domingo, 9 de agosto de 2015

Pedro Páramo: voces del más allá

9]/Agosto/2015
Confabulario
Leopoldo  Lezama 

“No tengo la fecha exacta, si fue a comienzos de 1944 o principios de 1945 cuando Arreola me dijo: Mira, vamos a que conozcas a un cuate que te va a caer bien. La oficina donde trabajaba Rulfo estaba a cien metros de la redacción del periódico El Occidental, periódico muy reaccionario, muy católico, donde trabajaba Juan José Arreola. A Rulfo lo habían mandado a una oficina gubernamental de migración, y ahí lo conocí”. La voz de Antonio Alatorre se escuchaba amable, confiada. Unos minutos antes me había disuadido de hacer pleitesías cuando le agradecí el haber tomado la llamada: “Déjate de exordios. No soy el sumo pontífice”. Una semana después, en la puerta de su casa, me entregó un texto titulado “Dos apostillas rulfeanas”, con lo que quedaba concluida una larga investigación en torno al origen de la novela del escritor jaliscience.

Era diciembre del año 2006, se acercaba el 90 aniversario de Juan Rulfo y había pasado más de un año recopilando testimonios de amigos, alumnos del Centro Mexicano de Escritores, editores y críticos del narrador (Huberto Batis, Samuel Gordon, Beatriz Espejo, entre otros). Al ver el resultado en su conjunto, me di cuenta de lo más importante: había tenido la oportunidad de reunir a los tres hombres aún vivos que conocieron el proceso de elaboración de la novela, que abarcó de septiembre de 1953 (fecha en que a Rulfo le renuevan la beca Rockefeller del CME) a octubre de 1954, cuando el texto fue entregado a las oficinas del Fondo de Cultura Económica con el título definitivo de Pedro Páramo. Este hecho desentrañó una de las grandes leyendas de la Literatura mexicana: la supuesta ayuda que Juan Rulfo recibió para editar y corregir su obra cumbre. Está demás decir que los tres testimonios que hoy entregamos a los lectores no tienen un carácter secundario, pues tanto Antonio Alatorre como Emmanuel Carballo y Alí Chumacero, son piezas centrales de la Literatura mexicana moderna, y descubridores, editores y primeros críticos de Juan Rulfo. Basta recordar que dos de los tres primeros cuentos, “Nos han dado la tierra” y “Macario”, se publicaron en los números de Julio y Noviembre de 1945 en la revista Pan dirigida por Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Por su parte, Emmanuel Carballo escribió en 1954 el ensayo “Arreola y Rulfo cuentistas”, donde se apreciaba por vez primera la grandeza del escritor nacido en la hacienda de Apulco, y fue además compañero becario en el CME, cuando Rulfo escribió la obra que le dio renombre mundial.

Pedro Páramo, la memoria del génesis

En su oficina ubicada entonces en el penthouse del Fondo de Cultura Económica, sentado en un gran sillón de piel, Alí Chumacero recordó el año exacto en que conoció a Juan Rulfo: “Yo conocí a Juan Rulfo apenas y muy ligeramente en Guadalajara. En 1929 sería imposible porque yo nací en 1918 y yo tenía once años entonces, y él tenía doce. Yo nunca lo vi en Guadalajara sino hasta el cuarenta y dos. Después lo encontré en México e hicimos una gran amistad, sobre todo con la gente de Jalisco, con Carballo, con José Luis Martínez, con Arreola. Como yo me formé en Guadalajara, y ellos eran todos de por allí, pues hicimos una gran amistad. Yo trabajé junto con Juan en el Instituto Indigenista, en el departamento de ediciones. Estuve yo ahí con él durante un año y llevamos una buena amistad. Cuando me vine a trabajar al Fondo de Cultura, él hizo los libros, y luego me los dio para entregarlos al director. Fueron aprobados en seguida, e hicimos la edición en la colección Letras Mexicanas. Allí aparecieron los dos libros, el libro de cuentos y la novela célebre”. Chumacero fue becario del Centro Mexicano de Escritores cuando Rulfo trabajaba en la composición de “El llano en llamas”; de ese periodo, Chumacero recuerda la renuencia de su compañero a recibir comentarios respecto a su escritura: “Estuvimos juntos en la beca en 51-52. Él presentó los cuentos y yo le hice alguna crítica. Él la acogió con mucho cariño, y le dije: Mira esto, y parece que esto otro está desmedido, y es necesario que lo veas con más cuidado. Y él me dijo que sí, que tenía yo razón. Cuando lo publicó no le había cambiado ni una coma, ja, ja, ja. Él estaba convencido de su capacidad, de su calidad, de su forma expresiva, que no tenía que ver nada con la mía. Entonces a mí me dio mucha risa y lo felicité, le dije: Hiciste bien, porque un escritor en lo posible, si está muy convencido, debe respetarse a sí mismo y no respetar a los demás. En cuanto a la famosa leyenda que durante décadas subsistió al respecto de la supuesta ayuda que Rulfo recibió de sus contemporáneos jaliscienses, Chumacero precisó: “Ésa es una de las grandes mentiras que se inventan siempre en torno de una obra maestra. Arreola se juntó con él, y me lo contó aquí en el Fondo de Cultura, y me dijo que habían visto la novela, la habían manejado entre los dos, para armarla debidamente, para hacer que funcionara y que caminara. Porque como estaba hecha en corrientes, en estratos diferentes, había que ver cómo intercalarlos a fin de que fuera efectiva. Yo creo que lo lograron muy bien, y digo lo lograron, en plural, exagerando un poco. Pero no, no tuvo absolutamente nada que ver Arreola en la producción de la novela. También se ha dicho que yo le corregí la novela. Eso es simplemente una graciosa estupidez. Yo no le corregí ni una coma a lo escrito por Juan Rulfo, absolutamente nada. Yo hice la edición como tipógrafo, yo soy, más que un escritor, un tipógrafo, un hombre de libros, que hace libros, que sabe o que supo hacer libros, pues ya se me está olvidando. Pero no soy una persona que corrija a nadie, y menos a Juan Rulfo”. Esta afirmación contradice a lo manifestado por Juan José Arreola unas semanas después de la muerte de Rulfo, cuando le confesó a Vicente Leñero: “Estábamos en Nazas, a cuadra y media del Fondo de Cultura. De lunes a sábado salió Pedro Páramo por fin, porque no iba a salir nunca (Pausa). Lo que yo me atribuyo, no me lo atribuyo: es la historia verdadera: cuando logré decidir a Juan que Pedro Páramose publicara como era: fragmentariamente. Y sobre una mesa enorme, entre los dos nos pusimos a acomodar los montones de cuartillas… Dios existe. Yo creo en Dios. ¡Esa tarde existió!”[1] Y si Chumacero admitió que Arreola y Rulfo llegaron juntos a su oficina a entregar el mecanuscrito, y que “la habían manejado entre los dos”, niega que el primero haya tenido algo que ver en su resultado final.

Chumacero no perdió oportunidad de hacer un homenaje a la novela de ese hombre a su juicio “muy callado y muy tranquilo”: “Entonces pasó a ser la gran novela del siglo XX y yo creo que de cierta manera lo es. Es una novela en que la imaginación se confunde con lo que es propiamente la literatura, en que la imaginación es poesía, en que la imaginación alcanza los más altos momentos de un hombre solitario, callado, discreto, decente, limpio, bueno, que tenía una soledad muy viva. Era un verdadero incendio por dentro y lo supo emitir, transformar en palabras, y hacer esa novela que para mí es una novela cumbre; un texto que no sólo revela la imagen de un pueblo, la imagen de un rincón, el rincón de su tierra, sino que revela una de las imaginaciones más violentas, más hermosas, más vivas de la literatura mexicana. Juan Rulfo, es, pues, una de las figuras que quedarán entre los muy grandes escritores que llevan la batuta, el mando en nuestra literatura. Él quedará al lado de los mayores; más aún, su escasa obra, su pequeñísima obra, es mayor a la de muchos escritores que han hecho veinte o treinta libros. Juan Rulfo no sólo tenía mi cariño, sino mi respeto. No era un escritor pulido en el sentido exagerado de la palabra. Era un escritor imaginativo, un escritor que se proyectaba con genio más que con técnica, que sabía que la belleza es una forma inexplicable”.

Al final de la entrevista, el poeta nos confesó un dato curioso: en un fólder de piel oscura donde guardaba manuscritos de sus amigos (poemas inéditos de Villaurrutia, Gorostiza, Owen), tenía un cuento inédito de Juan Rulfo que transcurre en el mar, y cuyo personaje está inspirado en José Revueltas. Con mucho humor, añadió: “Ese sí lo saqué porque era muy malo”.


