domingo, 12 de mayo de 2013

Rubén Bonifaz Nuño y la poesía*

12/Mayo/2013
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Borges dijo muy A menudo que sabía desde niño que su destino sería literario; Octavio Paz escribió en uno de sus últimos ensayos: “Desde mi adolescencia he escrito poemas y no he cesado de escribirlos. Quise ser poeta y nada más”; Rubén Bonifaz Nuño, sin embargo, dudó demasiado, aun de joven, y sólo comprendió que se consagraría a la poesía cuando al promediar la década de los cuarenta empezó a ganar los entonces prestigiosos Juegos Florales de Aguascalientes, y sobre todo, luego de que Agustín Yáñez escribiera una magnífica página en su elogio. Desde entonces, la poesía fue para Bonifaz Nuño viento y luz, ola y espiga, y le dio tal vez la única libertad en una vida donde no cesaron de perseguirlo las obligaciones. Ya en el amor o en el desamor, el sol central de su poesía fue la mujer, la cual es sujeto y objetivo final de gran parte de los versos que escribió. Las saetas enviadas por la mujer cayeron en su corazón desde que la llamada del canto resonó en su alma. ¿Para cuántos jóvenes que empezaban a redactar sus primeros versos no fue la lectura de El manto y la corona su biografía amorosa de adolescencia y cuántos no aprendieron de memoria el poema “Amiga a la que amo, no envejezcas”? Pero Bonifaz también cantó en diversos libros a los desheredados de la tierra, a la figura de Simón Bolívar, al sueño del sueño que representó la vida diaria en el México antiguo, a sus desdichas personales, a la muerte –a la que no se cansó una y otra vez de provocar–, en fin, la poesía fue para él una vía, quizá la principal, de conocimiento del mundo.
Para Bonifaz el canto era lo más alto musicalmente a lo que podía aspirarse en la escritura de la poesía. En base a inusitados juegos de sílabas y acentos creó en sus versos una música verbal extraordinaria que envuelve en un vértigo. Como César Vallejo, como Claudio Rodríguez, como Juan Gelman, muchas veces los juegos rítmicos y el viento de la música creaban dos o más sentidos donde en apariencia había una construcción ilógica. Si en el México antiguo las ciudades se fundaban sobre el canto, Bonifaz en el canto fundó la ciudad de su obra.
Bonifaz Nuño vivió entre nosotros y vivirá en las generaciones sucesivas con el alto nombre de Poeta.
*Leído el 4 de abril en el homenaje póstumo a Rubén Bonifaz Nuño
en la sala Nezahualcóyotl de la UNAM.

Carlos Fuentes: El origen de la región más transparente

12/Mayo/2013
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Cuando Carlos Fuentes obtuvo la beca del Centro Mexicano de Escritores (CEM), entre 1956 y 1957, tenía apenas 28 años pero ya había publicado un libro de cuentos, Los días enmascarados -que salió justo el día que cumplió 26 años, el 11 de noviembre de 1954-; también había publicado una gran cantidad de “cuentos dispersos en revistas, ensayos y crítica”. El que accedió a la beca en esa institución donde Juan Rulfo terminó de escribir Pedro Páramo y El llano en llamas, y donde Juan García Ponce le puso punto final a La casa en la playa, ya era un escritor potente.
A esa edad, Carlos Fuentes tenía muy claro el proyecto de su novela La región más transparente del aire, que publicó en 1958 con un título más breve: La región más transparente; y tenía aún más clara su pretensión de convertirse en un importante narrador: “Mis intereses se localizan fundamentalmente en el campo de la creación literaria: novela y cuento”. Aspiraba muy alto, a escribir la novela nunca escrita en México.
A un año de su muerte –ocurrida el 15 de mayo de 2012–, revisamos sus dos expedientes en el Centro Mexicano de Escritores; allí, entre notas periodísticas que dan cuenta de su ascenso como gran intelectual mexicano, y numerosas entrevistas en los principales diarios y revistas de circulación nacional, está la carta de motivos para obtener la beca, redactada a máquina, la acompañan dos cuartillas apretadas con su historia biográfica y bibliográfica, y el plan de trabajo de La región más transparente del aire en 29 capítulos, así como dos medias cuartillas escritas a mano sobre la misma novela, y el convenio firmado entre Carlos Fuentes y el CME.
En la solicitud de beca, fechada el 20 de junio de 1956, hay datos que llaman la atención: pone como fecha de nacimiento el 11 de noviembre de 1929 –la real es 1928-; cita la recepción de Los días enmascarados de Emmanuel Carballo y Alí Chumacero para sustentarse como escritor, e incluye una petición de carácter totalmente personal: “La beca que me permito solicitar es, hasta diciembre de 1956, la de soltero. Como el día 6 de enero habré de contraer matrimonio, le ruego al honorable Comité de Becas considerar la posibilidad, en caso de que me favorezcan con la beca, de que a partir de enero de 1957 se me adjudique la beca correspondiente a casados”.
Sus aspiraciones eran sumamente ambiciosas, se propuso escribir una enorme novela, la protagonizada por Ixca Cienfuegos: “En ella, busco la expresión de una serie de temas hasta la fecha casi vírgenes en nuestras letras: la ciudad de México, la creación de una clase media urbana de una alta burguesía en la postrevolución, la vida de diversos grupos sociales, el intelectual, el de la clase alta, en el de los aventureros ‘internacionales’ desde el nuevo marco social y el contrapunto de la vida popular de la ciudad. El choque de estos elementos y lo que tal choque nos revela de la conciencia mexicana son, a la vez, mis temas, mis propósitos”.
Fuentes antes de Fuentes
Los años formativos del escritor mexicano son sumamente creativos, tal como lo constatan Jorge Volpi, quien organizó el “Congreso Internacional Carlos Fuentes. 80 años” y ha revisado el archivo que el escritor vendió en 1995 a la Universidad de Princeton; Georgina García Gutiérrez, estudiosa de Fuentes; y, Julio Ortega, crítico literario peruano que en 1996 escribió el Retrato de Carlos Fuentes.
La investigadora del Instituto de Investigaciones Filológicas de la UNAM, quien publicó el libro colectivo La región más transparente en el siglo XXI, asegura que en la época del CME Fuentes era un joven entusiasta, con inquietudes intelectuales y gran vitalidad. “Era una figura que se convirtió muy pronto en líder, siempre tenía posibilidad de vinculación con el extranjero, recuperación de las tradiciones mexicanas en su literatura. Desde joven tenía esa gran personalidad que conocemos”, dice.
Jorge Volpi revisó la etapa joven de Fuentes en el archivo personal del escritor que consta de 125 metros lineales. Ese acervo que está en una bóveda especial de la Biblioteca de la Universidad de Princeton contiene cuadernos, manuscritos, libros, guiones, discursos, entrevistas, fotografías y correspondencia en la única caja cerrada y que se abrirá el 14 de mayo de 2014, como lo dispuso el escritor.
“El joven Fuentes, que cada vez es más el Fuentes dicharachero, pachanguero y bailador, el atleta de la palabra, y los papeles de fines de los cuarenta se multiplican en su archivo. Escribe lánguidos poemas amorosos, calaveritas a sus amigos y conocidos, artículos sobre la situación política del país y del mundo, crónicas de sociales (que firmaba como POPOFF) y decenas de cuadernos con anécdotas, ideas y relatos. La constante vuelve a ser su aguda mirada social, el bisturí con el que disecciona a esa sociedad malevolente que lo acoge con idénticas mezclas de entusiasmo y de recelo”, dice Volpi en su artículo “El alquimista y el atleta. Un retrato del Fuentes adolescente”, que proporcionó a este diario.
Tras su muerte se han publicado tres libros póstumos: Personas, Federico en su balcón y La novela y la vida, que aún no circula, allí se reúnen cinco de sus discursos: el de su ingreso a El Colegio Nacional en 1972; cuando recibió el Premio Rómulo Gallegos; el de una edición de los Premios Ortega y Gasset, el de la apertura del Tercer Congreso Internacional de la Lengua Española en 2004 y el del 1 de mayo en Buenos Aires, días antes de su muerte y que da título al libro.
Pero vendrán más libros, se espera Literatura y cine con semblanzas de divas, y Julio Ortega está terminando un volumen sobre la obra narrativa de Fuentes y dictará para otoño el curso “Carlos Fuentes y la nueva narrativa mexicana”. Ortega cuenta que Silvia Lemus, viuda del escritor, ha estado poniendo en orden los numerosos papeles de Carlos de los últimos años. “Todavía no aparece la novela colombiana, fuera de unas páginas. Yo espero que el formidable sistema de Bibliotecas de la Ciudadela logre construir un archivo de la memoria de la escritura mexicana, donde los estudiantes puedan conocer mejor la complejidad y hondura de sus escritores. Podrían tener copias de los archivos de Princeton, por ejemplo, y un mecanismo que favorezca la adquisición de otros archivos. Es un momento propicio”.
Julio Ortega concluye: “Nos estamos perdiendo su demanda de libertad. Fuentes fue un desafío para todos sus amigos y lectores. He pensado que esperaba que fuéramos capaces de asumir los riesgos de pensar libremente, fuera de los partidos, las instituciones, las ideologías, el descreimiento, la ambición de poder y la violencia mutua. Ese optimismo civilizado es su herencia”.

