domingo, 1 de julio de 2012

Poniatowska, 80 años de sensibilidad e inteligencia

1/Julio/2012
Jornada Semanal
Adolfo Castañon


I
"Soy como el burro que tocó la flauta”, dijo Elena Poniatowska con coqueta modestia al dar las gracias durante la inauguración del Coloquio Internacional dedicado a ella y organizado en el Colegio de México por Elena Urrutia del Programa Interdisciplinario de Estudios sobre la Mujer. Esta frase pintoresca y completamente inexacta transparenta la elegancia y simpatía de la escritora que aspiraría a soslayar así la riqueza y diversidad de una sólida obra literaria que abarca la novela, el cuento, la crónica, el ensayo y, por supuesto, el periodismo, la entrevista, el reportaje. La ironía de Elena Poniatowska es un rasgo principesco, un gesto de larguèsse ante la susceptibilidad envidiosa de una comunidad literaria snob y displicente que hasta hace muy poco tendía a descartar a la vocación creadora de la escritora para subrayar su profesión periodística y así, por virtud de una manipulación ideológica, contaminar con la sombra de la superficialidad y el sentimentalismo (atributos del periodismo) la gravedad de los enunciados y denuncias que trabajan sus crónicas, ensayos y reportajes, para no hablar de la audacia creadora de su quehacer artístico en la novela, el cuento y el ensayo.
Distingo tres elementos en la prosa, en la obra de Elena: el plano autobiográfico, el plano periodístico y propiamente de investigación social sistemática en sus diversas figuras en Todo México, el plano histórico y cultural: Elena como una gran devoradora de su propio tiempo. Una geografía humana de México animada por un soplo libertario no sólo en los temas sino en la forma. Poniatowska como una gran experimentadora en su propia escritura. Encarna el reto de ir en busca de nuevas textualidades renovando a cada paso la memoria de lo literario.
Infatigable trabajadora, tenaz enamorada de su trabajo creador, Elena Poniatowska no es en modo alguno una escritora ocasional. Todo lo contrario. Elena se ha pasado la vida, como sugería Alfonso Reyes, con la pluma en la mano, los ojos y los oídos abiertos, con la grabadora siempre encendida y haciendo de este instrumento una caja de resonancia polifónica de la página que ella ha sabido transfigurar en una caja de música escrita como, por ejemplo, en la novela-reportaje Hasta no verte Jesús mío. O en una caja de estremecedora música marcial como en La noche de Tlatelolco, ese oratorio coral donde campean la muerte y la resistencia. O en una caja de música de elegiacas notas como en Las siete cabritas. O en una caja polifónica y abigarrada, como en la finísima maraña cosmopolita de Tinísima, o en los cuentos, excepcionales como diamantes, de su reciente colección: Tlapalería. La música de Elena Poniatowska no es por supuesto convencional ni estática. Prosa en movimiento, la de Elena Poniatowska es un instrumento plural: una orquesta –y no una flauta– donde la inteligencia sensitiva reconstruye las muy diversas voces de la ciudad literaria y política y de la humanidad sin ciudad, de las humanidades emergentes en el margen.
Entre las voces que se dan cita en la obra literalmente multánime de Elena Poniatowska, sobresale en la percepción de nuestro oído la voz de la voz, la voz maestra, una voz híbrida, a veces muda, donde el arte del decir se alimenta del arte de callar y desaparecer a tiempo. Una voz a veces también prístina y limpia. Pero ¿cual sería en Elena Poniatowska la voz de la voz? ¿Qué timbre tiene? Tiene, a riesgo de simplificación, un timbre profético: Elena Poniatowska, como algunos profetas de la Biblia, se limita a decir lo que ve, a transcribir lo que oye y escucha, a decir y a decirse a través de los otros, de las otras, como en el libro de semblanzas, en parte ficticias, en parte históricas, reunidas en el volumen Las siete cabritas, obra donde se decanta la variedad estilística y musical de Elena Poniatowska. Esa voz profética se alimenta de una experiencia de la otredad: Elena Poniatowska puede ser considerada una escritora extraterritorial, para evocar la expresión de George Steiner. 
George Steiner en sus ensayos de Extraterritorial habla de la conciencia cultural bilingüe de aquellos que se expresan en una lengua segunda, de Kafka, Nabokov, Borges, Samuel Beckett, y podríamos añadir Gil Vicente, Elías Canetti, Joseph Conrad, Kozinsky. Elena Poniatowska, una autora cuya experiencia del idioma es una experiencia crítica, segunda, ya que su lengua materna fue el francés, y su idioma literario parecería iluminado y sostenido por la libertad de un bilingüismo radical. Elena Poniatowska aprendió como segunda lengua el castellano, brindándose así la oportunidad de ver y oír el mundo ambiente a través de la retícula mágica de la traducción invisible que ella ha sabido llevar a extremos crecientemente originarios. Es en Elena Poniatowska notable la avidez de crearse un orden universal a partir del oído. La avidez con que Elena Poniatowska absorbe y se forma una lengua sólo es comparable al sentido de apropiación del país y de su cultura por medio de la escritura. Todo México es un título en la mejor tradición de guía de forasteros, título de guía de turistas, de geógrafo, de historiador natural. Todo México: historia natural de México, historia de México al natural, enciclopedia de México y de su sociedad a través de sus voces. Elena Poniatowska con una suerte de Buffon o de Linneo de la sociedad mexicana.
Es profética la voz de Elena porque siempre dice la verdad. No sabe mentir. Ha hecho de la búsqueda de la verdad no sólo un arte poética y literaria, sino también un arte de pensar y un arte de amar: un arte política. Una política irritante, inconveniente, incómoda para los oídos convencionales de los profesionales de la política y del acomodo. Búsqueda de la verdad que pasa por la búsqueda de las verdades individuales, la de Elena Poniatowska es una búsqueda ética y estéticamente arriesgada, una búsqueda del lugar civil y literario para las otras voces, las voces de los otros en la cultura mexicana y latinoamericana contemporánea.
Por eso no se puede leer a Elena Poniatowska impunemente: una vez leídas sus páginas, ya sea en la voz de Jesusa Palancares, la de los muertos y heridos de Tlatelolco, o en las voces narradoras de sus diversas obras –de Tinísima a La “Flor de Lis”– no sabríamos escuchar del mismo modo las voces intrincadas y entrañables desamparadas en México.
Queda, por último, apuntar al paso la función secreta de la música en la técnica narrativa de Elena Poniatowska, en sus cuentos y novelas, en sus ensayos y reportajes y aun en sus entrevistas.
La función de la música –la música de la prosa, en la vida de los personajes (por ejemplo, en La “Flor de Lis”) o en las partituras subyacentes a sus ensayos y crónicas– recuerda una voz indeleble del poeta Eliseo Diego: oído fino, corazón inteligente. Así, el oído fino de Elena Poniatowska nos permite hacer el viaje más peligroso de todos: el camino de regreso a casa, el camino que devuelve el sentido individual y colectivo a través del conocimiento escrito de las circunstancias. Y el que escribe bien, la que escribe bien, dice dos veces la verdad.
II
En Elena Poniatowska la figura clásica del sacrificio de la inteligencia ha de pasar para nosotros sus lectores como una piedra preciosa que, al pulsarla entre los dedos, la interrogan. ¿Sacrificio de la inteligencia o sacrificio por la inteligencia? ¿La inteligencia sacrificada ante el noble altar del compromiso; o bien ante la estabilidad y el conformismo, o bien incluso ante el poder sin pudor? ¿O bien se trata de la inteligencia que se (auto) sacrifica? ¿Por qué? El sacrificio está en la razón misma de la inteligencia o, al menos, de la auto-conciencia. No es la inteligencia –o no lo es solo– eficiente instrumento, arma. Es, más allá, una cierta conciencia de la vida, de la historia, del universo, de la poesía, la música, el silencio, el amor, la escritura, la lectura, la relectura, la conversación, el pan compartido, la alegría de cada momento, y la ilusión, la invitación a tomar conciencia de la inteligencia en el mundo, del sacrificio de la inteligencia ante la comprensión de todo eso.
Desde este horizonte, Elena Poniatowska se destaca con vivacidad y vitalidad (epíteto que suele aparecer en los saludos que le dedica su amigo Carlos Monsiváis) con su aura de ciudadana pluma en ristre, bien ganada desde La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio. Con su cristianismo no tan soterrado, con su práctica y religión de la solidaridad civil de la cual ha sido oficiante, cronista, coro, editor, apuntador, narrador, reportera, entrevista, novela, cuento, poesía y verso, como aquellos que ya publicó hace años cuando casi era niña en la revista católica Ábside. Elena, nuestra Elena, es un híbrido de Simone Weil y de Jean Daniel o, para acercarnos más aquí, de Frida Khalo y de Manuel Payno, o si se prefiere, de Carlos Fuentes. Ahí les dejo el relleno de estos paralelos como tarea para el próximo homenaje.