Emmanuel Carballo, luces y sombras
No fue sencillo entrevistar a Emanuel Carballo y menos tratándose de Juan Rulfo. En la biblioteca de su casa de Contadero, cerca del Convento del Desierto de los Leones, el autor de Protagonistas de la Literatura mexicana estaba más preocupado en mostrarme su ejemplar de Paradiso autografiado por su autor, José Lezama Lima, que por comenzar la charla. Finalmente, tomó asiento, puso un gesto de cierta molestia y comenzó: “Yo conocí a Rulfo en 1950 ó 1951 en Guadalajara. A Guadalajara recalaban de cuando en vez jalisciences o heredojalisciencies como dice Alí Chumacero, que iban a pasar allá sus vacaciones, a olvidarse de la Ciudad de México y ver a sus viejos amigos”. Después hizo un inédito y desconcertante retrato de su paisano: “Rulfo nunca miraba de frente, era una mirada que se avergonzaba de mirar de frente. Al mismo tiempo estaba listo para darte una puñalada. Rulfo era un hombre malo. Como ser humano era un hombre muy acomplejado. Quería ser el mejor, y no podía en la vida diaria, cuando en la literatura llegó a ser uno de los mejores, y no de la literatura mexicana, sino de la literatura universal. Ya había sucedido lo de El llano en llamas, ya empezaba a conocer las mieles de la literatura y no las hieles, que no las conoció. De no tener nada, llegó a tenerlo todo. Su mujer, Clara Aparicio, era una mujer, no golpeada por Rulfo, pero sí una mujer muy mal tratada, mal-tratada, no maltratada. No entendía con quién estaba casada. Rulfo tenía un pariente, Pérez Vizcaíno, que hacía radionovelas en la XEW. Hizo una muy famosa que se llamaba Anita de Montemar, que fue una de las más grandes radionovelas que se oían en la XEW en toda América latina. Le decía Clara a Juan: ¡Ay Juan! Deja de escribir esas cosas que nadie entiende, tan feas, tan sucias, tan cochinas, y las cosas que hacen los personajes. Debías de escribir como tu primo, él sí hace literatura fina, dulce, que le ayuda a la gente a ser mejor. Y ahora, Clara Aparicio es la viuda que hace marca industrial en nombre de su marido”. Conforme transcurría la charla, Carballo dibujó un hombre muy distinto a ese amigo “decente y limpio” que recordaba Alí Chumacero: “Es muy lamentable, los hijos de Rulfo nunca salían de las habitaciones cuando estaba Rulfo presente. Yo me acuerdo que cuando escribió Pedro Páramo vivíamos en el mismo edificio. Estábamos recién llegados de Guadalajara; subió a vernos. Pensaba que traíamos tiliches inservibles y que éramos unos huarachudos, no tenía idea de que era una familia importante la nuestra en Guadalajara. Y había una cosa: que toda la gente tenía refrigerador, estufas Acros que vendía Juan José Arreola. Entonces rápidamente compró un refrigerador para Clarita. Siempre estaba en competencia con los demás y quería tener las mejores cosas. Después descubrió un departamento en un edificio que estaba en la calle de Nazas, junto al IFAL y le dije Juan: Acompáñame a ver este departamento, a mí me gusta mucho, me gustaría cambiarme. Había una librería de Cristal abajo y el IFAL estaba a dos puertas. Y me dijo: No, hombre, no te conviene. El hombre es muy, muy difícil, el vecindario muy desagradable. No te conviene. Y uno recién llegado cree que le están diciendo la verdad y que no está haciendo una de las suyas. Yo seguí viviendo en Tigris, y Rulfo a los quince días se cambió a ese departamento. Cosas así de gente mal nacida, que no respetaba. En lugar de ayudar a un paisano suyo que llegaba, que había escrito sobre él, que teníamos una buena amistad”. Luego, como la noche se desprende de su bruma para dar pie al amanecer, Carballo pasó de la persona a la obra: “Yo trabajaba en el Fondo de Cultura, por fuera, ayudándole a corregir galeras a Alí Chumacero. Vi en primeras pruebas de página los cuentos, y pues se requiere estar ciego para no ver que Rulfo es un gran cuentista. Cuando leí “Luvina” quedé verdaderamente obnubilado. Pocos textos tan hermosos se han hecho en México y en lengua española como “Luvina”. Cuando leí “Anacleto Morones”, un cuento desde el punto de vista sociológico y religioso, contra los habladores, los simuladores, los que sacan el dinero a la gente hablando de milagros y de vírgenes y de santos. Es un cuento para mí maravilloso, excelente. Como cuentista me dejó maravillado, y empezó a hacer la novela, y ahí hay muchas incógnitas que no se han revelado. Yo no puedo hablar mucho porque no participé en eso; pero Arreola y Chumacero… Él tenía una serie de fragmentos y le faltaba unirlos. Entonces le aconsejaron que pusiera los fragmentos más o menos en orden y pensara en las elipsis: han pasado una serie de cosas que me callo, y tú lector tienes que adivinar cuáles son. Y con esa técnica hizo Pedro Páramo, y Arreola con esa técnica hizo La feria. Hay puntos de contacto estructurales entre La feria y Pedro Páramo”, es el dato más importante que el crítico literario aporta a la incógnita de la elaboración de Pedro Páramo. En aquellos meses Carballo y Rulfo eran vecinos en Tigris 84; Rulfo vivía en el departamento 1 y Carballo en el 5:

E.C. Estábamos en el Centro Mexicano de Escritores. Él era una especie de supervisor y al mismo tiempo becario. Era una gente muy querida por Margaret Shedd que era la directora, y [Margaret] quería mucho a Rulfo con sobrada razón, como escritor. Difícilmente había un par que se le pudiera poner enfrente. Estaba haciendo Pedro Páramo. Yo corregía pruebas para alcanzar a redondear mi presupuesto en el Fondo de Cultura Económica. Y me tocó corregir las páginas de Anderson Imbert, la Historia de la literatura hispanoamericana, y corrigiendo me encontré una escritora chilena, María Luisa Bombal, de 1920. Y el señor Anderson Imbert no te analiza los libros, te cuenta las historias que cuenta cada libro, y gracias a eso vi que lo que estaba haciendo Rulfo era lo que hizo María Luisa Bombal. El personaje era Susana San Juan, era muy importante. No era un plagio y puedo asegurarlo, no era plagio, Rulfo no conocía la novela. Pasamos un día entero en la librería Robredo, donde está el centro…

L.L. De los Porrúa…

E.C. Sí, de los Robredo, eran Porrúa, Jerónimo y Rafael Porrúa; ahí estaba la librería, en Guatemala y Argentina. Por fin lo encontramos. Rulfo se metió a su casa, lo leyó, no siguió adelante con el plan que tenía. Enloquece a Susana San Juan y surge, poco a poco, poco a poco, Pedro Páramo, hasta que es el personaje central de la obra. Y la otra es una loca, perdió la razón, la adora Pedro Páramo pero no puede desposarla siendo una loca. Cambia totalmente. Esa fue una aportación. Yo de ninguna manera diría que Rulfo era plagiario, que estaba plagiando a la Bombal. No, era una coincidencia. Después de Homero todos somos plagiarios”.

Carballo añadió que Rulfo aprovechó la Semana Santa de 1954 para transformar por completo el argumento, hasta sobreponer a Pedro Páramo como el protagonista de la novela. Si atendemos el propio informe que Juan Rulfo entregó al Centro Mexicano de Escritores en Noviembre de 1953, sabemos que, en efecto, el centro de la novela era Susana San Juan y no Pedro Páramo: “El nombre de la protagonista ha sido cambiado al de Susana San Juan, y el del personaje principal al de Pedro Páramo”. Esta especificación se debe a que originalmente se llamaban Susana Foster y Maurilio Gutiérrez. ¿Fue el parecido con La amortajada de María Luisa Bombal la causa de este viraje tan radical? Carballo habló también de la contribución de Arreola y Chumacero:

L.L. ¿Piensa que Arreola le pudo haber ayudado a Juan Rulfo en la organización de la novela?

E.C. Sí, por supuesto. En la mesa de la cocina o del comedor de Arreola. Arreola hizo la primera [versión], de acuerdo con él, de cómo ordenar los fragmentos de Rulfo. Rulfo se indigna y le parece que no es cierto. Alí Chumacero le ayuda mucho, le ayuda a ordenar las cosas: la ortografía, todas las cosas que le fallaban, la sintaxis, las comas, y dejan un libro bien hecho. Y Alí comete un error verdaderamente tan grande como la Torre Latinoamericana, cuando hace la crítica de Pedro Páramo en el suplemento de Novedades, en el que dice que es una novela realista, una novela más bien hecha en la tradición de, la novela rural revolucionaria, cuando no tenía que ver con la Revolución. Era, no contrarrevolucionaria, pero hablaba de todos los errores de la Revolución mexicana.

L.L. No le auguró un buen destino…

E.C. Vio que era una novela común y corriente, cuando él había ayudado a ordenar la novela. Cuando veía que una coma, alguna cosa no funcionaba, metía la mano.

Al final, Carballo reconoció la responsabilidad absoluta del autor: “Ahora, el mérito total es de Rulfo. Tú ayudas, tú has tenido ayuda, yo he tenido ayuda, todos hemos tenido ayuda. Todos llevamos, sobre todo cuando somos jóvenes, nuestros textos a gentes mayores a que te ayuden a ver las cosas”.

Antonio Alatorre, el deslinde
Acorde con su seriedad, Alatorre decidió entregar por escrito su testimonio sobre su posible responsabilidad en la edición de la novela. El reputado filólogo había sido amigo y editor de Rulfo desde 1945, y había trabajado en la casa editorial que publicó Pedro Páramo en abril de 1955. Su participación era probable, pero en su texto de 2006 su respuesta fue contundente:

I. La leyenda de mi intervención

Hace ya tiempo, tal vez unos dos años, vino Roberto García Bonilla a mi casa a traerme copia del borrador de un libro suyo intitulado Un tiempo suspendido: Cronología de la vida y la obra de Juan Rulfo, y a pedirme que le echara aunque fuera una mirada, por si algo no estaba bien. Le eché la mirada y vi que es un trabajo concienzudo (debe de haberle llevado bastante tiempo), pero marqué unas cuantas erratas o inexactitudes, y sobre todo algunos pasajes que urgentemente pedían aclaración, pues, tal como estaban, podrían mal informar a los lectores. Y allí acabó la cosa. Ni sé si el libro se ha publicado ya, ni he vuelto a ver a García Bonilla, cosa que me fastidia, porque varios de esos pasajes me atañen a mí.

