domingo, 12 de julio de 2015

Poesía, vanidad y relaciones públicas

12/Julio/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Quienes venden muchos libros y gozan de gran publicidad por parte de sus empresas editoras (¡precisamente porque mantienen viento en popa el negocio!), tienen resuelto el asunto del denominado “público lector”, un público que no sólo está compuesto por lectores sino también por fans y parroquianos dispuestos a menear el botafumeiro que inciensa no sólo las obras sino también la figura idolatrada del escritor.

Es el público que está siempre a la expectativa de qué hace y deja de hacer su autor predilecto y que compra ansiosamente en la librería o adquiere por internet el nuevo libro de su ídolo. En general, se trata de autores literarios de bestsellers y especialmente de escritores de novelas, que es a esto, muchas veces, que se reducen los términos “escritor” y “literatura” incluso para las instancias institucionales.

La revista Forbes publicó a principios de 2015 la lista de los escritores que más dinero ganan en el mundo, considerando sus ingresos anuales por la venta de libros y por sus derechos de traducción y adaptación cinematográfica. El primer lugar es para el estadunidense James Patterson, quien gana cerca de 90 millones de dólares anuales, con novelas como La hora de la araña y El coleccionista de amantes, entre otras muchas que se han llevado al cine. Le sigue el también estadunidense Dan Brown, con ingresos por 26 millones de dólares anuales que le reportan las ventas y derechos de sus novelas Ángeles y demonios, El código Da Vinci, El símbolo perdido y otras que igualmente se han adaptado al cine. Estadunidenses son también las novelistas de temas “románticos ” Nora Roberts y Danielle Steel, cuyos ingresos anuales alcanzan 23 y 22 millones de dólares respectivamente. Los siguientes en la lista de Forbes son los novelistas estadunidenses John Grisham (El informe pelícano, El cliente, Tiempo de matar, etcétera) y Stephen King (Carrie, El resplandor, La danza de la muerte, Cujo, Insomnia, etcétera): cada uno de ellos tiene ingresos anuales estimados en 17 millones de dólares. Finalmente, están las novelistas británicas J. K. Rowling (la creadora de Harry Potter) y E. L. James (la autora de 50 sombras de Grey), con 14 y 10 millones de dólares anuales, respectivamente.
Siendo así, cualquiera que gane al año un millón de dólares por sus libros es realmente un pobretón, y ya ni se diga los que ganan uno o dos milloncitos de pesos y que ya se sienten en los cuernos de la luna y hasta quieren cobrar por entrevistas. Lo cierto es que, por muy mal que les vaya a los narradores y especialmente a los novelistas de mediano éxito, gozan de algún porcentaje de regalías anuales que los hacen sentirse pequeños Balzacs (y enormes escritores).

No es el caso de los poetas, que en el mercado no pintan para nada. Sus mayores ingresos no están en los libros que vendan, sino en las becas y en los premios que obtengan. Por ello son los poetas, sobre todo (y los narradores de poco éxito), quienes han perfeccionado los mecanismos de las relaciones públicas. A falta de lectores (que no de editores), la poesía y la literatura minoritaria en general (ensayistas literarios, cuentistas y novelistas de bajo rating, cronistas, etcétera) se desplazan por sus propios medios y, en muchos casos, por la eficacia de sus contactos. Así, aunque muy poca gente los lea, algunos dan la impresión (por los ecos y las olas que hacen) de haber publicado verdaderos bestsellers, y este fenómeno se debe en gran parte al uso de las redes sociales.

No hay artista sin buena autoestima, pues ésta (y no la modestia) es una de las fuerzas que llevan a emprender la “obra”, sea pictórica, literaria, musical, escultórica, etcétera. Pero siempre están los que exageran: aquellos que lo único que tienen en abundancia no es talento sino vanidad. Es obvio que los escritores millonarios de la lista de Forbes están hoy más allá de la vanidad, pues ésta puede sustituirse por el dinero. Y, si lo vemos bien, entre esos ocho grandes millonarios, Stephen King parece un Shakespeare si lo comparamos con los otros que sólo tienen dinero. No es improbable que alienten alguna duda sobre la calidad de su literatura, pero, a cambio, no tienen duda alguna sobre la calidad y la cantidad de su dinero.

En cambio, los escritores que casi no venden libros (entre ellos, muy especialmente los poetas), a falta de dinero, cotizan más alto en la bolsa de la vanidad. Probablemente ni siquiera vean su “éxito” en un centenar de lectores, pero confían en la posteridad. No les falta razón si tomamos en cuenta que Emily Dickinson (1830-1886) no ganó un solo dólar con sus poesías que, por otra parte, apenas publicó (únicamente siete, contra más de mil 500 inéditas). La diferencia es que Dickinson se aisló del mundo, mientras que los poetas de hoy sólo quieren estar en el mismísimo centro del universo.

