domingo, 27 de marzo de 2016

La literatura como posibilidad de ser feliz

27/Marzo/2016
Confabulario
José Homero &Rafael Antúnez

Juan Vicente Melo (1932-1996), miembro de la segunda promoción literaria encargada de la Revista Mexicana de la Literatura, generación cuya denominación oscila entre el nombre que alude a su responsabilidad dentro de esta revista y el apelativo que implica su participación en las actividades de la Casa del Lago —que Melo dirigió a mediados de la década de los sesenta—, es uno de los grandes escritores mexicanos de la segunda mitad del siglo XX y el más hermético y menos conocido. De herencia breve, su obra está impregnada de una actitud romántica. Algunas de sus obsesiones más notorias emanan de esa tradición —su novela favorita era Cumbres borrascosas—; otras de la novela gótica y la sicológica, no exenta de toques kafkianos, con asimilaciones de la novela francesa tan en boga durante los cincuenta y los sesenta: Julien Green, Marguerite Duras.
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Escritura de instantes, la de Juan Vicente Melo es un combate con la realidad, con sus códigos, sus prohibiciones y las consecuentes violaciones. De naturaleza proteica, sus personajes recurren a la memoria como única forma de asirnos a la existencia, en una zona donde sueño y realidad se entreveran, se convierten en la franja donde el narrador pasea su mirada, su voz, y nos señala: “Esto fue lo que vi”, como para advertirnos que el mundo no es más que una visión y la literatura, la traducción de una imagen a palabras en continua fuga. A veinte años de su muerte lo recordamos con esta entrevista realizada por José Homero y Rafael Antúnez en el departamento de Melo en Veracruz. Una parte de esta larga entrevista apareció en Textual, en mayo de 1991.
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¿Qué relación hay entre la mirada y la escritura? Tú has dicho: “veo e invento”.
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Yo creo que bautizar, inventar, crear, nombrar por primera vez las cosas, es producto de la mirada. Siempre y cuando sea la mirada que esté impregnada de una gran pureza, de inocencia, no de ingenuidad.
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En tu autobiografía dices que al perder la inocencia perdiste el don de adivinación.
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Cuando se pierde no esa facultad, sino ese don divino, ese milagro, es que se ha perdido la inocencia, no contaminada de ingenuidad.
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¿Esta mirada tendría que ver con la imaginación?
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En La obediencia nocturna hay esa pérdida de la inocencia relacionada con la pérdida de la infancia. Es decir, con el paso de una infancia a una adolescencia, a otra sabiduría. La sabiduría de los otros, de los demás.
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¿Qué representaba para ti el poder adivinar números?
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Representaba el poder ser Dios, el poder de nombrar las cosas por primera vez.
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¿Crees que el nombre implique en sí mismo un destino, una fatalidad?
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Claro. Y nada más se puede dar en el individuo que está previsto, que va a ser el elegido. En principio quería que el protagonista de una historia dada (sobre todo de: “quiero ser la otra persona”), era que el autor del texto fuese el que determinara que eso iba a pasar. En los textos en los que actualmente estoy trabajando, entre los que está “Tranvía con vista al mar”, lo que quiero es que haya una rebelión de los personajes. No es una novedad, ni quiero que lo sea. Esta rebelión es contra Dios y contra ese poder mágico, divino. Y, al mismo tiempo, va a haber un desasosiego por haber perdido esa facultad, ese don de hacer el milagro, por una culpa que quién sabe cuándo ha sido cometida, o si existió algún pecado por el cual tenga uno la culpa. Porque el único pecado cometido es el que uno no ha cometido, el que origina la expulsión del paraíso; es decir, el término de la niñez, el fin de la inocencia, la pérdida de la facultad de hacer el milagro, de nombrar las cosas.
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¿La mentira sería un conjuro para realizar nuevos milagros? En tu autobiografía asocias el descubrimiento de tu vocación de escritor con tu amor por la mentira.
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Sí, yo creo que sí. Hay una contradicción que, al mismo tiempo, es también un complemento: amor-desamor, verdad-mentira, vida-muerte.
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Por lo que cuentas, al final de tu autobiografía, en La rueca de Onfalia ya había indicios de esa rebelión de que nos hablas.
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Sí. Al final de un cuento que acabo de terminar (se llama “Albatros oxidados”), después de varias correcciones, relecturas y demás, al final el “yo narrador” se va de la casa y entonces lo persigue la voz de la señora que está en la casa y le dice: “dejen la puerta abierta para que entre un poco de aire fresco, para que se lleve toda esta peste que ha dejado ese señor (el “yo narrador”), porque huele a mierda”. Él ha dejado inundado todo con ese olor.
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Yo había puesto primero: “dejó todo apestoso”, pero se me hizo que el “yo narrador” perdía un poco de importancia, de fuerza, y que ya no era capaz de hacer el milagro. Ahora, el milagro está, porque si no existiera ese “yo narrador”, los otros personajes no existirían. Ese es un don milagroso.
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¿Por qué la única realidad posible es aquélla en la que se puede conciliar el yo que soy yo, con el yo que es otro?
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La voluntad de creación, la apoteosis de la inocencia, está dada por una realidad que solamente puede ser verdadera si existe ese “yo narrador”; para mí, resulta intolerable.
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¿Ese “yo narrador” vendría siendo igual al niño de tu autobiografía?, ¿el que puede controlar la atención de los otros, que cuenta historias, que adivina el número de los tranvías, que puede hacer que el mundo gire a su alrededor?
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En “El verano de la mariposa”, el mundo va a girar alrededor de la señorita Titina cuando ella nombra las cosas como si fuera Dios, nombra las cosas por vez primera y a todo le pone su nombre: Titina.
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¿La mentira sería también una forma de creación?
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Sí, yo creo que sí. En esa aparente contradicción —que es un complemento—, entraría la verdad y la mentira como una forma de decir sí y no.
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¿Crees que el universo haya sido creado por la mentira?
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Por esa contradicción de verdad-mentira. Pero siempre y cuando en la creación del universo exista un ser creado a imagen y semejanza del “yo narrador”.
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¿Tus personajes son a tu imagen y semejanza? 
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Sí, claro. Los personajes, en principio, están en contra del ordenamiento, de ese volver al orden primigenio, sin embargo es lo que buscan. La imposibilidad del amor se terminaría en ese orden. Va a cesar la búsqueda del amor, de Beatriz.
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¿En ese caso, Dios sería un narrador?
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Sí.
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Pero tú dices que hay ausencia de Dios…
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La ausencia significa que antes lo hubo.
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La ausencia de Dios trae consigo el caos, el mal. ¿Qué formas asume el mal?
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Como un bien necesario para poder seguir viviendo, algo que cuesta mucho trabajo, que es muy doloroso, es hasta mortal si se quiere, pero es necesario. Es una exigencia, que hay que hacerle a ese “yo narrador”.
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¿Por qué la transgresión conduce a la muerte?
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A la muerte que es la vida, como el paraíso que es el infierno.
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¿Qué tanto te influyeron los novelistas católicos franceses?
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Sobre todo por la atmósfera. A mí me gusta mucho la atmósfera de Adriana Mesurat de Julien Green y la atmósfera creada por Mauriac en Teresa Desqueyroux, sobre todo. Ahora hay el proyecto de recuperar los textos referentes meramente a la literatura, a la cosa literaria. Entre ellos hay uno (que es en realidad la transcripción de una conferencia en La Casa del Lago) sobre la lucha con Dios y sobre los novelistas católicos franceses. Y luego en el IFAL, concretamente, sobre Julien Green sobre el sueño.
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El llamado grupo de la Revista Mexicana de la Literatura ¿cómo se ve ahora?
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Al estar releyendo el libro de Guillermo Sheridan sobre los contemporáneos, yo advertí —burla burlando y de manera muy sabrosa, como él escribe— que hay una gran afinidad entre las peripecias del grupo de los Contemporáneos y las del llamado grupo de la Revista Mexicana de Literatura; esas actividades y esas discrepancias las puedo ver ahora con veinte años de diferencia. Esta cifra se refiere al momento en que comenzamos a desligarnos, y cuando comienza la literatura de la Onda, que no es literatura sino un movimiento que pudo haber sido importante o significativo para cierto momento de la historia patria, mas no de la historia de la literatura mundial hecha en México.
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¿La etapa dorada de las letras mexicanas fueron los sesenta?
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De lo que a mí me ha tocado vivir, yo creo que sí. Además, que quede claro que no trato nunca de decir “estamos marcando un tiempo o un momento en la historia, en el panorama viviente de la literatura mexicana del siglo XX” sino que se trataba de salvarse uno mismo a través de la literatura, a través del arte. Yo creo que generaciones como las que fabricaron la llamada Novela de la Revolución Mexicana o las generaciones subsecuentes, como las de la Onda, obedecieron a otorgar una imagen de tarjeta postal falsa, folklórica, anecdótica, de una realidad y concretamente de una realidad mexicana.
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Para mí, de la manera más estrictamente personal, con honrosas excepciones, la literatura costumbrista o nacionalista o de la Revolución o la llamada Generación de la Onda no ofrecían un riesgo por seguir viviendo-sintiéndose-vivientes, sino que preferían y prefirieron el estado muy cómodo de saber y de sentirse momias eternamente vivas de fácil, no necesaria, sino de fácil y cómoda resurrección.
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¿Por qué saliste de México?
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Dejé la ciudad de México debido a las circunstancias del momento. Me habían avisado que mi padre estaba gravemente enfermo, por una parte. Por la otra se había terminado un trabajo en la Casa del Lago como una de las posibilidades de otorgar esa difusión cultural que yo creo que era o que es una de las manifestaciones artísticas más importantes que rigen la vida de cada persona, de cada artista. (Ahora sí que no confundir Sosa Alexander y Arrioja con Otros Laxantes —me refiero a los creadores). Aparte también de que el grupo, digamos, o la generación conocida (mejor grupo ¿no?) como de la Revista Mexicana de Literatura entonces se había disuelto necesariamente por la misma condición fortuita y poco celebratoria, azarosa, con que había nacido —temporal y espacialmente se acabó; aunque persisten muchos cariños, muchos amores, que no es eso “amores hay que matan”, sino amores hay que hacen que uno se mantenga vivo —y a veces coleando.
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Tu regreso a la provincia ¿no sería la busca del edén primigenio?
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Posiblemente también sea eso; buscar como un remanso; una fuente de tranquilidad, recuperar ese paraíso del que uno ha sido expulsado, gracias a ese afán de conocimiento que da el aprendizaje de la cultura y de la vida y que en suma, creo, es uno de los motivos de La obediencia nocturna. Y es que tal vez el apocalipsis nos quiere rodear por todas partes, aunque esto duela o se note —tal vez— más en una ciudad inhóspita, como en ese momento resulta la ciudad de México. Una ciudad inhabitable para el narrador de La obediencia nocturna, que, por lo demás, es una ciudad que está en perpetua construcción, que nunca acaba de ser edificada.
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¿Te asustan las ciudades?
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No, no, para nada, yo quiero mucho a las ciudades. Lo que pasa es que me asustan las personas que viven en las ciudades. Me asustan mucho. Lo que pasa es que las ciudades —depende de cuáles— me hacen daño. Me hacen daño física y moralmente. Sucede también que hay ciudades que me gustan y otras que no. Por ejemplo, Xalapa es una ciudad que me gusta. La ciudad de México es en cambio una ciudad que no me gusta (ahora). Antes, cuando estaba yo estudiando medicina —que es lo único que he estudiado—, me gustaba muchísimo porque era una ciudad a la altura del hombre; y ahora es una ciudad que está más allá de la altura de sus habitantes. Sin embargo creo que hay un sentimiento ambiguo en lo que quiero escribir acerca de las ciudades, en especial de la ciudad de México. Es una ciudad en la que el sentimiento es por una parte de un amor enorme y de un odio espantoso. (Ya sé que un siquiatra de muy mal gusto aclararía rápidamente y clasificaría este sentimiento). Pero no se trata de eso, sino de una situación cotidiana. La mía es una constante declaración de amor y al mismo tiempo de odio. Debido a que por un lado no se puede vivir en esa ciudad y al mismo tiempo es la necesidad imperiosa y el placer y añoranza de vivirla cada día.
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Pero ¿entonces que pasa en las otras ciudades que sí están hechas para ser vividas? En esas ciudades ¿no existen ya la soledad y la imposibilidad del amor?
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Yo creo que esa soledad y esa imposibilidad del amor están en uno mismo, agravada, claro está, por el medio que nos rodea, en este caso, las ciudades, y en especial la que no es la patria de aquí abajo.
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Acaso no podemos regresar porque hemos perdido la inocencia.
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Posiblemente por eso. Entonces uno debe de hacer como un esfuerzo desesperado por recobrar esa inocencia. Por estar siempre en el estado ideal de esa inocencia (no de la ingenuidad, que me parece asunto de tontos, por no decir otras palabras del vocabulario cotidiano —que además serían motivo para que otro siquiatra de segundo curso las clarificara también).
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Entonces, la felicidad sólo sería posible en un mundo en el que la naturaleza y el hombre se encontraran en armonía, en igualdad. Recuerdo que el narrador de La obediencia nocturna enfatiza su relación con Adriana, subrayando que sólo cuando el agua y el viento —nocturnos— armonicen podrá recobrarse esa inocencia, esa felicidad. En otro cuento. “Algunos pedazos descoloridos de tela barata”, el narrador apunta a que eran felices porque eran iguales.
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Sí, sólo hay felicidad en cuanto los amantes son como hermanos, como una verdadera y única persona, una santísima trinidad de dos, resuelta en una, en una sola realidad, en la única posible: el estado de la pureza de la inocencia primigenia.
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La relación con el hermano o con el otro, ¿no es acaso otra forma de narcisismo, de buscarse a sí mismo?
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Claro, porque uno elige a las otras personas en la medida en que se parezcan a uno, a fin de encontrarse a sí mismo. Una frase o una actitud que estuvo en boga entre los Contemporáneos que cobra actualidad es lo de aquello de “Hay que perderse para reencontrarse”.
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¿Dejarías de escribir a cambio de ser feliz?
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No, porque la literatura para mí es la posibilidad de ser feliz (acaso) una de las posibilidades de ser feliz, pero en mí, la posibilidad). Yo no podría dejar de ser feliz porque entonces me moriría, y con ello —la muerte— cesaría —para mí— la urgencia de la tentación de ser feliz, por eso es que le tengo miedo a los encuentros, por eso es que le tengo miedo a las palabras…
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¿Alguna vez has querido escribir literatura de terror?
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Yo creo que una parte de La obediencia nocturna es literatura de terror; el terror entendido a la manera de ese “Apunte gótico”, de esa “Parábola bíblica”. Volviendo así a las frases, a eso que ahora llaman intertextualidad —que tú advertiste en algún ensayo—, te diré que sí, que hay muchas, muchas citas de poemas de José Carlos Becerra, de Tomás Segovia, de Jaime Sabines, de Isabel Frayre, entre los que recuerdo, de momento, que se repiten en La obediencia nocturna; pero también hay la correspondencia con la música. De ahí el afán de incluir grafías musicales. La música junto con los grandes fenómenos de la naturaleza, pero en especial lo relacionado con el elemento tierra. De ahí que tiemble. Cuando sucedan esas catástrofes se acompañan con las revelaciones de los personajes; la tierra va a temblar y la música se va a suspender en un momento dado cuando se adivine en “El día de reposo” el nombre del otro, que la mujer que ha de ser suya a través de otra persona; en La obediencia nocturna tiembla muchísimas veces y en “El verano de la mariposa” también. Entones este fenómeno está dado siempre junto con el agua y el viento como un estado de regreso, hacia esa inocencia, hacia esa intertextualidad. El empleo para mí de palabras de otra persona no es, no obedece a una gratitud sino que es como parte fundamental de un fenómeno sísmico de un elemento que en todo caso es el elemento fuego. Por ello la presencia de los cuatro elementos en lo que yo quiero que sea mi obra; pero predominantemente sería el agua ¿no?
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Tu tiempo es intemporal; de instantes que son liberatorios de la cadena de la cotidianidad, pero al mismo tiempo, en ciertas condiciones, esos instantes se repiten, como si toda la historia estuviera en perpetua circulación.
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Estoy de acuerdo y qué bueno. Lo que también creo que no se ha advertido o por lo menos no lo suficiente —que me toca decirlo— es la presencia fundamental del narrador omnisciente. Que por lo general va a salir —y eso quiero— burlado; es decir que son los personajes de su creación, no a la manera de [Luigi] Pirandello, los que entonces van a asumir a su vez el papel de narradores de otra historia; tal vez eso confirme o contribuya a esa idea de visión cíclica, o esa necesidad de recurrir a elementos intertextuales, a contar historias que ya sucedieron, pero contadas a la manera en que se requiere o conviene que sean contadas. No de la manera en que fatalmente se impongan. En un cuento que quiero mucho, que se llama “Tranvía con vista al mar”, que está todavía mal elaborado, yo lo que quiero es, aparte de que no se va a ver el elemento agua, porque va a estar en todos lados, va a estar adentro de este tranvía con vista al mar, que se vea que el pasajero sabe ya de antemano el número y la línea del vehículo, justamente porque sabe la historia, entonces en un momento dado el que no cuente la historia de ver el mar, que sería la historia necesaria y obligada, dictada de antemano por el conductor del vehículo, porque lleva esa ruta ya establecida de antemano, él la modifica mediante el sueño, mediante la irrupción del sueño; esto es la posibilidad de la imaginación. En ese cuento no está dicho nunca cómo imagina el mar, únicamente lo adivina oliéndolo.