Tengo aquí la copia, que consta de 220 hojas más 30 de “bibliohemerografía”. Allí leo (hoja 174): “Sobre la terminación de la novela de Rulfo se cierne una leyenda: la ayuda que recibió su autor, particularmente la corrección final de Alí Chumacero y Antonio Alatorre”. Y leo también (hoja 175) algo que yo digo en la nota última de mi artículo “La persona de Juan Rulfo” (Literatura Mexicana, vol. X, pag. 245): la “leyenda” de que hice correcciones en Pedro Páramo es “¡falsa, falsísima!”

Pero el libro de García Bonilla no sólo me hace saber que la leyenda sigue viviendo, sino que me revela algo que yo ignoraba. Allí se lee (hoja 138) que en 1979 “Rulfo pidió a José Luis Martínez, director del Fondo de Cultura Económica, la revisión de El llano en llamas y de Pedro Páramo” porque no estaba “plenamente satisfecho [con] los cambios que se habían hecho por sugerencia de los editores Antonio Alatorre y Alí Chumacero”; y en seguida estas palabras de Felipe Garrido, que en 1979 era gerente de producción del Fondo: “Un par de días por semana iba a sentarme con Rulfo…, y durante unas tres horas leíamos juntos los textos y él iba haciendo cambios. Al comparar la edición corregida -publicada en 1980- con las anteriores, se advierten fácilmente las diferencias. Por ejemplo, Rulfo volvió a poner hidrante donde Alatorre había puesto vertedera”; y, siempre según Garrido, al tachar la palabra dijo Rulfo: “No se por qué me deje convencer por Antonio; en su pueblo dirán vertedera, en el mío decimos hidrante”.

Esto es puro cuento. Lo que sucedió es muy otra cosa.   Hay un fragmento de Pedro Páramo que bellamente comienza así: “En el hidrante las gotas caen una tras otra. Uno oye, salida de la piedra el agua clara caer sobre el cántaro”. Y poco después: “Se oyen las gotas de agua que caen del hidrante sobre el cántaro raso”. Pues bien, una vez (nos veíamos muy de cuando en cuando desde que él se vino a México) le dije a Rulfo, palabra más, palabra menos: “Es curioso que llames hidrante a eso. En Autlán lo llamamos filtro, y los hidrantes son esas tomas de agua que hay aquí y allá, a donde va la gente humilde a llenar sus cántaros”. Eso fue todo. En 1955, cuando se imprimió Pedro Páramo -y, según el colofón, “cuidaron la edición José C. Vásquez y Alí Chumacero”-, todo mi tiempo era para El Colegio de México: dirigía mal que bien el Centro de Estudios Filológicos y me ocupaba sobre todo de la exigentísima Nueva Revista de Filología Hispánica. El enorme absurdo de convertirme en “editor” de la novela de Juan sirve de sostén para un absurdo aún más enorme: el de hacerme meter esa palabreja. ¿Qué diablos es vertedera? Tengo que acudir al Diccionario, y veo que es una “especie de orejera que sirve para voltear y extender la tierra levantada por el arado”. Me pregunto qué especie de marciano habrá hecho que de una vertedera caigan gotas de agua clara.

Felipe Garrido aparece citado otras veces: dice que el original que se mandó a la imprenta tiene “cambios, aunque todos son meros retoques, unos de Alí Chumacero, otros de Alatorre” (hoja 158); dice que “muchos de los retoques que hicieron Alí y Alatorre los aceptó Rulfo, y son los cambios que tiene cualquier original” (hoja 149); y dice, finalmente: “En cuanto a Alatorre, pues ahí está su caligrafía; los cambios que hizo son pocos; la mayoría son de Alí” (hoja 175).

Felipe Garrido es hombre serio, y amigo mío además. Por eso me molestan esas mentiras que él, obviamente, cree verdades. Se me ocurre presentar documentos bien certificados y autenticados y sellados que atestigüen que yo dejé de trabajar en el Fondo de Cultura Económica en 1947. Se me ocurre emplazar a Felipe para que ante un tribunal demuestre que en el original que se mandó a la imprenta hay “caligrafía” de Alatorre. Se me ocurre… Pero en seguida me sereno. ¡Bah! Ciertamente la gente que lea los anteriores pasajes va a pensar muy mal de mí. ¿Y? ¡Qué más da!

(Alatorre había escrito en “La persona de Juan Rulfo”, que después de su estadía en Guadalajara, su trato con Rulfo en la Ciudad de México fue “esporádico, aunque siempre afectuoso”. Luego de tomar distancia con la leyenda de la edición de Pedro Páramo, Alatorre escribe de un tema que hasta entonces había sido inaccesible: la relación que Juan Rulfo tuvo con el poder político. Por eso sorprende la segunda parte de su testimonio:)

II. La última vez que hablé con Rulfo

Cuando el señor Miguel de la Madrid comenzaba a recorrer el país “promoviendo” su candidatura a la presidencia, me llegó un día, por teléfono, una voz femenina para notificarme que el candidato deseaba ardientemente reunirse en Guadalajara con los más destacados intelectuales y artistas jalisciences, residentes en Jalisco y también en el D.F., con objeto de tener un “coloquio” sobre temas y problemas culturales. Y agregó la voz telefónica que yo estaba cordialmente invitado a ser uno de los asistentes; un avión del PRI nos llevaría a Guadalajara, tendríamos el “coloquio” por la noche, y al día siguiente nos traería el avión a México.

A punto estaba de contestar que yo no me metía en esas payasadas, cuando me vinieron a la cabeza, como relámpago, unas palabras de Luis González. Yo le había contado que varias veces me habían invitado a los “desayunos de los lunes” en que el presidente Echeverría se hacía acompañar de intelectuales, y que siempre había contestado “No, muchas gracias”, y entonces me dijo Luis: “Pues has sido un tonto. Yo sí he aceptado, y puedo asegurarte que te pierdes de un folklore bastante divertido”. Por eso ahora, en vez de decir “No, muchas gracias”, acepté la invitación, y con regocijo: se me estaba ofreciendo en bandeja la oportunidad de presenciar algo de ese folklore; además, les haría a mi madre y a mis hermanas una visita sorpresa, pagada -¿quién lo hubiera dicho?- por el PRI. (Otro invitado, Moisés González, de El Colegio de México, aficionadísimo al futbol, me dijo que había aceptado porque el día siguiente, domingo, iba a haber un gran encuentro entre el Guadalajara y el América.)

Me imaginaba que iríamos muchos, pero sólo fuimos cuatro. Nos instalaron a los cuatro en el Camino Real, y a media tarde nos convocaron a todos a una reunión previa en el lobby del hotel. Allí un individuo calvo y chaparro, con facha de politiquillo, nos espetó una breve alocución cuya esencia era la siguiente: “Exprésenle ustedes al señor licenciado sus deseos de que a la cultura del país se le aplique una dosis extrafuerte de nacionalismo”. Yo, la verdad, me sentí ofendido. ¿Qué idea tenía de los intelectuales ese calvito que creía que se nos podía “adoctrinar” como a niños de kínder? Tuve que decirle que ésos no me parecían buenos modos, y que cada quien podía decir lo que se le antojara, pero él capoteó la embestida como buen diestro, y yo me callé la boca. Sólo pensé: Ya estamos metidos en el folklore. ¡Buen comienzo!

Al “coloquio”, celebrado en una casa particular, precedió una cena de gala. El candidato llegó con más de dos horas de retraso (en la mañana había estado en Colima, y la cosa había durado más de lo previsto). Venía con una numerosa comitiva, y en ella, entre guaruras y achichincles, ¡a quién veo, sino a Juan Rulfo! Sentí una punzada en el diafragma. ¡Y qué cara la de Juan! Cara de mucho sufrimiento, de enorme cansancio.

Inmediatamente los mozos dejaron de servir jaiboles y nos sentamos todos a la mesa, Rulfo a la derecha del candidato. La cena fue rápida; aún no acababa de servirse el café y el coñac, cuando -¡tilín, tilín!- empezó el “coloquio”. Habló primero un pintor, que hizo exactamente lo que había pedido el “adoctrinador” (cuyo nombre, por cierto, supe más tarde: Carlos Salinas de Gortari). El arte, dijo ese pintor, andaba de capa caída en México porque estaba desnacionalizándose a una velocidad alarmante. En seguida otro pintor, denodadamente, puso como ejemplo concreto a José Luis Cuevas, cuyas obras debieran quedar censuradas y proscritas (¿o quemadas?). El tercero fue un literato, cronista oficial de la ciudad de Guadalajara, que le dijo al candidato más o menos esto: “Si llega usted a la presidencia, como todos esperamos, ojalá atienda también al terreno de la literatura, donde está ocurriendo la misma tragedia. Aquí en Guadalajara, las librerías están llenas de traducciones de novelas extranjeras. De eso se nutren los jóvenes, y, lógicamente, se desmexicanizan y se echan a perder”. Al oír tamaña monstruosidad, no pude aguantarme. Abandoné la cómoda postura de espectador, pedí la palabra y dije más o menos esto: “Aquí hay algo que rechina. Yo, que conocí a Juan Rulfo aquí en Guadalajara en 1944 o 45, puedo afirmar (y él no me dejará mentir) que lo que él leía eran puras traducciones de novelas gringas, ¿y acaso hay, en todo el mundo, alguien que no lo sienta mexicano o lo vea echado a perder?”