miércoles, 8 de julio de 2015

Gustavo Sainz y la novela como una máquina de preguntas

8/Julio/2015
La Jornada
Javier Aranda Luna

En 1966 Salvador Novo vio en su primer libro el inicio deuna carrera llena de promesas y el crítico Emmanuel Carballo una obra que rompe la manera mexicana de novelar. Hoy, de los poco más de 20 libros que publicó, y que algunos llegaron a sorprender a Octavio Paz y Carlos Fuentes, sólo se encuentra uno en librerías. Los demás viven en los anaqueles de las bibliotecas públicas o en las librerías de viejo.
Novo y Carballo se referían a Gustavo Sainz y a su primera novela,Gazapo, publicada en 1965, en la legendaria Serie del Volador de la editorial Joaquín Mortiz. Sainz, José Agustín y algunos escritores más ofrecieron a los lectores nuevas temáticas y nuevas formas de contarnos historias. Hacer novelas con los modelos del siglo XIX no les interesaba. La novela de la revolución que era su herencia no les servía a un par de jóvenes de ciudad para contar sus historias.
Sainz quería escribir Gazapo a los 19 años. Tanto le obsesionaba que tenía en la cabeza varios títulos. Menciono dos: Muchachos volando por la ciudad y Los perros jóvenes. La aparición de La ciudad y los perros, de Vargas Llosa (el más radical experimento con el lenguaje, según Sainz) le hizo desechar ese nombre. Se decidió por gazapo por la ambigüedad de la palabra. Significa cría de conejo y también disparate, embuste, mentira. Eso era su novela, pues la literatura es la zona franca de la mentira.
Las primeras 25 páginas que llevaba escritas las publicó enCuadernos del viento como fragmento de novela. Lo contactó el editor Joaquín Mortiz y le ofreció publicar su libro apenas lo terminara. Cuando al fin fue publicado no aparecieron esas 25 cuartillas presentadas como adelanto de novela: Sainz olvidó incluirlas.
La ciudad, el cine, la música, la tecnología y el lenguaje mismo como protagonista fueron los ingredientes elegidos por Sainz para escribir sus novelas. Elementos con los que cualquier joven podía identificarse y que se identifica incluso ahora, medio siglo después de haber sido escritaGazapo, por la maestría de sus diálogos.
Si en un principio fueron cartas, grabaciones, telefonemas, diálogos que le permitieron con el tono coloquial dar saltos mortales de tiempo, en uno de sus últimos libros el recurso fue la construcción narrativa por medio de correos electrónicos entre un profesor y su alumna. La novela virtual casi prescinde de la puntuación para rescatar la rapidez del medio.
Ese acercamiento a la calle y a la vida menuda atrajo nuevos lectores. Los jóvenes clasemedieros de los 60 pudieron leerse en los nuevos escritores que impulsaban, más que un movimiento cultural, unacontracultura donde el uso del lenguaje y del tiempo tensaba a la historia y le daba forma.
Sorprende la frescura de Gazapo a medio siglo de distancia. También ese prodigioso monólogo de La princesa del Palacio de Hierro, donde la protagonista cuenta su juventud temeraria, delirante y de una vitalidad que no deja de asombrarnos. El humor, el ir y venir del tiempo narrativo a través de los diálogos donde el pasado está presente y el presente parece interminable son quizá el porqué sus primeros libros puedan leerse en nuestros días sin dificultad.
Sainz y Agustín reconocían, sí, a sus mayores, pero estaban seguros de que las historias se podían contar de otra manera. El escritor, el intelectual debía comprometerse con su entorno a través del lenguaje vivo.
No me extraña que Sainz fuera un devoto lector del Ulises y deFinnegans Wake, de Joyce, o de Marcel Proust, escritores cuya propuesta estética es el lenguaje y el tiempo. Sainz, sin embargo, no pretendía escribir a la manera de, sino con las reglas que sus mismas historias le imponían. Y sus reglas trascendían al mero mundo literario. Su biblioteca, además de libros, tenía imágenes de su santoral laico. Había escritores, pero no sólo escritores. Allí estaban, como confesó hace tiempo, John Ford, Visconti, Antonioni, Howard Hawks, Luis Buñuel, Truffaut, Goddard, Francis Gray, Stravinsky, John Cage y, claro, escritores como Robert Graves, Cortázar, Lawrence Durrell, Fuentes, Vargas Llosa, Octavio Paz, por mencionar sólo a algunos.
Sainz aprendió, como su admirado Proust, que misteriosamente las obras del pasado nos hacen leer el pasado, pero sobre todo, el presente. Más aún: sabía que las grandes obras modifican incluso a sus predecesoras. Para Gustavo Sainz la literatura hace posible lo que normalmente no lo es: participar en experiencias y observarlas al mismo tiempo. Leemos porque amamos o porque queremos ser amados... Leemos como amamos.
¿Cuánto tiempo hemos perdido por haber dejado de leer libros como La princesa del Palacio de Hierro? ¿Por haber dejado que la maquinaria del mercado editorial triturara el gusto para imponernos libros que no tienen nada que ver ni con la lucha por la expresión?
La novela para él era un viaje de descubrimiento, una máquina de preguntas. Convendría, creo, recuperar ese principio.

domingo, 5 de julio de 2015

Un Borges obeso

5/Julio/2015
Confabulario
Christopher Dominguez Michael

El caso ya le dio la vuelta al mundo y es del conocimiento de los interesados. Un escritor argentino, Pablo Katchadjian (1977), ha sido demandado por María Kodama, la heredera universal de los derechos de Borges por haber “intervenido” uno de los más célebres cuentos de quien fuera su esposo, “El Aleph” (1949). Se acusa a Katchadjian de haber reproducido sin permiso, imprimiéndolo en una modesta edición de 200 ejemplares en 2009, el cuento completo (y con una errata). Plagio no es, pues Katchadjian, desde el título y en una posdata, aclara que le agregó unas 5 mil palabras al original de Borges. Se trata de reproducción ilegal de material ajeno, lo cual ha atizado la polémica de hasta qué punto es intocable la propiedad intelectual.


Los defensores de Katchadjian son legión, desde su abogado, Ricardo Strafacce, el respetado biógrafo de Oswaldo Lamborghini, hasta César Aira (quien festeja el ánimo experimental del acusado quien también ha jugado con el Martín Fierro, ordenando alfabéticamente los versos, con resultados maravillosos, según la autorizada opinión de Aira), pasando por el mexicano Luigi Amara, quien nos recuerda que al dibujarle bigotes y barba de mosquetero a la Gioconda, Marcel Duchamp no le quitó nada al cuadro de Da Vinci, que está a disposición de los turistas japoneses en el Louvre (hará un par de años que, milagrosamente, buscando la sección neoclásica del museo, que es lo mío, me topé, ¡solo!, con el rostro de la celebérrima señora resguardada por un cristal antibalas semejante al del papamóvil de Wojtyla). De igual forma, cualquiera puede leer “El Aleph” original, bajándolo de internet (no sé si sea legal hacerlo), en una biblioteca o acudiendo a comprarlo en una librería de prestigio, como se decía antes.


Sola, muy sola, se ha quedado la viuda Kodama, acusada de ser, como Salvador Dalí en el anagrama que Breton le espetó al pintor, otra “Ávida Dollars”, quien además de ser insaciable en su afán crematístico, es antiborgesiana (que no borgiana, pues Georgie era Borges, no Borgia), al no entender que el autor de “Pierre Menard, autor del Quijote”, hubiera aplaudido la iconoclastia adiposa de Katchadjian. Yo no me voy a sumar al linchamiento de María Kodama. La señora ha ejercido, acaso con exceso de celo, los derechos que las leyes de la propiedad intelectual le otorgan y si esas leyes han de ser cambiadas o extintas (como lo demandan quienes militan en los partidos piratas), es cosa de los congresos nacionales y las convenciones internacionales. Ella ha sido, a veces, exagerada al emitir opiniones literarias improcedentes como en el caso del Borges (2006), de Adolfo Bioy Casares, en mi opinión, uno de los grandes libros de la literatura hispanoamericana de todos los tiempos y en la de ella, un bodrio (ése sí muy gordo) de desmesuras y falsedades puestas en boca de Borges por quien fuera su mejor amigo. Alguna culpa en el entuerto la tiene Daniel Martino, el compilador de ese Borges, quien se ha ahorrado, hasta donde yo sé, la explicación no sólo anecdótica sino filológica de cómo Bioy Casares compuso ese libro, lo cual se presta a suspicacias. Pero ésa es otra historia.


Enterado del escándalo, pagué nueve dólares y descargué “El Aleph engordado”. La noche previa, releí, con cariño inalterable, el cuento de Borges y a la mañana siguiente, comparé. Adelanto mi conclusión: nadie debe irse a la cárcel por una tontería como la perpetrada por Katchadjian, aunque el abogado de la Kodama, ante la indignación internacional, ya le bajó el perfil a su caso y dijo que la mayor pena para el acusado, con el juicio ya en tercera instancia, sería hacer trabajos sociales (¿lo mandarán a un liceo del Gran Buenos Aires a escribir en una pizarrón 9 mil veces “El Aleph”, “El Aleph”, “El Aleph”..?).


Nadie que ame a la literatura puede estar en contra de la “literatura experimental” pues toda ésta lo es cuando nace un género. Debió serlo la Odisea, al menos cuando alguien la leyó impresa por primera vez, como lo fueron el Quijote, el UlisesEl museo de la novela de la eterna, de Macedonio Fernández, para no hablar de la gran poesía posterior a 1910. Pero “El Aleph engordado” es un buen ejemplo de lo que ocurre cuando una persona de poco talento incurre en el academicismo –porque ése es el destino fatal de toda innovación– al “intervenir” una obra e imita, cansino, prácticas con medio siglo de existencia (el Taller de Literatura Potencial, de Raymond Queneau, fue fundado en 1960 y el Colegio de Patafísica, antes).


