domingo, 22 de marzo de 2015

Quiroga y la influencia bien asumida

22/Marzo/2015
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

Pocos son los autores que aceptan abiertamente la influencia de sus antecesores. Horacio Quiroga, famoso por sus cuentos de la selva y sus historias de amor y locura, fue más allá: escribió seis novelas cortas haciendo alusión de sus autores favoritos. Estas obras de Quiroga sirven para comprender el proceso creativo de un autor con textos que, además de hacernos disfrutar por su lectura, nos ayudan a hacer que afloren partes profundas de la psique.
¿En qué momento madura la capacidad creativa de un escritor? ¿A quién tiene que leer para cohesionar su forma de pensar y escribir? La lectura siempre es buena. Incluso el más nefasto contenido de un libro logra despertar al lector, por lo menos, la esperanza de que mejorará al escoger el siguiente libro o profundizará en su asimilación: no es necesario, tampoco, conocer al autor o el resto de la obra para apreciar un texto. Existen los lectores “completistas”, que desean saber todo del autor y su obra, para establecer el peso de cada etapa. Y es tan válido como quienes no quieren ni conocer en persona al escritor para no prejuiciarse sobre la obra (hay autores insoportables que logran ahuyentar de su trabajo incluso a quienes ya lo habían apreciado).
Para quienes admiramos a Quiroga, nos resulta informativo saber de sus aficiones y verlas traducidas en pequeños homenajes: conoce al autor, lo asimila y lo imita, confiado, suponemos, en dejarlo atrás para seguir su propio camino. Al publicar estas seis novelas cortas entre 1908 y 1913, Quiroga no pretendía más que lograr un personal divertimento: tal vez un exorcismo literario, pues hay lecturas que nos corroen para toda la vida y, al escribir, son dulces demonios que susurran caminos inconscientes. Y, según los apuntes del autor y por el hecho de haberlas firmado con seudónimo (S. Fragoso Lima), en apariencia sólo eran una forma de conseguir dinero. Quiroga resuelve con estas novelas la clásica disyuntiva del escribano entre lograr su producción más subjetiva y, además, vivir de eso: se divertía, cobraba y se permitía trabajar en las obras que le importaban. Pero, al paso de los años, tampoco puede dejar de advertirse cómo para el autor también eran un placer culpable: el que se ocultara bajo el seudónimo no impide ver cómo se solazó y cómo logró entretener a sus lectores: el que se lo pagaran y le pidieran más, lo evidencia.
Comparar las novelas cortas con los autores homenajeados o con la obra “directa” de Quiroga sería limitar el efecto de su lectura. Son amenas, están bien escritas y nos remiten a diversos momentos de la literatura: ¿se puede pedir más a un trabajo “intrascendente” de un escritor señero? Sin embargo, no son totalmente ajenas al resto de su obra. Quiroga ya había escrito obra fantástica.
No es difícil establecer la afinidad entre Quiroga y Kipling por sus libros sobre la selva. Cierto que son selvas distintas, pero la relación del hombre con las bestias y su entorno a veces impenetrable e indomable, es evidente. En El devorador de hombres, estamos ante la narración hecha por el tigre de Bengala, Rajá, sobre el engaño hecho a su domador. El autor plantea el centro del problema, en voz de ese tigre: “¿por qué vinieron a la selva? Nosotros no íbamos a los campos.” El hombre y su afán rapaz llevó a la casi extinción del tigre en India. Más que el cachorro y la fiera, el texto inicia con el hijo orgulloso del padre que enfrenta y devasta a los hombres implacables. Cuando sus padres son muertos en la cueva, el cachorro es recogido por el joven cazador y llevado al circo, donde por cinco años lo entrenan a golpes y torturas para los espectáculos. Ahí, el matador de sus padres salvará una vez al domador de perecer en las fauces de Rajá, quien lo recuerda perfectamente y lo admira por su belleza y su porte. Como los animales de Kipling admiraban a los ingleses y despreciaban a los indios, así actúan los protagonistas del homenaje: al final, Rajá decapitará a su torturador, pero quedará feliz como mascota del lord inglés: más importa obtener un héroe inglés, que sancionar al torturador de animales.
Además de la trama, Quiroga evidencia el homenaje a Kipling al mencionar la presencia en el circo de un leopardo de Penjab (provincia británica de India donde vivió Kipling y ambientó varios relatos).
Pero las demás novelas cortas no son tan claras en su homenajeado. En El remate del imperio romano, Quiroga decía guiarse por Conan Doyle en sus muchas novelas históricas, pero también recuerda al Nobel polaco Henryk Sienkiewicz. El remate narra el peculiar momento del imperio romano donde los militares, los pretorianos, pusieron a la venta el imperio y lo compró un mercader milanés. Insultados los generales romanos por tal compra, fueron por el usurpador para matarlo. ¿Y cómo no lo hicieron con los pretorianos vendedores?, pensaría el lector. El toque de Doyle reside en los personajes secundarios: la emperatriz desea a un joven patricio, quien se niega a entregarse, cierto de que eso sólo lo acercará a una muerte temprana. Cuando los militares han ultimado al comprador milanés y van por la emperatriz, el patricio intenta salvarla y perecen los dos. Logrado homenaje que habla más de la calidad de Quiroga, por definir a los personajes y obtener su desarrollo al margen de la trama y alcanzar, al final, darles más importancia que la trama central: la muerte anunciada del comprador que apenas habría hecho sorpresivo el cierre del texto.
El mono que asesinó, Las fieras cómplices, El hombre artificial y Una cacería humana en África dan nota directa de Poe, en palabras del propio Quiroga: “Ese maldito loco había llegado a dominarme por completo”, pero también se cuelan Lugones, Verne y el cienciaficcionero Eduardo Ladislao Holmberg.
Un autor tan singular como Horacio Quiroga acusa recibo de varios clásicos, pero termina por ser tan famoso como ellos y los mezcla en estas pequeñas novelas que de intrascendentes, como él decía, tienen muy poco. Ya quisieran muchos contemporáneos famosos hacer estos divertimentos literarios.

sábado, 21 de marzo de 2015

Evocaciones de T. S. Eliot

21/Marzo/2015
Laberinto
Miguel Ángel Flores

El 7 de enero, cuando todavía no se apagaban los entusiasmos y la expresión de los buenos deseos por un año que se iniciaba, entre las sombras de una crisis económica y el eco de las balas de una guerra que parece permanente entre Islam y Occidente (el choque de civilizaciones que muchos niegan), resonó en un barrio de París el estruendo de los disparos hechos con las armas que entre nosotros conocemos como “cuernos de chivo”. La agresión al profeta Mahoma, haciéndolo blanco de burlas, había sido vengada mediante el asesinato de inermes periodistas que publicaban una revista satírica. La incredulidad por un hecho tan brutal en un ambiente de una atmósfera pacífica, llenó de congoja al mundo de herencia cristiana. Las explicaciones y la expiación de culpas aún no cesan. Y para complicar este panorama, a uno de los terroristas se le “ocurrió” tomar como rehenes en un supermercado a un grupo de personas de confesión judía. El estruendo que desataron estos hecho ha sido ensordecedor.

Tres días antes la efeméride del día había sido el cincuentenario de la muerte de T. S. Eliot. Sí, el mismo poeta que había escrito que el mundo terminaría no con un estallido sino con un suspiro. El mismo poeta que había escrito versos con una innegable carga antisemita. Sí, el mismo poeta que había sido acusado por Neruda de reaccionario y de escoria de la poesía, mientras el impoluto chileno se inclinaba a besar los pies de Stalin. Sí, el mismo poeta que al morir fue declarado, con toda la razón del mundo, un gigante en el panorama de la creación literaria del siglo XX.