Se me olvida qué sucedió después. Lo que recuerdo es que, en vista de lo avanzado de la hora, el famoso “coloquio” terminó muy pronto, sin pena ni gloria (o mejor, con bastante pena y nada de gloria).

Al final estuve platicando unos momentos con Juan. “¿Qué te pasa? ¿No te sientes bien?”, le dije; y me contestó: “¡Ay, Antonio! ¡Si supieras qué cansado estoy, qué desesperado…!”, y algo me habló de sus cuitas. Le dije: “¿Y por qué soportas esto? Aprende a Arreola, que vive aquí, y fue invitado, pero no vino”. Y me contestó: “Yo no puedo hacer como Arreola. Estoy atrapado, Antonio. ¿Cómo quieres que me zafe?”

Fue la última vez que hablé con él. (Hacía mucho que no nos veíamos sino muy de cuando en cuando.) Sentí mucha tristeza, mucha lástima. ¡El autor de esa joya que es Pedro Páramo arrastrado así, para adornar o ennoblecer con su presencia el abyecto circo priísta! ¡Qué doloroso! (Hasta aquí el escrito de Alatorre).

Huellas, interpreaciones, evidencias

La manera en que se concibió y escribió Pedro Páramo, es quizás el mito que ha causado mayor polémica en la historia de la Literatura mexicana. La facilidad de Rulfo para inventar pistas, lugares y hechos falsos, han vuelto difícil el trabajo para los estudiosos que han querido buscar los orígenes de Pedro Páramo; “quería dar la impresión de que se hizo solo, de que parió sin comadrona”, bromea Carballo al respecto. La nula disponibilidad de los actuales poseedores del archivo Rulfo también dificulta un estudio profundo. Por eso es esencial el estudio que hizo Samuel Gordon, quien hacia el año 2000 tuvo a la mano las copias de lo dos mecanuscritos salidos de la misma máquina de escribir Remington Rand de escritorio, con que Rulfo pasó en limpio los apuntes que había hecho en un cuaderno escolar y que rompió posteriormente. Gordon, después de un análisis textual detallado del mecanuscrito llamado Los murmullos y del titulado Pedro Páramo, concluye:

El mecanuscrito resultante, depositado en el Centro Mexicano de Escritores para amparar la beca concedida, llevaba –lleva– por título Los murmullos. El entregado al Fondo de Cultura Económica está titulado Pedro Páramo y, además del marcaje tipográfico anotado a mano en la portadilla, agrega: “Letras Mexicanas” y en el siguiente renglón, “19”.

[…] No cabe duda de que, cuartilla a cuartilla, ambos coinciden y ello nos permite inferir que los dos ejemplares salieron del carro y rodillo de la misma máquina a un tiempo, pero, al no poder contar con los originales, me resulta imposible establecer cual de los dos juegos es copia al carbón del primero y, sobre todo, asignarles las mayúsculas A y B según lo establecen la tradición filológica y el orden del caso, lo que simplificaría nomenclaturas, evitando verborrea y confusiones.

[…] En el mecanuscrito entregado al Fondo existen numerosas marcas tipográficas de separar y crear espacios precisamente para distinguir las secuencias así como, a veces, para unir pasajes. ¿Pertenecen a Rulfo o a manos ajenas? La letra es más fácilmente reconocible que una marca que sólo implica una línea recta y dos curvas.

Las primeras ochenta y cinco cuartillas se hallan paginadas, mediante máquina de escribir, al centro del margen superior.   De la 86 a la 111, la paginación se marca del lado superior izquierdo por el mismo medio. A partir de la 112, en ambos mecanuscritos, aparece otra numeración: sobre el margen superior izquierdo, a máquina, se inicia con el uno, sin marcar, y termina hasta el número 7, que coincide con la página 118 de la secuencia del mecanuscrito, existe además otro foliado por sello automático con numeración coincidente a la general acumulativa, seguramente debido al Fondo de Cultura Económica, por lo que se está duplicando la paginación y triplicando la foliación entre las hojas 112 y 118. Por otro lado, a partir de la 119, se agregan 9 cuartillas, también bajo un doble sistema de paginación que superpone dos series, una numerada a mano sobre el margen superior derecho del 1 al 9 y otra que, después de tachar el 119 a máquina en el centro, continúa desde la 120 para un total de 127 cuartillas mecanografiadas a doble espacio en el ejemplar entregado al Fondo para su procesamiento editorial, las mismas que, sin tantos avatares, exhibe el mecanuscrito del Centro Mexicano de Escritores.

Podemos inferir, por lo tanto, que existieron, en el mecanuscrito del Fondo entre tres y cinco intentos de reorganización macroestructural, seguramente no debidos a Rulfo, según la lección que arroja el homólogo del Centro Mexicano de Escritores.[2]

La pregunta, seis décadas después, sigue siendo la misma: ¿a quién se deben esos varios intentos de reorganización macroestructural de la novela? ¿Fue idea del propio Rulfo? ¿Fue iniciativa de sus editores?

En 2006 entrevisté también al promotor cultural Huberto Batis, quien no es ajeno a esta historia, pues en el corto periodo en que fue gerente del Fondo de Cultura Económica, consiguió un tiraje de 50 mil ejemplares de Pedro Páramo que la casa editorial vendió a la SEP como libro de texto. Batis, quien cada semana tomaba café con Rulfo en la antigua librería El Juglar, añade una anécdota importante:

Incluso se dice que Pedro Páramo era así de alto y lo dejaron a la mitad. Yo le pregunté eso a Rulfo y me dijo: ¡Me chingaron, hicieron lo que quisieron, cortaron, pegaron con engrudo las páginas como quisieron! ¡Ni yo entiendo lo que han hecho! Y le dije: ¿Quién hizo eso? Entonces me dijo: Los cabrones de Carballo, otro jalisciense aunque es de Michoacán, pero educado en Guadalajara, Arreola, Alatorre y Chumacero. Todos de su tierra, todos de su edad, todos amigos suyos. Y dijeron: Bueno, pero qué hacemos con esto; hay que publicarlo. Pero el editor dijo: Eso es muy grande, hay que reducirlo. Un alumno mío hizo una tesis de fragmentos de Pedro Páramo no publicados, fragmentos que no están en la novela. Y qué bueno que los quitaron. Hay una metáfora que me quedó en la memoria, que habla de una hormiguita que va caminando y hay mucho sol, y va buscando la sombra que hace el zacate trenzado, y dice que hace como un petatito de sombra. Y ahí va la hormiguita. ¡Pues eso es de Cri-Cri!, ¿no? No es dePedro Páramo. Qué bueno que dijeron: ¡Qué está haciendo esta pinche hormiga aquí! Pues la sacaron. Y todo mundo daría cualquier cosa por dar con el original primero, pero no está. Rulfo se encargó de desaparecerlo.

Han pasado casi 30 años de la muerte de Juan Rulfo, pero su leyenda había comenzado muchos años antes. El antiguo vendedor de neumáticos de la Goodrich Euzkadi, el recaudador de rentas, fue un maestro de la narrativa, pero también del suspenso. Para dispersar el asedio de editores y periodistas inventó fabulosas evasivas, desde la supuesta elaboración de una novela inexistente llamada La Cordillera, hasta achacar su aridez productiva a la muerte de su tío Celerino, quien “le contaba todo”. Su renuencia a aparecer públicamente contribuyó también a la construcción de una personalidad oscura. Sea por la presión de una muchedumbre ávida de una nueva obra maestra, o porque el tamaño del reto de igualar Pedro Páramo era mayúsculo, Juan Rulfo no volvió a publicar (salvo El gallo de oro en 1980). En un par de obras lo dijo todo y supo callar a tiempo.

Un tanto triste, como inconforme, Alí Chumacero reflexionó sobre el mutismo de Rulfo:


L.L. ¿Él nunca le comentó por qué no quiso publicar más?

A.CH. No, nunca, eso es muy difícil saberlo. Eso es un fenómeno psicológico que se puede dar en escritores que han tenido éxito desde un principio; no hay que olvidar que su libro de cuentos es un libro magnífico. Su Pedro Páramo vino a sofocar el libro de cuentos, que es un libro muy bueno, con algunos cuentos excepcionales que algún día se van a recoger con más ánimo. No digo que no hayan sido valorados. Digo que no se les ha dado el reconocimiento que se merecen, pues porque están a la sombra de ese monstruo tenebroso que es Pedro Páramo, que acalla todo lo que pueda sobresalir de lo normal.

De la involuntaria fama, que al parecer hizo al prosista mexicano mayor daño que beneficio, Carballo mencionó:

Rulfo no se dedicaba a promoverse. Rulfo le tenía miedo a la fama. Al final le daba gusto, pero él no ayudó a hacer su fama, más bien se escondía de la fama y eso le cayó muy bien a la gente. El huir de la promoción fue lo que le cayó bien a la gente: el escritor humilde y talentoso. Era tan hábil, y con eso hizo más propaganda sin hacer propaganda. Muchas gentes, como Fuentes, como Paz, hacían mucha publicidad y no tuvieron la ventaja que tuvo Rulfo. El escritor sencillo, huraño, que escribió un libro. Arreola decía que escribió como el burro: por casualidad. Ya no volvió a publicar un libro, la cosa de la flauta por casualidad. Ahora, Rulfo se hubiera repetido, y al final no se repitió. Dejó exactamente lo que quería dejar.