Carlos Fuentes, un año despues

11/Mayo/2013
Laberinto


Dos cenas
Carlos Franz
Una semana antes de morir, Carlos Fuentes estuvo cenando en mi casa, en Santiago de Chile. Mi mujer se desvivió ante la posibilidad de retribuir tantas atenciones anteriores de Fuentes: en Madrid, en México, en Aix–en–Provence, entre otras. Por eso se esmeró en presentar una mesa bonita y en preparar una comida escogida. Dispuso un mantel largo, copas de cristal, contrató a un camarero.
Carlos y Silvia llegaron muy puntuales y elegantes, como siempre. Después de unos aperitivos con pisco sour y mariscos, pasamos a la mesa. La conversación mezcló, sin aparentes fisuras, la literatura universal y la política contemporánea. Era parte del estilo inimitable de Fuentes su habilidad para conectar Guerra y Paz, de Tolstoi, con la guerra contra el narco en México, por ejemplo, haciendo patente que una podía iluminar a la otra. Fuentes tenía esa capacidad de hacer actual la tradición y enlazarla con la acción contemporánea.
Sus dedos finos, culminados en uñas largas, de mandarín, manejaban los cubiertos con delicadeza, pinchando y cortando la carne frugalmente. Se lo veía pálido y cansado. Envejecido desde la última vez que nos vimos. Venía de un viaje de seis semanas, nos contó, por cinco países. A último minuto, estando en Buenos Ares, había decidido agregar esta sexta parada, en Chile. Aun así se sentaba muy recto en su silla y, mostrando sus perfectos modales, animaba con bríos y gentileza la conversación, siempre demasiado veloz, de sus amigos chilenos invitados a la cena. Esos modales suyos eran una parte necesaria de su manera de ver y encarnar la cultura, como fuerza civilizadora.
Por mi parte, yo lo escuchaba hablar y lo miraba comer, más bien en silencio. Me preguntaba de dónde sacaba Fuentes esa energía a sus 83 años. Y también experimentaba esa curiosa sensación de déjà vu, de ya haber visto antes esa escena. ¿Pero dónde?
Al fin lo recordé. En su ensayo titulado “Cómo empecé a escribir”, Carlos Fuentes narró su encuentro con Thomas Mann, en Suiza, en 1950. Fuentes tenía solo 22 años y unos amigos suyos lo habían invitado a cenar en un lujoso restaurante, que flotaba sobre una balsa en el lago de Zurich. Era una cálida noche de verano y el joven notó que en la mesa vecina cenaba un señor septuagenario. Mudo de admiración reconoció a Mann. Así lo describe: “Era un hombre tieso y elegante, vestido con un traje cruzado blanco e inmaculadas camisa y corbata. Sus largos y delicados dedos cortaban el faisán frío casi con exquisitez. Pero incluso comiendo me pareció indoblegable, con una espalda recta y un porte militar. Su envejecido rostro mostraba una ‘creciente fatiga’, pero el orgullo con el cual sus labios y mandíbulas se cerraban buscaba desesperadamente esconder el hecho, mientras sus ojos titilaban con su ‘fogosa fantasía’. […] Thomas Mann se las había arreglado para, a partir de su soledad, encontrar esa afinidad ‘entre el destino personal del autor y aquel de sus contemporáneos en general’.”
Ahora que escribo esto, temo que se vaya a creer que yo he inventado esa postrera semejanza, incluso física, entre Fuentes y Mann, con la impune fantasía que se nos atribuye a los novelistas. Pero no, más bien fue Fuentes el que asumió como un deber esa similitud. Y luego tuvo el coraje y la energía para ser fiel a ella, prácticamente hasta el día de su muerte.
Carlos Fuentes representó, para Hispanoamérica, lo que Thomas Mann llegó a representar para Europa: un hombre universal, en el cual se sintetizó la cultura de su época. Esa enorme y acaso imposible tarea exigía una voluntad titánica. Voluntad que, sin embargo, solo se justificaba si se ejercía con gracia, con ligereza, como si no pesara.
Cuando nos levantamos de la mesa Fuentes aún se dio tiempo para examinar mi biblioteca. Decir unas cuantas gentilezas sobre mis libros favoritos. Esconder cualquier urgencia por partir, a pesar del notorio cansancio. Al día siguiente me llegó una amable nota, enviada desde su hotel, agradeciendo la cena. Dos días más tarde, preocupado de que no me hubieran remitido su nota, me llamó desde México para decirme lo mismo. Cinco días después había muerto.

