domingo, 24 de marzo de 2013

Ediciones de poesía

24/Marzo/2013
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles


Es un lugar común decir que no se puede juzgar un libro por su portada, y sin embargo esto no es del todo exacto. Desafortunadamente, sí se puede juzgar un libro por su portada. Si vamos a oponer lugares comunes, otro de ellos dice que de la vista nace el amor.
Esto ocurre muy especialmente con las ediciones de poesía. De la elegancia austera pasaron a la pobretería (que no es lo mismo que a la pobreza), es decir, a la extraña tacañería de hacer un libro feo con los mismos recursos con los que podrían hacer un libro elegante y bello.
Las ediciones del Estado y, en general, las institucionales, son especialmente ejemplares en esto. Los libros no se diferencian (en el papel y en la impresión) de los de narrativa o ensayo, pero en cuanto a cubiertas e interiores la diferencia es notable: mientras los libros de narrativa y ensayo tienen imágenes en portada (generalmente con selección de color), los libros de poesía no tienen a veces ni una triste viñeta; mientras los libros de narrativa y ensayo brillan por su barniz o por su plastificado, a los de poesía les matan el brillo: deben ser mate o no ser (es cierto que no todo lo que brilla es oro, pero no hay que exagerar), y mientras los libros de narrativa y ensayo tienen una tipografía legible, los de poesía poseen una letra pulga que dificulta la lectura.
¿Quién les dijo a los editores y a los diseñadores que la poesía debe ser pobremente editada para avisarles a los lectores que se trata de un libro de poesía? Si de antemano los lectores, en general, se abalanzan sobre la narrativa, sea buena, regular, mala o pésima, y ni siquiera tocan un libro de poesía, con el recurso de la pobretería editorial para la poesía, son los propios editores y diseñadores los que conspiran contra la lectura de poesía.
Lo que se hace es avisarle al lector: “Prepárate (o parapétate): este es un libro de poesía. Te vas a aburrir con él. Por eso lo editamos y diseñamos tan insípidamente, tan incoloramente.” A diferencia de los insectos y batracios de colores fuertes, que anuncian a los depredadores su sabor desagradable, los incoloros libros de poesía advierten, a los lectores, que pueden ser muy desabridos.
El falso concepto de que la poesía siempre se lleva con una portada “sobria” o austera, cuando no fúnebre, ha derivado, en un mayor extremo, hacia productos editoriales anodinos cuando no horribles. Revisando los viejos libros de poesía, decimonónicos y de la primera mitad del siglo XX, encontramos que casi todos ellos tenían al menos una hermosa viñeta así fuera en blanco y negro. Hoy, prácticamente no tienen nada, salvo la tipografía, y son más gélidas que un bloque de hielo. Y, en cuanto a los interiores, la caja, la tipografía y los interlineados, éstos respiraban antes la mar de bien, mientras que hoy se ahogan irremediablemente. Se entiende que muchos diseñadores no leen poesía, ¿pero y los editores?
En la segunda mitad del siglo XX, las cubiertas españolas de Daniel Gil, para Alianza Editorial, hicieron época, al igual que las argentinas de Silvio Baldessari, para Losada; hoy, en cambio, en el otro extremo, de la austeridad se ha pasado al absurdo, por ejemplo con las cubiertas de los libros de poesía del Fondo de Cultura Económica, que privilegian una imagen (generalmente una fotografía rebasada hasta las solapas), y sólo en tipografía pequeñita, vergonzantemente, no en la cubierta, sino en una fajilla, ponen el título y el nombre del autor. ¿Qué anuncian y venden: libros de arte? ¡No: libros de poesía! ¿Quién, que sea lector de poesía, no recuerda los collages de Alberto Blanco y de otros artistas en las portadas de los libros de poesía del Fondo? ¿Quién, que sea lector de poesía, no recuerda las tipografías de doce puntos y los interlineados aireados en la colección Letras Mexicanas? Pues eso es historia.
Otras colecciones institucionales, que antes se caracterizaban por sus coloridas viñetas o por sus hermosos juegos tipográficos en cubierta, hoy no pueden ser más grises y anodinas. Únicamente algunas pocas editoriales, y no por cierto del Estado o institucionales (una excepción es Poemas y Ensayos de la UNAM), se mantienen invictas en el buen gusto editorial para invitar a leer poesía. Ediciones Era, sin duda, y más recientemente Almadía y otras editoriales independientes especializadas en poesía.
Lo cierto es que se gasta lo mismo en hacer un libro bello que un libro horrible, pero hoy muchos editores y diseñadores se afanan en hacerlos horribles para avisarle al lector que se trata de un libro de poesía.