Juan Rulfo fue un hombre que vivió y murió solo. El peso de dos obras maestras acrecentaron la soledad de un hombre que quedó huérfano a los diez años, que pasó su infancia en un orfanato y que jamás se sintió identificado con nada que no fuera su propio hermetismo. “La vida no es muy seria en sus cosas”, reza el título de uno de sus cuentos, quizás por eso no le costó trabajo dejar que el tiempo lo carcomiera como a sus personajes de Comala. Sin embargo, muy a su pesar, Juan Rulfo será uno de los muy pocos autores mexicanos que se leerán en los siglos venideros.

Chumacero guardó su elegante fólder negro, se levantó, enorme, de su sillón de piel. Guardó sus tesoros en un cajón sepulcral, guardó también su ejemplar de la primera edición de Pedro Páramo en cuyo colofón aparece él como el responsable de la edición. Muchas dudas ya han sido aclaradas; las otras el lector las intuye. Se hizo un largo silencio, la grabadora seguía rodando:

La muerte de Juan, aparte de lamentable, fue para los amigos muy dolorosa y muy molesta. Para la literatura fue nefasta; y yo pienso que desde el punto de vista puramente literario, lo que hizo es suficiente para perdurar, para estar dentro de la gran literatura mexicana. Era un autor muy elogiado, muy reconocido en todo el mundo… Entonces para nosotros fue una pérdida muy notable; fue la pérdida que nos hizo pensar que algo faltaría en la Literatura mexicana. Faltaba nada menos que Juan Rulfo.



[1] Leñero, Vicente, ¿Te acuerdas de Rulfo, Juan José Arreola? Entrevista en un acto, México, Universidad de Guadalajara-Proceso, 80 pp.

[2] Gordon, Samuel, “Lecturas, génesis, creación y textología en el primer medio siglo de Pedro Páramo”. Texto entregado por Gordon para la presente investigación en noviembre de 2006.


La sociedad de los poetas vivos

9/Agosto/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Si tomamos en cuenta los extremos de 300 a mil 500, la tirada promedio de un libro de poesía en México es de unos 600 ejemplares, que tardan en agotarse entre cinco y seis años. Cuando es de 2 mil o mayor, es posible hallar ejemplares veinte años después. De los 2 mil de El jardín increíble (Jus, 1950), de Manuel Ponce, compré tres ejemplares, impolutos, treinta años después, en una librería de Morelia. De los 2 mil de La estación violenta (FCE, Letras Mexicanas, 1958) de Octavio Paz, adquirí un ejemplar nuevecito en la Librería Madero de Ciudad de México, en 1983. Incluso en las librerías de viejo se da la paradoja de encontrar libros nuevos de poesía. Podemos asegurar que son nuevos porque se encuentran intonsos o impecables, ajenos a toda pátina de dedos “lectores”.
Sin embargo, un libro nuevo de poesía del que no se han vendido ejemplares puede tener entre diez y doce reseñas elogiosas días o semanas después de su anodina “aparición”. ¿Cómo es posible tal milagro? Porque las reseñas de poesía las escribimos también los poetas que, generalmente, somos amigos o cofrades del poeta que publicó el nuevo libro que, además, no compramos, sino que nos lo obsequió (autografiado) su autor.
Como en la poesía es casi imposible hablar de “negocio literario”, lo que hay puede calificarse de afinidades electivas, patrocinios, amistades, grupos, capillas y cofradías. Ni siquiera llegamos al extremo de lo que Norman Mailer denomina (para la narrativa estadunidense) los “sindicatos de escritores y críticos”: sociedades mafiosas de gestión capaces de convertir en príncipe a un mendigo (literariamente hablando). Estos grupos (más cerca de la fechoría y el dinero que de la literatura) pueden lograr en Estados Unidos que una novela, buena o mala, se venda muy bien o no se venda. En cambio, para el caso de la poesía, las reseñas favorables, aunque sean muchas, no inciden en la venta de los libros ni influyen, como publicidad, para el éxito “literario”. A los autores de novelas que no se venden, no les duele tanto el ego como el bolsillo. Contrariamente, los poetas, que saben de antemano que no venderán ni muchos ni pocos ejemplares, no se afanan en el negocio, sino en el egotismo. La egolatría compensa lo que el dinero no da. Mailer, en cambio, sabía, cuando empezó a triunfar, que tener una reseña desfavorable en el Times del domingo afectaba su billetera aunque su ego permaneciese relativamente intacto.
La “crítica” de poesía se mueve en el ámbito íntimo de la amistad que se hace pública precisamente cuando una reseña favorable se publica. Luigi Pizzolato ha estudiado a fondo la importancia de la amistad desde la Antigüedad clásica y concluye que “no es aventurado decir que la amistad desempeña un papel crucial en la concepción antropológica”. La amistad es un vínculo parecido al amor y, por lo mismo, no se rige por la objetividad crítica. Los amigos no esperan que les digas la verdad y, tratándose de artistas y escritores, lo que desean son elogios (o siquiera consuelo) para compensar el menoscabo, la insolencia, el silencio, y a veces también la verdad, de sus adversarios.
Como en cualquier otro gremio, es lógico que los poetas vivan y convivan con los poetas, pero la “amistad” entre poetas suele ser moneda de cambio que se pierde cuando ésta no es redituable en la bolsa del egotismo. Si tu amigo poeta te dice, públicamente, que tu libro es malísimo, no encuentras razón alguna para que sigas siendo su amigo, y especialmente en las letras (desde Cervantes, Góngora y Quevedo), más vale enemigo jurado que amigo reconciliado. Éste es el drama de ese vínculo social e íntimo (sincero o no) que se rompe con cualquier cosa, con el menor roce, pues así de frágil es su condición.
Gombrowicz afirmó que los escritores se alimentan, ansiosamente, del egotismo y el endiosamiento. Fustigaba especialmente a los poetas y, en una anotación de 1953, en su Diario, aconsejaba al lector: “No te dejes arrastrar al juego que consiste en que ellos ‘cantan’ mientras tú admiras. Revisa tus lugares comunes.” Por otra parte, no se equivoca Joan-Carles Mèlich cuando, en La lectura como plegaria, afirma que “es peligroso tener la conciencia tranquila”. Y lo es, especialmente, cuando uno cree merecer todos los elogios que recibe. Si se vive para el negocio literario, lo que te duele es el bolsillo cuando tus libros no se venden; si se vive para el egotismo, lo que te duele es el amor propio, no porque tus libros no se vendan, sino porque nadie, salvo tú, dice que son extraordinarios. Tal es la sociedad de los poetas vivos. ¿O será mejor decir la sociedad de los poetas bobos?

sábado, 8 de agosto de 2015

"LOS CHILANGOS ME ADORAN": VELAZQUEZ

8/Agosto/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

Me opongo a lo que Carlos Velazquez representa. Decidí entrevistarlo.

¿Que respondes a quienes decimos que lo post-norteño que abanderas era lo que quería oír la Ciudad de México re-centralista?

“Cuando escribí La Biblia Vaquera era un don nadie sin conciencia ni concepción de la literatura mexicana. Lo ‘posnorteño’ es un intento por explicarme mi propia cultura. Pero no es creación mía. Posnorteños somos Élmer Mendoza, tú, yo. Si detonó en el centro es porque antes de mí existió una novela llamada Par de reyes [de Ricardo Garibay], el primer producto posnorteño”.

Crecientemente literatos defeños te detestan. ¿A qué se debe?

“Ignoro quiénes son esos literatos. A mí nadie me aborda. Mi editorial está en D.F., tuve una esposa chilanga, el quincenario Frente, que es mi casa, es chilango. La recepción crítica de mi obra se la debo toda al centro. Mi percepción es distinta. Los chilangos me adoran”.  

El experimentalismo que está en decadencia en USA, entra por alfombra roja en México. Hace poco defendías la narración convencional. ¿Dónde ves tus técnicas?

“Se cometen muchas atrocidades en nombre del experimentalismo. No defendía la narración convencional sino el narrar convencionalmente. Crear un tejido semántico. Contar una historia. De cualquier modo, ¿quién puede decir qué es una narración convencional? ¿Pedro Páramo? No creo. Soy un posmoderno que proviene de corrientes marginadas y que necesita tender puentes con otras tradiciones”.

Tus libros y periodismo construyen un voraz usuario de coca y un defensor de todo lo políticamente incorrecto. ¿Personaje o autobiografía?

“Si las sustancias forman parte de mi vida es porque soy adicto. Si no me dedicara a las letras de todas formas consumiría drogas. Nunca he entendido la referencia a mi “personaje”. Acudo a nadar 5 días a la semana, cuido a mi hija, produzco. Consumir coca es un privilegio ocasional. Si en este país las drogas fueran legales ese prejuicio estaría en segundo plano. La coca no escribe por mí. Soy incapaz de trabajar drogado. Si las sustancias forman parte de mi obra es porque soy un hedonista y me interesa explorar los placeres en la literatura”.  

Eres uno de los principales autores Millenial mexicanos. ¿Cómo ves tu lugar en 5, 15 y 50 años en la literatura mexicana?

