domingo, 22 de febrero de 2015

De poetas, poesía y antipoesía

22/Febrero/2015
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

1. Durante mucho tiempo fui feliz con mi “mención honorífica” concedida en el Premio Latinoamericano de Poesía Rubén Darío en la Nicaragua sandinista. Yo era joven y aquello me dio mucho contento. Fui simplemente feliz, digo, hasta que un día, en Monterrey, el hoy inhallable poeta Samuel Noyola me dijo que Evgueni Evtushenko, que formó parte del jurado, había dado su voto, por escrito, por mi libro concursante De donde no seremos nunca. “Yo tuve en mis manos el voto por escrito de Evtushenko –me dijo Noyola que, en ese entonces, andaba en Managua–, y ahí establecía que tu libro era el mejor.” Sin embargo, el premio no fue para mí: lo obtuvo otro poeta y a mí me honraron con la mención. A partir de esta anécdota mi felicidad fue mayor. El voto de Evtushenko fue en realidad el mejor premio por un libro que, por cierto, jamás publiqué.
2. Lo dijo José Revueltas en la entrevista que le hizo Vicente Francisco Torres en 1978: “En medio de la sociedad de consumo el vivir es lo único no desechable, y si es desechable, pues te vuelves ministro o jefe del PRI. Ellos viven para desechar la vida, ese es su sino.” Revueltas no está muerto y habla de una realidad que no se ha ido.
3. Me importa más la vida que la poesía. Ojalá que la vida siempre tenga poesía, pero aun en el caso de no tenerla, prefiero mil veces la vida sin poesía, por encima de la poesía como fanatismo estético.
4. Las antologías de poesía y, en general, de literatura, se publican como un servicio a los lectores, no para consentir la vanidad de nadie. Pero, además, las antologías son eso, antologías: propuestas fragmentarias o parciales de lectura, tan parciales y fragmentarias que desde hace siglos se hacen antologías y no pasa un año sin que se hagan otras. Y nadie se ha muerto producto de no estar en una antología, así como tampoco nadie puede perdurar, si no tiene cómo hacerlo, producto de haber sido incluido en una antología (o en muchas).
I have a dream (“Tengo un sueño”), de Martin Luther King Jr., nada tiene que ver con la expresión coloquial mexicana “¡tengo un sueño!” El español escrito tiene una virtud: permanece sobre la lengua hablada, pero a la vez presenta una gran desventaja en relación con aquélla: no es capaz de representar las inflexiones y matices. La lengua escrita está muerta, mientras que la lengua hablada está viva. La escritura es la ceniza del habla, como lo dijera, con tanto acierto, José Ortega y Gasset. La eficacia poética de Luther King, en la frase I have a dream se pierde por completo en español en la archiprosaica frase de quien bosteza y, para explicar su bostezo exclama: “¡Tengo un sueño... que no sabes!
6. Si, como dicen los clásicos, el mejor gobierno es el que no se ve, el peor gobierno es el de México, que siempre se hace notar. Gastar tanto dinero en publicidad oficial, que no es otra cosa que autopromoción política descarada, es repulsivo e inmoral. Si hay antipoesía, la más evidente es la de la burda publicidad gubernamental que quiere hacerse pasar como “rendición de cuentas” cuando en realidad es tramposa autopromoción de los políticos (pagada, por supuesto, por todos los contribuyentes).
7. Lo dice Dostoievsky en su Diario de un escritor: “Sería ridículo afirmar que quien no sea escritor es una mala persona. Se puede ser una persona muy honesta y no comprender ni pizca de literatura.” ¿Quién lo podría rebatir?
8. Un crítico es alguien que lee y comparte con los demás lo que le gustó y lo que no le gustó de un libro. Pero hay quienes se autonombran críticos nada más porque padecen el síndrome de la intemperancia del niño mimado y malcriado. Son quienes al pasar junto a un panal son incapaces de refrenar sus ganas de apalearlo, aunque después tengan que huir despavoridos seguidos del avispero.
9. Todos en México tenemos vocación de antólogos y de entrenadores de futbol. No hay lector que no esté seguro de que él hubiese hecho una antología mejor que la que está leyendo, del mismo modo que no hay espectador de futbol que no esté seguro que él hubiese parado mejor al equipo nacional, con una más efectiva estrategia que la que propuso y aplicó el entrenador en turno. Es imposible convencerlos de lo contrario, porque en el fondo cada quien cree que tiene la verdad en un puño.
10. ¿Cuántos libros habré dejado de leer por estar jugando con mis hijos pequeños ya sea en el bosque o en un parque o haciendo, en general, actividades para nada intelectuales? Y ello tomando en cuenta que de todos modos he leído demasiados libros. ¿Fueron esas actividades, con mis hijos, pérdidas de tiempo? De ningún modo. Fueron extraordinarias ganancias, incluso (o especialmente) para el intelecto.

sábado, 21 de febrero de 2015

Ciento veinte minutos

21/Febrero/2015
Laberinto
Javier Perucho

En el taller de creación literaria que impartía cada miércoles por la tarde en las instalaciones del Museo Álvar y Carmen Carrillo Gil, a fines de los años ochenta, el maestro nos enseñó la economía del género, la poética aristotélica que lo rige, su diversa unidad —temporal, espacial y de acción—, extensión vicaria y, para no desparramarse, un protagonista y un solo incidente que los gobierna, en cuya atmósfera se desempeña, además de una estricta observancia de la administración neoliberal en el gasto e inversión de las palabras durante la factura de cada cuento, breve o tradicional. Sobre todo, la distinción que individualiza al minicuento, como él gustaba llamarlo también, que lo separa y diferencia de la fábula —con quien comparte brevedad—, el chiste —alejado de él por su fugacidad y perennidad—, la adivinanza —por la tradición oral que la soporta y su afán moralizante—, entre otras expresiones literarias que se rigen por las arquitecturas de la brevedad. Entre sus enseñanzas más finas y memorables también mostró que la revelación y la narratividad, aunque ésta no era palabra suya, son los elementos connaturales del relato.

Al inicio de cada sesión, sentado ante su escritorio y con su voz de jefe tribuno, el maestro leía un cuento que ejemplificaba la lección del día. El silencio se imponía desde que seleccionaba el volumen distinguido. Nadie se movía, arrobados como estábamos por sus cadencias de lectura. Éste es el lugar para anotar que los acervos que componen su biblioteca se especializaban en el cuento, en el arte de forjar historias. De sobrevivir, ahí tendríamos el mejor espacio para estudiar el género en sus más variadas tradiciones.