Los pasos perdidos de Salvador Elizondo

27/Marzo/2016
Confabulario
Geney Beltrán Félix

Salvador Elizondo falleció el 29 de marzo de 2006, a la edad de 73 años, con la jerarquía de un escritor consagrado. Aunque ni entonces ni ahora ha logrado la fama entre la multitud de los lectores, sí le fueron conferidas las gracias que el aplauso crítico expide en México para el renglón de un “autor de culto”: los codiciados premios (el Nacional de Ciencias y Artes, el Xavier Villaurrutia), el ingreso a corporaciones de abolengo (la Academia Mexicana de la Lengua y El Colegio Nacional), las obras en sellos del mayor renombre (Joaquín Mortiz, Era, el Fondo de Cultura Económica). Diez años después de su muerte, difícil negar que Elizondo aún detenta en el estamento de la cultura el porte de un autor canónico; mencionemos la reciente salida a librerías de una selección de sus Diarios en una edición de lujo, tesis y libros exegéticos en torno de su escritura, homenajes en las instituciones de promoción artística del Estado mexicano.
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Esa figura canónica es la de quien dio a las prensas, en su época de mayor feracidad creativa, ficciones innovadoras y complejas, experimentos posmodernos de alto refinamiento intelectual exentos de vinculación con la realidad sociohistórica del país, como Farabeuf (1965) y El hipogeo secreto (1968). También es el autor de cuentos, compilaciones de ensayos eruditos sobre literatura y de artículos periodísticos, poesía, una obra de teatro… La pregunta es: ¿de qué Elizondo estamos hablando cuando hablamos de él como un clásico moderno de las letras mexicanas?
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Quisquilloso, erudito, poco paciente con los niños
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Aunque ya había publicado textos dispersos en revistas, un volumen de poemas (1960) y un libro de ensayo sobre el cineasta italiano Luchino Visconti (1963), no fue sino hasta 1965 cuando Elizondo alcanzó el reconocimiento de sus pares gracias a Farabeuf. Si bien la década del sesenta mexicano fue generosa en propuestas disruptivas, como La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes (1962), Los recuerdos del porvenir de Elena Garro (1963), Gazapo de Gustavo Sainz (1965) o La obediencia nocturna de Juan Vicente Melo (1968), parecería que Farabeuf ha concentrado ante los asedios del estudioso el aura de la mayor experiencia límite, por su intrepidez técnica (la concentración narrativa en un solo instante distendido obsesivamente), su vinculación genésica con otras artes, como la fotografía, la desterritorialización de su trama y el tratamiento del sadomasoquismo y la locura.
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Farabeuf vuelve a Elizondo un residente aceptado y aplaudido, aunque polémico, de la comarca letrada y le abre las puertas a una trayectoria de frecuente presencia editorial que en su mayor apogeo casi alcanza una década. Así, difunde los cuentos de Narda o el verano y la “autobiografía precoz” tituladaSalvador Elizondo (1966), la antinovela El hipogeo secreto (1968), los ensayos y aforismos de Cuaderno de escritura (1969), las compilaciones híbridas de El retrato de Zoe y otras mentiras (1969) y El grafógrafo(1972) y los artículos de Contextos (1973).
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En este periodo se advierte un fenómeno. Como diría Jorge Ruffinelli en un ensayo de 1977, Elizondo “de la escritura del instante pasó a la escritura de la escritura… del espejo que se repite interminablemente”. El autor se encierra poco a poco en una búsqueda más y más solipsista, de espaldas a la realidad, la política o la Historia. Apologista de Paul Valéry y Ludwig Wittgenstein, habría tenido como propósito sólo y nada más lidiar con el lenguaje, explorar sus carencias como los impasibles mojones que pondrían en crisis desde la médula toda travesía de la escritura: “No convertir la realidad en lenguaje sino el lenguaje en una realidad, en una cosa que se manipula y se modela como el barro”, confesó en 1988 a Adriana Díaz Enciso.
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Elogiado por el joven José Emilio Pacheco debido a “su elaboración artística, su decidida voluntad formal, su estilo”, Elizondo deserta de los terrenos de la ficción y la flaubertiana contumacia por la palabra exacta, y elige la reflexión concentrada en torno de la escritura. El ejemplo más relevante en este camino es el texto liminar de El grafógrafo, tantas veces citado: “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo…”. Releído a la distancia, este volumen en su conjunto se me deslíe como una obra envejecida merced a un narcisismo técnico rayano en lo autocomplaciente y lo autofágico: textos como “Presente de infinitivo” o “Pasado anterior” parecerían flácidos divertimentos de una voz que se entusiasma con la sola elaboración de malabares metaliterarios en los que se echa en falta, como no ocurre en otros ejemplos (Macedonio Fernández, Josefina Vicens, Efrén Hernández) una exploración filosófica, una perplejidad, un desajuste vital que trascienda el ensimismamiento, la cárcel de ese temperamento enceguecido por su gélida lucidez.
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Como ha señalado el estudioso Steven M. Bell, Elizondo se modela como un heredero intelectual del grupo Contemporáneos, pues a la par de que reniega de la estética realista pone de nuevo en circulación, de la mano de sus compañeros de la Generación del Medio Siglo, un debate a favor del cosmopolitismo cultural. Hijo de un diplomático y productor de cine de familia acomodada, el joven escritor tuvo una educación favorecida en México, Alemania y Estados Unidos y pudo desarrollar estudios y creaciones en la pintura, la fotografía y el cine. Es un lector voraz y cultísimo en un país de gobierno autoritario que, al tiempo que amordaza a la prensa, es afable con los trabajos del arte, premiando escritores, editándoles sus libros, afianzándoles puestos en la burocracia o en la Universidad Nacional.
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Esbozo este cuadro por lo que significa que un autor indomeñable como el de Farabeuf se aísle y expulse de sus páginas casi todo aliciente por la imaginación y la otredad. Una voluntad artística de indudables recursos se fue restringiendo, desde adentro y paulatinamente, por un impulso censor derivado de su alta inteligencia que le impedía soltar las amarras del talento hacia indagaciones más porosas con su tiempo y lugar. En “Anoche”, un texto de Camera lucida, Elizondo se ve a sí “tratando por todos los medios de que mi vida tuviera un sentido estrictamente literario, especialmente para ese Self que se había instalado desde los orígenes de mí mismo como su crítico; un crítico poco tolerante, quisquilloso, erudito y, sobre todo, pedagógico y poco paciente con los niños. Ha habido momentos en que he creído que Yo Mismo era más inteligente que Yo…”.
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Su inmersión en los límites del lenguaje, con la tensa brida del intelecto, lo llevó no al silencio entero pero sí a la escasez editorial. Después de Contextos su publicación se apacigua: escribe la obra de teatroMiscast (1981), compila los textos dispares (narrativa y ensayo) de Camera lucida (1982), redacta una correcta nouvelle autobiográfica de episodio adolescente (Elsinore: un cuaderno, 1988) y lo posterior son recopilaciones de ensayos y artículos: Teoría del infierno (1992), Estanquillo (1993), Pasado anterior(2007), tomos dotados de un luminoso hilo de fluidez argumentativa y carisma prosístico, el propio de quien ha trasegado y revisitado sus temas y sabe dispensar a sus escritos un cariz de conversación más que de tratado. ¿Qué es lo que no encaja, entonces?
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Vivaz, ingenioso, aguerrido
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Aquel lector de curiosidad desmedida parecía llamado a devenir una figura robusta, incisiva, insistente del espacio libresco en razón de sus pródigos esmeros intelectuales y vocaciones artísticas: “vivaz, simpático, ingenioso, aguerrido en sus discusiones contra los otros asistentes, hablando un lenguaje profundo con ideas estrafalarias”, lo recuerda Paulina Lavista, su viuda, de cuando el joven Elizondo visitaba su casa allá por los cincuenta. Juan Vicente Melo lo dibuja en 1966: “su monstruosa inteligencia, su irritante cultura no tienen imagen que se le compare o se le aproxime”. No es que un creador esté obligado a volverse la voz pública hacendosa en medir la profundidad de cada charco; pero releyendo a Elizondo no puedo sino pensar en el otro escritor que pudo llegar a ser de no haber obliterado parcialmente el horizonte de sus intereses: ¿quién más proveído que él —políglota, multidisciplinario, iconoclasta, avispadísimo— para, como pensador, abarcar poco a poco más espacios y temas, como los propios de la sorprendente transformación de las artes y del diálogo en torno de la cultura durante el último cuarto del siglo xx, y trastocar el mundo de la letra impresa con una tan vehemente ambición como la de un Reyes o un Octavio Paz?
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Y no. Como anota Christopher Domínguez Michael, el universo de Elizondo “parece estrecho, escueto, árido, presidido por una voz monomaniaca”. No sólo no vuelve este autor a acometer obras definidas y arriesgadas, en la estela de Farabeuf, sino que sus reapariciones van de la mano de encomiendas quién sabe qué tan entusiastas (una columna en una revista o un periódico, una pieza para la Compañía Nacional de Teatro). Quizá haya que reconocerle el peso benévolo de su renuncia; evitó así dar el deplorable circo que, a raíz de la nombradía, más de un autor nos otorga: el de volverse, como Carlos Fuentes, una máquina expendedora de textos cada vez más fofos, más indulgentes y olvidables, todo por el empeño de sostenerse en el sitio protagónico del mercado de los prestigios.