Pese a la jactancia de Katchadjian, quien en su posdata justificatoria se atreve a decir que “los mejores momentos” de su propio texto, “son esos en los que no se puede saber con certeza qué es de quién” o sea un inmodesto “yo también puedo ser Borges”, lamento arruinarle la fiesta con mi remota decepción. Su torpe mano es perceptible para cualquier buen lector de Borges y los párrafos injertados por él son parodias cursilonas, consignas al estilo de Eduardo Galeano, romanticismo barato en torno al personaje de Beatriz Viterbo, diálogos vulgares impensables en la prosa borgesiana. Ocurre que atrás del megavanguardista se oculta una conservadora institutriz antañona pues pareciese que Katchadjian piensa que algunos lectores poco instruidos de “El Aleph” no entienden su subjetividad, sus retruécanos maliciosos, su ironía libresca. Compadecido decidió “engordar” el cuento para hacerlo explícito y comprensible e hizo del “El Aleph” un relato no sólo didáctico sino palabrero que nada le quita y mucho menos le agrega al original borgesiano. Confío en que Pablo Katchadjian sea exonerado por la justicia y dé clases de intertextualidad y pospoesía en alguna universidad gringa. Ofertas no le faltarán. En cuanto a “El Aleph”, de Borges, sigue allí, incólume, enceguecedor.

Gazapo y Muchacho en llamas: un juego de espejos Guillermo Vega Zaragoza

5/Julio/2015
Confabulario
Guillermo Vega Zaragoza


Una de las primeras reseñas que me atreví a escribir y publicar fue la de Muchacho en llamas, de Gustavo Sainz, cuando apareció el libro a finales de 1987 en el suplemento cultural sábado del diario unomásuno. Debo confesar que entonces no había leído Gazapo, aunque sabía que todo mundo la consideraba una gran novela. Pero me sentí obligado a leerla porque quería saber cuál había sido el origen de Muchacho en llamas, aunque luego surgió la pregunta: ¿Gazapo produjo Muchacho en llamas, o había sido al revés?


Como se sabe, Gazapo apareció en 1965 publicada por Joaquín Mortiz en su entonces prestigiada Serie del Volador, una de las colecciones más codiciadas, ya que el autor que era incluido en ella de inmediato se consagraba. Y Sainz publicó su primera novela ahí. Gazapo, junto con La tumba, de José Agustín, causó conmoción en el medio literario de entonces fundamentalmente por tres aspectos: 1) el tema juvenil, que contaba las aventuras cotidianas de un grupo de adolescentes de la Ciudad de México (Menelao, Vulbo, Gisela, Bikina, Mauricio, Jacobo y Nácar, adolescentes que viven en las colonias Del Valle y Narvarte); 2) el lenguaje, propio de los jóvenes de la época, salpicado de modismos, coloquialismos y anglicismos, y 3) los recursos narrativos utilizados —influidos por la nueva novelística francesa y norteamericana, sobre todo—, que rompen con la linealidad y tienden a la fragmentación de voces, tiempos y espacios.


Como lo ha detallado Ignacio Trejo Fuentes en su relectura a cuarenta años de publicada la novela, Gazapo desconcertó porque en apariencia estaba concebida “bajo conceptos muy poco literarios, su lenguaje era el hablado por los jóvenes de clase media del Distrito Federal y las cosas que contaban resultaban ‛niñerías’, ‛insignificancias’”. Es muy probable que a los críticos de entonces les irritara que “los protagonistas hicieran albures, tomaran malteadas en el Sanborns de Lafragua o comieran hamburguesas en La Vaca Negra, que utilizaran grabadoras o se la pasaran hablando por teléfono, que recurrieran con frecuencia al idioma inglés y prefirieran el rock and roll antes que Ray Conniff”. Pero Trejo Fuentes advierte que “la aparente falta de composición era en realidad una serie de inteligentes estructuras, el lenguaje el más apropiado para los personajes y su circunstancia, y éstos, a fin de cuentas, rescataban por vez primera, en serio, a los adolescentes como protagonistas principales”.


Es cierto que unos años antes Agustín Yañez, Carlos Fuentes y José Revueltas nos habían presentado una Ciudad de México de incipiente modernidad, alejada de la narrativa de personajes rurales y revolucionarios, pero también lo es que a principios de los años sesenta la población juvenil, urbana y de clase media, se había convertido en protagonista fundamental de la vida citadina. En Gazapo, los jóvenes “se alzan como auténticas primeras figuras y por si eso fuera poco hacen suyas y personifican las ebulliciones que toda una generación a nivel mundial llevaba dentro, concentradas en la rebeldía ante la autoridad (familiar, religiosa, escolar, estatal).”


Desde entonces Gustavo Sainz se reveló como un novelista diferente a los que existían en la literatura nacional. De hecho, él no llamaba “novelas” a sus obras sino “ensayos narrativos”, y en efecto, nadie como él se arriesgó con cada libro a explorar y expandir los límites del género narrativo, a través de apuestas formales, temáticas, estructurales y estilísticas, intentando portentos extraordinarios como La muchacha que tenía la culpa de todo (Ediciones Castillo, 1995), una novela escrita con base sólo en preguntas.


Luego de Gazapo, Sainz publicó Obsesivos días circulares (Joaquín Mortiz, 1969), La princesa del Palacio de Hierro (Joaquín Mortiz, 1974), Compadre Lobo (Grijalbo, 1977), Fantasmas aztecas (un pre-texto) (Grijalbo, 1982) y Paseo en trapecio (Edivisión, 1985), con diversos resultados de crítica, aunque uno de ellos es el más celebrado, analizado y copiado de todos hasta la fecha: La princesa del Palacio de Hierro, que obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia de 1974.


Así, a finales de 1987, Sainz publicó Muchacho en llamas en Editorial Grijalbo. Se trató de su séptimo ensayo narrativo, 22 años después de haber publicado el primero. Como se sabe, el siete es el número perfecto de la tradición cristiana, también era significativo para Gustavo Sainz, según hizo constar en la dedicatoria del libro. Sin embargo, más allá de consideraciones cabalísticas, este es el libro en el que muchas de las preocupaciones arrastradas por Sainz a lo largo de lo que hasta entonces constituía su carrera literaria, así como los aciertos logrados en el mismo lapso, se plasman con mayor contundencia y perfección.


Por principio, Muchacho en llamas es un libro obsesivo, como casi todos los de Sainz. Sofocles Alejo Díaz, escritor en ciernes   —y uno de los alter ego del autor—, padece todo un rosario de obsesiones (indecisión amorosa, el sexo y las mujeres, los perros, una extraña somatización del interés por el fenómeno de la combustión espontánea, la licantropía, la situación familiar) que convergen en una sola: la escritura de su primera novela.


Armado con base en el diario que el autor llevaba antes y durante la escritura de Gazapo, (el inicio de la obra está fechada en abril 2 de 1961), los recortes de periódico, los anuncios copiados, los letreros urbanos e incluso la referencia a personas y situaciones reales, sólo sirven para ubicarnos temporalmente, los chistes y comentarios ocurrentes le dan sabor y vitalidad a la lectura, pero los párrafos subrayados de libros, casi todos referentes a la condición del escritor, los fragmentos de entrevistas hechas por Sofocles a Rodolfo Usigli, José Revueltas y Carlos Fuentes, junto con las propias interrogantes del protagonista, nos enfrentan a una reconsideración del trabajo literario, que, obviamente, Sainz experimentó al escribir su primera obra y nos lo trasmite de nuevo, 26 años después, con una brillantez desbordante.