De seis a ocho de la noche, su taller se aglomeraba de noveles escritores, aspirantes y curiosos. Uno por uno, los miembros leían, en voz alta y para toda la concurrencia, sus respectivos ejercicios de escritura, después venía la angustia de las observaciones comunitarias y los juicios, o el espasmo del silencio aprobatorio. En llegando su turno, don Edmundo comentaba ripios, deshacía cacofonías, marcaba desaciertos ortográficos o sintácticos, subrayaba la importancia de las acciones o la carencia de tensión dramática en el pinino recién leído. Luego sugería lecturas —principalmente de cuentos— para cada uno de los talleristas que participó en dicha sesión. A éste, tal narración para entender cómo se resolvió el uso de los gerundios; a aquél, uno más para copiar los usos del punto y coma; a zutano, otro magistral para hacerle entender las virtudes del cuento que arrancó in media res.

La lectura colectiva entre los integrantes del taller hacía que cada escritor en ciernes, quien escuchaba su ejercicio narrativo invariablemente en voz del maestro, se percatara de sus tropiezos, yerros gramaticales, desplantes metafóricos, anfibologías y otras linduras que impedían que el ejercicio cuajase en una narración válida en sí misma. Don Edmundo mostraba entonces cómo darse cuenta de las frases descoyuntadas de la masa narrativa y cómo integrarlas o desecharlas del cuento en preparación. El final acarreado y pastoreado desde el incipit. Desde luego, también invertía parte de los ciento veinte minutos de que constaba oficialmente la clase en revisar, comentar y enmendar otras tareas oficiosas cuya mira estaba puesta en la factura de un relato —de los otros, sin adjetivos. Un número considerable de ejercicios que ahí se revisaron o comentaron, más tarde fueron publicados en las páginas de El Cuento. Revista de imaginación para dicha de sus autores. Mensuario cuyo número inicial, en la segunda época, vio luz de imprenta en mayo de 1964. En ambas épocas Edmundo Valadés fue su director fundador.

La velada en torno al maestro se congregaba al terminar el tiempo de la clase, porque era eso, una clase. Más tarde sucedía la tertulia: compartía con los pupilos sus experiencias de vida al lado de Juan Rulfo, el encuentro azaroso con tal libro de relatos, la visión fugaz de unas piernas núbiles, la anécdota sobre la manera en que concibió “La muerte tiene permiso”, o el desafío de buscar a dicho cuento un final diferente al plasmado en el libro.

Más tarde, a uno le entregaba el libro solicitado en préstamo, a otro le mostraba con un ejemplo literario el uso de los dos puntos; a otro le enseñaba el prodigio de los relatos concéntricos de Revueltas; a uno más le exigía que le devolviera el libro de cuentos que le había prestado. En otra ocasión, nos contaba el milagro de una dama cuyas desnudas y torneadas piernas había entrevisto al cruzar la avenida Insurgentes. Luego nos despedía: “Nos vemos el miércoles.” Andando despacio, salía del recinto para dirigirse al estacionamiento.

Sus cuentos tienen permiso

21/Febrero/2015
Laberinto
Armando Alanís

Han pasado muchos años, y el mundo se  ha estrechado: gracias a la tecnología, cada vez estamos más cerca unos de otros, más en contacto. En esa época anterior al Internet y el correo electrónico —los años ochenta—, los que vivíamos en provincia nos sentíamos muy apartados de la Ciudad de México, de las principales editoriales y de las revistas más sobresalientes, aunque algunas, como Siempre!, eran de circulación nacional. Había una revista que llegaba cada tres meses, o algo así, a Saltillo, mi ciudad natal. Era El Cuento. Revista de imaginación, que dirigía Edmundo Valadés. Enviaban unos cuatro o cinco ejemplares a la Librería de Cristal. No se exhibían en los mostradores, de modo que uno tenía que solicitar su ejemplar al empleado; siempre se corría el riesgo de que se agotara, pues había, aunque cueste trabajo creerlo, seis o siete lectores en la localidad que buscábamos con ansia El Cuento, que la coleccionábamos, que no nos queríamos perder ni un solo número.

A principios de los años setenta, yo hacía un primer intento de estudiar una carrera en el Tec de Monterrey. Solía faltar a clases para meterme durante horas a la biblioteca. Ahí había un apartado con libros de literatura y filosofía. Recuerdo algunos títulos que me llamaron la atención: Encomio de la estulticia, La muerte tiene permiso (1955), El llano en llamas… Fue en las mesas silenciosas de esa biblioteca donde leí por primera vez el cuento emblemático de don Edmundo. No sería sino hasta años más tarde —muchos años— que leí “El compa”, otro cuento de este autor, que me parece también extraordinario, incluido en Las dualidades funestas (1967). Este segundo libro de cuentos no pude encontrarlo en ninguna parte, ni en librerías de viejo, pero fue en una de estos refugios de volúmenes de otro tiempo —muchos en buen estado de conservación, hay que decirlo— donde hallé por pura casualidad un folletito publicado por la SEP, que traía los dos cuentos de Valadés que acabo de citar, ilustrados con dibujos de Diego Rivera. En cuanto al otro libro de cuentos de Valadés, Solo los sueños y los deseos son inmortales, palomita (1986), asistí en el Museo de Arte Moderno a una lectura, donde el sonorense leyó dos cuentos de esa obra, ahora inconseguible. Uno de ellos, recuerdo, trataba sobre el desarraigo. Otro, de un viejo que se entretiene en la calle mirando a las muchachas en minifalda, hasta que una anciana lo saca abruptamente de su ensimismamiento: “¡Viejo cochino, libidinoso!”. Con ese balde de agua helada concluye el relato.

Leí primero La muerte tiene permiso, y después me enteré de la existencia de la revista. Uno podía proponer cuentos propios a El Cuento, así es que escribí cinco o seis, y los envié por correo certificado. Me contestaron en la propia revista, dándome ánimos para que siguiera escribiendo, pero recomendándome que abandonara el tema del campo, “porque se ve que del campo usted no sabe absolutamente nada” (hay que recordar que en el consejo de redacción estaba Juan Rulfo, a quien yo pretendía seguir en calidad de discípulo, que no de imitador). Me dijeron también que me publicarían “El refugio de la araña”, un cuento que no se desarrollaba en el campo sino en la buhardilla caótica y polvorienta del empleaducho de una tienda de ropa.

Tiempo después, obtuve una mención honorífica en un concurso, del cual Valadés había sido jurado. Asistí a la ceremonia en la Ciudad de México, donde coincidí con un paisano, el poeta Alfredo García Valdés. Al final, nos fuimos con el maestro Valadés a recorrer por el resto de la noche, y hasta el amanecer del día siguiente, algunos cabarets. Fue la primera vez que platiqué con él. Pude tratarlo un poco más en un encuentro de escritores en Ciudad Juárez, y le entregué otros dos cuentos, que con su característica generosidad me publicó en Frontera Norte. Recuerdo dos observaciones que le gustaba repetir en torno al relato breve: “Un buen cuento es aquel que se lee de una sentada y no se olvida jamás”. Y también: “Un buen cuento encuentra siempre sus lectores”.

