lunes, 26 de julio de 2010

Hinchadas de administración

Julio/2010
Letras Libres
Gabriel Zaid

En el Anuario estadístico de la unesco (1975, 1999) se puede ver que la población mundial matriculada en universidades, escuelas técnicas superiores y escuelas normales superiores creció de pronto como nunca. Subió de 12 millones en 1960 a 51 en 1980: se cuadruplicó en veinte años. Esta explosión (7.5% anual) empequeñece la otra (2% anual de la población total). Quizá tuvo que ver (como causa o como efecto) con la protesta juvenil de aquellos años, con variantes para cada país.

En México, la represión del movimiento estudiantil en 1968 fue continuada por una política reconciliatoria del presidente Luis Echeverría (1970-1976), en la vieja tradición de comprar buenas voluntades con generosidad y concesiones. Lo dijo Porfirio Díaz: Hay que echarles huesos a los perros, para que dejen de ladrar. Y también Álvaro Obregón: No hay general que resista un cañonazo de 50 mil pesos.

Según Víctor Bravo Ahúja y José Antonio Carranza (La obra educativa [1970-1976], sep Setentas 301, 1976, p. 200), el gasto en educación superior de la Secretaría de Educación Pública fue sextuplicado en el sexenio de Echeverría. Subió de $1,147 millones en 1971 a $6,792 en 1976.

Con Echeverría, las universidades empezaron a nadar en dinero. El resultado fue desconcertante. Prosperaron los administradores universitarios, los sindicatos universitarios, la construcción de edificios universitarios, los proveedores de instalaciones, equipos y materiales universitarios, las agencias de viajes universitarios y los deportes universitarios, pero no la educación superior.

Según Pablo Latapí (Análisis de un sexenio de educación en México, 1970-1976, Editorial Nueva Imagen, 1980, p. 179): “El fuerte aumento de recursos [a la educación superior] y la expansión consecuente no se vieron precedidos por medidas que los prepararan. Ni las instituciones ni el sistema contaban con los planes, programas, personal calificado y estructuras administrativas para soportar esa expansión. Podría decirse que los recursos adicionales produjeron ‘más de lo mismo’, cuando no serios deterioros por una masificación imprevista. La actitud reconciliatoria del gobierno le impidió sujetar sus subsidios a condiciones de excelencia académica o de eficiencia administrativa. Así se desperdició una oportunidad excepcional de mejoramiento e innovación [...] Dos efectos negativos de la expansión impreparada fueron el descenso en la eficiencia terminal [el porcentaje de los estudiantes que terminan sus estudios] y el deterioro de la calidad académica.”

La protesta del 68 empezó contra los abusos de la policía. No exigía tanto mejorar la vida universitaria como la vida nacional, especialmente la situación de los mexicanos más pobres, bandera que tomaron demagógicamente los presidentes Echeverría y López Portillo. Sin embargo, el gasto público de los llamados presidentes populistas produjo universidades millonarias y menor nutrición, como puede verse en el cuadro adjunto.

Todavía en el año 2009, según el Tercer Informe de Gobierno de Felipe Calderón, el gasto federal dedicado a la educación superior (unos 2.7 millones de alumnos) fue de $103,762 millones, de los cuales $21,360 millones fueron para la unam. Y el dedicado a la población indígena (unos 10 millones de habitantes) fue de $38,103 millones. O sea que, proporcionalmente, la población indígena recibió diez veces menos que la población de estudiantes universitarios. Una sola institución (la unam) recibió más ayuda federal que cinco millones de indígenas.

La unam es ahora un monstruo burocrático. Tiene más presupuesto y personal administrativo (unas 27,000 personas, sin contar las 35,000 del personal académico) que muchas secretarías de Estado: Gobernación, Relaciones Exteriores, Economía, Trabajo, Reforma Agraria, Turismo y Función Pública (Tercer Informe). Tiene más presupuesto que muchos gobiernos de los estados: Aguascalientes, Baja California Sur, Campeche, Colima, etcétera (banco de datos del Centro de Estudios de las Finanzas Públicas de la Cámara de Diputados, www.cefp.gob.mx). Tiene el mismo presupuesto que el gobierno de Nicaragua y más que muchos gobiernos de otros países: Haití, Belice, Rwanda, Laos, Mauritania, Guinea, etcétera (Wikipedia, Government budget by country).

La hinchazón administrativa que empezó con Luis Echeverría se volvió permanente. Los principales beneficiarios fueron los funcionarios y los sindicatos. Las universidades son ahora burocracias dedicadas al negocio de administrarse: vender una presencia constante en los medios (autocelebratoria, naturalmente), conseguir dinero en cantidades cada vez mayores, distribuirlo, etcétera, como las secretarías de Estado, los gobiernos de los estados y otras burocracias políticas. Se volvió normal que muchos directores, rectores y líderes sindicales de las universidades lleguen a ser altos funcionarios de la administración pública.

Las universidades adoptaron el modelo burocrático y lo propagan, no sólo por el peso de lo administrativo y sindical en su vida interna; ni por el ejemplo contagioso que dan a sus alumnos, maestros y empleados; sino también porque la administración es ahora su mayor tema de enseñanza. Se han vuelto burocracias especializadas en la formación de burócratas para el Estado y las grandes empresas. Todavía hay estudiantes que sueñan en poner su consultorio, su despacho, su constructora, su fábrica. Pero predominan los que sueñan en buenos empleos, de preferencia altos empleos en las cumbres administrativas.

Cada vez más, las universidades se dedican a enseñar contaduría y administración, algo que empezó como teneduría de libros en las llamadas escuelas comerciales, y ahora alcanza niveles de doctorado universitario. Según la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior, desde el ciclo escolar 2007-2008, la matrícula de estudiantes en ciencias sociales y administrativas (casi todos en administrativas) rebasa un millón de alumnos, que representan la mitad de la población escolar en licenciaturas y posgrados de las instituciones asociadas (www.anuies.mx). Se trata de un fenómeno creciente, como puede observarse en las estadísticas de años anteriores.