Si en Gazapo destaca la deslumbrante forma narrativa escogida y en Obsesivos días circulares se dice que el protagonista es el lenguaje, en Muchacho en llamas la estrella es el propio escritor y, como diría Sábato, sus fantasmas, con sus momentos de desesperación y lucidez. De esta forma, el pivote de la tragedia de Sofocles es el cuestionamiento obsesivo y recurrente de su propia vocación literaria.


Conforme avanza el libro, domina en el lector la sensación de déjà vu. Ya habíamos sido presentados con los personajes y sus situaciones; cambian los nombres y los escenarios (aunque siempre en una Ciudad de México a principios de los sesenta, que los personajes asumen como suya y advierten su paulatina degeneración), pero todo esto es aledaño. Estamos ante un verdadero juego de espejos entre la realidad y la ficción, entre los mundos narrativos que se entrelazan, se bifurcan y se confunden entre sí y con la vida real, que intenta el imposible objetivo de toda gran novela: abarcar la totalidad.


“Aunque esto no es propiamente una novela —ni tampoco una pieza de teatro, ni un ensayo, ni un poema, ni un cuento, ni una entrevista, ni un collage, ni un cut-up, ni un fold-in, ni una complicada   yuxtaposición de textos, ni un diario. Se debe volver a hallar en estas páginas ese difícil estado de libertad que es propio de la creación sin límites. Podemos autorizar todas las interpretaciones que se deseen”, nos dice Sainz. ¿Estamos ante una novela que habla sobre otra novela, ante una suerte de falsa autobiografía novelada, o ante un artefacto narrativo inclasificable?


Resulta que yo tenía veinte años, casi la misma edad que el protagonista, y a pesar de mediar más de 25 años de distancia entre la época que retrata la novela y mi actualidad de entonces, su sensibilidad, su experiencia, sus miedos y obsesiones me tocaban muy de cerca, casi como si yo las estuviera viviendo. Me recuerdo, incluso, leyéndola enfebrecido, en el camión, en la escuela, en la cama, en el baño, porque ese fuego que consumía a Sófocles era el mismo que me consumía a mí, el deseo de vivir, de escribir, de amar, de leer, de saberlo todo, de experimentarlo todo, de dar cuenta de todo. Pocos libros han sido tan significativos para mí y tan definitivos para marcar mi vocación literaria como Muchacho en llamas, porque me demostró que sí era posible vivir y escribir; que no sería fácil, pero que sería la decisión correcta, la única posible.


Entresaco algunos de los subrayados que aún sobreviven en mi ejemplar de entonces:



El rey Salomón, que era un sabio, poseía 700 mujeres y 300 concubinas.

Yo sería sabio con menos.


Si escribo bien terminaré diciendo lo que la gramática me permita, no lo que quiero decir. Mi vida corre al margen de la lengua, cierta clase de vida que no es transformable en palabras, y ésa es la que o quiero contar.


Pregunta para una entrevista: ¿Moriría usted si se le prohibiera masturbarse?


Escribo porque soy demasiado débil. Si pudiera, si tuviera el valor suficiente agarraría un hacha y me lanzaría al mundo a repartir hachazos.


Estoy leyendo un número reciente de la Revista de la Universidad de México y oigo que mi abuelita me llama. Bajo la revista. Estoy en el departamento de mi madre, no en mi casa de Polanco. (Esta nota me sorprende: no recuerdo por qué la subrayé, pero hoy trabajo precisamente en esa revista).


Si a la obra de arte no le falta nada, es que le sobra algo.


¿Y si yo escribiese un libro en el que no se dijera nada?


Pienso en la eficacia de un lenguaje que fuese la majestuosa y límpida celebración de la nada.


¿Por qué los novelistas tienen que vender su arte? ¿Para poder vivir? ¿Y para qué necesita el público leer novelas? ¿Para poder vivir?


Estos cuestionamientos invaden todo el texto, el cual se define a sí mismo. Incluso el autor se da el lujo de definir lo que será y no será su obra dentro de la misma obra:


Mi libro debe dejar la impresión de un campo en ruinas.


Las catástrofes serán el principio formal de mi narración.


El texto constará de un sinnúmero de esquirlas y fragmentos.

Representaré muchas formas de escritura: el dossier, la crónica familiar, la entrevista, el aforismo, la anécdota, el acta, la nouvelle clásica, el informe, la página de diario, el epigrama, la cita, el fragmento, en fin.

Formas logradas, redondas, no aparecerán por ninguna parte.

Tampoco habrá extensiones excesivas; será como si leyeran simples resúmenes, extractos, notas, treatments…


No dejaré que se hable de montaje, en realidad, si hago algo con los acontecimientos que narro es precisamente desmontarlos…


Visto a la distancia, podríamos decir que Sainz fue, entre nosotros, sin saberlo, uno de los precursores del blog antes de que existiera la Internet. Estoy casi seguro que si Sainz fuese hoy un joven escritor exploraría todas las posibilidades de la escritura digital, como lo demostró con La novela virtual (atrás, arriba, adelante, debajo y entre), publicada por Joaquín Mortiz en 1998, y que constituye la primera novela escrita en español que explora las posibilidades literarias de la Internet, en específico, las del correo electrónico, ese instrumento que ha revitalizado el género epistolar.


En la época en que apareció Muchacho en llamas, Sainz habló en una entrevista acerca de “la invisibilidad del escritor en México”. Y no dejaba de asistirle razón. La muestra es que sus obras más recientes no tuvieron la atención ni la resonancia debida por parte de la crítica. Muchas de ellas, por ejemplo, eran inconseguibles y hasta hace poco se volvieron a editar en tirajes reducidos. Sin embargo, eso no obsta para asegurar que Gustavo Sainz haya sido uno de los escritores clave, definitivos y de mayor influencia en las letras mexicanas, no sólo por sus innovaciones literarias, también porque es uno de los autores más mencionados como decisivo en la confirmación vocacional de muchos escritores.

HAMBRE (una lectura de la poesía de Eduardo Lizalde)

5/Julio/2015
Jornada Semanal
María Baranda

Eduardo Lizalde no es un poeta del ensueño, a la manera de los románticos, aunque en sus poemas cite a los románticos, ni tiene la intencionalidad de los surrealistas, no hay improvisación ni escritura automática en su poesía. Hay garra y suspicacia, su paso es lento y seguro, ejerce una responsabilidad con la imagen y la palabra. Si nombra: desdobla, si desvía: retoma, si origina: prolonga. Quizás, por eso, en sus poemas no hay desperdicio. Lo que se plantea se convierte en lo real dentro del movimiento del poema. Su propósito no es el ornamento ni el coqueteo prolongado con la imagen, tampoco el embeleso musical ni el engaño estético de explorar sin sentido. Su autonomía es la vehemencia, su interioridad el diálogo incesante que establece, antes que nadie, consigo mismo y después, con la tradición. Como decía Hölderlin: “Desde que somos diálogo y sabemos más de los otros.” Y es a través del horror y de la complejidad que describe, con la agudeza de quien mira a fondo, lo que hace surgir una de las poéticas más interesantes de nuestro tiempo. La suya viene del rigor. Surge de la inteligencia. Poeta definido y estricto, tiene el ojo del naturalista, el pensamiento del fisiólogo, la mano atenta a su materia de observación. Porque Lizalde escribe como si viera, su orden está en perfecto equilibrio: listo para reconstruirse y reformarse en cada línea.

