lunes, 9 de abril de 2018

Ramón López Velarde y José Vasconcelos: una cordial relación lejana

8/Abril/2018
Jornada Semanal
 Marco Antonio Campos

I
Según escribe Pedro de Alba, en su emotiva semblanza sobre el zacatecano Jesús Buenaventura González, alias Buffalmaco1: “Cuando sobrevino la caída del presidente Carranza, Ramón López Velarde tomó la derrota como suya y se impuso un huraño alejamiento de la vida pú-blica. No quería aceptar empleos o comisiones porque creía que con aquello traicionaba la memoria de su ‘padrino’, que así llamaba a don Venustiano”.2 La muerte de Carranza llevó a la cárcel al ministro de Gobernación Manuel Aguirre Berlanga, amigo de López Velarde, con quien trabajaba. En el desempleo, López Velarde tenía la intención, con sus 500 pesos ahorrados, de poner una planta avícola; José Juan Tablada lo disuadió diciéndole que en México todos querían hacerse ricos con las gallinas.
Muy diezmado económica y moralmente, tomando en cuenta ante todo que debía mantener a su madre y hermana(s), aceptó ir a ver a José Vasconcelos, rector de la Universidad de México. Sería tal vez febrero de 1921. Acompañado del médico Pedro de Alba, quizá su mejor amigo, llegó al despacho de Rectoría en la calle de Primo Verdad. Vasconcelos lo recibió con los brazos abiertos y le recordó que había colaborado con él en la Secretaría en la época de la Convención de Aguascalientes3, y añadiócon habilidad cordial que Ramón no era quien solicitaba trabajo, sino él, José Vasconcelos, quien se lo ofrecía a Ramón porque lo necesitaba en la Universidad, le hacía falta y debía ayudarle porque era su obligación servir a México. “Fue entonces cuando Vasconcelos le propuso que formara parte del cuerpo de la revista El Maestro y en una forma terminante le dijo: ‘Ya que usted no quiere servir en un puesto de los que consideran políticos, acepte una comisión para que escriba descansadamente y haga lo que quiera, le repito, que usted es el que nos hace un favor dándonos las primicias de sus escritos para nuestra revista, la que dirigirá Agustín Loera y Chávez, que también es amigo suyo’.” No hay una mínima sombra de insinceridad en el aprecio que le tenía Vasconcelos.
Enrique González Martínez, que era ministro pleni-potenciario en la embajada de México en Chile, recuerda en un artículo de 1951 que recibió entonces una carta de López Velarde, donde le decía: “Agotadas mis reservas morales y económicas…”.4 González Martínez entendió perfectamente el ahogo económico en que se hallaba el joven amigo que se veía obligado a trabajar para un régimen en que el presidente (Álvaro Obregón) era de hecho la mano homicida de don Venustiano.
Según precisa el laguense Pedro de Alba, una de las últimas conversaciones que López Velarde sostuvo, ya en la víspera de su fallecimiento, fue con Agustín Loera y Chávez, jefe de redacción de El Maestro. Agustín Loera y Chávez le había pedido a Pedro de Alba, cuando a causa de su enfermedad Ramón López Velarde ya no recibía sino a los más íntimos, que lo dejara saludarlo para entregarle en mano su sueldo de redactor que le llevaba de parte de Vasconcelos. López Velarde se lo agradeció y pudo preguntarle: ¿“Ya vamos a salir?”, es decir, si ya iba a salir la revista. En la proximidad del adiós sin regreso, a López Velarde le daba una gran ilusión ver editada “La suave Patria”. No sé si López Velarde se daba cuenta de que había escrito un poema civil que no se parecía a nada de lo que se había escrito antes y que nadie después ha escrito algo que en su belleza de los hechos, personas, costumbres y cosas mexicanas se le parezca.
López Velarde ya no pudo enterarse que de la revista El Maestro, por decisión de Vasconcelos, se tiraron, pocos días luego de su muerte, cien mil ejemplares. López Velarde tampoco habría imaginado que, a su fallecimiento, el mismo Vasconcelos mandó que el cuerpo se velara con todos los honores en el Pa-raninfo de la Universidad. La voluntad de la madre y las hermanas era velarlo en la casa de Jalisco 71, pero al fin vencieron sus resistencias y aceptaron el doble velorio.
Como se recuerda, en uno de los prólogos de El son del corazón (el otro es de Genaro Fernández Mac Gregor), un próximo a él, Juan de Dios Bojórquez (Djed Bórquez), quien en 1921 era diputado, hace un par de anotaciones muy interesantes. En Chapultepec, el día de la muerte de Ramón, Bojórquez comenta al pre-sidente Álvaro Obregón5 que ha muerto un gran poeta y dice unos versos del recién fallecido. Al mediodía llega Vasconcelos alborozado a la Universidad y cuenta a Bojórquez que tenían un gran presidente, que habló con Obregón acerca de López Velarde y que Obregón recitó los versos (Vasconcelos no lo sabía) que le había recitado Bojórquez. Le encargó que se hiciera al joven zacatecano “un suntuoso entierro” a cuenta del gobierno.
Y así se hizo.
I I
Vasconcelos y López Velarde se conocían desde septiembre de 1914, cuando Vasconcelos le tomó protesta como profesor interino de Literatura Española en la Escuela Nacional de Preparatoria, y, si con algunas dudas nos atenemos a lo escrito por Pedro de Alba, volvieron a encontrarse en octubre, en los días de la Convención de Aguascalientes, que llevó primero a la presidencia Eulalio Gutiérrez, y luego a Roque González de la Garza. Pero ¿qué tanto se habían leído? En un texto en prosa que rlv publicó en 1918 (“Metafísica”)6, menciona –es la única mención en toda su obra–, a Vasconcelos. En el primer párrafo se lee: “Acabo de leer el intrigante volumen en que Vasconcelos planea su ecuación vital. Vasconcelos es uno de los hombres que he respetado con mayor amplitud. Lo respeto con tal seriedad, que, siendo la violencia algo malsano para mí, le reconozco el derecho de emplear giros violentos porque está capacitado para conseguir que no pequen formalmente contra el buen gusto. Quizá hasta le disculpo su arrojo contra el padre Jerónimo Coignard.”7 El breve texto le sirve de punto de partida para explicar que él también ha andado a la búsqueda de su “ecuación vital”.
¿Vasconcelos conocía el texto que escribió el joven jerezano? Muy probablemente. Lo que parece mucho más claro es que, si no una amistad, sí hubo un trato cordial y respetuoso. Es difícil saber cuántas veces se vieron. Además de “La suave Patria”, que salió a pocos días de la muerte en la revista El Maestro, ¿qué más leyó Vasconcelos de López Velarde?
Mucho se ha repetido que no hay ninguna obra de un poeta mexicano que guarde más secreto que la del joven jerezano y que cada cosa que se descubre o devela de él, en vez de cerrar, abre nuevos mis-terios. Tal vez las líneas más citadas son aquellas de Xavier Villaurrutia en su ensayo de 1935: “Si contamos con poetas más vastos y mejor y más vigorosamente dotados, ninguno es más íntimo, misterioso y secreto que Ramón López Velarde.” Digo esto, porque el primero que resaltó vivamente el misterio como esencia de la obra y la persona López Velarde fue Vasconcelos, que poseía –quién lo duda– una innegable capacidad de observación de las personas. En 1921, en un artículo en la revista México Moderno8, que dirigía Enrique González Martínez, Vasconcelos es-cribió sobre rlv:
Me interesó siempre, por su afán de cosas recónditas; en su conversación se notaba que tenía muy vivo el sentimiento del misterio; a veces no acababa de expresar del todo sus ideas porque el sentido se le iba. Esto ocurre a menudo al que está poseído de algo profundo e inefable. Era un poeta profundo que no llegó a desarrollar su mensaje; tenía cosas nuevas y se llevó su misterio consigo, porque ni para sí mismo llegó a definirlo.
Las líneas son muy buenas. Sin embargo, hay un par de curiosidades en lo dicho: una, Vasconcelos con-sideraba el misterio un sentimiento; la otra, que López Velarde no llegó a desarrollar su mensaje. Pero ¿cuál mensaje? ¿De dónde sacó Vasconcelos que la poesía debía tener necesariamente un mensaje, sea de la índole que sea? 

