sábado, 6 de enero de 2018

Frankenstein, El ángel infeliz

6/Enero/2017
Laberinto
Richard Holmes

“Y ahora, una vez más”, escribió Mary Shelley en su prólogo a la edición de 1831 deFrankenstein o el moderno Prometeo, “pido a mi horrible progenie que salga y prospere”. De cierto, lo ha hecho, pero en maneras, y por razones, que ella jamás habría podido anticipar. Al día de hoy, una búsqueda en Google arroja más de 60 millones de resultados para la búsqueda del término “Frankenstein”, más que para Macbeth, de Shakespeare. Se han hecho más de 300s ediciones de la novela original, más de 650 adaptaciones gráficas o en tiras cómicas, alrededor de 150 versiones o parodias, al menos 90 películas (incluyendo el clásico dirigido por James Whale en 1931 y protagonizado por Boris Karloff), además de unas 87 adaptaciones teatrales. Se ha vuelto una lectura requerida en escuelas, y referencias a “Shelley” hechas en el salón tienen más probabilidades de aludir a Mary que a Percy Bysshe (el hoy eclipsado autor de Prometeo liberado). En los noticieros, la palabra “Frankenstein” es una fórmula estandarizada para hablar de experimentos científicos descarrilados o para advertir de los riesgos que implica cualquier “amenaza” proveniente de la ciencia, desde energía nuclear hasta la investigación en células madre y modificación genética. En pocas palabras, su monstruo se ha vuelto un mito moderno.

Esta prosperidad mítica, cualquier cosa que hoy pueda significar, llegó lentamente. Los tres volúmenes de la novela original de Mary Shelley fueron publicados de manera casi secreta por la editorial londinense Lackington and Co., asentada en Finsbury Square, en 1818. Su aparición causó poco revuelo. Ya había sido rechazada por el famoso editor de Byron, John Murray. Produjo tal sensación de extrañeza, que las pocas personas que la reseñaron tenían para sí que el autor debía ser el padre de Mary, el reputado filósofo anarquista William Godwin o, posiblemente, como dijo el gran Sir Walter Scott enBlackwood, el esposo de Mary, el peligroso poeta ateo. Con frialdad, el Quarterly Reviewapuntó: “nuestro gusto y nuestro juicio se ven igualmente perturbados por esta clase de escritura… El autor nos deja con la duda de que acaso sea tan insensato como su héroe”.

De haber adivinado que el autor era, de hecho, una mujer joven (de tan solo 18 cuando empezó la primera versión), sin duda el consenso desaprobatorio de la crítica habría tenido mayor estruendo.

Es de sorprender que, incluso, se haya escrito el libro. La idea inicial tuvo un nacimiento pesadillesco, en medio de una ya célebre sesión de historias de fantasmas de la que tomaron parte el matrimonio Shelley y Lord Byron, en la villa Diodati del lago Ginebra, en junio de 1816. Esa sesión quedó registrada por la misma Mary Shelley y apareció en el diario que llevaba por entonces el asistente médico de Byron, el doctor William Polidori, un experto en sonambulismo (“Una conversación acerca de principios, sobre si el hombre debía considerarse un mero instrumento… doce en punto, se comenzó plenamente a hablar de fantasmas… todos comienzan con sus historias, excepto yo”).

Pero la redacción de las 72 mil palabras del primer borrador duró cerca de once meses, hasta mayo de 1817, un lapso en el que la hermanastra de Mary, Claire, gestó y dio a luz, en secreto, a un bebé ilegítimo de Byron, en el poblado de Bath; su media hermana, Fanny–Imlay, se suicidó con una sobredosis de opio en un hotel de Gales y la esposa legal, aunque abandonada, de Percy Bysshe, de nombre Harriet Shelley, se quitó la vida “en avanzado estado de embarazo” (de acuerdo con The Times), arrojándose al lago Serpentine. Mary, por su parte, se enteró de que ella misma estaba embarazada. El manuscrito de Frankenstein llegó a las manos del editor apenas cinco semanas antes de que naciera el bebé.

El hecho de que Mary persistiera en la elaboración de su historia, a través de tantos dramas domésticos, y que investigara con diligencia para autores como Erasmus Darwin y Humphry Davy, es algo sobresaliente. Aunque no es de sorprender que temas dolorosos de la adultez como el nacimiento y la muerte, los terrores y las responsabilidades de la maternidad, los padecimientos de los seres marginados y rechazados tiñeran como sangre su imaginación juvenil.

Se tiraron solo 500 ejemplares de la edición de 1818 de la novela. Su popularidad comenzó apenas con las primeras adaptaciones teatrales. Presunción: o el destino de Frankenstein fue escenificada por primera vez en la English Opera House en julio de 1823, en medio de una publicidad escandalosa (“¡No asistan con sus esposas, sus hijas, ni sus familias!”) y una enorme afluencia de público. Siguieron cinco adaptaciones escénicas distintas, entre 1823 y 1825, que llevaron Frankenstein a París, Berlín y, eventualmente, Nueva York. En Londres, Mary Shelley asistió a una de ellas: “¡He aquí que soy famosa! ha tenido un éxito prodigioso como drama… ¡En las primeras representaciones hubo alboroto y todas las damas se desmayaron!”

El alboroto, de alguna manera, no ha decaído hasta hoy. La producción que hizo Danny Boyle para el escenario del National Theatre en Londres (con Benedict Cumberbatch y Jonny Lee Miller alternándose en los papeles de la Creatura y el Creador), tuvo un enorme y controversial éxito en 2011. En especial, resultó memorable por la sorpresa que implicaba, al inicio de las acciones, la salida a escena del actor que interpretaba a la Creatura, quien emergía completamente desnudo de un enorme útero pulsante, antes de pasar varios minutos entre estertores, mientras despertaba a la vida frente a una audiencia pasmada.

No dejan de aparecer adaptaciones y referencias literarias a la novela, tanto rigurosas como informales. Apenas el pasado otoño fue estrenada en el teatro Garrick, de Londres, una versión para teatro basada en El joven Frankenstein, de Mel Brooks y Gene Wilder, que fue publicitada como “la nueva comedia musical”. Otra versión musical apareció, fuera de Broadway, en el Teatro St. Luke. En las primeras páginas de la decimocuarta novela de Salman Rushdie, The Golden House, se presenta a su misterioso protagonista, Nerón Golden, con este apunte al margen: “A veces, cuando yo lo miraba, me acordaba del monstruo del doctor Frankenstein, un simulacro de ser humano que jamás conseguía transmitir humanidad” (traducción de Javier Calvo). Una imagen que, por supuesto, está inspirada por las imágenes cinematográficas, más que por la novela: la índole de lo que es “auténticamente humano”, el problema de si esta humanidad se refleja mejor en la Creatura o en Victor Frankenstein (nunca el “doctor” Frankenstein en la novela), es precisamente el dilema de la obra de Mary.

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¿Cómo podríamos volver, 200 años más tarde, a la novela misma, tan distinta de la mitología multidisciplinaria que ha originado? La estructura literaria, de gran complejidad, consiste en tres autobiografías superpuestas, la del explorador Robert Walton, la de Frankenstein y la de la misma Creatura, ingeniosamente insertadas una en la otra, cada una llevada por una voz individual, en un marco temporal distinto y con una visión diferente del experimento y sus terribles consecuencias. Parece también combinar varios géneros: melodrama gótico, ciencia ficción exuberante, fábula satírica, parábola moral apasionada e incluso (especialmente a través de la soberbia evocación de las montañas y regiones polares) una historia romántica de aventuras, con su escenografía panorámica. 

Frankenstein está plagada de la retórica épica del Paraíso perdido de Milton, las imágenes alienadas de la “Balada del anciano marinero” de Coleridge y la magia natural de “Tintern Abbey” de Wordsworth (las tres, de hecho, están citadas en la obra). Son bien discernibles, asimismo, varios debates filosóficos en los que se enfrentan la esperanza y la arrogancia científicas, la amistad y la traición, el amor y la soledad. La Creatura, desesperada, discute furiosa con Frankenstein en el inhóspito Mer de Glace, en Chamonix, acerca de las razones (y la responsabilidad moral) para hacerle una compañera femenina: “¡Creador mío!, hazme feliz; dame la oportunidad de tener que agradecer un acto bueno para conmigo; déjame comprobar que inspiro la simpatía de algún ser humano; no me niegues lo que te pido”.