Gracias, Elena

1/Julio/2012
Jornada Semanal
Raquel Serur

La Jesusa Palancares de Elena Poniatowska
¿Qué es lo que atraviesa a todas las Elenas Poniatowska? ¿A la periodista, a la narradora de ficción, a la cronista, a la amiga? Me contesto con una sola palabra y ésta es: congruencia. ¿Qué quiero decir con esto?
Elena Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor nace en París el 19 de mayo de 1932. Es hija de una mexicana, Paula Amor, y del descendiente del último rey de Polonia, el príncipe Jean E. Poniatowski. Es decir, llega a México en 1942, cuando sólo tiene diez años de edad.
Cuando hablamos de estos datos tenemos que hacer un esfuerzo desde el presente de la escritora Elena Poniatowska e imaginarnos lo que implicó para la niña de diez años pasar de vivir en París y llegar a Ciudad de México. Con la enorme sensibilidad de Elena Poniatowska, podríamos pensar que una de las cosas que más le impactó a la niña Elena, de México, seguramente fue la desigualdad social. Esto es evidente porque tanto en su obra de ficción, como en su periodismo y en su crónica, la Poniatowska decide poner el acento en el mundo de los marginales. Antes de llegar a México, por el simple hecho de tener una madre mexicana, Elena Poniatowska se sabe parte de dos mundos, el de la cultura europea y el de la cultura mexicana. Se sabe princesa, se sabe parte de la familia Amor y, sin embargo, quizá de lo que se dio cuenta Elenita muy temprano, al llegar a México, es que el mundo mexicano al que pertenecía la madre era un mundo de suyo muy europeizante. Lo que también seguramente descubre al llegar a México es que la riqueza y complejidad de la cultura mexicana se encuentran en formas de ser y de aprehender el mundo que nada, o poco, tienen que ver con el México de las clases dominantes. Su curiosidad y su inteligencia la llevan a explorar esta cultura singular que surge de un largo proceso de mestizaje, de un colonialismo que hizo aparecer formas de comportamiento completamente distintas, distantes ya, tanto del mundo indígena como del español. 
Quizá muy temprano, quizá en la forma de ser del mundo materno, Elena se da cuenta de que el racismo y clasismo mexicano consiste en invisibilizar al otro, a aquél de extracción humilde, al que, a lo largo de los siglos, en el mundo colonial primero y colonizado después, le toca en suerte ser el dominado frente al dominante; a quien tocó encarnar el dolor del colonialismo y quien, para superarlo, echa mano, en su condición de mestizo cultural (un concepto que elaboró ampliamente Bolívar Echeverría), del recurso a la imaginación;  para vivir, dignamente, en un mundo que de otra manera sería invivible, el recurso a la imaginación es indispensable. Para dar un ejemplo claro tendríamos que hablar de Jesusa Palancares, en quien Elena Poniatowska se basa para escribir Hasta no verte Jesús mío.
Elena decide, seguramente muy temprano en su vida, no seguir las pautas de comportamiento propias de su clase y condición; decide no pasar de largo la mirada sobre el doliente. Más bien, escoge detenerse en él o en ellos. Le interesa darle voz con su pluma y, al hacerlo, poder comprender mejor su dolor y entender también, de mejor manera, a toda una parte de la sociedad mexicana que, si bien está marginada del poder económico y político, es importantísima en términos de la cultura nacional en el más amplio sentido del término, es decir, en el sentido de la mexicanidad, que tanto trabajo ha costado a escritores, sociólogos y psicoanalistas definir en qué consiste. Ni Paz en El laberinto de la soledad, ni Santiago Ramírez en El mexicano: psicología de sus motivaciones, logran dar en el clavo sobre el asunto.
Elena Poniatowska se da cuenta también de lo difícil, si no imposible, de la tarea. Por lo mismo, también sabe que es en la ficción, o mediante la ficción, que ciertos rasgos de lo mexicano pueden ponerse al descubierto. La cultura mexicana es, para Elena Poniatowska, la cultura que trasmina de abajo hacia arriba y no de arriba hacia abajo. Si el de arriba mira a París y habla francés, el de abajo mira las ruinas de su mundo indígena y habla tzotzil o náhuatl, o no habla lengua indígena alguna pero sí come chile, frijol y tortilla y echa mano de la imaginación recurriendo a mitos y ritos que el colonial, católico y español, nunca logró erradicar por completo. El mundo cultural que le interesa a Poniatowska es el mundo que se produce y reproduce en el cotidiano acontecer del día a día; en donde decantan ciertas formas culturales que, aún hoy día y en crisis, se resisten a desaparecer a pesar de los embates de la modernidad. Es así que el personaje de Hasta no verte Jesús mío vive en este México, sí, pero también está segura de que ésta es la tercera vez que regresa a la tierra: “Esta es la tercera vez que regreso a la tierra, pero nunca había sufrido tanto como en esta reencarnación ya que en la anterior fui reina. Lo sé porque en una videncia que tuve me vi la cola.” Esta certeza le permite, al personaje, poner su vida actual en perspectiva y vivir de lleno en la imaginación mítica y ritual, culturalmente aceptada por sus congéneres en Oaxaca, quienes también hablan de la “Obra espiritual” sin que esto impida que sean fieles al catolicismo:
En la Obra Espiritual les conté mi revelación y me dijeron que toda esa ropa blanca era el hábito con el que tenía que hacerme presente a la hora del Juicio y que el Señor me había concedido contemplarme tal y como fui en alguna de las tres veces que vine a la tierra.
Jesusa Palancares, personaje singular del México revolucionario, en la ficción de Elena Poniatowska cobra vida para mostrar una existencia en donde la arbitrariedad, el agotamiento cotidiano y la miseria marcan la historia de esa mujer que trabajó como sirvienta y como obrera pero que también fuera una combatiente en la época de la Revolución mexicana. El sostén de todas las Jesusas Palancares, nos muestra Poniatowska, fue su cultura y su fe en la “Obra Espiritual”. Es decir, el sincretismo religioso de Jesusa Palancares le permite trascender esta vida en donde sufre tanto, por la vía de la imaginación mítico-poética en donde recuerda el haber sido reina en una vida anterior, y es eso lo que le da amparo y protección.
La ironía del relato se centra, además de en el propio transcurrir, sobre todo en el final donde Jesusa, no sin dolor, admite: “Yo no creo que la gente sea buena, la mera verdad, no. Sólo Jesucristo y no lo conocí.”
De esta manera, Elena Poniatowska crea un personaje poderoso en la literatura mexicana y da voz a una mujer que, en su dolor, se aferra a sus valores espirituales para soportar la vida en turno, en un México poco compasivo con sus dolientes.
Vertientes de la literatura mexicana en el siglo XX
En la primera mitad del siglo XX en México, podemos observar dos líneas, dos maneras de aproximarse al quehacer literario. Una, marcada por la poesía de los Contemporáneos, es una literatura que versa sobre sí misma. Sus logros son evidentes en autores como Villaurrutia o Gorostiza, por ejemplo, y desemboca en la obra de nuestro premio Nobel Octavio Paz. Es una literatura que está al tanto de las corrientes europeas de vanguardia y que ensaya y logra una producción original en español con una clara tendencia a la universalidad.
La otra vertiente es la que se ha dado en llamar “novela de la Revolución mexicana”. Comienza con Los de abajo, de Mariano Azuela, y encuentra su cumbre más alta en Pedro Páramo. En esta novela, Juan Rulfo logra narrar los acontecimientos de la época revolucionaria y de la rebelión cristera mediante una estrategia narrativa en donde el relato, de manera contrapuntística, pasa de lo realista a lo fantástico. De esta manera, Rulfo no sólo nos cuenta, a su manera, la historia de la Revolución mexicana, sino que la inserta en un contexto cultural en donde nos sugiere que el registro a lo fantástico es parte del cotidiano vivir del pueblo mexicano.
A partir de los años sesenta se diversifica el panorama y encontramos, por un lado, lo que el crítico literario estadunidense Juan Bruce Novoa denominó “la generación de medio siglo” refiriéndose sobre todo a Juan García Ponce y Salvador Elizondo. Por otro lado, aparecen dos periodistas, cronistas y escritores de ficción de primer nivel: Elena Poniatowska y Carlos Monsiváis. Si el primer grupo se vincula con Paz y su revista, Monsiváis y Poniatowska podríamos decir que se inscriben, estirando mucho el concepto, en el grupo de escritores de la Revolución mexicana. Es indispensable, para entender el México de la segunda mitad del siglo XX, leer las crónicas de Monsiváis y de Elena Poniatowska.
La noche de Tlatelolco y Fuerte es el silencio son dos botones de muestra. La masacre estudiantil y el terremoto que sacudió a Ciudad de México son dos momentos de crisis por los que atravesó México y que quedaron registrados en la pluma de Elena.
Por otra parte, Hasta no verte Jesús mío continúa la línea abierta por Rulfo y tiene la voluntad, en este caso, de hacer visible a la mujer común y corriente, de extracción humilde y de cultura sólida.
Querida Elena, te abraza Raquel
Si bien te conozco desde hace más de veinte años, es en la última etapa de mi vida en que he disfrutado de una amistad más cercana contigo. A raíz de la muerte de mi compañero de vida, Bolívar Echeverría, y de nuestro común amigo, Carlos Monsiváis, te acercaste a mí con toda la dulzura y solidaridad de la que eres capaz, y que es mucha. Frente al dolor, nunca dudas en tender la mano y ofrecerte en una sonrisa que reconforta y alegra.
En medio de tus múltiples compromisos, te diste tiempo de asistir a los exámenes profesionales de mis dos hijos, un gesto cariñoso y un respaldo al inicio de su  vida profesional. A menudo me invitas a cenar a tu casa, y además de la siempre interesante conversación, no dejan de darse escenas que se podrían calificar de surrealistas, pues regañas a Monsi o a Váis para que se desistan de alguna de sus travesuras. Escucharte decir: “Bájate, Monsi”, me sorprende,  aunque sepa que aludes a uno de tus  gatos.
Tu amistad es uno de los regalos más entrañables e  invaluables que me ha dado la vida en estos tiempos difíciles y agradezco al destino que se haya dado. Esos muchos pequeños actos de solidaridad conmigo, como los recortes de periódicos donde aparece alguna noticia sobre Bolívar o algún comentario a su obra, muestran lo atenta que estás con el doliente.
Y creo que precisamente esa característica, que está todo el tiempo presente en tu trato, también recorre tu  escritura. Por todo esto, por tu vida, por tu obra, por tu congruencia y por tu ejemplo, te doy las gracias, Elena Poniatowska.