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A cambio de este abandono, Elizondo adelanta la noción de proyecto. A la hora de comentar varios textos de Camera lucida, como uno en que el autor reflexiona sobre lo que significaría emprender una redacción de la ordalía de Robinson Crusoe, Domínguez Michael señala: “Fue en la noción de proyecto donde Elizondo encontró la manera de continuar escribiendo una obra aunque pareciera que no la estaba escribiendo… El proyecto es el espacio donde el geniecillo de la escritura se manifiesta en la puesta en escena de su negación”. Paralelamente, Elizondo perseveró en el ejercicio de sus diarios (treinta mil páginas de 1945 a 2006, según estimación de Paulina Lavista), de los que apenas conocemos una antología mínima, lo que obliga a suspender la valoración última de quien prefirió ser ya no un autor de obras sino el amanuense de sus instantes; no seguir fungiendo como el escritor que entrega un tomo tras otro sino, abismadamente, entregarse al río soberano de la escritura.
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“¿Para qué diablos escribe Salvador Elizondo si dice que nadie lo entiende, si dice que sólo él puede leer sus libros?”, se pregunta hacia 1969 Parménides García Saldaña, en una curiosa declaración a Excélsiorrecuperada por Ross Larson (Bibliografía crítica de Salvador Elizondo). La grafografía es afirmación de un temperamento que en su juventud se engarzó con decididos riesgos que iban en el sentido opuesto al de los prejuicios y las convenciones de los lectores. Esa misma distancia, tan oportuna en lo que refiere a la búsqueda heterodoxa, lo llevó hacia una aristocrática estación de encierro, donde el lector y sus feudos se difuminan hacia una pérdida que sería algo más que una postergación.
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En un revelador ensayo de Camera lucida, Elizondo anota, refiriéndose a la señora Emma Bovary: “Su cabeza hueca está repleta de simplezas, conturbada por toda suerte de banalidades que Flaubert supo sublimar por medio de una escritura cuya perfección no ha sido sobrepasada… En términos generales, pienso que pocas veces se ha puesto tanta maestría al servicio de tanta fruslería”. Estas pocas líneas dejan ver de forma por entero elocuente un desentendimiento innegociable con los rostros de la otredad a los que la ficción tiende a acercarse. Tildar de simplezas y banalidades las andanzas de Emma Bovary supone un juicio estético pero sobre todo uno moral: desde tan estreñida atalaya, sólo sería de interés dramático el devenir de personajes inteligentes, cortando sin más cualquier avidez de la dicción imaginativa por batirse con las urgencias políticas de la realidad, por hacer habitar en la página en blanco las parcelas de la vida común donde se advierten la injusticia, la mediocridad, el cinismo, la torpeza, la candidez o la insatisfacción, sin atender al coeficiente intelectual de quienes las viven… Steiner se pregunta en un párrafo de Lenguaje y silencio si no hay “entre el tenor de la inteligencia moral desarrollada en el estudio de la literatura y el requerido para la elección social y política una brecha amplia, una oposición”.
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Fracasos de la dualidad
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Veo los rastros de ese otro Elizondo, uno que sí fue y sí lanzó su talento hacia las pesquisas de la otredad, en un libro de su primer momento, publicado un año después que la audacia máxima de Farabeuf: me refiero a Narda o el verano, señalado como “casi magnífico” por el temible Emmanuel Carballo.
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En Farabeuf —consigna la investigadora Adriana Teresa Ochoa—, el empeño es “equiparar, hasta donde sea posible, a la escritura con la fotografía”. Hay un propósito por hacer nacer de esa vecindad la imagen de un solo instante eternizado. En las narraciones de Narda o el verano, la acción de verse, de ver a otro o de tomarle una fotografía define la acción, fijando un instante en las pautas del vínculo que un personaje tiene consigo mismo o de cara a un otro con quien interpreta una difícil dualidad.
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El primer cuento, “Puente de piedra”, hace ver a una pareja de jóvenes que salen de picnic. Su relación es equívoca; se hallan en ese umbral incómodo entre el deseo y la reticencia. El día de campo servirá para zanjar la indecisión, ya sea como un término sin más de su apego o como una huida hacia adelante, hacia la entrega. La percepción privilegiada por la voz narrativa es la del joven; ella en cambio es vista como una forma de la otredad, un ámbito desconocido al que se discierne desde el prejuicio y la generalización: “Ella a veces se inquietaba, de esa manera absolutamente animal con que se inquietan las mujeres ante el peligro físico”; “Siempre había [él] creído que la verdadera sabiduría de las mujeres no podía ser producto más que del alcohol o del amor”. Estos ejemplos exhiben un esquema clásico: durante su, a ratos, despechado cortejo, un varón busca aprehender a una mujer dando por buena una representación genérica puntuada por el demérito. Este vislumbre se halla reiterado en el cuento con una escena emblemática: él se obstina en fotografiarla a pesar de su resistencia, un simbólico preludio a la ansiada rendición sexual: “Se deleitaba afocando y desafocando aquella imagen, haciéndolo surgir de la bruma, enturbiándola luego y luego, nuevamente, haciéndola nítida”. Luego de que él le pregunta: “¿Verdad que eres mía?” —luciendo franco su asedio no como un deseo de fundirse con ella y así dar pie a una dualidad superior sino para dominarla, absorberla, anularla—, una figuración siniestra irrumpe y rompe todo chance de un encuentro entre los dos muchachos. Ella grita al ver a un niño: “Era un albino deforme, demente. Su mirada escueta, tenaz, de albino, surgía de los párpados enrojecidos como sale el pus de una llaga… Su sonrisa era como una mueca obscena”. El protagonista pierde el monopolio de la mirada y del deseo; su repentino rival “contamina” con su sola anormalidad el tan buscado frenesí erótico. El elusivo noviazgo habrá así de llegar a su fin, ante el surgimiento de un ominoso triángulo apenas entrevisto.
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Otro triángulo sí toma forma, aunque fugazmente, en “Narda o el verano”, el más extenso de los relatos incluidos en el volumen, y el único narrado en primera persona. El protagonista vuelve desde el ánimo memorioso a los hechos, en este caso, del verano que está viendo cerca su término. La estrategia no es inocente: el narrador es testigo y participante de una deriva que no termina de entender o aceptar por lo que tiene de cuestionamiento de sus nudos con lo femenino. Él y su amigo Max idearon el plan de vivir los meses del calor con una mujer a la que habrían de compartir en la cama. Eligen a una chica, Elise, que este año decide cambiar su nombre al de Narda. El narrador comparte la visión falocéntrica de la voz en “Puente de piedra”; detenta el dominio de la diégesis, desde la que asigna a una sola mujer la supuesta interpretación de su género: “Las mujeres que cambian de nombre según las estaciones son seres que se creen refinados, esclavos de la banalidad que han leído a Mme. Sagan y nada más”.
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Narda, sin embargo, va más allá que su contraparte femenina en “Puente de piedra”. Cuando uno de ellos le dice: “Ahora eres nuestra, ¿verdad?”, ella responde: “No; no soy de ustedes: ustedes son míos”. Así ocurre en efecto: Narda hace emerger entre los amigos una esquiva rivalidad. En el punto culminante en que el narrador la fotografía, desnuda, la violación visual que el acto metaforiza los lleva a perderla. Más aún: el cuerpo de Narda se esfuma, inexplicablemente, hasta de los negativos: la fotografía falla en su cometido de forjar un vínculo indestructible de dominio de los varones sobre la materialidad de la muchacha. Narda se vuelve el nombre de un fantasma. Habría no poco que reflexionar, desde un ánimo crítico, en el hecho de que el ex amante de la chica, un hombre de raza negra descrito no sin displicencia desde un gesto exotizante y “superior”, la asesine de forma salvaje, y en que el relato se empecine en la figuración de lo femenino como una entidad inaprehensible por razones de índole fantástica, nunca retando el cliché de la “mujer fatal” a la que el varón sólo puede enlazarse desde la violencia.
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Narda o el verano cierra con dos narraciones en que la otredad se distingue en el reino cerrado del individuo. En “La puerta”, una mujer recluida en un psiquiátrico se obsesiona con descubrir qué se esconde en un cuarto misterioso. Cuando se decide a dar vuelta a la manija y entrar, ve a un rostro mirarla “fijamente desde ese resquicio sombrío. El terror de esa mirada la subyugó… De pronto no lo reconoció, pero al cabo de un momento se percató de que era el suyo”. El reconocimiento de sí se da de manera retardada, y la narración termina con ese punto en que el yo, luego de temerse un alguien más amenazante, se vuelve a fundir consigo mismo gracias a la vista.
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Por su parte, “La historia de Pao Cheng” es el relato con que Elizondo habría dicho adiós (si exceptuamos “Ein Heldenleben”, de Camera lucida) a cualquier viso de la otredad. La dualidad nace aquí en Pao Cheng, un filósofo chino de hace 3,500 años que imagina a un escritor contemporáneo quien a su vez está dedicado a escribir la historia del primero y quien “comprendió, en ese momento, que se había condenado a sí mismo, para toda la eternidad, a seguir escribiendo la historia de Pao Cheng, pues si su personaje era olvidado y moría, él, que no era un pensamiento de Pao Cheng, también desaparecería”. Ingenioso y redondo, este apólogo clausura sin embargo, y ya casi sin retorno, la única marcha verdaderamente sostenida de Elizondo por los caminos de la otredad en su contubernio con la ficción. La mirada en este caso entrega la estampa inquietante del visceral compromiso con las sensibilidades ajenas al que se ve lanzado el escritor afín a las vías imaginarias. No sorprende ahora por qué el cerebral Elizondo se habría alejado de esa vocación posible de la escritura, para seguir a cambio la estéril estrechez de la grafografía. Siendo extremos e injustos, podríamos sospechar que en Narda o el veranonació y murió ese otro Elizondo que habría podido retar con suficiencia la primacía literaria de un Juan Rulfo.