El interés académico en estos temas, así como en la forma de la obra, es relativamente reciente. Como escribió Timothy Morton en su exhaustiva antología Frankenstein: A Sourcebook, de 2002 (en la que se incluye desde una clase de anatomía en la era de la regencia, al inicio del siglo XIX, hasta la teoría de género contemporánea), se trata de una nueva industria que “ha florecido desde la década de 1980”. Por ejemplo, ahora se acepta que hay al menos tres versiones principales de la novela que, aunque estructuralmente similares, tienen diferencias lingüísticas significativas y distintos alcances dramáticos. Parece que Mary no dejó de reflexionar acerca de cómo podía mejorarla. En 1823 escribió: “si llegara a haber otra edición de la obra, debería reescribir los primeros dos capítulos. La acción es sosa y está mal dispuesta. El lenguaje, a veces, infantil”.

La primera versión fue escrita a gran velocidad en dos cuadernos genoveses, en gran parte durante el invierno de 1816 a 1817, pero no se publicaría sino hasta 2008, en una edición meticulosa de Charles E. Robinson, el académico especializado en Shelley. El estilo es audaz y directo. Acaso haya sido iniciada como una narración corta, a partir de la famosa primera línea del cuarto capítulo: “Una desapacible noche de noviembre contemplé el final de mis esfuerzos”.

La segunda, que comienza y termina con la expedición al Ártico de Robert Walton, fue revisada con cuidado por Mary, levemente editada por Percy y publicada en 1818. El estilo tiene más riqueza y abundan las digresiones. Aún se debate en el entorno académico la contribución de Percy (alrededor de 5 mil palabras). Una reedición de esta versión, con algunos cambios menores, apareció en 1823 en dos volúmenes, a solicitud del padre de Mary, William Godwin. Fue la primera en llevar la firma de Mary Shelley.

La tercera versión, de 1831, fue revisada desde la raíz exclusivamente por Mary. Es más extensa y de tono más oscuro. El joven e idealista Frankenstein sufre un cambio sutil y es ahora una figura torturada y condenada. Esto se refleja en la “introducción de la autora”, en la que se retrata la noche de historias de fantasmas en la villa Diodati, enlaza las “muchas conversaciones” que tuvieron lugar esa ocasión con sus lecturas científicas posteriores (detalladas en los diarios compartidos de los Shelley) y describe la pesadilla que, de acuerdo con ella, inspiró la novela.

La introducción de 1831 arroja luz al momento crucial del nacimiento de la Creatura, el cual se ha vuelto parte central del mito de la ciencia como fuerza maléfica, sobre todo en el cine, con el grito histérico de “¡Está vivo! ¡Está vivo!”, una línea que jamás escribió Mary Shelley. En la novela, el primer momento de su existencia lo registra Frankenstein, en dos párrafos de terrible claridad. Luego, en una evocación nebulosa a cargo de la misma Creatura, en Mer de Glace. El tercer registro se da de forma retrospectiva, en la propia voz de la novelista. Paradójicamente, es el más memorable y perturbador: “Vi —con los ojos cerrados, pero en una nítida imagen mental— al pálido aprendiz de artes profanas, arrodillado junto al objeto que había ensamblado. Vi al horrible espectro de un hombre tendido que luego, como por la obra de un motor poderoso, cobraba vida y se ponía de pie con un movimiento tenso y poco natural… El éxito aterrorizó al artista, quien huiría de su obra repugnante, atacado de horror”.

La fascinación que despierta este momento de alumbramiento ominoso y el lugar subsecuente que ha ganado la Creatura como hijo rechazado o desamparado (más que un mero monstruo) se encuentra presente en muchas interpretaciones modernas, no solo de orden feminista.* Cuando se escenificó el ballet Frankenstein en la Royal Opera House de Londres, en mayo de 2016 (luego se montaría en San Francisco), el director Liam Scarlett hizo una observación aguda dirigida al presente: “mucha gente tiene una imagen estereotipada de lo que, asumen, es Frankenstein… De hecho, no creo que muchos conozcan de verdad el alma y el corazón de la historia. Trata esencialmente del amor… [La Creatura] es como un niño…, busca con desesperación un padre o un ser querido que le lleve a conocer el mundo y le enseñe todo lo que necesita saber”.


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¿Cómo podríamos, entonces, responder mejor a la “abominable progenie” de Mary, después de sus tantas, desconcertantes, mutaciones? Dos ediciones anotadas de la novela aluden directamente al asunto, pero de forma drásticamente distinta y con resultados dispares (ninguna debe confundirse con la edición clásica de Harvard University Press, Annotated Frankenstein, de 2012). La primera, editada por David Guston y otros (a la que podríamos referirnos como la edición del MIT), se describe como “anotada para científicos, ingenieros y creadores de toda clase”. En realidad, está dirigida principalmente a estudiantes universitarios y presenta la versión de 1818 cargada con una serie exhaustiva de notas al pie, todas en tono serio y algunas con un giro decididamente filosófico: “¿Quiénes somos, en realidad? ¿De qué estamos hechos? ¿Qué es el yo? ¿Qué es lo que hace de la Creatura un monstruo?” Estas notas son la aportación de unos 40 escritores y académicos, varios de ellos pertenecientes a las áreas científicas de la Universidad Estatal de Arizona (las preguntas recién citadas fueron planteadas por C. Athena Aktipis, del Departamento de Sicología). La edición se vuelve un agitado simposio, pero consigue crear una “conversación crítica de largos alcances”, aun si a ratos recuerda a una imitación sobria de aquellas desenfrenadas noches de Diodati.



Resulta interesante ver qué partes de la novela atraen más la atención de cada uno de estos especialistas. Las notas abundan más en los primeros capítulos (el tercero y el cuarto, sobre todo), con descripciones de la educación científica de Frankenstein en Ingolstadt y su “taller de creaciones inmundas” (al menos 22 notas en 14 páginas). A veces parece a punto de volverse más una cacofonía que una conversación: momias egipcias, René Descartes, ladrones de tumbas escoceses, médicos nazis, Craig Venter y el Proyecto Genoma se aglomeran ahí. Aunque pueden encontrarse también, más dispersas, excelentes piezas cortas acerca de robótica, inteligencia artificial, Luigi Galvani y el desarrollo de la electricidad, medicina regenerativa y, por supuesto, las posibilidades enteras de expandir las capacidades humanas.

Algunas reflexiones aparentan ser más inquietantes de lo planeado. Una de ellas, firmada por Ed Finn, director del Centro para la Ciencia y la Imaginación de ASU, es bastante conspicua y comienza: “La ciencia ha aspirado desde siempre a mejorar el cuerpo humano, a crear nuevos cuerpos o a exceder nuestros límites biológicos naturales. El ejército de Estados Unidos se involucra en áreas de investigación diversas para potenciar el desempeño de los soldados, desde exoesqueletos eléctricos que les darían fuerza sobrehumana hasta interfaces conectadas directamente al cerebro que permitirían a los pilotos volar aeronaves con el solo pensamiento”. Sigue con referencias a lentes de contacto, marcapasos, antibióticos, modificación genética, robótica y replicantes. Finaliza hablando de Terminator y Blade Runner, con una provocación estilizada: “¿Qué consecuencias tendrá un mundo en el que convivan humanos con superhumanos?”

Hay también meditaciones profundas y extensas en torno a temas como la actitud del romanticismo hacia la esclavitud, la naturaleza y lo silvestre, la identidad y el alma, así como los lazos formados por la amistad y la simpatía. Esta última palabra aparece más de 35 veces en la novela, y pone de relieve la profunda ambigüedad con que Mary presenta a la Creatura: ¿es inocente o salvaje, humano o monstruo, enloquecido o intrínsecamente malvado?

Por ejemplo, cuando comete su primer asesinato, contra el pequeño William Frankenstein, ocurre aparentemente sin premeditación ni alevosía. De acuerdo con la autobiografía de la Creatura, es parte de una búsqueda inocente y desesperada de amistad. (Es ya consciente de su apabullante fealdad y ha sido rechazado por la bondadosa familia De Lacey, se le ha golpeado con violencia e incluso le han disparado.) “De pronto, mirando a [William], me atrapó una idea: que esta pequeña criatura estaba desprejuiciada, había vivido demasiado poco tiempo para haber adoptado el horror a la deformidad. Si, entonces, pudiera tomarlo y educarlo como mi compañero y amigo, podría no encontrarme tan solitario en este mundo tan poblado”.

¿Qué tanto aceptamos de esta explicación? Esta inquieta ambigüedad (el paria abandonado contra el demonio vengativo) se despliega en toda la novela, llevando la compasión del lector de una dirección a otra, tal como le sucede a Frankenstein. Es una dinámica crucial, que oscila imaginativamente entre los polos del rechazo y la empatía. “¿Debo ser considerado el único criminal, cuando toda la raza humana ha pecado contra mí?” Lograr algo como esto es una virtud característica de la ficción, más allá de plantear cuestiones técnicas.