Adiós a Rubén Bonifaz Nuño

24/Marzo/2013
Jornada Semanal
José María Espinasa

La tradición neoclásica mexicana, a pesar de haber pasado en el siglo XIX por pasajes insustanciales, y aunque gozara de prestigio entre la muy reducida clase ilustrada –un buen ejemplo son los árcades–, necesitó de la luz modernista para alcanzar, en Manuel José Othón y en Salvador Díaz Mirón, un nivel de verdad importante, y florecer en el siglo XX en uno de los varios rostros de Contemporáneos, rostro deudor  tanto de Enrique González Martínez como de Ramón López Velarde. Sobre todo alcanzó una perfección inesperada en la fuerza escultórica de El responso del peregrino, de Alí Chumacero y en algunos de los libros de Rubén Bonifaz Nuño.  A eso se refiere el propio Chumacero en uno de esos elogios inteligentes, sagaces y maliciosos: “Yo alcancé una perfección, él –Bonifaz– varias.”
Un poeta como Rubén Bonifaz Nuño, escritor en esa misma senda, tenía que saber que la naturalidad del Responso del peregrino era un verdadero milagro, y que lo clásico se consigue casi siempre en el artificio.  Dicho de otra manera: la poesía no se suele dar naturalmente. Y eso no era de su agrado.  Él buscaba, sí, esa perfección, pero también una poesía expresiva, más que tallada en piedra, tatuada en la piel, en el cuerpo, una lírica existencial de subrayada carga emotiva. La inteligencia del clasicismo le parecía en parte estéril.
No es por eso extraño que una de sus apuestas poéticas importantes, y ya al final de su obra, lleve por título Albur de amor, nombre de estirpe sabiniana, poeta al que admiraba pero que no podía tomar como ejemplo o modelo de su búsqueda. La crítica literaria –y el gusto de los lectores– coinciden en señalar a Fuego de pobres como otra obra maestra de este poeta, pero se hace poco énfasis en que siendo un libro excepcional no es sin embargo un libro representativo de la estética de Bonifaz Nuño. Ambos títulos, Fuego de pobres y Albur de amor, podrían llevarnos a una idea equivocada de su poesía. Es cierto que ella está ligada a la vida y a su sentido existencial, pero pasa por una exigencia formal previa a la que el autor de Maltiempo fue muy reacio. Dicho de otra manera: Sabines encuentra la forma en la escritura del poema, mientras que para Bonifaz la forma (en su sentido más amplio) es un regalo de la tradición.
Bonifaz parecía ser el continuador directo de una tendencia neoclásica. No fue así en buena medida porque el neoclasicismo en él se volvió melodía sin música, forma sobrepuesta a la forma, y eso le lleva a explorar una gracia tartamuda y forzada, misma que se resuelve a veces en momentos de gran felicidad expresiva (pienso en Calacas, su último libro, o incluso en un libro que se presenta como un divertimento, Pulsera para Lucía Méndez, 1989). Sobre la página la poesía se hace, pero no ocurre. Y es que su clasicismo proviene no de los clásicos castellanos, sino de los romanos y griegos (los verdaderos clásicos dirán algunos) a los que tradujo en versiones tan admiradas como criticadas. Pero el oído latino o el helénico es un oído falso, o mejor dicho: fósil, puramente hipotético, difícil de recrear en una lengua tan viva como el español de finales del siglo XX. No es desde luego la primera vez que una poesía adquiere actualidad en su condición antigua –el clasicismo suele caer en un error– pues lo antiguo se “siente” como sinónimo de poético.
Bonifaz conoce, y a fondo, nuestros clásicos y los que no son (tan) nuestros, pero su mundo parece más el de los novohispanos, ese barroco conceptual que hace del retruécano un don natural. Sí, algo de Góngora, pero más sor Juana y Sandoval y Zapata.  Si en ellos hay naturaleza no hay sin embargo naturalidad. Pienso, por ejemplo, que su interés en los libros teóricos por la escultura precolombina tiene que ver con eso.  La disonancia espiritual que hay en la Coatlicue o en el Calendario Azteca, o en los monolitos que estudia, es la que surge al contrastar esa escultura con la griega o la romana, o –sobre todo– con la renacentista. Llamarla escultura es una licencia que oculta que en realidad es otra cosa. En la visión de Cuesta lo mineral era claramente geológico, mientras que en Bonifaz no, esa condición mineral es esculpida. También le pasa a esa poesía que al ser el testimonio de la lucha con el ángel, ese ángel tiende a ser una victoria, por ejemplo la Victoria de Samotracia. Y lo importante ahí es la lucha. El poeta tiene plena conciencia de ello –su primer libro es La muerte del ángel, en 1945– y decide librar el duelo.
Bonifaz no es un artesano, sino un orfebre. Ambos tienen conciencia del oficio pero sólo el segundo hace del oficio una servidumbre o un vasallaje. El artesano se olvida del oficio en cuanto pone las manos en la masa, pues es ajeno a la idea de creación. Resultaría absurdo preguntarle a un panadero qué expresa con su pan, y sin embargo es evidente que expresa algo. El pastelero tiene otra conciencia, pero cuando decimos que la repostería es un arte hacemos uso de una empalagosa retórica. Para el poeta es la materia la que dicta su hacer y no la tradición. Para liberarse de ella, Bonifaz ubica su sentido en el amor vencido, en la relación rota. De allí su cercanía con la canción ranchera y el bolero, ambos modelos de retórica. Se canta la desgarradura de la separación, no la plenitud del amor. Pero eso es, paradójicamente, una manera de cantar el amor cumplido, no el desamor. Igualmente se puede decir que el poema canta la derrota de la poesía como existencia. Su libro Albur de amor lo expresa desde el título. Albur es jugarse al amor, pero hay en ello una derrota previa, el albur de amor es siempre una jugada perdida.  Muchos de sus comentaristas hacen hincapié en su virtuosismo formal, en la pertinencia de los acentos, en la pulcritud silábica, pero pierden de vista que consigue sus mejores momentos cuando esos acentos no se oyen, se liberan del metrónomo y pasan a ser música verbal.
Por eso cuando Bonifaz Nuño juega es deslumbrante –véase, por ejemplo, ese “divertimento”, Pulsera para Lucía Méndez. Pero jugar le cuesta, sabe que la tirada de dados está perdida, y piensa en cambio que la poesía no es un juego. La fuerza de la poesía de Bonifaz consigue hacer ir más allá una idea de la poesía que sin ella habría dado versos convencionales, tristes y sin capacidad para nombrar la novedad de la experiencia. Hay en el poeta una necesidad expresiva. En sus primeros libros se libró con presteza de los tópicos al uso que lo lastraban –la experiencia religiosa, el dominio de la forma– para proyectarse hacia esa celebración de la desgarradura, con algo de gesto nervioso al lamerse la herida y algo de inevitable coquetería del malquerido (nunca de malqueriente).
La literatura mexicana, sobre todo la poesía, tenía que recuperar su capacidad de expresar verdaderamente, de –en palabras poco frecuentadas por la actual crítica– ser sincera.  De ahí la consciente cursilería de algunos momentos de Fuego de pobres, de allí también el anhelo más de pertenencia que de permanencia (se lo habían acabado los Contemporáneos) que tiene su poesía. ¿Pertenencia a qué? A la poesía misma. Era una aspiración estética, como se usa la expresión cuando se dice una aspiración social.
En esa generación, el amor es una constante subrayada y se escriben algunos de los mejores poemas de amor de nuestra historia literaria –Sabines, Bonifaz, Segovia, Castellanos. No tienen miedo a ser sentimentales, su contenido existencial es mucho más obvio, no está resuelto en forma –como en los Contemporáneos– ni en mito –como en Paz– sino en desgarradura y emoción. El gran éxito entre los lectores de Sabines y, en menor medida de Bonifaz y Castellanos, se debe a eso, incluso entre aquellos lectores “que no les gusta la poesía”. Entre ellos, sin embargo, es Bonifaz el que más –y mejor– aspira a una consistencia formal. Por eso José Joaquín Blanco puede hablar, en La crónica de la poesía mexicana, de la herencia de Contemporáneos, de la parte más obvia, de su condición de orfebres.
Esa diferencia entre el artista y el artesano, a través del orfebre, puede llevarnos hacia una nueva lectura de la obra de Bonifaz. Por ejemplo, yo no insistiría –no la encuentro– en la musicalidad de sus versos, creo que son más bien histriónicos, es decir, que no se oyen sino que se ven, y es a través de esa “actuación” que consiguen ser extraordinarios. Hay poemas que entran en una especie de arrebato melódico que, si evitan el tamborileo, provocan una especie de cauce para el río de palabras. Es el caso de  Paz en poemas como “Piedra de sol” o “Pasado en claro”, de Gorostiza en “Muerte sin fin”, de Chumacero en “Responso del peregrino”. Mientras que Othón, Cuesta, el Paz experimental de “Blanco” o el Segovia de “Anagnórisis” su cauce es teatral. En los primeros el acento se oye como una nota de la melodía, en los segundos como un efecto de la asonancia.
En Bonifaz sugiero incluso utilizar la idea, nunca aceptada del todo por los especialistas en métrica, de cesura interna, que sería por ejemplo, lo contrario de un encabalgamiento –en donde el sentido del fraseo no se rompe en la cesura sino que se prolonga en ella, mientras que en la cesura interna se interrumpe el fluir musical pero no el verso, y esa interrupción  es casi siempre un subrayado del sentido. Como el acento se ve, se nos aparece como el índice del actor que dice “aquí” y se toca el pecho con insistencia. Pongamos un ejemplo de El manto y la corona para dejarle la palabra en este adiós al poeta:
Porque soy hombre aguanto sin quejarme
Que la vida me pese;
Porque soy hombre, puedo. He conseguido
Que ni tú misma sepas
Que estoy quebrado en dos, que disimulo;
Que no soy yo quien habla con las gentes,
Que mis dientes se ríen por su cuenta
Mientras estoy, aquí, detrás, llorando

