domingo, 1 de mayo de 2016

Capote: ni literatura ni periodismo se escriben a sangre fría

1/Mayo/2016
Confabulario
Omar Nieto

Si bien el llamado periodismo narrativo tiene su origen en la crónica literaria del siglo XIX,
el término Novela de No Ficción, acuñado por Truman Capote, tiene otra connotación: la
intención de acomodar hechos reales en una estructura dramática que altere lo menos
posible la verdad proporcionada por la fuente real.

El mismo Truman hizo la distinción en una entrevista concedida a George Plimpton
en 1966, en la que se desmarca de escritores-periodistas como John Hersey (autor de la
primera gran crónica de la bomba atómica), Tom Wolfe, Norman Mailer, e incluso de
Oscar Lewis quien en Los hijos de Sánchez explora la violencia de una familia de la zona
de Tepito en la Ciudad de México.

De ellos, le expresó a Plimpton: “El libro de Oscar Lewis es un documental, un
trabajo de edición de las grabaciones, sin embargo, hábil y conmovedor, pero no un escrito
creativo. Hiroshima (de John Hersey) es creativo –en el sentido que Hersey no está
extrayendo algo fuera de la grabadora y editándolo-, pero no tiene nada que ver con lo que
estamos hablando. Hiroshima es una pieza de estricto periodismo clásico. Si te refieres a
James Breslin y Tom Wolfe, y todo ese grupo, ellos no tienen nada (o no en el sentido del
periodismo creativo que suelo usar). La novela de no ficción no debe confundirse con la
novela documental”.

Dicha entrevista, realizada un año después de la publicación de A sangre fría, deja
ver que en Mailer y Wolfe la intención siempre fue renovar el periodismo, mientras que en
Capote fue transformar la literatura, para lo que creó un híbrido. Mailer llamó a esta
posibilidad “novela como historia” y Wolfe “nuevo periodismo”. En cambio, Capote la
bautizó como “novela de no ficción”. Si bien los tres buscan usar las técnicas de la ficción
para dar forma a la realidad sin deformarla, en el caso de Capote la intención siempre fue,
insisto, replantear la manera en la que se hacía la literatura. Como dice el escritor español
Antonio Cózar, en el Nuevo Periodismo de Wolfe las historias se leen con interés, pero no
dejan huella, “te transportan pero vuelves intacto; no hay transformación ni en los
personajes ni en los lectores”. En Capote, no hay forma de salir ileso.
Truman entendió a la perfección el problema de trabajar con datos verificables e
intentó caminar en sentido contrario a sus contemporáneos, a pesar de que contaba con la
admiración de Mailer, quien lo consideraba “el escritor más perfecto de mi generación. No
le cambiaría ni dos palabras a Desayuno en Tiffany´s”. Pero el plan de Capote no era el
planteado en esa novela.

Capote buscó, quizá, algo más acorde a su propia vida. Nacido en Nueva Orleans, el
autor de A sangre fría vivió una infancia infernal. Abandonado una y otra vez por su madre,
Lillie Mae, que había sido Miss Alabama pero quien no gozaba de buena reputación,
Truman se vio forzado a presenciar sus furtivos encuentros amorosos con hombres que no
eran Arch Persons, su padre, quien a su vez también era una ficha: desobligado, estafador y
alcohólico. Antes de embarazarse, Lillie Mae se había inscrito en una escuela de negocios,
pero el embarazo la hizo renunciar a sus sueños. Persons le pidió que abortara pero ella se
negó. El 30 de septiembre de 1924 nació Truman Streckfus Persons, pero su niñez no sería
para nada luminosa.

Arch y Lillie vivían en hoteles y por las noches, antes de salir, lo encerraban con
llave. “Era una pesadilla diaria. Tenía miedo de que nunca volvieran. Recuerdo mi infancia
como un estado permanente de tensión y miedo”, confesó Truman en una entrevista. “Mi
madre me encerró con llave, y jamás he logrado salir”, agregó.
Cuando los padres de Truman se divorciaron, Arch aseguró que Lillie había tenido
por lo menos 29 relaciones extramaritales. Cada que su madre se iba con sus amigos,
Truman pensaba que se lo llevaría consigo y así el ritual del abandono se repetía siempre.
“Al cabo de tres o cuatro días, se iba. Yo me plantaba en medio de la carretera, viendo
cómo su Buick negro se hacía cada vez más pequeño”. A tal grado llegó su soledad que una
vez se bebió un frasco entero de perfume que su madre olvidó. Su vida cambió hasta que
José García Capote, hijo de un coronel español, conoció a Lillie Mae en Nueva Orleans, y
vivieron juntos, dándole su segundo apellido a Truman.