Es también aquí donde Shelley muestra una mayor ambición retórica, al retomar el elevado lenguaje del Satán de Milton para dar vida al gran debate ético entre el Creador y su Creatura, que alcanza su punto más álgido en el pasaje de Mer de Glace. Paradójicamente (y a diferencia de lo que sucede en todas las adaptaciones cinematográficas), es el “monstruo” quien ahora se muestra más elocuente y humano, con un discurso que recuerda el aria de una ópera: “Oh, Frankenstein… Recuerda que soy tu creatura. Debería ser tu Adán, pero soy más bien el ángel caído a quien niegas toda felicidad. Dondequiera que mire, veo dicha, de la cual solo estoy excluido de forma irrevocable. Yo era bueno y cariñoso; el sufrimiento me ha envilecido. Concédeme la felicidad y volveré a ser virtuoso”.

En general, la edición del MIT es llana y deliberada, con una introducción breve de Charles Robinson, una discusión final en tono interrogativo y siete ensayos especulativos (notablemente, “Frankenstein, Gender and Mother Nature”, de Anne K. Mellor, y “I’ve created a monster!”, de Cory Doctorow). Sin duda, tiende a tratar la novela como un artefacto para pensar, más que como una experiencia imaginativa a ser explorada. Con todo, a pesar de su carga pedagógica, se enfrenta con decisión al reto que se coloca en el corazón de la novela (que todos los “científicos e ingenieros” tendrían a bien considerar): ¿cuál es la naturaleza auténtica de la Creatura de Frankenstein y cuál es el deber de Frankenstein hacia ella?


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En comparación, la edición de Leslie S. Klinger es un trabajo ostentoso, abundante en recursos de lo más variado, con un estilo a veces entretenido y lleno de ilustraciones fabulosas. Klinger ha realizado ediciones anotadas de Drácula y las novelas de Sherlock Holmes (lo que podría levantar sospechas acerca de su seriedad), pero el trabajo es admirable. En primer lugar, aunque también parte de la versión predilecta, la de 1818, logra la proeza de incluir en los márgenes todo lo reescrito por Mary para la versión de 1831, así como los textos alternativos de 1823, conocidos como el texto Thomas. Hay una larga introducción acerca del contexto histórico y una lista de ensayos (entre ellos, otro de Mellor acerca de ingeniería genética). Los márgenes también son utilizados como un compendio enciclopédico o hipertextos, con glosas sobre los personajes, topónimos, referencias literarias e ideas filosóficas que se incluyen.

El trasfondo social e histórico es la consideración principal. Así, estas notas al margen contienen, por ejemplo, extensas notas sobre la Universidad de Ingolstadt, el láudano, turismo alpino, las controversias vitalistas y la discusión entre los anatomistas Hunter, Abernethy y Lawrence, la Phisiognomía de Lavater, las Conferencias de Davy, además de la Vindicación de los derechos de la mujer, de Mary Wollstonecraft. Hay citas profusas tomadas de la guía Baedeker y de la Guía de Suiza, de Murray.

En conjunto, estas notas superan el millar. Todas son reveladoras y ocasionalmente de una excentricidad maravillosa. Es digna de apreciarse la historia del asilo francés de Salpêtriére, brillantemente condensada en tres páginas, a partir del hecho de que Frankenstein pudo haber sido internado temporalmente en un manicomio. Pero es más difícil justificar una historia del golf en el poblado escocés de St. Andrew, una crónica del entierro de Pocahontas en Gravesend, en la ribera del Támesis, o el relato completo del capitán Bligh y el motín del navío Bounty, con todo y mapa. Una historia detallada del Satán de Milton en El paraíso perdido o del albatros que aparece en el “Anciano marinero” de Coleridge, podrían haber sido más pertinentes.

Las ilustraciones son espectaculares y abundantes: retratos, facsímiles, manuscritos, grabados, caricaturas, portadas de primeras ediciones, carteles de teatro, fotogramas de cine, guías urbanas y obras del paisajismo de la época. No escasean las sorpresas, desde reproducciones de la Micrographia de Robert Hooke, hasta grabados de Gustave Doré y fotografías de los polos, tomadas el siglo pasado por Frank Hurley. Hay también un atractivo catálogo de cuarenta películas sobre Frankenstein (“apenas una selección de las más relevantes… aunque en este género, ‘relevante’ pocas veces se refiere a una obra de calidad”). Comienzan con una mención honorífica: la casi desconocida película silente, de quince minutos, que grabó Edison en 1910. Muchas se acompañan de sus carteles sensacionalistas. Pero se agradece la parquedad de los comentarios críticos. Carne para Frankenstein, de 1974, es despachada con un solo enunciado: “La cinta casi incoherente de Warhol incluye zombis, evisceraciones y sexo”.

El riesgo de esta proliferación de datos secundarios es que distraiga de la novela misma. Por momentos se siente como un paseo en canoa por un río agitado, con un guía de turistas locuaz que va señalando todo el tiempo las bellezas naturales a ambos lados. Aun así, el efecto de incluir el texto de 1831 y las notas intermedias que hizo Mary en 1823 es asombroso. Por ejemplo, Mary se dio cuenta de lo extraño que resultaba el hecho de que Frankenstein trabajara con pasión tantos meses en su Creatura, sin jamás anticipar su fealdad repulsiva hasta el momento en que cobró vida. Esa fatal deformidad, que se volvería su maldición, es crucial para el destino de la Creatura y mueve a cada momento la trama de rechazo y venganza. ¿Cómo podían explicarse su ceguera científica y su fracaso ético para adivinar lo que sucedía entre sus propias manos?

En las notas de 1823 (el texto Thomas, una serie de agregados manuscritos que Mary le entregó a una amiga suya en Italia), ella empieza a explorar una explicación sicológica para esta obsesiva estrechez de miras. A la observación simple aparecida en la versión de 1818 (“Me sentía nervioso a un grado extremadamente doloroso”), ella agrega esto: “Mi voz se quebraba, mis manos temblorosas se negaban a completar su tarea; me había vuelto retraído como una adolescente enamorada, el temor y la pasión ardiente se alternaban en mí, en lugar de una sensación íntegra y una ambición moderada”. Este aspecto histérico, traumático y torturado de la personalidad de Frankenstein, con sus rasgos implícitos de problemas sicosexuales, se habrían de desarrollar con mucho mayor detalle en la versión final de 1831, algo que la edición de Klinger permite ver con claridad.

Muchas voces afirmaron, en su momento, que estos cambios eran meramente estilísticos y no aportaban nuevas ideas o circunstancias. Ahora sabemos que ella había estado pensando en estas modificaciones desde 1823 y resultan evidentes desde los primeros capítulos que presentan de una forma más compleja la relación de Frankenstein con su amado padre, con su prometida Elizabeth y con su gran amigo Henry Clerval. En especial, se vuelven más sombrías las profundidades de su educación científica a cargo del profesor Waldman, en Ingolstadt: “Tales fueron las palabras del profesor. Mejor, tales fueron las palabras que el destino pronunció para destruirme. Mientras él hablaba, yo sentía cómo mi alma entraba en contacto con un enemigo palpable”.

Shelley también transforma la amistad final de Frankenstein con el capitán de los mares árticos Robert Walton (que abre y cierra la novela). Walton ahora es la imagen especular de un colega científico que lleva su trabajo al extremo: “¿Compartes mi insensatez? ¿Has bebido también de ese cóctel tóxico?” Hay pasajes que han sido reescritos de forma magnífica, en los que se describen entornos alpinos y sirven ahora para enfatizar la fuerza y la crueldad con que la Madre Naturaleza oprime a Frankenstein, las “inmensas montañas y precipicios que se proyectaban en torno mío” y el hecho de que él también está impelido por “el trabajo silente de leyes inmutables”.

En un influyente estudio de 1988, Anne Mellor argumenta que el conjunto de los cambios hechos en la versión de 1831 hace de Frankenstein un ser más débil y alucinado, “el peón de fuerzas que rebasan su conocimiento y su control”, ahora a merced de lo que llama “el Ángel de la Destrucción” y que esto refleja el deterioro de lo que inicialmente era una fe optimista de Mary en la ciencia. Esto suena cierto, tomando en cuenta que, para 1831, los miembros del grupo que formaban Percy Bysshe, Byron y Polidori llevaban muertos varios años y ella se movía en otros círculos.



Los ensayos que escribe Mellor para estas dos nuevas ediciones, como sus anteriores trabajos, provocan reflexiones profundas. El pecado y el error de Frankenstein, sugiere ella en una frase extraordinaria, es “su fracaso para adoptar a su creación como un hijo”. La naturaleza “castiga a Víctor impidiéndole crear a un niño normal”. Desde su punto de vista, esto constituye una advertencia sobre las “consecuencias involuntarias de la intervención ingenieril con el genoma humano” para los genetistas contemporáneos.