En su poesía no hay alejamiento de las cosas: todo siente y florece, exige ser considerado en su propia autonomía. El poeta es hábil en otorgar presencia: que griten, giman, que se revuelquen en su condición de poder. Sí, son poderosas porque significan para él, porque las necesita desde el primer momento en que las nombra. Audaz y pertinente nos hace entender la susceptibilidad de la rosa, la profundidad de una roca. El mineral es canto y apertura, es síntesis. Lizalde nos da a conocer el objeto mismo con la pasión de quien descubre el llanto o la risa en algo perfecto y establecido que implica su propia apertura a un mundo posible. Celebra el misterio con ellos, oficia el rito absoluto del canto y consigue traducir para nosotros, asombrados lectores, la función vital de un mineral. No hay nada desconocido ni nada que impugne la fantasía, pareciera conocer lo más amplio y riguroso del afuera, la íntima síntesis de un mundo que se conserva con toda su fuerza en lo que dice.

Y le digo a la roca:
muy bien, roca, ablándate,
despierta, desperézate,
pasa el puente del reino,
sé tu misma, sé mía,
dime tu pétreo nombre.

Ruego que se forma en la intimidad, en la invención de otro, que no importa qué o quién sea, pero que asegura la plena autoría en relación directa con lo que está. El espacio vital de su poesía está en la irrupción del amor, y no por ser amor es menos poderoso; como mirada creadora, es la fuerza que padece en su pasión lírica. Pareciera que donde posa la mirada se cumple la revelación poética.

No, rosa,
no eres verdad como rosa
de tal o cual textura,
no se empatan las voces, al cantar,
del crecer y el vivir.
En innúmeras vidas
te deshojas al tiempo en que maduras,
palideces o alientas,

Rosa, no puedes
coincidir con tu rosa.

En la poesía de Lizalde hay hambre. Hambre decisiva. Un hambre como actitud y conciencia de quién se es en el recorrido del poema y, por supuesto, de qué es lo que se busca. Sus motivos son profundos y necesarios como si se pudiera ir y volver de una historia siendo los mismos pero siempre distintos. De ahí, quizás, su condición de felino, no como una máscara literaria sino como una configuración poética o una filosofía de vida: mirarlo todo a fondo, ser de una estirpe, caminar con la fuerza primitiva que nutre y acecha las palabras, aguzar el oído a tal punto que se preceda a cada sílaba de furia; extender el sentido del olfato para reconocer la realidad y sus límites verbales, para orientarse en el sagrado momento de la ofrenda ante el poema. Callar, también saber callar, cuando se necesita. No es fácil tener tal personalidad poética, sin embargo, se soporta gracias a las exigencias de su poesía, al rigor que casi llega al delirio, como pedía Rubén Darío, en sus poemas.

Ándate, como perro perdido
entre esos nombres: Negro,
Tritón, Berganza, Hueleandando.
Cómo te envuelven sin tacto
y sin olor
en una sorda estela
de enceguecida mole
que al fin hiendes inmóvil o encallada,
buque de cristal en río de aceite.

Podríamos formar un zoológico con los ejércitos que pueblan sus poemas. Habría víboras, tarántulas, leopardos, luciérnagas, leones, lobos, potros, ovejas, boas, camellos, libélulas, toros, vacas, hormigas, ballenas, petirrojos, moscas, canes, patos, buitres, sapos, ranas, loros, grillos, chicharras, paquidermos, mariposas, caracoles, pelícanos, avispas, grullas, gallos, tiburones, terneras, pájaros costeros, pavorreales, gansos, nutrias, gatos, liebres, gallinas, conejos, garzas, urracas y gorriones, impalas, jaguares, orugas, jirafas, canarios, ratas, rinocerontes, caracoles, linces, albatros, langostas, burras, simios, caimanes, zorras, puercos, lagartos, panteras y todo un ramo de tigres. También, cualquier clase de poetas. Pero todos ellos no están puestos en jaulas para que los admiremos. No. El poeta se sirve de cada uno para hablarnos de la bestialidad humana, para referirnos la baja condición de nuestras almas. Y sí, turba al lector por su complejidad y su ironía, se atreve a desalojar las convenciones y benevolencias: corre riesgos. No le asusta la sombra. Porque intencionalmente no habla desde ella. Es pulcro. Su pensamiento es pulcro. Es frío, es metódico, es inteligente. Camina con dos pies en el poema, sabe a dónde va, qué hacer, dónde dar un giro y cómo salir airoso de él. Sus libros formarán muchas generaciones y varios de sus poemas serán clásicos de la literatura mexicana. Atento a la poesía y su fenómeno, Lizalde sostiene, desde sus primeros poemas, ese interés a fondo, casi intacto, de la verdad por la verdad poética. Y porque, como dice él: todo poema es infinito, celebremos que en nuestras letras tenemos esta poesía tan luminosa.

sábado, 4 de julio de 2015

LA VIUDA DE BORGES (Y SU DOBLE)

4/Julio/2015
Laberinto
Heriberto Yépez

Borges procuró ser un autor perfecto. Mediante prosodia y codificación, Borges atrapaba información, vidas e ironía en frases, enunciados y páginas cerradas. Lo borgeano es lo premeditado.

Una vez alcanzada tal perfección, Borges expulsó sus obras juveniles, laterales, barrocas o fallidas. Cuando Borges dispuso sus Obras completas, su selección y versión final confirmaron su voluntad de pasar a la posteridad sin giro o texto sobrante. Borges era un perfeccionista del estilo.

Pero Borges murió. Kodama, su viuda ignorante del principio borgeano-poundeano de la escritura como condensación y diestra del principio de reproducción de cualquier texto firmado por Borges, “rescató” todas las piezas de la cantidad descartada. Otro Borges fue publicado.

Borges escribía editándose; Kodama, re-editó a Borges, re-escribiéndolo. El principio de esta apropiación fue engordarlo.

Pero las leyes borgeanas debían imponerse. Kodama, al ampliar el conciso archivo borgeano, al tiempo que conseguía el éxito, procreó una culpa secreta: haber arruinado a Borges, desmesurándolo. Ella comenzó a atormentarse.

Y el espejo de la culpa, finalmente, la hizo generar un doble.

El doble tomó la forma de un joven escritor argentino, Pablo Katchadjian, que se encargaría de encarnar y ejecutar el principio inventado por Kodama (liberarla).

Katchadjian eligió el “El Aleph”, el cuento en que Borges narra la ruina de una máquina puntual para contemplar la realidad entera, apropiada por un escritor mediocre que la explota para escribir un poema engordándolo infinitamente.

Katchadjian secretamente pretendía ser Daneri y vengarse de Borges; Katchadjian, en verdad, era Kodama, buscando exportar su culpa en el doble.

La impresión de El Aleph engordado de Kachadjian buscó unas pocas manos; entre ellas, las de Kodama que una vez enterada de la entrega de sudoppelgänger y siguiendo la prefijada trama borgeana, lo denunció ante la Ley.

Sólo después de los laberintos judiciales de la burocracia latino-kafkeana, Kodama alcanzó su deseo perverso: provocar que su doble (el re-editor engordador de Borges) comenzara a soñar con la cárcel.