No es descabellado pensar que por esa razón Capote sentía un pasado en común con
Perry Smith, el asesino de la familia Clutter, víctimas de A sangre fría. Ambos compartían
una vida de abandono y maltrato. “Es como si Perry y yo hubiéramos crecido en la misma
casa, pero yo salí por la puerta de enfrente y él por la puerta de atrás”. Por si fuera poco, el
otro asesino, Richard Eugene Hickock, también compartía esa visión del mundo. Las
últimas palabras que pronunció antes de ser ejecutado el 14 de abril de 1965, fueron: “Sólo
quiero decir que no les guardo rencor. Me envían a un mundo mejor de lo que éste fue para
mí”.

Imposible hacer periodismo puro con eso. Es evidente que el interés por retratar la
vida de los asesinos en toda su complejidad está más cerca de la literatura que de la ética
del periodismo. Y es que en la literatura no hay buenos ni malos. La sociedad entera es la
expresión de la condición humana. Y justo para adentrarse en ella, Capote dotó a sus
personajes de profundidad. “Yo me pasé seis años haciendo A sangre fría, y no sólo
conocía a las personas sobre quienes escribía, sino que las conocía mejor de lo que he
conocido a nadie”, como lo refirió en una entrevista. Y no sólo eso, Capote se entrenó años
para recordar conversaciones sin tomar notas. Sus amigos le leían cualquier cosa y era
capaz de transcribirlo con un “92 por ciento de aciertos”.

El 31 de diciembre de 1965, el reportero Harry Gilroy de The New York Times, le
preguntó cómo había conseguido aquel efecto literario sobre una investigación
eminentemente periodística. Truman le dijo que había tenido que cambiar de visión.

Abandonó la comodidad de su vida de glamour y celebridad para interesarse en lo que
pasaba en las profundidades de la sociedad norteamericana de los años cincuenta. Le
preocupó ver que los escritores se retraían a la esfera privada. Antes de A sangre fría,
“estaba muy obsesionado con mi propia imaginación”, le dijo a Gilroy. Entonces decidió
“vivir más en el mundo en el que otra gente vive”. Se obsesionó con la suma de detalles,
implicaciones y aristas. Y lo hizo aunque le llevara más tiempo del programado para fines
en estricto periodísticos. “Pase lo que pase debo seguir con el libro. Supongo que sonará
pretencioso, pero me siento en la obligación de escribirlo, aun cuando los materiales que
barajo me dejan cada vez más exhausto y paralizado, por no decir horrorizado. Cada noche
tengo pesadillas”.

Tal fue su pasión que uno de los encuentros con Perry Smith en la Prisión Lansing,
le derivó en un colapso nervioso. De regreso al hotel, Truman perdió el conocimiento.
“Todo era real por exceso de realidad”, anotó en su diario. Sin embargo, la experiencia le
llevó a reflexionar en la idea de “realidad reflejada”, uno de los ingredientes fundamentales
de la poética del realismo capotiano. “Todo arte consta de detalles selectos, bien sean
imaginarios o como en el caso de A sangre fría, una destilación de la realidad”, dice
Eduardo Lago, profesor de Literatura Contemporánea en el Sarah Lawrence College de
Nueva York.

De ahí que el efecto de profundidad que dio Capote al pueblo de Holcomb, a Perry y
a Hickock, escapaba a la inmediatez de lo periodístico para adentrarse más en lo literario.
Así se lee en Conversaciones con Capote, de 1985: “No escogí ese tema porque me
interesara mucho. Fue porque quería escribir lo que yo denominaba una novela real, un
libro que se leyera exactamente igual que una novela, sólo que cada palabra de él fuese
rigurosamente cierta… me dediqué a aquel crimen oscuro en aquella parte remota de
Kansas porque me dio la impresión de que, si lo seguía de principio a fin, me
proporcionaría los ingredientes necesarios para llevar a cabo lo que sería una hazaña
técnica”.