Sin embargo, volvemos a toparnos con la ambigüedad perdurable de la extraordinaria ficción de Mary Shelley. Una interpretación alternativa del texto de 1831 es que Frankenstein se vuelve de hecho una figura fáustica más consciente, mientras que la Creatura deviene una voz más elocuente sobre los derechos humanos que son negados. El científico es menos ingenuo y la Creatura menos monstruosa. Ambos sufren más por su conocimiento de lo que han hecho y las posibilidades que han perdido, como lo atestigua trágicamente el explorador Walton. “Han sido succionados sus pensamientos y cada sensación de [su] alma” por el relato.

Las ambiciones científicas iniciales de Frankenstein fueron siempre intensamente idealistas y benevolentes, y esto permanece tanto en la versión de 1818 como en la de 1831: “Vida y muerte me parecían vínculos ideales, que debía trascender para arrojar luz en nuestro mundo oscuro. Una nueva especie me bendeciría como su creador y fuente… Con el paso del tiempo, tal vez… podría renovar la vida donde la muerte aparentemente hubiera entregado un cuerpo a la corrupción”.

A partir de los avances científicos en todas las áreas, pero especialmente en la medicina, la cirugía y la biotecnología, acaso debiéramos volver a pensar en el mito escabroso y releer esta novela prodigiosa, siempre joven, de una forma nueva. Como Frankenstein susurra a Walton con su último aliento, tanto en 1818 como en 1831: “He sido destruido por estas esperanzas, aunque acaso otro pueda salir victorioso”. 

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*Ver, por ejemplo, las variadas perspectivas que brindan Sandra Gilbert y Susan Gubar en “Mary Shelley’s Monstrous Eve” (1979); Mary Poovey en “My hideous progeny: the Lady and the Monster” (1984); Anne K. Mellor en “Possessing nature: the female in Frankenstein” (1988) y Bette London en “Mary Shelley, Frankenstein and the spectacle of masculinity” (1993). Todos aparecidos en Frankenstein: Norton Critical Edition (2012).

Traducción de Atahualpa Espinosa.
© The New York Review of Books (Distributed

by The New York Times Syndicate)