El público virtual, como debía, defendió a Katchadjian, sin sospechar siquiera que se trataba del doble de Kodama, su realizador.

Esta historia tiene varios posibles (o virtuales) desenlaces. En todos ellos, sin embargo, Kodama y Katchadjian alcanzan su objetivo secreto: destruir a Borges.

Hace algunas décadas, Kodama soñó que era Borges. Al despertar ignoraba si era Kodama que había soñado que era Katchadjian o si era Katchadjian y estaba soñando que era Borges.

Borges ha terminado; es ya imposible. Pero quedaron sus personajes sueltos. En este paulatino motín, cada uno desfilará y tomará su turno para patear el cadáver del dictador-demiurgo.

Al humillarlo, los personajes sueltos se vengan de Borges, cuyo cadáver gesticula una última risa seriada contra el nuevo cosmos patético.

Jaime Labastida: Sin juicio literario pero con criterio musical

4/Julio/2015
Laberinto
Evodio Escalante

No son pocos los yerros de la antología El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana: contiene lo mismo erratas en cascada que descuidos y traiciones que se antojan más que excesivos. Este es el veredicto al que, con pruebas sólidamente documentadas, llega el autor de estas páginas, un fino lector de la tradición poética mexicana.


Filósofo y poeta, ensayista y crítico literario, director tanto de la Academia Mexicana de la Lengua como de la editorial Siglo XXI, Jaime Labastida publicó hace unos pocos años El edificio de la razón (Siglo XXI, México, 2007), ambicioso esfuerzo por recorrer gran parte de la historia de la filosofía en Occidente que arranca de los llamados presocráticos, pasa por la aportación fundamental de Descartes, continúa con varios portentos de la época (Spinoza, Leibniz, Kant), recala en Hegel, se asoma a los progresos de la ciencia desde Galileo hasta Marx, y se sigue con varios de los modernos y los contemporáneos entre los que destacan Saussure, Freud, Lacan, Einstein, Heisenberg, Kuhn y Popper. Para no quedarse atrás en el terreno de las letras, circula ya una nueva edición de la antología preparada por él mismo titulada El amor, el sueño y la muerte en la poesía mexicana(Fundación Azteca/ Siglo XXI, México, 2015). Cierto que este libro había aparecido a finales de la década de 1970 en las prensas del Instituto Politécnico Nacional, y que en esos años lo reeditó Novaro, pero como bien dice el propio Labastida, se trata ahora de un libro diferente, muy aumentado en la selección de poetas y extendido también en el estudio preliminar que corre a lo largo de 150 páginas. Un verdadero despliegue cuantitativo que logra en lo esencial el fin que se propuso: mostrar los momentos canónicos de la poesía mexicana desde los tiempos de Sor Juana y de Gutierre de Cetina hasta los de Alí Chumacero, Rubén Bonifaz Nuño y Eduardo Lizalde. Los materiales se ordenan no según el orden cronológico a que nos tienen acostumbrados las antologías, sino obedeciendo a un criterio que podríamos calificar como musical: son los grandes temas del amor, del sueño y de la muerte los que imponen el tono y la secuencia de la compilación.

El problema fundamental de este libro, que me hubiera gustado recomendar como recomendé en su momento la edición de Novaro, es que está infestado de errores tanto mecánicos como conceptuales. Se trata de una edición muy descuidada que desmerece de los estándares de calidad en que suele moverse la editorial que Labastida dirige. Hay errores “de dedo” por decirlo así, no solo en el prólogo explicativo, sino en la transcripción de muchos de los poemas. Detecto fallas de transcripción en los poemas de Efrén Rebolledo, de López Velarde, en el epígrafe de Keats que aparece en “El tigre en la casa”de Lizalde, en “Piedra de sol” de Octavio Paz (una de las erratas, por cierto, rompe el endecasílabo), en “El sueño” de Sor Juana, en los poemas de Manuel Gutiérrez Nájera, de Manuel Acuña, Xavier Villaurrutia y hasta en el de José Gorostiza. En el caso de Rebolledo, además de los descuidos dactilares, se advierte que Labastida se basó en alguna versión previa que ese perfeccionista del verso que era el autor habría desechado. Donde la versión de Labastida deja leer “Vibra el alma en mi mano palpitante”, la que recoge Villaurrutia en Efrén Rebolledo, Poemas escogidos (Editorial Cultura, México, 1939), dispone: “Trema el alma en mi mano palpitante”. Donde Labastida recoge “calor de tus caricias, mi ardorosa”, la de Villaurrutia mejora: “crespón de tus caricias…”; en fin, donde Labastida anota: “resolviéndose solo en su lecho/ que el insomnio ha sembrado de espinas”, la de Villaurrutia lo traslada a la primera persona, lo que le confiere mayor efectividad: “resolviéndome solo en mi lecho…”. En su prólogo, Labastida pondera las capacidades de Carlos Pellicer como sonetista, y adelanta sus comentarios sobre los sonetos de Horas de junio, así como acerca de un tríptico que el tabasqueño habría dedicado a su amiga Frida Kahlo. Pues bien, los primeros sí están incluidos, pero los segundos… se extraviaron en el camino. Por cierto, Labastida recoge y da por buena la edición de Muerte sin fin que hiciera el fallecido Arturo Cantú, pero a la hora de darle su respectivo crédito el capturista le cambia el nombre por el de… ¡Antonio Cantú!
¿No es esto excesivo? Admito que los errores arriba anotados podrían mitigarse al menos con una cuidadosa “fe de erratas” que pusiera en guardia al lector de la antología. El problema es que las fallas se incrementan y se vuelven todavía más observables en el texto prologal del autor. Se trata de un texto que aglomera eruditas ideas acerca de una definición posible de la poesía, acerca de la idea de la belleza, acerca de la historia de la rima, sobre la función social del arte, sobre el arte ritual y de orden religioso frente al arte desinteresado, acerca del surgimiento de la noción de ley natural, acerca del caráctertransformador de la palabra poética, etcétera. Todo esto apoyado en referencias a Homero, a Platón, a Heráclito, a Parménides, a Hegel y Kant, a Marx, a Eliot, a Henríquez Ureña, a Paul Westheim y Laurette Séjourné, y un sinfin de filósofos y poetas de primera línea. Las ideas abundan pero el hilo argumental estricto resulta confuso y poco convincente.

Así, por ejemplo, al disertar sobre el surgimiento de la ley natural, Labastida sostiene que la fisis atañe a la naturaleza, e indica enseguida que dicho concepto está tomado “de la teoría médica de Hipócrates”. Afirmación sospechosa pues se sabe que cuando menos dos siglos antes de Hipócrates ya habían surgido los llamados filósofos de la naturaleza entre los que hay que contar a Tales de Mileto, Anaximandro y Anaxímenes. La fisis, de tal suerte, sería una noción que surge del intento de desentrañar el origen y la composición última del universo, y no un resultado de las investigaciones en la fisiología del cuerpo humano.