miércoles, 20 de marzo de 2013

El trabajo invisible de José Emilio Pacheco

20/Marzo/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

Ya es tiempo de hacer el inventario de las deudas que tenemos con José Emilio Pacheco, uno de los grandes poetas de nuestra lengua y uno de los mejores cronistas literarios de Hispanoamérica.
Si sus poemas han continuado y renovado nuestra tradición poética, sus crónicas literarias han sido una ventana para reivindicar a nuestros clásicos y para mostrarnos lo más significativo de lo que se escribe en el extranjero.
Resulta impensable comprender la literatura de los siglos XIX y XX de nuestro país sin su mirada critica tan rica en los analisis multiculturales donde la antropología, el cine, la música, la historia le sirven para compartirnos sus asombros y descubrimientos.
¿Cuántos poetas, novelistas, ensayistas debemos a su generosidad?
El entusiasmo de José Emilio por la literatura lo ha hecho escribir crónicas estupendas y no pocas traducciones realmente notables. Y para ilustrar esto último baste pensar en la bellísima traducción de La estrella de madera, de Marcel Schwob, o en Cuatro cuartetos, de T.S. Eliot, la mejor traducción que se haya hecho de ese poema a cualquier idioma, según me confiara un Octavio Paz notoriamente emocionado, por encima incluso de la traducción francesa en la que participara el propio Eliot.
Cuando en 1988, se cumplió el centenario de Eliot, José Emilio Pacheco publicó en las páginas de La Jornada una primera versión de Cuatro cuartetos y un año después la inconseguible edición de la Gaceta, publicada por el Fondo de Cultura Económica. A partir de entonces y para fortuna nuestra, Pacheco no abandonó el poema. Ya veremos más adelante, que en realidad lo abandonamos nosotros. De tiempo en tiempo lo ha seguido trabajando, en una especie de horas extras contra las que no existe huelga posible ni remuneración justa. Una década después publicó otra versión que no sólo cumple con la forma poética usada por Eliot sino alcanza el propósito más profundo de su poesía: provocar con el lenguaje coloquial, la imaginación auditiva. La sonoridad es fondo y motivo de emoción. Y eso logra José Emilio en su version más reciente que debo a su generosidad.
Eliot escribió Cuatro cuartetos entre 1939 y 1942, en medio de la guerra. Por eso nos dice en el poema que hay otros sitios que son también el fin del mundo. ¿Cuándo nos compartirá su versión más reciente de Cuatro cuartetos?
Quiero apuntar entre paréntesis que por la primer versión que tanto elogiara Paz, José Emilio no recibió un centavo. El día que hagamos el inventario de la traducción de ese gran poema emprendida por José Emilio, estaremos documentando cómo la poesía se abre camino –como la vida– a pesar del ninguneo de unos y de la mezquindad de los odiantes.
Las traducciones, el trabajo editorial o la crónica literaria a pesar de ser tan visibles resultan a fin de cuentas invisibles quizá por su cotidianidad y por la fugacidad de las publicaciones y ahora más aún en las páginas intangibles de la web.
Es cierto que si uno revisa los suplementos México en la cultura y La cultura en México encontrará que se han reunido los textos de Monterroso, Alfonso Reyes, Juan José Arreola o los de algunos miembros de la generación de los 50 en forma de libro. Pero aún existen otros que aguardan ser rescatados de las hemerotecas.
Octavio Paz al final de su vida pudo recuperar gracias a la ayuda de algunos conocidos entre los que se encontraban Carlos Monsiváis y el que escribe algunos textos que creía perdidos. ¿Cuántos textos de José Emilio tendrán la misma suerte?
Gracias a investigadoras como Aurora Ocampo sabemos que José Emilio ha publicado también con el seudónimo de Ricardo Ledezma pero ¿qué pasará con aquellos textos que aparecieron sin firma como la famosa columna Antesala publicada en La Jornada Semanal dirigida por su maestro Fernando Benítez? No escribió todas las colaboraciones de esa columna pero sí algunos de los mejores textos aparecidos allí. ¿Y sus Simpatías y diferencias publicadas en la revista Medio siglo y los texos sin firma publicados en El Heraldo que presagiaban al logradísimo Inventario que publica en la revista Proceso?
¿Nuestras universidades e instituciones culturales no tendrían que ayudar a recuperar ese trabajo de José Emilio no sólo para decirle gracias a su autor sino para beneficio de los jóvenes?
Ya sé que José Emilio en su afán perfeccionista no estará de acuerdo en rescatar todas sus crónicas literarias pero bien se podría armar una estupenda antología con algunas de ellas. Con las que ha dedicado, por ejemplo, a los autores mexicanos.
Su trabajo de cronista literario en el que nos ha compartido sus asombros ha sido tan importante que difícilmente podríamos entender nuestra vida literaria y cultural del siglo XX y lo que va del presente. ¿Quién sino él para conectar a Safo con la Internet? ¿A Gloria Treviño con Ovidio? ¿A los poetas de la antología griega con las pasiones de nuestros días?
La primera reseña sobre La región más transparente se la debemos a José Emilio y el mejor retrato de su amigo Carlos Monsiváis lo hizo en su reseña de Días de guardar en la que lo llamó Monsimarx, Monsimailer o Monsimad.
¿Y qué decir de la descripción de Piedra de sol, la mejor que se ha hecho hasta hoy día?
Una de las pestes que ha padecido la literatura mexicana es el menosprecio. Ojalá que los reconocimientos recientes que ha tenido José Emilio con justa razón sirvan para sanear nuestra vida cultural y sobre todo para recuperar buena parte de nuestra memoria cultural y literaria que José Emilio se ha empeñado en fijar con gozosa constancia en diversas publicaciones. Se sabe hijo de una tradición que viene de la academia de Letrán fundada en 1836 y sería una lástima que no le diéramos continuidad.

lunes, 18 de marzo de 2013

Sergio Pitol: el traductor traducido

18/Marzo/2013
El Universal
Yanet Aguilar Sosa 

Parecía natural que siendo consejero cultural en las embajadas de Varsovia, Budapest y Moscú; embajador de México en Checoslovaquia o agregado cultural en París, Sergio Pitol se convirtiera en traductor y trajera al español la obra de escritores tan diversos como Henry James, Lu Hsun, Jane Austen, Joseph Conrad, Robert Graves, Witold Gombrowicz y Tibor Déry.
La pasión por la literatura universal, llevó al cuentista, novelista, ensayista, editor, traductor y diplomático mexicano a crear su propia geografía de la narrativa del mundo, pues desde mediados de los 60 y hasta hace pocos años, el autor de El arte de la fuga, El mago de Viena y Domar a la divina garza ha traducido poco más de 40 obras fundamentales de las literaturas polaca, rusa, inglesa, francesa, italiana y china.