lunes, 4 de diciembre de 2017

Cambio de piel de Carlos Fuentes. Un mural pintado por un miniaturista

Diciembre/2017
Nexos
Gonzalo Celorio

Hace medio siglo, en agosto de 1967, Carlos Fuentes publica su quinta novela, Cambio de piel, escrita en el transcurso de cuatro años en tres ciudades distintas, Tonantzintla, Nueva York y París. Sucede a La región más transparente (1958), La muerte de Artemio Cruz (1962), Aura (también del 62) y Zona sagrada (que apareció apenas unos meses antes de ese mismo año del 67), y a dos libros de cuentos: Los días enmascarados (1954) y Cantar de ciegos (1964).
Antes de cumplir 38 años de edad Fuentes ya es, pues, un escritor de notable y prolífica trayectoria. La pujanza, el vigor, la avidez por abarcarlo todo —lo cultural, lo social, lo político, lo ético, lo estético, lo histórico, lo ontológico—, la irreverencia iconoclasta, el ansia de modernidad, la voluntad de estilo, el despliegue de recursos narrativos… son algunos de los rasgos que tipifican la primera etapa, ciertamente precoz, de su producción literaria. Algunos de ellos, signos de su imbatible energía creativa y de su alta productividad, habrán de persistir en sus obras posteriores, si bien a lo largo de su carrera el escritor va morigerando la desmedida ambición de sus primeros libros, con excepción hecha, quizá, de Terra Nostra (1975), en la que vuelve a construir un mundo gigantesco cuyas referencias históricas son el cimiento de ese monumental edificio verbal que en la literatura latinoamericana acaso sólo pueda compararse, por lo que hace a su anhelo de autonomía textual, con Paradiso de José Lezama Lima o Gran Serton: Veredas de João Guimaraes Rosa.
El mismo año de 1967 Gabriel García Márquez saca a la luz Cien años de soledad, novela que culmina y cierra el movimiento literario conocido con el explosivo nombre de “boomde la novela hispanoamericana”, que el propio Carlos Fuentes, en mi opinión, había iniciado con la publicación, en 1958, de La región más transparente. Más allá de sus valores literarios intrínsecos, esta obra primeriza del escritor mexicano cumplió una función matriz de gran relevancia en la historia de la literatura de lengua española, pues, como lo había hecho Juan Rulfo en el ámbito rural, abrió las puertas a la modernidad narrativa urbana, por cuyo anchuroso vano pasaron las generaciones sucesivas.
El Fuentes de Cambio de piel —como el de La región más transparente— coincide con el García Márquez de Cien años de soledad en el afán de escribir una novela totalizadora que defina la identidad cultural latinoamericana —en el caso de Fuentes, la específicamente mexicana— de cara no sólo a los mitos fundacionales y a las características culturales propias de nuestros países, sino a la universalidad en la que tales caracterizaciones cobran sentido y pertinencia. Entre las numerosas afinidades con la novela del escritor colombiano destaca una de índole estructural: el ocultamiento de la identidad de los narradores de ambas obras, que se escamotea a lo largo de las novelas y no se revela hasta el final, cuando el lector se entera, sin haberlo sospechado previamente, que el discurso de Cien años de soledad no es otra cosa que los manuscritos de Melquíades, el gitano trashumante que transita año con año por Macondo, y que el de Cambio de piel, que unas veces ha actuado como testigo presencial de los acontecimientos, otras como narrador omnisciente y casi siempre como confidente e interlocutor de los personajes femeninos, es un tal Freddy Lambert, de quien no tenía noticia —ni la tendrá más que de manera solapada y retroactiva.
La similitud mayor se da, empero, con una novela publicada cuatro años atrás, Rayuela de Julio Cortázar, a quien Fuentes dedica la obra de marras. Rayuela, que ya había sido mencionada en Zona sagrada, aparece en Cambio de piel como libro de cabecera del narrador, literalmente, pues, habida cuenta del grosor de su edición, le sirve de almohada al relator de la historia. Más allá de estas alusiones, que podrían leerse como meros guiños de amistad y simpatía, la relación de la novela de Fuentes y la “antinovela” de Cortázar es profunda y estrecha. En ambas se trata el tema del Doppelgänger, muy caro a ambos escritores.1 El doble, con sus múltiples implicaciones literarias y ontológicas, está presente en los cuentos “Las dos Elenas”, “La gata de mi madre”, “La buena compañía”, “El amante del teatro”, “Los hijos del conquistador”, “Las dos Numancias”, “Las dos Américas” y en las novelas Aura y Cumpleaños de Fuentes; y en los cuentos “Lejana”, “Axólotl”, “Después del almuerzo”, “Orientación de los gatos”, “Historias que me cuento”, “Una flor amarilla” de Cortázar. Pero en Rayuela y Cambio de piel, como en el cuento “Vientos alisios” del escritor argentino, el doble es doble, si se me permite la expresión, pues en cada una de ellas son dos las parejas que se fusionan o, si se prefiere, en cada novela hay una pareja que sufre un desdoblamiento. En efecto, Javier y Elizabeth de Cambio de piel encuentran su contraparte en Franz e Isabel, que los duplican, de la misma manera que en Rayuela Oliverio y Talita fungen como alter egos de Horacio y La Maga. El tema del doble en Cambio de piel es de suma importancia en tanto que trae aparejado el concepto de otredad, en torno al cual, según Steven Boldy, gira la escritura de Carlos Fuentes en esta obra.2 Un ejemplo del tema del doble es el tratamiento del erotismo en Cambio de piel (donde Fuentes, por cierto, logra páginas de una intensidad y una explicitud sexual inusitadas en la historia de la literatura mexicana), merced al cual se opera el desdoblamiento de cada uno de los amantes en el otro y la momentánea fusión de sus respectivas individualidades en una sola entidad; pero este tema del doble no se limita en la novela a nuestro otro yo en términos personales, sino, como decíamos, implica la otredad, ese otro conglomerado humano, adjetivamente distinto a aquel al que pertenecemos y que, justo por ser diferente, lo condenamos al aislamiento o el exterminio, y sólo de manera excepcional lo asumimos como propio, como parecería proponerlo Cambio de plel.3 Un ejemplo de esta dimensión colectiva del doble, es decir de la otredad, es la matanza de los cholultecas por parte de los conquistadores españoles en la Pirámide de Cholula que Fuentes asemeja al Holocausto en los campos de concentración nazis, ocurrido cuatro siglo después, con la ulterior intención de oponer la cultura al mal radical, según Richard Bernstein calificó el Mal, con mayúscula, ejercido por el terrorismo de Estado.
Pero además del tema del Doppelgänger hay otras muchas afinidades entre estas obras de Fuentes y Cortázar, que me limito a enunciar: la composición móvil de Rayuela, sujeta al arbitrio del propio lector, que se corresponde con las múltiples lecturas que permite la tercera y última parte de Cambio de piel, y el juego entre la construcción de sendas obras y su constante destrucción, pues en ambas se rompe el pacto de estabilidad entre el lector y el narrador;4 la explosión y el derrumbamiento de las estructuras narrativas tradicionales: la condición cambiante del capitulado y la exacerbación de la sintaxis en la obra del argentino, y la invención, en la del mexicano, de un sorprendente narrador que relata en segunda persona las peripecias de unos personajes que se someten a sus caprichos y sus pulsiones; la liberación del lenguaje, que rebasa todos los límites convencionales y utiliza registros inimaginables, desde la creación de un nuevo vocabulario erótico, en el caso de Cortázar, hasta la mezcla promiscua del lenguaje académico y el lenguaje vulgar en el de Fuentes; la experimentación de recursos narrativos en ambas novelas, así como las reflexiones metaliterarias y, sobre todo, la intertextualidad, esto es la utilización de las manifestaciones artísticas y culturales —la filosofía, la música, la pintura, el cine, la arquitectura y sobre todo la literatura— como elementos primordiales de la realidad referencial.
Si Cambio de piel, como hemos visto, presenta afinidades significativas con sus coetáneas Cien años de soledad y Rayuela, no es la de Fuentes una novela equivalente ni a la de García Márquez ni a la de Cortázar. Hay novelas importantes para la literatura, aquellas que por sus valores intrínsecos y universales la Literatura, con mayúscula, habrá de guardar en su seno de manera permanente y considerará canónicas, y hay novelas importantes para la historia de la literatura por el papel protagónico que desempeñaron en el momento en que fueron publicadas, por la influencia que ejercieron en las generaciones sucesivas, por la impronta que dejaron en la comunidad de sus lectores o por la recepción que de ellas tuvo la crítica literaria de su momento. Tales calificaciones, desde luego, no son excluyentes. Las tres que he mencionado son sin duda novelas importantes para la historia de la literatura: representan con ejemplaridad el hito que significó el boom en la narrativa hispanoamericana de los años sesenta y cada una de ellas enriqueció, al modificarla y subvertirla, nuestra tradición literaria, pero quizá la Literatura no habrá de quedarse con todas ellas. En mi opinión, la literatura mantendrá en su canon Cien años de soledad por su perfección formal, por su extraordinaria riqueza discursiva, por su dimensión universal. En cambio, y a pesar de ser entre las tres acaso la más relevante para la historia de la literatura, sólo se quedará con algunos capítulos de Rayuela, novela fragmentaria, confeccionada por la suma de textos breves, algunos de los cuales encierran una gran fuerza lírica (el 7, el 68, el 41, el 32) y tienen el resplandor propio del poema —porque la poesía de Cortázar, paradójicamente, no reside en sus poemas sino en su prosa breve: en muchos de sus cuentos y en algunos capítulos de Historias de cronopios y de famas y de Rayuela—. No sé si Cambio de piel perdure en el canon de la literatura hispanoamericana, como otras de las novelas de Carlos Fuentes —La región más transparenteAuraLa muerte de Artemio Cruz—. Me temo que no. Lo que sí sé, sin ninguna duda, es que su lugar en la historia de la literatura mexicana es de primera importancia, pues continúa, y de algún modo lleva a buen puerto, el largo proceso de emancipación cultural que se inicia con nuestra independencia política en los albores del siglo XIX —y aun antes, en las postrimerías del virreinato— y que durante toda esa centuria, como lo estudió José Luis Martínez,5 se esfuerza en definir nuestra propia identidad, que constantemente se debate entre las culturas originarias y la cultura europea impuesta sobre ellas y también por ellas modificada en el Nuevo Mundo. Después de la Revolución mexicana el debate, implícito o explícito, privado o público, expresado ora en artículos de revistas literarias, ora en enardecidos manifiestos políticos, prosigue entre quienes defienden un nacionalismo a ultranza y quienes consideran que aun el nacionalismo, como lo consideró Jorge Cuesta, es un concepto importado de Europa.
El Laberinto de la soledad de Octavio Paz, publicado en 1950, responde a esta preocupación intelectual, proveniente del siglo XIX y exacerbada por el nacionalismo posrevolucionario, de definir, a la luz de la modernidad, la cultura mexicana, como habían tratado de hacerlo, antes de él y ya en el siglo XX, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Samuel Ramos, entre otros, amén de los coetáneos de Paz —Zea, Uranga, Portilla—, que también dedicaron parte de sus obras al espinoso tema de la identidad mexicana. Obviamente que una definición de esta naturaleza no puede quedar exenta de la generalización y de cierto lirismo interpretativo, como 40 años después lo reconoció el propio Paz en el prólogo que se sintió obligado a escribir para acompañar la inclusión de ese ensayo en sus obras completas. Ahí confiesa que si bien la concepción central de El laberinto de la soledad le sigue pareciendo válida, esa obra, añade, “parte de unos cuantos rasgos característicos para enseguida transformarse en una interpretación de la historia de México y de nuestra situación en el mundo moderno”.6
Desde su primera novela Carlos Fuentes se asume como heredero directo de Octavio Paz en lo que hace al empeño por definir nuestra identidad cultural. Pero si algo diferencia la Región más transparente de El laberinto de la soledad, amén del género literario en que se inscriben ambas obras, de los ocho años que distan entre la publicación de la una y de la otra y de la circunscripción de la del novelista a Ciudad de México, que el ensayista rebasa, es que Fuentes no pone el énfasis en esos “rasgos característicos” que nos identifican como cultura y como nación, sino, por lo contrario, en los rasgos que nos diferencian entre nosotros mismos: en los distintos componentes de nuestra plural y asaz heterogénea sociedad, que se expresa en diversos y contrastantes idiolectos, los cuales se corresponden, a su vez, con otros tantos estamentos sociales que, en conjunto, configuran un ente cultural polifónico y plural.
Al igual que sus obras precedentes —La región más transparente y La muerte de Artemio Cruz—, Cambio de piel es una novela ambiciosa, como conviene a la juventud de su creador y a la tradición identitaria que hereda. Una novela que responde a la necesidad apremiante de decirlo todo, de compendiarlo todo, de nombrarlo todo. Una novela urgida de llenar un vacío histórico, de plasmar nuestro ser en relación con nosotros mismos y con la cultura universal, de cumplir, en suma, la tarea primordial que Alejo Carpentier le adjudicó al escritor latinoamericano; la tarea de Adán poniendo nombre a las cosas. Fuentes, en efecto, quiere decirlo todo, pero no dándole las espaldas al mundo exterior, sino exponiendo nuestra cultura a los avatares y los influjos de la cultura universal.
El viaje de cuatro personajes de diferentes procedencias, distintos credos y diversas profesiones, de Ciudad de México a Cholula —que, según entiendo, es la ciudad más antigua de todo el continente americano que nunca ha dejado de ser ciudad— es un viaje en el espacio, sí, pero también es un viaje en el tiempo, como el que realiza el musicólogo narrador de Los pasos perdidos de Alejo Carpentier. Un viaje a la semilla, que nos remonta a los orígenes de la cultura mesoamericana 30 siglos atrás. Y es también un viaje ontológico, en el que los cuatro personajes que lo llevan a cabo se confrontan, se transforman, cambian de piel y se funden en una sola pareja que acumula, rejuvenecida, una historia que se arraiga en el judaísmo, en el cristianismo y en las culturas originarias de nuestro continente, en Europa y en América, en Nueva York y en México… y que va de la fundacional cultura griega al ghetto de Praga, la Alemania nazi y los campos de concentración de Auschwitz y Terezin; de las ruinas de Xochicalco a la Tate Gallery de Londres, de las calles de la colonia Juárez en Ciudad de México al barrio de Palermo de Buenos Aires. Todo nos pertenece, el pasado y el presente, y hay que nombrarlo con este fervor de pertenencia; nombrarlo todo: lo vivido, lo soñado y lo leído, lo sabido y lo ignorado, lo racional y lo atávico, lo trascendente y lo incidental, lo propio y lo presuntamente ajeno. Y Fuentes lo nombra todo con una minuciosidad propia del nouveau roman francés entonces en boga y con un nunca satisfecho anhelo de completud, que a veces, hay que decirlo, se asemeja más a los propósitos de exhaustividad de Carlos Argentino Daneri, el insoportable personaje del Aleph que se propone describir la totalidad de la Tierra y sus criaturas, que a la magistral capacidad de síntesis enumerativa de Borges, que con un número finito de elementos nos da la idea cabal de “el inconcebible universo”. Fuentes lo nombra todo, sí: los libros leídos, las películas vistas y sus respectivos elencos, lo mismo las antiguas catedrales góticas que los campos de exterminio, lo mismo las obras sinfónicas de Brahms, Verdi o Wagner que los boleros y las canciones rancheras de los mariachis de El Tenampa de la Plaza Garibaldi… Cambio de piel es un gigantesco mural pintado por un miniaturista. Quedan plasmadas ahí las grandes tradiciones culturales de ambos hemisferios, las tremebundas conflagraciones mundiales del siglo XX, azuzadas por la estupidez de un nacionalismo exacerbado que Fuentes se empeña en definir, en el caso mexicano, para relativizarlo y abrirlo al universo; y al mismo tiempo, los detalles más nimios de los escenarios referenciales actuales y pretéritos y lo que se ha dado en llamar la trivia, del cine, de la literatura, de la música, de las artes plásticas. Como un mural; sí, o como un retablo barroco poblano en el que los laboriosos elementos ornamentales —una moldura, una voluta, una guirnalda— constituyen, en su conjunto, la sustancia de la obra artística. Historias divergentes que convergen en un tiempo y un espacio —la propia novela— donde se acrisolan y cobran significación profunda, más allá de la trama, los valores de la condición humana: la vida, el amor, la muerte… ¡qué más!
Si Carlos Fuentes con La región más transparente continuó el desideratum de definir lo mexicano, con Cambio de piel inicia su viaje a Ítaca, su recorrido de regreso de esta búsqueda identitaria que, en muy buena medida gracias a él, ya no nos preocupa, en tanto que ya la conocemos y la damos por resuelta. Es, pues, una novela liberadora, para todos nosotros porque quienes mudamos de piel con esta obra, más que los personajes y más que el autor, somos nosotros, sus lectores. Por eso, justamente por eso, es una novela, si no importante para la literatura, sí importante, importantísima, para la historia de la literatura.         
2017