En otras palabras, Capote vio en aquel terrible caso, “un experimento literario cuyo
tema elegí… porque convenía a mis propósitos literarios”.
Pero A sangre fría no fue la primera obra de no ficción que tuvo esa intención.
Nueve años antes en Argentina, Rodolfo Walsh, desplegó también una profunda
investigación periodística narrándola con las más precisas técnicas literarias. Es decir, otro
híbrido. Operación masacre, publicada por partes en el diario Mayoría en 1957, narra la
forma en la que cinco personas son fusiladas a sangre fría por el régimen militar que en los
años cincuenta derrocó ilegalmente al peronismo. Walsh fue llamado “el anti-borges” por
su intención de desnudar a la sociedad argentina, actitud equidistante de la del autor de El
Aleph, aunque Ricardo Piglia lo ubique justo con Borges, Kafka y Brecht.

Al analizar Piglia la forma en la que Operación masacre está contada, da con la
clave de por qué los autores de no ficción no sólo son investigación y periodismo en estado
puro. En Operación masacre, dice Piglia, “Walsh hace ver de qué manera podemos mostrar
lo que parece casi imposible de decir… El estilo sería ese movimiento hacia otra
enunciación, una toma de distancia respecto de la palabra propia”. Más aún, la operación
“política” de Walsh consiste según Piglia en “introducir un nueva perspectiva -un encuadre-
que permite ver de modo diferente lo real”. Algo muy parecido a lo planteado por Capote.

El escritor Emmanuel Carrère lo consiguió también en El adversario, un libro de no
ficción en el que se cuenta la historia de Jean-Claude Romand, supuesto médico francés
quien el 9 de enero de 1993 asesinó a su esposa, a sus dos pequeños hijos, y luego a sus
padres, convulsionando a la opinión pública europea. Carrère, quien ya tenía como Capote
una carrera sólida dentro de la ficción, con cinco libros publicados y un premio literario, se
interesó en el caso, narrándolo como en “el famoso ejemplo de Truman Capote”.

En una entrevista con el editor y periodista peruano Diego Salazar, Carrère
arremetió contra la literatura de sólo imaginación –tan en boga en México–, cuestionando la
forma en que la crítica enfrenta la lectura de un libro de este tipo. En la entrevista con
Salazar, Carrère asegura que “parece que hay gente que no está dispuesta a entender que se
puede escribir algo que sea verdad, que hay mucha gente que hace una conexión directa
entre ´literatura´ y ´novela´, que considera que la literatura sólo puede ser ficción”. Lo
anterior, luego de que una colega suya le preguntó cuánto tiempo se había llevado en la
investigación de un tsunami relatado en uno de sus libros. Estupefacto, Carrère le dijo que
no era una recreación o invención, que él había estado ahí con su esposa y sus hijos cuando
ocurrió.

Asimismo, cuando en octubre de 2015 le otorgaron el Premio Nobel a Svetlana
Alexievich, en México se desató una polémica: ¿darle el máximo galardón literario a una
periodista de formación? En seguida surgieron los juicios categóricos de quienes aman los
géneros puros, uno de ellos publicado en el periódico El Economista en el que se leía:
“Absurdo el Nobel para Svetlana Alexievich”, “la Academia Sueca confunde el empirismo
con la ficción”, actitud purista que no tiene cabida ya en el siglo XXI.

En una entrevista, Svetlana dijo estar consciente de que con obras como Voces de
Chernobil había creado un nuevo género literario, la novela de voces, luego de haber
entrevistado a más de 500 personas a lo largo de 10 años. “Me gustaría pensar eso, que es
un nuevo género. No es una simple narración y, aun siendo todo no ficción, está más cerca
de la literatura que de otra cosa”. Y concuerdo. Sigo pensando que los límites genéricos en
el arte cada vez serán más delgados y menos reconocibles, y ese será el aporte del nuevo
milenio.