Lo que fue casi inevitable es que ese traductor de talento indomable y curiosidad voraz se convirtiera de manera natural en uno de los escritores mexicanos más traducidos en los últimos diez años a lenguas tan diversas como francés, alemán, italiano, polaco, húngaro, holandés, ruso, portugués, chino, hebreo, japonés, coreano, vietnamita y árabe.
El bibliófilo, que posee una biblioteca enorme y envidiable en su casa de Xalapa, hoy celebra 80 años de vida rodeado de sus amigos. No quiso viajar, aunque es uno de sus mayores placeres, decidió quedarse tranquilamente en casa, donde están los libros que ha reunido a lo largo de la vida, las obras que ha traducido –la versión más reciente está en la Biblioteca Sergio Pitol Traductor- y donde están las traducciones que otros han hecho de su obra.
Es un escritor querido y generoso, además de ser uno con gran renombre internacional lo que ha generado que muchos estudiosos analicen su literatura y que muchos traductores lleven sus obras a otras lenguas.
Rodolfo Mendoza Rosendo, editor, crítico, ensayista y cronista de libros, pero ante todo amigo y coautor con Pitol de varios proyectos, asegura a EL UNIVERSAL desde Xalapa, que al escritor nacido en Puebla, el 18 de marzo de 1933, se le empezó a traducir pronto y que sus primeras versiones al polaco datan de los años 60, cuando él ya había estado en Polonia, pero también hay traducciones de algunos cuentos, hechas al ruso en los 70.
“Pero sin duda, el mayor número de traducciones de las obras narrativas de Sergio Pitol empezó en la última década del siglo pasado, por ahí del 97 o 98, con la publicación de El arte de la fuga que fue un parteaguas y que se empezó a traducir muchísimo”, señala Mendoza Rosendo.
El coordinador de la colección Sergio Pitol Traductor de la casa editorial Universidad Veracruzana y director de la revista La Nave, afirma que en los últimos tres o cuatro año su obra ha sido llevada a idiomas “que uno podría decir que son más complicados y se invierte más tiempo en la traducción, pero han salido sorpresivamente rápido. Por ejemplo, en italiano ya está entre el 60 y el 70% de las obras totales de Pitol; también se ha traducido a francés, ruso, húngaro, polaco, y a idiomas orientales”.
Escritor del mundo
“Mi literatura está fundamentalmente tejida de recuerdos. No es una virtud: es una deformación. Mi proceso creativo está muy ligado a la atención que le presto a las evocaciones. Busco el pasado y lo alimento”, señaló en una ocasión Pitol. También ha dicho: “El primer párrafo viene como resultado de una herida emocional”.
Alejandro Hermosilla, filólogo español y profesor en la Universidad de Murcia recuerda que su acercamiento a la literatura de Pitol fue al terminar su tesis doctoral sobre Ernesto Sábato; deseaba venir a México y para obtener una beca debía redactar un proyecto sobre algún escritor, entonces cayó en sus manos El mago de Viena, lo leyó y al poco tiempo se topó con Nostromo de Joseph Conrad traducido por Pitol. “Mi acercamiento a su literatura fue gradual y progresivo. No la leí de golpe. De hecho, no terminé de leer su obra completa hasta consultar la de decenas de otros escritores mexicanos”.
En entrevista con EL UNIVERSAL, vía correo electrónico, Hermosilla Sánchez asegura que lo que más le gusta de la obra del escritor mexicano es que está pensada al milímetro y que es muy meditada. “Es capaz de conjugar influencias muy diferentes sin desequilibrio. Su complejidad extrema, en ciertos momentos, hace que cuando conseguimos tener el mapa entero de lectura de sus libros, la satisfacción sea alta. Es un escritor muy sutil que deja muchos puntos vacíos en lo que escribe, que hemos de llenar creativamente”.
El estudioso español que ha escrito varios ensayos acerca de Pitol, dice que las referencias que maneja son de primer orden y tan abundantes que agranda inevitablemente nuestro conocimiento literario. “Decenas de veces he tenido que interrumpir la lectura de uno de sus libros para comenzar muchos otros que cita y no conocía, o no había disfrutado hasta entonces. El arte de la fuga y El viaje son libros prodigiosos de naturaleza casi alquímica”.
La geografía literaria de Pitol es muy amplia, lo sabe su amigo Rodolfo Mendoza: “El arte de la fuga fue un parteaguas no sólo para la literatura de Pitol, ni solamente para la mexicana, sino para la lengua española, un libro donde se reúne una convergencia de géneros, donde uno lee un ensayo y una narración, pero al mismo tiempo lee una suerte de memoria de vida y memoria intelectual… hay un pel ensayista que viene a cubrir esos pequeños huecos que habían quedado”. De ahí que sugiere adentrarse a esa faceta de Pitol, leer sus ensayos sobre Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Jorge Ibargüengoitia o Carlos Monsiváis, y sus ensayos sobre Conrad, Henry James, Antón Chéjov.
Retos para sus traductores
Hace un par de semanas Pitol recibió un libro de él traducido al hebreo y en los últimos años se han visto sus traducciones al chino, japonés, coreano, vietnamita y árabe. Se le ha traducido a cerca de 30 idiomas. Gustavo Guerrero, su editor en Francia, le contó a Mendoza que cuando publicó Domar a la divina garza Pitol hizo cambios, movió capítulos, quitó algunos, escribió varios especialmente para la edición francesa.
Alejandro Hermosilla afirma que Pitol posee un estilo muy preciso, riguroso y bastante complejo, con muchas elipsis tanto temáticas como formales que obligan a ser lo más puntilloso posible traduciéndolo. “Tiene una forma muy peculiar de construir las frases que obliga a simbiotizarse con él si se quiere establecer un diálogo fecundo con su obra. Ese orden extremo ayuda mucho al traductor, pues es prácticamente imposible encontrar una errata o pequeño error en sus libros”.
Hace dos años, Anna Tkácová tradujo El arte de la fuga al checo, hacerlo no fue cosa fácil, incluso el título: fuga tiene varios significados en español, pero no en checo.
“Tuve muchos problemas, en lenguas romances, la palabra fuga contiene como tres aspectos, pero al traducirlo es muy difícil y los tres aspectos están planteados en el libro. Primero fuga como género musical; fuga como huida física del propio autor desde México, él buscaba un escape, huir de la situación política; y fuga como escape del mundo real al mundo de fantasía, arte, belleza hecha por las manos humanas”.
Pitol es políglota, amante de la literatura, lector y traductor consumado, Premio Cervantes 2005, Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo 1999 y Premio Nacional de Ciencias y Artes 1993, está de fiesta. Alejandro Hermosilla lo felicita y Mendoza Rosendo le ha escrito una larga carta de casi cuatro cuartillas: “Regalarle un libro no es buena idea, tiene una biblioteca enorme y envidiable, pero a sugerencia de mi mujer uno de los regalos que le voy a hacer es una carta, nunca le he escrito a Sergio porque lo veo todos los días”. Así, Pitol, el viajero, está de fiesta. Felices 80, maestro.