Antologías de poesía: los porqués y los cómos

27/Marzo/2016
Jornada Semanal
José María Espinasa

¿Por qué las antologías de poesía mexicana recientes, pero en realidad desde hace más de medio siglo, no consiguen dar un rostro medianamente reconocible de nuestra lírica? Creo que las razones son muchas y muy variadas: la más grave, por ser la más profunda, es que todas ellas se hacen con Poesía en movimiento en el horizonte proyectando una sombra opresora, tanto por el novedoso planteamiento que representó en su momento –ya han pasado casi sesenta años– como por la efectividad que tuvo en la proyección de un canon. Baste recordar que borró de un plumazo a su antecesora, La poesía mexicana moderna, de Antonio Castro Leal, justamente al reformular la idea de modernidad.
También opacó, cosa más difícil, dos antologías importantes casi paralelas: Poesía mexicana del siglo XX(con varias reediciones ampliadas), de Carlos Monsiváis, y Ómnibus de la poesía mexicana, de Gabriel Zaid. El dispositivo teórico de Poesía en movimiento es altamente eficiente, pero justamente por esa eficiencia provocó que el destinatario de las antologías posteriores no fueran los lectores sino los propios poetas, que seguros de lo que hacían buscaban reconocerse en un mapa colectivo. Zaid, con su Asamblea de poetas jóvenes, anunció que la multitud no tiene rostro.
Sandro Cohen, en Dos décadas de poesía mexicana, que ya cumplió treinta años, ha hecho la mejor de las selecciones que continúan a Poesía en movimiento, empieza donde aquella acaba, y se plantea sobre todo como un mapa orientador sin intención canónica. Después, todas las selecciones buscaban sin éxito establecer una nómina de imprescindibles. Pero, si tomamos por su sencillez y su efectividad la división por décadas, las dos décadas que Cohen antologa –los nacidos entre 1940 y 1960– caen en una tierra de nadie que las selecciones de Langagne, Von Ziegler, Francisco Serrano, Jorge González de León, Evodio Escalante, Víctor Manuel Mendiola, Manuel Ulacia y yo mismo, todos ellos inmiscuidos generacionalmente, no consigue poblar. Se trata de una tierra de nadie densamente poblada, como muestra 359 delicados con filtro (Pedro Serrano/Carlos López Beltrán), publicada en 2012, el intento más serio recientemente de cubrir ese lapso.
Con el trabajo de Alejandro Sandoval, Ávidas mareas, empieza una toma de distancia al ampliar la perspectiva hasta 1965. Como se dijo líneas arriba, ninguna funcionó del todo adecuadamente ya sea porque no se hizo, cuando se intentó un atinado aparato teórico y de notación; y en otras ocasiones, también, por ser fruto del oportunismo revanchista, o de no partir de un gusto concreto o una toma de posición estética. Ejemplos como El manantial latente y Vientos del siglo lo muestran. Las antologías posteriores con todo tipo de cortes temporales son legión. Así a las selecciones hechas como promoción de nuevas generaciones o grupos dentro de ellas se suma una absoluta dispersión de los ejercicios críticos encaminados a dibujar ese rostro.
La reacción crítica se redujo, a partir de Poesía en movimiento, al constante descubrimiento de la joven promesa, del libro insustituible, del estilo nuevo. Así David Huerta, Coral Bracho, Alberto Blanco, Fabio Morábito, Ricardo Castillo, José Luis Rivas, eran erigidos como referentes sucesivos y desechados después, en los ochenta, sin ponerlos en juego en la lectura con otras voces, como calas estandarizadas de lo que se debía escribir. Eso llega hasta el día de hoy convertido ya en mecánica: el movimiento le ganó la carrera a la poesía. Y como el movimiento no se detiene y la crítica sí, el desfase se agudiza.
Creo que habría que volver a donde Zaid dejó la Asamblea: solucionar –superar– el problema estadístico y/o demográfico partiendo de elementos sociológicos comprobables. El primero es entender la limitación de los tradicionales vehículos de mediación con el lector: las editoriales. Si sumamos el catálogo de poetas mexicanos posteriores a 1965 –límite de Ávidas mares– de El Tucán de Virginia, Ediciones Sin Nombre, Aldus y muchas otras editoriales del período 1980-2015, estaríamos hablando de más de mil poetas, ya no de los cien y un pico que reunió la Asamblea. Imposible abarcarlos si no se instauran filtros selectivos.
En la mayoría de los casos se utilizan algunos parámetros de tipo biográfico –poetas de los noventa, del nuevo siglo– o geográfico –poetas de Jalisco o de la frontera norte, etcétera, pero no sirven esos parámetros sino para delimitar poblaciones de poetas seleccionables. ¿Por qué no regresar al tan criticado gusto personal y a partir de allí crear recorridos? Porque se quiere ser representativo, es decir, tener una respuesta a plazo inmediato o muy corto, y no mediano y largo, como los políticos. Otra posibilidad, aunque todavía claramente estadística: los premios. Hay que revisar su historia, no este o aquel fallo, sino su discurso a lo largo de varios años.
Lo más triste del asunto es la pérdida de lectores. Lo que hay que trazar es ese mapa que Octavio Paz dibujó de manera tan brillante en los años sesenta para la generación de Pacheco y Aridjis. Hoy, que ese canon empieza a ser cuestionado y redibujado, la crítica debe aprovechar para retomar la estafeta. Si se crea una narrativa del viaje lírico los lectores volverán poco a poco al género. Por ejemplo, recordando que Paz confió en el azar –el I ching– como factor combinatorio, muy en el tono de la época y adecuado para el impulso lírico de una generación que era un enigma y por la que él apostaba, y también adecuado para el tono juguetón y festivo que impulsó en función de una estética, la de una idea de la modernidad a ultranza. ¿Por qué no pensar de nuevo en ese azar, pero ya no como un acto adivinatorio sino como condición necesaria?
Habría que abandonar, por ejemplo –es una sugerencia–, esa idea tan querida por el siglo XXI del autor, y volver a la de obra, abandonar también la idea de que, si la poesía no da lectores, da poder, pues ya sabemos que no es cierto ahora si acaso lo fue un día. Se trata de una actitud, no necesariamente de un método. Volveremos sobre el asunto 