Capote fue el mejor ejemplo de ello. Pero eso no se consigue a sangre fría. Diez
años después de haber publicado en septiembre y octubre de 1965 los primeros cuatro
capítulos de In Cold Blood, con el título de “Annals of Crime-In Cold Blood”, Capote
intentó trazar la misma ruta con “Handcarver coffins: a nonfiction account of an american
crime”, donde narra otro crimen ocurrido en un pueblo del oeste de Estados Unidos, pero
ya no tuvo el efecto anterior, quizá porque de todas sus obras sólo A sangre fría lo había
podido regresar a su infancia. “Nadie sabrá jamás cómo me vació ese libro”, dijo en una
entrevista. “Se puede decir que me asesinó. Antes de empezarlo era una persona
relativamente estable. Después, algo cambió en mí para siempre”.

Capote aportó un género híbrido pero no sólo para solazarse estéticamente. Es
probable que un cruce de géneros le habría representado la posibilidad de abordar los dos
infiernos que veía: el de una sociedad ideal que comenzaba a caerse a pedazos, y el de su
propia vida, que formaba parte de esa misma decadencia. Estoy seguro que ni la novela
puramente ficticia ni el sentido fugaz del periodismo habrían sido capaces de apagar esos
fuegos, porque la pureza no tiene cabida en un mundo atroz. Y es que en él ni el periodismo
ni la literatura pueden confeccionarse como entes etéreos o superfluos, menos aún,
escribirse a sangre fría.

Paradiso en su laberinto

1/Mayo/2016
Confabulario
Arturo Arango

Paradiso, la gran novela de José Lezama Lima, ha cumplido medio siglo y nadie parece
recordar el nacimiento de una de las obras más fastuosas, desbordadas, complejas, que
se ha escrito en idioma español.

De acuerdo con el colofón de su edición príncipe, sus cuatro mil ejemplares se
terminaron de imprimir el 16 de febrero de 1966, y fue publicada bajo el sello de
Ediciones Unión, con diseño y cubierta de otro gran poeta y pintor cubano, nacido en
Zacatecas: Fayad Jamís. A partir de ese momento, ese enorme cuerpo textual que se
extendía por 617 páginas comenzó a recorrer un intrincado camino cuyos recodos se
extienden hasta hoy.

Según relata Cintio Vitier en la “Nota filológica preliminar” a la edición crítica
preparada para la Colección Archivos de la UNESCO, en 1988, las más de setecientas
erratas que aparecen en el libro de Unión disgustaron profundamente a Lezama. El
manuscrito de Paradiso abarca varios cuadernos, que fueron mecacopiados con poco
rigor para su viaje hasta la imprenta, lugar donde los linotipistas añadieron cuantiosos
errores sin que corrector alguno los advirtiera. Tampoco Lezama.

Julio Cortázar (uno de los primeros en celebrar la novela, en el mismo año 66) y
Carlos Monsiváis se encargaron de cuidar la preciosa edición de Era, aparecida en
México a mediados de 1968, también de cuatro mil ejemplares. En la cubierta, una obra
de René Portocarrero, gran pintor cercano al universo del grupo Orígenes, anticipaba el
universo habanero que el lector encontraría en aquellas páginas que Lezama celebró, en
carta a Monsiváis, por su “impecable edición”. El trabajo realizado, dice el autor de
Muerte de Narciso, “hace posible que se pueda leer Paradiso sin el sobresalto de las
erratas, esos piojos de las palabras, como decía Flaubert”.

Esta edición de Era fue considerada como canónica hasta 1988. Además de
reimprimirse en siete ocasiones, de ella partieron las traducciones al francés, inglés,
italiano, polaco y alemán, y otras dos en español: las de Aguiar, en México, de 1975, y de
Cátedra, Madrid, en 1980 (de nuevo, tomo las informaciones de la “Nota…” de Vitier).
Hasta aquí todo parece ir bien, salvo por un detalle: la edición de Era contiene
más erratas que la de Unión (casi novecientas), según descubrieron Vitier y su equipo
cuando emprendieron el cotejo de los originales contenidos en manuscritos, los
capítulos aparecidos en la revista Orígenes (seis, entre 1949 y 1955), y estas dos
ediciones de 1966 y 1968.