A mediados del siglo xx, las licenciaturas en administración eran una novedad, no muy bien vista. Parecían poco universitarias, una especie de enseñanza light frente a las sólidas disciplinas tradicionales: derecho, medicina, ingeniería. Hoy existen licenciaturas en administración aduanera, administración bancaria, administración deportiva, administración educativa, financiera, fiscal, hotelera, municipal, pública, de agronegocios, de comercio internacional, de empresas marinas, de empresas turísticas, de instituciones, de la calidad, de mercadotecnia, de recursos humanos, de recursos naturales, de relaciones industriales y de todo lo imaginable (como la sublime licenciatura en administración del tiempo libre). A lo cual hay que sumar las de contaduría, derecho administrativo, ingeniería administrativa, informática, etcétera.

En todas las profesiones, lo que se aprende en la práctica llega a ser más importante que lo aprendido en las aulas universitarias. Pero en los temas administrativos, sucede más fácilmente. Por ejemplo: Los sistemas de planeación y control de la producción que van ajustando las variaciones de la demanda con los inventarios (de materias primas, productos en proceso y productos terminados) y las capacidades de producción en cada máquina, departamento y turno son algo imposible de explicar a quien nunca ha estado en una fábrica, ni vivido el problema. Intentarlo es perder el tiempo.

Y, sin embargo, las familias y el país hacen un esfuerzo extraordinario para que millones de estudiantes se dediquen a hacer como que aprenden en un salón de clase, a donde llegan diariamente congestionando la ciudad (y aumentando, así, la pérdida de tiempo). Según la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos de los Hogares (inegi), las familias dedicaban el 2% de sus gastos a la educación en 1977, proporción que fue subiendo hasta el 11% en 2005 (última encuesta publicada). Y tanto sacrificio, ¿para qué? Para que los jóvenes saquen una credencial que les permita no ser discriminados: para que tengan derecho a concursar por empleos que no existen.

Según los indicadores de la ocde (Education at a glance 2009), los países miembros gastaron en 2006 el 13.3% del gasto público total en educación, con dos extremos. Alemania, Italia y Japón gastaron 10% o menos. En el otro extremo, México gastó más que cualquier otro país: el 22%. La suma del gasto público y privado representó en 2006 el 6.1% del pib de los países miembros. En el caso de México fue el 5.7%, mayor que en Alemania, Australia, Brasil, Chile, España, Italia y Japón.

Cuando el país gastaba 3% del pib en educación, se decía que era poquísimo. Ahora el gasto es de 6.5% del pib, según declaraciones recientes del secretario de Educación Pública, y muchos consideran deseable llegar al 8% del pib. ¿Para qué? Aumentar el gasto en educación ha aumentado la burocracia, más que la educación.

Desde hace años, en el mundo del trabajo hay quejas por la calidad de los graduados. A su vez, los maestros universitarios se quejan de lo mal preparados que llegan los muchachos de las preparatorias; cuyos maestros se quejan de cómo llegan de la secundaria, y así sucesivamente. Todo esto mientras el gasto sube y sube. ¿Para qué?

La meta de gastar el 8% del pib en educación es absurda, no sólo porque aumentar el gasto ha sido contraproducente, sino porque eso ha puesto en evidencia que la meta debe ser la educación, no el gasto. Lo deseable es elevar la calidad de los egresados, el número de personas maduras y competentes, capaces de seguir aprendiendo por su cuenta, para entender, desarrollarse y servir a la sociedad. Pero la calidad es precisamente lo que no se mide.

En las evaluaciones que empiezan a practicarse, ha resultado, por ejemplo, que hay algunas escuelas públicas de pocos recursos con mejores resultados educativos que algunas escuelas privadas muy costosas. Lo cual confirma que el gasto es un pésimo indicador, como sucede en tantas otras cosas donde lo más costoso no es siempre lo mejor. La calidad cuesta, pero el costo no es la forma de medir la calidad.

Lo deplorable es que instituciones respetadas como la unam, que somete a examen a los alumnos de otras, se nieguen al examen de sus alumnos con enlace, la prueba estándar que hace posible comparar resultados. Prefieren cabildear y presionar para conseguir más presupuesto, entregado a ciegas y gastado con prioridades que nadie tiene derecho a juzgar.

Las universidades como mundos aparte y autosuficientes han ido creando dependencias periféricas: tiendas, clínicas, centros deportivos, talleres de reparación. Toda dependencia adicional genera intervenciones de las otras, y el trabajo se expande hasta ocupar a muchísima gente, más aún si las reglas sindicales prevalecen. Los de auditoría necesitan reparaciones de mantenimiento, los de mantenimiento necesitan servicios médicos, las clínicas hacen requisiciones de compras, las compras tienen que ser auditadas. La hinchazón genera hinchazón, y lo periférico se vuelve desproporcionado, a costa de la función central.

En 1963, Pablo Latapí fundó el Centro de Estudios Educativos. Había hecho un doctorado en educación en Alemania, y lo primero que señaló fue que no había proporción entre el gasto educativo y el gasto en evaluarlo, prácticamente nulo. Para entonces, ya estaba en Cuernavaca Iván Illich, que había sido vicerrector universitario y miembro del Consejo Superior de Enseñanza en Puerto Rico. Con esa experiencia, empezó a cuestionar el mundo educativo y llegó a la conclusión de que administraba ritos sagrados, a salvo de evaluaciones prácticas. Finalmente, publicó Deschooling society (1971), que retumbó por el planeta en muchas lenguas y ediciones.

A pesar del escándalo provocado por Illich desde México y la discreta persistencia de Latapí, México sigue gastando en educación a lo tonto: sin evaluar los resultados. Como si la meta fuera aumentar el sacrificio económico de las familias y los contribuyentes, no la formación de personas valiosas. La impresión general es que la calidad ha bajado, aunque el costo ha subido. Y lo imperdonable, a estas alturas, es seguir atenidos a impresiones, en vez de examinar (externamente) a los estudiantes, a los maestros y a las instituciones.