La elegancia de Fuentes
Santiago Gamboa
Sigo creyendo que la muerte de Carlos Fuentes, hace ahora un año, fue otro de esos episodios suyos marcados por el estilo y la elegancia. Haber vivido 85 años sin deterioro físico notable y un día morirse casi sin sufrir, aparte del momento de la muerte (supongo que será con dolor, pero es una suposición, nunca lo he vivido) me parece una suerte increíble. Firmaría desde ya por algo así, incluso con diez años menos de saldo. ¿Cómo será la propia muerte? Dijo Petrarca: “Un bel morir tutta una vita onora”.
Conocí poco a Fuentes, más o menos desde el 2008, pero en esos años fue amable y generoso y pude hablar con él de mil temas. ¿Le pregunté por la muerte? Recuerdo haber hablado con él sobre las muertes prematuras de escritores, y que él dijo que un escritor, en el fondo, nunca moría prematuramente así muriera de 20 años, pues si moría como escritor es porque había concluido su trabajo, y que a veces la muerte se encargaba de completar el ciclo.
Pero este no fue su caso: él sí pudo concluir su obra, darle un sentido global e insertarla en el tiempo y en la Historia, organizarla y rebautizarla con el nombre de “La edad del tiempo”, haciendo que cada novela fuera pieza de una maquinaria relojera más grande. Supongo que esto es el resultado de algo bastante obvio y es que en la literatura no existe el retiro por edad, ningún escritor se jubila y por lo tanto sigue y sigue reflexionando sobre su propio trabajo, el presente y el pasado de su trabajo. Incluso, por qué no, sobre el futuro.
Con los avances de la medicina y la ciencia la situación de longevidad será cada vez más visible y los escritores vivirán más. Esto podría llegar a ser algo monstruoso. ¿Se imaginan que Balzac estuviera vivo aún, con 202 años recién cumplidos? Calculo que habría podido escribir 75 mil páginas más, lo que sería francamente enloquecedor, y además sería considerado de la misma “generación” de Victor Hugo y Stendhal, y puede que también de la de Dostoievski, “la generación del siglo XIX”, pues la longevidad tiende a acercar las fechas.
Visto así, la muerte es una mano que detiene con suavidad a otra mano que escribe, y esto es razonable. Más razonable aún cuando el autor, como fue el caso de Fuentes, logra organizar su obra y darle un rumbo en medio de la nada, para que perdure en un sentido y orden específico y no a la deriva, como le sucede a tantos libros. Esto de la nada, en literatura, es también extraño. Cuando escribo me asalta la idea de que las novelas, todas, ya están acabadas en alguna parte, y que uno lo que hace es “traerlas” a la realidad del lenguaje y la imaginación. Pero entonces, ¿qué pasará con las novelas de Fuentes que no escribió ni escribirá?, ¿se quedarán flotando en esa especie de nada o magma esencial? Creo recordar que una vez Fuentes opinó al respecto, algo así como: “El mundo de lo no escrito siempre será más grande, abismalmente mayor que el de lo escrito”. Esto nos permite pensar que “La edad del tiempo” podría haber llegado a tener 100 mil páginas si la longevidad de Fuentes le hubiera dado más oportunidades. ¿Y por qué no un millón de páginas? Acá entraríamos, como con Balzac, al terreno algo monstruoso del virtuosismo infinito. Pero no fue así, pues con su proverbial elegancia, Fuentes llegó hasta un punto y luego, pudorosamente, se retiró, para que hoy podamos recordarlo.