El caso Pasolini, un asesinato político

1/Julio/2012
Jornada Semanal
Annunziata Rossi

Se ha abierto en Roma una nueva investigación sobre la muerte del poeta Pier Paolo Pasolini, que este año habría cumplido noventa y fue masacrado el 2 de noviembre de l975 en el Hidroscalo de Ostia. La primera investigación concluyó con la condena del menor Pino Pelosi, apodado Pino la Rana, ragazzo di vita lumpen de un barrio de Roma. Según la versión de Pelosi, la noche del 2 de noviembre Pasolini había ido a la Plaza Cinquecento (estación Termini) para ligárselo y él accedió. Pino tenía hambre y el escritor lo llevó a comer al Tevere Biondo. Después, el poeta se dirigió en su Alfa a Ostia donde, consumado el acto sexual, habría surgido entre los dos un pleito que terminó en la muerte del poeta. Huyendo en el coche de Pasolini, Pelosi fue interceptado por una patrulla de carabineros, por exceso de velocidad. La documentación del coche reveló el nombre del propietario y luego su conexión con el asesinato del poeta, del cual Pino la Rana se declaró culpable. Pelosi no mostraba señales de pelea, sólo una mancha de sangre en un puño de su camisa y en el pantalón, y una escoriación en la frente provocada por un frenazo durante la persecución de la patrulla. No se tomó en consideración la imposibilidad de que un adolescente grácil como Pelosi hubiera podido masacrar al atlético deportista Pasolini. Por ineptitud, o intencionalmente, las investigaciones fueron llevadas con la máxima negligencia; el lugar del delito no fue acordonado y por lo tanto se dejó abierta la entrada a los curiosos que borraron las huellas que habrían permitido la reconstrucción científica de los hechos; el coche de Pasolini fue dejado a la intemperie sin tomar en cuenta lo que se encontraba en su interior, un suéter ensangrentado y una plantilla que no pertenecían ni a Pasolini ni a Pelosi; tampoco se prestó atención al documental que Sergio Citti, cineasta amigo de Pasolini, giró en el lugar del crimen al día siguiente de los hechos. La investigación terminó apresuradamente un año después con la condena del menor a nueve años y nueve meses de prisión, entre las dudas y sospechas de la familia, de Laura Betti, Citti, y de Oriana Fallaci (quien sostuvo que los asesinos de Pasolini habían sido dos hombres y, obligada por el secreto profesional impuesto por la ética periodística, se negó a revelar sus fuentes, por lo cual fue acusada de reticencia por el tribunal). Después de un rápido proceso, el tribunal cerró el caso del asesinato del poeta como una vulgar pelea entre froci (“maricas”). 
En 2005, un golpe de escena coloca de nuevo en primer plano el caso Pasolini y, esta vez, de manera definitiva. Después de treinta años del delito, el ya casi cincuentón Pino Pelosi se presenta en un programa de la RAI 3 para declarar que no había sido él quien mató al poeta. Los asesinos habían sido tres hombres meridionales, por su acento sureño, sicilianos o calabreses, que habrían atacado a Pasolini insultándolo de ser un sucio comunista, de fetusu (término dialectal siciliano para sucio o fétido) y golpeándolo con ferocidad hasta dejarlo agonizante. Pelosi, amenazado de represalias contra sus familiares si confesaba, habría huido en el coche de Pasolini, pasando sin querer sobre su cuerpo destrozado terminando así con su vida.
No se trató entonces de un delito entre froci, sino de un crimen político planeado para eliminar una voz demasiado incómoda para el Palacio, metáfora usada por Pasolini para llamar al poder. La retracción de Pelosi en 2005 viene a confirmar las dudas del homicidio político premeditado que muchos habían sostenido durante el proceso de 1975-1976. La importante revista bimestral Micromega dedicó la mitad de su número 6 del 2005 al asesinato de Pasolini, reconstruyendo minuciosamente los hechos que habían acompañado la muerte del poeta, situándolo en el contexto de los años setenta, años de feroz terrorismo, anni di piombo, años del plomo (título de la película que Margarethe von Trotta dedicó en 1981 a los paralelos años de terrorismo en Alemania), que conocieron la violencia y las masacres perpetradas desde finales del l968 hasta el l981 por las Brigadas Rojas, los NAR (Núcleos Armados Revolucionarios) y otros grupos de izquierda que, con sus atentados en serie, mantuvieron la península en el terror. Con la declaración de Pelosi se impuso la exigencia de una nueva investigación que, solicitada por intelectuales y políticos –entre ellos Walter Veltroni, quien presentó una interpelación al Parlamento– fue asumida en 2009 por el ayuntamiento de Roma.
Pier Paolo Pasolini fue el más discutido de los intelectuales que Italia haya tenido en el siglo XX, y también el más completo: poeta, narrador, dramaturgo, crítico literario, ensayista, guionista, periodista polémico de primer plano en la prensa italiana, y gran cineasta. El poeta, llegado a Roma en l950, dejaba tras de sí una experiencia dolorosa: la muerte de su hermano inocente en la masacre de Porzus, las diferencias con el padre y el escándalo de su preferencia sexual. Había tenido una relación con un muchacho, quien le confiesa a un cura que, a su vez, violando el sacramento del secreto de confesión que el código del derecho canónico impone a los sacerdotes, la hace pública. El tabú de la homosexualidad que acomuna a católicos, fascistas y comunistas fue un golpe duro para Pasolini, expulsado por “indignidad moral” del Partido Comunista al que se había adherido en l947. “Mi homosexualidad –escribe– la he sentido siempre como un enemigo a mi lado, nunca la he sentido dentro de mí.” La discriminación, aunque más discreta en el ambiente comunista, continuará siguiéndolo inclusive en el ambiente intelectual (para dar un solo ejemplo, el poeta Eugenio Montale –notoriamente homófobo– lo detesta, y en una carta a Maria Luisa Spaziani lo llama con desprecio “pobre y pederasta”). 
En Roma, Pasolini descubre el “bajoproletariado” romano y dirige su interés a los ragazzi di vita, protagonistas de sus dos primeras novelas, que viven en el mundo primitivo y salvaje de los barrios pobres y desheredados de la periferia de la capital, un mundo salvaje, genuino y auténtico en su vitalidad (al que dedica su Trilogía de la vida: El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, que le procuraron al cineasta dieciocho querellas), comparado con el mundo de la alta burguesía económica (ignorante e “ideológicamente pequeñoburguesa”, como la llamará en Teorema). La relación amorosa con Ninetto Davoli, comparable sólo al enorme amor que lo ligó siempre a su madre, durará nueve años, hasta que éste lo abandona para casarse. Pasolini gritará su dolor en cartas lacerantes a sus amigos, e inclusive a la novia de Ninetto. Tendrá una vida sexual libre y desenfrenada, hecha de encuentros fortuitos durante sus batidas nocturnas. En l966 explica a su preocupado amigo Alberto Moravia: “Soy un gatazo turbio que una noche será aplastado en una calle desconocida.”
Sin embargo, el final trágico del poeta no llega del mundo lumpen; llega desde arriba, desde el Palacio, como ya he dicho, la metáfora que Pasolini utiliza para llamar al poder. Intelectual engagé, periodista que sigue los acontecimientos de los “años de plomo” hasta su muerte el 2 de noviembre de l975, que ejerce la denuncia con un valor y una pasión sin equivalente en el mundo intelectual de la izquierda, misma que reacciona, a veces, con fastidio ante los excesos del poeta friulano. Maestro de la paradoja y piedra de escándalo, Pasolini fue un personaje incómodo no sólo para la derecha corrupta, sino también para la izquierda del Partido Comunista, un bastian contrario (un “contreras”), corsario herético no por parti pris, sino por una pasión auténtica. Tolerado, pero la tolerancia, escribe el poeta, es más bien una forma de condena más refinada. Sigue con lucidez e inflexibilidad las evoluciones de la realidad italiana que llevarán, después de la segunda postguerra, a la “transformación antropológica” del pueblo italiano, una realidad que empieza a “olfatear”, y que denuncia desde l962 en un artículo de Vie Nuove, semanal del Partido Comunista: “Italia está pudriéndose en un bienestar que es egoísmo, estupidez, incultura, moralismo, coacción, conformismo a prestarse y a contribuir de alguna forma a la podredumbre de la democracia cristiana, una prolongación del fascismo, y peor todavía que éste.” Los italianos, escribirá años más tarde, se han vuelto un “pueblo degenerado, ridículo, monstruoso, criminal”. Triunfa el hombre medio: “un monstruo, un peligroso delincuente, conformista, colonialista, racista, esclavista, qualunquista ” que, de hecho, encarnará años después en el parvenu Silvio Berlusconi. 
