada, y por demás amena, en torno a la tragedia de Acuña se encuentra en el capítulo III, “Un testamento de la ciudad romántica. (6 de diciembre de 1873)” del libro Elogio de la calle. Biografía literaria de la Ciudad de México 1850-1992 de Vicente Quirarte.

Una despedida para Seamus Heaney

8/Septiembre/2013
Confabulario
Diego José

Algunas personas se sorprenden ante el extrañamiento que produce en los demás la muerte de algún personaje a quien jamás conocieron; suponen que se trata del gesto compulsivo del fanático a los deportes y a las revistas de espectáculos. Sin embargo, algunos libros nos acompañan en una proximidad tan solo comparable con los grandes amigos que el tiempo nos proporciona. La reincidencia lectora tiene matices de una charla sostenida por años. Cierto: todos los libros sugieren un diálogo con el lector, pero no todos los autores se vuelven imprescindibles en el sentido en que una amistad lo es.
Descubrí a Seamus Heaney por esa vocación furtiva de dejarme encontrar por títulos de autores desconocidos; aquella ocasión fue Isla de las estaciones en Ediciones Toledo, allá por los años noventa —unos meses antes de la concesión del Nobel al poeta irlandés—. Entonces me deleitaba con la posibilidad de convertirme en poeta e intentaba abrir puertas para una navegación personal en la poesía. Me pareció que las versiones de Pura López Colomé me aproximaban a una lengua distinta: hosca pero pulida, martilleada pero sutil. Lo cual fui confirmando con las ediciones bilingües que compraba con fruición, impresas en España y luego en México: La linterna del espino, Muerte de un naturalista, Norte, El nivel
Me confieso un residente poético de Irlanda; no soy devoto de san Patricio ni de James Joyce; hablo de cierto espíritu con el cual identifico una raíz profunda de mi sensibilidad (supongo que se trata de un anhelo compartido), de tal manera que los referentes históricos, religiosos y mitológicos no me eran ajenos; esto facilitó mucho mi relación con los libros de Heaney que adquirí. No digo que fuera una lectura fácil, pues Heaney siempre ofrece rutas impredecibles. Un primer recogimiento me proporcionó la necesidad de pensar en la relación física entre los objetos y las emociones, es decir, el simbolismo como extensión de lo concreto. Parece fácil, pero en ese punto encallan la mayoría de los poetas en su intento por iluminar lo ordinario. El asunto de Heaney es más auténtico porque proviene de una manera de sentir el mundo más que de una construcción lingüística. Él mismo me proporcionó una pista en el maravilloso ensayo De la emoción a las palabras: «La técnica, tal como yo la definiría, no sólo implica el modo como el poeta trabaja las palabras, su dominio de la métrica, del ritmo y de la textura verbal, sino también una definición de su actitud hacia la vida, una definición de su realidad».
Me hice acompañar de Heaney en el metro, en las filas del banco, en cafés bebidos en solitario, en los trayectos a otras ciudades —durante algún tiempo fue mi elección irrenunciable para viajar—. Como las amistades serias, dejé de frecuentarlo y me alejé satisfecho de sus palabras; pero algunos recovecos me hacían volver para encontrar la cita, la palabra tendida sobre el verso, la contemplación sugerida después de sus pausas y sus dísticos y sus estrofas encabalgadas. Lo leí para darme ánimos, para renovar mis votos como poeta, para escuchar el rumor de sus consejos. Recibí, gracias a las conversaciones que sostuve con sus ensayos, muchas lecciones significativas que impactaron en mi propia visión, por ejemplo, que la metáfora no es un artificio ni una figura incrustada para enaltecer el discurso, sino la revitalización de lo real y de lo sentido a través de la resonancia del lenguaje, en tanto que ésta resulta de la memoria de un imaginario, la sensibilidad de un idioma y la voz propia. Quiero decir que, además de acercarme a su poesía con ojos renovados, o a la lectura profunda de otros poetas que tengo en alta estima, sus reflexiones contribuyeron a alumbrar mis propios pasos.
Mi interés ha coincidido con otros poetas nacidos entre los años setenta y ochenta, y efectivamente, de vez en cuando percibo su influencia en algunos libros iniciales de mis contemporáneos. Quizá arriesgue una afirmación difícil de sostener en este espacio, pero, bien a bien, Seamus Heaney ha representado lo que T. S. Eliot fue para varias generaciones anteriores.
Debería agradecer a Pura López Colomé por esta amistad de la que fue interlocutora por algún tiempo, es decir, por traducir su obra, puesto que así nos ha permitido un valioso descubrimiento a los poetas mexicanos. Pienso en la historia de san Kevin que relata Seamus Heaney en su discurso de aceptación del Premio Nobel y que inspiró uno de sus poemas más bellos: mientras el santo oraba, un mirlo vino a posarse y a construir un nido en sus brazos, esto lo obligó a permanecer incólume hasta que las crías emprendieran el vuelo. La poesía de aquellos que se nos revelan como un espacio para florecer hacen las veces de san Kevin hasta que, pacientes, construimos un nido entre los poemas para volar después con una voz propia.
Como nunca pude conocerlo, mis palabras pueden parecer vacías; sin embargo, tengo la impresión de haber vislumbrado —a través de su obra— la dignidad, la nobleza y la certidumbre de una persona íntegra: comprometida con la palabra, con la historia de su lengua, con sus raíces, con la poesía y con su condición de hombre. ¡Qué más puede pedírsele a un ser humano!