El canon inclusivo

11/Mayo/2013
Laberinto
Julio Ortega

Borges postuló que todo gran escritor inventa a sus precursores. Esto es, una obra mayor levanta una nueva genealogía literaria. No se trata de influencias ni de modelos dominantes, sino de algo más creativo y dinámico: nuestros escritores favoritos nos reordenan la biblioteca. Borges, por ejemplo, nos remite a De Qincey y Kafka. García Márquez a Rabelais y la Crónica de Indias. Carlos Fuentes al Quijote, a Balzac, a la narrativa gótica. Para proseguir la provocación borgeana, he propusto considerar no la historia sino el futuro: cada escritor mayor inventa a sus lectores. En el siempre cambiante espacio de la lectura, hoy las genealogías se nos han hecho melancólicas: más que las raíces nos importan los próximos frutos. La lectura nos renueva.
Quizá por eso, porque en la literatura siempre todo está por hacerse, es que nos obsesiona la construcción de un canon, las listas de autores y libros favoritos, las antologías y muestras proliferantes, los concursos fugaces y los premios multiplicados. Carlos Fuentes debe haber sido de los primeros escritores que asumió la construcción de un canon como una apuesta por el porvenir literario. No para afirmar una lista en contra de otra sino porque Fuentes ha sido el primer escritor nuestro que entendió que la literatura no es solo histórica ni solamente actual: es, sobre todo, venidera. Por eso, le importaron tanto las voces del relevo, las ramificaciones intrincadas que produjo la nueva novela latinoamericana. Como buen escritor moderno, creía que las mejores obras se están escribiendo ahora mismo.
Fuentes se debía a sus lectores, y se pasó la vida abriendo camino en la lectura, espacio en la proyección internacional de nuestra novela, y emancipación creativa gracias a la superación de las letras nacionales, esos cánones modestos y obligatorios.
Me ha sorprendido descubrir que Fuentes, sin embargo, no se dedicó a cultivar un solo canon, ni siquiera el del “boom” de la novela latinoamericana. Se rebelaba periódicamente contra el panteón dominante de los escritores localísimos que, incapaces de ganar un concurso, denigraban la competencia y cultivaban la clientela. Me ha parecido descubrir que cada tanto, más pronto que tarde, Fuentes ampliaba su canon de narradores con nuevos y diversos autores, ensayando en el campo de la lectura, algo deportivamente, nuevos ordenamientos, conjuntos de voces distintas, que  sumaban  una cierta representatividad tentativa de lenguas, tiempos, formas, reescrituras y, sobre todo, innovación.
Esos ensayos de cánones permanentemente revisados son siempre inclusivos. Son catálogos no del tamaño de lo real, sino breves, desprejuiciados y casi celebratorios. Pocas cosas le apasionaban más que descubrir a un nuevo escritor. Me atribuía haberlos leído a todos, pero me sorprendía con un nuevo entusiasmo suyo. Juntos organizamos varias sumas de escritores de América Latina y España para foros en Madrid, México, El Escorial, y los coloquios en mi universidad, donde fue profesor visitante los últimos 15 años de su vida. Cuando pienso en el trabajo que Fuentes me ha dado, me doy cuenta que no fue menor el que yo le di a él.
El primer canon que Fuentes nos propuso es La nueva novela hispanoamericana (1969), un verdadero manifiesto del escenario del “boom,” que incluye a sus gestores (Borges, Carpentier), a sus protagonistas (Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez) y, en la otra orilla de la lengua, a Juan Goytisolo. El epígrafe es revelador: “mitologías sin nombre, anuncio de nuestro porvenir.” La nueva novela, en efecto, se desarrolló en nuestra lectura como una biografía incluyente. Bajo el impulso del cambio, que lo excedía, Fuentes a fines de ese mismo año dio a conocer, en Excélsior, otro canon, que demostraba que él era ya un escritor creado por la biografía de lo nuevo. Ese texto suyo, se titula:
“Mis novelas de los sesentas,” y lleva como subtítulo una enmienda irónica: “selección personal y arbitraria de Carlos Fuentes.”
Es un balance de novelas preferidas en áreas lingüísticas, y constituye una verdadera Biblioteca Fuentes. Transcribo el AREA IBÉRICA:
Rayuela de Julio Cortázar.
Gran sertón: veredas de Joao Guimaraes Rosa.
Cien años de soledad de Gabriel García Márquez.
El siglo de las luces de Alejo Carpentier.
La ciudad y los perros y La casa verde de Mario Vargas Llosa.
El astillero y Juntacadáveres de Juan Carlos Onetti.
Tres tristes tigres de Guillermo Cabrera Infante.
De donde son los cantantes de Severo Sarduy.
Paradiso de José Lezama Lima.
Gazapo de Gustavo Sainz.
El lugar sin límites de José Donoso.
De perfil de José Agustín.
Señas de identidad de Juan Goytisolo.
Tiempo de silencio de Luis Martín Santos.
Los albañiles de Vicente Leñero.
La traición de Rita Hayworth de Manuel Puig.
Morirás lejos de José Emilio Pacheco.
Muerte por agua de Julieta Campos.
La atención que Fuentes arriesga con los más jóvenes declara su filiación por las promesas de lo nuevo. Las primeras novelas de Sainz y Agustín, es cierto, parecían entonces desencadenar las voces más recientes con la formalidad del riesgo y la frescura de una juventud que empezaba a ocupar los espacios de mediación urbana, entre ellos la novela. Morirás lejos, de Pacheco, reconstruía un evento crucial de la historia de la violencia moderna, solo que lo hacía sumando en ella el linaje de la matanza como un modelo histórico condenado a repetirse implacablemente.
Después, al calor de la época, Fuentes ensayó nuevos ordenamientos, incluyendo siempre otras voces de distintos países. En su última compilación de ensayos, La gran novela latinoamericana, ya no se trata de un canon sino de un balance sumario de notas refundidas. Pero aun en ese panorama expositivo es posible recuperar la curiosidad de Fuentes por los frutos del tiempo, que son ya parte de nuestra biblioteca.
Si no me equivoco, dividió su espacio de lectura en varias constelaciones: Argentina  (seguía con devoción las obras de Sylvia Iparraguirre, Martín Caparrós,  y Matilde Sánchez); Chile (exploraba con gusto, entre los autores recientes, las obras de Arturo Fontaine, Carlos Franz y Sergio Missana); Colombia (prefería las novelas de Santiago Gamboa y Juan Gabriel Vásquez); Puerto Rico (leyó a Luis Rafael Sánchez y a Rosario Ferré). De Brasil leía a Nélida Piñon y de Nicaragua a Sergio Ramírez, con quienes tuvo una gozosa complicidad. De Perú, valoró las novelas de Alfredo Bryce Echenique. No repetiré lo mucho que ha dicho sobre escritores mexicanos, pero recuerdo ahora su estima de la prosa de Alejandro Rossi y Sergio Pitol; la atención que le dedicó a las novelas de Fernando del Paso, Federico Reyes Heroles e Ignacio Solares, tentado por la libertad con que representaron los delirios de la feroz historia mexicana. Tuvo una admiración alegre por Carlos Monsiváis, y una admiración afectiva por José Emilio Pacheco. Apreciaba la prosa artística de Hernán Lara Zavala, Carmen Boullosa y Cristina Rivera Garza. Se sintió renovado con la lectura de Jorge Volpi, Ignacio Padilla, Pedro Ángel Palou y Xavier Velasco. Fue dolorosamente fiel a sus primeras amistades literarias: no cesó de dar batalla por la mejor difusión de José Donoso, y siempre lamentó que Salvador Elizondo, su admirado amigo de juventud, siguiera siendo tan poco conocido.
En la vasta república de las letras, Carlos Fuentes imaginó un mundo de la inteligencia  fraterna, menos encarnizado y más inclusivo.