domingo, 17 de marzo de 2013

Una celebración de Sergio Pitol

16/Marzo/2013
Milenio
Jesús Alejo Santiago

Durante más de 30 años vivió fuera de México, pero antes y después formó parte de una tríada que recorría las calles de la ciudad y hablaba de libros, de hallazgos y coincidencias. Luego fue uno de los primeros interesados en traer al español a escritores que formaban parte de los gustos de unos cuantos.
Pitol se sabe un escritor difícil, de pocos lectores —pero muy fieles, aclara. Sin embargo, no se trata de una condición que lo alarme; al contrario, recuerda que jamás ha estado interesado en escribir sobre lo que está de moda o resulte fácil para el lector.
Al llegar a sus 80 años, que el escritor festejará mañana, pese a problemas de salud mantiene una lucidez que se refleja en sus textos. Los festejos iniciaron en la FIL del Palacio de Minería y continuarán la próxima semana en la Universidad Veracruzana.
Como un reconocimiento al escritor, MILENIO presenta las opiniones de 13 miembros de nuestra república literaria, quienes coinciden en la importancia del escritor para las letras hispánicas.
Juan Villoro
Entiende la narrativa como una aventura de la libertad, donde los géneros se mezclan fecundamente. En El desfile del amor el ensayo se mezcla con el relato y la autobiografía. No es muy común que la literatura latinoamericana sea tan reflexiva. En Pitol, las ideas son parte esencial de la trama. Además, es un traductor excepcional, que ha ampliado los registros de nuestro idioma traduciendo casi 100 libros de otras lenguas. Por él conocimos a Gombrowicz, Pilniak y muchos otros.
Es difícil escoger, pero la pasión está hecha de caprichos: elijo el libro de cuentos Vals de Mefisto. Es una lección maestra de cómo se escriben los cuentos. Pitol investiga su historia a medida que la narra, la discute, la corrige y le busca nuevas posibilidades. Cada cuento es un taller sobre cómo se escriben los cuentos. Una maravilla.
Hernán Lara Zavala
Su obra narrativa es excéntrica y singular. Sus cuentos y novelas son completamente diferentes a los de sus compañeros de generación, acaso por vivir tanto tiempo fuera del país: ocurren en diversas partes del mundo y sus temas siempre sorprenden por lo misterioso, lo oblicuo y su agudo sentido del humor, que nos hace reír con un dejo de amargura.
La obra que más admiro es El arte de la fuga, pues en ella se combinan de manera excepcional la prosa fina y delicada, el lector inteligente y el artista sensible que ama la pintura, la música, los viajes y la literatura en el todo unitario del arte.
Rodolfo Mendoza
Se figura es emblemática, pero al mismo tiempo es una rara avis de la literatura mexicana y en lengua española. La de editor es una de sus facetas menos conocidas, pero dirigió para Tusquets la colección Heterodoxos, sin la cual no hubiéramos visto en lengua española muchos de los libros que ahora nos resultan tan importantes.
Él fue testigo de mi boda, y ahora que seré padre por vez primera fue Sergio el primero en saber la noticia. Eso sucede con las personas por las que uno profesa una admiración tan sobrada como se la tengo a él: un ser de una generosidad absoluta, de un sentido de la amistad y la solidaridad a prueba de todo.
Rafael Pérez Gay
Su obra es una de las aventuras creativas más intensas de las letras mexicanas. Desde la publicación de El tañido de una flauta, inició un viaje interior en busca de su propia expresión. Desde luego, la trilogía de El Carnaval es un tríptico superior de la narrativa mexicana: El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal me gustan. Volvería a leerlas sin duda alguna.
Otro gran libro: de 1996, El arte de la fuga. En su carácter anfibio, en su entramado autobiográfico, las páginas de este libro entregan un largo regreso al ensayo más viejo, más clásico, al mejor de los ensayos, aquel que combina con tanta libertad como poder lingüístico la búsqueda interior, la confesión, el diario, el libro de viajes, las memorias.
Fernando Solana
La obra de Sergio me representa una revelación, un aprendizaje iniciático, una alta lección de sensibilidad y literatura, un magisterio superior. En suma, una polifonía creativa sin la cual el lenguaje y la imaginación no serían lo que son.
Su tríptico novelesco El desfile del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal me apasiona. Pero también otras novelas suyas, sus laboriosos cuentos, sus lucidísimos ensayos y sus incandescentes traducciones. Resumo y preciso: me gustan sus obras completas. ¿Por qué? Porque son inagotables.
Armando González Torres
Las novelas y cuentos de Sergio Pitol fueron para mí una referencia literaria exquisita y misteriosa; Pitol personificaba una sensibilidad cosmopolita, así como una escritura versátil y excéntrica. Esas cualidades se han ido decantando en sus obras de madurez, cuando rompe de la manera más virtuosa con las fronteras entre géneros. Por supuesto, estas cualidades como escritor no están desvinculadas de su tarea de traductor: al ser intermediario lo mismo de clásicos como Henry James, que de auténticos genios extraterritoriales como Witold Gombrowicz o Jerzy Andrzejewsky, Pitol eligió y emuló un canon heterodoxo que explica mucho de sus propios tonos y temas.
Mi obra preferida de Pitol es Domar a la divina garza, que es una comedia muy inteligente y exigente, capaz de burlarse de la vanidad y los afanes de grandeza intelectual de una manera muy espontánea y gozosa, sin caer en el moralismo ni en el resentimiento.
Ignacio Padilla
Es el maestro y la punta de lanza de la apertura de la literatura latinoamericana a la influencia de las letras europeas contemporáneas, particularmente a ciertas letras eslavas y algunos rescates anglosajones. Sabio, elegante, universal e influyente, es una rara avis que se convirtió en un maestro indispensable.
Su trilogía es su obra más notable: lección de estilo, estructura, pensamiento y humor. También es importante mirar con atención su trabajo como traductor, en el que también se ha permitido ser creador.
Javier García-Galiano
Creo que representa sobre todo un lector sagaz y certero, que descubre incesantemente autores que acrecientan el placer de la lectura. En su autobiografía, se recuerda leyendo desde niño, en Córdoba, Veracruz. Su curiosidad literaria parece infinita y se recrea perpetuamente rememorando, como un viaje, obras diversas como los clásicos de cualquier idioma, como las de escritores legendarios como Jakobsen, Chejov, Conrad, Graves o Bulgakov; rarezas como Pilniak, costumbres como Pérez Galdós, Tolstoi o Rilke, a muchos de los cuales ha traducido. Quizá por eso, el libro que recomendaría es El arte de la fuga, en el cual ese lector admirable conjuga apuntes de lectura y de viaje, diarios, ensayos, recuerdos, historias, chistes y chismes como un gran conversador.
Alberto Chimal
La obra de Sergio Pitol representa una de las cimas de la literatura mexicana del siglo XX. Una obra que se podría ver como la representación de una conciencia inconfundible, curiosa, profundamente universal. No hay otro escritor entre los grandes que tenga esa individualidad tan acendrada y tan potente, y su avidez intelectual es un ejemplo tan poderoso para todos sus admiradores como su estilo
Rosa Beltrán
La obra de Sergio me parece fundamental por la reinvención permanente, el asombro, la fusión de novedad y tradición, el desprecio por la solemnidad y el rescate de ese náufrago de nuestras letras: el humor. El arte de la fuga es el libro que más me gusta, porque es la invención de un estilo: su estilo.
Jorge F. Hernández
Nadie como él ha respirado en lecturas y viajes el orden misterioso del mundo, los escenarios del frío, las traducciones de autores que escribían en la nieve y, quizá por lo mismo, al volver de su periplo vital por Europa, Pitol se volvió el corazón palpitante, poco visto, aquerenciado al tiempo que aumentaban los registros de sus afectos, habitando precisamente el corazón de Xalapa. Han premiado a un escritor inmune al veneno de las vanidades, dueño de la epifanía tortuosa de la creación literaria en su emoción más pura, y a un hombre que ha sabido contagiar en algunos la intensa palpitación de la sinceridad que ofrece a todos.
El arte de la fuga es memoria y la cartografía del oficio; son los laberintos de los párrafos y las admiraciones que contagia... Es un amoroso revuelto de géneros y un acicate para todo aquel que se cree escritor, siendo sin olvidarlo lector.
Ignacio Trejo Fuentes
Su obra es entrañable y aleccionadora. Me ha enseñado a más o menos leer bien y, sobre todo, me ha dado lecciones de vida. Hemos convivido y conbebido. Hace muchos años, estaba yo revisando el anaquel donde estaban los libros de Anagrama en la recién inaugurada librería del Palacio de Bellas Artes, cuando una voz a mis espaldas dijo: “No pierdas el tiempo; lee a Fulana, a Zutana y a Mengano”. Era Sergio, y le hice caso. Luego conviví con él y con Vicente Quirarte, Jorge Esquinca, Guillermo Fernández, Eduardo García Aguilar, Rafael Vargas, Mario del Valle y varios más en La Casa de las Brujas.
Me gusta mucho El desfile del amor, muchos de sus (repetitivos) cuentos y sus libros de crónica. No entiendo muy bien su trilogía, donde incluye Domar a la divina garza; me parecen novelas esperpénticas y para “iniciados” en algo, no sé qué. Es un magnífico ensayista. Lo admiro.
Marcial Fernández
De su vasta obra lo que me parece más interesante es su cuentística: el relato breve de corte ficcional, la autobiografía que se inventa o reinventa en situaciones cotidianas, casi siempre en países distantes, lo que hace que sus cuentos sean para el lector mexicano cercanos y misteriosos, y para el lector extranjero un descubrimiento de cómo otros ojos ven su realidad.
Su gran apuesta, más allá de su cosmopolitismo, está en convertir la lectura en un acto de creación mediante una intrincada estructura que deja espacios vacíos, oquedades para el decir de los lectores.

