lunes, 15 de diciembre de 2014

Adioses

7/Diciembre/2014
Confabulario
Gerardo de la Torre

En memoria de Pedro Armendáriz (1940-2011) y Vicente Leñero (1933-2014)

1. A fines de diciembre de 2011, una de esas noches gélidas me llamó Felipe Cazals.

—Le tengo malas noticias —me dijo.

—Me imagino por qué —repuse.

—Le voy a decir una cosa: Pedro Armendáriz no va a regresar.

No hacía falta decir mucho más.

Pedro se había sentido mal en los últimos meses. Una molestia en un ojo, algo como una basurita en el fondo. Quizás un pequeño tumor que podría interesar el cerebro. Ese mes de diciembre, en cuanto grabó el último capítulo de la telenovela en que estaba, Pedro viajó a Nueva York a tratarse. Le encontraron cuatro tumores en el cerebro. No había nada que hacer.

—Nada de lloriqueos —dijo Pedro a sus hijos.

No sé qué tanto los hubo. De Nueva York sólo retornaron las cenizas de Pedro, no se dio el funeral imponente que aguardaban los buitres de las televisoras. Un día de enero, a dos o tres semanas de la muerte del actor, nos reunimos la familia y los amigos en la casa de Armendáriz en la avenida Contreras. Sobre una mesa había una gran foto de Pedro, y allí la urna con sus cenizas, un paquete de sus eternos cigarros Camel, una botella a medias de Macallan, como él la dejó. Por toda la sala, en los muros, sobre los muebles, había fotos de Pedro en familia y con los amigos. Allí estaban sus cuatro hijos, su hermana, varias mujeres a las que amó, los amigos. Sumando a los actores, arquitectos (Pedro era arquitecto y entre 1962 y 1964 trabajó en la edificación del Museo Nacional de Antropología), cineastas, un sacerdote jesuita, escritores, éramos cerca de un centenar de personas. Recordábamos, volcábamos la pena en la conversación.

2. En la década de los años noventa y hasta el primer lustro del siglo XXI, Pedro, Vicente Leñero, Felipe Cazals y yo nos reuníamos con frecuencia, casi siempre en la casa de Pedro, a comer, a beber whisky, a conversar. El gran Petróvich Armendáriz era un infatigable contador de anécdotas del cine. Aunque debutó en nuestro cine en 1965 (en el filme Fuera de la ley, dirigido por Raúl de Anda hijo), desde muy pequeño había frecuentado los escenarios acompañando a su padre. Le gustaba contar cómo en 1946 asistió en Cholula a la filmación de una escena de la película Enamorada. En ella el general José Juan Reyes, interpretado por Pedro Armendáriz padre, recibe un par de bofetadas de la hermosa Beatriz Peñafiel (María Félix) y el general acaba diciendo: «Con esa mujer me voy a casar». El niño miraba a su padre, miraba a la actriz que más allá repasaba las líneas del libreto, a la gente que tiraba de los cables y trasladaba la cámara, al director y el camarógrafo que conversaban apartados de los demás, a los extras vestidos de revolucionarios. Vivía el momento en un mundo fascinante que poco más tarde sería el suyo.

En el año 1969, John Wayne —gran amigo de su padre— invitó a Pedrito a participar en el filme Los invencibles (dirigido por Andrew McLaglen). Wayne era un coronel unionista y Rock Hudson uno confederado; Pedro hijo interpretó al bandido Escalante, que amenaza a los coroneles. Y contaba Pedro: «En mi primera escena, a caballo, tenía de frente a mi izquierda a John Wayne y a mi derecha a Rock Hudson. Y, la verdad, me estaba meando del susto. Wayne me dijo: “Tranquilo, Pedrito”. Y en eso dieron la claqueta y mi caballo se puso nervioso, respingó y me desbarajusté todo. Logré controlarlo y Wayne quedó impresionado porque no me salí del personaje y dije bien mi texto». En la escena, Wayne acaba desenfundando y despacha al otro mundo al bandido. Y para Pedro Armendáriz hijo era motivo de orgullo que alguna vez lo hubiese matado John Wayne, aunque fuera en una película.

Pedro y Vicente Leñero sin parar desgranaban historias al calor de los whiskies. Vicente, subdirector por entonces de la revista Proceso, era de muy amplio registro y lo mismo abordaba temas políticos que cuestiones de teatro, literatura, cine. Cómo se inició en el teatro gracias a unos títeres de barro y trapo que él y sus hermanos compraban en el mercado Miraflores de San Pedro de los Pinos. Cómo preparaban escenografías de cartoncillo. Cómo compraban muebles y utilería en miniatura. Cómo representaban cada sábado un par de obras. Cómo cosecharon éxitos domésticos con la puesta en escena del Tenorio y de Las calaveras del terror, obra adaptada por su hermano Armando a partir de los episodios fílmicos. Cómo redactaban a máquina el periódico Mariposa que daba cuenta de la suerte de las obras y de la vida y milagros de los títeres actores. Cómo ingresó al cine. Cómo obtuvo en 1963 el premio Seix-Barral. Cómo…Cómo… Cómo…

La entrada de Armando en la juventud —contó Leñero— dio al traste con el juego teatral. Como él era el alma de las escenificaciones y de la elaboración del periódico, su renuncia puso fin a nuestra actividad de titiriteros. Cambiamos el teatro por el beisbol, regresamos a la lectura obsesiva de Julio Verne y Salgari y un día metimos en un cajón los títeres, las escenografías y el mobiliario y enviamos nuestros juguetes a los niños pobres.