He releído ahora La muerte tiene permiso. Mi ejemplar, publicado por el Fondo de Cultura Económica y adquirido en una librería de viejo, corresponde a la quinta edición, de 1964. El libro ha seguido reeditándose, y es fácil encontrarlo, lo mismo que la estupenda y multiforme antología de minificciones El libro de la imaginación (1970). En alguna parte ha de encontrarse su antología Los mejores cuentos del siglo XX (1979). Yo tenía un ejemplar pero lo presté a un amigo y no volví a verlo. Inconseguible es, en cambio, Para conocer a Proust (1974); una lástima, ya que Valadés, según la investigadora estadunidense Samantha Smith, desentrañó como nadie el universo del escritor francés. Curioso que este autor de brevedades y acucioso estudioso del cuento como género literario, y también uno de los primeros teóricos y promotores en nuestro país de la minificción —en un tiempo en que estos comprimidos literarios no estaban de moda—, se haya interesado también por una de las novelas más extensas y morosas que se hayan escrito.

En particular, “La muerte tiene permiso”, que abre el volumen con el mismo título, es un cuento de antología: unos campesinos, hartos de las arbitrariedades y abusos del presidente municipal —todo un cacique—, deciden cobrar justicia por su propia mano. Alguna vez le pregunté a don Edmundo si se había basado, para escribir su cuento, en algún episodio real del que él hubiera tenido noticia, y me contestó que no, pero que tiempo después cayó en sus manos un expediente que daba cuenta de un hecho semejante: la realidad imitaba a la ficción.
Son también sobresalientes los cuentos “No como al soñar”, en el que se percibe la barrera, a veces infranqueable, entre los sueños y la realidad, y “El pretexto”, en el que un tipo se la pasa pidiendo dinero prestado para las medicinas de su mamacita, que está enferma; cuando ésta muere, se queda no solo sin progenitora sino también sin pretexto. El amigo que le prestaba dinero, y que es quien narra la historia, se lamenta de haber sido engañado: “Al dar, se siente uno bueno, más grande, igual que aliviarse de cosas mezquinas. Y me irritaba pasar por un tonto, al que le han cometido un burdo engaño, trastocándose así en avergonzado error lo que era gusto íntimo”.

Al lado de las rutilantes estrellas del tiempo que le tocó vivir, como Rulfo y Arreola, don Edmundo es sin duda uno de los cuentistas mexicanos a los que hay que regresar una y otra vez. Tanto él como su obra son inolvidables.           

Menú para visitas

21/Febrero/2015
Laberinto
Ana María Shua

Lo de “cuentos brevísimos” es un retorno a las fuentes. A veces me canso de los nombres en latín, como minificción o microrrelato, que hay que explicarle al lector común. Y vuelvo a los cuentos brevísimos, que así se llamaban en la mítica revista El Cuento. Después de todo, fue para publicar en El Cuento que empecé a escribir en este género.

Y cuento lo que me pasó con Valadés. Yo le mandé varios textos para el concurso y una carta en la que lo invitaba a mi casa, a comer pollo a la crema con cerezas flambeadas, que en ese momento era mi Menú Número 1 Para Visitas. Con los textos no pasó nada, pero en cambio Valadés publicó mi carta.

Y para mi enormísima sorpresa, al año siguiente me llamó desde Buenos Aires, aceptando la invitación a cenar. Estábamos en 1976, el año en que comenzó la Dictadura. Yo tenía 25 años y uno de casada. Habíamos levantado el departamento porque tres días después nos íbamos a vivir a Francia, de modo que tuve que decirle que no podía invitarlo. Como inexperta y tontita, no me di cuenta de que Valadés solo quería encontrarse conmigo y, en fin, podríamos haber ido a comer a cualquier otro lado. Me pareció que si no le podía dar mi Menú Número 1 ya no habría encuentro posible. Y ahí terminó todo. Valadés nunca volvió a contestarme una carta, y nunca conseguí que me enviaran ejemplares de El Cuento a Buenos Aires (o quizá los detenía la censura en el correo). Con muchísima sorpresa, a través de Puro Cuento supe que me mencionaba en sus artículos sobre minificción (“Ronda por el cuento brevísimo”). Y con más (y lindísima) sorpresa todavía, el año pasado supe, gracias a Alfonso Pedraza, ¡que sí me había publicado en El Cuento!

Las breverías de Edmundo Valadés: Periodista a su pesar

21/Febrero/2015
Laberinto
Miguel Ángel Sánchez de Armas

Noviembre fue un buen mes para que Edmundo Valadés se despidiera. El otoño era su estación. Todas sus grandes aventuras, todas las que merecieron ser contadas, fueron en otoño. Generosidad del destino: la más grande, la única cierta, también le llegó en otoño y entonces le dijimos hasta luego..., hasta que nuestro propio otoño nos alcance.

Pero a cien años de su nacimiento y 21 de su muerte, no escribo para llorar a Edmundo ni para cubrir su recuerdo con un manto de nostalgia. Me interesa compartir algunas imágenes del Valadés periodista, reportero arquetípico que el cine de los años cuarenta pudo haber tomado como modelo para una cinta de los chicos de la prensa.

La tentación del periodismo le venía de familia, mientras que la literatura fue un dolor sordo en el corazón. Su abuelo y su padre fueron periodistas. Su primo José C. Valadés le abrió las puertas con Diego Arenas Guzmán y con Regino Hernández Llergo y pisó una redacción siendo adolescente. La literatura no se le reveló como una certeza sino hasta los cuarenta, cuando tuvo entre sus manos el primer ejemplar de La muerte tiene permiso.

“Entonces supe que realmente era un escritor”, me dijo en nuestras Conversaciones a mediados de los años ochenta.

Regino Hernández Llergo fue su maestro, casi su padre, pero la relación terminó en doloroso alejamiento. En Hoy, al lado del tabasqueño, Valadés se hizo periodista y al mismo tiempo estuvo a punto de no ser escritor. En palabras de Edmundo: “Me metí al periodismo y dejé de escribir literatura. Hice una entrevista con Isaac Ochoterena y don Regino dijo: ‘¡Esto es antiperiodístico!’ Entonces ya no me atreví a escribir; fui formador, secretario y jefe de redacción. Luego regresé: crítica taurina, crítica de cine, pero no periodismo, hasta la serie del Cuatro Vientos, que tuvo gran éxito”.

Era la gran inseguridad de Edmundo, remontada a duras penas. Solo quien estuvo cerca de él puede entender lo que le costaba superar esa timidez, ese sentirse “un ser así pequeño, minúsculo”.
Los reportajes en Hoy sobre el Cuatro Vientos un aeroplano español perdido en la sierra alta de Puebla a principios de los años treinta fueron la sensación de la temporada. Cuando Edmundo se presentaba en el café La Habana, los parroquianos murmuraban: “¡Ése es el del Cuatro Vientos!” Valadés había demostrado al mundo y a sí mismo su fuerza como periodista y como narrador. El propio Regino exclamaría: “¡Qué revelación, no sabíamos que teníamos aquí a un gran reportero!”