Notas
1. El seudónimo de Buffalmaco lo tomó Jesús b. González –escribe Pedro de Alba en la semblanza del crítico teatral– luego “de leer El pozo de Santa Clara, uno de los libros de Anatole France en que habla de sus andanzas por la Umbria en busca de las huellas de San Francisco y de los discípulos del Giotto”. Pedro de Alba asegura que él fue quien prestó a López Velarde y a Jesús b. González los treinta tomos de Anatole France, los cuales leyeron ambos. López Velarde llamaba a González “Mi querido Pepe”, tomado de uno de los sainetes de Muñoz Seca. “Jesús –señala Pedro de Alba– seguía fielmente los pasos de López Velarde, lo acompañaba al teatro, a las redacciones de periódicos, a su despacho de Madero y a su casa de Jalisco 71.” Gracias a Buffalmaco también López Velarde le tomó gusto a la ópera. Alguna vez González se atrevió a escribir versos, pero como le dijo rlv, Dios no lo puso en ese camino.
2. Según Pedro de Alba, “López Velarde redactó algunos documentos históricos de aquel régimen y parte de los informes al Congreso del régimen de don Venustiano”.
3. Ibid. “Jesús Buenaventura González a la sombra de Ramón López Velarde”, unam, 1958, pp. 95-96. ¿Estuvo López Velarde en la Convención de Aguascalientes de 1914? ¿O es un acto fallido en la memoria de Pedro Alba? Como se sabe, Vasconcelos se inclinó por Eulalio Gutiérrez; no quería saber nada de Venustiano Carranza ni de Pancho Villa. En ninguna parte he encontrado que López Velarde haya vuelto a Aguascalientes desde que llegó a Ciudad de México en enero de 1914.
4. “La apacible locura”, Ediciones Cuadernos Americanos, 1961. Desgraciadamente no conocemos la carta. ¿Se perdió para siempre? ¿O es invención del poeta jalisciense? Los dos artículos que Enrique González Martínez escribió sobre López Velarde, el de 1921, recién muerto el zacatecano, y éste que mencionamos de 1951, son conmovedores. En eso, como su estricto coetáneo José Juan Tablada (ambos le llevaban diecisiete años al zacatecano), demostró una profunda nobleza. Por un lado, los artículos de González Martínez y, por el otro, el “Retablo a la memoria de Ramón López Velarde” y la carta a Rafael López de Tablada en aquel aciago 1921, se leen con lágrimas en los ojos.
5. ¿Cómo iba a imaginar López Velarde que la avenida Jalisco, donde él vivió, se convertiría oficialmente desde fines de los veinte en avenida Álvaro Obregón, es decir, del asesino de su “padrino”? Ambos –poeta y presidente– vivían en la misma avenida.
6. El texto forma parte de El minutero (1923).
7. Se refiere a Anatole France, sobre quien rlv escribió un admirativo ensayo corto en 1920, el cual se recogió después en libro El minutero en 1923, y lo tituló con el nombre y apellido del autor francés. “Lo supo todo y de todo gustó”, dijo de él rlv. Lo vio, sin duda exagerando, como un “portento armónico” y un “antídoto de la fealdad universal”. Era Anatole France, en suma –así lo dijo–, su “fetiche” (“La escuela de Angelita”). A France lo citó con alguna frecuencia en su obra en prosa. En 1915 tradujo para Revista de Revistas el artículo “Misticismo y ciencia”. El sabio e imaginativo abad Jerónimo Coignard, personaje de varios de los libros de Anatole France, era un escéptico espiritual y tolerante.
8. En ese número de homenaje, de noviembre-diciembre de 1921, también resaltaron esa inclinación al misterio en el zacatecano, Alfonso Cravioto, quien escribió que rlv dejó “una obra rara y misteriosa, pero no con más misterio que una flor, ni con mayor rareza que un astro”. Por su lado, Genaro Fernández Mac Gregor, con una prosa que nadie envidiaría, lo destacó sobre todo en el aspecto religioso: “genuflecto (sic) se halla ante el misterio, y se promete que, a la hora del cansancio final, los callos de sus rodillas le han de ser viático”.

sábado, 24 de marzo de 2018

La imposibilidad de ser Oscar

24/marzo/2018
Laberinto
John Banville 

Podría decirse que Oscar Wilde, uno de los más grandes artistas literarios de ese periodo que persistimos en llamar fin de siècle (que va de 1880 a 1900, aproximadamente), alcanzó su mejor forma en dos piezas de reflexión estética: el prefacio de su novela El retrato de Dorian Gray, de una página, y el ensayo breve “La decadencia de la mentira”. Podría ser paradójico destacar únicamente estas dos viñetas, en medio de obras maestras como La importancia de llamarse Ernesto y Un marido ideal, además de los atormentados testimonios de su encarcelamiento que son De profundis y “La balada de la cárcel de Reading”, ¿pero no era acaso Wilde el gran maestro de la paradoja? De hecho, la misma esencia de su obra consistía en tomar la sabiduría de siglos y volverla de revés, con el destello elegante y ligero de un aforismo.

“No hay libros morales o inmorales”, pronuncia el prefacio a Dorian Gray, con la autoridad serena de una bula papal (Wilde, con su admiración por la pompa y la arrogancia, sentía una envidiosa fascinación por la institución papal), lo que lleva a la pregunta de si, entonces, puede decirse que una vida sea moral o inmoral. La Inglaterra victoriana tardía no dudaba, tras su vertiginosa caída en desgracia en 1895, de que Wilde era un inmoralista de grado mayor (para usar el término de su amigo y admirador André Gide) y por sus crímenes le sentenció a dos años, antes de ceder, gruñendo de asco y con una adusta sacudida de manos.

No solo fue asediado por la alta burguesía: muchos artistas abandonaron a su antiguo colega y amigo, varios de ellos aterrados ante el riesgo de ser arrastrados fuera del clóset. Henry James, quien había conocido a Wilde en Estados Unidos en 1882, llamándolo entonces una “bestia impura”, a la que encontraba “repulsiva y fatua”, fue sacudido por lo que llamó la “tragedia sórdida, pero como quiera tragedia”, que comenzó con el juicio contra Wilde por ofensas homosexuales en la primavera de 1895. James escribió por entonces a un amigo suyo: “[Wilde] nunca fue de interés para mí, aunque eso ha cambiado, en cierto modo, con esta historia espantosa”. En cierto modo: en la cadencia, apenas murmurada, el terror y la melancolía se escuchan con claridad.

Los detalles del caso se han vuelto leyenda, así que no estaría de más una breve recapitulación: Oscar Fingal O’Flahertie Wills Wilde nació en Dublín en 1854, del matrimonio de Sir William Wilde, un cirujano muy popular, y la admirable, aunque un tanto ridícula, Jane, quien tenía sangre italiana y que, con el seudónimo de Speranza, escribía poesía patriótica (barata y solemne, sobre todo) para la prensa nacionalista, una obra que estuvo a punto de ganarle una sentencia de cárcel alguna vez. Gran asunto habría sido para la respetada familia Wilde el de contar con dos presidiarios.

El joven Oscar asistió al internado de Portora, en Enniskillen, que entonces era el Trinity College de Dublín. Ingresó después a Oxford, donde se convirtió en uno de los jóvenes exquisitos que circulaban por el Magdalen College, ataviado con amplias capas y collares. Adornaba su cuarto con plumas de avestruz, lirios frescos y abundante papel de china azul. Pero también se dedicaba con seriedad a sus estudios, particularmente latín y griego, así que no fue un vacuo alarde cuando dijo de sí mismo que alguna vez había sido un “lord del lenguaje”.

En Oxford encontró influencias que entonces eran revolucionarias, incluyendo a John Ruskin, y en particular Walter Pater, cuyas doctrinas artísticas habrían de tener la mayor relevancia en la vida y la obra de Wilde. Como todo artista, por supuesto, debía, si no matar al padre (¡el Pater!), al menos darle un buen golpe. En el diálogo casi unilateral que es “La decadencia de la mentira”, el dominante Vivian, portavoz de Wilde, va un paso más allá que su mentor, con delicadeza pero cálculo pleno, para liberar al arte de cualquier deuda que pudiera tener con el utilitarismo y el lugar común de las “pasiones mundanas”.

“El arte jamás expresa otra cosa que a sí mismo. Tal es el principio de mi nueva estética y es esto, más que la conexión vital entre forma y sustancia en la que insistía el señor Pater, que hace de la música el modelo para todas las artes”.