De una cosa estaba seguro Vicente: quería escribir, ansiaba ser escritor, ver sus poemas reverenciados, publicados sus cuentos y novelas, sus obras de teatro representadas. Y si Vicente Leñero quería escribir, si desde niño lo dominaba la pasión de la lectura, si adaptaba historias propias y ajenas para los títeres, si redactaba artículos y editaba periódicos domésticos, si lo entusiasmaba escribir cuentos y poemas que seguían sin encontrar destinatario, si tenía clarísima la vocación, ¿por qué decidió estudiar ingeniería?

De lo expresado en una entrevista parece desprenderse que eligió los estudios de ingeniería como complemento o como apéndice de la aspiración de convertirse en escritor. «Al escribir —dijo—, el autor se asoma a muchas historias y muchas vidas. Eso me gustó desde joven, y la ingeniería me enseñó a ordenar y estructurar mis ideas». La verdad es que eligió la carrera porque era muy bueno para las matemáticas, tenía facilidad, contó en otra ocasión.

Una vez contó una historia espeluznante, un episodio que sus amigos pensábamos que jamás iba a publicar. Finalmente lo hizo en el número conmemorativo de los 30 años de Proceso en noviembre de 2007. Se trata del relato terrible de las amenazas que, hacia 1984, contra la integridad física de Leñero y su familia lanzó José Antonio Zorrilla, titular entonces de la Dirección Federal de Seguridad, a fin de impedir la publicación de un artículo que comprometía a Manuel Bartlett, secretario de Gobernación. Zorrilla había hablado con Julio Scherer, quien se negó a dar marcha atrás. Le preguntó entonces a don Julio quién era su hombre de confianza en Proceso y sin titubeos dijo Scherer: «Leñero». Zorrilla lo sabía.

El director de la DFS se sentó a hablar en privado con Vicente, frente a una mesa en la que pusieron vasos de agua. «Mire, Leñero, yo sé muy bien dónde vive usted, a qué escuela van sus hijas, a qué horas entran y a qué horas salen. La vida es difícil, Leñero, muy difícil».

—Y tomó el vaso —dijo Vicente, lo fue arrastrando hacia la orilla y lo dejó caer. El vaso se hizo pedacitos.

«Piénselo bien, Leñero —siguió Zorrilla—, hable con Scherer, dígale que no publique ese artículo».

—Así que hablé con don Julio, le dije de las amenazas a mi familia. No publicamos el artículo.

En esas tan añoradas (y ya imposibles) reuniones, Felipe Cazals y yo éramos más bien escuchas, aunque de vez en vez lanzábamos frases lapidarias.

3. La relación de amistad estaba subrayada por sólidos lazos profesionales. El actor Armendáriz trabajó en filmes dirigidos por Cazals como El tres de copas (1986) y Su alteza serenísima (2000). Interpretó papeles escritos por Leñero, como el muy importante del Tarzán Lira, del filme Cadena perpetua, dirigido por Arturo Ripstein, que en 1978 obtuvo el Ariel a la mejor película. «Es uno de los mejores libretos que he escrito para el cine», acota Leñero. Aparte, Vicente y yo escribimos casi todos los libretos de la serie Tony Tijuana, con el personaje protagónico interpretado por Pedro.

Con Felipe Cazals, Leñero tuvo mala suerte. Allá por el año 2000 le encargaron un guión basado en la novela El crimen del padre Amaro. El filme lo iba a dirigir Cazals, y cuando el guión estuvo listo se lo entregaron a Alfredo Ripstein, quien se lo llevó a su casa, lo leyó con calma, lo reflexionó. Al otro día los citó en su oficina.

—Yo no puedo hacer esta película —dijo—. Soy judío, los católicos me van a matar. Perdón, pero no la voy a hacer.

Felipe Cazals —contó Leñero— se levantó profiriendo palabrotas y se fue, furioso con Ripstein. Y pasado el tiempo un día Alfredo Ripstein dijo: «Ahora sí quiero hacer El crimen del padre Amaro».

Ya se le había pasado el susto. Pero no llamó a Cazals sino a Carlos Carrera. El guión se fue casi intacto en su segunda versión.

Años después hizo para Cazals un guión de narcos titulado Tierra Blanca, sobre un narco, casi el Güero Palma. El filme no se realizó. Mala suerte.

A mí me fue mejor con Felipe. En tiempos de Margarita López Portillo, cuando el cine fue abandonado y muchos cineastas se refugiaron en la televisión, escribí para Cazals lo menos cien programas (por cierto, el jefe de producción era Pedro Armendáriz). Luego colaboré con el realizador en el guión de la película Kino (1992) y en el guión Los niños de Morelia, Premio Guión Inédito en el Festival Cinematográfico de La Habana 1997. La película nunca se hizo.

4. Con Vicente Leñero sostuve una relación larga, productiva, enriquecedora. Nos conocimos a finales de los años sesenta mediante José Agustín (los dos trabajaban en la revista Claudia) y desde el principio sostuvimos jugosas conversaciones sobre el arte de narrar. Habíamos leído, cada uno por su lado, La hora del lector (1957), un ensayo de José María Castellet que defendía un realismo crítico que se apoyaba en técnicas narrativas como los relatos en primera persona, el monólogo interior y las narraciones objetivas. A los dos, cada uno por su lado, nos fascinó el libro y en nuestras obras nos preocupamos por aplicar tales o cuales fórmulas. Esos caminos anduvimos largo rato.

En los años ochenta un grupo de escritores nos reunimos con la idea de escribir una novela colectiva. Tocó a Vicente escribir el primer capítulo y los demás lo seguimos por veredas tortuosas. El resultado fue El hombre equivocado (Mortiz, 1988). Nada del otro mundo, un jueguito inocuo y simpaticón.

Dos años después, como ya se ha dicho, Leñero y yo emprendimos la factura de guiones para la serie Tony Tijuana, protagonizada por, ¿quién más?, Pedro Armendáriz. Y en el año 2005 perpetramos una antología de cuentos, poemas, obras de teatro y crónicas de beisbol, en la que incluimos nuestros textos. Leñero la bautizó Pisa y corre y la publicó Alfaguara.