Y sucedieron dos cosas que fueron clave para la doble faceta literaria y periodística de Edmundo. Primero, no siguió siendo reportero. Segundo, allá en la sierra, en la selva, en la parcela de una familia mazahua que le dio hospitalidad, se hizo proustiano. La sola mención del episodio se antoja como tomada del realismo mágico, y Edmundo parece confirmarlo en su propia narración: “Me comisionan para hacer el reportaje y compro en una librería, para leer en el camino, Por el camino de Swann. En ese tiempo yo no sabía quién era Proust. Allá en la sierra lo leí, cuando acampábamos en unos cafetales. Entré a Proust de manera muy fácil, siendo tan difícil. Fue una cosa natural, inmediata. Me atrapó desde el principio y seguí”.

Después su, digamos, des–conversión al periodismo: “Otro de mis grandes errores fue que, en lugar de seguir siendo reportero, volví a las cosas internas de Hoy. Fue mi gran momento, ¡carajo!, y debí haberle pedido a don Regino seguir como reportero. Pero no sé, tenía yo falta de fe, de confianza en mí mismo. ¡Había yo dudado tanto! ¡Tenía dudas de que pudiera, de que supiera escribir”.

Una tarde fraterna de charla y güisquis, discutimos sobre periodismo y literatura. “¡No!”, respondió a mi insistencia. “¡El periodismo no aporta nada a la literatura!” Pero muy avanzada la noche, muy acaloradas las palabras, muy repetidos los güisquis, tuvo que admitir: “Por primera vez me estoy dando cuenta de que el periodismo sí me aportó personajes, ambientes, situaciones, para varios de mis cuentos. Es decir, nacieron por otras motivaciones y el periodismo me dio el complemento, me dio el ambiente, me dio algunos personajes, me dio algunas otras cosas para la obra literaria”.

Entre algunas de esas “otras cosas” Edmundo recibió del periodismo la anécdota verídica que como el orfebre que a partir de un tosco pedazo de metal teje una cadena de frágiles y delicados eslabones habría de ser la materia del más conocido de sus cuentos: “La muerte tiene permiso”.

En este recuerdo no puede faltar uno de los frutos del Valadés escritor–periodista: la revista El Cuento, hoy desaparecida. El Cuento es hijo de esa aleación, de ese encuentro de cosmos, de esa dualidad que desgarró a Edmundo durante toda su vida: una creación literaria concebida en el periodismo. El Cuento fue el heraldo que a lo largo y ancho del mundo de habla hispana divulgó el género y atizó vocaciones que hoy siguen briosas y productivas.

La memoria de Edmundo está siempre conmigo.
 

Literatura y narcotráfico: los primeros encuentros

21/Febrero/2015
Laberinto
Omar Nieto

¿Es el narcotráfico una temática nueva para la narrativa mexicana? Evidentemente no. Sin embargo, a menudo se asegura que este registro forma parte de una moda, cuando al menos en literatura se exploró desde 1962 en Diario de un narcotraficante del escritor sinaloense A. (Antonio o Ángelo) Nacaveva, novela poco estudiada como fundacional sobre el narcotráfico en México.

Lo mismo vale para el periodismo cuando en 1925 la primera jefa del narcotráfico mexicano, Ignacia “La Nacha” Jasso, mandó a ejecutar a once migrantes chinos que operaban el mercado de opio en las calles de Ciudad Juárez. Dicha actividad quedó registrada tiempo después en el periódico El Continental del 22 de agosto de 1933 donde se escribió: “Es un secreto a voces que la señora Ignacia Jasso viuda de González alias ‘La Nacha’ se dedica a la venta de droga en su domicilio ubicado en la calle Degollado número 218. En esta ocasión ocho de sus principales vendedores fueron aprehendidos bajo el cargo de narcotraficantes, sin embargo, se espera que salgan libres por la posibilidad que tienen de pagar las altas fianzas”.

Con más de 100 años como negocio ilícito en nuestro país, el narcotráfico bien podría representar el síntoma de nuestros tiempos y una reconfiguración de nuestra identidad como mexicanos, bajo el concepto de “capitalismo gore”, acuñado por la teórica Sayak Valencia.
El 8 de agosto de 2008, el entonces secretario de la Defensa Nacional en el sexenio de Calderón, Guillermo Galván Galván, revelaba que en México cerca de 500 mil personas se dedicaban al narcotráfico, “desde sicarios hasta sembradores o dueños de comercios y puestos de vigilancia que dan cuenta de las acciones del Ejército”, según informó El Universal.

El 11 de marzo de 2009, el periódico Reforma consignaría una cifra semejante: 450 mil personas involucradas en la siembra, procesamiento y venta, con ganancias de entre 13 mil y 25 mil millones de dólares al año, de acuerdo al subsecretario de Estado David Johnson.
Necropoder y literatura
Se puede proponer la narrativa sobre el narcotráfico como un síntoma del esplendor y la decadencia del capitalismo avanzado. Sayak Valencia, doctora en Filosofía, Teoría y Crítica Feminista por la Universidad Complutense de Madrid, prefiere referirse a este sistema de significaciones sociopolíticas, culturales y económicas como “capitalismo gore” o “necropoder”.

Para Valencia, “el capitalismo gore es el capitalismo de la rentabilización de la muerte”, que pone a prueba las capacidades humanas ante la seducción del dinero. El máximo bienestar, así como la obtención de reconocimiento social, se conforman a partir de la capacidad de compra, no solo de productos sino de personas. Es un “mundo donde no hay espacios fuera del alcance del capitalismo”, como sostiene Frederic Jameson en La lógica cultural del capitalismo tardío.

En ese sentido, Sayak Valencia señala que “el crimen organizado ha penetrado profundamente en la política y la economía de muchos Estados–nación y se ha encumbrado como una forma de economía moderna”. El término “capitalismo gore” se referiría también a “una taxonomía discursiva que busca visibilizar la complejidad del entramado criminal en el contexto mexicano, y sus conexiones con el neoliberalismo exacerbado, la globalización, la construcción binaria del género como performance político y la creación de subjetividades capitalísticas, recolonizadas por la economía y representadas por los criminales y narcotraficantes mexicanos, que dentro de nuestra taxonomía reciben el nombre de sujetos endriagos”.

Los endriagos constituirían una mezcla de humanos, monstruos y dragones bestializados. La analogía que hace con los criminales mexicanos es precisa cuando se relaciona sobre todo con la necesidad del subconsumo capitalista para insertarse en la sociedad. Paradójicamente, como la teórica señala, “este confinamiento al subconsumo hace que los sujetos endriagos decidan hacer uso de la violencia como herramienta de empoderamiento y adquisición de capital”.
La novela precursora

El trasiego de drogas en nuestro país se acentuó en la Segunda Guerra Mundial: la demanda de sustancias psicoactivas por los soldados estadunidenses se habría incrementado, detonando una tensión legal entre producción, trasiego, exportación y consumo, tomando en cuenta que desde 1931 los delitos de “tráfico de drogas y toxicomanía” habían pasado del fuero común al Código Penal Federal, como lo ha señalado Luis Astorga.