“No me detengo a pensar en cómo me voy a percibir a mí mismo en el futuro, lo único que me preocupa es escribir libros a la altura de mis ambiciones, una obra sólida”

¿Cuál será tu siguiente libro?

“Este año saldrá mi primera novela. Su título provisional es El corrido del Santo Madero. Me he preparado toda mi vida para ese libro. Le he entregado los últimos cuatro años. He perdido todo, amistades, parejas, dinero, sueño, me ha mermado la salud. Ha trastornado mi existencia de manera radical. Ha valido la pena”. 

Carlos y yo tenemos puntos de vista opuestos. Pero lo estimo. Le deseo suerte con su novela. Seré el primero en leerla.

lunes, 3 de agosto de 2015

JEP: Homenaje al sin embargo

Agosto/2015
Nexos
Jesús Silva-Herzog Márquez

En su número 207 la revista Proceso se entrega al juego de la sucesión presidencial. Falta año y medio para la elección del 82 pero la revista se entretiene con las especulaciones del momento. El destape que viene será como todos los previos. Empresarios y corporaciones sindicales dibujan el retrato de su deseado. El siniestro comandante de la policía capitalina, Arturo Durazo, viaja a Estados Unidos y recibe elogios de la policía de Washington. En la página  35 de la revista José Emilio Pacheco escribe de Francisco de Quevedo. Debería decir, más bien, que José Emilio Pacheco escribe otra vez de Francisco de Quevedo. Es el fin de la serie, advierte el poeta como si suplicara comprensión a sus editores. Había publicado ya tres textos largos sobre Quevedo por sus cuatro siglos. Después de un paréntesis para celebrar el Nobel a Milosz, Pacheco entregaba un cuarto ensayo, dedicado  a su prosa política y moral. Así empezaba su inventario:
¡Otro artículo sobre Quevedo! Es antiperiodístico. Es evasivo. Realmente no vale la pena. ¿Qué tiene que ver con México? ¿Usted cree que a un campesino de Chiapas le interesa Quevedo, cree que puede entenderlo?
Pacheco recoge el rumor de la redacción para advertir la arrogancia de cierto populismo. Se trata, en realidad, de un elitismo que se pretende representante de los intereses del campesino chiapaneco, cuidándolo de lo que sería incapaz de apreciar. La gran literatura, la poesía de los clásicos, la percepción de los meditadores no es para todos. La cultura es para pocos; el entretenimiento para el resto. En defensa de su apunte, José Emilio Pacheco enlista las razones por las cuales ha de recordarse a Quevedo en un semanario de denuncia.
En primer lugar, la literatura española pertenece a los mexicanos no menos que a los salmantinos. Cada uno de nosotros la heredó con la lengua  que nos enseñaron en la cuna. […] En segundo lugar, Quevedo es el mejor antídoto contra el sentimiento de inferioridad que nuestros amos nos han hecho interiorizar. Después de leerlo con un mínimo de atención, nadie pensará que el castellano es un idioma de segunda. Si queda alguna duda, que lea las traducciones de Quevedo o intente trasladarlo a otro lenguaje.
Por último, la historia no se repite y sería insensato pretender que nuestra situación es análoga a la del imperio español en sus amenes y postrimerías magistralmente descritas por Quevedo. Pero su experiencia vivida no nos resulta del todo extraña si pensamos en que vivió en un país al que finalmente destruyó nuestra vieja amiga la inflación; que exportaba los frutos del subsuelo colonial y en cambio importaba todo lo demás. Una España en que no había cosa que no estuviera en venta ni pudiese conseguirse mediante el soborno. Aún nadie lo llamaba “mordida” pero ya se le conocía en todo el orbe por el nombre de “unto de México”. Un país en que la miseria y el hambre eran el marco andrajoso del lujo y el consumo suntuario de aquellos empeñados en enriquecerse aun al precio de acabar con el suelo que pisaban. El ocio era producto del desempleo y la falta de educación. Cada ministro resultaba más inepto y voraz que el anterior. El siglo de Quevedo, como el nuestro, fue —hubiese dicho Musset— “un mal momento”.
José Emilio Pacheco también quería el latín para las izquierdas y no sólo para ellas. La hazaña de su trabajo periodístico es la terquedad con la que remó contra la corriente de nuestro tiempo. Inventario fue un milagro del periodismo mexicano. Recorrer los cientos y cientos de páginas publicadas primero en Excélsior y luego en Proceso es contemplar una de la creaciones culturales más imponentes de nuestra era. No es un viejo edificio en ruinas, un palacio magnífico pero deshecho sino por el contrario, adentrarse en una casa impecable. Habitable por su trazo y por su vitalidad. Por la diversidad de sus espacios, por la variedad de tono: un sitio para la nostalgia y para el juego, una recámara de placeres y tristezas, un comedor para la conversación, el chisme, la risa.
En su columna se encuentra la mejor prueba de que la literatura es siempre pertinente. Lo inmediato es iluminado por lo intemporal. Lo que creíamos único rebota en los ecos de lo universal. Lo flamante aparece como reflejo de lo más remoto. Pacheco rescata en algún momento una extraña defensa de los clásicos. No proviene de Vasconcelos repartiendo sus libros en el monte sino de Harry Truman en la Casa Blanca. Un colaborador lo descubrió un día leyendo Los doce césares, de Suetonio. ¿Por qué lee usted esa antigualla?, le preguntó. “¿Sabe usted por qué leo a Suetonio? Para saber qué está pasando aquí en Washington”. La historia como ventana al presente.
Las lecturas de Pacheco nos  acompañaron durante décadas para darle algún sentido a la desgracia.  Las tragedias naturales, los atropellos políticos, la tontería pública, los saqueos, el escándalo encontraba significado en la eterna comedia del hombre. Es cierto: leer a Suetonio  puede ser más esclarecedor que sumergirse en el reportaje de la mañana. Imaginar una conversación entre muertos puede dar más luces sobre la controversia del presente que escuchar el pleito de la mañana. Relatos históricos e imaginarios, parodias literarias, reseñas que escapan del culto a la novedad, diálogos teatralizados, traducciones, homenajes y celebraciones, aforismos. Todo cupo en una columna firmada apenas con tres letras. Su Inventario no fue solamente una carpeta de lecturas sino la propuesta de insertarla en la conversación mexicana. No son los apuntes de un profesor que instruye al ignorante, sino los hallazgos que se disfrutan al compartirse con los amigos en la mesa.
En un inventario, JEP escribió sobre la amistad entre Juan Ramón Jiménez y Alfonso Reyes. Ahí escribió:
Ambos creyeron que el deber de la inteligencia es propagar los bienes culturales, no monopolizarlos. Los dos buscaron la perfección: Jiménez en el ideal de la belleza pura y la verdad; Reyes en la esperanza de un mundo menos atroz, unido por la comunicación espiritual entre los seres humanos. Uno y otro trataron de lograr sus fines mediante el trabajo bien hecho, la unión armoniosa de forma e idea.
¿No está ahí, en el cruce de esos afanes literarios, el secreto de la constancia periodística de Pacheco? Anhelo  de perfección, fe en la palabra: esperanza en un mundo menos cruel, unido por la comunicación.
Octavio Paz leyó cada poema de José Emilio Pacheco como un “homenaje al No”. En su poesía, el tiempo es “agente de la destrucción universal”, la historia, un “paisaje de ruinas”. A medianoche, a la mitad del siglo, escribe Pacheco en las primeras líneas recogidas en su poemario más completo
Todo es el huracán y el viento en fuga.
Todo nos interroga y recrimina. 
Pero nada responde, 
nada persiste contra el fluir del día.
El poeta metafísico pregunta: ¿qué tierra es ésta? El paisajista nombra las muchas superficies de la desolación mexicana: costras, cicatrices, surcos de aridez, polvo y ceniza. Debajo del suelo de México, un lago muerto.
Nuestra superficie no es el maíz: es suelo estéril que apenas recubre aguas podridas. Se retrata en su poesía una pesadumbre frágil, vulnerable. Prevalece la materia mineral, volcánica, pétrea. Falta aire. El agua está presente pero no como un huerto líquido sino como una alfombra ondulada: fluctuante gestación de sales y espumas. Todo el imponente tonelaje de la materia resulta deleznable. No hay metal que sobreviva la terca descarga de los siglos. La soberbia del muro vertical será humillada tarde o temprano. Arquitectos y estadistas edifican con ceniza. Por eso no hay contrato de equilibrio que valga. Las piedras no tienen palabra. Los huesos tampoco. La ruina es el trofeo de la historia. Nos rodean devastaciones.
La honda tierra es
la suma de los muertos.
Carne unánime de las generaciones consumidas.
Pisamos huesos,  
sangre seca, restos,  
invisibles heridas.
El polvo
que nos mancha la cara
es el vestigio
de un incesante crimen.
“Vivir es ir muriendo”, dice Pacheco. La muerte conspira desde dentro o desde abajo. Es el parásito silencioso que crece en la barriga de un niño, el terremoto que convierte al suelo en abismo. El lamento del moralista se detiene en la precariedad de nuestras envolturas. El poeta mira la tierra y contempla el “obstinado roer” que devora el mundo. Piso, casa y piel nos desertan. Toda cubierta es corroída por un adversario implacable: el rostro se arruga; los muros se agrietan, el hierro se oxida, los cristales se llenan de vaho, las paredes de moho. Vivimos en vasijas defectuosas.