Emily Dickinson vista por Francisco Hernández

17/Marzo/2013
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

En las ediciones Monte Carmelo, que dirige el poeta tabasqueño Francisco Magaña, apareció hace unas semanas Una forma escondida tras la puerta, el nuevo libro de poemas de Francisco Hernández, en el cual recrea vida y muerte de Emily Dickinson, “el gorrión de la Nueva Inglaterra”. Como en otros libros, sobre todo los del famoso trinomio de Moneda de tres caras (Schumann, Hölderlin y Trakl), Hernández, para retratar al personaje, utiliza algunos datos reales e inventa situaciones de trastorno, creando una atmósfera que encierra –ahoga– al lector en una cárcel invisible de la que no puede salir. Schumann, Hölderlin, Trakl y Dickinson son personas solitarias, exiliadas en pequeños lugares donde difícilmente se mueven, perseguidas por demonios en vías laberínticas, donde no encuentran –no encontrarán– el hilo salvador. Son de esos seres que podrían haber hecho suya la frase de Schopenhauer: “Hay un solo error innato: creer que estamos aquí para ser felices.” Es curioso: cuando uno piensa en la muy amplia obra poética de Francisco Hernández (más que obra él prefiere llamarla escritura), se asocia casi de inmediato con la parte objetiva, en la cual ha creado una galería de personajes perturbados, aunque en cada uno deja una porción, a veces terrible, a veces llena de ternura y desamparo, de sí mismo.
Como en otros libros, Hernández une asimismo, en Una forma escondida tras la puerta, un viento lírico con aforismos de fuego y de sombra. De estirpe cioranesca, quien toca sus aforismos sufre cortaduras, desgarraduras, asfixia.
Dividido en tres secciones, hay en el libro una atmósfera de hospital psiquiátrico que crean dos escribas con desequilibrios psíquicos, quienes desde una ventana miran a Emily ir y venir por su casa, y Lavinia Dickinson, quien describe la muerte, el velorio y el entierro de su hermana. Los tres la observan, o creen hacerlo, e interpretan lo que hace y lo que acaece a su alrededor.
Emily Dickinson tenía obsesión por el color blanco, quizá el más terrible de los colores, y que se suele identificar más con la locura. La tercera parte, que narra Lavinia, la domina el blanco. Pero ya el primer escriba, en un breve poema henchido de ternura que Emily no podrá escuchar, le dice: “Te sueño, te soñé, te soñaré./ Eres un puñado de palabras blancas/ intraducibles./ Las pronuncio, son un festín/ para mis labios./ Las acaricio hasta la última sílaba,/ rogándote que nunca dejes de ser/ ese puñado de palabras blancas/ intraducibles.” Por demás, los habitantes del entorno la llamaban con un apelativo hiriente: “La monja blanca de Amherst.” La elección de Emily por el color blanco nace en 1958, a sus veintiocho años, al partir a San Francisco un hombre clave en su formación intelectual: el reverendo Charles Wadsworth.
De ilustre familia, Emily (quien no supo nunca que tenía el genio) se negó a la vida pública, pese a haber sido una joven bella, pequeña, sonriente, educada. Encerrada en su casa de Amherst o efectuando largos paseos por el campo con su perro, Emily Dickinson fue ejerciendo en sí misma –contra sí misma– una lenta tarea de nulificación, apenas alumbrada por el amor fulgurante que tuvo por un predicador que conoció de adolescente en Washington, lo cual terminó en fracaso al enterarse de que era casado, y en segundo término, la posible relación con su cuñada; eso explicaría acaso los decenas de poemas de amor que escribió. Al final de su vida, o quizás antes, Emily parece haber conseguido, luego de una tarea sin descanso, llegar a ser Nadie y haber logrado “huir del paraíso”. O dicho por Francisco Hernández en una suerte de carta que Emily deja en un buzón: “¿Quiénes son ustedes?/ ¿Por qué me vigilan o me espían durante/ el Día y parte de la noche?/ ¿Qué quieren de mí si yo no existo?”
Hablamos de datos reales de Emily que apuntan los escribas y su hermana Lavinia Dickinson. Pongamos algunos: la existencia de un daguerrotipo cuando tenía dieciséis años, el perro Carlo, la familia –padre, hermanos, Lavinia–, la lectura del Libro de las Revelaciones, los escasísimos siete poemas que publicó en vida, las cartas, los libros predilectos, la silenciosa escritura de sus poemas y los detalles de la muerte y el sepelio. En general, críticos y biógrafos ven a Emily Dickinson y su obra de una manera indivisible.
Recojamos dos opiniones altamente autorizadas. Una, la de J. B. Priestley, en su famoso libro Literature and Western Man, donde hace en general un análisis muy severo de los poetas estadunidenses del sur y de Nueva Inglaterra de aquella época. Sin embargo, resalta una gran excepción: “Quien más se aproxima a la expresión del espíritu y del carácter de Nueva Inglaterra es una poeta que permaneció ignorada mucho tiempo, Emily Dickinson, una solterona que poseía un estilo brusco, cortante, con frecuencia desmañado, no muy alejada a menudo del motivo de la muerte, pero capaz de lograr en ocasiones una poesía densa y atrevida, que hace parecer tímidos a los poetas de su tiempo y la cual tiene una variedad retórica extraordinaria.”
La otra es de Jorge Luis Borges, quien en un bello juego de comparaciones con Ralph Waldo Emerson (donde trata mucho mejor a Emerson como poeta que Priestley), resume extraordinariamente: “Pese a diferencias notorias, la obra poética de Emerson y la de Emily Dickinson son afines. No debemos atribuir esa afinidad a un influjo directo del primero sino al compartido ambiente puritano. Ambos fueron poetas intelectuales, ambos desdeñaron o descuidaron la dulzura del verso. La inteligencia de Emerson fue más lúcida; la sensibilidad de Emiliy Dickinson quizá más fina. Los dos abundan en palabras abstractas. Una labor que abarca mil piezas y que no se escribió para la imprenta adolece fatalmente de desniveles, pero en las mejores páginas [de Emily] se conjugan la pasión mística y el ingenio” (Introducción a la literatura norteamericana).
En la actualidad, en América Latina, quizá nadie podía ahondar más en la mente y en el alma de Emily Dickinson y trasladarlo en un libro de versos como Francisco Hernández. Se empeñó en la labor, y la hizo intensamente. Lo hemos dicho desde hace cosa de veinte años: Hernández no sólo es el mejor poeta de las promociones de los nacidos en las décadas de los cuarenta y cincuenta, sino ante todo es un gran poeta.

sábado, 16 de marzo de 2013

CREADORES, ESTADO MEXICANO y SOCIALISMO

16/Marzo/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

 
Las artes y la escritura llevan siglos de autocrítica que gradualmente las inclina al servicio del cambio social.
Sólo una visión reaccionaria cree que el gobierno pertenece a tiranos o corporaciones y, por ende, el artista debe mantenerse apartado del Estado.
En una fase social avanzada, las artes tendrían la función de promover cambio social.
En México se ha formado —de modo ambivalente— un Estado con fuerte lazo con los agentes culturales.
Desde la derecha, se emplea y/o percibe este proceso como cooptación de los artistas y escritores mexicanos. Se decide que este lazo es inevitablemente funesto, detrimental a la supuesta autonomía de las artes. La derecha abierta y subrepticia denuncia el caso mexicano como aberrante.
Desde un rechazo al apoyo del Estado a la producción cultural —náusea alimentada por Nixon, Thatcher, Reagan y el neoliberalismo en general— se alega que el lazo de los agentes culturales mexicanos evidencia su índole reaccionaria.
Una perspectiva de izquierda, en cambio, considera que el Estado tiene la obligación de impulsar el arte, la literatura, tanto como los servicios médicos y la educación pública.
El problema no es que las artes y la literatura estén vinculadas al Estado sino que el gobierno, la sociedad y los agentes culturales han saboteado el potencial revolucionario de este lazo.
El neoliberalismo desearía que el Estado mexicano suspendiera todos sus programas culturales, y los creadores mexicanos naufragaran en un sistema educativo privatizado en que serían subempleados o en un “mercado” magro debido a la pobreza de las mayorías, que no pueden pagar productos o servicios culturales, y cuyas clases sociales en general ven con desconfianza a las estéticas progresistas.
Este es un momento crucial de las artes y las literaturas mexicanas —y la academia de las ciencias sociales y las humanidades—, para acelerar la formación de un aparato cultural integral de cambio social, que esté listo en el imaginario social y como laboratorio, y aguarde (e impulse) la llegada de un Estado socialista, que el futuro requerirá.
Con el PRI y el PAN en la presidencia —y los partidos de izquierda en una nebulosa mitad liberal, mitad populista— no hay un panorama macropolítico inmediato favorable.
Pero no perdamos de vista que la meta es que el gobierno se ponga al servicio de las artes, las artes al servicio de la sociedad y la sociedad al servicio del planeta.
Cualquier alteración de esta fórmula debe ser reparada. Y la fórmula en México siempre ha estado en desorden. Así que la lucha debe intensificarse.
Puede probarse que esta fórmula ha sido construida desde los pueblos y ciudades, los cinturones de miseria y los intelectuales mexicanos.
No abandonemos este proyecto político–cultural radical. Menos ahora que duerme y es necesario despertarlo de su propia historia.