Empeñado en denunciar que gran parte de la poesía actual ha caído en el desorden y el irracionalismo, Labastida pretende que los grandes del Siglo de Oro español como Góngora y Quevedo podrían ser difíciles pero eran siempre inteligibles. En lo esencial podría tener razón. Pero, acto seguido, ejemplifica con sendos poemas de estos autores. Para su mala fortuna, cuando intenta glosar un famoso soneto de Quevedo (“Buscas a Roma en Roma, oh peregrino”), su transcripción no solo introduce alguna errata sino que mutila uno de los endecasílabos. Un tropiezo así, cometido en esa joya de esmerada perfección que puede ser un soneto, deja mal parado al editor. El asunto se complica cuando Labastida recurre a otro soneto del mismo Quevedo, el famoso “Amor constante más allá de la muerte”, pero en este caso al infaltable error mecánico (que lo hay) lo acompaña un fallo (o sería mejor decir: un exceso) interpretativo. No puedo transcribir entero este soneto que culmina proclamando la pervivencia post–mortem de un amor intenso llevado hasta el límite: “serán ceniza, mas tendrán sentido,/ polvo serán, mas polvo enamorado”El verso medular, que propicia el discurso de Labastida, dice así: “Alma a quien todo un dios prisión ha sido”… Pues bien, donde filólogos españoles afirman que se trata de una referencia a Afrodita, la diosa del amor, que habría padecido prisión en el alma del personaje, Labastida encuentra ocasión para proclamar que en este verso Quevedo se revela como un ¡poeta materialista! Tal cual. Que no se habla ahí de Afrodita sino del cuerpo, de la envoltura carnal, transfigurada en este caso en… ¡”todo un Dios”! (ahora con mayúscula). “El poema es blasfematorio y reivindica la gloria de los sentidos”, concluye el autor. ¿Blasfematorio Quevedo? Labastida convierte de un solo brochazo a Quevedo no ya en un hombre del barroco español sino en un lector anacrónico de Feuerbach, el pensador materialista que habría fascinado en su juventud a Marx.

Por cierto, no le va mejor a Octavio Paz cuando Labastida comenta uno de los pasajes centrales de “Piedra de sol”. Acaso llevado por un exceso de confianza, o simplemente porque cita (mal) de memoria, Labastida corrompe uno de los endecasílabos más celebrados del autor. Donde el original de Paz afirma “los dos se desnudaron y se amaron/ por defender nuestra porción eterna,/ nuestra ración de tiempo y paraíso”, Labastida sustituye “tiempo” por “pan”El asunto se recrudece porque no solo equivoca dos veces la cita, sino porque en su comentario al texto insiste en remachar el entuerto, con lo que parece darle carta de legitimidad: “El amor está uncido a la muerte, el amor es más poderoso que la muerte: nos otorga, así sea por el breve instante en que dura, una ración de pan y paraíso”. Acaso de manera inconsciente, lo conjeturo, Labastida revela en su comentario cuán hondo calaron en él sus directas o indirectas lecturas feuerbachianas. Pues Feuerbach, en efecto, fue quien escribió que “El primer objeto del hombre es el hombre”.

Hay aciertos destacables en este libro, y se encuentran todos ellos a mi modo de ver en los comentarios muy específicos que realiza Labastida de cada uno de los autores que incluye en su recopilación. El texto que le dedica a Rosario Castellanos, por decir algo, me parece lo más lúcido y perspicaz que he leído en torno a la poesía de esta mujer extraordinaria. Son muy reveladores también sus textos acerca de Chumacero y Bonifaz Nuño. Su forma de elogiar el arte del soneto de Pellicer es otra muestra de sus indudables dotes de crítico. Todos estos acercamientos individuales son precisos y reveladores.
No sucede lo mismo, desafortunadamente, cuando se ocupa de sus dos mayores amores: Sor Juana y Gorostiza, a quienes dedica amplios pero quizás envejecidos comentarios. Con Sor Juana, Labastida comete por principio un anacronismo: da por buena la versión de “El sueño” que estableciera Alfonso Méndez Plancarte en su edición de las obras de la monja para el FCE que data de los años cincuenta del siglo pasado. Antonio Alatorre, cuyas posiciones pueden ser discutibles, enmendó algunos leves errores de Plancarte y fijó una versión que pienso es hasta ahora la más confiable y que dio a conocer el mismo FCE en 2009. ¿Por qué ignorar esta sensible aportación filológica de Alatorre? Por otra parte, la interpretación que ofrece Labastida del poema despide cierto olor a naftalina. En efecto: lee el poema de la monja como si éste se ajustara a una óptica aristotélica. Es cierto que Sor Juana menciona a través de un circunloquio las categorías del Estagirita: “dos veces cinco son categorías”. Pero lo hace para decir que no le sirvieron de nada, y por si esto fuera poco, tres versos más adelante indica que dichos conceptos no son en verdad sino “mentales fantasías”. Difícil imaginar un ataque más severo contra Aristóteles, nada insólito por lo demás en una intelectual afiliada al neoplatonismo como lo era Sor Juana, como muestra de modo fehaciente Octavio Paz en Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, libro al que elogia la hermenéutica de Labastida sin extraer consecuencias de su lectura.

Con José Gorostiza sucede algo semejante. Labastida se queda con lo que podríamos llamar la interpretación gnóstica del poema. La creación de Dios es solo un engaño de los sentidos, el universo material que conocemos y del cual formamos una parte, así sea insignificante, no es sino un sueño de Dios, ese Narciso que se contempla a sí mismo en la cárcel de su propio espejo. Para que no corra la sangre y para que no haya muerte, males terribles, lo mejor es que la creación no tenga lugar nunca. Pensamos que estamos vivos, pero todo no es más que un sueño sin consecuencias. Un micro segundo antes de pronunciar el primer Fiat creador, Dios habría escuchado la voz de la sabiduría que le habría indicado que era mejor no moverle, no complicar las cosas. Como según esta teoría ni Labastida ni yo mismo existimos, tan sólo creemos que existimos, me abstengo de comentar su propuesta de lectura. Como dice el refrán: al buen entendedor, pocas palabras.