5. Cosa de treinta años después de la publicación de La hora del lector, Vicente Leñero y yo recordamos ese libro que, confesamos, tanto había influido en nuestro quehacer literario y nos preguntamos si habrían envejecido las ideas de Castellet. Ni él ni yo conservábamos el librito publicado por Seix Barral, pero Vicente se enteró de que en España había una nueva edición y pidió al corresponsal de Proceso que le consiguiera dos ejemplares. Llegaron y cada quien se quedó con uno. Días más tarde nos vimos y comentamos el texto. A mí me había parecido dogmático.

—Me decepcionó —dijo simplemente Leñero.

El cronista del juego del hombre

7/Diciembre/2014
Confabulario
Gerardo Antonio Martínez

Vicente Leñero corrigió la plana deportiva. Su aporte a la narración de la adrenalina consistió en una colección de crónicas y piezas teatrales en las que revaloró el tamaño de los astros. Al hablar de los jugadores de futbol, del boxeador apaleado o del jardinero central, habló también del prójimo, ese que hoy está en la cima del circuito deportivo, pero del que mañana nadie sabe. Para Leñero el deporte era una segunda fe en la que también depositó su talento narrativo.

Sus cánones fueron claros: Manuel Seyde —el experimentado cronista de futbol que en los años sesenta bautizó a la selección nacional como los ratones verdes—, Pedro El Mago Septién y Ángel Fernández, de quienes admiró la riqueza de lenguaje y la capacidad para improvisar frente al micrófono narraciones de las Grandes Ligas con un puñado de cables recibidos minutos antes por el teletipo.

Anécdotas recopiladas entre aquellos que lo acompañaron en algunos tramos deportivos de su vida lo describen con una preocupación auténtica por los personajes de los que escribía.

“Le daba vueltas a sus cuentos, novelas, crónicas y a sus guiones de cine. Fue un gran buscador de formas novedosas de contar y una persona muy sabia usando el lenguaje. Esos son dos de sus aportes a los territorios de la literatura en general y al mundo del deporte, como podemos ver en las piezas teatrales de Los perdedores”, describe el escritor Gerardo de la Torre, con quien Leñero compartió proyectos de guión televisivo y la compilación de un volumen literario dedicado al beisbol.

Desde una crónica en el Hipódromo de las Américas, una entrevista con el entrenador de futbol Nacho Trelles, una aburrida pelea de box en la que los asistentes en las gradas toman el protagonismo a lo largo de los diez rounds, ningún tema deportivo resultó ajeno a Leñero. Aficionado de los Diablos Rojos de México y los Yanquis de Nueva York, no ocultó su amistad y cercanía con Mantequilla Nápoles y Pipino Cuevas, púgiles dentro y fuera de los encordados.

Gerardo de la Torre lo describe apasionado del beisbol, al que entregó su faceta de aficionado y deportista amateur.

“Leñero jugaba beisbol con un equipo de la revista Proceso. Nosotros íbamos a pelotear con algunos actores en las noches al parquecito de la Liga Maya, en Las Águilas, al sur del D. F. Entre los que iban estaban Diego Luna, Jesús Ochoa —yerno de Leñero— y otros muchos actores jóvenes. Jugábamos desde las ocho de la noche hasta las 2 o 3 de la madrugada. Leñero bateaba pero si se embasaba se salía. Sobre todo le gustaba jugar la tercera base. Eso era hace unos quince años, cuando tendría cerca de 67 años de edad”.

Las metáforas y las condiciones humanas que Leñero encontraba en la pelota caliente las captó también el periodista Julio Scherer, quien en su libro La terca memoria describe la motivación que el autor de Estudio Q encontraba en el cuadro El filder del destino, de Abel Quezada, a quien prometió ahorrar hasta el último centavo para comprarle el cuadro. El cartonista se inclinó por otro comprador.

El director teatral y dramaturgo David Olguín habla sobre las dimensiones dramáticas del deporte de los batazos. Para él, una de las piezas más importantes reunidas en un volumen bajo el nombre de Los perdedores y que fueron dirigidas por Daniel Giménez Cacho es El filder del destino.

“Es uno de los pocos textos en los que Leñero es heterodoxo en el aspecto teatral. Es uno de sus textos más inquietantes y poéticos, en el que si no me equivoco hay un homenaje a Efrén Hernández, y donde aborda un habla poética y una especie de homenaje a Samuel Beckett”.

Las consideraciones que Leñero hizo sobre la narrativa las extrapolaba a muchos de sus colegas periodistas de la fuente deportiva, de quienes reprobaba la pobreza de lenguaje.

Durante varios años en la década de los noventa, Leñero se reunía una vez a la semana con un grupo de amigos, entre los que estaban el director de cine Felipe Cazals, Pedro Armendáriz Jr., y el propio De la Torre, en los que compartieron sus impresiones sobre la literatura y su relación con la pelota caliente, entre otros temas. Las quejas se centraban en las fallidas traducciones que editoriales españolas y argentinas —países con débil tradición beisbolera— hacían de los autores norteamericanos que abordaban al rey de los deportes, y que el cronista condensó en el prólogo de la antología de cuentos y poemas beisboleros Pisa y corre, de 2005.

Su afición por el rey de los deportes invadía terrenos literarios, pues títulos como La gran novela americana, de Philip Roth; El mejor, de Bernard Malamud, y obras de Kurt Vonnegut en las que este deporte adquiría un papel destacado, eran parte del repertorio de recomendaciones literarias del novelista.

“Para nosotros, en el terreno deportivo, eran memorables las actuaciones desde el montículo de Sandy Koufax y Fernando El Toro Valenzuela, ambos de los Dodgers —el primero cuando estaban en Brooklyn y el segundo ya en Los Ángeles”.