Los interesados en aumentar el gasto miden su éxito por el dinero que reciben, no por la calidad que entregan. Es una distorsión muy costosa. Si, desde 1963, se hubiera impuesto en el sistema educativo la evaluación independiente, con exámenes semejantes a los que ahora empiezan a introducirse (con grandes aspavientos y vergonzosas ocultaciones), la educación en México no habría descendido hasta el punto en que sus resultados deben esconderse.

El rechazo a la evaluación, con desplantes de soberanía ofendida, deja a las universidades en una posición semejante a la del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación. Lo cual hace pensar que saben que sus servicios no valen lo que cuestan. ~

El autodidacta

26/Julio/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

Hoy estamos tan acostumbrados a preguntar a los expertos sobre casi cualquier tema, que tenemos temor de dar un paso por nuestra propia cuenta. Sin embargo, los autodidactas, entre otros, han tomado la impopular decisión de recorrer por sí mismos un camino diferente. Creo que es San Juan de la Cruz a quien se le debe el siguiente consejo: para llegar a un punto desconocido es necesario tomar el camino que no se conoce. Hacer lo contrario, es decir, tomar el camino conocido, no encierra demasiada virtud. El autodidacta lo sabe ya que en infinidad de ocasiones invierte mucho tiempo descubriendo lo que otros ya descubrieron (el autodidacta se ahorcará con el hilo negro). No obstante, sabe también que su paciencia podría llevarlo a terrenos no pisados antes por ninguna imaginación. Novalis lo explicaba de este modo: “Un autodidacta tiene la gran ventaja, a pesar de todas las imperfecciones de su saber, de que cada idea nueva de la que se apodera entra inmediatamente en relación con el resto de sus conocimientos e ideas, mezclándose con el todo y dando así lugar a combinaciones originales y a muchos nuevos descubrimientos”. Es confortable saber que la opinión de dos autodidactas acerca de un mismo tema difícilmente será la misma: su opinión, al menos, no será guiada por el programa de una institución ni por ninguna otra convención académica.

Los autodidactas no son colegas como suelen serlo los abogados o los médicos, sino una suerte de anacoretas que viven alejados de los centros organizados del saber. Su ambición se reduce a la de cualquier hombre curioso a quien le interesa el conocimiento. No quiero decir que el autodidacta carezca de método (inductivo, racional, lógico o como quiera llamársele) ni que se desinterese por los descubrimientos de las instituciones universitarias, científicas, etcétera; más bien se dedica a la ambiciosa tarea de conocer, hasta donde le es posible, el mundo que lo rodea, por su propia cuenta. ¿Pero es posible imaginarse un método de conocimiento sin nociones de racionalismo cartesiano o un pensamiento ajeno a las reglas del lenguaje? ¿Puede un escritor desconocer la obra de Eurípides o de Joyce? No sólo es posible, sino incluso deseable. Mantener vivo el pensamiento escolástico tanto como visitar una ciudad haciendo a un lado sus monumentos importantes, son hasta cierto punto síntomas de salud. Los especialistas en cualquier tema no estarán de acuerdo con esta opinión pues consideran que no se puede avanzar si se desentiende uno de los descubrimientos realizados por el hombre a lo largo de su historia (somos enanos en hombros de gigantes), pero no podrán negar lo saludable que es mirar el mundo desde una perspectiva original.

Y algo más: el experto paga su saber con grandes dosis de ignorancia en otros campos del saber: él no es propiamente un científico o un filósofo , sino alguien que dedica su vida a profundizar en un tema esperando a que otros se especialicen en los campos restantes. Quiere ser la tuerca número treinta y dos de la gran máquina. Tomando en cuenta tan desmedida confianza en el género humano, en sus instituciones y en su saber acumulado, me imagino que el experto tampoco tendrá inconveniente en que un hombre más versado que él en asuntos sexuales tome su lugar en la cama (en teoría siempre habrá alguien que realizará mejor tal “actividad”) Hans-Georg Gadamer conocía bien estas limitaciones cuando precisaba que al experto hay que preguntarle, pero no permitirle tomar decisiones. Los expertos son incapaces —por definición— de unir las partes con el todo. Debemos consultarlos, pero siempre conscientes de que su conocimiento es limitado, parcial y anómalo.

Quisiera pensar que los autodidactas han contribuido con muy poco al progreso de nuestras sociedades. Hecho que los hace aún más virtuosos, pues no son culpables de casi nada.

domingo, 25 de julio de 2010

“La poesía es una tarea marginal y extraña”

24/Julio/2010
Milenio
Gustavo Mendoza Lemus

Monterrey- Con sus años dentro del medio, el poeta Eduardo Lizalde (Ciudad de México, 1939) sabe bien el por qué refiere a la poesía como “un camino extraño” por el cual algunos se atreven a transitar.

Pero su referencia hacia el camino “extraño” que hay que recorrer para autonombrarse como poeta no es ninguna abstracción: poco reconocimiento y vivir en la miseria son dos de las barreras que ve Eduardo Lizalde en el sendero del escritor.

El tigre, como se le conoce al poeta, se presentó la noche de ayer en la Sala Acristalada del Colegio Civil, en donde leyó una selección de su libro Todo poema está empezando (antología 1966-2007), que es editado por La Cabra ediciones y la UANL.

Momentos antes, Lizalde ofreció algunas palabras a los medios de comunicación en la Sala Zertuche del mismo recinto universitario, en donde habló de la creación poética, del mito de las becas como mecanismo para estimular la creación y de la seducción que produjo al mundo sesentero la idea de un socialismo impuesto por todo el mundo.

El poeta, un milagro viviente

“La poesía no es problema de edad, sino de talento”. Con esa frase, Lizalde echó por la borda cualquier excusa para no escribir. Sin becas, sin reconocimiento y sin la certeza de saber si dedicaría toda su vida a la escritura, Lizalde expresó que el camino del poeta no está trazado pero que existen algunas guías básicas que pueden ayudar a despejar la maleza que oculta el sendero.