domingo, 20 de marzo de 2016

Algunos maestros

20/Marzo/2016
Confabulario
Huberto Batis

Al mismo tiempo que trabajaba en el Banco de México, estudiaba en El Colmex y asistía al Centro Mexicano de Escritores, también me ocupaba de Cuadernos del Viento, iba a las reuniones de la Revista Mexicana de Literatura y a las fiestas de los jóvenes escritores. Ahí aprendía más que en la Universidad, más que en los cafés, hacías amistades y conseguía quién me publicara. Coincidí con maestros nacidos en el siglo XIX, de quienes me hice muy amigo.

Torri: soltero eterno

De Julio Torri podría decir que me enseñó la calma, el reposo y permitió que me asomara a su vida personal. Al final de mi primer año de estudios me quería casar y le pedí a los maestros que me adelantaran los exámenes para irme de viaje de bodas. Cuando le dije a Julio Torri me respondió que sí, pero también me dijo que no fuera tonto, que no me casara, que eso iba a interferir en mi carrera. Dijo que los hijos me pondrían a trabajar y que me tomaría tiempo para ser maestro “con hueso” en la UNAM. Me invitó a comer a un restaurante suizo. Luego me llevó a El Palacio de Hierro, en la sucursal que está en el Centro. Cuando salieron las empleadas todas lo saludaban y lo llenaban de mimos. Torri se llevaba a un grupito  de ellas al restaurante Lady Baltimore, que estaba en la calle de Madero, frente a la Casa de los Azulejos. Me decía: “Habiendo tantas mujeres con las que puedes estar toda tu vida, ¿para qué te casas?”

El último de los modernistas

Desde 1957 hasta 1967 me ocupé de la corrección de estilo y de la revisión de galeras en la Imprenta Universitaria, que estaba en la calle de Bolivia, número 17. Ese departamento lo dirigía el último “modernista” de México: el poeta Francisco González Guerrero. Mi jefe directo era Jesús Arellano, director de la revista Me[n]táfora y autor del manual de corrección que fue oficial en la Universidad hasta su muerte  en diciembre de 1979.

Rubén Bonifaz Nuño y yo entramos a trabajar el mismo día. Ahí aprendí todos los secretos del oficio de corrector de estilo. Me encargaron corregir los libros bilingües en latín y en griego de la “Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum Mexicana”, y en los que Bonifaz Nuño empezaba a interesarse. También me ocupé de los libros de filosofía y ciencia de Elí de Gortari en la colección Diánoia. Así conocí al filósofo de Derecho Eduardo García Máynez y a José Gaos, el gran transterrado rector de la Universidad de Madrid durante la República Española y uno de los filósofos más importantes que ha tenido la UNAM. De esa manera me fui conectando con las principales cabezas de las humanidades que tantas puertas me abrirían.

En la Imprenta Universitaria, don Francisco nos inició también en la visita a las cafeterías del Centro, que tenían tapancos para citas privadas y donde te servían café “con piquete”. Ahí invitábamos a las chavas. A veces, nos acompañaba don  Francisco, que nos daba un consejo para cuando fuéramos al café con una muchacha: “Pellízcala”. Así inicié mis correrías en el centro de la ciudad, que para mí era un mundo mágico y desconocido. No hay callejón sin sorpresa. Alguna de esas sorpresas era la imagen de las prostitutas que desfilaban desde las 9 de la mañana por los rumbos de La Merced. También podías encontrar restaurantes increíbles, donde te servían víbora, zorrillo, zopilote, caimán, huevos de tortuga, todo lo que ahora está prohibido. Hasta la fecha me gusta perderme por las calles de la ciudad y descubrir sus secretos.

Cuando veía que no nos pagaban en meses, don Francisco nos prestaba de su bolsa con gran generosidad para “irla pasando”. Muy pronto la Imprenta Universitaria cambió su sede del Centro a la Ciudad Universitaria a donde está hoy la librería Jaime García Terrés. El promotor de ese cambio fue Henrique González Casanova.

Las parábolas de Pepe Revueltas

Con Pepe Revueltas trabajé en el Comité de los XIX Juegos Olímpico. Él trabajaba ahí cuando lo metieron al “bote” por su participación en el Movimiento Estudiantil de 1968. Él se proclamaba ideólogo y líder de los estudiantes, cosa que no era. Cuando murió fue el único personaje que han llevado en su ataúd a la Facultad de Filosofía y Letras. A nadie más han llevado.

Recuerdo haberlo oído en el auditorio Justo Sierra de la Facultad, que luego se llamó “Che Guevara”. Ahí utilizaba parábolas para dirigirse a los muchachos. Nos contó un cuento protagonizado por él mismo. Estaba en la Alameda Central. Era muy tarde y tomaba el último tranvía. Todos los pasajeros subían y bajaban hasta que él se quedaba solo. En ese momento se daba cuenta de que no había motorista. Hacía la señal de la parada, intentaba bajar, pero no había quién le abriera. Se tiraba a la banqueta para salvarse. ¿Qué quería decir con ese relato? Que el Movimiento Estudiantil no tenía cabeza y que necesitaba una dirigencia. En una ocasión pintó una raya de gis en el suelo y se puso a caminar sobre ella como equilibrista. Se tiró al suelo y nos dijo: “Si estuviera alto ya estaría muerto. Pero estoy seguro porque está pintada”. Nadie sabía qué quería decir. Eso lo decía con su barba estilo Ho Chi Minh. Esas eran las intervenciones revoltosas de Pepe Revueltas: hablar en parábolas a los estudiantes. Estuvo en Lecumberri casi tres años, haciéndose retratar como Siqueiros con la mano hacia la lente de la cámara, estilo Héctor García.

El renacimiento de la gran cuentista Amparo Dávila

20/Marzo/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

Hace años entrevisté a la gran cuentista Amparo Dávila y tuve el gusto de recibir una invitación a su boda con el pintor Pedro Coronel. La vi de blanco, pequeñísima, como muñeca de pastel, con su velo de tul sobre su pelo negro, al lado de un gigantón vestido de frac que sonreía a la felicidad. Creo que tuvieron dos hijas, porque después perdí a Amparo de vista pero no de afecto ni de interés por su creatividad.

Creo que le fue de la santa patada en su matrimonio con Pedro.

Desde 2008, a la cuentista Amparo Dávila la alumbran las candilejas y recibió el bien merecido Premio de Bellas Artes que le fue entregado por María Cristina García Zepeda. La cola para un autógrafo fue muy larga y Amparo firmó con gusto y paciencia todas las copias que le presentaron. Otra escritora también, Cristina Rivera Garza, había escrito sobre ella una novela vanguardista La cresta de Ilion, editada por Tusquets, que contribuyó a volver a situarla en primer plano dentro de la literatura mexicana. Para Cristina, Amparo Dávila era una búsqueda también de sí misma, porque ningún escritor mexicano había explorado los mundos insólitos y hasta peligrosos en los que entró Amparo Dávila en sus cuentos que son distintos al resto de la literatura mexicana. Aunque Cristina no la conoció, le llamaron la atención sus temas, su excentricidad y sus fantasmas, su evadirse del mundo real para crear uno propio.