Aquella “nueva estética” puede no haber sido tan novedosa como él quería hacerla parecer: el movimiento que defendía al “arte por el arte” se encontraba en marcha al momento de la publicación del ensayo, en 1889. Pero nadie, ni Flaubert en sus cartas, ni Baudelaire en sus textos periodísticos, había defendido la autonomía total del arte con tanto tino y aplomo, con una prosa de persuasión consumada. A esto se agregaba el aliento de su lectura, inspirada en autores clásicos y modernos que en buena parte eran la base de sus argumentos. Él sabía bien de dónde provenía su fluidez.

Cuando concluyó sus estudios, fue con la mayor determinación y una mirada bien entrenada que se dispuso a abrirse camino en el “mundo de la pluma”, como se hacía referencia por entonces al circuito literario y la competencia que en él se daba. Extrañamente, para alguien tan entregado al conocimiento de la antigua cultura europea, fue en el Nuevo Mundo que forjó su primer gran éxito, cuando emprendió una gira por Estados Unidos para impartir conferencias sobre diseño interior, entre otros temas. La estancia debió durar cuatro meses, pero se alargó un año. Lejos de casa, Oscar se había convertido en quien debía ser.

También parecía encontrarse sobre piso firme en su vida privada cuando, en 1884, se casó con Constance Lloyd, hija de un abogado (que contaba con unos considerables ingresos privados, para aderezar la unión). Se mudaron a una bonita casa en el barrio londinense de Chelsea, donde pudieron dedicarse al diseño interior y tuvieron dos hijos, Cyril y Vyvyan (curiosamente, los nombres que dio a los protagonistas del debate en “La decadencia de la mentira”), pero el dulce grillete de la vida doméstica no logró mantener a Oscar bajo control. Como escribió años más tarde: “Cansado de las alturas, me moví deliberadamente hacia las honduras en busca de nuevas sensaciones”. Al principio, no fueron tan profundas las honduras de la depravación en las que se sumergió. Se cree que su primer encuentro homosexual serio sucedió en 1886, con el periodista y crítico canadiense de origen inglés Robert Ross, quien habría de ser uno de sus amigos leales y defensores hasta su muerte (y después de ella).

Aquí debemos detenernos un momento. Podría haber estado en aguas superficiales, pero también eran turbias. “¿Oscar Wilde se consideraba a sí mismo homosexual?”, se pregunta Nicholas Frankel en las primeras páginas de Oscar Wilde: The Unrepentent Years (Harvard University Press), su fascinante mirada a la última fase de la vida del escritor, hasta ahora poco estudiada. Al señalar que la palabra “homosexual” apareció impresa por primera vez (y entonces solo como adjetivo) en 1892, Frankel observa: “Siempre habrá algo de anacrónico en las referencias a cualquier ‘identidad sexual’ victoriana. El sexo, tanto el permitido como el ilícito, era algo que la gente practicaba, pero no era visto aún como una forma de expresar la sexualidad personal”.

Comoquiera que sea, puede decirse que Wilde conocía su propia naturaleza, con independencia del término que le asignara. “Un poeta encarcelado por amar a los muchachos ama a los muchachos”, escribió sin afectación desde París, tras salir de prisión y haberse reconciliado con Douglas (Bosie). Y continuó, en el tono digno y melancólico de sus últimos años, señalando que si hubiera renunciado a los muchachos después de cumplir su sentencia habría sido como admitir que “el amor uranista es innoble”. Pero, ¿qué le impulsaba más: su entrega a la nobleza y el amor verdadero, o el anhelo por la degradación que le llevó a las turbias profundidades en las que chapoteaban los muchachos de alquiler? ¿O fueron las profundidades de la selva? “Era como un festín con panteras”, escribió desde la cárcel. “La mitad de la emoción estaba en el peligro”.

La “ocasión de pecar” (como solían decir los sacerdotes) que le puso tras las rejas fue su querido Bosie. Douglas ha sido muy criticado, merecidamente dirían muchos, aunque no Frankel, que busca, con su estilo discreto aunque persuasivo, limpiar un poco del fango que ha manchado la reputación de Bosie: “La relación entre Wilde y Douglas sigue siendo malinterpretada. Douglas ha sido siempre representado como un Judas o un Yago, desalmado y cruel, que espoleó a Wilde para cometer no una, sino dos veces, actos desastrosos y fatídicos, antes de abandonarle para enfrentar las consecuencias por su cuenta”.

Es de admirar la grandeza de espíritu que muestra Frankel al tratar de redimir la imagen de Bosie, pero no aporta la evidencia suficiente para sustentar su caso. Cierto, Bosie era más que el niñato malcriado y llorón al que lo ha reducido la posteridad, pero no mucho más. No hay duda: empujó a Wilde hacia el precipicio, sin preocupación aparente por las consecuencias y aun si “conoció y amó a Wilde más íntimamente que cualquier otra persona en ese periodo”, como escribe Frankel, ese amor estaba hecho tanto de nobleza “uraniana” como de egoísmo e irresponsabilidad.

El primero de los “actos desastrosos y fatídicos” a los que Bosie le incitó fue abrir un juicio por difamación contra su padre, el vil marqués de Queensbury (un Mr. Hyde sin su respectivo Dr. Jekyll), quien sabía de la relación que su hijo tenía con Wilde y dejó su tarjeta de visita en el club al que asistía éste, con una nota en la que acusaba al ya famosísimo dramaturgo de ser un “sodomita”. Wilde desoyó los consejos de varios amigos suyos y llevó el caso a juicio, lo que, sabemos ahora, resultó un espantoso error de cálculo que le llevó a ser acusado de ultrajes a la moral pública y encarcelado.

Es probable que Wilde no haya tenido por entonces plena conciencia de lo que implicaba una sentencia de cárcel. “Casi de seguro”, escribe Frankel, “él tenía todavía una idea exaltada y romántica de la prisión: alguna vez había escrito que ‘un encarcelamiento injusto por una causa noble fortalece y profundiza la propia naturaleza’”. Le esperaba un terrible baño de realidad en la cárcel de Pentonville, uno de los lugares de reclusión más duros de la Inglaterra victoriana. “Desde el inicio, fue una pesadilla diabólica”, contó Wilde a otro amigo leal, Frank Harris, “más espantoso que cualquier cosa que pudiera haber soñado”. A su llegada, fue obligado a “bañarse” en una tina de agua inmunda. Su cabello, esos rizos amplios de los que se envanecía, fueron rapados. Ataviado en el “traje de la vergüenza”, fue arrojado a una celda tan reducida y ruidosa que apenas se sentía capaz de respirar: “Pero lo peor fue la inhumanidad: descubrir lo maléfica que es la criatura humana. Hasta entonces, no sabía nada de ella. No había imaginado crueldad similar”.

Un gran mérito de Wilde es que, ya liberado, trabajó arduamente para lograr una reforma del sistema penal, con resultados considerables. También participó en la campaña para revocar el Acta de la Enmienda de Ley Criminal, bajo la que había sido convicto por actos homosexuales. “No tengo duda de que habremos de ganar”, escribió al activista George Ives en 1898, “pero el camino es largo y está sembrado de martirios monstruosos”. Debe tenerse presente que Wilde, el esteta, es también el autor del ensayo “El alma del hombre bajo el socialismo”, influido por los anarquistas. Wilde fue un hombre de muchas facetas, no todas decadentes.

Hacia el otoño de 1895, de acuerdo a Frankel, Wilde estaba “a punto del colapso”. Gravemente debilitado por el hambre, la privación del sueño y enfermedades recurrentes, estaba tan débil que una mañana no pudo levantarse de la cama. Cuando se le forzó a hacerlo, cayó al suelo varias veces y los golpes dañaron su oído interno, una herida que pudo contribuir a su muerte prematura, por meningo encefalitis, cinco años después.

Tiempo después, las condiciones de su encierro mejoraron un tanto, gracias en parte a los esfuerzos de [Robert] Ross y en particular de [Frank] Harris, una figura de su círculo cercano que hasta hoy era considerado un pillo, pero que emerge del libro apasionante y bien documentado de Frankel con un auténtico aire de santidad. En el verano de 1896, Harris consiguió una audiencia con Sir Evelyn Ruggles–Brise, el presidente de la comisión de penitenciarías, para suplicarle un tratamiento más benévolo hacia el prisionero, que para entonces había sido transferido de la cámara de horrores que era Pentonville a la cárcel de Reading Gaol, un poco menos severa. Harris fue agradablemente sorprendido cuando Ruggles–Brise lo envió de inmediato a Reading para verificar el estado, tanto físico como espiritual, en que se hallaba Wilde.