Fue sincero y directo al señalar que ninguna beca formará a un escritor de culto, a no ser que se decida por convertirse en un escritor que copie las fórmulas ya establecidas por sus antepasados, es decir, que se haga literatura “libresca”.

“Un escritor real no se preocupa por las becas”, expresó a la primera pregunta, sin miramientos.

Después, prosiguió en el mismo marco: “Velarde no obtuvo ninguna beca, se podría decirse que murió en la vil miseria y fue reconocido hasta después su muerte… pero es un gran poeta”, afirmó.

Aludiendo a la conducta de algunos escritores y poetas que publican sólo y cuando existe un estímulo económico por adelantado –es decir, que buscan de la beca para producir– Lizalde lanza el siguiente epitafio: “los poetas no viven de becas, viven de milagro”, aseveró.

Por ello, mencionó una faceta común y generalizada en quienes se dedican a escribir eso que llaman poesía: “la poesía es una tarea marginal y extraña”.

Después de sus duras frases, el ganandor del premio Xavier Villaurrutia en 1970 ofreció algunos consejos para alcanzar “la gloria , que es un camino que nadie conoce”.

Para esto, recomendó la lectura por sobre todas las cosas. “Hay quien dice que leer mucho es peligroso, porque terminarás imitando a los demás, pero esto es un error”, afirmó.

Sistema de educación, malísimo

Para Lizalde, el bache de generaciones por la que atraviesa la enseñanza de la educación pública es una de sus preocupaciones. Más allá de los problemas del magisterio, Lizalde ahonda en la falta de la literatura dentro de las aulas de clase.

“Ahora sólo leen a los best sellers, como (Gabriel) García Márquez o (Mario)Vargas Llosa, pero desconocen a sus autores”, destacó.

Recordó que en alguna época, en las aulas de primaria y secundaria pública los maestros leían a los autores mexicanos en clase, con los alumnos pronunciando en voz alta y generando en ellos la “fascinación” por sus lecturas.

Sin embargo, acusó que hace falta una guía a los lectores jóvenes para que conozcan “que es lo que está detrás de William Shakespeare, porque sino sólo sabrán la historia de amor que hay, como si fuera una telenovela cualquiera”, expresó.

Por ello, Lizalde recomendó la lectura de los críticos de la literatura para encontrar cierta guía de comprensión en los textos. “A veces los críticos se equivocan, pero en conjunto logras tener de ellos ciertas referencias”.

sábado, 24 de julio de 2010

El tema de la novela futura

24/Julio/2010
Suplemento Babelia
Javier Gomá Lanzón

Por qué decimos que la novela nace con Cervantes si siglos antes abundaron las novelas griegas, romanas y bizantinas? El mismo Cervantes escribe en el prólogo al Persiles que con su obra "se atreve a competir con Heliodoro", a quien toma como modelo inspirador. El resultado de esa emulación de grave estilo de un autor helenístico hoy olvidado fue una novela algo tediosa, mientras que cuando Cervantes dio suelta a su ingenio, desinhibido ante un asunto de intención relajadamente humorística, concibió El Quijote e inventó un género literario en verdad nuevo. ¿En qué sentido nuevo? Ya los tratadistas del Renacimiento se sentían perplejos ante la novela y no sabían a qué categoría adscribir un género que Aristóteles no había tenido en cuenta en su Poética. Pero si decimos que la novela moderna nace con Cervantes se debe a otras razones, que tienen que ver con su aptitud para dar forma y expresión a determinado estadio del espíritu europeo.

La premodernidad es aquella etapa de la historia de la cultura que interpreta la realidad como un cosmos, un todo ordenado y perfecto. El hombre es, en el mejor de los casos, el rey o el centro del cosmos, pero siempre una parte de él. El arte, durante esta larga etapa cultural, imita la perfección antecedente del cosmos, la celebra, le dedica himnos. El arte premoderno es, en última esencia, celebratorio y su modo natural de expresión se halla en el verso. Entonces sucedió, en ese hiato fundamental de la cultura que se sitúa entre el siglo XVIII y el XIX, que el hombre empezó a tomar conciencia de sí y se constituyó él mismo en un todo, ya no más parte, ni siquiera parte privilegiada del todo cósmico o social: en ese momento tuvo lugar el alumbramiento de la subjetividad moderna. Y ese nuevo todo que es el yo subjetivo no se deja asimilar como antes a la colectividad social, no admite su antigua función de tesela de un mosaico que le trasciende porque él mismo es una totalidad más profunda, más significativa, más plena. El conflicto es inevitable: porque la sociedad reclama del individuo con poderosas armas su integración, su participación en las cargas civilizatorias comunes, su contribución a las necesidades de rendimiento social (el oficio y la casa: la producción y la reproducción), pero el individuo autoconsciente se resiste, recela de dar un paso que percibe como una alienación de su universo privado, siente el extrañamiento de un mundo que no es el suyo y que amenaza con anularlo, y vierte toda su alma en el cultivo amoroso de su intimidad recién ocupada, aun a riesgo de recibir la sanción condenatoria de la sociedad, que le hostiliza, le anatemiza y a veces le aplasta hasta morir. No más himnos de celebración: la prosa de este conflicto -narrado en registro trágico, dramático, cómico o grotesco- demandaba un género literario de nueva planta, un guante a medida que calzarse la estrenada subjetividad: ésta es la esencia de la novela moderna, desde El Quijote de Cervantes a Doktor Faustus de Thomas Mann, así como su tema permanente, con mil variaciones.