Recuerdo que una vez en los cincuentas Amparo Dávila me contó que ya no quería manejar porque sentía –como en los cuentos de terror– que su automóvil la llevaba donde él quería, nunca dónde ella tenía que ir. A medio camino tenía que obligarlo a regresar a su casa. Me pareció una historia de pavor muy similar a la de sus libros y poesía. Me acompaña la muerte, Elena. Leí con gran cariño Tiempo destrozado, Música concreta y Árboles petrificados, así como Muerte en el bosque.

Nacida en Zacatecas, Amparo Dávila también vivió en San Luis Potosí, y al llegar a México fue secretaria de Alfonso Reyes en la capilla Alfonsina y tuvo la oportunidad de conocer a muchos intelectuales. Antes había escrito poesía y todos la conocían en San Luis Potosí, donde se mudó su familia, ya que su padre tuvo una librería.

Obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia en 1977.

Sus personajes giraron casi siempre en torno a la noria del amor y del desamor. El desencanto y la tristeza son el leitmotiv de su existencia. Su fracaso personal los lleva a la locura.

Cuando la conocí, Amparo Dávila se peinaba como Verónica Lake, una larga onda de pelo le cubría el ojo derecho. Era pequeña y muy bonita. En 1957 la entrevisté para México en la cultura –que dirigía Fernando Benítez– al lado de otras escritoras que eran más o menos nuestras contemporáneas, Carmen Rosenzweig, a quien quise y admiré, Emma Godoy, Guadalupe Dueñas y varias más. Alberto Beltrán, el espléndido grabador, hizo un retrato que cada una agradeció. En aquel entonces escribí:

María Amparo Dávila no se entrega. Está como encerrada bajo siete llaves y no es en una hora de conversación que puede abrir, ni siquiera una de ellas. Con sus grandes ojos negros, escondidos tras el humo del cigarrillo, que fuma lenta y acertadamente, María Amparo Dávila me hizo sentirme como una harpía. En realidad, ¿para qué vine yo a entrevistar a esta escritora? ¿Por qué tiene ella que revelarme el porqué de su labor literaria? ¿Qué razones tengo yo para bombardearla con preguntas directas? Con Carmen Rosenzweig la cosa fue diferente. Ella se reía y luego me dio las gracias. Me dijo que las entrevistas hacían una labor de acercamiento entre los escritores y que esto le daba aliento para continuar y quién sabe qué más cosas bonitas. Eso me hizo feliz, y me vine a la casa sintiéndome doña Josefa Ortiz de Domínguez (motivo: las fiestas patrias). Pero frente a María Amparo Dávila tuve la impresión de estar destruyendo algo, algo que no me pertenecía. Y sin embargo, entre María Amparo Dávila y yo no había más que cordialidad. Nos dijimos mutuamente que nos parecíamos simpáticas, que íbamos a ser amigas, que ella era muy buena escritora. (Eso se lo dije porque verdaderamente lo pienso.) Nos hablamos de tú. Pero María Amparo Dávila se evadía. Quizás esto sea una demostración de inteligencia porque tengo la impresión de que María Amparo Dávila es muy inteligente."
–¿Por qué y para quién escribes?

–Nunca me he formulado esta pregunta, porque me parece que escribir es tan natural como comer o dormir. No escribo para nadie en especial, pienso que es la obra, según su calidad, la que atrae o aleja a determinado tipo de lectores.

–¿Qué opinas acerca de la literatura actual?

–Creo que hay elementos valiosos, capaces de dar un nuevo derrotero a las letras mexicanas.

–¿Qué escritor mexicano te ha impresionado más?

–Indudablemente don Alfonso Reyes, por su gran cultura, su calidad humana, su infatigable devoción a las letras y la ternura que tiene para los jóvenes que empezamos a escribir. Él es el pilar donde debemos buscar apoyo y el ejemplo a seguir.

–¿Y entre los jóvenes?

–Admiro enormemente a Juan Rulfo, a Juan José Arreola y a Octavio Paz. Con Juan Rulfo vivo nuevamente mi niñez en aquel pueblo lleno de sombras y de viento “…uno lo oye a mañana y tarde, hora tras hora, sin descanso, raspando las paredes, arrancando tecatas de tierra, escarbando con su pala picuda por debajo de las puertas, hasta sentirlo bullir dentro de uno…” Y con Octavio Paz vivo la poesía que yo hubiera soñado escribir.

–¿Qué obras te hubiera gustado escribir?

–Muchas, Elenita, soy muy ambiciosa. Entre ellas, El lobo estepario, de Hermann Hesse; las Residencias en la Tierra, de Pablo Neruda; El proceso, de Kafka.

–¿Y qué escritor extranjero más te ha impresionado?

–Kafka, sin lugar a duda. En él encuentro un gran acomodo; es decir, cuando leo a Kafka me siento en mi casa, rodeada por las cosas que conozco, que siento y sufro. No me parece lejano ni exótico, sino alguien o algo que día tras día encontramos a cada paso o llevamos dentro.

–¿Qué estás haciendo con tu juventud?

–Aprovecho esa enorme inquietud que es la juventud, para estudiar, conocer y descubrir todo lo que más adelante se transmutará en vivencias auténticas y provechosas.

–¿Qué planes tienes para el futuro?

–Escribir mucho, Elenita.

En lo que me identifico con Amparo Dávila es en que no cree en la literatura de la inteligencia pura o la imaginación absoluta, sino en la de todos los días, la que todos experimentamos a lo largo de los años de nuestra vida, le gustan los libros que la remiten a su propia vida, a lo que ella ha experimentado y sufrido y gozado, la del diario y la de la memoria.

El Fondo de Cultura Económica, casa editorial de Dávila, publicó en un volumen sus tres libros de cuentos, además de uno inédito: Tiempo destrozado (1959), Música concreta (1961), Árboles petrificados (1977) y Con los ojos abiertos (2008).

Una presencia perturba a los personajes de El huésped en Tiempo destrozado: “No fui la única en sufrir con su presencia. Todos los de la casa –mis niños, la mujer que me ayudaba en los quehaceres, su hijito– sentíamos pavor de él”. A partir del momento en que publicó Tiempo destrozado, la autora supo transmitir el suspenso, el terror, la angustia, todos los miedos que alteran al lector y lo obligan a preguntarse qué otras emociones le depararán los siguientes cuentos.

También el Fondo de Cultura Económica hizo una muy bella edición de su Poesía reunida que incluye Salmos bajo la Luna (1950), Perfil de soledades (1954), Mediaciones a la orilla del sueño (1954) y El cuerpo y la noche (1965-2007).

Ahora que todos los libros de Amparo Dávila están en circulación habría que recordar que primero fue poeta. “Si alguien hubiera dicho:/ la soledad se nutre de párpados caídos,/ de silencios dormidos en la noche del ángel;/ la soledad es una inválida semilla,/ heredad antigua, cadena y mortaja…/ Pero nadie lo dijo”.

Como dice muy bien la contraportada de su libro de poesía, la obra de Amparo Dávila es única en la literatura mexicana. Nadie como ella, nadie con esa introspección y complejidad. En su escritura, Dávila sabe todo de los trastornos mentales y con gran razón la escogió Cristina Rivera Garza, ya que descubrió en ella a un personaje único, lleno de singularidades y pasiones que van mucho más allá de la literatura a la que estamos acostumbrados. Dentro de nuestra narrativa, Amparo Dávila en sin lugar a dudas una de las más fascinantes escritoras mexicanas.



domingo, 13 de marzo de 2016

Elena Garro y su amor por los campesinos

13/Marzo/2016
La Jornada
Elena Poniatowska

No conocí ser más adictivo que Elena Garro; cuando la traté la viví como una droga, con necesidad y angustia. Los días tenían sentido sólo si ella aparecía, si me dirigía una palabra, una mirada. ¡Esta niña es un Renoir!, decía, y yo sentía que la Virgen me hablaba.

Elena nació en Puebla el 11 de diciembre de 1916 (pero ella insistía que en 1920), y aunque faltan varios meses para su centenario, las universidades, los institutos, las escuelas y los críticos se han propuesto dedicarle todo 2016 para releer y difundir su obra. Darle el lugar que merece en nuestras letras es la misión de muchos fans que creen que no ha sido lo suficientemente reconocida.

La conocí junto a Octavio Paz en 1954. Tuvimos largos años de amistad antes de 1968. A raíz del 68, Elena y yo ya no estuvimos del mismo lado. No entendí su devoción por el secretario de gobierno Fernando Gutiérrez Barrios, al que ella llamaba D’Artagnan. A su regreso a México, después de una larga ausencia, Helenita Paz me llamó y me pasó a su madre; apenas era un hilo de voz, tal vez una prueba que Elena ponía al poder hipnótico de sus palabras, a su inmenso poder de seducción. Me contó que se les había perdido una gatita. Hablamos poco.

El 26 de julio de 1998 recibí una buena alegría: una carta de la Chata Paz escrita en un francés que ya quisiera yo y con un poema suyo dedicado: Petit Pierrot lunaire para darme las gracias por el libro sobre su padre: Las palabras del árbol. Sentí que me había llenado los brazos de flores, tantas que apenas podía retenerlas.

Por la enfermedad de mi madre no pude ir al sepelio de Elena Garro el domingo 23 de agosto de 1998, en Cuernavaca, pero acompañé a Helena Paz en su dolor.

Me quedo con la Elena Garro de mi juventud, la gallarda, la avasalladora, la furiosa, la que seducía con sólo hacer su entrada. Guardo muy buenos recuerdos de París, en su departamento de la rue de l’Ancienne Comédie, en su compañía que decían había sido de Molière. Con ella, la ciudad de mis primeros años cobraba una dimensión distinta. Cualquier acontecimiento, en México o en París, en su casa de Alencastre, en las Lomas de Chapultepec, o en Cuernavaca, cambiaba de color, de textura, de temperatura. Sus cuentos de La semana de colores, el formidable La culpa es de los tlaxcaltecas (que fascina a Sergio Pitol), me supo muy distinto al resto de la literatura mexicana. Su vuelo era más alto, su movimiento más gracioso. Elena Garro es nuestro Marcel Schwob, nuestro Jules Renard, nuestro Jean Giraudoux, nuestra Alicia en el país de las maravillas, pero es también el Juan Rulfo femenino, a todas luces, la gran escritora mexicana, la que todo poetiza y transforma.