Memorias de periodistas

11/Mayo/2013
Laberinto
Braulio Peralta

El periodismo es subjetivo. Lo aprende uno con los años. Las aristas de la información son sinuosas. Bastaría con revisar la historia de  diarios y revistas para analizar los enfoques periodísticos de cada uno sobre cualesquier acontecimiento. Lo peor, cuando hay uniformidad en la noticia, entonces esa “objetividad” en realidad es orden gubernamental o de la iniciativa privada. Los directores de medios de comunicación lo saben mejor que nosotros. ¿Por eso se cuidan de escribir memorias sin censura?
Desde que empecé el oficio de editor me propuse publicar biografías de periodistas. Edité libros de gente como Manuel Becerra Acosta (el periodismo moderno con la creación del unomásuno), Miguel Ángel Granados Chapa (el columnista necesario y neural en la conformación de diarios como La Jornada), Carlos Marín (la otra historia a la versión oficial de la revista Proceso, y lo que siga de Milenio), y un libro que compendia a los periodistas fundamentales que crearon un estilo y forma de reportear: La vieja guardia. Protagonistas del periodismo mexicano, de José Luis Martínez S.  
Una historia del periodismo con sus protagonistas, es una deuda de quienes se dedican a la comunicación. Líderes del periodismo, muy cerca del poder. No libros al estilo de Vivir, de Julio Scherer; sí Los periodistas, de Vicente Leñero, sobre el golpe a Excélsior —aunque ahora hay versiones contradictorias, según Raymundo Riva Palacio. Libros con menos ego, mejor, detalles de la historia y el periodismo del país y las formas de gobernar y corromper conciencias (ojalá un gran periodista escriba esa historia que debe Julio Scherer García.)
Otro gran protagonista es Jacobo Zabludovsky, que esperemos cuente la verdad interna de Televisa y los sucesos de México, en el movimiento estudiantil del 68, entre muchos asuntos (al periodista no le gustó lo redactado mediante entrevistas por Enrique Serna para Clío, y ahora, esperemos, concluya sus memorias. ¿Será el valiente que diga su verdad?).
Los periodistas son renuentes a ocuparse de su relación en torno al poder. Las memorias de las que fui editor son una aproximación a lo más cercano a la realidad de diarios y revistas de México sobre sus formas de comunicar. No se atrevieron los periodistas a desentrañar, a poner en apuros a sus biografiados. Como si no fueran de carne y hueso, como si fueran de mármol. Conocemos sus iras en las salas de redacción, sus censuras, sus pros y contras. Libros así, como el realizado por Gonzalo N. Santos, Memorias, se los debe el periodismo mexicano.
No conocemos, por ejemplo, cómo termina la vida periodística de Enrique Ramírez y Ramírez —de rodillas al priismo con ayuda de Socorro Díaz—, del diario El Día. O la transacción de El Financiero —diario canónico sobre noticias del mundo de la economía—, antigua propiedad de Rogelio Cárdenas, que vendió a otro (¿de quién es en realidad?). Saber la verdad periodística es, también, periodismo.

LITERATURA MEXICANA HOY: ¿GENERACION O NUBE?

11/Mayo/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Aquí critiqué la idea de “generación” de Tryno Maldonado (y otros) para nombrar a la “mejor” narrativa mexicana hoy. Tryno respondió en Emeequis(29-4-2013).
Dice que mi réplica lo hizo replantear “la validez o pertinencia del concepto de generación” y agrega “es Pablo Raphael quien... se anima a ir más allá y... proponer un concepto alternativo al de generación. Lo llama nubes”.
Por “nubes” alude a una “fragmentación [que] hace imposible que se produzcan escuelas o tendencias. El individualismo hace que se multipliquen los gustos”.
Tryno remata su texto retomando la idea de “generación”. Cita a Ortega y Gasset —teórico por excelencia de “generación”— para alegar que “aquello que ejemplifica la solvencia del concepto de generación es que exista una identidad de tendencias... aun en un ámbito... de divergencias”. Dice que por eso peleamos.
“Generación Inexistente”, le llama. ¿Generación-Nube?
Difiero. Muchos ni pertenecemos a la “generación inexistente” ni a una “nube”.
Tryno y Raphael descuidan que “generación” no es el único modo en que un escritor pertenece a algo. Daré el caso del norte, que tanto antipatiza.
Si leemos muchos libros de escritores norteños de los últimos 30 años, es audible que se comunican con literatura colindante, música popular o caló binacional.
Pero quizá se desdeña la validez de identificarse con algo que no sea una pulcra foto con escritores de Ciudad de México.
Se olvida que hay obras que son un diálogo con lo regional y, en general, afinidades ajenas a “generaciones”.
Quizá hay voces literarias que conversan con jornaleros, colonias, migrantes, transporte público, largas filas para cruzar al otro lado, vecinos, paisanos.
En mi caso sería tan falso decir que pertenezco a una “generación” literaria nacional como decir que no pertenezco a nada. Pertenezco a la frontera. Esa frontera no es una “nube” —un Archipiélago ultravioleta de Soledades virtuales—; es una historia enraizada y bracera. Una colectividad viva, ilegal.
Y hay muchas otras autorías que hoy no creen necesario ni identificarse con la “República de las Letras” ni con “nubes” sino que se saben parte, por ejemplo, de la cultura chicana o la zapoteca.
No todos, claro. Muchos sólo se sienten parte del Club de la Ironía Por Encima de Todo. O parte de la “literatura a secas”. Cool por ell@s.
Otros nos sabemos parte de una cultura concreta, a veces pegada a un territorio, a veces a una migración. Conectados no a una élite literata sino a un rancho o urbe, tierra o lengua, pueblo o cruce.
Reconozcamos estas pertenencias. A quienes no tienen los ojos puestos en La Literatura sino el texto enredado con hablas, tribus o lugares.
No queremos sentirnos “cosmopolitas” ni nos quita el sueño ser acusados de “costumbristas”.
No somos “generaciones”. No somos “nubes”. Somos un nosotros. Y somos un chingo.

viernes, 10 de mayo de 2013

Una generación inexistente (II)

29/Abril/2013
emeequis
Tryno Maldonado

“La mía se trata de una generación que
apenas se lee y que se insulta muchísimo”
Pablo Raphael