Blanca Varela: Esto es hoy, algo perdido

16/Marzo/2013
Laberinto
Marco Antonio Campos

Tanto en poesía como en narrativa, el siglo XX fue el siglo de Latinoamérica. En la poesía moderna ya era notable el principio de las grandes obras desde el decenio de los veinte y de la novela desde los cuarenta. No hay casi país en nuestro subcontinente que por una u otra vía no haya dado al menos un poeta de relumbre. En algunos irradiaron mayormente, como en los casos de Nicaragua, Brasil, Perú, Chile y México. En el Perú baste pensar en César Vallejo (el gran patriarca), César Moro, Emilio Westphalen, Martín Adán, Jorge Eduardo Eielson, Javier Sologuren, Rodolfo Hinostroza y Antonio Cisneros, y desde luego esa singular voz femenina, Blanca Varela (1926–2009), quien pertenece a toda la lengua española.
   La breve y concentrada obra de Blanca, que llegará apenas a las 250 páginas,  abarca ocho libros: Ese puerto existe (1959), Luz de día (1963), Valses y otras falsas confesiones (1972), Canto villano (1978), Ejercicios materiales (1993), El libro de barro (1993), Concierto animal (1999) y El falso teclado (2001).
  Ardua, lúcidamente espinosa[1], la poesía de Blanca Varela, salvo en algunos poemas en prosa de índole narrativa, alude mucho más de lo que menciona y múltiples imágenes y conceptos dan la impresión de abrirse en varios gajos como con una fruta. O digámoslo con un verso de ella: “lo apenas entendible brilla con insistencia”. Su poesía es imposible explicarla y detallarla en prosa, y aun traducida a otra lengua, debe perder más de lo que habitualmente se pierde: por sus silencios, la ausencia de narratividad, la audacia de las imágenes, ambigüedades, plurisignificaciones, sinsentidos, “signos en rotación”, unión en fuego de los contrarios, repeticiones como espaciados tic tacs (por ejemplo, en su “Conversación con Simone Weil”). “Poesía contenida, pero explosiva, poesía de rebelión”, escribió Octavio Paz en 1959 en el prólogo a su primer libro (Ese puerto existe)[2]. Rocío Silva Santisteban dice de otra manera lo mismo fijando que la característica principal de la lírica de Varela es el riesgo.”[3].
  Aquí y allá, en toda su obra, Blanca Varela reparte dardos sarcásticos, burlas envenenadas, impugnaciones iracundas, injurias dilacerantes y no excluye en su lenguaje el uso de palabras escatológicas. Como quiso e hizo Neruda, su poesía abunda por fortuna en magníficas impurezas. No son muchos los instrumentos que toca, pero como César Vallejo, Aurelio Arturo o Jaime Sabines, los tocó muy bien y de una manera decididamente diferente[4]. Algo curioso: hija de una compositora de música criolla (Serafina Quinteros), integró en un libro[5] esa suerte de música, en especial el vals peruano, y casi siempre dio en el clavo. Trabajó el verso libre, el poema en prosa y ocasionalmente el versículo. Parecía escribir por ráfagas y relámpagos y aun los escasos poemas largos dan la impresión de ser, como pretendía Poe, una sucesión de poemas breves. De las otras artes, pese a estar casada por más de treinta años con un gran artista (Fernando de Szyszlo), pese a tener un gusto trabajado y una honda formación, no es de la pintura sino del cine del que se sintió más cerca, pero apenas si lo hallamos en su obra poética. Aun escribió crítica de cine para la revista peruana Oiga y firmaba con el seudónimo de Cosme[6].
   Obra escrita al borde del precipicio, hallamos de continuo la inminencia de lo terrible y la conciencia de la indefensión. Blanca Varela tenía el don angélico de la lucidez pero en sus poemas prevaleció el demonio del dolor y la rabia. En una amplia parte de sus ocho libros es perceptible que algo anda mal o muy mal en el mundo, algo que desata el nudo y las cuerdas de la furia, algo que mengua al ser humano, pero entre eso encontramos destellos de soles vivos y ternuras tristes por las cosas buenas que le fueron dadas y que tocan una guitarra de luz en el corazón. Varela sabía muy bien que con el lodo vuelto barro pueden levantarse casas perdurables y crear una prodigiosa alfarería.
  En sus piezas líricas Blanca Varela da la imagen de que quiere huir sin poder conseguirlo, que el presente continuo está hecho de quebranto y menoscabo. Las cosas, aun las más bellas del planeta, en un desgarrón luminoso pueden llegar a horrorizar: el coral tiene garras, el cielo está hecho jirones, los árboles acaban en la tala, el hombre es un “nobilísimo verdugo”, “el fruto cae envenenado por el aire”, la casa firme se desmorona, la poesía brilla intensamente por instantes y desaparece en la niebla o la oscuridad hasta dejarnos con las manos vacías…  A menudo, en su obra, no sólo hay un socavamiento de los otros o del otro o de sí misma, sino también áspera y despiadadamente hacia sí misma. Al leer su poesía no deja de parecerme que se está caminando entre un aire donde vuelan los cuchillos, pero también, desde otro ángulo, como una barca a la deriva en un lago donde no se ve la orilla.
   Los motivos sobresalientes que creo hallar en sus piezas líricas inimitables son: las calles mágicas de la infancia; las quietudes y rugidos del Océano Pacífico visto ante todo desde los recuerdos vívidos de su puerto de infancia (Puerto Supe) y desde su casa limeña en el barrio de Barranco; detalles del pasado inca que aún se oye en las palabras del canto[7]; el enemigo íntimo invisible que a veces puede ser ella misma; los colores de las máscaras que lo mejor hubiera sido no quitárselas; la identificación con animales, por ejemplo, el perro; ráfagas o instantes de deslumbramientos que deja la naturaleza; el amor, o más correcto, la lenta y sangrante ruptura amorosa; el principio de los adioses que dictan las horas en la noche del reloj, y al final, la muerte, la sinsombra, la cual, “como mala madre”, la toca bajo los ojos…
   En sus poemas, sobre todo de des(amor) agresivo hay las furias y las penas, y creemos ver y oír los tajos del cuchillo, las bofetadas rabiosas, las dentelladas violentas, como en poemas latigueantes (“Vals del Ángelus” y “Monsieur Mounod no sabe cantar”), en los que la protagonista desuella minuciosamente al todavía amado. No pocas ocasiones el hombre termina en el suelo y retratado en un tamaño liliputiense. En otras, cuando la ira se ha ido, cuando se es consciente de la indiferencia del otro, puede sentirse toda la tristeza del abandono. 
El amor extremo de un hombre y una mujer es quizá el hecho más bellamente alto que es dable vivir, pero suele durar poco y dejar en quien pierde demasiadas heridas.
   ¿Dios? Da la impresión de un Ser monótono que desde el primer asomo de luz dice y hace lo mismo y al final parece habernos abandonado. “La sordera de Dios hasta hoy la siento”, responde en 1996 a Rosina Valcárcel. Dios está[8] ¿pero de qué sirve si no oye?
   Como ha hecho notar la crítica, cuando Blanca Varela llega a París[9] en 1949, ya casada con Fernando de Szyszlo, coexisten dándose la espalda el existencialismo y el surrealismo, o más exactamente –corregiría yo-, los jadeos y estertores del surrealismo, aunque algunos activos surrealistas nunca se resignaron, por ingenuidad, tozudez o ceguera, a aceptar la evidencia de su anacronismo[10]. Sin embargo debemos subrayar que en buen número de casos no fue lo mismo el surrealismo en Europa que en América. Los surrealistas europeos, principalmente en Francia, al margen de su magia de salón, de sus escándalos callejeros pour épater le bourgeois, buscaban en sus versos el automatismo psíquico y el lenguaje del sueño; desde las profundidades mentales se trataba de un ir más allá; en América, en cambio, en algunos poetas llega a ser una marea desbordante o una poderosa fuerza telúrica o una hoguera onírica, como en ciertos libros del martiniquense Aimé Cesaire, del quebequense Paul–Marie Lapointe, de los argentinos Enrique Molina, Olga Orozco y Francisco Madariaga, y también, pero más contenida y cortante –aunque ella sólo aceptó en su escritura una “influencia primeriza”-, la peruana Blanca Varela[11]. Era un estar más acá, hundidos los pies en la tierra. Pero sin las lecciones del surrealismo, haya sido mayor, menor o muy menor, sin el impulso inicial, su obra poética no existiría o sería otra cosa; por demás, es casi imposible no ser sellado por su ambiente y su época. Una paradoja: de quien podría Blanca tener más afinidad entre los surrealistas es del expulsado por los surrealistas: Antonin Artaud. ¿Cuántas líneas de sus libros no son navajazos que señalan la cara? Dije señalan porque luego de cerrarse la herida no hay cirugía que borre la cicatriz. Sin embargo en la poeta peruana hay momentos de gran luz, ternuras que ahondan en lo más íntimo del alma, exaltaciones como destellos amarillos, rojos, azules.
   Blanca Varela dejó al menos quince poemas que son como joyas de oro para la vitrina. Citemos unos cuantos: los antedichos “Vals del Ángelus” y “Monsieur Mounod no sabe cantar”; “Puerto supe”, donde deja en pequeñas e intensas luces momentos de la infancia; “Del orden de las cosas”, que busca mostrar, involuntaria o deliberadamente, que la misma desesperación tiene su geometría; “En lo más negro del verano”, estremecedora pieza entre el blanco y el negro, la vida y la muerte, el amor y el fracaso; “Auvers–sur–Oise”, un diálogo a ciegas con Van Gogh, escrito tal vez en el pueblo donde se suicidó Van Gogh; “Casa de cuervos”, que nace a partir de la experiencia del trato indiferente para con ella de su hijo menor (Lorenzo) entonces adolescente, y “Ternera acosada por tábanos”, del que contó a la poeta venezolana Yolanda Pantin que surgió de ver desde su oficina del FCE en Lima “a una criatura como de once años rodeada por un grupo de niños que aspiraban pegamento”. O brevedades estremecedoras, como “La justicia del emperador Othón”, que habría encantado a Cavafis, y los epigramas desolladores “Curriculum Vitae” y “Strip tease”. Pero no es posible desdeñar el grupo de poemas en prosa que hay en su espléndido libro Luz de día.  Muchos de sus versos ahondan y alargan, más allá de la arboleda, el paisaje del alma. Recordemos tres entre muchos. Uno, desconsolador: “Esto es hoy, algo perdido”; otro, terrible en su paradoja, que admira también Yolanda Pantin: “El suplicio comienza con la luz”, o éste, que nos deja inermes: “El amor es la tierra más frágil”.
 