De acuerdo con Frankel, “la visita de Harris en ese 1896 fue un punto de inflexión en los dos años que duró la readaptación de Wilde”. Uno de los efectos, que no habría de durar mucho, fue el rechazo piadoso y meramente estratégico de sus ideas sobre la nobleza del amor uraniano. A instancias de Harris, confeccionó una petición, larga y a primera vista sincera, para el ministro del Interior británico. Frankel dice: “Comienza con la observación de que, aunque no tiene intención de paliar las ‘terribles ofensas’ de las que había sido ‘merecidamente encontrado culpable’, esas ofensas eran ‘formas de locura sexual’ y ‘enfermedades que debían atenderse a manos de un médico y no crímenes que debieran ser castigados por un juez’ ”.

La rendición que representa este documento de dos mil palabras es plenamente comprensible, dado el predicamento en que se hallaba Wilde, pero no deja de haber una tristeza desalentadora en el hecho de ver a un hombre tan orgulloso rebajarse así.

En el largo grito de ayuda que es De profundis, terminado en 1897, Wilde exhibe a Bosiecomo la causa de su ruina. Irónicamente, Bosie no supo siquiera de la existencia de este texto sino hasta muchos años más tarde. Wilde se lo había entregado a Robert Ross, quien lo publicó cinco años después de su muerte. La primera versión fue sometida a una censura tan estricta que el mismo Douglas pudo reseñarla (¡en la revista Motorist and Traveler!), sin darse cuenta de que él era el objeto de la carta.

Los tormentos que sufrió en esos años de encierro, lejos de hacer que Douglas se volviera una influencia funesta y destructiva a los ojos de Wilde, solo parecen haber intensificado su pasión por ese hombre apuesto y no desprovisto de talento. Como dice Frankel: “El elemento estrictamente sexual desapareció desde los primeros años de su relación… pero los dos seguían amándose y la supervivencia de su amistad y su afecto fue un escándalo público”. En una carta a su madre, que Frankel no duda en describir como desgarradora, Douglas escribe: “aún le amo y le admiro, y creo que ha sido sometido a tratamientos infames por bestias crueles e ignorantes”.

Su reunión se volvió asunto público cuando se establecieron juntos en Nápoles, una ciudad que Wilde describió con entusiasmo como “malvada y suntuosa”, en la que la pareja reincidente, a pesar de una escasez crónica de fondos, tuvo banquetes, bebió copiosamente y se entretuvo persiguiendo muchachos. Este fue el segundo “acto desastroso y fatídico” del que, Frankel considera, Bosie fue injustamente culpado. Al contrario, insiste él, un poco forzadamente: la “desafortunada reunión de Oscar Wilde y Lord Alfred Douglas en Nápoles es uno de los eventos que más se han distorsionado y malinterpretado en la historia de la literatura”, aunque “sepultó cualquier esperanza de respetabilidad y de llevar una vida decente que pudo haber tenido Wilde”. 

Respetabilidad: la palabra conjura de inmediato la imagen de Constance, la esposa de Wilde, perpleja ante la calamidad que había caído sobre ella y sus hijos, siempre más dispuesta a mostrar tristeza que rabia o vituperio. Su reacción más dura fue prohibirle a Wilde el acceso a sus hijos, y él se fue a la tumba sin haberles visto de nuevo, más que en fotografías que ella le enviaba. Esta fue una de las privaciones que encontró más difícil de soportar (“lo que quiero es el amor de mis hijos”) y por la que jamás consiguió perdonar a su esposa. Aun así, se daba cuenta de la herida terrible que había infligido a esta mujer decente y agobiada: “No me importa ver mi vida destrozada”, escribió a un amigo, “así es como debe ser. Pero cuando pienso en la pobre Constance, simplemente quisiera suicidarme”.

Los amigos de Wilde le rogaban escribir durante esos últimos años de desesperanza. Él incluso firmó contratos para nuevas obras, pero apenas fue un truco para hacerse de un poco de efectivo, algo que siempre le hacía falta. En París, tras su liberación, detuvo en la calle a su amiga, la cantante Nellie Melba, y con lágrimas de vergüenza le pidió dinero. Aun en la miseria, insistía en vivir como el exitoso dramaturgo que fue alguna vez. “Mi obra había sido una dicha para mí”, escribió. “Cuando mis textos estaban en escena, ¡ganaba hasta cien libras semanales! Disfrutaba cada minuto del día”. ¿Fue justo ahí, en la dicha, en el deleite ilimitado, con el oro en el banco, que había preparado su fracaso último? Después de ser liberado intentó revivir la vieja gloria, en Nápoles o en cualquier otra parte, pero fue en vano. No había más que cenizas. “Algo murió en mí”, dijo a Ross. “No siento el deseo de escribir”. Y agregó: “no me siento a la altura de la arquitectura intelectual del pensamiento”.

Esta última es una observación significativa, acaso más reveladora de lo que él mismo comprendía. ¿Alguna vez se permitió estar a la altura del exceso de talento literario que llevaba sobre los hombros? ¿Había cumplido sus propias exigencias, delineadas con dogmatismo (pese a la ligereza de tono) en el prefacio de Dorian Gray y en “La decadencia de la mentira”? Cierto, sus obras son grandes a su manera (Salomé, en particular, muestra al artista subversivo que pudo haber sido, si no le hubiera faltado valor) pero no lo bastante de algún modo. No cumplen la promesa de su genialidad. A lo largo de su vida había hablado demasiado de su propio talento. Como dijo un testigo: “se agotó en palabras”.

Hay indicios de que sabía, o al menos sospechaba, que había fallado a un nivel profundo. Cuando publicó la versión revisada de La importancia de llamarse Ernesto, la dedicó al siempre leal Ross, pero con el apunte melancólico de que “desearía que fuera una obra más maravillosa, de mayor seriedad en su intención”. De forma similar, en “La balada de la cárcel de Reading” señaló que estaba “tomado de una experiencia real” y, por lo tanto, era “una especie de negación de mi propia filosofía del arte”.

¿Podría ser, entonces, que es justo en su filosofía del arte, y no en las obras que creó a partir de ella, donde residen sus mayores logros? Su teatro y su ficción brillan, relucen y lanzan destellos, pero aun en los mejores momentos sus personajes se resisten a hablar en nombre de esa “seriedad de intención” que debe ser la base hasta de una obra ligera. Basta contrastar a Wilde y a Chéjov para asombrarse de lo que el segundo podía hacer con personajes que parecían de papel, tanto como los del primero resultaban marionetas que eran incesante e incluso insufriblemente ingeniosas.

Es una idea extendida que Wilde mismo inició la conflagración que terminó por destruirle a partir de un éxito desmedido (“¡cien libras semanales!”), pero también es posible pensar que lo que encendía su talento, desde el inicio, era la certeza del fracaso acechante. Cuando Gide le preguntó si siempre supo que todo terminaría en la ruina, su respuesta resonó con énfasis ambiguo: “¡Claro! Claro que supe que habría una catástrofe… La esperaba. Debía terminar así. Solo imagina: no era posible ir más allá, y no podía durar. Por eso, comprendes, debía tener un fin”.

La estética de un artista no debe ser negada. De lo contrario, le aguardan las mayores profundidades.

©The New York Review of Books.