En su columna semanal del diario Milenio, Heriberto Yépez abordó y amplió el tema de mi anterior entrega: el grupo de narradores mexicanos que nacimos a partir de 1970. Aquí puede leerse. El texto de Heriberto coincidió con mi lectura en días recientes de otro autor que ha abordado con mayor amplitud el tema: Pablo Raphael, en su ensayo La fábrica del lenguaje, S.A. Se trata de dos visiones distintas, a veces divergentes y hasta opuestas. Pero ambas, a su modo, igualmente provocadoras e interesantes. Veamos.
Estoy de acuerdo desde hace tiempo con muchos de los argumentos de Heriberto respecto a éste y otros temas. En otros no tanto. Pero en concreto, su lectura esta vez me ha hecho replantearme la idea central de todo este asunto: la validez o pertinencia del concepto de generación del que yo había partido desde que coordiné la antología Grandes hits, Vol. 1 como editor de Almadía en 2008. Pienso ahora que tal vez valdría la pena arrancar un nuevo ejercicio prescindiendo o generando un nuevo concepto (o una nueva forma de leer retando al canon) para abordar la obra de estos y otros autores.
Es verdad que la noción de “generación” es insuficiente o inoperante para tratar de explicar a los más recientes autores y autoras mexicanos. De inicio porque la propia idea de generación es excluyente y elitista, como nuestra propia literatura. Aunque en mi anterior texto afirmo que ésta es una generación sin jerarquías ni patriarcas, para Heriberto mi propia elección del concepto es de por sí contradictoria. Pretender dar orden a un grupo de individuos que toman la estafeta dentro de una tradición ya implica tácitamente un orden vetusto, vertical y jerárquico que busca revalidar ese mismo coto y mecanismos de poder. Cierto. Y hay que reconocer también que pensar en términos de generaciones es muy cómodo, perezoso. Pero es que hasta hoy, nuestros críticos no han hecho su trabajo más allá de reforzar y privilegiar muchas veces los viejos usos y costumbres de una élite que antes solía llamarse la República de las Letras. Excluir. Tender alianzas. Paradójicamente, hemos sido los propios autores de esta no-generación quienes, bien que mal, hemos tomado el toro por los cuernos. Pero valdría la pena cuestionarnos la forma en que elegimos-excluimos nuestras lecturas-afinidades y cómo y por qué es que leemos lo que leemos al momento de elaborar listas y antologías.
El concepto de generación suele aplicarse dentro de estructuras sociales relativamente estáticas y patriarcales, gerontocráticas. Funciona para describir cómo los miembros menores van asumiendo los roles y el poder de los mayores, cómo van reproduciendo las estructuras sociales y las relaciones de poder. Cuando aparece un fenómeno inédito dentro de esas estructuras, es normal que se le excluya por sistema, que cause fricción, que incomode, que los individuos involucrados lo nieguen y hasta muestren posturas encontradas.
Tanto Heriberto Yépez (Tijuana, 1975) como Pablo Raphael (Colima, 1970) —igual que muchos de los autores de esta no-generación— son reacios a identificarse como colectividad dentro de aquel viejo concepto de generación gassetiano. Es comprensible. Es Pablo Raphael quien, a partir de la figura retórica del oxímoron para describir la naturaleza contradictoria de estos autores y autoras, se anima a ir más allá y se aventura a proponer un concepto alternativo al de generación. Lo llama nubes.
El modelo de Bohr para describir el comportamiento de las partículas atómicas tanto como el concepto de nube de electrones, contemplan movimiento, inestabilidad, atracción, afinidad, fricciones, centro, márgenes. Un símil más o menos adecuado para describir lo que sucede con este grupo de nuevos autores. Dice Pablo:
“Las nubes son una masa visible, se forman de partículas independientes, las nubes migran, mutan y desaparecen, flotan. (…) Las nubes tienen una relación directa con lo que sucede abajo pero en apariencia son independientes. (…) En mi generación, ya lo dice la Wikipedia, existen nubes demasiado gruesas o densas para que la luz las atraviese. El pensamiento de nuestras nubes es un pensamiento contradictorio. La fragmentación hace imposible que se produzcan escuelas o tendencias. El individualismo hace que se multipliquen los gustos”.
A partir de una serie de cuestionarios que nos hiciera a varios autores de esta no-generación, Pablo Raphael publicó un artículo para la revista catalana Quimera en 2007. Con el tiempo, el texto creció hasta convertirse en el libro La fábrica del lenguaje, S.A. (Anagrama, 2011). Además del argumento de lo contradictorio de la no-generación de la que escribe Pablo (llamada a lo largo del libro indistintamente Generación Inexistente vía Jaime Mesa o Generación Atari vía mi novela Temporada de caza para el león negro), esgrime la tesis aún más controvertible de que, en su gran mayoría, a los que se refiere en dicho ensayo son/somos “autores neoliberales”. No estoy de acuerdo, pero Pablo, provocador, va desgranando así sus argumentos:
“El neoliberalismo apostaba por la descentralización y desde entonces la periferia fue reclamando su espacio. (…) El neoliberalismo creía en las libertades individuales por encima del bienestar social y desde entonces el menú literario es tan amplio como una carta de McDonald’s. Se acabaron las corrientes y los estilos compartidos. (…) El neoliberalismo cala hondamente en los apologistas del resentimiento. Es su objeto odiado, el grito de batalla al que dirigen todo el enojo, pero también es su sitio de confort. (…) El neoliberalismo simula maquetas. Hace confortable la protesta, se moviliza siempre que sea en el espacio de la red, en el activismo online, en la militancia de café, en la pasividad de quien apuesta a que todo permanezca, para que la queja eterna también perdure. (…) Somos neoliberales muy a nuestro pesar. Por eso quizá la idea de generación se puede sustituir poco a poco por la idea de ‘nubes’”.
Pero hay algo que ni a Heriberto ni a Pablo, a pesar de discrepar a la hora de abordar el tema, se les escapa al criticar el elitismo del viejo molde de la antes llamada República de las Letras y de esta no-generación: nuestros nuevos escritores son en, su gran mayoría, niños privilegiados. Criados y educados en el centro. Autores que han heredado o creado alianzas de poder. Blancos. Criollos. Varones en buen porcentaje. Hijos de inmigrantes. Con capitales simbólicos, pecuniarios y culturales. “La República de las Letras exilia a los indios de México”, dice Pablo Raphael. Pero no sólo a los indios, sino a todas las “incontables autorías que no pertenecen a los círculos sociales prestigiados”, dice Heriberto. Es una “República de las Letras numéricamente reducida, reconocible, centralizada vía alianzas y, sobre todo, exclusiones. Literatura élite.” Y agrega: “El centro y lo nacional son fantasmas. Pero los grupos dominantes usan el poder institucional y sombra del pasado para mantener la ilusión de una ‘literatura nacional’ simulada por mezcla de penúltimas Autoridades Republicanas y una nueva ‘generación’ de ‘relevo’ en poesía, narrativa y crítica. Para conseguir la ilusión de la legitimidad de esa transmisión de poderes, hoy se hacen reseñas, listas, panoramas, colecciones, dossiers o antologías para persuadir a los lectores de ese nuevo mapa selecto.”
Ortega y Gasset afirma que aquello que mejor ejemplifica la solvencia del concepto de generación es que exista una identidad de tendencias respecto a estos temas, aun en un ámbito tan amplio de divergencias: “Entre sí se pelearán unos contra otros precisamente sobre sus temas y se sentirán antípodas. No habría, en efecto, medio de poner paz sobre la precedencia del todo y las partes, y sin embargo (los debates de los opuestos contemporáneos serán) dos formas de sentir una idea completamente nueva en la historia del pensamiento”.
Que sea éste el pretexto no sólo para comenzar a leernos, sino para leernos de manera crítica.