sábado, 2 de diciembre de 2017

Un clásico innovador

2/Diciembre/2017
El Cultural
Héctor Iván González

Fue en una tertulia literaria donde me orillaron a plantearme la escritura de este ensayo, si hubiera sido en una tasca de Madrid diría que “me tiraron de la lengua” para escribirlo; pero no, fue en la Ciudad de México, sin embargo siento que realmente “me tiraron de la lengua” al punto de casi no poder resistir más. En medio de una discusión a la manera de las discusiones que se suscitan en Palinuro de México (1977) me vi en la necesidad
—no por primera vez— de poner por escrito qué representa en nuestros días una obra como la de Fernando del Paso (Ciudad de México, 1935). Compuesta por tres novelas catedralicias y un divertimento: 
José Trigo (1966), Palinuro de México y Noticias del Imperio (1987) y, posteriormente, Linda/67. Historia de un crimen (1995) —además de otras obras ensayísticas, históricas y poéticas que no abordaré en este momento— este autor ha constituido un magno mural por el que se puede conocer a México y su historia a fondo.
Coetáneo de una generación de escritores que aspiraban a emular las vanguardias europeas, la muerte de la trama a lo nouveau roman, la experimentación con temas que escandalizaran a la burguesía o bien el uso de la memoria como un elemento que recreara las formas más avanzadas del roman (novela) o la nouvelle (noveleta), estos autores preponderaban el culteranismo más radical sin importar que hubiese una falta de comprensión por parte del lector promedio o que estas mismas ambiciones abrieran un vacío infranqueable para el lector avezado pero que repentinamente no estaba al corriente de este puñado de teorías. Paralelamente a estos escritores —la célebre Generación de Medio Siglo— fue que Fernando del Paso compartió los primeros años de escritura, a la vez que era alumno y amigo de Juan Rulfo, un autor que ya había entregado al público sus dos obras ineludibles.

La modificación de José Trigo

Fernando del Paso también se vio enfrascado en estas vanguardias —¿cómo no hacerlo?— y desde su primera novela, José Trigo, ambicionaba incurrir en estas directrices intelectuales. Influido por los ambientes que presentaban obras como las de Mariano Azuela o de Juan Rulfo, Del Paso creó en José Trigo a un personaje árido, robusto, imaginario e imaginado, cuyo carácter agreste se percibe en el propio lenguaje de la obra. Asimismo, cercano a las teorías y novelas del grupo que conformaban los franceses Marguerite Duras, Claude Simon y Michel Butor, Fernando del Paso introdujo en la estructura de su primera novela una concepción que trataba tanto la forma como el fondo; pues aunque parezca verdad de Perogrullo, la forma o la técnica eran aspectos que no tenían una presencia tan preponderante o no la habían tenido a tal punto como entonces la empezaban a tener. De entrada, la constitución de los capítulos de José Trigo dan la impresión de ser escalonados, tal como se trata en la pirámide de Nonoalco Tlatelolco, ya que aquélla está constituida en dos partes y en cada una de éstas se encuentra un capítulo que se corresponde con un capítulo espejo.
De tal suerte que es una cara de la pirámide que sube, un puente, como parte intermedia, y una cara que desciende. La presencia del tren que llegaba a la estación de Tlatelolco es el punto de partida para darle presencia a un personaje que está compuesto por muchos personajes con voz y nombre: José Trigo tiene el rostro que ha sido formado por la multitud. Es un hombre que pudo ser otros hombres, a decir verdad es un personaje que responde por mucho a las exigencias del nouveau roman, ya que aspira a ser un protagonista que sea más parte del lenguaje, de la experimentación,que de una historia lineal o testimonial: dos de los enemigos de esta escuela francesa.
Otro elemento de la narrativa con que el nouveau roman intentaba romper era la acción o la anécdota detallada. Podemos pensar en La modificación (1957) de Michel Butor, donde el personaje hace un viaje a Italia con el objetivo de encontrarse con su amante para finalmente vivir con ella y poner final así a un idilio de mucho tiempo; sin embargo, el personaje de Butor no habla con nadie, no emprende ninguna acción y se limita a meditar sobre su futuro. En el desenlace, el protagonista prefiere regresar a París y se rehúsa a formalizar su aventura amorosa pues sabe que habría una “modificación” que mataría la base de la pareja, el temor de ser descubiertos. Así que, en absoluto silencio, regresa a París para continuar esa flama furtiva y excitante durante el tiempo que le sea posible. Aquí podemos ver que Butor rompe con la peripecia y se niega a establecer una estructura de inicio-nudo-desenlace, más bien prefiere optar por un desenlace que no desenlace nada: un círculo perfecto, tal como sucede en José Trigo. No tomar en cuenta el carácter conceptual en gran parte de las novelas de Del Paso es un error. Tratar de que en José Trigo haya un héroe es absurdo como lo sería no notar ni justipreciar cada detalle de esta obra. Las voces de las mujeres, de los ferrocarrileros, de los niños y del indio que ahí aparecen forman parte de uno de los pilares que sostienen a la novela. Nos podría hacer pensar en un John Dos Passos (1896-1970), quien supo atrapar en su Manhattan Transferlas voces, los ritmos, las cadencias y los tonos que representaban el espíritu de la ciudad.
Por su parte, ahí tiene lugar, por primera vez, la inventiva que después causará una fuerte impresión en los lectores de sus siguientes novelas, pues Del Paso crea una geografía repleta de nombres santos: Meseta de Cristo Rey, Acantilado de la Divina Providencia, Despeñadero de Jesús Nazareno, etcétera. Con cada uno de estos nombres, impuestos por el ejército cristero, se trataba de hacer una fortaleza para avasallar a “los enemigos del Señor”. Una vez más, la lectura simple y llana de esta obra sería un despropósito, pues el lenguaje tiene un papel protagónico. La influencia de estos detalles no quedará en tierra infértil, pero aún es prematuro abordar el tema.