Pasolini vive ese infierno, pero no a la manera de Italo Calvino, con quien a veces polemiza. Calvino escribía: “El infierno está aquí. Hay dos maneras de no sufrirlo. La primera es fácil para muchos: aceptar el infierno y volverse parte de él hasta el punto de dejar de verlo. La segunda es más arriesgada y exige atención y aprendizaje continuos: buscar y saber reconocer quién y qué, en medio de ese infierno, no es infierno, y hacer que dure, y dejarle espacio.” En el país que se sostiene sobre lo ilícito, Calvino se siente con la conciencia tranquila; él es honesto y, en un artículo de l980, hace una apología de la honradez en un país de corruptos (una postura parecida a la que sostuvo recientemente, en enero de 2012 y con demasiado énfasis, Umberto Eco, quien defiende su honor y el de Italia frente a un público que aplaude frenéticamente). Al contrario, Pasolini entra en pugna, sin preocuparse de su reputación, y reprocha: “Yo soy uno que vive las cosas de las que ustedes hablan, y que ustedes no viven.” A menudo, en Italia se compara a Calvino con Pasolini, los dos escritores más representativos de la literatura italiana de la segunda mitad del siglo XX. A las historias de “papeles y de tinta” de Calvino, vienen opuestas frecuentemente las “historias de carne y de sangre” de Pasolini. Ambos aman la verdad y, de manera diversa, denuncian la difícil situación política y social. Pasolini no sabe ni puede refugiarse en un espacio “puro” e incontaminado de la corrupción como Calvino, apartarse del infierno y conformarse con ser íntegro, honesto en un mundo corrupto. Son dos temperamentos opuestos. Por temperamento, Calvino estaba alejado de cualquier extremismo y había asimilado la lección de estoicismo derivada de Eugenio Montale, que había sido también el legado de Benedetto Croce, el Croce moralista, el de los escritos menores de moral y de vida práctica: una moral toda terrenal, estoica y sin ilusiones.
Pasolini es campeón de la paradoja y piedra de escándalo. Siempre a contracorriente, ataca en su poema “Villa Giulia” la protesta juvenil de l968. Él simpatiza con los policías, hijos de pobres, en contra de los “hijos de papás”, y ve la confrontación del ’68 entre los estudiantes burgueses y los policías como una lucha de clase, lo que suscita la indignación general de los intelectuales de izquierda, entre ellos su amigo Alberto Moravia y Franco Fortini. En l973, acepta la invitación a colaborar con Il Corriere della Sera, después del viraje a la izquierda de su director Piero Ottone, a quien el año anterior Pasolini había enviado una carta insultante: “Querido inefable Ottone, ¡sería hora de que te avergüences por lo que ‘haces’ escribir a tus deshonestos redactores sobre Vietnam! Es un acto vergonzoso que sólo los siervos y los que como tú no poseen ninguna dignidad moral tienen la impudencia de hacer.” Y termina la carta llamándolo “trivial y obscena puta”. No obstante, Pasolini acepta y empieza una intensa actividad periodística publicando artículos implacables, en los que toca sin pelos en la lengua todos los aspectos de la cruda realidad de los años del terrorismo (ahora recogidos en Escritos corsarios y Cartas luteranas). Amado y odiado, criticado por la derecha y también por la izquierda, constantemente perseguido por procedimientos judiciarios, por inmoralidad, por vilipendio a la religión de Estado, por pornografía. Pasolini es, sin embargo, la conciencia crítica de la parte sana de Italia. No hay aspecto negativo de la realidad italiana que le pase inadvertido. Critica a la Iglesia que “se ríe” del Evangelio, al Partido Democristiano, una asociación de delincuentes, continuación del fascismo histórico, cuyos poderosos políticos –“máscaras fúnebres bajo sonrisas radiantes”– son responsables de la “transformación antropológica” del pueblo italiano, cuya conciencia ni siquiera el fascismo totalitario había logrado modificar, responsables, con la connivencia de la mafia, de la degradación paisajística y urbanística de Italia (denunciada también por Calvino), responsables a través de la televisión –explosión salvaje de la cultura de masas– de la homologación de la lengua italiana y la vitalidad lingüística de los dialectos, lo que no había logrado el fascismo. Pasolini termina sus acusaciones proponiendo un proceso en contra de los crímenes de los democristianos (sobre todo Andreotti, siete veces presidente del consejo y catorce veces ministro –protagonista de Il Divo, la película de Paolo Sorrentino– quien, como se sabe, salió siempre indemne de los procesos en su contra).
En enero de l975, el siempre a contracorriente Pasolini se declara en contra del aborto, al que considera un asesinato porque existe una vida prenatal, y que él mismo vive feliz su “inmersión en la vida prenatal”; sin embargo, no se opone a su legalización, que deja libre a la voluntad de la mujer, como subraya su amiga Maria Antonietta Macciocchi. Recurriendo a paradojas, cuestiona el aborto que deja vía libre al coito, y afirma que ya que la reproducción se considera un delito ecológico en un mundo superpoblado, el coito heterosexual se ha vuelto inmoral, feo y contra natura, ergo la homosexualidad se vuelve moral. En un artículo del mismo año, “El vacío del poder”, denuncia la desaparición de las luciérnagas, que se han vuelto ya un recuerdo lacerante del pasado. Pasolini lanza su crítica más feroz contra el nuevo fascismo: el consumismo. Escribe: “Existe una ideología real e inconsciente que unifica a todos: es la ideología del consumismo. Uno adopta una posición ideológica fascista, otro una posición ideológica antifascista, pero ambos tienen un terreno en común, que es la ideología del consumismo.” Y concluye que el gran mal del hombre no consiste en la pobreza ni en la explotación, sino en la pérdida de su singularidad bajo el imperio del consumismo. La nostalgia de Pasolini por el mundo agrícola y paleoindustrial, su defensa de la tradición, de las raíces que expresa en el poema “Un solo rudere” (Io sono una forza del passato/ Solo nella tradizione è il mio amore) un sentimiento que inclusive Calvino considera retrógrado.
Las últimas pesquisas han confirmado que el asesinato del poeta fue político. Desde 1972 Pasolini, mientras colaboraba con la prensa y rodaba sus películas, empezó a escribir su novela Petrolio, una novela de las masacres, y éste fue el libro que decidió su eliminación. En un capítulo del libro titulado: Lampi sull’eni, Pasolini indaga el caso Enrico Mattei, presidente del eni (Ente Nazionale degli Hidrocarburi), quien había desaparecido en un avión que explotó en el aire y que, oficialmente, fue considerado un accidente. Mattei, hombre político excepcional, buscaba para el país fuentes energéticas más baratas y se había enfrentado al monopolio de las “Siete Hermanas”, como él llamaba a las grandes sociedades petroleras extranjeras. Para filmar El caso Mattei, Francesco Rosi había pedido que investigara el caso al periodista Mauro de Mauro, quien desapareció en 1970 eliminado por la mafia. ¿Quién lo ordenó? Seguramente la cia en acuerdo con la mafia. Pasolini indaga el caso y, sobre todo, la figura ambigua de Cefis (bajo el nombre de Troya), el más interesado en la desaparición de Mattei, de quien ocupó inmediatamente la plaza, y regresó al acuerdo con las siete sociedades petroleras. Ahora bien, el capítulo dedicado por Pasolini al eni desapareció misteriosamente la víspera de su muerte.
La investigación sobre Pasolini llevó, además, a una nueva pista: detrás del delito estaría el hurto de los carretes de Salò, lo que obligó al poeta a filmar de nuevo las escenas durante quince días. Los ladrones buscaron antes extorsionar al productor del filme, Grimaldi, quien se negó. Luego ofrecieron su restitución gratuita a Pasolini, quien el 1 de noviembre fue a la estación Termini no para ligarse a un muchacho de la vida, sino para cerrar las negociaciones, cayendo en la emboscada que le costó la vida.
Ahora esperamos que las conclusiones de los tribunales recompongan la memoria del poeta asesinado.