Somos habitantes de lo efímero. Nada permanece. En El reposo del fuego puede leerse esto:
Miro sin comprender, busco el sentido 
de estos hechos brutales. 
                          De repente
Oigo latir el fondo del espacio, 
La eternidad gastándose. 
                          Y contemplo
La insolencia feliz con que la lluvia
Ahoga este minuto y encarniza
Su plural mordedura contra el aire.
La eternidad se gasta. Pacheco no nombra el instante como atisbo de infinito sino como certificado de lo fugaz. Todo se escurre como lo entendía el propio Quevedo al rendir homenaje a Roma: ha muerto lo que era firme y solamente “lo fugitivo permanece y dura”. Un poema de Irás y no volverás lo advierte claramente:
Mi único tema es lo que ya no está. 
Sólo parezco hablar de lo perdido. 
Mi punzante estribillo es nunca más
Y sin embargo, amo este cambio perpetuo, 
este variar segundo tras segundo, 
porque sin él lo que llamamos vida
sería de piedra.
Ese ir muriendo que es la vida reside precisamente en las tres palabras que ocupan el centro de su contraelegía: “Y sin embargo”. En Pacheco se destila la profunda sabiduría del pesimista: a pesar de todo esto amo, vivo, somos. Acariciar la fugacidad. El inventario le regala al crítico la oportunidad de hablar también de lo que no se pierde, de lo perdurable. No es extraño que “Alta traición”, su poema más popular, tenga esa misma marca en el centro: la afirmación de un pero.
Vayamos de nuevo a sus reflexiones sobre Quevedo para encontrar las claves de su trabajo periodístico.
Quevedo es negatividad en estado puro. Todo en él resulta congoja, desengaño, pesadumbre, podredumbre, fracaso. Al desastre sin término opone la carcajada sarcástica, el gargajo en el rostro de la belleza. Observa a la humanidad como cortejo fúnebre del hampa. Nos ve como la parodia ridícula y ridiculizable de lo que creemos ser. Llevamos máscaras intangibles y tangibles —afeites, pelucas, tintes— para no vernos y para que no nos vean como lo que somos. Nuestras buenas cualidades nacen del egoísmo y la conveniencia. Existen mientras no tenemos oportunidad de sacar las uñas y las garras. La vida es humillación insaciable. Carniceros de hoy, reses de mañana, representamos la obra caricaturesca de una deidad satánica que creó el infierno a imagen y semejanza de nuestra convivencia. Como en Hobbes, en Quevedo la vida es breve, brutal, siniestra. Para él no existe ninguna esperanza. Quevedo tiene la imaginación del desastre.1
El lector se observa en el clásico de los cuatro siglos. Sabe que los carniceros de hoy serán las reses de mañana. Pero la negatividad del poeta mexicano no es, aunque parezca, absoluta. Si la burla acude al rescate de Quevedo, poesía e historia compensan el pesimismo de Pacheco. No lo contrapesan porque le ofrezcan ilusión. Lo que le entregan es una discreta confianza en la memoria y el entendimiento. ¿De qué otra manera pueden leerse sus inventarios sino como uno de los mejores testimonios de la esperanza mexicana en nuestro tiempo?
Pacheco hizo suya la pregunta de Milan Kundera: ¿Qué sabríamos del amor si no fuera por la novela? La historia que rehacía semana tras semana con los aires de la imaginación, las lecturas que compartía con sus lectores en la prensa periódica son una apuesta de comunicación, es decir, confianza en la palabra, la imaginación, el recuerdo. La lucha contra el olvido no le parecía menos importante que la lucha contra la miseria. La ignorancia era, más que falta de ciencia, incapacidad de sentir la emoción del otro. Como Malraux, Pacheco “vio en el arte nuestra única posibilidad de exorcizar la nada y la muerte”.2
Baúlmundo fue otro nombre que llevó la columna de JEP, antes de que se estableciera como inventario. Eso son sus trabajos de periodismo cultural: el cofre que contiene un planeta. Abrirlo es encontrarse reseñas trabajadas como obra de arte que, a la manera de Auden, encuentran pertinencia y sentido polémico; reconstrucciones de una historia que por remota que parezca resulta más viva que el presente mismo; libretas de apuntes sueltos, bosquejo de poemas y traducciones; perfiles de escritores laureados; piezas de imaginación que funden hecho y fantasía; crónicas, mina de aforismos, parodias. Pasaporte de actualidad literaria, aviso de publicaciones recientes, registro de efemérides y de debates. Cuaderno de etimologías, sabroso anecdotario. Inventario: relación de pertenencias que es, ante todo, repertorio de la imaginación.
Escritura evasiva, antiperiodística, le lanzaron algunos. Pero los inventarios no son fuga del presente. Por el contrario, aparecen como el enfoque que la memoria ofrece a la actualidad, la hondura con que la poesía esclarece la circunstancia. Para explicar el medievalismo del ayatola Jomeni que ha condenado a muerte a un novelista por el crimen de escribir, Pacheco advierte a sus lectores mexicanos: el ayatola tiene la misma edad que don Fidel Velázquez. El cronista viaja por el metro de la ciudad de México y escucha:
—¿Viste? Tiraron todas las estatuas de Lenin. 
—¿Y ese quién es?
—John Lenin, el Beatle que mataron en Nueva York.
El hombre de las letras le recuerda a los demagogos y a los entretenedores que no hay mucho nuevo bajo el sol. Que mirar lo que tenemos frente a la nariz requiere a veces entender lo más remoto. En el pasado hay advertencias, en la imaginación explicaciones. En el año del bicentenario, Pacheco recordaba aquel famoso apunte de Walter Benjamin sobre el cuadro de Paul Klee: el ángel de la historia sabe que el pasado no es amontonamiento de hechos sin sentido. “En lo que para nosotros es una cadena de datos, él ve una catástrofe que amontona incansablemente ruinas sobre ruinas y las arroja a sus pies”.3 Todo se relaciona con todo. Esa sensibilidad histórica ofrece sentido, aunque sea trágico, al presente. La historia de lo remoto, la poesía antigua y distante no son escapes sino incisiones en la circunstancia. Traducir, o como lo veía él mismo, aproximarse a la poesía de los griegos es colocarle pie de foto al México espeluznante. Leer, por ejemplo, a Arquías de Macedonia:
Por los niños que vienen al mundo
Se duelen los tracios.
Y, en contraste, celebran la muerte.
Porque sufren los vivos el mal
y el dolor no conocen los muertos.
O a Teognis:
Nadie
En el país de la injusticia
Nadie
Puede sentirse a salvo.
O Alceo:
La miseria es el peor agravio que
Puedes
Hacerle a un pueblo.
Y es más terrible
Cuando se une a su hermana:
La impotencia.
Manifiesto contra la propiedad privada de la tradición literaria, su columna es prácticamente anónima, firmada escuetamente con sus siglas. A la primera persona del singular JEP llama simplemente “este redactor.” Siguiendo la lección de Borges y Max Aub, creyó que la mejor manera de agradecer lo leído y de disculparse por los robos inadvertidos era escribir textos propios y atribuirlos a autores imaginarios. La imaginación está siempre presente en su columna. El pasado no se recupera, se reinventa. Cuenta Pacheco, por ejemplo, la llegada de Federico García Lorca a México y  la desfiguración de sus libretos convertidos en melodramas en los que participaban Cantinflas y Lola Flores. No faltaría el lector que escribiera a la redacción de Proceso para denunciar las inexactitudes del misterioso redactor. También construye una historia alternativa. León Toral tiene mal tino y no consigue matar a Obregón. No habría nacido el PRI, dice Pacheco, pero habríamos padecido al PRO: Partido Revolucionario Obregonista. En 1947 se imprimirían millones de ejemplares de un libro: Versos y pensamientos del general Obregón, y se repartiría gratuitamente en escuelas, fábricas y oficinas públicas. La rebelión de los licenciados sería reprimida en 1950. José Vasconcelos y sus seguidores de izquierda, entre los cuales destacarían Miguel Alemán y Adolfo López Mateos serían ejecutados. Jean Paul Sartre habría denunciado en 1951 la tiranía esclerótica de Obregón. Y a su muerte en 1968, se iniciaría un periodo turbulento de la historia mexicana. La historia se bifurca… para llegar al mismo sitio.
“Qué bonito va a ser México cuando acaben de destruirlo”, dice en algún momento reaccionando tal vez a los ejes viales o al levantamiento de Perisur. El apocalíptico, sin embargo, es un escritor sutil. La conciencia del desastre lo previno no solamente frente a la ilusión ideológica sino también contra las trampas de la simplificación. Escéptico aconsejó:
De quien te dice: tengo miedo
No dudes. 
De quien te dice que no duda
Ten miedo.
En su traducción de los cuartetos de T.S. Eliot puede ubicarse la convicción de la que nacen su poesía y su periodismo: su no y su sin embargo:
….—pero no hay competencia: 
sólo existe la lucha por recobrar lo perdido
y encontrado y perdido una vez y otra vez
y ahora en condiciones que parecen adversas.
Pero quizá no hay ganancia ni pérdida: 
Para nosotros sólo existe el intento.
Lo demás no es asunto nuestro.
Sólo el intento existe.

Participación en la mesa “Ensayo, periodismo, inventario”, Homenaje a José Emilio Pacheco en El Colegio Nacional, 30 de junio de 2015.


1 “Cuatro siglos de Quevedo”, Proceso, núm. 203, 22 de septiembre de 1980.
2 “Malraux o la tentación de Occidente”, Proceso, núm. 5, 6 de diciembre de 1976.
3 La cita aparece en “Vargas Llosa y el sueño del celta”, Proceso, 7 de noviembre de 2010.