A cuarenta años de Palinuro de México

El segundo proyecto de Del Paso aborda una apuesta más amplia: sus capítulos son mucho mayores, su proyecto convoca de la misma manera el juego lingüístico, la historia de aventuras al puro estilo del siglo XIX, la poesía en prosa, donde las imágenes, los tropos, los monólogos interiores, los flujos de conciencia o la conciencia en flujo (stream of consciousness), los ejercicios de retórica, tienen un lugar central. Sin embargo, en este proyecto hay un nuevo ingrediente, la introducción de elementos clásicos que en su libro anterior, José Trigo, no había. Desde el título se sabe que aquí habrá la adopción de algo que los académicos llaman el hipotexto, un texto clásico que sirva como base a la concepción y a la estructura de la nueva obra; es como dibujar en un papel albanene sobrepuesto en un dibujo previamente elegido. Como proyecto es igualmente arriesgado e incluso puede serlo más aún, pues el sugerir al lector contemporáneo que un libro puede al mismo tiempo traer a cuento algunos pasajes de un texto clásico es una responsabilidad y un reto. Obras como La muerte de Virgilio (1958) de Herman Broch, Ulises (1922) de James Joyce o Doctor Faustus (1947) de Thomas Mann son ejemplos considerables de lo que menciono.
De tal suerte que Del Paso introduce este ingrediente al nombrar a Palinuro, piloto de La Eneida de Virgilio que es abandonado por la tripulación. Por su parte, los espectros de Joyce también son convocados, pues en este libro se intenta dar lugar a lo que en José Trigo sólo se asoma: la historia de amor de dos jóvenes. En el caso de su primera novela, Dulce Nombre y Guadalupe serán los amantes condenados al fracaso, en Palinuro de México, el personaje epónimo y su prima Estefanía. Sin embargo, en ésta los personajes correrán mejor suerte durante un largo trecho del libro, habrán de compartir las duras y las maduras, se enredarán en situaciones eróticas y hasta un tanto obscenas que hacen pensar irremediablemente en el humor de Joyce y su capacidad de picardía tan escandalosa para conciencias como las de Paul Claudel o Virginia Woolf. También las cantinas, la vida en aquella extinta Ciudad de México y en la Facultad de Medicina y el lenguaje tabernario tendrán un papel en la historia.
En Palinuro de México no hay una trama, tal como no la hay en Ulises de Joyce, sin embargo existe la posibilidad de leer todos los capítulos en un orden diferente, casi como si fueran pasajes independientes. El lector sentirá que a cada página la fuerte personalidad del narrador se impone constantemente. La historia de la medicina, el mundo de las agencias de publicidad, la vida cotidiana, los personajes históricos o literarios y la enumeración de distintos elementos se van acumulando como cuando se lee a un enciclopedista, a un estudioso infatigable, a un investigador de todos y cada uno de los elementos de la vida. Por otra parte, esta novela despliega una realidad mexicana muy distinta de aquella que algunos novelistas quisieran ver, donde el pasado prehispánico estaría vigente. En la obra de Del Paso este mito no está incluido; es un hecho que la vida del hombre del siglo XX en México tiene una relación con ese pasado, pero no es tan preponderante como creen los turistas. Es una realidad que para el mundo que representa Del Paso la modernidad ofrecía tantas experiencias, tantas situaciones que influyen en su devenir y que lo acercan a las problemáticas del año de 1968 en los distintos países donde hubo protestas estudiantiles como India, Francia o Estados Unidos.
A su vez, el lenguaje se conforma de distintas maneras, las frases son cada vez más complejas, mas no abstrusas o difusas; se trata de una obra donde el español estaría expuesto a una plasticidad que se encuentra en muy pocas novelas de todo el siglo XX. No necesita recurrir a sintaxis de otros idiomas a la manera de un pastiche que lo único que logra es ensombrecer el español, una lengua que tiende a la especificación e incluso a lo enfático por su afán de claridad —como diría Daniel Sada. En sus descripciones no se trata de una retahíla o enumeración caótica sin ton ni son: al contrario, el lector se sentirá fascinado por la cantidad de recursos lingüísticos con los que cuenta Del Paso para plasmar un mural.
En Palinuro de México ya es un novelista maduro, pero sobre todo se muestra como uno de los mejores prosistas que haya nacido en México. Para quienes el verso es considerado como el arte mayor del lenguaje, la prosa de Del Paso proporcionaría una experiencia inigualable ya que parece no perder por ningún momento su veta poética, un fuelle de donde sale una cantidad infatigable de metáforas, imágenes y símiles. No es exagerado afirmar que Del Paso logra una experiencia de la prosa muy aparte de su uso cotidiano. No se trata de llenar páginas para después jactarse de haber escrito un libro de grosor descomunal, pues la hondura de su prosa, la estructuración de las descripciones, las anécdotas y escenificaciones lindan con lo más ambicioso de un José Lezama Lima o un Alfonso Reyes. A veces se nos olvida que la importancia de autores consagrados como Cervantes o García Márquez estriba en gran medida en su estilo; Del Paso es uno de los más sólidos de la lengua y está entre ellos. Los hallazgos que consigue en el español, en México, sólo se podrán relacionar con una escritura clásica e innovadora debido a su tensión lingüística, su expresividad y capacidad imaginativa inigualables, por lo cual su escritura constituye un punto de referencia, una escritura clásica, pero innovadora.

Treinta años de noticias del imperio

En sentido estricto, Noticias del Imperio es la consecución de uno de los proyectos más ambiciosos que haya tenido la literatura en español. Por medio de una estructura que alterna los monólogos de Carlota de Habsburgo con fragmentos imaginativos que fingen ser históricos, debido a la investigación que las sustenta, la novela se erige como una catedral narrativa sólida y compacta. Retomando un aliento poético de gran vigor, Fernando del Paso da voz a Carlota, a Louis Bonaparte, a Maximiliano, a Juárez, a un hombre de letras de la época, al jardinero José Sedano y a una multitud que se aglomera en las páginas de esta obra, pero sobre todo, que constituye un coro de los hechos de aquella terrible intervención que sufrió México entre 1862 y 1867. Su aportación es tan destacable en el ámbito literario como en la historiografía, en lo lingüístico co-
mo en lo imaginativo, y su capacidad de investigación sólo es comparable con la entereza que se necesita para concluir un trabajo que se llevó a cabo durante diez años.
A pesar de estar involucrado en el ambiente literario de la Generación de Medio Siglo, que descartaba cualquier tinte nacionalista y se negaba a ver que en todo, hasta en el nacionalismo, se pueden encontrar matices, Del Paso supo rehuir la ilusión de ser un cronista objetivo de una intervención nada justa y absolutamente contraria a los intereses de los mexicanos. Así queda constancia en cada página de esta obra que aporta la mayor documentación posible acerca de los argumentos falaces de la alianza conservadora que, arguyendo deudas de México, intentó violar la soberanía de nuestro país. Asimismo, señala Del Paso que “los intelectuales y los políticos mexicanos, así los conservadores como los liberales, se pasaban la vida ofreciendo su país, o parte de él, a las potencias extranjeras” (Del Paso, Noticias del Imperio, Punto de lectura, México, 1987, p. 124).
Pero no es para espantarse, no es un libelo que asuste a los nostálgicos de lo que pudo ser la victoria de aquella intervención, sino un trabajo llevado a conciencia, a una conciencia lúdica —como ha señalado Carmen Villoro—, poética y, sobre todo, de una imaginación inusitada. Con guiños a las novelas mayores del siglo XIX, como Los miserables El Condede Montecristo, el narrador despliega un caudal de recursos avasalladores como la dramatización, la descripción geográfica, la reminiscencia erudita y la prosa de altos vuelos. En esta ocasión, más cercano a las novelas de Hugo o Dumas que a las de Joyce o Proust, a pesar de que el monólogo es de cuño joyciano o proustiano. La profundidad de la prosa evoca las páginas más sólidas y mejor terminadas del romanticismo francés o de la épica rusa; la presencia de la aventura, la representación de la ambición despiadada o la exhibición de lo peor de la Europa racista-imperialista tiene lugar en estas páginas. Con un proceso de escritura, fruto de una década de investigación, no nos podemos sorprender de que Noticias del Imperio también sea una obra maestra para los europeos, quienes la recibieron con sumo interés. Incluso, yo me preguntaría si un europeo habría de reunir tanta información y aun así no conformarse con crear simplemente un ensayo o un libro de historia, sino ambicionar, en cambio, una obra que mezclara la imaginación con la investigación.
Podemos dejar de lado algunos datos para centrarnos en que cada capítulo “histórico”, a los cuales Del Paso describe como “una fantasía” (Del Pasoop. cit.p. 129), es una nueva apuesta narrativa que se compone de fiestas de disfraces donde se fraguan invasiones; una lotería en la que las piezas con que se aparta el animal en el cartoncillo es una zirconia, una gema, una perla o un diamante; la descripción de la victoria de la batalla de Puebla y la repercusión anímica que tuvo en los mexicanos que se sintieron capaces de derrotar al invasor; el relato de la impotencia que sufrió José Sedano al saber que Maximiliano quería hacer de su esposa su amante y, lo peor de todo, que ella también lo quería; así como los interminables delirios de una Carlota que fuera contemporánea de Napoleón El Pequeño pero también de Charles Lindbergh, o que fuera una de las mujeres más acaudaladas del planeta hasta la fecha de su muerte en enero de 1927. Todos y cada uno de estos elementos forman parte de esta cumbre de la literatura.
No podemos dejar de lado el aspecto del trabajo de escritura infatigable que debió implicar una novela donde los demonios de Carlota pudieran lograr metáforas desmesuradas o mostrar lo más hondo del dolor al sentirse humillada por las innúmeras infidelidades de Maximiliano. Por su parte, Del Paso mantiene una sana distancia con la figura de Benito Juárez, aunque no regala un ápice a las urgencias de quienes quisieran ver en éste a una figura digna de escarnio. La frase “No mato al hombre, mato la idea” es puesta en contexto y todas y cada una de las acciones emprendidas por Juárez, como aquella de no rendirse porque la capital había caído, a pesar de que los invasores esgrimieran razones leguleyas para afirmar que así debía hacerse. Es difícil definir esta obra con unas cuantas ideas cuando uno sabe que de cada uno de sus numerosos aspectos se han emprendido tesis académicas.
Finalmente, tengo la certidumbre de que acudir a Noticias del Imperio, así como a Palinuro de México y José Trigo, ofrecerá al lector una de las experiencias literarias cruciales de nuestra época ya que condensan lo mejor de la literatura de los siglos XIX y XX.