 

lunes, 25 de junio de 2012

Sólo por molestar

Junio/2012
Nexos
Antonio Ortuño


Soy inmune a las proclamas estéticas. Las preceptivas literarias me parecen innecesarias. Tienen un aire inocultable de frigidez. Son el futbol contado por los árbitros. Me aburre teorizar sobre lo que escribo y me aburre más hacerlo sobre lo que escriben otros. Soy un mal lector de teóricos y, me temo, incluso un pésimo nativo del siglo XX: soy incapaz de interesarme por las explicaciones de los textos más que por los textos mismos.

Suscribo aquella vieja frase de Evelyn Waugh: las explicaciones las dan los impotentes a las chicas, porque si algo funciona no hay nada que explicar. Ya sé que Evelyn Waugh, católico y derechoso, es una cita suicida, pues se espera que un joven bien peinado cite a Derrida. Pero no soy un joven bien peinado. Ni siquiera tengo cabello para peinar.

La mejor función que reconozco a la literatura es la de antídoto contra el tedio. Nunca leo un libro aburrido por disciplina. La disciplina es un valor de cadete naval. Por ello mismo, el principal motivo que tengo para escribir es divertirme. Escribo en un estilo que para algunos resulta virulento y para otros irreflexivo. Es decir, no arguyo supercherías teóricas para justificarme.

Nunca he amanecido a la espera de que las estructuras semánticas me emancipen. Soy, se están dando cuenta, deliberadamente grosero al hablar de literatura. Odio las languideces; odio la repetición de lugares comunes como “la novela ha muerto” o “un automóvil en movimiento es más bello que la Victoria de Samotracia”. Son frases que fingen resignación pero en realidad lindan con el despotismo. Frases histéricas de beato.

No hago una proclama en favor de la brutalidad ni aspiro a demoler la inteligencia. Sólo razono que la incomodidad con las formas narrativas que movía a las vanguardias y ciertas escuelas críticas ha pasado de subversión a canon, de secta iluminada a iglesia con santos, mártires y Evangelio. Una iglesia que reclama libros cada vez más estériles, estilos cada vez más sofocados y autores cada vez más reticentes a lo que signifique, siquiera por reflejo, vitalidad.

Han dejado de ser respetables para cierta crítica y, peor, para ciertos creadores, los personajes, porque a los personajes generalmente les suceden cosas. No: se preconizan discursos en los que no sólo no suceda nada sino que renieguen de la posibilidad misma de acción. La vida, después de todo, es una quieta tortura que toleramos con grandes esfuerzos, esfuerzos que agotan. Agarrotados por ese veneno que la maldita cobra nos inyecta desde el parto, sólo somos capaces de lanzarle los minúsculos suspiros de nuestro abatimiento. Liquidamos sus facturas de maldad con depósitos de languidez.

Ay de quien ose reírse: la carcajada es demolida con el simple levantamiento de una de las augustas cejas de la teoría. Que se rían los payasos y los tontos. El humor, faltaba más, consiste en esbozar una sonrisa que haga parecer a la Gioconda un gato de Cheshire con tétanos: la crítica mide el tamaño de esa sonrisa con la cinta métrica de la severidad y descarta a quien supere los pocos milímetros. No, señores: el arte se trata de expresar el malestar, la sinrazón de la existencia, los infinitos quebrantos que nos inflige este mundo pestilente.

Hemos, quién lo dijera, acabado por coincidir en esa actitud vigilante y delatora con los padres de la Iglesia, alcanzándolos en el purgatorio de la ortodoxia a través de la estrecha y maloliente vía de la crítica. Se trata de reflejar el malestar que sentimos todos —quien ría, incluso parcialmente, se ha autoexcluido de la especie.

Qué bello, señores, el dolor que enloquece. ¿No se colgó del pescuezo acaso todo un David Forster Wallace? Las letras, hoy más que nunca, celebran a sus practicantes más llorones y quejosos.

Lamento disentir. No me interesa el culto de la parálisis ni suscribo su catecismo. Odio la languidez; la melancolía, como motivo artístico, me aburre. Si la única función del arte consiste en la repetición cada vez menos reveladora de la sentencia del tigre Hobbes (“La vida es horrible y entonces te mueres”), habrá que buscar lo que necesitamos del arte en tiempos menos extenuados.

Yo sostengo que la Victoria de Samotracia es cada vez más bella que los puercos automóviles. Sostengo que la literatura, y en especial la veta de ella que ha significado el humor negro, es un juego muy placentero de jugar.

Como sé que me reprocharán la falta de nombres ilustres que apoyen mi tesis, tendré que citar algunos. Aquí van: Marcial, Petronio, Bocaccio, Quevedo, Shakespeare, Schopenhauer, Celine, Bulgakov, Waugh, Vian, Borges, Nabokov, Ibargüengoitia, Roth, Banville, Fonseca. Puedo remitir por correo una bibliografía completa al interesado. Pero la verdad es que no me interesan los listados de nombres ni las fichas sinápticas. Tampoco me interesa hablar de música, videoinstalaciones multimedia, internet, las generaciones de jóvenes talentos ni mucho menos de quienes piensan y escriben solamente si una mano encumbrada les arroja un cheque a las fauces.

Sólo me interesa, se han percatado ya, reírme. Y, ya que estamos en estas, molestar. 

Carlos Fuentes: El largo viaje

Junio/2012
Nexos
Héctor Aguilar Camín
 
Creo que fue Gabriel García Márquez quien dijo que Carlos Fuentes se imaginaba el cielo como una reunión de escritores.
 
Y que si al llegar al cielo descubría que los escritores estaban en el infierno, preferiría el infierno. Era una manera de decir que Fuentes obtuvo un placer mayor de la lectura y la compañía de sus contemporáneos. Y que la envidia, pasión profesional de todos los oficios, no tocó el suyo. En la mirada de escritor de Fuentes se cumplía con feliz indulgencia el dicho de uno de los Plinios, según el cual no hay libro tan malo que no tenga algo bueno. Leyendo a sus contemporáneos Fuentes descubrió, a principios de los años sesenta, la potente sintonía de obras y autores que terminó siendo el boom.

Mi primera impresión personal de Carlos Fuentes viene del domingo del año de 1964 en que dio en la Casa del Lago de la ciudad de México la conferencia anticipatoria del boom. Alguien había dicho célebremente, para la historia: América, novela sin novelistas. Quería decir que había en este continente historias extraordinarias que nadie sabía o se atrevía a contar. Alguien más, José Eustasio Rivera, al final de una novela, había descrito el destino inevitable de los habitantes de su historia: Se los tragó la selva.

Fuentes vino a decir aquella mañana de domingo a un grupo de escuchas entusiastas, que América ya tenía novelistas y que a sus personajes, como a los latinoamericanos todos, no se los había tragado la selva, la naturaleza indescifrada de sus exóticos países, sino que estaban, como nosotros, vivitos y coleando en las páginas escritas por un conjunto de autores, hijos novísimos de la ciudad, no de la selva, que vivían en París y Barcelona, habían leído a Faulkner y a Joyce, y eran el principio de una nueva sensibilidad de las letras españolas, comparable sólo a la que medio siglo antes había desatado el modernismo.