Traducción de Atahualpa Espinosa.

domingo, 4 de marzo de 2018

Las tres trilogías de Enrique González Rojo

4/Marzo/2018
Jornada Semanal
Luis Hernández Navarro

Los tres Enriques
En una época de cerveza sin alcohol, café sin cafeína, refrescos light, quesos descremados, partidos sin ideología y margarina en lugar de mantequilla, la obra de un intelectual que revindica el pensamiento duro debe remar a contracorriente.
En una era en la que el campo cultural está dominado por capillas que sirven indistintamente al Príncipe y al Dios mercado, y las ideas que más circulan son las que los intelectuales mediáticos transmiten en pantallas de televisión y programas de radio, el trabajo de un pensador anticapitalista que lo mismo critica a Octavio Paz que a la nomenclatura política tiene grandes dificultades para abrirse paso.
Enrique González Rojo Arthur es uno de ésos. A sus ochenta y nueve años de edad, con varios premios de poesía a sus espaldas (incluido el Xavier Villaurrutia y el Benemérito de las Américas), una sólida obra filosófica y una práctica política inclaudicable enfrenta el frío (e incluso el desdén) de los administradores del Olimpo de las letras.
Sabe a qué se enfrenta. No en balde dedicó su libro El Antiguo Relato del Principio: “ A Efraín Huerta, poeta independiente del Estado y de las mafias.” En noviembre de 1975 escribió en la revista Rumbo el ensayo titulado “Por arte de mafia”, en el que hizo la radiografía de las capillas literarias. “La mafia –explica allí– puede sustituir la ausencia de grandes valores artísticos por un procesamiento extraestético que asegura al autor que se hable de él, que no deje de estar en ‘circulación’, que dé, incluso, la impresión de estarse codeando con la historia. Pero emplea también el silencio, la omisión –el cuerpo fantasmal del ‘ninguneo’–, administra sabiamente ruidos y silencios; el ruido, el ‘escándalo literario’, lo dedica a sus integrantes o ‘amigos de ruta’; la omisión la reserva para ‘los otros’.”
No le importa mucho. A lo largo de los años ha ido forjando un público distinto al del radio de acción de los principales bloques político-culturales, integrado en su mayoría por jóvenes que se acercan a él, lo leen y lo discuten. Sus recitales y conferencias se transforman con frecuencia en verdaderos espectáculos, en los que, al terminar, es rodeado por un enjambre de muchachos que solicitan su autógrafo o le confiesan su admiración por su poesía.
Enrique forma parte de una dinastía sui géneris en la cultura mexicana. Su abuelo, Enrique González Martínez, autor del soneto “Tuércele el cuello al cisne”, es una de las figuras más prominentes del modernismo del principio del siglo xx, y, al mismo tiempo, un crítico de esta corriente. Un personaje que, a su manera, encabezó su propia capilla literaria, y que, no obstante la diferencia de edades que tenía con López Velarde, cultivó con él una gran amistad y formó, junto a Efrén Rebolledo, la revista Pegaso.
Su padre, Enrique González Rojo, perteneció a una corriente muy significativa de la literatura mexicana, el grupo Contemporáneos, y fue uno de los directores de la primera etapa de su revista. Murió joven, justo cuando comenzaba a producir una obra importante.
Huérfano a los nueve años de edad, González Rojo Arthur tuvo en su abuelo un padre sustituto, con el que entabló una relación mucho más profunda que la que había establecido con su padre. Vivió con el abuelo de los nueve a los veintitrés años de edad, y recibió de él una enorme influencia literaria, política y de disciplina y hábitos de trabajo. Independizarse intelectualmente de su sombra fue una tarea ardua y compleja.
González Rojo disfrutó el privilegio de vivir la transformación política de su abuelo. En su juventud, González Martínez había sido un pensador conservador pero, con el paso del tiempo, su posición se modificó. El nieto convivió con una persona que había reflexionado mucho sobre los problemas sociales y que había llegado a la conclusión de que la historia caminaba por el flanco izquierdo.
Enrique es un hombre afable y modesto, dotado de un extraordinario sentido del humor, que sabe hacer reír a las mujeres. Su atuendo es siempre el mismo, sea que hable frente a un grupo de obreros, explique su concepción del partido político de izquierda a una comunidad rural o lea uno de sus poemas en un encuentro de intelectuales. No importa si se encuentra con el calor desbordante de la selva chiapaneca, con frío invierno zacatecano o en el caprichoso clima de la jungla de asfalto capitalina, viste de traje, corbata y chaleco.
Enrique, que comenzó a escribir poesía copiando a su abuelo, fue parte del poeticismo, que puso en el centro de sus construcciones literarias la metáfora y el mecanismo de los tropos. El término fue inventado por sus integrantes para diferenciarse de los poetas. Se basaba en tres divisas: originalidad, complejidad y claridad.
A pesar de que Eduardo Lizalde escribió sobre este proyecto en Autobiografía de un fracaso que (los poe-ticistas): “Navegábamos con natural petulancia por el kindergarten del mundo literario, bajo la mirada paternal del poeta Enrique González Martínez”, algo tuvo esa corriente, que cuatro de los poetas que la integraron (Marco Antonio Montes de Oca, Arturo González Cosío, González Rojo y el mismo Lizalde) fueron galardonados con el Premio Villaurrutia.
Enrique escribió desde la trinchera del poeticismo una de sus obras más conocidas: Para deletrear el infinito. En este libro están claramente establecido las claves centrales de su obra. Aspirante a cronista de gerundios, a lo largo de los años, su poesía ha tenido un personaje central y un demonio: el tiempo y el infinito.
Sin embargo, el literato ajustó cuentas muy pronto con el poeticismo. Lo hizo desde dentro de su propia obra, para zarpar a navegar otros mares de letras. En la última etapa de su producción poética, que comienza en 2013, arribó a un nuevo puerto, en el que fusiona la poesía y la prosa creativa para narrar una anécdota valiéndose de las formas esenciales de la poiesis poética, en cuentos-poemas y novelas-poemas. Rompe así con la separación de los géneros.
González Rojo tuvo una relación muy estrecha con el grupo Hiperión, formado por muchos de sus maestros y amigos. Y, a pesar de las diferencias políticas que tenía con Emilio Uranga, se iba a tomar café con él y a platicar sobre el joven Marx y sus manuscritos económicos-filosóficos de 1844. Tuvo también relaciones fraternas y de andanzas políticas con los integrantes de La espiga amotinada. Sin embargo, tenía con ellos concepciones artísticas y estéticas muy diferentes.
El tercer padre
Además de su abuelo y de su padre, González Rojo reconoce una paternidad adicional, en este caso espiritual: la de José Revueltas. Lo considera uno de los hombres más valiosos que ha dado la literatura y la política en México. Y, aunque el autor de Ensayo de un proletariado sin cabeza no dejó una escuela, y tuvo con Enrique diferencias políticas al interior de la Liga Leninista Espartaco que desembocaron en la ruptura, González Rojo es un revueltiano.
González Rojo recibió de Revueltas no sólo la influencia de su poderosa personalidad, sino, también, de sus producciones teóricas. Su biografía política está ligada al novelista. Discípulo y seguidor de las ideas del duranguense, en los últimos años se interesó en vincular sus propuestas teóricas y políticas, y en desarrollar creativamente tanto sus simpatías como sus diferencias con él.
Cuando el poeta se encontró con el novelista por primera ocasión, quedó deslumbrando por su refinamiento intelectual. En una entrevista que le hice hace unos años, Enrique contó: “Yo conocí a Pepe en la fiesta que se hizo en mi casa, en Mayorazgo 715, en (1951), celebrando los ochenta años de mi abuelo. Ahí, en medio de la sala, había una serie de jóvenes que eran los hiperiones. Ahí estaban Emilio Uranga, Jorge Portilla, Joaquín Sánchez McGregor y algunos otros. A mí me interesó mucho su conversación porque en aquella época yo era lector del existencialismo. Me había deslizado un poco de mis lecturas kantianas a las lecturas de los filósofos existencialistas. Entonces me interesaba oír el punto de vista de estos jóvenes. Entre ellos estaba José Revueltas. Era la primera vez que lo encontraba y lo escuché discutir con ellos y decirles cosas que en ese momento le admiré mucho. ‘Ustedes –les dijo Pepe– están leyendo mucho existencialismo francés, a Jean-Paul Sartre, a Merleau-Ponty. Ustedes están al tanto incluso de la fenomenología, pero lo que no dominan es la dialéctica de Hegel.’ Lo recuerdo como una imagen muy plástica del Pepe rebelde, luchando, siempre bajo la influencia de la corriente dialéctica y materialista.”
González Rojo comienza a relacionarse con el autor de El Cuadrante de la soledad a partir de 1956, fecha de reingreso del dramaturgo al Partido Comunista. Enrique, Eduardo Lizalde y Joaquín Sánchez McGregor habían fundado dentro de esa agrupación la célula “Carlos Marx”, y Pepe fue adscrito a ella. A partir de ese momento lucharon juntos contra las deformaciones del partido y, a raíz de su expulsión, fundaron la Liga Leninista Espartaco.
Revueltas –cuenta Enrique– nos cambió a los miembros de la célula. Nos dio a conocer la historia del Partido. Nos platicó cómo ingresó al Socorro Rojo y cómo lo habían encarcelado varias veces. Nos habló de las crisis del 40, del 43 y del 47. Fue uno de los primeros antiestalinistas dentro del Partido. Más aún, Pepe sembró la semilla de una posición crítica no sólo hacia Stalin y el socialismo real, sino hacia figuras como Lenin.”
Entre los muchos homenajes intelectuales que Enrique le ha hecho a su camarada, destaca uno: el célebre “Discurso de José Revueltas a los perros” en el Parque Hundido.
Las tres pasiones
Alo largo de su vida, González Rojo ha tenido varios amores y tres pasiones principales. Entre sus amores se encuentran la docencia, la lectura y la música (fue estudiante de piano y composición, y en más de una ocasión confesó ser un músico frustrado). Sus pasiones son la poesía, la filosofía y la política.
Esas pasiones están profundamente entreveradas. Son como una trenza que se teje en el infinito. Cuando está escribiendo demasiada poesía, añora la filosofía. Cuando se dedica a la filosofía, extraña la poesía. Y cuando está en las dos, siente nostalgia por la política.
No puede vivir sin escribir en lo general y sin hacer poesía en lo particular. Según su abuelo Enrique González Martínez, heredó la ponzoña lírica. Comenzó a escribir poemas desde los seis o siete años, y desde entonces no ha parado.
Lleva a cuestas como carga emocional unir al canto la denuncia, el enojo y la violencia verbal. La creación literaria –dice– no tiene relación con el trabajo social y político, sino que es trabajo social y político. Sus instrumentos de trabajo son la pluma y el micrófono.
Se acercó a la filosofía al sentir la necesidad de explicarse el acto poético. No quería ser nada más un jilguero. Quería saber de dónde venía su inspiración, qué sentido tenía. Y, por consejo de su abuelo, se puso a leer obras de preceptiva, algo sobre la teoría de la poesía y finalmente estética. Fue allí donde se enfiló hacia la filosofía.
Devorador de poesía, leyó con detenimiento a los clásicos del Siglo de Oro, a Quevedo, Góngora y a Sor Juana. Su principal influencia poética son los franceses, a quienes leyó en su lengua y tradujo.
Cuando salió del seno familiar se entregó a los brazos de la ideología y la militancia comunista. Descubrió entonces que no sólo existen los problemas del poder, sino además los de la enajenación y están por todas partes. Encontró también que éstos pueden ser temas poético-literario en múltiples direcciones.
Perseverante en sus principios éticos y en la convicción de que es necesario cambiar el mundo, González Rojo se niega a colaborar con el sistema. Enrique es un político de izquierda radical. Nunca ha podido dejar de serlo. Jamás lo ha abandonado el deseo de mejoramiento de la especie humana en los general y de los mexicanos en particular. Ha sido, además, un militante orgánico de diversas organizaciones revolucionarias, desde las cuales ha elaborado buena parte de su reflexión teórica.
Autor de complejos textos de filosofía y política, durante toda su vida González Rojo ha buscado vin-cularse a la lucha de obreros y campesinos. Colaboró durante la década de los setenta con los sindicalistas del Frente Auténtico del Trabajo (fat) en charlas de formación y círculos de reflexión. Con los campesinos za-catecanos, los pobres urbanos de Durango y los maestros de educación primaria de Ciudad de México participó en escuelas de cuadros. Generoso, cuando en 1976 le fue otorgado el Premio Xavier Villaurrutia, donó el dinero del galardón al fat y a los electricistas democráticos de Rafael Galván.
Dotado de enorme talento para argumentar sus posiciones, en su oratoria apela directamente a la razón. Dedicado durante toda su vida al magisterio, sus intervenciones en asambleas populares y reuniones políticas buscan ser pedagógicas. Sin hacer concesión alguna en el necesario rigor de las palabras, procura, siempre, utilizar un lenguaje accesible a quienes lo escuchan. Es un profesor que habla para que sus alumnos lo entiendan, no un militante que busca imponer su punto de vista a cualquier precio. Tiene, además, la rara cualidad de saber escuchar a los que no piensan como él.
Luchador empedernido en contra del estalinismo de huarache, Enrique ha dedicado una parte muy importante de su obra teórica como pensador de izquierda a tratar de explicar por qué los bolcheviques, queriendo soñar la emancipación humana, nos dieron una feroz dictadura. Su optimismo –asegura– viene de su capacidad para repensar cosas como ésta, y de no olvidar nunca la estrategia del comunismo.
Como teórico de la transformación social, el poeta ha reflexionado con imaginación y profundidad en la existencia de una tercera clase, la clase intelectual, y en su papel en el llamado socialismo real. A partir de su estudio de Freud y el psicoanálisis, elaboró la teoría de la pulsión apropiativa. Convencido de que se produce plusvalía no sólo en la esfera de la producción, sino también en los servicios y la circulación, ha propuesto una nueva visión del sujeto histórico. Convencido de que el socialismo sólo puede ser obra de los trabajadores mismos, ha colocado en el centro de su proyecto la lucha por la autogestión.
Poeta que jala el gatillo de la pluma, durante la oración fúnebre que pronunció por la muerte de su querido José Revueltas, advirtió: “representa en México la honestidad, y cuando digo honestidad hago referencia a la rectitud política, la rectitud literaria, la rectitud humana.” Exactamente lo mismo puede decirse hoy día sobre él 