La novela se pone del lado del afligido individuo, no de la represora sociedad, pero hubo un intento histórico de buscar la conciliación entre las partes: me refiero a las Bildungsroman, las novelas de educación que, conscientes de lo invivible de la escisión abierta, narran, de forma ejemplarizante, la lenta maduración sentimental del héroe que conduce a la postre, tras muchas experiencias formativas y enjundiosas peripecias, a su gozosa conformidad con el desempeño de un oficio productivo y con la institución matrimonial, es decir, a su condición de ciudadano. Pero, aunque literariamente algunas de ellas apreciables, en su loable ambición de armonizar los dos mundos fracasan sin remedio: así, Wilhelm Meister, de Goethe; Verano tardío, de Sifter; Enrique el Verde, de Keller, entre otras que suelen citarse, cuyas propuestas de conciliación simplemente no son creíbles por muchas razones. La única excepción quizá sea, acaso sin pretenderlo, Jane Austen, quien escribe novelas en las que se produce la maravilla de una tensión felizmente resuelta y de unos personajes que, sin dejar de ser modernos, son también civilizados, miembros inteligentes de su refinada comunidad.

Y ahora ¿qué? Porque lo cierto es que el antiguo conflicto ha cesado. Hubo un tiempo en que el individuo vindicó sus libertades frente a las opresiones tradicionales y el arte noveló con puntualidad esa heroica riña. Pero ahora ya no: nuestra libertad ya no es conflictiva, sino pacífica, pues vivimos en una cultura no represora, en la que las coacciones colectivas han sido deslegitimadas, sus torvas genealogías desenmascaradas, sus pretensiones de validez convenientemente "deconstruidas". El conflicto por la liberación subjetiva ya no es nuestro tema, sino que lo es la indolencia que el hombre liberado arrastra lánguidamente por falta de motivaciones, entregado al consumo de mercancías y de afectos mientras nada en el mundo le induce a ser ciudadano, y entretanto vive en sociedad sin estar socializado. La novela moderna ha perdido el argumento originario, pero la orfandad temática no ha de durar porque otra tarea se impone: narrar el camino biográfico que lleva de las profundidades insondables del yo a la aceptación voluntaria de las cargas civilizatorias. ¿Por qué elegir hoy ser civilizado pudiendo permanecer en la barbarie? He aquí un gran asunto novelesco. La socialización pendiente ya no es conflictiva, pero sí sobremanera problemática, y reclama un género literario que le sea propio. Si en su día fracasó en aquella conciliación imposible la antigua Bildungsroman -en España ni siquiera existió como tal-, acaso ahora este género adquiera nueva actualidad aplicado al viaje formativo, salpicado de aventuras, que parte de la subjetividad inflacionaria hacia la terra incognita de la ciudadanía.

Sea, pues, nuestro lema: menos novela conflictiva de liberación y más novela problemática de socialización.

El invento que cambiará a la literatura mundial

24/Julio/2010
Suplemento Laberinto
Heriberto Yépez

Un buen número de problemas en el mundo intelectual se acabarían con un simple invento: la auto-reseña.

La invención de la reseña solucionó un grave problema que ocasiona la literatura: tener que leer libros.

La reseña es como la licuadora o McDonalds. Ahorra al lector varias horas de esfuerzo.

La reseña, de paso, solucionó el problema de autoestima de muchos escritores, quienes gracias a sus amigos reseñistas pudieron morir con el ego intacto, sintiéndose útiles, leídos y justipreciados públicamente por sus pares.

De la otra esquina, la reseña, al ser un vehículo de adquisición de poder, ayudó a que la carrera de escritores otrora grisáceos —jóvenes aspirantes o escritores sin mucho talento creativo— gozará de repunte, tacuche y pimienta.

Escribir reseñas da más poder que ser reseñado. ¡Una reseña en una buena revista vale lo que dos libros!

Y promueve el amiguismo.

La reseña nos metió en problemas. Son pocas las revistas y menudo el espacio que conceden a reseñar libros. La reseña es la reina de los enconos, los reclamos y las reyertas. Más ahora en tiempos de desaparición de suplementos.

Para poner fin a estos malestares intestinos, ¡declaro patentada la auto-reseña!

Gracias a este cómodo invento, aquellos que se sienten excluidos de dicha sección podrán publicar la auto-reseña que mejor explica, adjetiva y sopesa su libro.

¿Cuáles son las leyes que dirigen este neo-género?

Ante todo, no tener reserva. El auto-reseñista debe ser enfático. Su oficio consiste en sostener sin tapujos lo que sus reseñistas tradicionales han callado, digamos, las grandes virtudes que sus libros ocultan.

El auto-reseñista debe ser amo del estilo. Si el ensayo literario contemporáneo se distingue por ser mera gimnasia verborrágica, la auto-reseña debe abrevar de la loable tradición de la brevedad. Una auto-reseña debe, oh ética, no acabar siendo mejor que el libro que auto-reseña.

El auto-reseñista, al contrario de la tendencia ególatra de nuestro tiempo, debe separarse decididamente de los aires de superioridad que se otorga a sí misma el reseñista común y corriente.

A pesar de su índole tajante, la auto-reseña debe moderar su propio valor y siempre dejar claro que el libro que auto-reseña es superior a ella.

La auto-reseña, al dejar a cada uno el derecho a valorarse a sí mismo, sin requerir de la injusticia o el favor ajenos, promete dar feliz solución a muchos conflictos dentro de la República de las Letras.

Aunque, conociendo el espíritu combativo de muchos escritores, quizá las pugnas no terminarán con el auge venidero de la auto-reseña.

Así que la invención de la auto-reseña requiere el estreno simultáneo de otro sagaz invento: la auto-réplica y, sobre todo, la contra-auto-réplica a la auto-reseña.

No tengo la menor duda: ¡viene una gran época dialéctica!

El predicador y el novelista

24/Julio/2010
Suplemento Laberinto
José Antonio Lugo

En A noite (Caminho, 1979) la obra de teatro de José Saramago, que se desarrolla en la madrugada del 24 al 25 de abril de 1974, los trabajadores del periódico van cobrando conciencia de que no pueden estar al servicio del fascismo y al final de la obra, en contra de la dirección del diario, hacen andar la rotativa que va a imprimir la noticia del golpe de Estado (la similitud con Sostiene Pereira de Tabucchi —1994— es tan grande que la idea de plagio se asoma). Esa conciencia social acompañó, a veces para bien y otras para mal, la literatura de José Saramago.