¿Cómo registró la literatura mexicana este fenómeno? Algunos críticos se han dado a la tarea de cartografiar este mapa errando el dato al considerar que Élmer Mendoza es su precursor, lo que es incorrecto, a pesar de que en 1992 publicó Cada respiro que tomas. Crónicas sobre el narcotráfico (DIFOCUR).

También se ha dicho que Contrabando, de Víctor Hugo Rascón Banda, ganadora del Premio Juan Rulfo de Novela en 1991 y publicada por Editorial Planeta hasta 2008, es la primera novela sobre el narcotráfico en México.

Esto es igualmente impreciso. Dejando de lado la tradición corridística como subgénero literario–musical que consigna la leyenda de “La Nacha” Jasso en el corrido de “El Plablote”, grabado en Texas el 8 de septiembre de 1931, como ha escrito ya Juan Carlos Ramírez–Pimienta, el fenómeno del narcotráfico fue tratado como ficción literaria por primera vez en 1962, en Diario de un narcotraficante (Editorial Costa–Amic), cuya séptima reedición en el año 2000 habría alcanzado 53 mil ejemplares vendidos.

En Diario de un narcotraficante, un periodista se infiltra en un grupo de contrabandistas sinaloenses que llegan a la sierra para comprar goma de opio y fabricar heroína en cocinas caseras. El periodista, que se hace llamar como el autor, A. Nacaveva, logra ganarse la confianza de Arturo, un abogado que en sus ratos libres fabrica heroína para enviarla a California. La novela presenta a los delincuentes como vínculos entre el “progreso” y las regiones paupérrimas, por lo regular indígenas, donde personajes como Don Antonio el sabio del pueblo facilitan que Nacaveva y Arturo consigan la goma de opio con campesinos que buscan sobrevivir a la mal pagada siembra de maíz y frijol. Los traficantes tendrían de esa manera acceso a las zonas marginadas donde el gobierno mexicano nunca llega.
En un pertinaz afán de escribir un diario para mostrarle al mundo la forma en la que operan los narcotraficantes, Nacaveva revela a Arturo que su verdadera identidad es la de un periodista que por hacer un libro es capaz de todo, incluido internar la heroína a Estados Unidos, donde el FBI intentará presionarlo para que delate a su amigo, citando ya desde entonces la posibilidad de que el narcotráfico está regulado por el gobierno estadounidense.

Se observan así los elementos de lo que bien podría ser un subgénero literario: el rompimiento del marco legal por el trasiego de drogas, la corrupción y la participación de la autoridad, la traición y la lealtad entre traficantes, además del uso de armas. Sin embargo, aún no se muestra lo que Sayak Valencia llama “rentabilización de la muerte”. En otras palabras, aún no aparecen sicarios. Incluso, los personajes repudian este acto, como lo consigna el protagonista en su diario: “20 de junio […]. Arturo ha llegado malhumorado por las proposiciones que le han hecho, es hombre de honor y jamás adoptaría la posición de robar, matar y otras triquiñuelas que no sea el tráfico de las drogas”.

Un diario que estructura una novela y un personaje que es el mismo autor representan un claro ejemplo de metaficción y autoficción, características en la novela sobre el narcotráfico. El uso de técnicas narrativas complejas refleja que lo importante no solo es lo que se narra, pues el tema es harto conocido, sino cómo se narra.
Una sola historia, muchos recursos
Contrabando narra el regreso de un joven escritor a la sierra de Chihuahua, lugar de su niñez, para escribir el guión de una nueva película del cantante Antonio Aguilar. Apenas llega, la vida recia del campo le pega en la cara. A bordo de su camioneta, Julián enciende la radio, mientras le da un aventón a una lugareña, y entonces el ambiente le recuerda dónde está: en el Triángulo Dorado, en la confluencia de Chihuahua, Sinaloa y Durango: “La luna empezó a verse entre las nubes y los corridos prohibidos llenaron la cabina”. “Y tú, ¿eres narco?, me preguntó. Le contesté que no. Entonces eres judicial, afirmó con seguridad. ¿Por qué?, le reclamé. Es que miras igual que ellos, respondió. ¿Y de qué vives, entonces? Soy escritor. Ah, mira nomás, escritor. Pues haz un corrido de lo que me pasó, para que el mundo lo sepa”.
A partir de ese momento, Julián comienza a narrar las fuerzas del narcotráfico. Para lograrlo, Rascón Banda quien falleció sin ver impresa su novela emplea gran cantidad de recursos técnicos como la narrativa transmedia entendida por Carlos Alberto Scolari como aquella que se despliega “a través de múltiples medios y plataformas de comunicación” al transcribir conversaciones de radio, cinta magnética, además de corridos en discos de vinil. Lo anterior se mezcla con géneros canónicos como la dramaturgia, poniendo de relieve lo que Lauro Zavala llama “disolución de fronteras”, entendida como “superposición posmoderna de cultura de élite y cultura de masas”.

Como dice el investigador chihuahuense Ramón Gerónimo Olvera, la novela de Rascón Banda asume la polifonía de la leyenda que se va diseminando para dar testimonio de una realidad tan mágica como macabra y enmendar la maltrecha realidad. En Contrabando se despliega metaficción, autoficción, narración en primera, segunda y tercera persona, el uso del corrido como código, y hasta recursos de la retórica poética como la anadiplosis, usada para encabalgar el término de un capítulo y comenzar con la misma frase el título del siguiente apartado. Como dice Olvera en su ensayo “Sólo las cruces quedaron. Literatura y narcotráfico”, en la narrativa de Rascón Banda “hay muchas formas de contar una historia”. 
Juan Justino Judicial
Si existen novelas sobre el narcotráfico entre Diario de un narcotraficante y Contrabando, habría que sumergirse en algún registro temprano de Léonidas Alfaro, Dámaso Murúa o César López Cuadras, pero sobre todo habría que sumar la secuela de Diario de un narcotraficante, del mismo A. Nacaveva, es decir, El tráfico de la marihuana, publicada en 1984, también por Costa–Amic.

A partir de 1991, la narrativa sobre el narcotráfico amplía su corpus. Es importante citar El cadáver errante de Gonzalo Martré (Posada, 1993), La novela inconclusa de Bernardino Casablanca de López Cuadras (UdeG, 1993) en la que el narcotráfico no es el eje central, así como su libro de relatos La primera vez que vi a Kim Novak (1996); cuando también se publicó Tierra Blanca de Léonidas Alfaro.

Sin embargo, es Juan Justino Judicial (1996), del escritor sonorense Gerardo Cornejo, la novela que en esta etapa tiene mayor impacto. Cornejo en realidad glosa un corrido y el protagonista sufre una deficiencia física que compromete su hombría hasta padecer la burla y humillación de su comunidad.