domingo, 14 de enero de 2018

José Luis Martínez, el joven crítico

14/Enero/2018
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

Es posible, como ocurre, con poetas y novelistas, reconstruir la personalidad de un crítico literario deduciendo su carácter en las líneas de sus primeros artículos. Lo he intentado con José Luis Martínez (1918-2007), cuyo centenario de nacimiento festejamos y el procedimiento funciona, porque, así como Napoleón le preguntaba a quienes pensaba ascender a generales sólo dos cosas –de qué lugar de la sociedad francesa provenían y si habían tenido suerte en la vida–, es difícil que un escritor abandone sus primeras querencias, aun cuando las enriquezca y hasta las oculte. Y siendo el “sentido de la oportunidad” la suerte del crítico, tal cual lo sentenció Kierkegaard, no cabe duda de que Martínez lo tuvo. Al crédito ganado por sus apuestas se suma su origen como parte de esa nutrida y brillante familia espiritual jalisciense, dominante en la escena literaria del país durante buena parte del siglo XX, desde el poeta Enrique González Martínez hasta Antonio Alatorre, pasando por Mariano Azuela, Agustín Yáñez (cuya prosa ha sido tan inmerecidamente olvidada, alimento de poetas y de discípulos inesperados como Daniel Sada), Juan Rulfo, Juan José Arreola, el propio Martínez y agregando un vecino, otro poeta, el nayarita Alí Chumacero, quien este año, en julio, también cumple su centenario.
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Hace una década que Adolfo Castañón antologó Primicias para El Colegio de México y con ese único volumen, que reúne textos no publicados previamente en un libro que van desde 1940 hasta 1963, tenemos lo suficiente para seguir al joven crítico que fue José Luis (de mi trato personal con él, en su casa-biblioteca, ya escribí a su muerte y sólo quisiera recordar que bochornosamente, a veces le hablaba de tú y otras de usted, lo cual prueba nuestra irregularidad), ocupado en escribir poesía (rumbo que abandonó no sin antes publicarElegía por Melibea y otros poemas en Tierra Nueva), traducir a Remy de Gourmont, Valery Larbaud, Aldous Huxley, Étiemble y Roger Caillois, hacer reseñas y compilar breves antologías de jóvenes poetas coetáneos suyos.
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Cuando el cónsul Pablo Neruda atacó en 1943 a Octavio Paz y a los jóvenes escritores mexicanos por su falta de moral pública –es decir, por su escaso servilismo estalinista– o frente a Américo Castro, quien escribió una majadera e ígnara introducción a la historia de México para sus estudiantes estadounidenses –denostada en Primicias– Martínez fue capaz de censurar con disgusto y desenvoltura si la gravedad de la ocasión lo exigía. Pero como crítico, por temperamento y también por ese sentido del que hablaba el filósofo danés, cultivó el tono menor. El ejemplo de Alfonso Reyes, quien recién regresaba a México, el más influyente de sus maestros, pudo más que su simpatía por los Contemporáneos, la admirada generación anterior, cuya belicosidad –sobre todo la de Jorge Cuesta y Salvador Novo– desdeñaba, no sólo por razones, insisto, temperamentales, sino porque una vez pasados los turbulentos años treinta, se imponía otro lenguaje público, el de la Unidad Nacional que quiérase o no, permeaba también las letras. No en balde, Martínez elegía toda una escuela, al traducir a un “crítico cordial” descreído de los excesos decadentistas, como Gourmont, la figura crítica del cambio de siglo en Francia, inmediatamente anterior al imperio de laNouvelle Revue Française (NRF ), fundada en 1909.
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La antología de Castañón comienza con tres estudios (la palabra preferida de Martínez al referirse a sus propios ensayos y sin duda la más adecuada) de teoría literaria, que no están entre lo mejor que escribió con esa prosa suya a veces reseca de tan escueta. No fue el suyo un carácter teorético, como tampoco lo tuvo Reyes, quien, sin embargo, se empeñó en El deslinde: prolegómenos a la Teoría literaria (1944), bajo cuya influencia, quizá conversacional, escribió el joven crítico “La técnica en literatura” (1942), “Algunos problemas de la historia literaria” (1946) y una reseña de Concepto de la poesía (1944), del cubano José Antonio Portuondo, a quien le reprochó hacer de El manifiesto comunista, suRecurso del método. Antes de criticar las tentativas didácticas de Martínez debe concederse que esos estudios, en México, no se hacían y que carentes de una formación filológica en conflictivo contraste con las vanguardias, Martínez –como el propio Reyes– remaba a contracorriente, en esos tres textos aparecidos en El hijo pródigo.
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“La técnica en literatura” deja ver lo difícil que era acercarse a En busca del tiempo perdido, a Ulises o hasta a Henry James, con la ayuda de Jean-Marie Guyau (1854-1888) –estético desaparecido de casi todas las historias de la filosofía, no sólo de las anglosajonas, donde nunca fue bien considerado, sino hasta de las francesas– pues ese filósofo seguía creyendo en la idea kantiana de belleza como explicación del arte, sensualismo que le fue útil todavía a Nietzsche pero resultaba ya inepto para la novela moderna. Martínez advierte la insuficiencia de esos rescoldos de la retórica neoclásica y salta a la “estilística romance” de Leo Spitzer y Karl Vossler, ya demasiado tarde en el ensayo, no sin antes hacer un paseo por la “poesía primitiva”, la rescatada de los cantares mesoamericanos por Ángel María Garibay, en el Popol Vuh y en el Chilam Balam, travesía cuyo inesperado premio es el descubrimiento del “envidiable Jorge Luis Borges” y sus sagas islandesas.1