En Cuadernos de Lanzarote (en su edición en español, que incluye sólo los tres primeros tomos), Saramago nos cuenta: “Lo imposible continúa aconteciendo. En la novela Jazz de Toni Morrison hay un personaje que mata a la mujer a quien amaba. Por amarla demasiado, explicó. Parece absurdo, pero los novelistas son así, ya no saben qué más inventar para captar la fatigada atención de los lectores. Esas cosas, en la vida, no suceden”.

Los dos comentarios anteriores vienen a cuento para el análisis de la obra del escritor portugués. La conciencia social es buena en términos políticos, por supuesto; en términos literarios puede ayudar a la obra o lo contrario. Por ejemplo, Capitanes de arena de Jorge Amado es una buena novela sobre la condición marginal de los jóvenes de la playa, libro prohibido que se convirtió en un estandarte, pero Los subterráneos de la libertad, del propio Amado, no pasó de ser un panfleto ilegible. No pretendo cuestionar la ideología política del escritor portugués —con quien comparto algunas de sus causas—, sino preguntarnos si esa conciencia social atenta contra sus obras literarias.

La dura crítica que hace Saramago sobre Toni Morrison no la aplicó a muchas de sus obras, especialmente las escritas en sus últimos años, que se convirtieron en grandes alegorías, a costa de la verosimilitud literaria.

En cambio, sus mejores novelas, El año de la muerte de Ricardo Reis y Memorial del convento, están ancladas en la realidad. En la primera, en una realidad literaria. La fantasía que mantiene con vida a los heterónimos después de la muerte de Fernando Pessoa se fundamenta en el brillante juego literario que propuso el gran poeta portugués. Y cada página de Memorial del convento parece reconstruir la difícil edificación del convento de Mafra, con personajes memorables como Bartolomeu de Gusmão —precursor de la aeronáutica, y Blimunda Sietesoles, la vidente (basada en el personaje real de la Senhora Pedegache, médium portuguesa del siglo XVIII). Por su parte, El evangelio según Jesucristo humaniza su figura —uniéndose a Cristo de nuevo crucificado de Nikos Katzantzakis y a El maestro y Margarita, de Mijail Bulgakov, que también describen a Jesús con las virtudes y defectos de cualquier ser humano—. Son novelas excelentes, a las que agregaría Historia del cerco de Lisboa y el Manual de pintura y caligrafía.

Sin embargo, en otras novelas la verosimilitud literaria no le importa al autor portugués. En ellas, Saramago crea alegorías que le permiten exponer su visión del mundo y de la vida, al tiempo que alecciona a sus lectores sobre la ceguera de nuestra civilización, los daños de la globalización, la importancia del voto, etc. Para hacerlo, el narrador/autor interviene a cada rato. Milán Kundera lo hace para plantear preguntas que no responde porque no conoce las respuestas. Saramago, en cambio, se interroga para abrir la posibilidad de darnos una respuesta que termina por convertirse en una homilía.

La figura del intelectual que opina sobre la realidad política de su tiempo comenzó con Voltaire, quien desde Ferney, en la frontera de Francia y Suiza, blandía su libertad de expresión como una espada florentina pero estaba listo para traspasar la frontera si veía venir represalias. Pero fue Emilio Zola quien se convirtió en el primer novelista cuyas opiniones en defensa de causas públicas desde la tribuna y no desde la obra literaria fueron tomadas en cuenta por toda la sociedad, al escribir su famoso ensayo “Yo acuso”, denunciando la injusticia contra el teniente Dreyfus. Por supuesto, no estoy en contra de la participación en los foros públicos de los escritores; bienvenida sea, pero es conveniente detectar cuándo las posiciones políticas del escritor comprometido quedan por encima de sus obras.

Como verá el lector, mi posición ante la obra de Saramago es ambivalente, porque así es su obra. Me queda claro que no es posible separar la figura pública y al luchador social del novelista. Es evidente que su defensa de ciertas causas políticas en todo el mundo, incluyendo nuestro país, crearon para él una tribuna que potenció el valor de su obra y lo llevó a obtener el Premio Nobel de Literatura. Creo que su literatura es digna de ese premio, aunque valdría la pena preguntarse si no lo merecía más Antonio Lobo Antunes.

Memorial del convento, Historia del cerco de Lisboa, El evangelio según Jesucristo y El año de la muerte de Ricardo Reis cumplen con lo que decía Kundera: son novelas más inteligentes que su autor. Otras, sin embargo, son novelas menos inteligentes que Saramago, que las construye con la intención evidente de difundir un mensaje. Y como decía Bioy, en su libro sobre Borges, citando a Hemingway: “Cuando tengo que dar un mensaje, voy al correo”.

En suma, esta necesidad de que la literatura no rompa sus vínculos con lo real y por tanto no amenace la verosimilitud —que tanto defendió Saramago en su comentario sobre Morrison— fue hecha a un lado por el novelista portugués como consecuencia de su irresistible impulso vital de crear conciencia, a partir de la profunda convicción de que su visión era la verdadera. En el prólogo a su libro Folhas políticas (Caminho, 1999), Saramago escribe: “Creo que estas Hojas políticas, de cuya honradez cívica no reconozco a nadie el derecho de dudar, llevan dentro verdades suficientes para que sean capaces de defenderse solas, sin ayuda. Ni siquiera la mía”. El escritor que en sus novelas critica a aquellos que hablan desde la certidumbre, asume sus palabras políticas como verdad y no acepta el derecho a la duda.

La voluntad de aleccionarnos moralmente es un lastre que pesa mucho en las últimas obras de Saramago, en las que nos trata de convencer. Convencer es tarea de predicadores no de novelistas. La novela, como afirma Milán Kundera en su discurso al recibir el Premio Jerusalén, es el espacio donde se muestra la pluralidad de lo humano: “Es precisamente al perder la certidumbre de la verdad cuando el hombre se convierte en individuo. La novela es el paraíso imaginario de los individuos. Es el territorio en el que nadie es poseedor de la verdad, ni Ana ni Karenin, pero en el que todos tienen derecho a ser comprendidos, tanto Ana como Karenin”.