Cuando se cumplió el centenario de su nacimiento (1988) había sido aclamado unánimemente. Ahora, a cincuenta años de su fallecimiento, su figura parece una presencia lejana, opacada por el ruido del mundo; nadie recordó durante la larga recordación del inicio, hace cien años, de la Primera Guerra Mundial, el efecto que este hecho histórico tuvo en la obra del gran fundador de la modernidad de la poesía del siglo XX. El conflicto bélico condicionó toda su vida y le dio un nuevo rostro a la poesía.

T. S. Eliot había nacido en San Luis, Missouri, Estados Unidos, en el seno de una familia de ilustres antecedentes intelectuales, sociales y financieros de la Nueva Inglaterra, adonde se dirigió, llegado el momento, para inscribirse en la Universidad de Harvard. Sobre su interés por la poesía primaba su inclinación por los estudios de filosofía. Al concluir éstos escribió su tesis: Experiencia y objetos de conocimiento en la filosofía de F.H. Bradley. No obtuvo con ella el doctorado pues había viajado a Alemania y allí, en 1914, lo sorprendió el estallido de la Primera Guerra Mundial. Se negó a exponerse al peligro de que su barco fuera hundido, en su viaje de regreso a su país de origen, por un submarino alemán. Se mudó entonces a Inglaterra donde permaneció hasta el fin de sus días. Se convirtió en súbdito de su Majestad Británica. Se sintió cómodo allí pues su traslado a Europa estaba motivado por la búsqueda y la restauración de los valores clásicos de la civilización cristiana. El pensamiento de Bradley ejerció gran influencia en la sensibilidad poética de Eliot, reforzando su tema del aislamiento humano en la culpa.

No se sentía alcanzado por los estentóreos ruidos de las vanguardias del continente europeo, pero había leído a Laforgue e intuía que algo cambiaba en el ámbito de la poesía. Su sentimiento de excentricidad se acentúa ante el fenómeno de la gran ciudad y el cambio de valores que la nueva experiencia urbana aportaba. Europa lo defraudaba. La Gran Guerra profundizó ese sentimiento. Lo profano triunfaba sobre lo sagrado.

Para expresar su experiencia personal y la del mundo ya no bastaban las estructuras tradicionales de la poesía ni su lenguaje desgastado por el simbolismo. Una metamorfosis de la tradición romántica era quizá la respuesta. El yo había perdido su integridad en su identidad. El tiempo se percibía fragmentario, lo mismo que la persona del poeta. Sentía que lo habitaban muchas voces de épocas remotas a las que había que darles actualidad y un nuevo acento.

Desde su primer poema extenso “La canción de J. Alfred Prufrock”, escrito en 1917, adquirió notoriedad. Pero su más importante contribución a la poesía tuvo lugar cinco años más tarde con el extenso poema La tierra baldía (1922), que como se sabe, su amigo, colega y compatriota, Ezra Pound, ayudó a que adquiriera su forma definitiva. Eliot había intitulado al poema “He Do the Police in Different Voices”, que reflejaba de algún modo la dispersión en la que vivía el poeta. Pound le aconsejó el cambio de título y le recomendó abreviarlo suprimiendo dos tercios de la extensión original del poema. La obra terminó siendo un texto de una extraña perfección. La columna vertebral del poema se apoyaba a veces en referencia del pensamiento esotérico, y hacía que en su transposición de poema a poema Dante hablara como si fuera un poeta moderno. Además, en el poema entraban por derecho propio las palabras del habla cotidiana. Sus versos adquirieron el tono de la conversación que tocaba lo informal. La crítica quedó sorprendida y la influencia de Eliot se extendió por todo el mundo: hay que recordar la declaración de Octavio Paz en relación al impacto de leer, muy joven, en la revista Contemporáneos, la traducción de La tierra baldía. A este poema sucedió “Los hombres huecos” (1927), que estableció la reputación de Eliot como el poeta de la desilusión y la desesperación posterior a la Primera Guerra Mundial. Calificativo que más tarde lamentó el autor. Vinieron después los poemas de Miércoles de ceniza (1930) y, finalmente, Cuatro cuartetos (1947). Su larga trayectoria, su breve pero intensa y renovadora obra poética recibió el honor del Premio Nobel (1948). A la labor poética se había sumado la excelencia de la obra crítica, cuyos pilares eran una sólida cultura y un lúcido conocimiento del fenómeno poético; memorables son sus ensayos dedicados a la tradición clásica y a Dante. Su plataforma como crítico había sido una revista, The Criterion (1922–1939), que había fundado con sus muy modestos medios financieros.

Los comienzos fueron difíciles: el poeta se veía obligado a desempeñar un empleo que se hallaba muy alejado de sus intereses intelectuales, en una institución bancaria, y vivía en un constante desasosiego por el estado mental de su primera esposa Vivienne Haigh–Wood, a quien le afectaban enfermedades reales e imaginarias. La convivencia marital solo le aportaba infelicidad. El dinero era escaso. Sin embargo, fue heroico en su labor de editor. En esos años de juventud casi no escribía: el trabajo en la oficina lo dejaba exhausto.

Thomas Stearns Eliot se había distinguido por ser un hombre de gran discreción. No era un hombre carismático. En los últimos años de su vida ocupaba una oficina en Londres en la editorial Faber & Faber, de la cual era director. En ella llevaba a cabo los asuntos editoriales, escribía cartas y artículos, parecía un típico oficinista. Carecía de gestos extravagantes y era muy correcto y conservador en su forma de vestir; nada había en él del prototipo del poeta romántico (recuérdese que su juventud transcurrió en el tránsito de dos siglos). No lo cubría un aura de poeta. Su gesto era el de alguien angustiado, con desasosiego en la mirada. Acongojado más por la atrición que por la contrición. De él podría decirse que en la superficie daba la impresión de ser el hombre sin cualidades, que guardaba una gran reserva sobre su vida privada. Sus hábitos de trabajo poco o nada tenían de “poéticos” y evitaba frecuentar bares y cafés: prefería el ambiente ordenado de su oficina.

El matrimonio terminó mal. Vivianne fue internada en un hospital por sus desarreglos mentales. Con la fama, la vida de Eliot pareció iluminarse. Los apremios económicos se fueron diluyendo; desempeñaba una actividad profesional que lo satisfacía en la editorial Faber & Faber y contrajo nuevas nupcias con su secretaria Valerie Fletcher, que al morir el poeta jugó un importante papel en la preservación de su legado. El Premio Nobel confirmó su gran reputación y prestigio. En su discurso de recepción hay una posición humanista ante la poesía que lo ennobleció ante sus errores de juicio: podría parecer que la poesía separa a las personas más que unirlas.