Fuentes esperaba a la entrada de la sala, conversando con Juan García Ponce, los brazos cruzados sobre los papeles de su conferencia, enfundado en un blazer azul marino que cubría una camisa azul siena, y una corbata roja de nudo cómodo y ancho. Miraba pasar a la multitud de ochenta personas y reía satisfecho bajo un elegante y alborotado bigote juvenil. Alguien dijo, mi amigo José María Pérez Gay que me arrastraba a la conferencia:
—Fuentes es el Cordobés de la literatura mexicana.

Se refería al torero de ese apodo que entonces arrebataba a la afición de México y llenaba cada domingo la gigantesca plaza de la ciudad, la Monumental Plaza México. Algo había de la espectacularidad del torero de moda en este hombre guapo y risueño, de piel bronceada y primeras canas en las sienes, que a la vez leía y actuaba su texto con ritmo y gestos de director de orquesta, dando paso a su alegato con largas y elocuentes citas de las novelas que venía a presentarnos, subrayando con sus énfasis vocales la calidad física, musical, de aquellos pasajes, sorprendentes y novísimos, de novísimos y sorprendentes autores de la lengua llamados Carpentier, Cortázar, Vargas Llosa, García Márquez (García Márquez llegó a este discurso después, pero ahora sería una mentira mítica decir que no estaba desde el principio).

Los acudientes a la buena nueva estábamos ya, incondicionalmente, bajo la influencia de Fuentes y empezaba a estarlo en esos años la literatura toda de lengua española, sacudida por originalidad de estas novelas y estos novelistas que le ponían nombre por fin a la América inenarrable.

Fuentes era comandante y vocero, autor y lector de aquellas obras, a la manera del guía y descubridor de un nuevo continente literario, radical y moderno, venido de Lima y Buenos Aires, de Bogotá y La Habana y de la ciudad de México, lugares todos posteriores a la selva, a la vez cosmopolitas y autóctonos, equivalentes absolutos en la literatura a la novedad absoluta de la política que era en esos días la Revolución cubana.

Repito aquí lo que he dicho en otra parte:
Como muchos otros mexicanos de mi generación, al menos los que nos aglomeramos ese día en la sala de la Casa del Lago, yo había empezado a leer a Fuentes a principios de los años sesenta con un fervor adolescente, iniciático. Quizá no exagere si hablo en plural y digo que nos deslumbraba de Fuentes no sólo la audacia pirotécnica de su prosa, sino también el personaje imantado que emitía aquellas luces y gritaba a los cuatro vientos: “Soy escritor y no hay nada mejor en la vida que serlo”.

Antes que ningún otro en México, antes que Octavio Paz o Juan Rulfo, Alfonso Reyes o José Revueltas, Carlos Fuentes fue la encarnación creíble de un escritor profesional en el doble sentido del término: su único trabajo era escribir y no requería sino de sus escritos y de su condición de escritor para vivir. En realidad, para vivir sobrado: mejor y más libremente que sus pares.

Los escritores mexicanos de entonces, como sus colegas latinoamericanos, combinaban todo tipo de oficios subsidiarios para sostener su vocación de escritores. Escribían textos alimenticios, artículos de primera necesidad, como bautizó Luis Cardoza y Aragón a las cuartillas apresuradas que se mandan a periódicos y revistas para comer más que para honrar la vocación. Se enganchaban a la ilusión de holganza del oficio diplomático, escribían discursos en altas y bajas esferas políticas o despintaban el escritorio de sucesivos empleos burocráticos o escolares. Eran todos náufragos de un medio cultural raquítico, donde había tantos autores como lectores y donde agotar ediciones de dos mil ejemplares en cuatro años podía celebrarse como una hazaña de ventas y aceptación del público.

Durante la década de los sesenta, de La muerte de Artemio Cruz a Cambio de piel, pasando por Cantar de ciegos, Cumpleaños, la crónica del mayo francés y La nueva novela hispanoamericana, Carlos Fuentes fue para mí el escritor por excelencia, el ejemplo, como el boom todo después, de una vocación asumida cuyo ejercicio indeclinable había sido premiado con el éxito. Algo más, y más preciado también: Fuentes era en esos años uno de los pocos escritores mexicanos en verdad independiente de las sujeciones económicas y mentales de su medio. Desafiaba nuestro provincianismo con una solvencia cosmopolita y una flagrancia sardónica que irritaban tanto como atraían, porque daban rienda suelta a uno de los artistas menos reconocidos de los muchos que confluyen en Fuentes: el dipsómano del kitsch y el esperpento.

Fuentes estaba en el mundo como un prestidigitador que mezclaba con libertad eléctrica la ficción y el ensayo, la pasión por el cine y por la fama, la libertad de costumbres y el brillo de la celebridad, la elegancia cosmopolita y el slang del barrio, la vulgaridad y el refinamiento, la alta y la baja cultura, mezclado todo en un lenguaje incandescente y desafiante, libre de toda contención, vecino del exceso y la desmesura, capaz de la exactitud naturalista y el impulso lírico, y de alcanzar una visión.

Éste es el Fuentes que busqué y hallé siempre, en distintas medidas, en el resto de sus libros, en el contexto de una obra torrencial, cuya cúspide inabarcable es Terra nostra, pero cuya geografía restante es tan plural, antojadiza, visionaria y ambiciosa como la primera gran salida al público que tuvo el autor con La región más transparente, summa de estereotipos y escenarios de una ciudad que antes que en la realidad existió en ese libro.

En la geografía de la ficción de Fuentes están las grandes alturas de La región más transparente, La muerte de Artemio Cruz, Cambio de piel, Cristóbal nonato, Los años con Laura Díaz, La voluntad y la fortuna. Están luego los valles intermedios, menos imponentes pero más que hospitalarios, suficientes para consagrar a cualquier otro escritor: Las buenas conciencias, Una familia lejana, Diana o la cazadora solitaria y la colección extraordinaria de Constancia y otras novelas para vírgenes. Sigue la variedad de parajes y escenarios rurales, míticos o citadinos de sus cuentos, Cantar de ciegos, Agua quemada o La frontera de cristal. Las estaciones históricas, de Gringo viejo, El naranjo o La campaña, y la tentación fantasmal sembrada en todo lo alto desde el arranque de su obra en Aura. Por toda esa geografía cruza y deja su huella un pintor de paisajes proclive a la metáfora extrema, el esperpento y la caricatura, y un contador de historias sacrílego y desmandado cuyo lenguaje sólo sabe correr riesgos mayores aun si el precio es una caída mayor. No hay control flaubertiano en esta prosa que se dispara en todas direcciones. Hay electricidad, abundancia, libertad y riesgo.

Conectado vitalmente, pero muy distinto del territorio torrencial de su ficción, es el mundo ensayístico de Fuentes, tanto en el orden histórico como en el literario. Incluye la visión anticipatoria de La nueva novela hispanoamericana, que organiza y crea a la vez su materia, la materia del boom, y sus sucesivos acercamientos al Territorio de la Mancha, esa comarca del idioma español que puede incluirlo todo, puesto que todo lo sembró en su lengua Cervantes, como Shakespeare en la suya. Del ensayista histórico, autor de El espejo enterrado, no hay que decir sino que es el edificio racional y luminoso, correspondiente al mundo oscuro y metafórico de Terra nostra. El espejo enterrado es quizá el ensayo más incluyente y enriquecedor de la tradición ibérica y su trasplante americano.

Finalmente hay el Fuentes político, el escritor metido en las circunstancias de su tiempo, y de su tiempo mexicano, el hombre de izquierda socialdemócrata, cuyo eje de certidumbres públicas y lealtades históricas cifran un puñado de personajes: Lázaro Cárdenas y Franklin D. Roosevelt, Felipe González y François Mitterand, William Clinton, Ricardo Lagos y Barack Obama.

Escribo esto al día siguiente de la muerte de Fuentes, una muerte sorpresiva, que lo tomó en unas horas, sin aviso previo. Una imprevisible hemorragia abdominal le quitó en unas horas, primero el conocimiento, y después la vida. Fuentes era una presencia tan cierta y necesaria, tan continua y familiar en el espacio público mexicano, y tan activa y lúcida, que parecía inamovible. Estaba en plenitud de sus facultades, con la única prisa de bendecir y aprovechar el día. Al final de una cena reciente en su casa, con un grupo de puertorriqueños harvardianos que lo habían acompañado a Xalapa, Ángeles Mastretta le dijo:
—Carlos, nos vas a durar cien años.

Y él respondió:
—Conque dure mañana. Le doy la bienvenida a cada día.