El problema es que en buena parte de las obras de Saramago esa “pluralidad” tiene los dados cargados y nos muestra un universo de buenos y malos. Ese maniqueísmo es un veneno corrosivo para la calidad literaria de una novela y no tiene antídoto. Si bien reconozco que es autor de algunas novelas memorables, creo que, que en el caso de José Saramago, el predicador terminó por ganarle la partida al novelista.



Entre el goce de la escritura y la locura de Dios

24/Julio/2010
Suplemento Laberinto
Juan Domingo Argüelles

El 19 de agosto de 2010 José Agustín (1944) cumple 66 años de edad. Autor de una obra diversa y original, que abarca el cuento, la novela, el teatro, el ensayo y la investigación histórica, José Agustín está por publicar una de sus novelas más ambiciosas, La locura de Dios, obra cuya escritura interrumpió a raíz de su accidente el 1 de abril de 2009, en Puebla: una caída de más de dos metros en el Teatro de la Ciudad, cuando firmaba libros a sus lectores. ¿El resultado? Fracturas de cráneo y costillas y tres semanas en el hospital.

Desde que en 1964 salió de la imprenta su novela La tumba, José Agustín no ha dejado de publicar, para beneplácito de sus lectores. En su Autobiografía precoz (1966), refiere cómo, en 1955, su hermano Augusto lo llevó a San Carlos y lo presentó, con sus amigos, en su faceta de historietista. “Todos creían que yo iba a ser pintor. Yo también, la mera verdad”, confiesa entonces. Pero la historieta lo llevó a la literatura y no a la pintura, y ya han pasado 55 años desde que escribió su primer cuento, “Las aventuras de Zeus Pinto”, y ahora anda metido en La locura de Dios.

Conversamos con él a poco más de un año de aquel descalabro que lo llevó a estar diez días en terapia intensiva, y cuando algunos ya se aprestaban a preparar homenajes póstumos.

¿Cómo llegas a los 66 años de edad? O, para decirlo con el título de tu conferencia en Puebla el 1 de abril de 2009, ¿cuál es el soundtrack de tu vida?

Estoy estupendamente. Tengo mi espíritu creativo enteramente vivo. Escribo todos los días, y escribo bien, a pesar de que el madrazo que me llevé el año pasado me bajó un poco la pila. Además, 66 años tampoco es poco.

Ha pasado, entonces, ya más de un año del accidente, te has recuperado y la vida sigue, al igual que continúa la literatura.

Sí, y además muy chingonamente. A mí la vida siempre me ha gustado muchísimo, y la literatura es para mí una parte importantísima de la felicidad. Siempre he sido un ultralector.

Pero dices que se te bajó un poco la pila.

Sí, pero no tanto que hayan cambiado mis gustos y mis hábitos. Creo que estoy leyendo igual que siempre. De todo un poco, incluida por supuesto la literatura mexicana.

Algunos llegaron a pensar que te ibas de este mundo.

Pues sí: muchos llegaron a considerar que moriría. Y luego de que me dieron de alta, todavía tuve mis semanas de semiinconsciencia. Cuando recuperé realmente la conciencia me entró un estado de felicidad inaudito: un enorme gusto de estar vivo y de disfrutarlo. La libré bien a fin de cuentas.

¿Dejaste realmente de escribir?

No del todo. Al mes de haber regresado a casa, mi hijo Jesús se sorprendió al encontrarme escribiendo. “¿Qué estás haciendo?”, me preguntó, y yo le respondí: “Pues nada. Lo de siempre. ¿Qué otra cosa puedo hacer?” Creo que él, al igual que muchos, esperaba que por lo menos en un buen rato no pudiera escribir nada. Pero es que mi novela La locura de Dios es una obra de diez años que tenía casi terminada y que no puedo dejar. Es cierto que, después del accidente, ya no le metí tanta prisa y la voy llevando con más calma, pero ya casi está lista. En tres o cuatro meses le pondré el punto final.

Antes, sin embargo, publicarás otro libro.

Sí, mi hijo Andrés que es, además, mi editor, descubrió un manuscrito que yo tenía, de cuando era chavito (16 años) y me fui a Cuba al trabajo de alfabetización. Se titula Diario de brigadista. Por supuesto, lo revisé, lo trabajé un poco más. Pero estrictamente es un libro juvenil.

¿Qué otras cosas estás haciendo?

Nada. Ya estoy en una posición bastante cómoda en mi vida. Lamento decirlo, pero es la verdad. Gente que aprecio mucho, estupendos directores de cine me han llamado para escribir guiones, y les he dicho que definitivamente no, pues en lo que estoy de lleno es en mi literatura. No quiero desviarme con otros asuntos. La década de los setenta fue para mí la época de la academia. Fui maestro y enseñé en Juan de las Pitas. Regresé en los ochenta y en principio me dediqué al teatro, y después al cine muy en serio, aunque el gusto por el cine ya lo traía desde antes. Escribí guiones, trabajé con actores y directores. Y fue extraordinario. Pero de los noventa para acá me dije: “Se acabó. ¿Yo qué soy? Escritor. No soy ni argumentista ni guionista. Soy escritor”. Y me puse a escribir intensamente lo que más me interesaba. La década de los noventa ha sido para mí la más fructífera.

Estás decidido, entonces, a hacer únicamente lo tuyo.

Sí, pero es que, de algún modo, siempre ha sido así, desde hace 45 años. He atendido algunos proyectos y algunas propuestas que me parecieron interesantes, pero lo que siempre he querido es hacer lo mío, lo que realmente me mueve a escribir. Yo nunca he vivido la escritura como una presión, sino como un goce. Tuve un éxito fuera de lo común desde mi primera novela, La tumba, pero no me presioné por ello. A muchos de mis demás libros les ha ido muy bien con los lectores, pero ello no me ha llevado a cambiar mi sistema o mi concepto de trabajo para darle gusto al editor o no perder el mercado.