Pero, por otro lado, debemos recordar que mientras el lenguaje constituye una barrera, la poesía en sí nos da la razón para tratar de superar esa barrera. Gozar de la poesía que pertenece a otra lengua es gozar de la comprensión de la gente a cuya lengua pertenece, una comprensión que no podemos lograr de otra forma. Podríamos pensar también en la historia de la poesía en Europa, y de la gran influencia que la poesía en una lengua puede ejercer sobre otra; debemos recordar la inmensa deuda que cada poeta de mérito ha contraído con los poetas de otras lenguas diferentes a la suya; podríamos reflexionar sobre el hecho de que la poesía de cada país y de cada lengua perecería y entraría en decadencia, si no fuera alimentada por la poesía escrita en lenguas extranjeras. Cuando un poeta habla a su propio pueblo, las voces de todos los poetas de otras lenguas que lo han influido hablan también a través de él. Al mismo tiempo, él mismo está hablando a los jóvenes poetas de otras lenguas, y esos poetas comunicarán algo de su visión de la vida y algo del espíritu de su pueblo.

Lo peor que le pudo pasar a un hombre tan reservado, que valoraba tanto su privacidad, fue la divulgación post mortem de su correspondencia. Un cronista escribió que después de la muerte de un poeta, sus cartas son ventanas al interior de su alma. Si bien las cartas han sido un gran auxilio en descifrar algunas claves centrales de sus poemas, también nos dejan ver todo lo que se trasminaba al poema de su desdichada vida personal. La materia de los versos no solo estaba hecha de la desilusión por una cultura cuyos valores admiraba y que la guerra se ocupó de liquidar, sino también de su angustia existencia por su difícil situación marital y social.
La admiración al poeta fue casi unánime, pero en ese “casi” se contaron quienes le señalaron sus opiniones y versos equívocos. Poco se conoce, fuera del ámbito de la lengua inglesa, de las manifestaciones de sus detractores que le reprocharon esos errores de juicio, como el escritor judío, ya fallecido, Emanuel Litvinoff, quien reconoció su magna obra literaria y no le negó méritos a su escritura, pero no quiso dejar pasar la oportunidad de escribir unos versos en respuesta a los del autor de La tierra baldía, contenidos en su poema “Burbank With a Baedeker: Bleistein With a Cigar”. A los suyos Litvinoff los intituló “A T. S. Eliot”; Litvinoff siempre será recordado por ese poema. Lo escribió después de la Segunda Guerra Mundial y fue incluido en muchas antologías. El poema de Eliot contiene versos como los siguientes: “Chicago semitas vienés./ Un ojo saltón y sin brillo/ mira desde el fango protozoario/ con la perspectiva de Canaletto./ El cabo de la vela humeante del tiempo se consume./ Una ocasión en el Rialto./ Las ratas se amontonan debajo de los pilotes./ El judío se encuentra bajo el suelo./ Dinero en los abrigos./ El barquero sonríe”.

Había terminado la guerra con el terrible saldo del Holocausto. Se esperaba de Eliot que repudiara tal poema, pero, para sorpresa de muchos, el autor no lo retiró de la reimpresión de sus Poemas escogidos, divulgada en 1948, el año de su Premio Nobel. Tal gesto indignó a poetas como Litvinoff, que consideró que no podía haber excusa para lo que había hecho Eliot. Y escribió su poema de respuesta: “To T. S. Eliot”. El poema comienza así: “Te has convertido en una eminencia. Ahora cuando la roca golpea/ tu joven voz sardónica que se estrella sobre la belleza/ y flota entre incienso y pronuncia oráculos/ como si un dios/ pontificara desde Russell Square y divulgara, alto en la solemne catedral del aire/ sus sagradas octavillas a través de millones de radios./ No soy aceptado en tu parroquia./ Bleistein es mi pariente y comparto el fango protozoario de Shylock,/ una página en Stürm y debajo de las ciudades/ un refugio de algún modo más despreciable que las ratas./ Sangre en las cloacas. Pedazos de nuestra carne/ flotan con la basura en el Vístula./ Querías decir un sermón pero no era éste”.

A Margali Fox debemos la crónica de cómo transcurrió el encuentro entre ambos poetas durante una lectura pública. A principios de 1951, Litvinoff fue invitado a participar en un ciclo de poesía en el Instituto de Arte Contemporáneo de Londres. Escogió el anterior poema para dicha ocasión. Al momento de comenzar a leer no tenía la más remota idea de que quien cruzaba la puerta del auditorio era la encarnación de su poema. Hubo un murmullo: acababa de entrar y tomar asiento el laureado Premio Nobel inglés, el mismísimo T. S. Eliot.

Litvinoff lo notó entre el público y continuó imperturbable su lectura hasta concluir con los versos: “Deja que tus palabras/ se deslicen suavemente sobre la tierra de Europa/ Dejad que los huesos de mi pueblo protesten”.

Cuando Litvinoff terminó su lectura, se armó el escándalo. Aquello era un pandemónium. El poeta Stephen Spender, que no podía ser acusado de reaccionario ni de antisemita, había asistido al Congreso de Intelectuales Antifascistas en Valencia y París en 1937 y tenía a orgullo haber defendido la causa de la República española durante la guerra civil, se puso de pie para decir en voz alta que el poema del poeta judío era un insulto a Eliot. El público gritaba “¡Ya oíste!”, “¡Ya oíste!”, a manera de aprobación.

Entre aquel tumulto se escuchó una voz disidente. A un hombre de apariencia débil, sentado en una de las últimas filas del auditorio, se le escuchó murmurar: “Se trata de un buen poema. De un buen poema”. El de la voz era Thomas Stearns Eliot.

Una vez más debemos concluir diciendo que los poetas no son santos y por eso se irán al cielo.

El torrente de la vida

21/Marzo/2015
Laberinto
Sergio A. Ubaldo S

Dos años después de recibir el Premio Nobel, William Faulkner declaró: “en Norteamérica hay tres grandes escritores: primero está Wolfe, después yo, y después Hemingway”. De ese tamaño era la admiración de Faulkner por Thomas Wolfe. Pero no solo él reconoció su labor. 
Sinclair Lewis tuvo el detalle de citarlo en su discurso al recibir el Premio Nobel.

Nacido en Asheville (Carolina del Norte) en 1900, fue uno de los grandes narradores norteamericanos del siglo XX. Con su prosa marcó a Henry Miller, Ray Bradbury, Jack Kerouac y Philip Roth, quien incluso reflejaría en su personaje y alter ego, N. Zuckerman, su admiración por Wolfe.

Thomas fue el menor de ocho hijos. Su padre era tallador de piedra y poseía un negocio de lápidas; su madre se dedicaba a los bienes raíces. Tenía 15 años cuando ingresó a la Universidad de Carolina del Norte en  Chapell Hill y a los 19 años escribió El retorno de Buck Gavin, su primera obra de teatro. En 1920 ingresó a la Graduate School for Arts and Sciences en la Universidad de Harvard, donde dos años más tarde obtuvo la maestría. En junio de 1922 murió su padre, hecho que sería el detonante de la escritura. En 1929 publicó su primera novela, Look Homeward, Angel, versión final de un relato autobiográfico originalmente titulado O Lost, de más de un millar de páginas.

En ella aparece su primer gran personaje, Eugene Gant, y su oposición a la perfección formal que dominó la escena literaria estadunidense desde los tiempos de Henry James: esa poética de la reticencia y el equilibro desde una tradición que buscaba desordenadamente unir la literatura con la vida. Iba en dirección contraria del autor incapaz de involucrar sus vivencias en el texto: la perspectiva dispersa que incorpora los acontecimientos sin jerarquizarlos ni franquear una estructura lineal.

En una carta, Wolfe confronta a Francis Scott Fitzgerald: “No olvides que un gran escritor no solo es alguien que deja cosas fuera, sino alguien que incorpora cosas. Shakespeare, Cervantes y Dostoiesvki incorporaban más cosas de las que sacaban”.