Los recuerdos del porvenir es una novela joven, vital, lírica que conjuga la magia, la luminosidad, la poesía y la acción: Helencitos, ha escrito usted un libro maravilloso –se fascinó Octavio Paz, quien sacó del célebre baúl el manuscrito y lo llevó a Joaquín Díez-Canedo. En esas 250 cuartillas se evidencia hasta qué grado la autora estaba ligada a su país, a los campesinos y a la Revolución Mexicana. A pesar de que Elena viajó mucho y estuvo fuera durante largas temporadas, sabe de las cocadas y las botas federicas, las tertulias al atardecer, las aguas frescas y los amores intensamente callados, porque en pueblo chico el infierno es grande.

Los recuerdos del porvenir nos muestra a una Elena Garro impredecible y no la que discutía desde la mañana hasta la noche sentada sobre la alfombra avellana de su casa, sino la Elena que sabía del campo, amaba al animalero de plantas y de árboles y al animalero de hombres, mujeres y niños, y podía describir hasta la menor nervadura de la hoja de un árbol, una Elena llena de sol (y también de luna) que supo hablar de perfumes, de sabores, del calor de Iguala, con palabras fogosas, embrujadoras, que refrescan y dan un sabor distinto a nuestra literatura. ¿Es una novela autobiográfica?, le pregunté en alguna ocasión:

–Pues sí, porque está hecha con lo que me acuerdo de mi infancia; son los recuerdos de un pueblo donde viví. La escribí en París en 1951. La escribí muy rápido. Luego se quedó guardada en un cajón. A Octavio le gustaba mucho, pero a mí siempre se me perdía. La olvidé en un hotel en Nueva York y más tarde mi hermana, que iba de pasada, recogió el baúl abandonado con todos mis papeles. Además se me quemó. Toda desbarajada y mochada la remendé y le llegó a Joaquín Díez-Canedo, quien la publicó. Estaba en París, enferma, en la cama, y para no aburrirme empecé a escribirla. La terminé muy rápido, en mes y medio. Toda la gente que sale allí es gente de verdad y muchos viven todavía. Los apellidos son de Iguala. El pueblo es Iguala, en Guerrero. Los personajes son mis conocidos, los vi todos los días hasta que vine a México. Yo era una niña muy vagabunda y me escapaba de la casa. Mi hermana Devaki y yo éramos muy fisgonas, andábamos siempre en la calle husmeando, conocíamos a todo el pueblo, íbamos de tejado en tejado, de árbol en árbol, nos metíamos al cuartel, a la comandancia militar... ¡éramos la peste! Juan Cariño, el loco, es real. Lupe y Juan Urquizo, ese español que se presenta un buen día y desaparece misteriosamente, también. El general Rosas y Julia, su querida, vinieron realmente a Iguala, yo los conocí, hicieron barbaridades y se fueron. Todo eso que yo veía de chica, esos personajes así muy mágicos, porque cuando eres chica todo es muy extravagante, todo eso lo armé y le metí una intriga. En realidad este libro es un compendio de varios años de infancia.
Elena Garro ha quedado tan ligada a Octavio Paz que es fácil escuchar ¡Ah, sí, la que fue mujer de Paz!, una frase machista que forma parte de su identidad y una exclamación que encierra una historia de amor y de odio que identifica a la pareja.

Contradictoria a más no poder, al igual que sus personajes –de ella misma decía que era una partícula revoltosa–, Elena se fue destruyendo y quién sabe si sus admiradores la acompañaron en su caída, la legión de fieles seguidores, amigos, familiares, enamorados, quienes frecuentaron su casa en la avenida Nuevo León y luego en las Lomas; los incautos que tocaron a su puerta, los embrujados por su magia y los despistados que nunca faltan.

Para la escritora y académica de la lengua Silvia Molina, Elena Garro es indudablemente la mejor escritora de finales del siglo XX mexicano: “Sólo bastó para que le reconozcamos su formidable talento escribir dos libros: Los recuerdos del porvenir y La semana de colores, los más sobresalientes, desde mi punto de vista”.

Sujeta a depresiones profundas, las cóleras de Elena fueron sagradas cuando defendió a los campesinos de Morelos, de Ahuatepec, de Atlixco, de Cuernavaca. Amiga del entonces jefe del Departamento Agrario, Norberto Aguirre Palancares, Elena se la pasó en la Secretaría de la Reforma Agraria en la Ciudad de México, yendo y viniendo entre los escritorios de los burócratas, exponiéndoles los asuntos de multitud de campesinos que arribaban de Morelos y de Guerrero. Como estos trámites tardaban hasta meses, Elena alojaba en su casa no sólo a los campesinos que no tenían adonde ir ni qué comer, sino al líder de los copreros, César del Ángel, personaje nefasto que le dio de cocos y nunca logró gran cosa para los que viven en la costa.

Los campesinos de Ahuatepec la miraban como a un Zapata femenino y les parecía lógico que ella enarbolara su bandera y marchara al frente de su batallón de sombrerudos. Se le veía siempre con su abrigo de piel de camello y sus trajes color miel, elegantísima. Alguna vez, en una audiencia, le pregunté si no le parecía inapropiado su vestuario entre tanta pobreza, tanto deshilacherío, y me respondió: No soy una hipócrita, que me vean tal como soy, que me conozcan tal como soy. No tengo nada que esconder, a diferencia de otros sepulcros blanqueados, escritores que se fingen indigenistas y en el fondo son racistas; juegan un doble juego, porque se fingen salvadores de los indios, pero están muy contentos de ser blancos y rubios. ¡Qué gran asco me dan! Si yo soy dueña de un abrigo de pieles, me lo pongo donde sea y cuando sea. No lo voy a esconder.

Con su hermana Deva (comunista y casada con Jesús Guerrero Galván) discutía mucho sobre su activismo y la repartición de las tierras: “Nos peleábamos todos los días, y yo le decía: ‘A ti y a mí no nos matan porque somos güeras, pero a estos pobres campesinos, tan pobres, tan indefensos y tan indios, pues les pegan un tiro en la cabeza y ni quien se mueva’, y ella me decía: ‘¡Ay, qué reaccionaria!’”

Elena era católica y siempre adoró a la monarquía. Pensaba escribir un libro sobre los Romanov y ella y la Chata (Helena Paz) hablaban durante horas de Anastasia, aferradas a la creencia de que había sobrevivido a la masacre. Madre e hija enumeraban, siempre sentadas en posición de loto sobre la alfombra, a toda la dinastía Romanov, Nicolas II, el jefe de familia; Alejandra, la emperatriz, y las cuatro grandes duquesas: Olga, de 22 años; Tatiana, que caminaba como una bailarina, incapaz de soltar a su perrito; María, de 18 años, y finalmente Anastasia, de 16, todas preocupadas por Alexis, el niño de 13, frágil y delgado, a quien Rasputín no logró curar. Fueron asesinados en lo más negro de la noche, a las 3:15 de la madrugada, aseguraba la Chata. Odio a los Rojos. Lenin es un miserable, Stalin es peor. Esa novela a Elena se le quedó en el tintero, pero en cambio produjo La semana de colores y una cantidad de obras de teatro totalmente seductoras que hicieron que Carlos Monsiváis la considerara la mejor dramaturga mexicana. La puesta en escena de El hogar sólido, que hizo Poesía en Voz Alta, con Octavio Paz a la cabeza, triunfó en grande. La señora en su balcón, La sopa de poro y papa, El encanto, tendajón mixto, La mudanza, El árbol, Andarse por las ramas, La dama boba, Los perros (Devaki y Elena son los perros en El día que fuimos perros) y Los pilares de doña Blanca son obras líricas y fascinantes ahora representadas en varios escenarios universitarios.

Me pregunto qué haría Elena Garro si se enterara de que en Iguala –el pueblo que la vio crecer y le inspiró el libro que todos ponderan– desaparecieron 43 normalistas, la mayoría hijos de campesinos sin recursos ni poder político. Seguramente iría hasta la Procuraduría General de Justicia al frente de una marcha y no se separaría de los padres de los muchachos como no lo hizo de los campesinos que cobijó bajo su abrigo de piel que cubría su corazón y sobre todo su indefinible y valiosa originalidad.

Por último, quisiera recordar a Helena Paz Garro, la Chata, hija de dos personajes fuera de serie. También ella fue capaz de darnos unas memorias muy bien escritas y muy amenas; todavía recuerdo la admiración que sentí cuando puso en mis manos, en su casa de Cuernavaca, varios centenares de páginas escritas a renglón seguido que demostraban su capacidad literaria y amorosa. La Chata fue –al entender de muchos– la víctima de dos personajes centrales en la cultura mexicana. Por desgracia ninguno supo abrir las manos y la enjaularon en un abrazo mortal.

domingo, 6 de marzo de 2016

Centro Mexicano de Escritores

6/Marzo/2016
Confabulario
Huberto Batis

Cuando me presenté en el Centro Mexicano de Escritores (CME) con la carta de recomendación que me dio Agustín Yáñez pregunté por Margaret Sheed, la directora. El secretario del Centro, Felipe García Beraza, me dijo que ella estaba en Estados Unidos, pero me invitó a las reuniones de los becarios. Ahí conocí algunos amigos míos, como Sergio Galindo, Emilio Carballido, Luisa Josefina Hernández, Marco Antonio Montes de Oca y otros. Cuando salíamos de las sesiones nos sentábamos en la banqueta para beber cervezas envueltas en bolsas de papel —como en las películas gringas— que comprábamos en una tiendita que había cerca del CME.