A propósito de Gustavo Sainz

4/Julio/2015
La Jornada
José Agustín

En la primera mitad de los años 60 Vicente Leñero ganó el premio Biblioteca Breve con Los albañiles, y en muchos sentidos preludió lo que vendría en 1965: la publicación, casi simultánea, de dos libros antitéticos pero complementarios, revolucionarios y fundacionales de la novela en México: Gazapo, de Gustavo Sainz, y Farabeuf o La crónica de un instante, de Salvador Elizondo, ambas editadas por la Serie del Volador de Joaquín Mortiz. Hasta donde sé (pero si la riego ahí está el plumil corrector de Sainz), aunque Gazapo se publicó en ese año en realidad había sido terminada antes; se llamaba Conejo extraordinario, pero ese nombre se cayó cuando apareció Corre, Conejo, de John Updike, y entonces Saint-Sainz salió con el raro y afortunado título Gazapo, conejo joven, pero también taimado, embustero; en todo caso el joven de la barbita llevó su agazapada novela a Joaquín Mortiz, donde la aceptaron. Pero en aquella época, más que ahora, los editores solían tomarse todo el tiempo del mundo y los libros aparecían a los dos, tres o cuatro años de la contratación. Así ocurrió con Gazapo y Farabeuf, por lo que, al menos una vez, si no es que más, Gustavo sensatamente aprovechó esa lentitud caprichosa para hacer cambios y correcciones, y así lo que apareció en 1965 ya no fue el manuscrito original. Yo mismo tengo una de las versiones de Conejo extraordinario, con collages de Gustavo en la portada. La dedicatoria, típica de Sainz Fiction, es de letra muy limpia que abre veredas de rumbos sinuosos a lo largo de la página y puede continuar en las siguientes. La novela de Sainz tuvo un éxito instantáneo. Hasta la fecha tiene muy buenas ventas. Pero entonces era algo distinto en todos sentidos. La portada con la foto de la conejita difuminada por una pantalla abría el mundo adolescente, durísimo, muchas veces cruel. Un túnel oscuro y larguísimo que se hace fácil por la vitalidad e inconsciencia que a esa edad se derrama, y por los amigos, apoyo decisivo en el proceso de crecimiento de Menelao: salir desdramatizadamente de la casa, o más bien hacinado departamento, del padre, un taxista desdibujado, donde se quedan las tías, una evangélica y otra católica, la abuela senil y las espiadas a la linda Gisela al bañarse. Menelao se va a vivir al departamento polvoriento de su mamá, que nunca aparece pero que le debe a medio mundo, el escenario fonqui de la seducción sin prisas de Gisela, historia de amor y eje de la novela. Como sublíneas están los intentos de seducción de Vulvo a Nácar, una chava que nadie ve y sólo existe a través de lo que él cuenta; y la relación, mucho menos desarrollada, de Mauricio y Bikina. Qué nombrecito. Esto subraya la importancia del amor en el proceso de crecimiento e independencia, pues la pareja ahora proporciona el apoyo emocional que daban los padres, además de que erotiza toda la novela a través de los accidentes de la conquista de Vulvo y de la paciencia amorosa de Menelao, quien quisiera eternizar cada instante. A Vulvo le encantaría cogerse a Nácar lo más pronto posible, pero Menelao no tiene ninguna prisa en poseer a Gisela. Mauricio, por su parte, no se anda con cuentos eróticos y se acuesta con Bikina cada vez que puede. Lo que ocurre siempre es muy relativo. A veces, rashomonianamente, es una versión que después alguien cuenta de otra manera; o se trata de grabaciones o diarios hechos por Menelao, Gisela o alguno de los metiches personajes; si no, se trata de una narración de cuarta o quíntuple generación, pues alguien cuenta lo que contó otro a quien se lo transmitió uno que lo oyó de un testigo presencial pero distraído y lejano de los acontecimientos. Las cosas ocurrieron así o quizá no. Quizá ni siquiera tuvieron lugar, puras fantasías muy elaboradas. El tiempo entonces se desarticula, va y vuelve, se repite, pierde linealidad, tiende a lo circular, concéntrico, al eterno retorno, y difumina los bordes de la realidad y la ficción. Esta relatividad crea el espacio mítico, el no-tiempo, el del rito de iniciación que se repite inexorable, consciente o no, de hecho casi siempre inconscientemente, en todo joven de esa edad en cualquier parte del mundo y de cualquier época. Además de la estructura no-lineal y de la relatividad de lo narrado, el lenguaje es gran protagonista. Gus Sainete es experto en el habla coloquial, precisamente porque no la evade sino que la maneja con precisión y la vuelve intensa materia literaria. La narración, cool, contenida, es rica en detalles; de todo se narra lo indispensable, pero con una veracidad llena de sabor. Abundan los cortes abruptos, las elipsis y la ambigüedad; pero cuando es necesario, Sanx-Sainz se detiene y se toma todo el tiempo del mundo. Además, los nombres son muy divertidos, como Tricardio, Madhastra, Mochatea o Menelao-Menelado-Melenas– Melameas-Melachupas–Melancétera. Y Bikina. O Vulvo, nombre increíble, de alguna forma transgresor y retador, como Sarro en Obsesivos días circulares. Sarro. Carajo. Son parte de los detalles que enriquecen, como la riqueza de albures, muchos buenísimos, Medallas el Hojalatero, ¿sabes remar? pues vete remando a la chingada, el Pelón me preguntó que cuándo vas a darle sus Ovaciones y su mascada, ¿sabes remar? pues remámame los huevos, huele a pedo, no, a cosaco; sí, yo soy el que entierra la vela, es más largo que un entierro, entierro de ciegos Sainzano es rey. Todo esto crea la credibilidad, naturalidad y autenticidad del relato, cuya estructuración y las infinitas versiones matizan continuamente; parece algo sencillo pero no lo es para nada. A esa capacidad e inventiva de ordenar con precisión los materiales, se añade un estilo que fusiona economía y contención, fluidez y amenidad, rigor y soltura. Sainz no es copista o taquígrafo de lo real; al contrario, transmuta el habla oral en una inteligente y provocativa expresión literaria. La escritura, limpia, económica, pulcramente vigilada, busca y obtiene el lenguaje justo, y así a la vez da humor, ironía y diversión en grande. Gazapo encuentra un raro equilibrio entre lo real y lo imaginario. Es compleja, elaborada, artística, y a la vez natural, auténtica, disfrutable. Con el tiempo, esta novela, como pilón o bonus track, ahora reconstruye una época, la ciudad de México de fines de los cincuenta y principios de los sesenta; los paseos por gran parte de la capital crean una atmósfera de eternización del momento, como en Farabeuf pero de una manera muy distinta; por eso el libro termina diciendo: De esa época conservo algunas fotografías. Además, Gazapo fue parte del raro fenómeno de una narración de la juventud desde la juventud misma, con la correspondiente autenticidad, cambios de temas, lenguaje, tono, situaciones y de la concepción de la literatura misma. Como La tumba (1964) y De perfil (1966), o Pasto verde (1968) y El rey criollo (1970), de Parménides García Saldaña, Gazapo fue una novela generacional que expandió el núcleo de lectores en beneficio de la cultura en México. Sainz Friction, bastante consciente de lo que hacía, planteaba sus puntos de vista firme o incluso belicosamente. Desacralizó a la cultura, la actualizó y la hizo más ágil e inteligente. Conocía el medio y sabía cómo darle empujoncitos a su novela, así es que nunca rehuyó ninguna forma de promoción o de publicitación al margen de los mecanismos del Establishment. Todo eso convirtió a Gazapo en un fenómeno especial, muy importante en el inicio de la nueva sensibilidad. En 1968 la juventud tuvo tal peso en la vida nacional que Revueltas abjuró el dogma del proletariado como vanguardia de la revolución. Esa vez, al igual que en Francia, Checoeslovaquia o Estados Unidos, los estudiantes fueron la descubierta de una creciente satisfacción universal y de un llamado a la humanización. Como decía Fereydoun Hoveyda, las cuarentenas son críticas, puntos decisivos, pero en sus cuarenta años Gazapo sigue entera, viva, tierna y divertida, desafiante y cordial, estimulante y vía de reflexión; se ubica y documenta los tiempos del desarrollismo, el sueño mexicano de en la paz todo es posible, el de De esa época conservo algunas fotografías. Pero sigue siendo esencial el tema del paso de un joven que se separa del núcleo familiar para vivir por sí mismo, frecuentemente con la ayuda del amor; es lo eterno, arquetípico, clásico, aunque Menelao no parece tener relación simbólica con el de Homero. Gazapo, además de recrear y fijar con énfasis el tiempo, reinventa el mito del ritual de iniciación a la madurez desde dentro, en medio de su condición sagrada y su cotidianeidad, lúdica y dionisiacamente como en Eleusis, con humor, ingenio, inteligencia, malicia y pequeños toques de perversidad. Y mexicanidad. En Gazapo el tema del fin de la adolescencia es impecable, natural, divertido, veraz y eficaz. No dudo que esta novela seguirá vigente durante mucho tiempo. Es un auténtico clásico de la literatura mexicana.