A finales de la década de 1980, De la Torre y Leñero colaboraron en la elaboración de los guiones para una serie televisiva titulada Tony Tijuana, protagonizada por Armendáriz, y que los llevó a contactarse con algunas de las principales leyendas de la crónica deportiva en México.

“La historia de ese capítulo se trataba de un asesinato en los dogouts, y en esa época estábamos buscando un cronista de beisbol. El productor fue a hablar con El Mago Septién, quien le dijo: ‘Miren, yo no tengo mucho tiempo para eso. Pero ofrézcanselo a Sony Alarcón, que le hace más falta la lana’. Así nos dijo El Mago”, recuerda De la Torre.

Como testigo estelar de los grandes sucesos nacionales, Leñero presenció en junio del 2000 la última fiesta diamantina disputada en el Parque del Seguro Social, fin de una época en el beisbol mexicano.

Ese episodio en que los pingos se impusieron a los felinos Leñero lo vivió al lado de un grupo reducido de amigos aficionados al beisbol, entre ellos su hija Estela y De la Torre.

El box y su abrevadero literario

En los años sesenta, cuando los aparatos de televisión eran escasos en los hogares mexicanos, las funciones de box eran uno de los principales entretenimientos de la población. Las actuaciones de los mexicanos Vicente Saldívar, Rubén El Púas Olivares, Miguel Canto y los cubanos Ultiminio Ramos y José Mantequilla Nápoles eran el cartel estelar de las audiencias sabatinas.

El deporte de las orejas de coliflor fue también una segunda pasión deportiva del autor de Los periodistas. El decaimiento de los pugilistas, las esperanzas que alimentaban por alzarse con el cinturón, pero sobre todo los dramas humanos detrás de las caídas en la lona lo llevaron a escribir dos de sus más celebradas obras teatrales con temática deportiva: Los perdedores y Pelearán diez rounds.

La primera es un catálogo de piezas breves en las que los deportistas protagonizan descalabros sentimentales y situaciones absurdas que los hacen verse de frente a la derrota.

“En Los perdedores está su pasión por el beisbol, por el box, su imagen extraordinaria de un portero de futbol, que es por demás cómica. Vicente lo hizo con una enorme agudeza humana que está detrás de las ambiciones que puede despertar la idea de la gloria deportiva”, explica el director teatral David Olguín, consejero artístico del teatro El Milagro, donde se presentaron estas piezas en la década de los noventa.

“No hay sólo ‘pobrediablismo’ en el retrato que Leñero hizo de sus deportistas; hay una enorme piedad, un sentimiento —que recorre toda la obra de Leñero— netamente cristiano, compasivo sobre el personaje que tiene enfrente. Creo que en estas obras y en general en su obra tuvo una enorme capacidad de no verse públicamente a sí mismo, sino al otro. Fue una de las grandes virtudes de Leñero. En ese sentido sacaba partido con un olfato periodístico de lo más agudo”, concluye David Olguín.

Pero esa no fue la primera obra en la que Leñero desarrolló historias deportivas para los entarimados, pues ya en 1985 había llevado a escena Pelearán diez rounds en el teatro Wilberto Cantón del Distrito Federal.

“En esa obra participaron el boxeador José Pipino Cuevas y José Alonso. El primero incluso le fracturó una costilla a Alonso. Yo creo que en algún momento se enojó por algún engreimiento de este muchacho y le metió un gancho sólido, y le fracturó las costillas. Se acabaron las funciones”, recuerda De la Torre.

Aun cuando este amigo de años de Leñero asegura que la relación del cronista con los boxeadores fue limitada, el director de escena Gabriel Pascal recuerda la ocasión en que Leñero personalmente buscó al ex campeón mundial de boxeo Mantequilla Nápoles en el Hipódromo de las Américas, donde este trabajaba, en las cuadras, para ganarse la vida alejado del ring. El retiro lo había arrojado sin un centavo en el bolsillo y Leñero lo sabía.

El autor de Los albañiles tenía también a sus autores favoritos y los mencionaba como parte de una colección imperdible de periodistas a secas y amantes del deporte: Norman Mailer, Truman Capote y Paul Auster, por la tradición norteamericana, pero también el aporte de Juan Villoro para asegurar el maridaje entre la literatura y el deporte.

Leñero no pretendía emular a Fernando Marcos, ni a El Mago Septién, ni a Manuel Seyde. Su ritmo era el del espectador profesional, emparentado con el cronista que también fue, del que gustaba de visitar las fondas durante los sábados boxísticos para capturar las reacciones de los parroquianos, una lectura callejera, de esas que alimentan al periodista.

domingo, 14 de diciembre de 2014

Nada es más importante en el mundo que el respeto al ser humano

14/Diciembre/2014
La Jornada
Elena Poniatowska

Entrevista a Vicente Leñero en 1963, a propósito del premio Biblioteca Breve por Los albañiles.