Hambre, marginación, trabajo agrícola muy mal remunerado y las veces que fue deportado en su intento por cruzar hacia Estados Unidos, inducen a Juan Justino a asaltar el vehículo donde se lleva la paga semanal de sus compañeros. Harto de perder la vida en los surcos de melón, jitomate o algodón, de lo que se adivina como la Costa y el Valle de Sinaloa, Juan Justino es apresado y luego invitado por judiciales a formar parte de ellos. Toma la oportunidad y se convierte en “madrina”. Posteriormente, se vuelve policía judicial titular, en medio de la “guerra” que el Estado mexicano emprendería contra los narcos de la región.

Justino asume una nueva identidad de rudeza y maldad que le hace ganar el apodo de “Teniente Castro” por su afición a capar narcos y sumirlos en su misma condición. De la noche a la mañana, Juan Justino se convierte en un hombre con dinero, poder y mando. Refina sus métodos de tortura usando “polvo de sulfatiazol como lo hacíamos desde chicuelos con los becerros en el pueblo” para capar a sus enemigos, convirtiéndose así en espejo de la ilegalidad.

Al igual que las obras pioneras de la literatura sobre el narcotráfico, en Juan Justino Judicial hay un afán por contar de una forma creativa un tema ya conocido. Cornejo usa tres voces que se entremezclan. Una de ellas es la del primer muerto que Juan Justino ejecuta, y que le habla como un fantasma que acecha su conciencia. La segunda es la del propio protagonista contando los hechos en la forma “como dicen… que pasó…. de cierto…”, para desmentir el corrido que lleva su nombre. La tercera es la voz colectiva que cuenta la leyenda de Juan Justino, es decir, el corrido que asevera: “Por’ái dicen que el Rodrigo/ hizo algo muy criminal/ y que Dios como castigo lo convirtió en judicial”.

A diferencia de Diario de un narcotraficante y Contrabando, Juan Justino Judicial consigna claramente la violencia del capitalismo gore, en la que no puede diferenciarse el mundo del narcotráfico y el de la narcopolítica, fundidos con el poder económico. Ante ello, el mismo protagonista reflexiona: “Y viene uno a concluir en que el delito no es ser narco sino narco chico; en que el desprestigio no es ser judicial sino judicial menor. Y hasta entonces uno se viene a dar cuenta de que los de arriba están en el ajo juntos mientras que los de abajo nos matamos unos a los otros”.

Si, como dice Sayak Valencia, en el capitalismo gore la violencia es una nueva epistemología, a partir de prácticas discursivas y materiales originadas en el neoliberalismo, las primeras novelas del narcotráfico en México muestran ese camino. En el capitalismo salvaje el tráfico de drogas tiene un lugar privilegiado expandiendo el capital mediante la inyección de dinero a zonas marginadas que de otra manera no podrían gozar de su inclusión en el sistema capitalista occidentalizado. De ahí el arraigo de esta actividad que tendría, como asegura Jaume Curbet, relación “con raíces nacionales, regionales y étnicas; la mayoría con una larga historia”.

En Juan Justino Judicial se agregaría, como dice Sayak Valencia, la proliferación de sujetos endriagos que “no se disputan el poder estatal sino el biopoder, es decir, el control de la población, el territorio y la seguridad”, en manos de “sicarios” o soldados del narcotráfico, inaugurando en México el registro literario que se conoce en Sudamérica como “sicaresca”, es decir, el relato de sicarios que corresponde a lo que Valencia llama “proletariado gore”.
Como señala Gerardo Castillo, catedrático de la UDLA–P, las novelas sobre el narcotráfico en el México de los últimos quince años ya dan cuenta de este nuevo estadio. Se trata de una evolución del subgénero caracterizado por obras más oscuras en que “los hechos referidos son incluso hiperrealistas en cuestiones de violencia, y tiene que ver también con una tradición”, que se remontaría a 1962 con Diario de un narcotraficante, la primera novela sobre el narcotráfico en México.

El solista y sus amigos

21/Febrero/2015
Laberinto
Armando González Torres

En el ensayo que da título a su libro Retrato de mi cuerpo (Tumbona, 2010), Phillip Lopate se solaza describiendo algunas características de su cuerpo y menciona una que me conmovió y me hizo identificarme: tiene los hombros estrechos, apenas más anchos que las caderas, y le da vergüenza comprarse trajes. ¿Cuál es el encanto de quienes hablan de sí mismos? ¿De qué manera ciertos solistas de la conversación mantienen el interés y la conexión emocional con sus escuchas? Precisamente, la introducción de Lopate a su conocida antología The Art of Personal Essay (Anchor Books, 1995) constituye una preceptiva iluminadora sobre el ensayo personal, esa escritura híbrida centrada en el “yo”, cuyo apelativo moderno fue acuñado por Montaigne, pero que tiene antecedentes en la literatura clásica y numerosos descendientes contemporáneos. A diferencia del ensayo formal que ha conquistado los feudos universitarios y que pretende ser impersonal y objetivo, el ensayo informal y personal despliega una visión subjetiva, contiene abundante material emocional y confidencial y contempla una participación del propio autor como personaje de la página.


¿Qué hace del ensayo personal y su aparente egocentrismo un género con arrastre entre algunos lectores? Para Lopate, el ensayo personal parte de una noción de la unidad de la experiencia humana en la que hablar del yo es apelar al tú. El ensayo personal es un ejercicio de apertura con el que el autor comparte sus más hondas impresiones, expectativas y miedos. Sin embargo, la sinceridad no basta y debe acompañarse de lo que podría llamarse la “inteligencia de sí”, es decir el reconocimiento de virtudes y limitaciones, de esos sentimientos de ignorancia e inadecuación que la mayoría de las personas se empeñan en ocultar. Ese reconocimiento es el punto de partida de una exploración intelectual en la que, con base en la humildad y la espontaneidad, se pueden emprender “grandes aventuras de la meditación”. Por eso, el ensayo personal se escribe desde una circunstancia marginal, sin aires de autoridad, asumiendo la fragilidad o banalidad de lo afirmado. Desde esa posición lateral, se ejercita el arte de la observación, ya sea de la naturaleza, de la sociedad o de uno mismo. El ensayista personal destaca lo privado, lo pequeño, lo transitorio; sin embargo, a veces inadvertidamente, llega a expandirse para rozar los grandes temas y misterios. Muy a menudo, sin aspavientos, el ensayista personal también reta la moral convencional; observa la ambigüedad y tensiones entre distintos valores y denuncia los dobles raseros y los dilemas irresolubles. Por supuesto, para cumplir su función, el ensayista personal debe estar dotado con ideas, humor y habilidad narrativa para romper la tensión. Los recursos del ensayo son, al final, los de la buena conversación: llevar la batuta sin avasallar; sugerir ideas y desplegar la elegancia y amenidad para desarrollarlas sin aburrir y sin imponer.