Wolfe encontró en la autobiografía el camino para amalgamar la densidad de su prosa con la poesía y la épica; al mismo tiempo, retrató la cultura y las costumbres de su época, desde un punto de vista sensible y analítico. En 1935 apareció su segunda obra, Del tiempo y el río, editada en español como Una puerta que nunca encontré.

En ella plasmó su majestuosidad estilística, la obsesión por el detalle, la exuberancia narrativa quizá grandilocuente y a menudo excesiva y una titánica imaginación para construir cada escenario de una América perdida en la que Gant alcanza la edad adulta. Murió en Baltimore a los 38 años, víctima de tuberculosis. De este modo emergieron obras póstumas como The Web and the Rock (1939) y You Can’t Go Home Again (1940), así como el injusto desprestigio literario hasta su revaloración en la segunda mitad del siglo XX.

domingo, 15 de marzo de 2015

LA FOTO COMO POLICIA DEL ARTE

14/Marzo/2015
Laberinto
Edith Negrín

La relación entre el escritor y la fotografía solía ser retrospectiva; conocíamos a un escritor consagrado o muerto por sus viejas fotografías; Internet modificó drásticamente esa relación y hoy conocemos antes las fotografías y luego (quizá) la obra literaria de los escritores. 

Grave problema: la fotografía es la Gran Normalizadora, y la fotogenia es la prueba de que todo está OK: amas, gozas, trabajas, consumes, descansas, existes, luces, vendes obedeciendo cada cláusula del contrato social. 

Un retrato es siempre la certificación de una obediencia al control; la policía incrustada en la retina. El cambio de la relación entre literatura y fotografía ha resultado en otro factor más de la normalización del escritor, que caracteriza a esta época de las artes verbales.

Nótese, por ejemplo, la función de la foto en el experimentalismo: la escritura puede querer no ser comunicativa, eludir el realismo y la lectura-pasiva; pero la persona que escribe experimentalmente, en cambio, desea ser reconocible, real, transparente, presente, comunicable, familiar gracias a sus fotos.

Esta es la gran incongruencia del experimentalismo y toda literatura actual. Su adicción a la fotografía muestra su entrega al capital.

La fotografía ha hecho más comercial a la literatura comercial y más aceptable a la literatura experimental. 

Hoy ser escritor es aparecer en fotografías. Si hay un anuncio de una lectura, libro o evento veremos una fotografía del escritor. Participar en lo literario es aparecer en una fotografía.

El libro importa menos; los géneros centrales son álbum y pic. 

La fotografía es el arte más reaccionario de nuestro tiempo; está, por lo menos, 100 años detrás del arte contemporáneo. Sin embargo, el arte contemporáneo depende del padrinazgo del retrato.

El escritor mediante la foto se vuelve una “personalidad”; el texto es apenas el producto vendido por la “celebridad”.

Si bien el libro está en crisis, la figura del escritor, en cambio, aumentó en relevancia.

No es azar que tengamos ya escritores que no escriben y sean célebres en el espectáculo de las Humanidades. 

Hemos llegado al momento en que ninguna innovación radical de la forma artística sucederá si no hay una crítica radical del espectáculo.

La falta de radicalidad del presente momento literario, teórico y artístico, en general, es evidenciada por la naturalización de la foto como carta de presentación del autor.

La fotografía es el pilar del espectáculo. Pero mediante su uso del retrato, el escritor merma la distancia, el extrañamiento del arte.

La foto es la firma del escritor con las clases en el poder y el gusto consumidor. El retrato expresa su afinidad con los dominadores y su atractivo y accesibilidad para el consumo. 


Si el escritor se niega a romper el contrato fotográfico, la escritura, sin embargo, romperá su contrato con el escritor.

Ambos mundos: García Márquez: sus 88 años sin él

14/Marzo/2015
Laberinto
Santiago Gamboa

La semana pasada, el 6 de marzo, se celebró el primer cumpleaños de García Márquez sin estar él presente. En Ciudad de México un grupo de personas se reunió en la calle Fuego 144, frente a su casa, y cantó a todo pulmón Las mañanitas. Es la suerte de los mexicanos: tener un lugar donde recordarlo y homenajearlo, donde recogerse un momento en silencio, para pensar en él y en sus libros. Lo que tenemos acá en Colombia, su casa de Cartagena e incluso un apartamento en Bogotá, en el Parque de las Flores, no tiene ese halo de casa habitada y vivida por él que sí se respira en la del DF. La casa de Bogotá, desde que la abandonó a principios de los años ochenta, cuando se exilió para evitar un peligroso arresto en épocas de Turbay Ayala, fue después una residencia muy ocasional, casi de paso. Y la de Cartagena es muy posterior. Nos queda la de Aracataca, claro, pero aún estando en el origen de su obra el propio García Márquez la fue dejando atrás y, salvo en un par de ocasiones especiales, todos dicen que no iba nunca. Yo lo comprendo. Debía de ser difícil enfrentarse con la realidad de su más poderoso fantasma literario. Tampoco Bolaño quiso nunca regresar a México, a pesar de que fue invitado una y otra vez. Siempre decía: “El día que vuelva a México ya no tendré de qué escribir”.

Es raro un mundo sin García Márquez. A pesar de que fue fundamental para mí y de que me ayudó en muchas ocasiones (por un empeño suyo fui diplomático), no podría considerarme su amigo del modo en que lo fueron otros. Pero lo quise mucho y la verdad es que no me acostumbro a su ausencia. Ya sé que llevaba varios años retirado, pero al estar vivo, aún sumergido en la desmemoria, seguía diciendo cosas extraordinarias. Se hará famoso eso que le dijo a Roberto Pombo: “Sé que te quiero mucho, pero no sé por qué”. O lo que le dijo a Héctor Abad, refiriéndose a su casa cartagenera: “No sé de quién sea, pero nosotros sembramos árboles y nos quedamos”.

Uno de los momentos que más me intriga de su vida es su periodo de formación. El enorme carisma que debía tener. Increíble que siendo tan pobre y de un pueblo insignificante como Aracataca haya seducido a la crema de la burguesía de Barranquilla. Algo parecido le pasó en México una década más tarde. Al poco de llegar se hizo amigo íntimo nada menos que de Carlos Fuentes. Yo que he sido inmigrante y viví las dificultades de esa situación, he pensado siempre en la irresistible atracción que debía emanar de García Márquez para que las puertas se le abrieran de ese modo, teniendo en principio tanto en contra. Esa fuerza estaba en su pluma, claro. Lo aceptaban porque lo habían leído, y sabían que era solo cuestión de tiempo antes de que ese joven humilde pasara al comando del pelotón. La suya es una historia humana emocionante y por eso lo sigo extrañando. Ahora todo concluyó y nos queda el mundo sin él pero con sus libros. Un mundo que, por ellos, es mejor del que él encontró al llegar.

Historia de un fracaso

14/Marzo/2015
Laberinto
Edith Negrin

Tal vez Mauricio Magdaleno consideró que Mapimí 37, su primera novela aparecida en 1927, era poco importante, pues al parecer no hizo ningún intento por reeditarla. Se trata de una obra casi olvidada tanto por el escritor como por la crítica. Magdaleno prefirió más bien reelaborar el mismo material en una obra de teatro, Pánuco 137, estrenada en Buenos Aires en 1932 y publicada un año después.