"!Qué felicidad! ¡Qué orgullo! Vicente Leñero obtuvo el premio Biblioteca Breve en 1963 concedido por Seix Barral –escribí en el diario Novedades en 1963. Aclaré que era el primer escritor mexicano con semejante honra, porque Leñero era muy joven para semejante presea: 30 años (nació el 9 de julio de 1933, en Guadalajara, Jalisco). Sin embargo –continué– Vicente Leñero se echa años encima, porque la seriedad lo abruma. Además, cosa muy poco común entre nuestros escritores, cuenta con una carrera de ingeniero en la Universidad Nacional Autónoma de México y se recibió en 1958. (Abandonaron la carrera: Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis, José Emilio Pacheco. En cambio, Vicente siguió.) De ahí que su novela premiada Los albañiles retrate la construcción de un edificio.
De Vicente Leñero se habla poco, nada de la publicidad que rodea a otros escritores, aunque desde hace dos años cuente con la beca del Centro Mexicano de Escritores y es ya uno de los pilares de la talacha periodística. No pertenece a capilla literaria alguna. Benítez, Fuentes, Cuevas, no hablan de él. Solitario, austero mira con extrañeza al corre ve y dile de la literatura. A pesar de que ya en 1958 había ganado el primer premio en el concurso del Cuento Universitario, cuyos jurados fueron Juan Rulfo, Juan José Arreola, Guadalupe Dueñas y Henrique (con hache) González Casanova, se mantuvo al margen de compadrazgos. Tiene otra característica insólita. Me conmueve porque es un escritor católico. Nunca se burla de que sea yo scout y guide de France y prepare a niños a la primera comunión en la iglesia frente a la fuente de la ranita en la esquina de Bolívar. No se tortura como Jorge Portilla. Qué tremendo ése vía crucis de Portilla al lado de la tranquila fortaleza de un hombre que afirma en pleno siglo XX: Yo soy un escritor católico y lleva el nombre de Vicente Leñero.
Elena Urrutia solía invitarme a espléndidas cenas en su casa del Pedregal: Voy a sentarte junto a una magnífica pareja: Estela y Vicente Leñero. Era una suerte. Yo les decía de usted y hasta muy tarde en la vida le dije de usted a Vicente. A Estela, sicoanalista y gran conocedora de la obra de Rosario Castellanos, se me antojó pedirle una acomodadita de angustias, pero nunca me atreví. La pareja (muy guapa) me preguntó en qué andaba yo y les conté del antropólogo Oscar Lewis. “Admiro a Oscar Lewis –respondió Leñero–, porque cuenta lo que ve y muestra a la gente tal y como él la ve. ¡Y ver a la gente actuando es como si nos asomáramos a su vida por una rendija! ¡A mí me gustaría ser una moneda de 20 centavos para poder meterme en los demás y ser parte de su vida diaria aunque sé que no los voy a comprender nunca!”
–¿Por qué no los va a comprender nunca?
–¡Si no se comprende uno a uno mismo, cómo va a comprender a los demás y saber lo que les hace falta! Algunos amigos creen que mi mujer me quita el coche y que por eso no ando en él. Estela me dice: Llévate el coche y prefiero caminar, subirme al camión, andar con la gente. No hay nada más sabroso que una conversación de dos adolescentes sentados en el Roma-Mérida. Me gusta más oír y ver a tipos que discuten que lo que están discutiendo. En gran parte mi novela Los albañiles obedece a este sentimiento, tratar a los albañiles, sentirlos, oírlos, compartir –aunque solo sea un poco– su vida.
“Trabajé en varias construcciones antes de recibirme de ingeniero. Me llamaron la atención los albañiles, porque son un lazo entre el campo y la ciudad; representan un género intermedio que no existe en la literatura mexicana, un tránsito de la literatura del campo a la literatura de la ciudad.
“Al principio, pensé escribir la novela simultáneamente al edificio que iba construyendo, es decir, construir juntos novela y edificio. Quería hacer una obra de literatura semejante a una obra de ingeniería; que se pusieran los cimientos y los personajes aparecieran muy borrosos y después poco a poco el edificio de la novela se fuera levantando y los personajes se fueran dando a conocer, pero resultó que los personajes eran borrosos desde el principio hasta las 100 o 150 cuartillas que llevaba escritas. Entonces cambié todo el plan de la novela, maté a un velador y su muerte me dio oportunidad de presentar a todos los demás personajes.
–¿Hizo usted una novela de suspense?
–Sí, Los albañiles es policiaca. Toda la novela gira en torno a las investigaciones de un supuesto agente del servicio secreto que no existe. En realidad es un idealista que trata de descubrir el crimen. Ese es el pretexto para que cada uno de los personajes se manifieste.
–Pero usted no hace una obra de tipo sociológico ¿verdad? Oscar Lewis, por ejemplo, describiría la vida de los albañiles explicándonos qué comen, qué beben, cómo se emborrachan, a qué hora se enamoran, cómo son sus mujeres, etcétera.
–En algunas partes de la novela sí lo hice. Algunos personajes, sobre todo, un plomero está descrito en su vida diaria. Relato cómo es su cuarto, cuáles son sus costumbres, un poco como lo hizo Oscar Lewis en Antropología de la pobreza, pero mi novela sólo es sociológica en ciertos aspectos. En otros, trato de que el narrador se meta más de lo que yo me metí en la vida de los albañiles, hable y piense y sienta como ellos, y no permanezca como espectador curioso que juzga sus reacciones, para poder explotarlas. Por ejemplo, a mí me revienta Thomas Mann.
–¿Por qué, Vicente?
–Bueno, no tanto que me reviente, pero a mí La montaña mágica –tal vez sean sólo deficiencias mías– me molesta, porque veo en ella un intento por demostrar con criaturas un problema filosófico. También me revientan Camus y Sartre, porque crean personajes para exponer sus preocupaciones personales. ¡Es una falta de respeto al ser humano, y yo creo que nada es más importante en el mundo sino respetar al ser humano! ¡A Sartre, a Camus no les importan sus personajes, sino demostrar a través de ellos sus ideas! ¡Ya hacer novelas de ideas es antinovelístico! ¡Para eso existen los ensayos!
–¿Pero cómo se pueden divulgar ideas si no es a través de personajes?
–Sartre y Camus, por ejemplo, hacen antinovelas. Las ratas, de Camus, es falsa, porque es un ensayo con sentido de novela. ¡Y Sartre es peor! ¡Ni hablar! Creo que esa es la antinovela por excelencia y no los del Nouveau Roman francés. A mí me gustan Robbe-Grillet, Natalie Sarraute, Michel Butor, Claude Simon, Marguerite Duras; esos me los bebo todos. Y me gustan porque dan al lector una oportunidad que no le dan los filósofos; la de colaborar con el autor, tomar parte activa en la novela y sentir que ayudan a escribirla. Que no le den a uno todo masticado ni consideren que el lector es incapaz de pensar. La mayor muestra de respeto que se le puede dar al lector es hacerlo partícipe. Claro, exige un esfuerzo al que no estamos acostumbrados y por eso la primera reacción es botar la novela. El lector se acostumbra a ser esclavo del escritor y se sorprende cuando el autor le da libertad. Es como la esclavitud. El esclavo dice: ¿Y ahora, qué hago con mi libertad? Fundamentalmente la novela debe ser de personajes. El escritor no debe juzgar ni sacar conclusiones o ajustar a los personajes a su manera de ser. Me encantan los escritores que ven. Para mí el secreto está (se ríe) –ya estoy juzgando– en que el narrador sea también criatura del escritor. ¿Me explico? La voz que cuenta en tercera persona debe ser verdaderamente una criatura del escritor, y no yo, Vicente Leñero, dándomelas de objetivo, sino una creación, una grabadora, un micrófono o una cámara de cine. Un ensayista no puede escribir una buena novela, porque tratará de encontrar primeras causas y juzgar a sus criaturas desde lo alto. Lo que más importa en una novela son las criaturas mismas, no lo que el escritor piense de ellas. Yo iba a estudiar filosofía pero me dio miedo convertirme en un intelectual –además de que no daría el ancho– y no me atreví por miedo a perder la curiosidad por la gente… No quiero elaborar teorías. Quiero ser un espectador atento y nada más. Ser un buen novelista consiste en ser lo suficientemente humilde para limitarse a observar –a observarse a uno mismo también– para no depender de la fama que es uno de mayores obstáculos; la tentación de dejarse llevar por el reconocimiento.