En estas horas posteriores a su muerte inesperada han ido cayendo en mí, poco a poco, imágenes del Fuentes que traté en estos años, del que vi recibiendo premios en España y Holanda o dando conferencias en Río de Janeiro y Nueva York. Del Fuentes aterido y estoico, vuelto un solo dolor contenido con Silvia Lemus en distintos momentos de enfermedad y agonía de sus hijos Carlos y Natasha, el Fuentes que escuchó en vida elogios que la vida suele otorgar sólo a los muertos. De todo lo que pasa por mi cabeza en estas horas de sorpresa y luto, lo que se acaba imponiendo es una imagen trivial, de hace unos años, en el aeropuerto de Houston. Fuentes entra al aeropuerto delante de nosotros jalando una maletita para tomar un avión. Es el principio de uno de sus agotadores tours de conferencias por distintas ciudades de Estados Unidos. Venimos juntos al aeropuerto pero él va a un lugar y nosotros a otro. Lo vemos seguir rumbo a su puerta de embarque, solitario y con prisa juvenil, imantado y dispuesto al viaje, con la prestancia de un muchacho de setenta y cinco años, los que tiene entonces. Esa imagen trivial de repente cifra para mí la verdad profunda de la vida de Fuentes, un escritor que viajó como pocos por su imaginación y la de otros, por ciudades y países, por otras lenguas y otras literaturas, siempre imantado y dispuesto a moverse, a explorar, a probar lo distinto, leer lo nuevo, fecundarse de lo inesperado.

No va a descansar en paz. 

domingo, 24 de junio de 2012

Poemas que son plegarias

24/Julio/2012
Jornada Semanal
Jair Cortés


Para mi Suky y mi Kaiser, estas palabras sin correa…
En mi época universitaria trabajé como mesero en un restaurante (propiedad de unos tíos, quienes me dieron casa y alimento los cinco años que duró la licenciatura en Literatura Hispanoamericana).  En todo momento me sentí adoptado por la generosa familia Ordóñez Brasdefer, que me veía como a un hijo. Sin embargo, fueron tiempos difíciles porque mi madre trabajaba en el norte de México para poder financiar parte de mis estudios, y los de mis hermanos, a quienes extrañaba profundamente. También sentía nostalgia por los amigos de aquel puerto tropical donde había transcurrido parte de mi infancia y adolescencia.  Me mantenía firme gracias a las cartas de mis seres queridos, es decir, gracias a las palabras que venían del corazón y la mente de aquellos a quienes yo amaba, y de los libros que iba encontrando en el camino o que amigos míos ponían frente a mí, para la nostalgia:  Li Po; para comprender los excesos de la libertad: On the road, de Jack Kerouac; para la melancolía adolescente y la idea de resurrección: Oscura palabra, de José Carlos Becerra; para asuntos filiales y el infierno de la burocracia:  Franz Kafka.
Creo que una de las lecciones más reveladoras acerca de la fuerza de la palabra poética fue cuando Manuel (amigo y compañero mesero) me mostró una hoja que guardaba en su cartera y que tenía escritos a mano los siguientes versos:  “…soy otro cuando soy, los actos míos/ son más míos si son también de todos,/ para que pueda ser he de ser otro,/ salir de mí, buscarme entre los otros,/ los otros que no son si yo no existo,/ los otros que me dan plena existencia,/ no soy, no hay yo, siempre somos nosotros”.  Le pregunté si sabía de quién eran esos versos.  “No son versos, es una oración que rezo todos los días”,  me respondió tajante.  Supe que este fragmento de  “Piedra de sol”,  quizá uno de los poemas más famosos de Octavio Paz, había trascendido el territorio de la literatura para incrustarse en el de la vida espiritual de un hombre, borrando títulos y autores. Dejé las cosas como estaban; aunque yo supiera de quién se trataba, no era yo el  “maestro”  si no la poesía que me enseñaba lo que era sobrevivir día a día.
Ahora, con más lecturas en mi vida, tengo un conocimiento mayor acerca de obras, autores y corrientes literarias, pero sigo pensando en muchos poemas como plegarias personales, conjuntos de palabras que,  al estar unidas, generan energía más allá de la razón y el entendimiento, como aquellos versos de un poema de Leonard Cohen, contenidos en su maravilloso libro La energía de los esclavos, que recuerdo siempre y son mi fortaleza y fe en días aciagos (como estos días en que escribo estas líneas):  “Yo no me maté cuando las cosas me fueron mal/ no me dediqué ni a las drogas ni a la enseñanza./ Intenté dormir, pero cuando me di cuenta que no podía dormir/ aprendí a escribir./ Aprendí a escribir/ cosas que pudieran ser leídas/ en noches como ésta/ por gente como yo.”

martes, 19 de junio de 2012

El verbo tallerear

19/Junio/2012
Milenio
Cristina Rivera Garza

Para Karen, Oriana, Ari, Juan Carlos,
Erika, Lucrecia, Ana, Marina y Gaby

En Cartas a Alice cuando empezó a leer a Jane Austen, la novela epistolar que la neozelandesa Fay Weldon publicara en 1984, le recomienda a una sobrina con aspiraciones de convertirse en escritora (la Alice del título) que se lo pensara muy bien antes de dar sus manuscritos a leer a ojos ajenos. A final de cuentas, así iba el argumento, la única palabra que realmente contaba era la del editor —quien decidiría si apostaba o no por un texto por razones que bien podían ser literarias o de otro tipo. Todo lo demás, decía la autora y tía, no pasaba de ser o bienintencionado intercambio de ideas o inútil parloteo entre conocidos.
Es un tanto paradójico repetir las palabras de Feldon justo cuando comienza un taller, pero lo hago de todas maneras. No es del todo descabellado recordarnos a todos los participantes que, cualquier cosa que acabemos por decir en las largas y muy personales sesiones, poco o nada podrá contra la última palabra: un contrato con una editorial. Mi intención no es invalidar el intercambio de ideas, sino invitarnos a poner los pies sobre la tierra: lo que estamos haciendo ahí, todos juntos alrededor de una mesa, es comentar de manera detallada y consciente, de manera rigurosa y civil, ciertas interpretaciones de lectura. Nada más. Pero tampoco nada menos.
La verdadera estrella de un taller literario no es la escritura sino la lectura. Volver explícito el papel del lector, su función como generador de texto, es tal vez el elemento más relevante y productivo de un taller. No es del todo raro que los que escriben suelen no ver claramente la serie de decisiones que han tomado respecto y con el lenguaje para producir una experiencia única en el lector. Ya sea porque se inscriben en tradiciones literarias con apariencia de ser universales o únicas, o ya porque denominan como inspiración u oficio al arduo trabajo de decisión que conlleva todo proceso creativo, el escritor suele escribir automáticamente. Lo que un taller hace es, a menudo, enseñar al escritor a ver críticamente lo que hace mientras toma decisiones en el proceso de escritura.
Por eso es que en la mayoría de los talleres de escritura que funcionan no sólo se omite la voz del autor del texto en turno sino también cualquier posibilidad del lector de preguntar directamente al autor sobre sus intenciones o, en su caso, sobre su acierto o no como lector. En lo que concierne al verbo tallerear, el autor no está presente o, incluso, es una función vacía, mientras se comenta su texto. Un buen lema en estos asuntos es que, si no está en el texto, no existe. Otro buen lema es: no hay mala lectura o lectura equivocada del texto. Independientemente del autor o, tal vez con mayor precisión, más allá de ella, la soberanía le pertenece de entrada al lector que revisa, para volverlas explícitas, las reglas con las que un texto funciona o no.
Por eso es que suelo iniciar mis talleres recordándonos a todos que no estamos ahí para decir si algo nos gusta o no —asunto del todo personal, sino es que hasta metafísico, que de poco o nada sirve a la escritora. Si algo nos gusta o no, o nos provoca tal o cual reacción, lo mejor es, sin duda, volver al pasaje en cuestión y, a través del comentario puntual, hacer visibles tanto para lectores y escritores la serie de decisiones respecto al lenguaje que funcionan ese escrito. ¿Es una puntuación entrecortada que en mucho reproduce las emociones de la trama? ¿Es la repetición de ciertos sonidos que, encadenados con cierto patrón, producen un ritmo especial de lectura? ¿Es una ausencia total de adjetivos que, al desnudar al sustantivo, coloca al lector frente a frente con los aspectos más sólidos del mundo? ¿Es la repetición de un “que” informándonos que estamos escuchando algo indirectamente, con la voz baja del rumor o el chisme? Antes de utilizar cualquier juicio de valor (esto es magnífico o débil o espantoso), siempre es necesario aclarar qué en el lenguaje produce ese efecto en el lector.
Los egos de los escritores y los aspirantes a convertirse en escritores son legendarios. Tal vez no haya ejercicio más relevante para ambos en este sentido como re-escribir los textos que se ofrecen para su revisión y comentario. Después de todo ¿qué lectura es más radical y cuidadosa que la escritura misma? Limitar los comentarios del taller a las escrituras intervenidas, y descartar la de los textos “originales”, nos recuerda que toda escritura es, en realidad, una escritura intervenida. También nos recuerda que, seamos conscientes de ello o no, siempre escribimos en colaboración con otros. La escritura no es una práctica aislada sino una tarea comunal. Comentar la intervención como si fuera “el original”, tratar de descubrir las reglas de ambos procesos escriturales sin tener del todo claro qué pertenece a quién, suele recordarnos también que nuestro colega, el que se sienta a mi lado como mi próximo y mi prójimo, es ante todo un lector —de libros, sí, pero también de seres, procesos, almas.
No es extraño que los talleres de este tipo produzcan comunidades equilibradas y lúdicas, deseosas de experimentar más, y no menos, con todas las herramientas a la mano, o de inventar, si el caso lo requiriera así, las que están un poco más allá de esa mano, no del todo visibles aún pero sí ya divisables desde la algarabía del que descubre y, por descubrir, explora y, por explorar, se pierde. Tengo la impresión de que es entonces, y sólo entonces, que estamos por fin escribiendo.