miércoles, 18 de febrero de 2015

Un fanático de la minuciosidad

Febrero/2015
Tierra Adentro
Carlos Velázquez

La historia de México está anegada de injusticias. Y el campo de la literatura no se encuentra exento. Una de sus ingratitudes manifiestas reside en por qué no se valora en nuestro país a Fernando del Paso con la misma veneración que se otorga a otras figuras nacionales o latinoamericanas. Un grupo nada despreciable de críticos, académicos, escritores y lectores, coinciden en lo mismo: Del Paso compite por el puesto de ser considerado el mejor escritor de la cultura mexicana. Para quien esto escribe, no existe duda. El corpus de su obra se ubica en un Olimpo al que sólo son convidados Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Al filo del agua, de Agustín Yáñez, dicho esto sin ánimo de convocar polémica y con perdón de los que se encuentren en desacuerdo. Sin embargo, permea el sentimiento generalizado de que Del Paso debería circular más, ser más leído, más reverenciado, debido a que las referencias del mexicano promedio son Carlos Fuentes o García Márquez (un extranjero) como algunos de los máximos exponentes de las letras hispanas.
Ante lo anterior surge la siguiente pregunta: ¿por qué la obra de Del Paso no ha recibido la importancia que merece? Razones se antojan varias. Pero antes de enunciarlas es pertinente detenerse en un elemento un tanto maléfico que viene emparejado con la reservada popularidad de los textos de Del Paso: el éxito. Si medimos el éxito de un autor porque es citado en telenovelas de Televisa, como es el caso de García Márquez, entonces Del Paso lo ha eludido. Pero si consideramos estos tres fragmentos de la obra de Del Paso:
Era
Era un hombre.
Era un hombre de cabello encarrujado y entrecano. Tenía cuántos años. Treinta y cinco, cincuenta. Cincuenta y cuatro trenes salen todos los días de la vieja estación de Buenavista y yo los cuento como cuento sus años. (José Trigo, 1966)
La ciencia de la medicina fue un fantasma que habitó, toda la vida, en el corazón de Palinuro. (Palinuro de México, 1977)
Yo soy María Carlota Amelia Victoria Clementina Leopoldina, Princesa de la Nada y del Vacío, Soberana de la Espuma y de los Sueños, Reina de la Quimera y del Olvido, Emperatriz de la Mentira: hoy vino el mensajero a traerme noticias del Imperio, y me dijo que Carlos Lindbergh está cruzando el Atlántico en un pájaro de acero para llevarme de regreso a México. (Noticias del Imperio, 1986)
podemos formularnos la interrogante válida de que si en esto no consiste el éxito, entonces en qué consiste. El oficio de la literatura no garantiza la pertenencia al mercado editorial. Afirmo esto sin afán fatalista. Ahí están los demasiados volúmenes que se publican de textos que no obedecen a los géneros literarios. Aquí interviene uno de los malentendidos que se ha pronunciado alrededor de la obra de Del Paso. El acceso a su producción jamás ha sido vedado. Así lo confirman las constantes reediciones de José Trigo en Siglo XXI y las estupendas ediciones conmemorativas del FCE tanto de Palinuro de México en 2013 como de Noticias del Imperio en 2012. Del Paso no ha encarnado nunca una posición marginal, ni deliberada ni accidental. Resulta incuestionable que siempre ha formado parte del mercado.
Pero persiste la cuestión de por qué la obra no disfruta de la misma notoriedad que la de otros autores menores. Y aquí interviene otro de los malentendidos creados a partir de la trilogía de novelas que escribió. Un estigma que no es exclusivo de Del Paso. Contra el que se ven obligadas a luchar todas las obras de largo aliento. La supuesta inaccesibilidad que se le atribuye per se a las obras voluminosas. Pero es una inexactitud. Lector entrenado o no, quien se acerque a, por ejemplo, Palinuro de México, encontrará al narrador oral más grande de nuestra tradición. Y también al más ambicioso. Otro de los factores por los cuales es probable que exista cierto distanciamiento con su trabajo puede radicar en su presumido barroquismo. Súmenle otro equívoco. Se da por sentado que el oficio narrativo de Del Paso está emparentado con el barroquismo tropical. Pero la correspondencia, si es que existe, es mínima. Un paralelismo a interpretar, por las dimensiones entre ambas obras, sería Paradiso (1966), de José Lezama Lima. Más apropiado para el caso de Palinuro de México que para José Trigo, aunque no descabellado para el segundo por su intención de remodernizar la novela moderna.
El barroquismo latinoamericano es oscuro y un tanto ajeno al lector mexicano. Un oscurantismo que no acusa orfandad. Proviene de James Joyce. Es achacado a sus problemas de glaucoma, que tornaban un tanto confusos algunos pasajes de Ulises (1922). Como el arranque mismo. “Solemne, el rollizo Buck Mulligan avanzó desde la salida de la escalera, llevando un cuenco de espuma de jabón, y encima, cruzados, un espejo y una navaja”. No hace falta consultar el original. Baste advertir los aprietos a los que se enfrenta el traductor. Ese oscurantismo fue legado a los narradores latinoamericanos hijos de Joyce.
Pero en México ese fenómeno no se produjo. Del Paso es el escritor en lengua española más alejado del barroquismo mágico. Se encuentra más cercano de El mundo alucinante (1969) de Reinaldo Arenas que del boom latinoamericano. Quizá Del Paso corrió con la mala suerte que ha aquejado a algunas de las literaturas. Que en un afán académico o histórico por definirlas se les etiqueta de manera apresurada. Es debatible si el trabajo de Del Paso se ubica dentro de la categoría de lo barroco. En caso de obedecer a esta corriente, lo perpetra alejado por completo del espectro tropical. En todo caso inauguró el barroco mexicano. Pero la premisa posfechada no le rinde justica. El barroquismo no alcanza a explicar en toda su complejidad y profundidad la experiencia narrativa emprendida por Del Paso. Encasillar su producción en una etiqueta inexacta no ha conseguido sino entorpecer su divulgación.
El tercer elemento que podría fungir como un impedimento para la masificación de Del Paso es el romance empedernido de su obra con la historia. Aunque en los círculos académicos el cotejo de la obra de Del Paso con lo que Borges denomina “lo histó­ ricamente comprobable y lo simbólicamente verdadero” se ataca con recurrencia, se malentiende la relación de Del Paso con la historia. Extenderse en este punto ocuparía un ensayo entero por deshilvanarse. Baste apuntar que en el enfrentamiento Historia vs. Literatura, siempre resultará ganadora la literatura. Porque la novela es, antes que todo, una suplantación de la historia. La novela no sólo es el género literario por excelencia, sino que es además la verdadera voz de la historia. A nadie interesa ahora certificar que la emperatriz Carlota no es la fiel reproducción que aparece en Noticias del Imperio. Asumimos como original a la Carlota de la novela. No experimentamos la necesidad de consultar el relato oficial para corroborar que se trata de ella. Y nadie podría considerar siquiera que Carlota pudiera habitar otra lengua que no fuera la de sus desquiciados monólogos.
La literatura existe no para desdecir la Historia, sino para reelaborarla. Lo que supone un desafío más grave de Del Paso para un país como éste, de instituciones y sus entelequias, de costumbres y hábitos, de traición y desmemoria. Por ello la literatura de Del Paso ha sido poco apreciada por este país. Pero esa desidia ha comenzado a revertirse.