¿Ya no emprenderías un trabajo de investigación como la Tragicomedia mexicana?

En estos momento, por nada del mundo. Lo pensaré, si me late, cuando haya terminado mi novela. Antes, definitivamente no. Y no sabes cómo me han insistido en que escriba el cuarto tomo de la Tragicomedia. Lo entiendo. Esta obra ha tenido mucho éxito.

¿A qué lo atribuyes?

Llegué a pensar que porque nadie había contado la historia reciente de México. Pero ahora me doy cuenta de que hay algo en el estilo y en la forma que resultó muy atractivo para el lector. A partir del primer tomo de mi Tragicomedia hay chingomil libros que cubren ese periodo, y sin embargo el mío sigue leyéndose.

¿Esto quiere decir que no escribirás nada por encargo?

Lo que digo es que estoy dedicado, exclusivamente, a lo que yo quiero. Tardé muchos años en llegar a este momento y no lo voy a echar a perder.


Entre los libros más importantes de José Agustín están las novelas De perfil (1966), Se está haciendo tarde (1973), El rey se acerca a su templo (1976), Ciudades desiertas (1982), Furor matutino (1985), Cerca del fuego (1986), Dos horas de sol (1994), Vida con mi viuda (2005) y
Armablanca (2006); las colecciones de cuentos Inventando que sueño (1968), No hay censura (1988), No pases esta puerta (1992) y Cuentos completos (2003); las obras teatrales Abolición de la propiedad (1969) y Círculo vicioso (1972); los ensayos La nueva música clásica (1968), La contracultura en México (1996) y Vuelo sobre las profundidades (2008), y los tres tomos de crónica e investigación histórica Tragicomedia mexicana (1990-1998).


Creado por el poeta y editor Julio Ramírez en 1991, el encuentro literario internacional Hacedores de Palabras ha convocado este año a sesenta y dos poetas, narradores, editores y críticos de España, Cuba, Chile, Argentina y Costa Rica, así como de diferentes entidades del país: Distrito Federal, Jalisco, Yucatán, Hidalgo, Tabasco, Veracruz, Guanajuato y Oaxaca.

El encuentro, que comenzó el pasado lunes, concluye hoy con un homenaje a la trayectoria de José Agustín en el histórico teatro Macedonio Alcalá, donde a partir de las 12:00 horas, en una reunión de amigos moderada por Julio Ramírez, el autor de La tumba conversará con Gerardo de la Torre, Raúl Renán, Ignacio Trejo Fuentes, Eusebio Ruvalcaba, José Luis Martínez S. y Andrés Ramírez.

jueves, 22 de julio de 2010

Crítica y recelo

21/Julio/2010
ElPaís
Manuel Rodríguez Rivero

Entre los variados motivos por las que la crítica literaria no influye demasiado en la gente a la hora de decidir sus lecturas (muy por debajo, según las encuestas, del "boca a oreja", o de la compra "por impulso"), se encuentra el extendido recelo de que en ella no todo es trigo limpio. En realidad, la inmensa mayoría de los críticos se produce con honradez, independientemente del mayor o menor fundamento de sus juicios, pero lo cierto es que la crítica es un género literario muy susceptible de ser empleado para devolver favores o ventilar celos y antipatías antiguas. La tentación de hacerlo resulta comprensible si tenemos en cuenta que el mundillo literario constituye un ámbito particularmente incestuoso en que escritores, críticos, periodistas y editores, además de los propios medios en los que se expresan o publicitan, poseen intereses tangentes, y muy a menudo secantes. Y que en estos oficios es frecuente estar sentado hoy a un lado de la mesa, y mañana en el de enfrente.

En ocasiones el almíbar del halago o la virulencia de la diatriba son tan acusados que, además de llegar a su verdadero destinatario, consiguen extrañar al lector, ignorante de las razones que provocan uno u otra. Como ocurre en otros órdenes de la vida, una crítica sospechosa o deshonesta (la manzana podrida) tiende a poner en entredicho a las que no lo son, por lo que una de las cualidades básicas que debe exigirse a los responsables de las secciones de crítica de los medios es estar dotados de un buen detector de motivos espurios. No sería muy inteligente, por ejemplo, encargar a un historiador la crítica (algo muy diferente a la glosa) del libro de su discípulo favorito. O brindarle al enemigo de un novelista la posibilidad de reseñar su última ficción. Cosas que a veces ocurren y escandalizan.

Mucho más frecuente es la utilización de la inmediatez y la impunidad (y anonimato) que proporcionan los medios y foros electrónicos para desprestigiar al competidor académico. Ahí tienen el caso de Orlando Figes, un historiador que parecía haber conseguido lo máximo que puede brindar una carrera académica. Formado en Cambridge con honores, catedrático en el prestigioso Birkbeck College de la Universidad de Londres, Figes accedió muy joven al selecto grupo de historiadores -como Schama, o Fernández-Armesto- a los que sus (bien pagados) trabajos extraacadémicos y mediáticos y sus frecuentes artículos en la prensa generalista han amplificado considerablemente la influencia. Al prestigioso (y conservador) historiador de la Rusia contemporánea (incluyendo su magnífico libro sobre el estalinismo interiorizado Los que susurran, Edhasa) cuesta imaginárselo contaminando Amazon.com con sus venenosos comentarios anónimos o seudónimos que ponen a caer de un burro la obra de sus colegas. Pero ha ocurrido. Y, tras intentar defenderse con poco estilo (amenazando a los que le identificaron, culpando a su esposa), se ha visto obligado a entonar un humillante mea culpa. Fueron los nervios. Hoy su posición está en entredicho. Y aún más la fiabilidad de esos comentarios críticos que, provenientes muy a menudo de anónimos rivales, se encuentran en Amazon, la mayor y más consultada librería del planeta.