En “Algunos problemas de la historia literaria”, Martínez se acerca más a lo suyo pues, creía, como lo escribía José Gaos en esas mismas fechas, que no podía haber crítica literaria sin historia literaria, punto de partida que sigue separando a los reinos combatientes en literatura. El estudio, empero, es sólo una presentación de la teoría de las generaciones de José Ortega y Gasset y una autobiografía en clave de cómo una nueva generación aparece y se impone. Autobiografía heredada, porque, sin dar nombres, Martínez parece estar contando la historia familiar no de su generación, sino la de los Contemporáneos, lo cual vuelve más interesantes de seguir esas páginas. La generación de Taller y la media generación que le sigue, la de Tierra Nueva (Martínez, Chumacero, Leopoldo Zea y Jorge González Durán), fueron generaciones conciliadoras –más la segunda que la primera– que albergaron con éxito no sólo a las plumas jóvenes sino a los desperdigados Contemporáneos. En ese sentido, la figura de Martínez es ejemplar en una de las características que más incomodan, a propios y extraños, de la literatura mexicana del siglo XX, su escasa vocación parricida.
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La única ruptura, más estruendosa que violenta, fue la de Contemporáneos: expulsando a Manuel Gutiérrez Nájera de la antología firmada por Cuesta en 1928, peleando con los homófobos estridentistas (muy pronto devorados por el generalato veracruzano y cuya influencia fertilizó más a las artes plásticas que a las letras) y poco antes, siendo víctimas de la campaña de 1925 contra “la falta de virilidad” en nuestra literatura. Empero, la ruptura con el modernismo, honda en el estilo, fue suave en las maneras, pues los Contemporáneos eran protegidos de González Martínez, cuyo hijo, el primer Enrique González Rojo, formó filas con ellos. Y si González Martínez podó al modernismo sin renegar del todo de él, inevitablemente Jaime Torres Bodet acabó por ser exégeta de Rubén Darío (en 1966), un Salvador Novo alabó a ciertos novelistas de la Revolución Mexicana (a Francisco L. Urquizo) y Paz, de Taller, no sólo fue discípulo de los Contemporáneos, sino reconoció y fue reconocido por José Vasconcelos. Más allá de la influencia moderadora de Reyes, de la cual Martínez fue agente eficaz (y ello se nota en su rechazo del marxismo dogmático delConcepto de la poesía, de Portoundo), la Gran Arca de la Revolución Mexicana, en la que todos vivían, hizo de nuestras “guerrillas literarias” (como las llaman en Chile), las más aburridas del continente, excepción hecha de cuando se dirigieron, instigadas generalmente por Novo –según Guillermo Sheridan– contra los recién llegados exiliados españoles, acogidos, los que venían de Hora de España, en Taller.
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Desordenado, me salto la segunda sección dispuesta por Castañón en Primicias (“Letras del mundo”) y pasó al examen que hiciera Martínez de la literatura nacional. Tras ejercer la obligación del crítico de dar noticia del rescate de los antiguos, como Juan Ruiz de Alarcón, fray Manuel Martínez de Navarrete y José Joaquín Fernández de Lizardi (vindicado como neobarroco por Yáñez en la que sigue siendo la lectura más interesante de quien he llamado el Super Periquillo en La innovación retrógrada), Martínez pasa a reivindicar una de sus querencias: Gutiérrez Nájera, a cuya ternura se acogió José Luis toda la vida, teniéndole, al Duque Job, aprecio por la discreción de su cosmopolitismo, el de un parisino sin París, cuya prosa, sencilla, fue para él un espejo. Sigue, de manera inevitable, en los afectos de Martínez, su primer panorama de la obra entera de Alfonso Reyes, aparecido en Cuadernos americanos en 1952 y no muy distinto a aquellos en los que se prodigará después, uno de los últimos, está en La literatura mexicana del siglo XX (1995), cuya segunda parte, dedicada a lo escrito entre 1955 y 1993, escribí y firmé yo, a honrosa petición suya.
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En torno a México, el joven Martínez comienza su investigación sobre El Renacimiento(1869), esfuerzo de reconciliación de la literatura con la política tras el fusilamiento de Maximiliano, en mi opinión, un trato más presunto que real. Dirigía El RenacimientoIgnacio Manuel Altamirano, otro de sus penates decimonónicos, lo cual llevará a Martínez al rescate crítico y editorial de las “revistas literarias mexicanas modernas”, como se llamó la estupenda colección facsimilar que ya como director del Fondo de Cultura Económica (1976-1982) llevó a cabo, esfuerzo que sólo se ha continuado, en aquella casa, de forma esporádica y no de manera regular, como lo merecería cualquier homenaje al gran editor que fue. No sólo como editor, sino como historiador de la literatura, fue él quien entendió que ese dominio no podía recorrerse sin contar con la cartografía de las revistas literarias.
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Como todo crítico que se respete, Martínez, falló en algunas apuestas, como los hoy olvidados poetas Clemente López Trujillo (1905-1981) y Rafael del Río (1915-1979), pero en cambio atinó a reseñar a Carlos Pellicer, a José Gorostiza y a Xavier Villaurrutia, a quien, este último, le hizo la única entrevista que yo conozca del autor de Nostalgia de la muerte, publicada en Tierra Nueva, en 1940. Allí, Villaurrutia rechaza a Federico García Lorca, se asume lector de Heidegger y dice estar endeudado con Giorgio de Chirico. De su reseña sobre Pellicer destaca el interés de Martínez por leerlo contrariando su supuesta y permanente alegría. En cuanto a Gorostiza, el pronóstico es irrefutable: “Tiempos vendrán en que del poema de José Gorostiza, se hagan ediciones como la que Dámaso Alonso ha hecho de Las Soledades de Góngora…”2
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Martínez, finalmente, exalta al Octavio Paz de Entre la piedra y la flor (1941) y antologa a Efraín Huerta y a Chumacero. Concluye esa sección mexicana de Primicias con un par de panoramas del orden general, sobre nuestra literatura y después, la cultura nacional entera, desde perspectivas muy distintas. La primera, de 1948, comparte con los balances políticos contemporáneos, de Daniel Cosío Villegas y de José Revueltas, el dolor ante la pretendida muerte de la Revolución Mexicana, cuya literatura –dice Martínez– estaba aletargada, situación remediada casi de inmediato por la aparición de los Yáñez, los Rulfo, los Arreola, los Revueltas, los Paz. Y el segundo (y último estudio de Albricias) tiene el tufillo triunfalista e institucional traído por el cincuentenario de la guerra de 1910, aroma también a olfatearse en la segunda edición (1959), de El laberinto de la soledad.
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Aunque años después, Martínez hizo todavía crítica literaria, lo que le dejó su juventud fue la cumplida aspiración de hacer historiografía de la literatura mexicana, empresa cuyos lineamientos dejó bien establecidos, volviendo a la labor cada cierto tiempo para palomear aquello que se iba cumpliendo. El joven Martínez no podía, desde luego, ser indiferente al orbe iberoamericano. Albricias incluye el jugoso debate en torno a la celebración de San Juan de la Cruz, organizado por Editorial Séneca y aparecido en El hijo pródigo en 1943 y en el cual participaron, nada menos, que Vasconcelos, José Bergamín, González Martínez, Gaos, José María Gallegos Rocafull, Paz, Juan David García Bacca, Julio Jiménez Rueda, Eduardo Nicol y el propio Martínez, así como homenajes a Pedro Henríquez Ureña, Azorín, Miguel Hernández (el héroe de la hora, fallecido, enfermo, en la cárcel de Alicante en 1942 tras la Guerra Civil), Francisco Giner de los Ríos y José Moreno Villa. Destaca, otra vez, la conexión argentina, en el homenaje a Victoria Ocampo y en la reseña de la Antología poética argentina (1941), de Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares, donde Martínez no tiene empacho en decir que con la excepción de J. R. Wilcock (buen ojo) y el versícular Francisco Luis Bernárdez, la poesía argentina de aquellos años no tenía gran cosa que ofrecer.