jueves, 9 de mayo de 2013

Fuentes: La tentación de la novela infinita

Mayo/2013
Nexos
Sergio Ramírez

 A las novelas de Fuentes entré por la puerta de La región más transparente, que venía a llenar un vacío de décadas, a través de lo que entonces dio en llamarse la novela urbana, en contraste con la antigua novela rural, pero que de verdad no hacía sino juntar las dos realidades, y aun tres, la urbana, la rural y la provinciana, en un solo mosaico de voces y escenarios.

Ya no se trataba de la hacienda, la plantación, unas veces la visión romántica del terrateniente culto, con título universitario, en contraste con lo salvaje del medio que pretendía domesticar, como el Santos Lizardo de Rómulo Gallegos en Doña Bárbara; y otras, el feroz explotador de indios y peones, de fuete siempre pronto en la mano, como en Huasipungo, de Jorge Icaza. Ahora era la ciudad caótica que comenzaba a invadir el paisaje. Caracas, Lima, Sao Paulo, México. Y nada más caótico que la ciudad de México, que tragaba de manera incesante campesinos llegados desde las áreas rurales, que criaba una clase media fiel al mismo tiempo a la virgen de Guadalupe y a la revolución congelada, y en la que reinaban los viejos revolucionarios enriquecidos, políticos y empresarios, establecidos en sus mansiones de las Lomas de Chapultepec, donde vivían también la estrellas del cine mexicano.

Pero donde Fuentes me llegó a ofrecer sus mejores claves es en La muerte de Artemio Cruz, porque la urdimbre de la revolución mexicana se explica en un solo personaje que desde su lecho de muerte recuerda los hechos de su vida en un monólogo, o mejor, en un diálogo consigo mismo, compadeciéndose a sí mismo, y dueño a la vez de un orgullo tenaz, su tributo a sí mismo. Artemio Cruz es un instrumento de la historia, y a su vez vuelve la historia un instrumento suyo. No ve pasar a su lado la revolución, sino que escala sin miramientos las cimas del poder.

Cínico, calculador, despiadado, héroe falso. Desde entonces, los mejores personajes de Fuentes estarán en el centro de los acontecimientos de la historia, combatientes de la revolución, caudillos y generales, líderes sindicales, legisladores del nuevo orden que van desprendiéndose de los ideales para utilizar el poder como fuente de enriquecimiento personal, mientras la retórica revolucionaria se convierte en una mortaja sobre un cadáver que se corrompe.

Fuentes volverá a esa visión de la historia como friso en Los años con Laura Díaz, a través de los recuerdos de una mujer que vive la historia como sujeto activo, y ya no como soldadera, las concubinas que marchaban agarradas a la brida del caballo de sus machos, cuando eran jefes, y al lado de ellos, a pie, cuando eran soldados. Laura Díaz ve con ojo minucioso porque es fotógrafa, retrata la historia como una manera de entrar en ella, y terminará fotografiando la masacre de Tlatelolco donde pierde la vida su propio nieto.

En Cristóbal Nonato (1985) un niño comienza a ser testigo presencial de la historia de México desde que se halla en el vientre de su madre. La frontera de futuro es 1992, el año del quinto centenario del descubrimiento, que es cuando debe nacer el niño Cristóbal, y el PAN gana las elecciones al PRI. Una profecía literaria, que se cumple de verdad sólo que años después, con la llegada de Vicente Fox a la presidencia en el 2000, al empezar el nuevo siglo.

Sus novelas vienen a ser como los murales de Diego Rivera, donde la historia es un solo panorama múltiple y simultáneo al que no basta el pasado, ni siquiera el presente, y Fuentes echa entonces mano del futuro, como en La silla del águila (2003). Un presidente medroso y marginal, y el mismo aparato de poder de siempre que trabaja con base en intrigas y engaños. Los mismos dioses antropófagos que señorean sobre el poder, y lo inspiran, y vuelven a repetir, ya entrado el siglo XXI, las mismas artimañas en que el poder se asienta. La serpiente emplumada sigue devorando a los súbditos y esclavos del poder, la piedra de los sacrificios siempre embebida de sangre.

Federico en su balcón, su última novela, es un retrato múltiple, porque como narrador se multiplica en todos sus personajes, creando entre todos ellos una contradicción espiritual y filosófica, una dialéctica múltiple que abre interrogantes múltiples, sin intentar respuestas aguafiestas. Es lo que siempre hizo a lo largo de su vida y de sus libros, interrogar, cuestionar, abrir la ventana, asomarse, agarrar las verdades establecidas por el rabo y hacerlas chillar.

Los dos narradores de esta novela, o los dos que nos la proponen, se asoman cada a uno a su balcón, balcones vecinos del hotel Metropole; dialogan, y las preguntas que se hacen tienen que ver con la vida y con la muerte, con el destino, y, otra vez, con el poder, y así arman al mismo tiempo un escenario en el que van dando entrada a los personajes de la novela.