La temática del petróleo y su impacto en los pequeños pueblos mexicanos que anima a ambas obras es retomada por Magdaleno cuando, ya como un intelectual consolidado, escribió el guión de Gran Casino, la primera de las 32 películas que Luis Buñuel iba a filmar en México.

En mi opinión, Mapimí 37 es un texto de gran interés, no solo como una de las novelas pioneras sobre el petróleo escritas por un mexicano sino por ser la ópera prima de Magdaleno, no carente de calidad literaria.

Hacia 1920, el joven Mauricio, todavía estudiante de bachillerato con pocos recursos, había intentado conocer Tampico en unas vacaciones, pero no pudo hacerlo a causa de un intenso ciclón. Luego, como militante en la campaña vasconcelista, visitó el puerto una vez más. En Las palabras perdidas describe ese segundo viaje a la Huasteca, pletórico de intensas emociones.
Unos dieciséis años después de su malograda primera expedición, realizó una tercera visita y esta vez, ya no como estudiante con limitaciones económicas ni como activista político, pudo disfrutar de una placentera estancia en la región.

En su recreación de este viaje en un texto de 1937 se muestra convencido de que, como le dijo un hombre mayor que atendía un changarro: “Haga usté de cuenta un ciclón. Así se acabó Tampico”. El ciclón pasa a ser una metáfora de la fiebre del mineral y Magdaleno se convence de que ésta había llegado a su fin: “Una vez que se apagó la locura, la Huasteca volvió a ser el paraíso de los ríos, las barras y los platanares”.

El optimismo de Magdaleno en su tercer viaje a Tampico es un poco extraño en un momento en que aún no se había llevado a cabo la nacionalización del petróleo, aunque ya estaba relativamente cercana. Sin embargo, al inicio de su crónica ofrece una excelente reseña del puerto en su etapa de industrialización.
***
La novela corta Mapimí 37 fue gestada precisamente entre la conclusión del bachillerato del autor (1924) y su activa participación en la campaña de Vasconcelos (1929). Para escribirla —y publicarla cuando tenía veintiún años—, contaba con sus vivencias infantiles en Aguascalientes, en una familia encabezada por un padre liberal y revolucionario; contaba asimismo con su inmersión preparatoriana en la cultura y la política en la capital del país. Había iniciado una prometedora práctica periodística y debe haber tenido una buena relación con el medio, pues la novela fue publicada en edición rústica por Revista de Revistas.

Mapimí 37 tiene en la portadilla la acotación “Novela mexicana por Mauricio Magdaleno”. Está ilustrada con las siluetas de la torre de un pozo petrolero y un trabajador; al fondo se insinúa apenas una población —no se da crédito al autor—. Debajo, un recuadro hace constar: “Obsequio de Revista de Revistas”. La guarda está ocupada por una advertencia en grandes letras: “MATE LA MOSCA/ CAMPAÑA HIGIÉNICA/ LEA USTED “EXCELSIOR”/ EDICIÓN DE LA TARDE”.

Mapimí 37 está protagonizada por campesinos pobres. El núcleo de la red de personajes es la familia Galván —Roque y su esposa Cande—, que habita la pequeña finca El Carretón. El rancho se sitúa a cinco leguas de Mapimí, estado de Durango, en las proximidades del río Nazas, en la Comarca Lagunera. En el presente de la historia, que se ubica más o menos una década después del cese de la lucha armada, ambos son viejos. Hay una breve referencia a la primera conflagración mundial, dentro del relato de una leyenda, en voz de un personaje: “acababa de pasar una guerra espantosa, de todos los hombres del mundo. En ella murieron millones y millones de hombres. Se asesinaban con demencia”. En términos generales, la situación histórica de la anécdota coincide con la fecha de publicación de la novela: 1927.

A lo largo de la narración hay dos voces: la dominante de un narrador omnisciente, en contrapunto con los diálogos de los propios hombres y mujeres que se van imbricando como la voz genérica de un ente colectivo. Pero en tanto que el narrador hace gala siempre de un español culto, el habla de los campesinos exhibe giros regionales, a veces incorrecciones, acordes con su caracterización. Así, por ejemplo, el personaje Silvestre dice en esta escena inicial: “Güenas noches, don Roque. Güenas noches, niña Cande. Ya dejé amarradas las vacas. Ya no las puede llevar uno ni abajito del Mirador. No más sale agua puerca, quesque…

“Se interrumpe y se va, viendo ocupados a ambos viejos”.

Aun cuando no hay cortes explícitos, la historia de El Carretón muestra tres fases sucesivas en relación con la posibilidad de la existencia de petróleo en la zona.

En la primera fase se presentan separadas la vida de la comunidad de El Carretón”, junto con los ranchos vecinos, y el asunto del petróleo. En la tranquila cotidianidad de los ranchitos, tanto los yacimientos del mineral como las posibles exploraciones son apenas el lejano rumor de una amenaza que viene de fuera. Ellos se dedican al trabajo, la vida familiar, los pequeños placeres de una comunidad solidaria pese a su pobreza y a las pérdidas humanas padecidas en la guerra civil. La relación de los pobladores con la tierra es fundamental. “La tierra nos hace nacer, pero un día también, compadecida, nos llama a su seno”, piensa Roque. Este intenso apego campesino a la tierra es un tema que recorre la obra posterior de Magdaleno. Una de sus novelas más acabadas se titula La tierra grande (1945).

La historia de los Galván se ofrece a través de los recuerdos de don Roque. Rememora a sus dos hijos, fallecidos en “La Bola”. La tragedia familiar incluye asimismo a una hija, que huye a Torreón con un capitán que pidió albergue en el rancho. En la segunda etapa, los chismes se vuelven realidad: las labores en busca del mineral son inminentes y el gobernante local apoya a un empresario norteamericano para que se apodere de las tierras del pueblo. La tercera fase describe en pleno lo que el narrador llama “la calentura del petróleo”, desatada durante las búsquedas y aumentada después del brote del primer pozo. Se va arrasando El Carretón, y en especial a los rancheros que se oponen a vender sus propiedades. En su lugar va surgiendo un campamento que se convertirá en un pueblo diferente. En el proceso participa la soldadesca que, una vez derrotada la resistencia, se dedica a cantar, jugar baraja y beber. Inician las cantinas, los prostíbulos y la violencia. La aniquilación de la comunidad corre paralela a la de la naturaleza.

Si en Los de abajo la Revolución se comparaba con “una piedra” que “ya no se para”, en Mapimí 37 se le equipara con un río: “¿quién detiene al Nazas cuando se viene, inundando campos y pueblos, y se sale de madre y destruye cuanto encuentra a su paso?”. Un personaje expresa los sentimientos del pueblo sobre la Revolución: “¿Qu’hemos ganado con todas estas bolas? ¿Qué? Nomás hemos vuelto a lo mesmo, pior tantito”.

El anciano Roque intenta echar de su casa a los compradores y un gringo le responde: “¡Desde este momento se acabó El Carretón y todo lo demás! ¡Esto no es más que el pozo número 37 de la Mapimí Oil Company!”.