Estos desaguisados no pueden comprenderse sin una aproximación, ya sea
mínima, a la personalidad de Lezama. Obeso, asmático, lector insaciable desde su
niñez, al parecer era menos dado al rigor editorial que a la confianza en sus amigos. En
carta a Didier Coste, traductor al francés de la novela, asegura que las erratas de Era
deben ser pocas, “dado el cuidado con que se hizo”. Antes, dice que la enviada a la
editorial Seuil “está revisada cuidadosamente por mí”, pero luego recuerda que
aconsejó se trabajara a partir de la mexicana, “aunque yo no la he leído, pues la revisión
de la misma me fatigaría”. De acuerdo con el cotejo del equipo a cargo de la edición
crítica de Archivos de la UNESCO, Lezama sólo corrigió, de su puño y letra, 225 erratas
de la edición príncipe cubana.

Pero quizás esto no sea lo más importante. Lezama gozaba de un metabolismo
cultural ilimitado y se sabía, por encima de todo, un fabulador (jamás un académico).
Todo lo leído, lo escuchado, lo visto, se trasmutaba, se adecuaba a su prosa, de manera
que toda cita, toda comilla abierta y cerrada da cuenta de frases, ideas, nombres de los
que su memoria y su imaginación se habían apropiado para readecuarlas, insertarlas,
hacerlas partes de ese cuerpo verbal fabuloso e inatrapable que está no sólo en
Paradiso sino en toda su obra poética y ensayística.

De esa apropiación no se escapaban las leyes gramaticales. No conocí
personalmente a José Lezama Lima, pero he contado con decenas de amigos que
conversaron con él, o conversaron con quienes conversaron con él, y se empeñan en
imitar, con menor o mayor fortuna pero siempre con las mismas pausas, su hablar
sincopado por la falta de aire: síncopas que en su prosa toman la forma de comas.
Parte del trabajo realizado por Cortázar y Monsiváis, al cuidar la edición de Era,
fue normalizar la prosa, limar esos desajustes entre la mecánica gramatical y las piezas
del lenguaje que Lezama hacía encajar a su antojo, guiado por leyes absolutamente
personales que, de ninguna forma, eran ajenas a la cosmovisión que da coherencia a un
corpus dominado por la poesía. Lo más valioso de la labor cumplida por sus amigos
argentino y mexicano fue, de acuerdo con Vitier, la corrección de los nombres propios
citados por Lezama.

Si la vida editorial de Paradiso fue luminosa, y las erratas no impidieron que
fuera reconocida como una obra cumbre, el destino de su autor en Cuba no corrió igual
suerte. Católico en un país cuyo gobierno se proclamaba ateo, homosexual en un
contexto de profunda, raigal homofobia, los ataques de que venía siendo objeto desde
inicios de los 60 (los primeros, salidos del suplemento Lunes de Revolución) se
hicieron más radicales luego de la aparición de esta novela, sobre todo por el
celebérrimo capítulo VIII, en el que Farraluque, personaje “con una cara tristona y
ojerosa, pero con una enorme verga”, va prodigando placeres domingo tras domingo
sin importar edad o sexo de quienes lo reciben.

Condenado a la marginación oficial en medio de los años de mayor
intransigencia ideológica; protegido, en cambio, por la Casa de las Américas (de donde
recibía un salario mensual como investigador), murió el 9 de agosto de 1976 sumido en
el ostracismo, aunque no en el olvido.

Una vez aliviado en Cuba ese período de dogmatizaciones, su figura, su obra, no
tardarían en recibir merecido reconocimiento y cuantiosos homenajes. Lezama fue la
figura cimera de la literatura cubana en los 80.

La presentación del Paradiso de la Editorial Letras Cubanas, en 1991, acto al
que cientos de personas, sobre todo jóvenes, acudieron a comprar ejemplares de la
novela, es reveladora de varios síntomas. Ante todo, que Lezama estaba de moda.
Luego, está la existencia misma de esos lectores potenciales que, al menos, conocían la
importancia del libro y eran atraídos por su fama ambigua (una gran novela que en su
momento fue condenada). Quedaría por conocer cuántos de ellos alcanzaron el párrafo
final y comprendieron el sentido de la voz que dice a José Cemí (nuestro protagonista):
“podemos empezar”. Por último, ese inusual acto multitudinario pudo marcar el
comienzo del declive para el “período Lezama” en la literatura cubana.