El papel del novelista
–¿No son humildes en México los novelistas?
–No, no lo son. Todavía se piensa en México que el novelista puede contribuir a solucionar los problemas del país y creo que su contribución es dar testimonio de lo que ve y que otros busquen las soluciones. El anzuelo de la fama hace del novelista un hombre que escribe para buscar el aplauso del grupo que lo rodea y no para encontrarse a sí mismo. Todavía somos improvisados y subdesarrollados y no nos hemos encontrado a nosotros mismos.
–Si es tan severo, ¿por qué canjeó usted la ingeniería por la literatura?
–Entré a ingeniería porque me gustan mucho las matemáticas, todos los artificios numéricos, las ecuaciones, las matemáticas puras y estuve muy contento hasta el tercero de ingeniería, pero ya cuando las matemáticas se aplicaron a cosas concretas como levantar un muro, colar una trabe, me pareció que su utilidad era muy práctica y no me gustó. Seguí estudiando por inercia y me recibí de ingeniero con trabajos y muchos jalones, y en ocho años de carrera, pero la dejé terminada. Trabajé un año o dos como ingeniero y después me dediqué a escribir. Desde que estaba en la facultad sacábamos una revista en la que publicaba mis cuentecitos. Desde chico me gustó escribir, pero nunca pensé que podría vivir de la literatura. ¡Y todavía me asombra y sigo haciendo proyectos de ingeniería, aunque me considero muy mal ingeniero o como dicen los albañiles: No le intelijo a la obra.
–¿En qué consiste el premio Biblioteca Breve?
–En 100 mil pesetas en efectivo, unos 20 mil pesos mexicanos que ya tengo en la bolsa, y el compromiso de Seix Barral de publicar mi próxima novela. Joaquín Díez Canedo, a quien le di la novela después de que la rechazó el Fondo de Cultura Económica (FCE), mandó Los albañiles al concurso, un gesto muy noble, porque si resultaba premiada, Joaquín perdía todo derecho sobre ella. Quedaban pocas semanas para el concurso, la enviamos y a la semana siguiente había obtenido el premio. Este premio lo han ganado anteriormente, en 1953, Luis Goytisolo por Las afueras; Juan García Hortelano con Nuevas amistades, que también obtuvo el Formentor. En el siguiente año el concurso quedó desierto, aunque la finalista fuera la mexicana Ana Mairena con Los extraordinarios. Ana Mairena es el seudónimo de una señora casada con un político Gilberto Flores Muñoz, luego ganó Caballero Belán con Dos días de septiembre y finalmente Mario Vagas Llosa, que también entró al Formentor y estuvo a punto de llevárselo con La ciudad y los perros, que enfrentó problemas de censura en España. En México la distribuye Joaquín Díez Canedo, así como todos los libros de Seix Barral, una editorial de Barcelona que se empeña en presentar todas las novedades en técnicas literarias que se publican tanto en España como en América Latina, así como las nuevas novelas de franceses como Michel Butor, Robbe Grillet y otros.
–¿Cómo es posible que el FCE rechazara su novela?
–Bueno, es cuestión de gustar a unas gentes y a otras no. A mí no me parece extraño dicho fenómeno. Joaquín Díez Canedo la aceptó a pesar del rechazo del FCE.
Modesto, callado, hoy por hoy Vicente Leñero sigue trabajando sin recurrir a las candilejas ni buscar que hablen de él. Y tiene razón. Es en la soledad del cubículo o del cuarto de trabajo, lejos de las innumerables citas y de los inútiles compromisos que se emprende una obra verdadera y la de Vicente con sus 18 guiones de cine entre los que destaca Mariana, Mariana o Batallas en el desierto, El callejón de los milagros y El crimen del padre Amaro es sólida como lo es su novelística y sus manuales de periodismo entre los que destaca Talacha periodística, que he leído y anotado innumerables veces. Atento a los grandes acontecimientos de su tiempo, protagonista de la tragedia de Los periodistas, jugador de ajedrez, autor de novelas como El evangelio de Lucas Gavilán, que pone a Cristo al alcance de la mano, Vicente Leñero siguió siendo el amigo devoto de mi querida Elena Urrutia, que a su vez recibía en su casa al admirable José Gallegos Rocafull, a Sergio Méndez Arceo, a la feminista belga Betsy Hollants, que muchos elogiaban, y al lado de Vicente, siguió muy de cerca el drama histórico y documental de Emmaus, cuando en junio de 1967, el prior Gregorio Lemercier decidió renunciar al sacerdocio y con él toda su congregación, después de un año de sesiones de sicoanálisis que causaron la desbandada de los futuros sacerdotes. La postura de Sergio Méndez Arceo fue admirable, pero también lo fue la de Vicente Leñero en su Pueblo rechazado. Cuernavaca se convirtió en un clavo ardiente para los que buscan. Recuerdo que Ramón Xirau y Raoul Fournier viajaban dos veces por semana a Morelos a sicoanalizarse con Erich Fromm, autor de El arte de amar (que todos devoramos), y que Susan Sontag venía de Nueva York sólo para dialogar con Iván Illich. Más tarde, Vicente habría de invitarme a ver su obra sobre el asesinato de Obregón El juicio: el jurado de León Toral y la madre Conchita y asistiría también a La mudanza, que relacioné con mi hermana que cambia de casa con frecuencia. De todas sus obras me conmovió El martirio de Morelos y ya nunca vi Todos somos Marcos.
Vicente Se apasionó por el doble crimen de los Flores Muñoz y le conté que Gilberto Flores Muñoz compró la casa de La Morena, al lado de la de la mis padres, que tenía un sabino maravilloso al que Octavio Paz le hizo un poema. Cuando el horrible Gilberto Flores Alavez asesinó a tubazos a sus abuelos dormidos, ya mis padres vivían lejos, gracias a Jesucristo Gómez. Ana Mairena era el nombre de pluma de María Asunción Izquierdo, cuyo marido Flores Muñoz no quería que la literatura de su esposa (muy buena según Díez Canedo) interviniera en su carrera política.
Nunca conocí a lo largo de mis 83 años a un hombre más sincero y veraz que Vicente Leñero.
Vicente hizo de toda una época de México materia memorable. Si lo leemos, sabremos con exactitud y veracidad qué sucedió en México de 1959 a 2012, y eso no lo logró ningún otro escritor mexicano. Tampoco gringo o francés. Somos muchos quienes sentimos por el un inmenso agradecimiento.