Mapimí 37 es la historia de un fracaso: el de los pobladores de El Carretón y las regiones vecinas para resistir la penetración extranjera. La comunidad lagunera puede verse como una metáfora del país. Una historia que será relatada una vez y otra en las novelas del petróleo como, en términos generales, en los diversos tipos de novela antiimperialista.


domingo, 8 de marzo de 2015

Sylvia Plath o el arte de morir

8/Marzo/2015
Confabulario
Iliana Olmedo Muñóz

La madrugada del once de febrero de 1963, la poeta norteamericana Sylvia Plath introdujo la cabeza en el horno de su residencia londinense y acabó con su vida. No era su primer intento: de acuerdo con sus biógrafos desde la muerte de su padre, cuando ella tenía ocho años, había comenzado a desarrollar un carácter oscuro e incluso empezó entonces a sopesar la idea de matarse. Llegó a intentarlo un par de veces sin éxito. Entre estos intentos, en 1953, tomó las pastillas para dormir de su madre, suceso por el que fue internada en una institución mental y recibió tratamiento psiquiátrico.

En aquel invierno de 1963, a los 31 años, consiguió su propósito, “Morir/ es un arte, como todo lo demás”, escribió en el poema “Lady Lazarus”, “lo hago excepcionalmente bien”. Sobre la mesa de la cocina fue encontrado, junto al cadáver, un manuscrito con 40 poemas, titulado Ariel y otros poemas, al que se consideró una muestra esencial de los sentimientos finales de Plath. En las páginas siguientes había varios títulos tachados que había descartado (“The Rival”, “A Birthday Present”, “Daddy”, “The Rabbit Catcher” y “A Birthday to Daddy”). Esta imagen gusta por lo doméstica: la cocina, el horno abierto, dos bebés duermen en otra habitación y el manuscrito hecho en los ratos que podía robarle a la crianza, a la maternidad, a la batalla consigo misma.

Dos años más tarde, en 1965, el manuscrito apareció publicado por Faber and Faber, de Londres, editado por su esposo, el también poeta Ted Hughes (1930-1998), con quien se había casado en junio de 1956 (a pesar de que el nombre de Hughes no aparece en la edición ni en el prólogo). La edición publicada en Estados Unidos contenía tres poemas más que la edición británica y estaba convenientemente prologada por Robert Lowell, que había sido mentor de Plath en sus años escolares en Boston. Lowell fue el primero en dar las pautas de lectura de la obra Plath al asociar su voz poética con el carácter sufriente y con tendencias suicidas. Poco tiempo pasó para que Plath se convirtiera en ejemplo de la personalidad torturada del artista, por un lado y, por  otro, en un icono de la opresión femenina. Al final de cuentas, las infidelidades de Hughes la habían orillado a la muerte.

Si bien las aventuras de Hughes habían comenzado años antes e incluso algunos de sus biógrafos aseguran que gozaba de fama de casanova (esta es la premisa que desarrolla la película Sylvia, de 2003, protagonizada por Gwyneth Paltrow y Daniel Craig), también fue sin duda una exitosa medida editorial que determinó la percepción de Plath como poeta. La hija mayor de Plath, Frieda Hughes, escribió al respecto: “Para mí, la colección de  poemas de Ariel se convirtió en simbólica de esta posesión de la imagen de mi madre y de la amplia vilificación que se hizo de mi padre”. Aunque no era una poética accesible, esta edición, titulada simplemente Ariel, fue un éxito comercial y vendió 15,000 ejemplares en un año.

De ser una poeta un tanto minoritaria que sólo había publicado The Colossus and Other Poems (1960), Sylvia Plath ingresó en las filas mayores de la poesía contemporánea. Ariel ratificó el valor de su obra, que significó durante décadas uno de los paradigmas poéticos canónicos de la creación femenina y certificó la voz poética desde el punto de vista de la mujer. Plath se convirtió en maestra y legitimación de las siguientes poetas. Su mirada es singular y al mismo tiempo muy contemporánea. Del poema “Danzas nocturnas”:
¿Por qué me dieron

estas luces, estos planetas,
que caen como bendiciones, como copos

hexagonales, blancos,
en mis ojos, mis labios, mi cabello

que se derriten al tocarlos?
En la nada.

Además, la poesía de Plath muestra la voz afligida del depresivo, cuya existencia se vive como si estuviera dentro de una Campana de cristal (The Bell Jar), título de la única novela que publicó Plath bajo seudónimo en enero de 1963. Más que una exploración sobre la adolescencia, esta novela narra una educación sentimental en el Nueva York de los años cincuenta y la batalla constante ante las dudas, los cambios, las ambiciones y los demonios interiores.

La depresión y el suicidio se convirtieron en las dos líneas de acercamiento principales a Sylvia Plath y fueron tan llamativas que empezaron a desplazar la lectura de sus poemas. La figura del artista atormentado que construyó Plath dio lugar, por ejemplo, a que el psicólogo James C. Kaufman, cuya tesis de estudio es la mente creativa, concibiera el apelativo Sylvia Plath effect, suerte de síndrome autodestructivo  al que son más susceptibles las mujeres poetas. Según Kaufman ellas tendrían tendencias suicidas más marcadas que las que cualquier otro artista. Su teoría se basa en que muchas veces la escritura sirve para expresar conflictos interiores, puesto que al ordenarlos se construye la narración de una historia y así se borra la angustia; pero como la mayoría de los poemas no tienen trama ni argumento, generan en el poeta un efecto de repetición, de estar rumiando los problemas o los conflictos, acto que es más perjudicial que benéfico, ya que este constante darle vueltas a las cosas sostiene la depresión y puede derivar en la locura.

Los estudios de Kaufman demuestran que las poetas suelen caer con mayor facilidad en estos estados rumiantes, más que sus pares masculinos o las que escriben prosa. Los detalles sobre esta tesis pueden consultarse en la página de internet del teórico, aunque en cierta manera hacen pensar en la existencia de algún tipo de prejuicio de género implícito, ya que es bien sabido que las mujeres que salen de la media han sido consideradas brujas o locas a lo largo de la historia y a la cabeza se encuentra Plath.

De manera simultánea, el personaje de Plath empezó a construir su mito como ejemplo de la mujer oprimida por el sistema masculino, encarnado tanto por su padre como por su esposo. La poeta feminista Robin Morgan publicó en su libro Monster (1972) el poema “Arraigment” en el que sin tapujos acusaba a Ted Hughes de la muerte (más exactamente del asesinato) de Plath. Hughes amenazó a la editorial con una demanda y el poema fue excluido de la colección. Sin embargo, circularon varias ediciones piratas en Australia y Canadá. Con estos sucesos la imagen de Hughes (y el manejo que hizo de la obra de Plath) empezó a deteriorarse. Tampoco ayudó  el hecho de que la poeta Assia Wevill (1927-1969) que tuvo una relación y una hija con él se suicidara tan sólo seis años después que Plath. Sobre el perfil de esta poeta y su relación con Hughes se publicó una interesante biografía de Yehuda Koren y Eilat Negev, cuya traducción está editada por la española Circe. De hecho la lápida de Plath, que tiene un epígrafe elegido por Hughes y en la que aparece con su nombre de casada como Sylvia Plath Hughes, fue atacada varias veces en las décadas de los ochenta y noventa con la intención de eliminar el apellido de Ted. Aunque en el 2012 sorprendió a propios y extraños que de la tumba fuera eliminado el apellido Plath y que el grupo “masculinistas por Ted Hughes” se achara la autoría dentro del anonimato que permite twitter.