Federico interroga a su vecino de balcón, y su vecino lo interroga a su vez, dos desconocidos que se hablan y hablan hacia la galería, y hacia la calle. Federico Nietzsche, que regresa a una edad moderna incierta, con sus dudas, sus viejas interrogantes y sus viejas culpas, interroga a Federico Nietzsche en el otro balcón. Carlos Fuentes, desde el suyo, interroga a Carlos Fuentes que se asoma al otro. Entre ambos hay colocados espejos que los reflejan a ellos y reflejan a las edades. Carlos Nietzsche y Federico Fuentes. Entre los dos crean ese teatro en el que caerán cabezas porque se trata de contar otra vez la vieja historia de la ambición humana, de la intriga por el poder, del delirio que lleva al crimen, porque el poder significa hilos manejados detrás de las bambalinas.

Llega la revolución que estalla bajo los balcones gemelos, los telones se agitan, y el teatro es de nuevo como el de la revolución francesa. Hay tantos ecos de ella en estas páginas que Dante, uno de los personajes malditos, puede ser de pronto Dantón, llevado al cadalso en una carreta. O la revolución rusa, o la mexicana. Caudillos que van cayendo uno tras otro ante el altar sangriento de la Verdad, o el de la Razón, como el que había erigido Robespierre. Todos están condenados de antemano. Y arribistas, oportunistas, manipuladores. Unos que manejan los hilos en la sombra, guardando las armas, que son las últimas en hablar, otros que se agazapan en espera de que las aguas vuelvan a su cauce.

Toda revolución engendra una contrarrevolución, o una restauración. El poder con su guadaña disolverá la fraternidad idealista que ha pensado la revolución, porque sólo hay un instante para el ideal, el que media entre el triunfo de la idea y el primer decreto que congela esa idea. Lo demás comienza a ser tragedia, como Federico lo sabe desde siempre y Carlos lo sabe desde antes, ambos, desde sus balcones vecinos, apuntadores de los personajes que tiene cada uno marcado su destino por la deidad ciega que es el poder.
La rueda de la fortuna gira, y regresará al mismo punto. La gloria ha llegado, la gloria se ha ido. Volverán los de antes a levantarle monumentos a los de después, cambiando apenas la retórica heroica, envolviendo a los sacrificados en un sudario de palabras. Y cuando Federico y su vecino cierren las puertas de sus balcones, es porque todo volverá a empezar.

Fuentes es dueño de esa calidad doble del intelectual que imagina y piensa, que inventa y predica, como los ilustrados del siglo XIX que también eran escritores y filósofos, y que tanto tuvieron que ver con las ideas que engendraron las luchas libertarias. Fuentes vio a América como la vio Bolívar, una sola nación de uno a otro confín, el verdadero nuevo mundo con un rostro político único, el continente del futuro, la nación anfictiónica. Y sabía que eran sueños con una sustancia profética, pero sueños arruinados.

Este sentido ecuménico de América, Fuentes lo entiende como una herencia que no debe ser tergiversada, sino recreada y renovada. La novela viene a ser no sólo el espejo de la imaginación, sino también el espejo de la realidad, transfigurada por la imaginación, un espacio donde nada debe ser callado. América es un todo, pero no sería ese todo si no se descompusiera en su múltiple diversidad. De ahí que propusiera escribir la novela ecuménica, una gran novela americana escrita por diferentes autores en diversos países, cada uno un capítulo, Vargas Llosa el de Perú, José Donoso el de Chile, Cortázar el de Argentina, Carpentier el de Cuba, Roa Bastos el de Paraguay, García Márquez el de Colombia, Fuentes mismo el de México...

¿Pero qué representaba en términos de la escritura esta empresa común? Que de la suma de todos esos capítulos pudiera resultar una visión, que debería ser no sólo imaginativa, sino también descriptiva, geografías y gentes de esas geografías, historias privadas e historia pública, el mito y la epopeya. Una novela infinita para un continente infinito, y una novela, además, que nunca podría terminar de escribirse, en la medida en que corriera al lado de la historia misma, de un siglo a otro siglo, y por tanto, una novela que se seguiría escribiendo de manera perpetua, como podría imaginarlo el propio Borges.

Aquella visión totalizadora suya llega a tomar cuerpo en su propia obra narrativa, donde el tiempo arrastra a la historia para darle un sentido trascendente, igual que Balzac organiza su propio universo en la Comedia Humana, un universo vivo gracias a la calidad de sus arquetipos, que pueden comunicarnos la historia desde las historias. En esto, la literatura es creadora de historia, y de memoria, un trabajo que el tiempo le deja a la imaginación.

Es en este sentido que Fuentes es un novelista ecuménico y un pensador ecuménico. Dentro, y fuera de sus novelas, en sus ensayos, artículos y discursos, y en la vida. Busca otorgar un sentido humanista a la idea de sociedad. Lo que somos y lo que seremos depende de una actitud creadora y crítica, en permanente vigilancia de que las instituciones ganen cada vez más fuerza.

Hizo de la invención un instrumento aleccionador de la historia, o al revés, en ese constante juego de espejos que fue su escritura, las aguas revueltas de la historia entran en el territorio ilimitado de la invención. La historia se lee como una novela, y viceversa. Los acontecimientos de la vida pública alteran y trastocan las vidas, muchas veces las destruyen, y casi nunca las redimen. El sistemático capricho del destino vuelto literatura.

Los ideales no terminan nunca de cumplirse pero siempre valdrá la pena pelear por ellos, y la escritura lo único que hace es navegar en las aguas agitadas del curso de los acontecimientos. Ideas, sueños, acciones, todo va siempre desbocado. Los próceres terminan siempre en el pudridero, o sus cabezas de bronce cubiertas por los excrementos de los pájaros en la plaza pública.

Fuentes sostuvo hasta el final su devoción por la narración total e incesante, sabiendo que debía robarle tiempo al tiempo, viajando de un lado a otro del continente, con la imaginación encendida. Y una devoción, no menos incesante, por la ética, convencido de que las convicciones existen para defenderlas, y que uno tiene la obligación de no callarse nunca.

Managua, septiembre 2012.