A cuarenta años de su muerte, a treinta de los años en que era omnipresente y
todo era atravesado por el humo de su tabaco, cabría preguntarse por qué el silencio
que se extiende hoy sobre esta obra. Al conmemorarse el centenario de Lezama, en
2010, José Manuel Caballero Bonald auguraba: “El autor cubano no pertenece a otra
escuela que a la que él creó y se extinguió con él, una vez cumplida su difícil y
espléndida heterodoxia artística” (http://elpais.com/diario/2010/11/27/babelia/1290820362_850215.html).
En el caso de Lezama, tal vez sea saludable que no cuente con descendientes
literarios, al menos en lo más visible, en lo más superficial. José Soler Puig, otro gran
novelista cubano cuyo centenario se está celebrando, confesaba haber copiado a mano
Paradiso como entrenamiento literario. Esas huellas se pueden rastrear en la que
considero la novela mayor de Soler, El pan dormido, pero digerida en una oralidad
donde el habla popular cubana resplandece desde lo cotidiano. Otros que quisieron
imitarlo sólo alcanzaron a gestar catálogos indigeribles de citas y metáforas.
Paradiso pertenece a la estirpe de obras que hoy van a contracorriente, en un
mundo donde las personas damos cada vez menos tiempo a los libros y más a las
pantallas. ¿Cuántos lectores no académicos encuentran en nuestros días Terra nostra,
de Carlos Fuentes, o Yo, el supremo, de Augusto Roa Bastos, obras magnas que se
sostienen en los juegos, recreaciones e insubordinaciones del idioma? Incluso, novelas
más narrativas, pero que exigen de un lector tan aplicado como activo (Rayuela, de
Cortázar, Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábado, o Bomarzo, de Manuel Mujica
Laínez), van quedando destinadas a estudiantes de Letras o estudiosos.

Al cabo del tiempo, parece más fácil citar Paradiso que leerlo: un
empobrecimiento que hubiese entristecido más que las erratas al hombre de letras
absoluto que fue José Lezama Lima.

Amistades peligrosas

1/Mayo/2016
Confabulario
Huberto Batis

Los amigos de la facultad de otras carreras me llevaron a conocer y hacer amistad con
otros, en especial con los que trabajaban en el área de Difusión Cultural de la UNAM.
Alicia Pardo, secretaria de Jaime García Terrés, fue especialmente benefactora conmigo
porque me daba tips. Incluso me llevó a su casa, donde me presentó a su hermana y a sus
sobrinas, una de ellas, guapísima. Alicia Pardo era también secretaria del poeta Max Aub y
su hermana era secretaria del rector Ignacio Chávez. Cuando el nuevo rector Javier Barros
Sierra me nombró encargado de la Dirección de Publicaciones, me la llevé de secretaria;
era muy eficiente y me tenía informado perfectamente de todo. Ahí freceunté a Juan
Martín, a Carlos Valdés, a José Emilio Pacheco, a José de la Colina y a Juan García Ponce,
a quien vi por primera vez en el Centro Mexicano de Escritores, cuando fue por Luisa
Josefina Hernández, su maestra en la UNAM.

El ambiente de Difusión Cultural era muy cordial, lleno de visitantes, artistas,
pintores, escritores. En una ocasión encerramos en un cuarto a José Emilio Pacheco con
Cristina. Le dijimos: “No los dejamos salir hasta que te la cojas”. Acabaron casados: el
intelectual y la secretaria, estudiante de la Facultad de Filosofía, creo que de la carrera de
Historia.

A Pepe de la Colina lo empecé a ver mucho en casa de Enrique Alatorre, en donde
vivió un tiempo. Íbamos mucho al cine y comentábamos las películas. Me acuerdo que
vimos Vidas rebeldes, con Marilyn Monroe, en la que el personaje interpretado por Clark
Gable se dedica a atrapar caballos salvajes. Cuando Marilyn se entera de que la finalidad es
convertirlos en comida para perros y gatos enlatada, se pone muy triste y se declara en
huelga. Pepe de la Colina decía que los caballos eran los países latinoamericanos y que
Clark Gable era el testaferro del imperialismo. Discutimos mucho ese comentario que me
parecía politizado en demasía.