Transcurrieron un par de décadas, aparecieron nuevas poéticas y se diluyó un poco la tragedia intrínseca a la historia de Plath. En 1981 Hughes reunió la obra completa de Plath bajo el título Collected Poems e incluyó las notas del contenido original del manuscrito de Ariel. El poeta británico fue severamente criticado por no haber respetado el orden original propuesto por Plath. Se publicaron distintas reacciones críticas en las que se compara ambas versiones. Los cambios se resumían en la modificación del orden, exclusión de algunos poemas y el añadido de otros que Plath había escrito poco antes. De esta forma, eliminó doce poemas, entre ellos, “El otro”, “Un secreto” y “El detective”, y agregó otros, como, “Ovejas en la niebla”, “Los maniquíes de Múnich” y “Tótem”, que conformaron la identidad de Ariel y desde el cual provienen la mayoría de sus traducciones.

En español la editorial Bartleby incorporó la edición restaurada de Ariel a la traducción de Xoán Abeleira de la Poesía completa, en 2008.  El cotejo de versiones ponía a la luz que estos cambios transformaban la narrativa del libro como conjunto. Mientras que en el orden propuesto por Plath quedaba retratada la degradación gradual que conduce a una mentalidad conflictiva, en la de Hughes aparecía una mirada crítica —aunque también afectada y sin restricciones— de la realidad. Frieda Hughes recuerda las palabras de su padre: “Yo sólo quería hacer el mejor libro posible”.
La principal pregunta es cuál de las dos versiones refleja mejor el carácter poético de Plath. ¿Qué tanto era un borrador? Otras muchas objeciones brotan de manera inmediata y natural: ¿cuál de estas versiones es mejor? ¿Es superior la versión de Ted Hughes que la original, como muchos críticos han concluido? ¿Cuál de las dos es la más válida? ¿Cuál es el papel del editor? Ciertamente entre los dos poetas había un diálogo creativo que está documentado en cartas y diarios, pero qué tan válida era la intromisión de Hughes y hasta dónde llegaban sus límites. ¿Conocía tanto la obra de su esposa al punto de editarla y transformarla?

Ante estas cuestiones, en 2004, Frieda Hughes publicó una nueva edición de Ariel, “the restored edition”, como muestra el subtítulo de la editorial Faber and Faber. En ella no sólo respeta el manuscrito original, sino que incluye el facsímil en la parte final y algunos de los borradores de las distintas versiones del poema “Ariel” escritos a mano y en máquina. A pesar de que estaba restituyendo la primera versión, en el prólogo ella no puede más que defender la decisión de su padre (para entonces ya fallecido), y no sólo justifica la primera edición, sino la infidelidad paterna. Afirma: “Muchos años después él me dijo que creía que pese a la aparente determinación de mi madre [de separarse], él siempre pensó que ella iba a reconsiderar: ‘estábamos trabajando en ello’, dijo”. No cuestionó las elecciones de su padre, en cambio, Frieda cuestionó la recepción crítica que se había hecho de Sylvia como artista. “El suicidio de mi madre, más que su vida, fue la verdadera causa de su elevación como icono feminista”. No fue su obra. Para ejemplificar esto menciona el hecho de que la placa para honrar la memoria de Plath se quisiera poner en la casa en la que se suicidó, no en la que vivió. Al final vende más la casa donde surgió la leyenda que el lugar donde creó su poesía. Además de que forma parte importante del suicidio el drama de la infidelidad de Hughes con otra poeta, suceso del que se enteró Plath en junio de 1962 y que desató la tormenta entre ellos.

La inserción de la mano de Hughes marcó la lectura de la obra de Plath, no sólo en la edición de Ariel, sino en el resto de los textos que había dejado. Fue él quien se encargó de publicar la mayor parte de la obra que dibuja el conjunto poético de Plath, basta sólo observar que el número de sus libros póstumos supera a lo que publicó en vida. Hughes le dio el espaldarazo y el suicidio le abrió el espacio en el medio literario. Ahora los poetas jóvenes llegan primero a Plath y después empiezan a leer a su esposo, ¿será entonces que algo cambiado en las dinámicas de legitimación literaria o sólo será uno más de los espejismos que sostienen nuestras aspiraciones de una cultura igualitaria? Lo cierto es que más allá de la culpa de Hughes y del impulso que el contexto alrededor del suicido le hayan dado a Plath, su obra se sostiene por su valor.

A lo largo de su vida, Hughes trató de evitar las polémicas y mantuvo en silencio —dentro de lo posible— los pormenores de su vida privada, incluso desapareció el último tomo de los diarios de Plath, pero en 1988 publicó una colección de poemas, Birthday Letters, en donde expuso su punto de vista y su argumento acerca de su relación con Plath. Hughes sabía que ese año iba a morir del cáncer que padecía. Con ese libro ganó tres de los premios más importantes de la poesía en lengua inglesa y fue un éxito de ventas inmediato.

La controversia y la desgracia han marcado por igual la percepción crítica de la obra de Sylvia Plath, que suele ser más conocida por su repentino (y poco maternal) suicidio que por el indudable valor de su obra y el aprendizaje que su lectura deja. Esto demuestra, cuando se cumplen cincuenta años de la publicación Ariel, el más sólido de los libros de Plath, que a nuestra aspiración de igualdad entre los sexos todavía le queda camino por recorrer, ya que explica mucho el mundo en que vivimos y la forma en que solemos acercarnos a los creadores y al arte.

La antología imposible

8/Marzo/2015
Confabulario
Diego José

Gabriel Zaid comentó la edición de La poesía mexicana del siglo XX de Carlos Monsiváis, haciendo uso de su habitual franqueza, para advertirle al lector: “Hay que desmitificar las antologías, convertir ese deseo y terror del Juicio Final, en buen juicio dialogante, para no acabar sumisos a esa injusticia inherente, benévola o terrible de la Posteridad Absoluta”. Vale recordar que una antología es, también, una lectura circunstancial —caprichosa la más de las veces— y por naturaleza excluyente. Sin embargo, la idea de recopilar un puñado de poemas escritos por un conjunto indistinto de autores responde a la necesidad de recorrer una circunstancia literaria particular, con la ilusión de sugerir la comprensión —insuficiente— de una realidad poética determinada.

Los motivos que inspiran la realización de una antología son de diversa índole: desde la necesidad que un grupo de escritores tiene de mostrar su trabajo —y que sugiere una expresión colectiva con vínculos estéticos, ideológicos o afectivos— a la manera de un manifiesto, hasta el análisis con miras a demarcar o resolver las posibilidades de una tradición literaria. También, aquellas que buscan retener la temporalidad o perdurabilidad de un instante poético, ya bien por su apego a una idea de la poesía o por el carácter renovador de la misma. En todo caso, una antología empieza como un ejercicio de crítica que puede convertirse en referente y en historia de la literatura, incluso por encima de sus omisiones y de sus yerros. Tal es el caso de Poesía en movimiento, la antología que realizó Octavio Paz con Alí Chumacero, José Emilio Pacheco y Homero Aridjis en 1966.

Nuestra literatura cuenta con importantes ejercicios antológicos: la de Cuesta y la Monsiváis, las de Zaid (que significaron tanto una experimentación como un diagnóstico literario). Posteriores intentos generacionales que suelen citarse con frecuencia como Poetas de una generación para los nacidos entre 1940-1949 de Fernández de León, y, 1950-1959 de Escalante, respectivamente; junto con La sirena en el espejo. Antología de nueva poesía mexicana 1972-1989 de Espinasa, Mendiola y Ulacia. En los inicios de nuestro siglo, El manantial latente de Lumbreras y Bravo Varela generó una fructífera polémica que dio pasó a nuevas contra-antologías como respuesta: Un orbe más ancho de Carmina Estrada; Árbol de variada luz de Rogelio Guedea; La luz que va dando nombre de Calderón, Mendoza, Solís y Escobar; El oro ensortijado. Poesía viva de méxico de Bojórquez, Calderón, Solís y Mendoza; y en años recientes, Vientos del siglo, poetas mexicanos 1950-1982 de Margarito Cuéllar, en colaboración con Luis Jorge Boone, Mijail Lamas y Mario Meléndez. Si bien ninguna es totalmente representativa de la poesía que se escribe en México en la actualidad, al menos demuestran la preocupación que un conjunto de autores tiene sobre el acontecer poético en nuestro país, lo cual resulta significativo porque estamos hablando de una aparente “generación dispersa” que, al rehuir la denominación generacional ha buscado de forma continua, y hasta obsesiva, legitimar su lugar en la tradición poética mexicana, principalmente a través de las antologías.