POLIFÓNICO DE MÉXICO

Distintas generaciones de críticos se han puesto de acuerdo para designar a Palinuro de México como la obra maestra de Del Paso. Este juicio resulta discutible. Por su estructura, su ambición, el manejo de la historia, la humanización de sus personajes, José Trigo debiera ser favorecida por la academia como la mejor novela de su autor. Ningún escritor mexicano ha debutado con una novela de tal magnitud. Sin embargo, el puesto lo ocupa su segundo libro. Pero desde la imparcialidad es complicado decantarse por una. Y equilibran el corpus novelístico de su autor. Del Paso no se desbocó. Como Joyce, que tras Ulises abandonó toda noción de campo semántico en Finnegans Wake (1939). Leopoldo Marechal sólo tuvo Adán Buenosayres (1948), Laurence Sterne a La vida y opiniones del caballero Tristram Shandy (1760), pero Del Paso tuvo una trilogía.
Palinuro de México despierta una sensibilidad y una empatía que no comparten las otras novelas. No con la misma intensidad. En principio porque retrata una época bastante dolorosa en la historia de la nación: la del movimiento del 68. No quiero decir que la lucha ferrocarrilera, la guerra cristera o la dominación francesa lo sean menos. Sin embargo, es la tragedia más fresca la que se impone siempre. Pero sobre todo porque al tratarse de una autobiografía en clave, Del Paso predice, de manera sutil, el boom de la no-ficción que experimentamos en la actualidad. Y si Del Paso no la publicó como un testimonio es por su deuda con la historia. Esa en la que se empeñó desde sus inicios por tributar.
De entre las distintas promociones de narradores que establecieron un puente con Del Paso se encuentra Carlos Fuentes. Pese a que en su momento Fuentes fue objeto de un reconocimiento al que nunca accedió Del Paso, a pesar de ganar el Premio FERNANDO DEL PASO 21 Internacional Rómulo Gallegos en 1982, la novelización de la historia por parte de Fuentes caducó en menos de dos décadas. Su esfuerzo por representar el sentir del ser nacional dejó de representar a la siguiente generación de mexicanos. En este sentido Del Paso siempre fue un paso adelante. Trabajó exclusivamente con materia atemporal. José Trigo, Eduviges, Carlota, Palinuro y Estefanía habían cortado por completo todo nexo con el presente al momento de encaminarse a la ficción. No así la ciudad de México de La región más transparente (1958) o el Artemio Cruz de La muerte de Artemio Cruz (1962). El tributo de la era moderna al caudillismo.
Pese a la estima que provoca, Palinuro de México no es la novela más procurada de Del Paso. Es Noticias del Imperio. Pero trátese de cualquiera de las tres, en todas ellas encontramos un rasgo unificador: un fanatismo por la minuciosidad. En el lenguaje: que crea una polifonía de voces. Es tal la virtud del oído de Del Paso que su reinvención del habla no se agota. No conoce el tope. Siempre descubre un camino para continuar. Un fanatismo por la minuciosidad estructural. Que va desde los saltos temporales de la guerra cristera a la lucha ferrocarrilera, a la no-ficción planteada por la autobiografía que acompaña a la tragedia estudiantil de 1968, a ahora sí, agotar el siglo XX para volver al XIX y dar su versión de los hechos de una mujer enloquecida y enamorada o enamorada y enloquecida en el principio del fin. Un fanatismo de la minuciosidad por la forma, que va de la estructura de saltos temporales al desarrollo de la plasticidad de la prolijidad de la biografía a darle rienda suelta al flujo de conciencia. Treinta y siete años, tres novelas.

OCHENTA AÑOS DE FERNANDO DEL PASO

Es probable que no atendamos a su tradición, ni ellos a la nuestra, pero la literatura argentina cuenta con un autor como Del Paso. Alberto Laiseca nació en 1941 y es autor de Los sorias (1998). Una novela de más de mil trescientas páginas. Ambos comparten haber dedicado prolongados momentos de su vida a la conformación de novelas extensas. Son los dos últimos grandes monstruos de la novela después del boom. Este 2015, Del Paso cumple ochenta años de vida. Y no existe otra forma posible de calificarlo que como un dechado de lecturas. Lo afirman las instrucciones para escribir Noticias del Imperio que enumera Vicente Quirarte en su ensayo “Amor, historia y actores en Noticias del Imperio”. Un largo conteo de lecturas, tanto de vida como de textos que tuvo que perpetrar Del Paso para escribir su biografía apócrifa de la emperatriz Carlota. Y si sumamos sus estudios del movimiento ferrocarrilero y la investigación de la medicina concluiremos que se trata de un dechado de lecturas. Fernando del Paso es y fue novelista, poeta, cuentista, periodista, ensayista, dramaturgo, pintor, embajador, director de la biblioteca Octavio Paz, pero sobre todo ha sido un lector.
En 2008 viajé a Nuevo Laredo, Tamaulipas. En esa época atravesaba por mi segunda lectura de José Trigo. Y como es natural estaba emocionado hasta lo indecible. Y me hacía la misma pregunta que se plantea al principio de este texto. Por qué razón la gente no se acerca más a la obra de Del Paso. Me invitaron a conocer Estación Palabra. Un espacio dedicado al fomento de la literatura. Me desconcertó hondamente que el sitio llevara el nombre de Gabriel García Márquez. No por una querella personal con el colombiano. Lo primero que me vino a la mente fue la pregunta, por qué este lugar no fue nombrado Fernando del Paso. Me entristeció el profundo desconocimiento que las instituciones tienen de la historia de nuestra literatura. Exterioricé mi opinión y me gané el repudio general. Pasé dos día horribles en Nuevo Laredo. La gente del medio literario me dedicaba miradas con una mezcla de odio y condescendencia. Probablemente se me tomó por un ignorante.
Una tarde caminando por la colonia Roma de la ciudad de Mé­xico descubrí en el número 150 de la calle de Orizaba, una construcción que ostenta una placa con la leyenda “El primero de abril de 1935 nació en esta casa el escritor mexicano Fernando del Paso”. Desde ese día siempre que se presenta la ocasión de pasar por afuera del inmueble me detengo a contemplar la placa. Con unas ganas incontenibles de hincarme. Sé que sonará un poco cursi, pero invariablemente se me acelera el corazón. Me sudan las manos. Es lo más cerca que he estado de Del Paso. No tuve la oportunidad de verlo en la fil. Me estremece esa leyenda. Me parece inconcebible que tras los muros que resguardan la placa haya venido a este mundo Del Paso y yo esté de pie frente a ellos. El hombre que este año cumple ocho décadas. El lector. El autor de Palinuro de México.