Siendo mi amigo cercano, De la Colina y yo hemos discutido y peleado toda la
vida. Hemos compartido trabajo en la coordinación del suplemento de El Heraldo de
México, con Luis Spota, como jueces en el Concurso de Cine Experimental y en el
suplemento sábado con Fernando Benítez. Eso pasó muy poco tiempo porque se separó de
unomásuno y se fue con Eduardo Lizalde a fundar un suplemento en EL UNIVERSAL, de
donde salió poco después para irse al Semanario Cultural de Novedades, donde estuvo más
de veinte años. Entre sus colaboradores estaba Juan José Reyes, puntualísimo y excelente
colaborador.

En una ocasión en el Palacio de Bellas Artes me calló: “¡Ya apúrate! ¡No tenemos
tiempo para tus chismes!”

Los banquetes con García Ponce
Con Juan García Ponce y Juan Vicente Melo hicimos muchas actividades en la Casa del
Lago: funciones de teatro con Juan José Gurrola, series de conferencias temáticas,
exhibiciones de pintura, cineclubes y muchas conferencias. Casi vivíamos en la
Universidad en las mañanas y en las tardes y noches en la Casa del Lago. Ahí comenzó una
amistad con Juan que iba a durar toda mi vida hasta el día de su muerte.

Acostumbrábamos ir a cenar con él una vez a la semana, a veces con amigos pero
casi siempre con mis compañeras, sobre todo Patricia González, por más de cuarenta años.
El miércoles era sagrado. Yo contribuía con vino y a veces con manjares, pero Juan nos
preparaba exquisiteces yucatecas que doña Monina, su madre, le enseñó a cocinar a sus
empleados. En esas cenas bebíamos martinis exquisitos, muy fuertes, ginebra pura helada
con un gotita de Vermut. Eran famosos los martinis de Juan. Heredé su receta, que consistía
en poner unas gotas de Vermut en una vasija y luego tirarlas. Después se añadía la ginebra
helada en el congelador con una aceituna: Shaken, not stirred, como James Bond.

Recuerdo con gula la cochinita pibil, el queso relleno, el cazón y el pescado
encebollado en frío. En una ocasión llevé conejo y me fui a otro compromiso ineludible.
Regresé a comerme mi conejo. Ahí estaba Manuel Felguérez, quien me reprochó que
llegara tarde y que pidiera la cena. Juan le respondió: “¡Pendejo, los conejos los trajo
Huberto!” Por supuesto no faltaban los panuchos, los salbutes, la sopa de lima y
ocasionalmente faisán y venado: todo acompañado por dos botellas de vino tinto, Rioja casi
siempre.

A las dos o tres de la mañana nos íbamos a dormir bien servidos. Pero lo más
importante era la plática siempre literaria, comentando libros recientes o lo que Juan estaba
escribiendo o traduciendo. También me tocó compartir mesa con invitados notables como
José Bianco, Humberto Moreno-Durán, Alejandro Rossi, etc. Naturalmente recibía un baño
de agua helada cuando me hacía sus críticas al suplemento sábado, que yo dirigía. A sus
hijos Juan y Mercedes García de Oteyza les construyó un piso arriba de su casa, que había
diseñado su hermano Fernando. Tenían una escalera interna como de estación de bomberos:
un tubo.

A Juan le tenían que dar de comer en la boca. Tenía una sirvienta veracruzana,
Eugenia, que le ayudaba a comer, que siempre estaba presente en las reuniones y a la que le
decía: “Usted es invitada de piedra; no hable”. Pero también tenía una asistente a la que le
enseñó tanto que le adivinaba el pensamiento. Era zacatecana, muy guapa: Angelina García
Jasso. A ella la enseñó a usar incluso zapatos de tacón alto y vestidos generosamente
escotados por el frente y por la espalda, y con la falda abierta, dejando ver la pierna.

Recuerdo haber visto una escena que parecía una Pietà de Miguel Ángel: ella lo
tenía recostado después de darle un baño y lo secaba mientras lo tenía abrazado. Luego le
enseñó a manejar y a llevar sus cuentas bancarias. La convirtió en una ayudante
imprescindible. Nadie sabía darle de beber martinis a Juan. Si no le atinabas te decía:
“¡Pendejo!”

Las únicas que sabían hacerlo eran Angelina y Eugenia.