Un inmenso edificio de palabras

2/Diciembre/2017
El Cultural
Fernando del Paso

Bartleby. Qué coincidencia, tantos días de pensar en Bartleby y me llega un artículo sobre este personaje de Herman Melville, el escritor norteamericano creador de Moby Dick. Bartleby fue el personaje de una novela corta, era un empleado que a toda orden que le daba su jefe le respondía: “I would rather not do it” —preferiría no hacerlo. Y es que aparte de la gran satisfacción que me dio cuando me dijeron que se creaba esta Cátedra a mi nombre, cuando me pidieron que dijera unas palabras el día de su creación, estuve a punto de responder: “preferiría no hacerlo”, pero ya que estoy aquí, lo haré. No me queda más remedio.
Hablar de la propia obra sin elogiarla es un ejercicio de modestia. Voy pues a ejercitarme dándole unos tips a quienes hablen de ella.
Cuando me preguntan ¿cómo comenzó a escribir? les digo: con la mano izquierda. Pero me llamaban tanto la atención en la escuela que acabé por hacerlo con la derecha, y la mano izquierda, en venganza, comenzó a dibujar.
Cada domingo esperaba yo con impaciencia que mi padre estuviese de humor para leerme los “monitos”: Pancho y Ramona, Tarzán, Cuquita la mecanógrafa, etc., etc. y eso me hizo aprender a leer rápidamente, de manera que yo entré directamente a la escuela a segundo grado de primaria.
Viendo mi entusiasmo mis padres me obsequiaron un ejemplar de las Las mil y una nochesque tenía más de trescientas páginas, a pesar de ser una edición censurada: sin adulterios ni sodomías, pero bastaban las historias de Aladino, de Alí Babá y otros cuantos para crear un mundo de fantasías interminable.
Un poco más adelante comencé a leer a los autores clásicos para mi época como eran Julio Verne, Salgari, Walter Scott y los fabulistas Esopo y Samaniego, ya para entonces, y con estas lecturas, me convertí en un asiduo lector infantil. Mi padre no tenía dinero para comprarme los veinte tomos de El tesoro de la juventud, pero me los prestó una prima, tomo por tomo, de modo que me vi obligado a leerlos todos, uno por uno, de la primera a la última página.
El deporte de mi adolescencia fue el beisbol, pero su práctica me dejaba suficiente tiempo para leer.
¿Ven ustedes por qué preferiría no hablar el día de hoy? No sé qué decir y me siento cohibido al pensar en un público tan selecto frente al que tengo más o menos que desvestirme para contarles sobre mi vocación. José Trigo, como lo dice la última página del libro, no es nada ni nadie, es sólo un inmenso edificio de palabras del cual yo fui
el único arquitecto y el único albañil, el mismo que fue colocando cada palabra, como se coloca cada ladrillo hasta acabar una complicada construcción monumental.
En aquélla época ya había yo conocido a un escritor colombiano llamado Antonio Montaña, ya fallecido hace dos años, esto me hace recordar a Juan de Dios Peza, que cuando su-po de la muerte de Ramón López Velarde escribió desde Nueva York: “Qué triste será la tarde cuando a México regrese sin ver a López Velarde”. Yo podría decir: “Qué triste será la mañana cuando a Bogotá regrese sin ver a Antonio Montaña”. Antonio era amigo del hispanomexicano José de la Colina y entre los dos se encargaron de ser mis guías en ese abigarrado mundo que es la literatura. Comencé a leer a William Faulkner, a James Joyce, a Julian Green y a muchísimos otros autores que me llenaron la mente de felicidad y fantasías. Me puse entonces a escribir: tenía yo veinte años.
Leí también un libro del autor inglés Ciryl Connolly: La tumba sin sosiego. Connolly era un crítico de literatura británico que tenía una columna semanal en un periódico inglés que firmaba con el pseudónimo de Palinurus. En La tumba sin sosiego nos dice que se han publicado demasiados libros, que cada autor debería proponerse escribir una obra maestra. Como no existe una receta para hacer una obra maestra, yo, convencido de los argumentos de Connolly, hice un libro muy gordo, acumulando palabras españolas y también algo de náhuatl. Mi admiración por el México prehispánico tiene que ver naturalmente con el hecho de ser sobrino nieto de Francisco del Paso y Troncoso, el hombre que inauguró el monumento a Cuauhtémoc del Paseo de la Reforma en la Ciudad de México, con un discurso en lengua azteca.
José Trigo es más que nada un libro con andamiajes prestados. Unos andamiajes se dieron por generación espontánea. Otros yo los añadí. Así, Luciano el líder es un Quetzalcóatl y Miguel Ángel, el Tezcatlipoca que lo expulsa del paraíso que hasta entonces era el escenario de la novela, La Cristiada. Está llena de alusiones bíblicas y en principio de cuentas aquél escenario está basado en la topografia mágica de esa parte de la Ciudad de México: el puente de Nonoalco se erige entre la tierra y el cielo: muy al oeste nos encontramos con las calles que tienen nombres de mares, como mar de Mármara, mar Mediterráneo y mar Rojo, siguen las calles que tienen nombre de árboles y vegetales, luego el puente y después del puente las calles que tienen nombre astronómicos como Marte, Venus, Sol, Luna, etc. O sea, el mar, la tierra y el cielo. Y esto no es invento mío. Tampoco lo que llamo “campamentos” que eran pueblos diminutos hechos con furgones y vagones abandonados, y hechos casa por ferrocarrileros viejos y jubilados. En la novela de José Trigo hay un Campamento Este y Campamento Oeste donde se realiza la acción.
Yo no soy Palinuro. Tomé este nombre del pseudónimo de Ciryl Connolly. Palinuro de México es una autobiografía de mentiras conjugada en varios tiempos verbales: el que fui, el que no fui, el que pude haber sido, el que yo creí que era y el que los demás querían que fuese. En ese libro reuní todas mis experiencias juveniles, mis deseos y mis frustraciones. Pero, insisto, yo no soy Palinuro.
Por último, Noticias del Imperio es quizás, de toda mi obra la más vulnerable. Un crítico avezado, o un psicólogo que conozca nuestra historia bien puede decir que la Carlota de mi novela no se parece a la Carlota histórica. Y quizás podría tener razón. Pero desde ahora quiero decir que eso no me importaría: yo me enamoré del personaje real desde que comencé a documentarme y me porté con ella como un macho: la violé varias veces cuando era una adolescente y ya vieja y loca, mamé de sus pechos. Sentí por ella una gran ternura —también por Maximiliano— y descubrí que ambos habían sido embaucados en una aventura que los iba a perder para siempre. También Benito Juárez cayó en la trampa, pero él salió indemne.
Dije que hubiera preferido no hablar el día de hoy. Pero ya lo hice y sólo me resta expresar mi agradecimiento profundo a la institución y las personas participantes en la creación de ésta Cátedra.
Muchas gracias queridas amigas Patricia Rosas, Carmen Villoro, Anayanci Fregoso y Luz Elena Martínez Rocha. Muchas gracias a ti, Héctor Iván, por tu presencia y por inaugurar la Cátedra que tiene orgullosamente mi nombre. Y muchas gracias a todos aquellos que llevarán adelante su existencia y sobre todo muchas gracias a la institución que la ha creado: la Universidad —mi universidad— de Guadalajara y su rector general Izcóatl Tonatiuh Bravo Padilla.