El cometa Sainz

Agosto/2015
Nexos
Ángeles Mastretta

Hay quien nos marca para siempre, aunque sólo cruce por nuestra vida, con su luz y su cauda, por un rato. Gustavo Sainz tenía ese don. Entraba con naturalidad a la vida de sus alumnos para encontrarlos a mitad del camino. No había que ir a buscarlo, era pródigo y contagiaba sus pasiones sin alardear. Dándonos clases de redacción periodística, lo que hizo fue descubrirnos un mundo custodiado por las palabras. Y libre de todo lo demás.
Claro, él no hubiera dicho nunca que eso se preponía, le hubiera parecido grandilocuente y presuntuoso, sin embargo consiguió implantar semejante convicción entre nosotros. Cosa de querer algo con todas nuestras ganas, para que el viento y la marea estuvieran a favor. A veces, aún antes de atrevernos a desearlo, Gustavo ya estaba asegurándose de que nos sucediera. Y hablo en plural porque fuimos muchos los privilegiados por su vehemencia y su temeridad.
“Lo que pasa es que tú eres escritora. ¿Por qué estás estudiando periodismo, si a ti lo que se te da es la ficción?”.
Me soltó semejante conjetura al terminar la clase de doce a dos, en un recinto de la  Facultad de Ciencias Políticas. Mi gran mónada. Resguardo en el que yo cursaba el quinto semestre de la carrera de Ciencias de la Comunicación. No se me olvida ese momento. Para mí, la UNAM era una feria de cosas inauditas. Era la inmensidad. Y la fortuna. Sólo eso necesitaba, pero el profesor Sainz me estaba proponiendo todavía más. Impensable. Le expliqué en diez frases todas esas cosas de las que ya he hablado hasta el cansancio. Yo había llegado a la ciudad de México poco antes de mi primer encuentro con la orfandad, en Puebla, ahora mi territorio legendario, pero entonces el corral del que huí tras cambiar dos veces de carrera. Contando como la primera, lo que debía ser un buen matrimonio. Así que ya no quedaba más que terminar la de periodismo y encontrar un trabajo cuanto antes. Si por mí fuera en ese instante.
—¿Quieres trabajar? —preguntó.
—Yo te doy trabajo —dijo como si fuera el genio salido de una lámpara.
Una semana después me había convertido, por obra y gracia de su buena voluntad y mi inconciencia, en la subdirectora de la revista Siete. Una publicación que, como parte de la fiebre de los setenta, la SEP había creado para completar su proyecto editorial.
¿De dónde pudo sacar Gustavo que  yo debía ser escritora? De que cuando nos dejó hacer una entrevista con un personaje elegido a voluntad, yo entrevisté a Carlos Hank González, el distante gobernador del Estado de México. Describí con cuidado sus modos, las alfombras de su oficina, los trabajos que había pasado para conseguir que me recibiera y las elocuentes respuestas que él fue dando. Todo eso entre  un viernes y un lunes. Por supuesto Gustavo, que sabía de inventar y de gazapos, adivinó que semejante encuentro no podía ser verdad. Y me lo dijo tras devolver calificadas las otras tareas y quedarse con la mía sobre el escritorio, como una amenaza. 
Me podría haber corrido de su clase, podía enojarse, pero en lugar de eso tuvo a bien invitarme a una oficina, eso sí, algo mugrosa, en la calle de Bucareli, dentro de un edificio de tres pisos: una estancia de cinco por cinco con dos escritorios, una máquina de escribir y una mesa para dibujar, pegar, cortar y elegir fotos, en donde se instaló la radiante redacción de Siete. Ahí, a una cuadra del lugar en que él dirigía, también, la revista Claudia. Porque Sainz era un malabarista y a su circo invitaba a sus alumnos como quien llama al público a participar en la función. Así que varios fuimos, junto con él y su osadía, lo mismo trapecistas que levantadores de carpas, reporteros que traductores y cronistas. Nimiedades aparte: lectores.
Sainz tenía reverencia por los libros y por quienes los hacían posibles. Una suerte de fe para quienes estábamos perdiendo la esperanza en el más allá y necesitábamos por caridad que alguien nos acercara a la fantasía. De todo leí en eso años vehementes y despabilados. Sainz visitaba cuanta librería le quedara cerca o lejos. Y nos llevaba a fisgonear bajo la protección que nos daba ir con un comprador serio. Muchas veces fui con él a ver a Polo Duarte, quizás el último minucioso librero mexicano, a su tienda de obras escogidas en el número 17 de la calle Hidalgo. Luego cruzábamos la Alameda hasta llegar a una librería que quedaba en el pasaje del Prado, otro de los desamparados lugares que el temblor del 85 sólo dejó a salvo en nuestra memoria. Ahí abajo, Sainz era aún más loco que a ras de tierra. Iba poniendo en el mostrador dos, cinco, siete, doce libros por visita. Todo mientras yo miraba de lejos el tomo negro de Rayuela, puesto a resguardo de la codicia joven en un estante muy arriba. Costaba cuarenta pesos. Yo ganaba mil quinientos, pero mil eran de cooperación a la casa y el diez por ciento de lo restante no podía gastarlo de golpe.
Leía a saltos, siguiendo el rastro de Gustavo. Sin más rigor que la curiosidad y el presupuesto. Leí Sodoma y Gomorra, el tomo cuarto de En busca del tiempo perdidocuando el primero lo vine a comprar como quince años después. Ni decir que el asunto de la memoria asociada a la magdalena lo recuerdo mejor de oídas que de verdad. Eso sí, Balzac era baratísimo y apasionante. Mejor aún mezclado con el ruido del camión Insurgentes-Bellas Artes saliendo de la terminal de la UNAM hasta llegar al cruce con Reforma y un poco adelante, desde donde yo caminaba a Bucareli. De ida entre tiendas de garnachas y puestos desordenados. De regreso por una calle oscura de la que muchas veces me libré pidiendo aventón. Si  hoy tuviera que hacer tal recorrido, me tendrían que dejar en la Gayosso de Sullivan. Pero entonces el tiempo era largo y alcanzaba tanto que hasta conseguí escribir un proyecto de novela para pedir la beca al Centro Mexicano de Escritores.  Por supuesto empujada por Sainz que todo lo creía posible. Y me dieron la beca. Todavía no me repongo de tal susto. Pasaron diez años entre aquel y ese en el que me atreví a entregar los originales de Arráncame la vida. Una historia que nada tenía que ver con la que intenté escribir hasta quedarme muda entre mis condiscípulos, José Joaquín Blanco, Luis González de Alba, Francisco Serrano y Carlos Montemayor. Bajo la férula de nuestros maestros, don Francisco Monterde, Salvador Elizondo y Juan Rulfo. De sólo escribir sus nombres me congelo.
Por fortuna existía Gustavo con sus dientes grandes y su sonrisa de conejo atenuando mis desengaños. Nunca pude enderezar la novela que hubiera contado la pequeña historia de una joven que deja la provincia con sus leyendas para vivir en la capital, nueva leyenda plena de promesas, incluidas, entre tantas, desde el abandono de la virginidad, con sus consiguientes altibajos, hasta el descubrimiento de que el amor no siempre es una idea bonita, con sus consiguientes riesgos y glorias. No era fácil ordenarla, y menos si sus capítulos tenía yo que leerlos frente al auditorio de hombres escépticos que he nombrado antes con temor. De todos, sólo Rulfo me tuvo compasión, no porque me considerara ningún talento por descubrir, sino, creo, porque no lo molestaba ni pidiéndole sus opiniones, ni confiando en las voces de sus muertos. 
—A mí me gusta lo que escribió María de los Ángeles —dijo una vez, como si no dijera nada. Y nada dijo. Don Panchito Monterde calificó de buena mi ortografía, y Salvador Elizondo consideró que todo lo por mí escrito era una tontera, mala copia del monólogo de Molly Bloom en el Ulises. Mis pares atesoraron un prudente silencio. Yo me pregunté ¿quién sería Joyce? A partir de ese día no volví a entregar nada a ninguna de todas las sesiones que faltaban. En mi defensa he de decir que a nadie le fue menos mal que a mí.
Por fortuna estaba Sainz muriéndose de risa. Recogió una de aquellas entregas y se la llevó a Víctor Sandoval que la publicó en la Revista de Bellas Artes. Fue por esas épocas que decidió invertir su escaso patrimonio en dos revistas: Eclipse y Audacia. Las dos duraron sólo tres meses. No hubo para más. Todo le parecía novedad y juego. Sin duda sus libros, los de José Agustín y el de Parménides García Saldaña. Pero también los que un día, según su promesa y salvaguardia, escribiríamos nosotros. Mucho antes de oír de ella, Sainz me enseño a creer en la realidad virtual. Y sin hablar jamás del feminismo, con la soltura de quien ya está en otra parte, Sainz nos dio a mí, a Conchita Ortega, a Anamari Gomís, a Vilma Fuentes  y de seguro a otras tantas la capacidad de ni pensar en que la lidia con el sexo opuesto contrariaba nuestra obligación de jugárnosla como iguales. No importaba el éxito, importaba ir viviendo como si en él viviéramos. Gazapos hay en todas partes: yerros, deslices, traspiés, camándulas, contrariedades, pero para el profesor Sainz la libertad y el arrojo eran un placer que nos legó como un juramento: queríamos escribir. Escribiríamos.