Juan Domingo Argüelles concreta un ambicioso proyecto, iniciado hace algunos años, cuando publicó Dos siglos de poesía mexicana: Del siglo XIX al fin del milenio (Océano, 2001). El resultado, sin duda, puede comprobarse en la Antología general de la poesía mexicana: De la época prehispánica hasta nuestros días (Océano, 2012) que invita a realizar un generoso recorrido por lo más celebrado de nuestra lírica: un compendio para recordarnos por qué ciertos poemas y sus autores poseen un prestigio histórico. Nada más claro que su finalidad expuesta en el prólogo: “La Antología general de la poesía mexicana es una obra de suma necesidad para el lector general; por ello, es el tipo de libros de iniciación que, de manera lógica y natural, le viene bien a las bibliotecas públicas, los centros escolares y educativos cuya función es dar a conocer el desarrollo de la creación intelectual de México”.

La continuación o la parte complementaria de este significativo mural corresponde a la obra producida por los autores nacidos entre 1951 y 1987: el volumen B de la Antología general, dedicado de la segunda mitad del siglo XX a nuestros días. El carácter de este volumen, me parece, tiene una intención: proporcionarle al lector y al investigador tanto la confirmación de algunas trayectorias aceptadas y delineadas por una obra ya establecida, como una mirada a proyectos en desarrollo, incompletos en el sentido en que más de la mitad de los poetas están en la posibilidad de concretar —e incluso, iniciar— lo mejor de su producción poética. La apuesta es interesante, aun cuando figuren autores que no implican ninguna novedad; otros, en cambio, sí lo son. Pero ese carácter sugestivo, le aporta al volumen B de la Antología general su sazón. Resulta esperable que la actualidad de este trabajo despierte la suspicacia de lectores, críticos, poetas aludidos y poetas omitidos porque implica revisar las posibilidad de una “justicia poética”. Cabe recordar que la relación de Juan Domingo con las publicaciones de autores nacidos entre los sesenta y los ochenta inició con su paso como editor en Tierra Adentro, tanto en la revista como en el fondo editorial.

La conjetura y la complicación de este trabajo es la gran diferencia entre ambos volúmenes. Si en la primera parte se apunta hacia autores “cuyas obras forman parte del canon más exigente de la poesía mexicana”, la segunda quiere mostrar “la obra en movimiento […] aquella que significa la renovación dentro de la historia de nuestra poesía”. Una nutrida diversidad que se desplaza por distintos rumbos, que a decir de Domingo Argüelles implica que: “Si algo define a la poesía mexicana de los últimos sesenta años es su diversidad en fondo y forma y, en no pocos casos, su ausencia de cánones”.

El ejercicio de selección que supone toda antología, debe proporcionar —o al menos intentarlo— una visión panorámica junto a la posibilidad del acercamiento, con miras a destacar aquello que resalta dentro de dicho horizonte, o bien, como lo expresa Rogelio Guedea en el estudio preliminar a su Árbol de variada luz: “sería ingenuo creer que todo antólogo aspira a tener la ‘última palabra’ en cuanto a su visión —siempre subjetiva y personal— del hecho creativo. Se quiere, sí, ofrecer una especie de fotografía —lo más objetiva posible— de aquello que más o mejor represente los elementos de un paisaje”.

La naturaleza incierta del panorama creativo impide la previsión de los distintos rumbos que pudieran desencadenar determinadas circunstancias literarias, así como la imposibilidad de predecir la aparición de una obra singular que, por su naturaleza, confirme o contravenga los planteamientos de una selección circunscrita a una temporalidad y a un espacio geográfico. El antólogo apela a su intuición, pero también a las evidencias que el tiempo proporciona (la obra publicada, la crítica, los reconocimientos, la aceptación, la originalidad), así como al criterio de su lectura, renunciando en la medida de lo posible a las manías del gusto. Sirva lo anterior para aclarar que ninguna muestra poética agota la realidad que pretende retratar, mucho menos clausura el acceso a otras lecturas, ya bien con la obra de los autores seleccionados, o con aquella que por desconocimiento o decisión fue omitida. En todo caso, la importancia de una antología no recae en los compiladores, sino en la obra seleccionada y, por lo tanto, en sus autores, a fin de vislumbrar a través de su trabajo y de sus búsquedas, la difícil imagen de una actualidad poética —que el tiempo se encargará de reconocer o desdecir— y una propuesta hacia el imprevisible futuro, pues como afirma Juan José Lanz en su Antología de la poesía española 1969-1975: “Las antologías poéticas se convierten, así, en un documento de doble valor: en cuanto reflejo de un momento histórico-literario determinado y en cuanto que su interpretación de la realidad del momento incide en el desarrollo poético posterior”.

Toda antología es por definición parcial y temporal. Muchas veces, manifiesta una manera específica de leer y entender la poesía; pero también puede ser la reunión caprichosa de unos amigos con el afán de autopromocionarse; o una oportunidad para descubrir o cuestionar el prestigio o la falta de difusión de una obra. Tomar al pie de la letra a las antologías significa abandonarse a la incertidumbre de las listas; considerar que una selección pueda o no ser “definitiva” es vivir en el autoengaño. Sin embargo, para muchos autores la importancia radica precisamente en la nominación, más allá del peso específico de los poemas. De ahí que la polémica suele centrarse en la “injusticia poética” del antólogo, que con “alevosía” ha recortado nombres que resultan fundamentales para otros críticos y en distintas latitudes, pero poco se detienen en analizar la selección de los poemas. El análisis se desplaza hacia la queja y el señalamiento que erigen en crítico a todo lector que supone que haría mejor el trabajo hecho. Tal vez, el error que repiten muchas antologías poéticas ha sido el sometimiento al prestigio y la filiación, perfilarse por los nombres, las becas, los premios, las asociaciones, las escuelas, los grupos… Desafortunadamente, las antologías se convierten en una suerte de garantía para sumar indulgencias rumbo a la “Posteridad Absoluta” que tanto criticó Zaid, en lugar de propiciar un verdadero “juicio dialogante”.

Imaginemos que rehacemos, a la manera de Pierre Menard, Poesía en movimiento: ¿qué razones tendríamos para incluir o quitar a Juan José Arreola como referente de la poesía mexicana?, ¿dejaríamos los mismos poemas de Bonifaz Nuño?, ¿qué versión utilizaríamos de los cambiantes poemas de José Emilio Pacheco?, ¿reconsideraríamos a Eduardo Lizalde y a Enriqueta Ochoa?, ¿qué apartados nuevos se agregarían? Se trata de la antología imposible, aquella que construimos a partir de la lectura constante, y que sería positivo, compartirla en un espacio donde los nombres se subordinen a los poemas y no al revés.