Es en sus lecturas de literatura extranjera donde un crítico joven se siente, por fuerza, más libre, menos comprometido con amigos, enemigos y colegas, irresponsable ante la tradición nacional, sensación tanto más poderosa en alguien como Martínez, quien tuvo un precoz conocimiento de sus obligaciones ante ella. De Primicias, destaca, por eso, lo que traduce y reseña como una suerte de diario íntimo pleno en sugerencias, como la recibida de Valery Larbaud: “entre todas las cosas espirituales que el joven frecuenta, no hay ninguna que toque en tantos puntos la vida como esta literatura que él llama moderna”.3
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El acontecimiento decisivo de la juventud literaria de Martínez, al que alude con frecuencia, es el suicidio de Stefan Zweig, el 22 de febrero de 1942, en Petrópolis, en el Brasil, donde el exiliado judío había comprometido, por así decirlo, la suerte del Viejo Mundo con la del Nuevo, haciendo sentir a los americanos, del norte, del centro y del sur, que América era esa “utopía en acto”, según Reyes y otros, cuya persistencia en la libertad era la única esperanza para una Europa sometida por la barbarie nazi. “América”, escribe entonces Martínez, “no ha sido tocada aún directamente por la contienda, pero ya sea que el destino nos depare arrastrarnos a ella o que podamos conservarnos en una vigilante paz, recibiremos gravemente la misión que se nos confiere”.4
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No es ciego Martínez ante el reclamo del célebre polígrafo vienés. Sus loas al Brasil le parecen más hijas de la gratitud que del entendimiento, pero al joven reseñista de El hijo pródigoLetras de México o Tierra Nueva, le conmueve esa carta que Zweig le hace llegar a Jules Romains, el novelista francés entonces refugiado en México, donde, casi póstumo, el futuro suicida se retrata “sin fe, sin entusiasmo, por el solo medio de mi cerebro camino como con muletas”.5
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Por Zweig, por André Maurois, por Aldous Huxley (alguien lo describió como el último victoriano), tuvo el joven Martínez una devoción que todavía, hace unos años, habría parecido del todo anticuada, cuando el viejo humanismo del siglo XX era unánimemente culpado por arruinar la civilización que lo había empoderado. Esa clase de escritores a la vez finos y populares, reyes en la edad de oro de la lectura, atrajeron poderosamente la atención de Martínez, más que los atribulados Gide y Proust o un William Faulkner (traducido, se sabe actualmente, más que por Borges, por su mamá, doña Leonor), a quien le reconoce todos los méritos de la juventud prosística de los Estados Unidos, su arrojo, pero lo deja frío, como en la poesía y en el pensamiento, las cirugías de Paul Valéry, lo incomodan, sintiéndose encantado, en cambio, con el todavía hoy raro O. W. de Lubicz Milosz o ante Rilke. “Poetas conciencia”, los llama quien también siguió los viajes por México de D. H. Lawrence, Juan Larrea, Paul Morand y Étiemble. Y entre Walt Whitman y León Felipe, su traductor al español, en su reseña de 1942, Martínez siempre elegirá, en clave generacional, a un francés.
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Maurois, el niño judío que ha de triunfar como escritor con nombre de gentil, es la clase de marginado que el joven crítico mexicano prefiere, porque lo toca en su papel de conciliador. “Es por supuesto un escritor menor, y ello aun por ese mismo espíritu de mesura”, dice Martínez, sin ningún escrúpulo, del que fuera gran biógrafo de héroes, santos y villanos, como lo fue en su vejez, José Luis, de Hernán Cortés, quien de las tres cosas tuvo. Sólo Antoine de Saint-Exúpery, el narrador-piloto y el creador de El Principito, conmueve tanto a Martínez como Maurois.
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Hay un desafío en preferir a Maurois contra Valéry (“Lo pedestre, lo vulgar, lo imbécil” no están excluidos en él, dice Martínez, en una salida de tono inusual en su prosa6) y en exaltar al finlandés olvidado, Frans Eemil Sillanpää, Premio Nobel en 1939, frente al modernísimo Faulkner. Que en Silja, a la joven campesina de Sillanpää, “apenas unas breves aventuras” la relacionen con la Historia a través de la guerra rusa entre rojos y blancos, para Martínez, es un motivo de lealtad hacia una novela de “trama insignificante”, donde está ausente, para satisfacción del crítico, el patetismo. Desde sus estudios teóricos sobrentiendo que la humedad del genio, a Martínez, le irritaba como materia, por resbaladiza.
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Por eso traduce, identificándose, el “Baudelaire” (1929), de Huxley, donde el británico, tras decir, lo que todos sabemos, que el autor de Las flores del mal fue un cristiano negativo y un agustiniano al revés, no se toma en serio su patético diabolismo. “El sádico víctima de sí mismo”7, tan destructor, merece más la indulgencia y el humor que el escándalo y el castigo. Baudelaire se arrepiente más de lo que peca, como decía de los personajes rusos W. Somerset Maugham, un contemporáneo de Huxley algo más viejo.
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En el fondo, para Baudelaire, acota Huxley, siendo la carne mala y tentador el pecado, el alma no puede sino ser bondadosa. Si algo disgustó a Martínez de Brasil: Un país del futuro, de Zweig, fue su creencia lógica, aunque eurocéntrica por bucólica, de que la ausencia de Historia era una bendición para el subcontinente que maravillaba al austríaco, tanto como las civilizaciones de la Antigüedad apasionaron al enciclopédico mexicano, quien era bueno, pero no cándido. Por estar en la historia, Martínez agregó a su vocación crítica de juventud la obra del historiador y la del “organizador de la cultura”, como lo habría dicho él. Ese convencimiento en la bondad del alma, me parece, atravesó toda la obra, la del hombre y del escritor, de José Luis Martínez.
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Notas:
1. José Luis Martínez, “La técnica en literatura”, en Primicias. Antología, advertencia y recopilación de Adolfo Castañón, El Colegio de México, 2008, p. 26.
2. “Sobre José Gorostiza”, ibid., p. 333.
3. “Valéry Larbaud: Ese vicio impune, la lectura…”, ibid., p. 106.
4. “América y el testamento de Zwieg”, ibid., p. 97.
5. “Sobre Stefan Zweig”, ibid., p. 100.
6. “Sobre Paul Valéry”, ibid., p. 84.
7. “Aldous Huxley: Baudelaire”, ibid., p. 144.
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