martes, 2 de diciembre de 2014

Edmundo Valadés y la minificción

30/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Queta Navagómez

Considerada como creación menor, híbrido, o cruce entre el relato y el poema, la minificción no tenía un nombre específico. Conocida también como minicuento, microcuento, cuentito, cuento instantáneo, revés de ingenio,cuento rápido, cuento en miniatura, síntesis imaginativa, ardid narrativo, ambage, revolera, artificio narrativo, artilugio prosístico, golpe de gracia o trallazo humorístico, tuvo auge a partir de que el maestro Edmundo Valadés, por medio de El Cuento, Revista de Imaginación, la colocara en primer plano, dándola a conocer a fondo en América Latina y difundiéndola hasta lograr su profusión y hacer que captara el interés de grandes escritores latinoamericanos que la enriquecieron, para convertirla en la expresión literaria del siglo XX.
La revista El Cuento surge en 1939 debido al interés de Edmundo Valadés y Horacio Quiñones, que desean crear una revista donde puedan publicarse cuentos de todo el mundo. Logran publicarla cuando convencen a don Regino Hernández Llergo para que corra con los gastos. Aparecen sólo cinco números en los que Horacio Quiñones se encarga de traducir los cuentos que toman a su vez de la revista Squire.
Por cuestiones económicas y de escasez de papel se suspende su publicación, pero el sueño sigue vivo en la mente de Valadés. Es hasta mayo de 1964 que logra publicarla de nuevo, ahora con el apoyo económico del librero Andrés Zaplana. En ella aparece Valadés como director y en el Consejo Editorial está Andrés Zaplana; en el Consejo de Redacción quedan Gastón García Cantú, Henrique González Casanova y Juan Rulfo. Como gerente figura Bertha a. de Valadés y como director artístico Federico Carlos Muciño. “La revista que tiene usted en sus manos, lector, es prolongación de la que, con el mismo nombre, se publicó por primera vez hace más de veinte años, con un éxito que sólo pudo truncar la escasez de papel que produjo la Segunda Guerra Mundial. Los mismos propósitos que animaron a los primeros editores de EL CUENTO –Horacio Quiñones y Edmundo Valadés–, son los que nos impulsan ahora para reanudar la publicación de una revista única en su tipo y más necesaria ante cierta abundancia de literatura morbosa, vulgar e insubstancial: ofrecer mensualmente una selección de cuentos cortos cuya lectura signifique, además de un viaje fascinante por el mundo de la imaginación creadora, una posibilidad amena de familiarizar a grandes núcleos de lectores con la mejor literatura”, puede leerse en ese primer número. 
Es importante recalcar que en esta nueva etapa la revista incluye cuentos brevísimos que el maestro Valadés extrae de cuentos más extensos, sobre todo orientales. Debido al interés que estas minificciones despiertan en los lectores, en abril de 1969 la revista lanza una convocatoria para un concurso en que se piden minificciones con una extensión de una línea hasta máximo una cuartilla, ofreciendo mil pesos de aquellos tiempos al ganador. Como resultado se recibe una avalancha de participaciones de países latinoamericanos, sobre todo de Argentina, Uruguay, Brasil, Venezuela y México. La ganadora del concurso es la mexicana Mariana Frenk con el cuento “Cosas de la vida”. A partir de entonces, el concurso de cuento brevísimo se vuelve permanente y la revista tiene que crear un espacio para las minificciones que se reciben en cada número.
Otra cuestión importante es que para satisfacer la necesidad de los concursantes que desean saber si aciertan o no al escribir minificciones, Valadés incorpora a la revista la sección “Correo del concurso”, en la que se da a la tarea de criticar cada envío, marcando al autor errores y virtudes de sus historias y escoge las mejores para publicarlas. De esta forma, el maestro Valadés, sin tener esa intención, crea un taller literario dentro de la revista.
Siguiendo este ejemplo, las revistas sudamericanas como Marcha, en Montevideo, y Humor y Juegos, en Argentina, lanzan también convocatorias a concursos de cuentos breves. En Colombia se crea Ekuóreo y en Argentina surge Puro Cuento, dedicadas al cuento breve.
Por todo este apogeo de la minificción, el maestro Valadés se ve en la necesidad de definir sus características, dejando claro que no debe exceder los diecisiete renglones o tres cuartos de cuartilla. En ella, las situaciones deben ser tramadas con malicia y contener historias vertiginosas que desemboquen en un golpe de ingenio.
En la minificción las temáticas más frecuentes son la contraposición a historias conocidas, incidentes o personajes famosos, prolongaciones del juego sueño-realidad, creación de seres fabulosos o incursión en dimensiones donde se violentan todas las reglas de lo posible.
México y la minificción deben mucho al maestro Valadés, que logró que este tipo de cuentos tuviera un auge extraordinario a partir de su difusión y la motivación permanente para crearlos. La figura de Edmundo Valadés crece a medida que conocemos su esfuerzo por dar a conocer y motivar su creación en Latinoamerica. Muy a su manera, la define así: “La minificción es la gracia de la literatura.”