Sergio Galindo y yo fuimos muy buenos amigos. Me invitaba a comer a su casa, incluso en las Navidades, y me empezó a publicar en la revista La Palabra y el Hombre, de la Universidad Veracruzana. También fuimos compañeros en el Instituto Nacional de Bellas Artes (INBA). Cuando fui director de la Revista de Bellas Artes, él era director de las casas de la cultura en el país. Una década después, en los años 70, coincidimos en la Dirección de Literatura de la Secretaría de Educación Pública (SEP), que estaba a cargo de María del Carmen Millán. Ahí, Gustavo Sainz y yo lo invitamos a trabajar con nosotros, pero nos dejó para regresarse al INBA, donde fue su director. Al día siguiente de que dejó su cargo en Bellas Artes no tenía lana para comer. Le dieron chamba en la UNAM como corrector de estilo en el Instituto de Investigaciones Estéticas. Después, el presidente Miguel Alemán –que era miembro honorario de la Academia Mexicana de la Lengua– le regaló una casa en la colonia Anzures. También coincidimos en la Feria de San Marcos, de Aguascalientes, como jurados del Premio de Poesía que otorgamos a José Emilio Pacheco, y en el relajo de la feria.

Agustín Yáñez me quiso nombrar académico de la Lengua cuando lo designaron su director. Lo propuso en una reunión en casa de María Amparo Dávila, en la colonia Anzures, pero José Luis Martínez se opuso diciendo que era muy joven. Entonces Yáñez le pidió que cuando muriera y él lo sucediera en la dirección, me nombrara, cosa que nunca ocurrió. Ante ese mandato hereditario, José Luis me contestó que no podía hacer nada, que los académicos me tenían que proponer. Nunca lo han hecho, y eso me enorgullece.

El Centro Mexicano de Escritores acostumbraba invitar a personajes de la literatura, mexicanos o extranjeros, para que nos hablaran de sus trabajos. En una ocasión invitaron al poeta Carlos Pellicer. Nos insultó por estar recibiendo dinero y becas de Estados Unidos y tener a una gringa como Margaret Shedd enseñándonos a escribir. Su enojo se debía a que lo habían encarcelado junto con el poeta José Carlos Becerra por sus protestas en el centro de la ciudad en contra del gobierno de Estados Unidos. Cuando se cansó de insultarnos se levantó y se salió. Una secretaria lo detuvo y le dio un sobre con dinero por su conferencia brevísima. Entonces, Pellicer se regresó y dijo, sacando el dinero de la bolsa de su saco: “Ya también me han comprado. Hablemos de literatura”. Y nos dio una conferencia magistral.

Otro de mis amigos en el Centro Mexicano de Escritores fue el dramaturgo Emilio Carballido. Él me invitó a dar clases de “Comprensión de textos” a los estudiantes de la Escuela de Teatro del INBA. Ésta ha sido una de las encomiendas más difíciles que he tenido. En la clase los actores hablaban en voz alta sin ponerme atención. Se ligaban entre sí, se reclamaban y los que estaban por representar inmediatamente algún papel se cambiaban de ropa ahí mismo. Así que tenía que ver desnudos a alumnos y alumnas que sin pudor se cambiaban de ropa. Me harté cuando las alumnas empezaron a tirarme la onda. Cuando me subía a mi coche, ellas se subían y no las podía bajar. “No se va hasta que nos dé un beso”, me decían. Harto de todo jamás regresé. Carballido me perseguía para que calificara a los alumnos, pero siempre me negué a pasarlos gratis.

¿El Colmex o el CME?

Puedo decir que en los inicios de mi formación tuve doble alma mater: la UNAM y El Colmex. Cuando intenté entrar al Centro Mexicano de Escritores, Alfonso Reyes me dijo que esa beca era incompatible con la de El Colmex y que debía elegir entre ambas. Me decidí por la segunda opción porque creía que era indefinida. Pero a la muerte de don Alfonso Reyes en diciembre del 59, su nuevo presidente, Daniel Cosío Villegas, decidió deshacerse de esos “vagos poetastros y dizque literatos”. Entre ellos estaba Octavio Paz, a quien le fue rescindida su beca. En respuesta, Paz escribió una carta en la Revista de la Universidaddenunciando al “cuentachiles” de Daniel el travieso.

Antonio Alatorre nos quiso salvar a mí y a Augusto Monterroso, que también era becario. Nos ofreció empleo en el Departamento de Historia. El trabajo consistía en fichar toda la correspondencia diplomática del siglo XX del Archivo de Relaciones Exteriores. Nos hicieron una prueba con cronómetro para ver en cuánto tiempo podíamos hacer una ficha de un embajador que decía: “Celebramos el 15 de septiembre El Grito, con invitados de todos los países” y demás asuntos de tanta importancia. Esa era la ficha. No nos iban a dar la correspondencia secreta, la delicada, con mensajes en clave. Esos asuntos importantes no estaban allí. A los dos días Monterroso y yo nos vimos las caras y nos  dijimos: “¿Cómo vamos hacer este trabajo inmundo, de esclavos, de galeotes?” Abandonamos El Colmex sin despedirnos. Tiempo después, Cosío Villegas, que tenía mucha influencia en el Banco de México, donde yo trabajaba, le pidió al director general, Rodrigo Gómez, que me comisionara a ese trabajo. Le dije al director que no quería hacerlo. Me respondió: “Pues no te puedo obligar”. Y por segunda vez escapé de las garras del gran autor de la Historia general de México, que me persiguió con su paraguas un día al salir del elevador y que coincidimos. Todo eso se lo conté a Enrique Krauze cuando estaba escribiendo la biografía de Cosío Villegas y no lo consignó.

Las tripas del general Sobarzo

6/Marzo/2016
Jornada Semanal
Ana García Bergua

Fue Rosa Beltrán, en su excelente discurso de entrada a la Academia Mexicana de la Lengua, quien en semanas recientes recordó a Nellie Campobello y su Cartucho. Por lo que he visto, pareciera que periódicamente hay que estar sacando Cartucho de una especie de olvido, de letargo lector que se niega a darle el papel que le corresponde en nuestra literatura. ¿Han leído ustedes Cartucho? Yo seré muy honesta y les confesaré que no lo conocía, era de esas lecturas que uno va olvidando buscar. Lo bueno es que ERA tiene una edición magnífica, con un estudio preliminar muy esclarecedor de Jorge Aguilar Mora. En el año 2000, Christopher Domínguez saludó esta edición y dijo, como diría Rosa dieciséis años después, que Cartucho debe ser reconocida y leída como la gran obra que es, piedra fundadora de una literatura que abre el camino a Rulfo o incluso, dice Aguilar Mora, a Cien años de soledad.
Esta edición, hay que decirlo, lleva siete reimpresiones, de modo que existen los lectores de Cartucho, pero no lo gritan lo bastante fuerte. Cartucho es tan buen libro como Pedro Páramo, su prosa es tan buena como la de Arreola, Efrén Hernández o Rosario Castellanos. ¿Y entonces? Los estudiosos delmainstream no lo traen a cuento, tampoco los que estudian a las escritoras o a los raros. Y eso sí que es raro.
Y no sólo hay que leerlo porque, al igual que la Chihuahua retratada en los relatos que componen este libro, el país está ahora sembrado de muertos –sería absurdo decir que Pedro Páramo es un libro pertinente sólo porque ahora nuestros pueblos están llenos de fantasmas–, sino porque Cartucho se adelantó a su tiempo y a su literatura. ¿Es Cartucho un libro de cuentos? La edición de era dice claramente como subtítulo: Relatos de la lucha en el norte de México. Sin embargo, Cartucho me parece a mí una novela modernísima, hilada por un solo punto de vista que, si bien va contando historias distintas, muertes distintas, las hace desfilar con un ritmo parejo, como los capítulos de una sola vida, de una sola memoria que devuelve la percepción infantil de la guerra, una visión amoral, descarnada, tierna, horrible y a la vez poética. Algunos de sus párrafos serían ahora microficciones, miren:
“¡Tripitas, qué bonitas!, ¿y de quién son?”, dijimos con la curiosidad en el filo de los ojos. ‘De mi general Sobarzo –dijo el mismo soldado–, las llevamos a enterrar al camposanto.”
O esta:
“El Peet le dijo a Mamá: ‘Ya se fueron todos, acabamos de fusilar al chofer de Fierro, y en el camino nos fue contando bastantes cosas, dijo: El general Fierro me manda matar porque dio un salto el automóvil y se pegó en la cabeza con uno de los palos del toldo. Me insultó mucho, y me bastó decirle que yo no conocía aquí el pueblo para que ordenara mi fusilamiento. Está bueno, voy a morir, andamos en la bola, sólo les pido que manden este sobre a Chihuahua, que se sepa siquiera que quedé entre los montones de tierra de este camposanto’.”
Y así van desfilando, capítulo tras capítulo, muertos de nombre y apellido. Algunos célebres como Urbina y Felipe Ángeles, otros que sólo pasaban por ahí o que cometieron un pequeño error, como en todas las guerras. Los muertos de Cartucho llevan el sino de la muerte ciega y absurda en las batallas de siempre, desde que el hombre existe y la guerra existe; la prosa delicada de Campobello les da esa dimensión profunda. Son un puñado de muertos que han asumido su destino y en Cartucho van pasando a la foto previa al paredón, individuales, con su pequeña historia que una niña cuenta. Un sembradío de muertos, muertos bellos, muertos llorados pero ansiados también, muertos que son los juguetes de la niña y la tristeza de su madre en medio de la revolución. Una madre villista cuando a Villa se le consideraba un bandido y a sus huestes una bola de salvajes.
Muchas regiones del país se deben parecer ahora, por desgracia, a Cartucho. Muchos niños ven, quizá, a tanto muerto de esa manera descarnada, curiosa y amoral, y a la vez, de maneras extrañas, enternecedoras, porque los sentimientos de la niña son buenos. Ya dice mucho mejor Aguilar Mora queCartucho es una mezcla inusitada de géneros: las memorias, la poesía, la crónica, el cuento, y yo no desarrollaré más el tema porque lo que quiero es que ustedes dejen esta columna y corran a leer o a releer, como ustedes quieran, Cartucho.
Sólo una cosa más: Nellie Campobello comenzó Cartucho en 1931. ¿Quién escribirá en 2031 lo que ahora está pasando?.