lunes, 18 de junio de 2012

En busca de la historia formativa de Monsiváis

18/Junio/2012
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Carlos Monsiváis fue dos veces becario del Centro Mexicano de Escritores (CME). En ese espacio de formación de literatos donde Juan Rulfo terminó de escribir “Pedro Páramo” y “El llano en llamas”, Vicente Leñero construyó “Los albañiles” y Juan García Ponce puso punto final a “La casa en la playa”, Monsiváis fue becado para trabajar tres libros de ensayos; sin embargo, ninguno de esos trabajos vio la luz durante su estancia en el CME.
Monsiváis quiso con ese par de becas tener tiempo y holgura económica para escribir tres obras ensayísticas: una sobre la historia de las ideas en México; otra sobre la generación de Los Contemporáneos: Jorge Cuesta, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Carlos Pellicer; y una más de los subgéneros literarios: western, horror, novela rosa, cuento de hadas y cómic.
A dos años de su muerte -que se cumplen mañana-, revisamos el expediente de Carlos Monsiváis en el Centro Mexicano de Escritores; allí, entre notas periodísticas que dan cuenta de su ascenso como intelectual vital de la sociedad mexicana, de su conciencia luminosa y su ejercicio en diarios y revistas de circulación nacional, están las propuestas que hizo el cronista y ensayista mexicano nacido el 4 de mayo de 1938, para acceder a las becas, también están los contratos y diversos documentos sobre su paso por ese espacio que durante más de cinco décadas fue el epicentro de la literatura mexicana de la última mitad del siglo XX.
Se trataba desde entonces de un hombre con una vitalidad a toda prueba y en esa vitalidad una enorme capacidad creativa que lo hacía moverse en muchos planos y variadísimos proyectos; en ese momento lo mismo ejercía el periodismo en revistas, diarios y en la radio, que dictaba conferencias, editaba, daba clases y por supuesto escribía libros y concursaba para becas.
El arte de ensayar
A los 24 años, “Monsi” ya se sabía ensayista, pero era consciente de que requería una formación con mayor solidez. En su carta de motivos para acceder a la beca en el ciclo 1962-1963, escribe: “Mis intereses inmediatos fundamentalmente están en dos aspectos. El primero es la adquisición de una amplia base cultural, y el segundo, la obtención de un aparato óptico, de un método de investigación. Al poseer ambas condiciones, condiciones que sólo pueden ser obtenidas a través del estudio, podré superar la superficialidad y el impresionismo crítico que caracteriza mis actuales trabajos”.
En esa carta que el joven ensayista dirige a Margaret Sheed -norteamericana fundadora del CME y su presidenta vitalicia-, Monsiváis asegura que esa beca, necesaria en el “movimiento de aprendizaje y formación en que me encuentro”, le permitiría dedicarse en forma íntegra a la confección de dos libros de ensayos y al mismo tiempo prescindir de “una serie de trabajos eventuales que me llevan la mayor arte del tiempo y que tienen más que ver con el periodismo que con la literatura”.
Los dos libros de ensayo de los que habla Monsiváis tienen que ver con Los contemporáneos y con los subgéneros literarios. En el primero, pretendía examinar en alrededor de 250 cartillas, el panorama de la literatura mexicana y el ambiente cultural y social en el que surgieron Carlos Pellicer, José Gorostiza, Xavier Villaurrutia, Salvador Novo, Jaime Torres Bodet, Gilberto Owen, Jorge Cuesta y Bernardo Ortiz de Montellano.
En el segundo proyecto pretendía “analizar su valor intrínseco y su proyección social” de subgéneros literarios como la literatura del oeste o western, la novela rosa, la literatura de horror, el cuento de hadas y el cómic, el folletín y la novela de aventuras, la ficción científica y la literatura policial; esto en alrededor de 300 cuartillas.
El cronista de la Portales finalizaba su plan de trabajo con una sentencia: “La terminación de ambos libros, para los cuales llevo adelantados notas y bosquejos, será el compromiso que contraiga con el Centro Mexicano de Escritores, en caso de obtener la beca” . La realidad es que obtuvo la beca pero no concluyo las obras.
Incluso, en el Expediente Carlos Monsiváis que se encuentra en la Caja 17 del Archivo del Centro Mexicano de Escritores que está a resguardo del Fondo Reservado de la Biblioteca Nacional, hay copias de varias cartas fechadas en 1963 enviadas al escritor por Felipe García Beraza, secretario del Consejo de administración del CME, solicitándole razones de sus ausencias, llamándolo a dar informes de sus trabajos o reiterándole su compromiso con entregar la obra.
En el expediente consta también el telegrama original en el que Carlos Monsiváis, fue avisado el 14 de agosto de 1962 y se le concedía la beca entre agosto de 1962 y agosto de 1963. “Felicitaciones. Ruégasele presentarse mañana cinco tarde”, fimada por Margaret Sheed.
En esa primera solicitud de beca, Carlos Monsiváis anexó un listado con 25 momentos de su ejercicio profesional hasta el momento; entonces destaca su actividad como profesor de literatura mexicana en la Escuela Nacional preparatoria o de materias culturales en la Casa de la asegurada, cuando tenía alrededor de 30 años; su gestión como director del Departamento de Voz Viva de México y supervisor literario de Radio Universidad -donde tuvo varios programas- y secretario de redacción de revistas como Estaciones, Letras nuevas, Medio siglo y Nuevo cine.
Segunda oportunidad
El afán de Carlos Monsiváis por los proyectos ya era entonces abrumador y su personalidad dispersa, trabajaba al mismo tiempo en sus libros y en muchas otras cosas; ejercía el periodismo y tenía programas en Radio Universidad donde además producía programas para niños y sobre cine.
En medio de esas labores, en 1967 Carlos Monsiváis solicitó una renovación de su beca en el Centro Mexicano de Escritores, ahora para escribir el libro de ensayos “Hacia un panorama de la cultura mexicana en el siglo XX”, de 300 páginas aproximadamente y dividido en 18 capítulos, en el que abordaría la historia de las ideas en México desde Alfonso Reyes y José Vasconcelos hasta los Siete sabios y el Hyperión.
En su solicitud de beca recuerda la beca que se le concedió entre 1962-1963, acepta no haber terminado ese proyecto pero dice que le sirvió como “esquema y esqueleto al prólogo de la Antología de la Poesía y como material básico para diversas labores ensayísticas. Debo reconocer también el enriquecimiento crítico que obtuve gracias al método de trabajo en común que norma la relación del Centro con sus becarios”.
En esa misma carta de motivos, Monsiváis esgrime razones de fondo para que le renueven la beca y fundamenta su petición en sus aspiraciones como escritor, allí señala: “Dada la pobreza de la crítica y el ensayo literario en México, pobreza que encuentra su génesis en la carencia de escuelas o núcleos formativos, mis aspiraciones como escritor se centran ahora, de modo primordial, en la tarea de resolver o remediar mis deficiencias de formación”.
A Carlos Monsiváis le renovaron la beca en el periodo 1967-1968, pero el libro de las ideas que planeaba escribir no lo terminó en tiempo y forma. El expediente de su paso por el CME incluye notas periodísticas de cuando ya era el gran intelectual, también contiene una carta firmada por su madre, Esther Monsiváis, del 17 de julio de 1971 donde envía los datos de su hijo no mandaba al CME.