En El libro de barro (1993) –Blanca Varela le dijo a Rosina Valcárcel- se halla un “recuento de su vida”; sin embargo, como lectores, nos es difícil, por su lenguaje abstracto y sus “lados de sombra”, hallar ese recuento. Tal vez, sin percibirlo mucho la propia autora, sea el libro donde tardíamente se encuentra más la sombra surrealista. Una cosa parece ser cierta. Ante la “retórica de horrores” (así lo calificó) que fue su anterior libro, Ejercicios materiales, buscó escribir un libro más reposado, el cual tiene como mayor emblema el mar. Pero hay momentos duramente amargos y tristes: “Alrededor de la misma mesa nos hemos sentado. Jamás juntos, es cierto. Pero el pan era el mismo y el solitario apetito de encontrar y perder cada bocado./ No sé qué nombre darle a estas cosas./ El papel está sediento de lágrimas. El trazo resbala, oriental, distante. La tinta hace su ruta, inalterablemente mortal/ Un naufragio sin mar, sin playa, sin viajero./ Sólo la urgencia, el desvelo, la absurda esperanza”.
  Eso duraría poco. En su penúltimo libro publicado (Concierto animal)[12], que tiene acaso como fondo principal el trágico deceso en un accidente de aviación de su hijo Lorenzo el 29 de febrero de 1996, se siente el desconsuelo ante el paso del tiempo y la vecindad de la muerte. Nunca se nombra al hijo, pero parece estar siempre presente.
   Es curioso o tristemente paradójico. Como escribe Mario Vargas Llosa en un artículo conmovedor de mayo de 2007[13], cuando Blanca Varela, lejos desde siempre de vanidad de vanidades y quien receló de todo éxito, empezaba a ganar grandes premios en nuestra lengua, fuera en buena parte de la realidad ya no podía disfrutarlos: el Federico García Lorca (2006) y el Reina Sofía (2007). Recuerdo que cuando me enteré de su muerte, acaecida el 12 de marzo de 2009, me volvieron a la ciudad del corazón los primeros versos de su último poema:
                                       Nadie nos dice cómo
                                       voltear la cara contra la pared
                                       y
                                       morirnos sencillamente
   Blanca Varela nació un año después de la mexicana Rosario Castellanos con quien no deja de tener hondas y secretas afinidades principiando por el anhelo de rebeldía y libertad. “La felicidad pasa de largo y se olvida de nosotros”, sentenció el desengañado príncipe Myshkin dostoievskiano. Ambas, quizá más temprano que tarde, lo comprendieron y aceptaron íntimamente, pero sublimaron las furias y las penas a través de su poesía desgarrada y desangrada, y son, si seguimos la triple escala de la categorización de Schopenhauer, “estrellas fijas”, o sea, aquellas que, a diferencia de “las estrellas fugaces” y de “los planetas”, se “mantienen inmóviles en el firmamento (y) poseen luz propia”. Del siglo XX, en el orbe de la lengua española, son las poetas que me hablan más al alma, son las poetas que prefiero.


[1] Sincera, modesta, Blanca Varela le contestó a Rosina Valcárcel en la mejor entrevista que dio y la cual es insoslayable para quien quiera conocer algo tanto sobre su vida como de opiniones que tenía sobre su propia obra: “Te hago una confesión: a mí no me gusta mi poesía, pero es la única que puedo escribir. Es una poesía honesta; no podía haber escrito de otra manera. Si hubiera querido fingir un mundo feliz no hubiera podido hacerlo. Mi apreciación del mundo es el de un mundo difícil, duro, a veces hermoso. A pesar de todo es gratificante tener conciencia de todo ello”. (Nadie sabe mis cosas, reflexiones en torno de la poesía de Blanca Varela, selección, prólogo y notas de Mariela Dreyfus y Rocío Silva Santisteban, Fondo Editorial del Congreso del Perú, Lima, Perú, 2007, “Blanca Varela: ‘Esto es lo que me ha tocado vivir’”, pp. 452). La entrevista se realizó en 1996.
[2] Puertas al campo, UNAM, México, 1964.
[3] “Aprender a ver en el doblez”, prólogo a la obra reunida El suplicio comienza con la luz, UNAM, México, 2013.
[4] Un par de curiosidades: en algunos poemas, sobre todo de su primer libro (Ese puerto existe), utiliza el disfraz de un yo masculino, y hábilmente también, en cierto número de piezas líricas, se vale de un diálogo que no se sabe bien a bien si se dirige a una o más personas o a ella misma.
[5] Valses y otras confesiones.
[6] A Rosina Valcárcel le confiesa que en 1949, cuando llegó a París, se la vivía en la cinemateca.
[7] Quizá en esto la influencia de su amigo José María Arguedas contó de manera decisiva.
[8] Blanca Varela se consideraba agnóstica.
[9] Un país (Perú) y dos ciudades (París y Florencia) fueron los lugares que dejaron en ella una traza definitiva. Como ella ha escrito en un artículo publicado en 1985 sobre su propia poesía (“Antes de escribir estas líneas”): en París, gracias a Octavio Paz, definió –acabó de definir– su vocación, y por Paz y el nicaragüense Carlos Martínez Rivas comprendió y aprendió “que la poesía es un trabajo de todos los días [y] que no la elegimos sino nos elige”. Escuchar “a sus anchas” a André Breton en el café de la Place Blanche, donde era invitada por Paz, la impresionó vivamente. Por su parte Florencia, “fue la ciudad de salida, la de los adioses, la de las mejores revelaciones que siempre, hélas, son las últimas”. Perú ante todo representó la cara diaria y, como en el caso de Fernando de Szyszlo en la pintura, el regreso a las raíces precolombinas. No en balde Szyszlo –me lo dijo en un almuerzo en Lima en diciembre de 2012– admiró la pintura de los mexicanos Rufino Tamayo y Ricardo Martínez, quienes vieron vívidamente figuras y colores de nuestro pasado mexicano y los trasladaron a sus cuadros con originalidad y grandeza.
[10] Más o menos por la fecha de la llegada de Blanca a París, Alejo Carpentier, quien conoció bien a los surrealistas franceses, escribió lapidariamente en el prólogo de su novela El reino de este mundo, contraponiendo lo real maravilloso al surrealismo: “De ahí que lo maravilloso invocado en el descreimiento –como lo hicieron los surrealistas durante tantos años- nunca fue sino una artimaña literaria, tan aburrida, al prolongarse, como cierta literatura onírica ‘arreglada’, ciertos elogios de la locura, de las que estamos muy de vuelta”. Lo que en Francia terminaba en América Latina aún se desarrollaba de una manera perdurablemente vital.
[11] En España hay la gran excepción de Poeta en Nueva York de Federico García Lorca.
[12] En una entrevista de octubre de 2010, Fernando de Szyszlo, quien fue su marido, contesta al periodista de Diario 16 que hablar de Blanca le conmueve “porque me recuerda las cosas dolorosas de mi vida, como la muerte de mi hijo Lorenzo”. Si en él fue “un punto de quiebre”, lo cual le hizo tener desde entonces la presión alta, Blanca. por su lado, “ya no quiso luchar y se fue apagando”.
[13] “Elogio de Blanca Varela”, Nadie sabe de mis cosas, Epílogo, pp. 467–470.