Patrick Modiano: esas pequeñas cosas

30/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Jorge Gudiño

I
Siempre que se anuncia el Premio Nobel se desata la polémica. Ya sea porque no se lo dieron al favorito en las casas de apuestas, ya porque se considera que se lo otorgaron a un autor menor, ya porque es un desconocido para gran parte del público.
En el primero de los casos, sólo queda sonreír con un poco de indulgencia. Los pronósticos y las apuestas en torno a este premio son muy diferentes a los relacionados con eventos deportivos. Es imposible conocer cuáles son los autores nominados. Los apostadores se dejan llevar por la popularidad o por la fama, no por datos duros que permitan predecir el desenlace. En otras palabras: apostar por el siguiente galardonado no es un ejercicio similar al de analizar las cualidades defensivas y ofensivas de un equipo o entusiasmarse por una jugada de último minuto. Se apoya a determinado autor sólo porque nos ha significado algo, porque nos ha cautivado su literatura, porque es de nuestro país o porque pertenece a nuestro universo lingüístico. Ganar este tipo de apuestas es más consecuencia de la suerte que de razones bien fundadas. De ahí la indulgencia.
El segundo caso es más complicado. Sobre todo si se considera que no contamos con parámetros bien diseñados para discernir la calidad global de la obra de un autor cuando la enfrentamos con otra. La literatura no permite esos ejercicios. Decir que A es mejor que B y lanzar una larga perorata argumentativa es tan factible como sostener que B supera a a por razones bien fundadas. Así, descalificar al nuevo Premio Nobel sólo porque lo consideramos inferior a uno, dos o cuarenta escritores vivos, sólo habla de nuestra soberbia: sostenemos que nuestras lecturas son mejores que las de los otros, sin importar que esos otros sean miembros de una Academia. Y eso está bien: defender lo que creemos nos vuelve lectores más apasionados, pero no infalibles. Empecinarnos en ello nos hace testarudos.
El tercer caso es el más significativo y también parte de una buena carga de soberbia. Sorprendernos porque le han otorgado el máximo galardón de las letras a alguien que no conocemos suena lógico. Sin embargo, más que una decepción debería ser un aliciente. Nadie lo ha leído todo y toparse con un autor desconocido siempre resulta agradable. Por supuesto, no todos los premiados nos gustan pero, aun así, bien vale la pena darles el beneficio de la duda.
Lo que resulta más difícil de comprender es el denuesto automático. Es cierto, la Academia sueca no siempre ha otorgado el galardón por razones literarias. La lista de los escritores faltantes es extensa y crece año con año. De ahí a lanzar insultos e imprecaciones contra los académicos hay un gran paso. La descalificación de quienes deciden es más un acto de afirmación de nuestro propio horizonte de lecturas que un planteamiento racional. A fin de cuentas, si no nos gusta el autor premiado, si no compartimos las razones de los otorgantes, nada más sencillo que hacer caso omiso del premio.
El Premio Nobel a Patrick Modiano ha sido cuestionado desde muchas trincheras: incluso desde la que sostiene que es injusto que sea Francia el país que cuenta con más Premios Nobel de Literatura. También ha sido aplaudido. Y es justo por eso que bien vale la pena analizar lo que este autor nos ofrece con sus novelas. A la larga es posible que no termine convenciéndonos. No obstante, bien podría ser un buen punto de partida. No intento, pues, convencer a nadie, sólo compartir mi experiencia lectora de las novelas de Modiano.
II
Hay una suerte de máxima en el mundo de los lectores que defiende la idea de que, en realidad, los novelistas, a lo largo de su vida, sólo escriben una novela. Ya sea porque sus temáticas son recurrentes o porque les resulta imposible sustraerse de sus obsesiones. Así, cuando un lector se va adentrando en la obra de un escritor, puede identificar elementos que son comunes en cada uno de sus libros. Cuando esto sucede al lector le da por asumir alguna de las siguientes posturas: se siente especial porque ha conseguido desentrañar el misterio del autor o, al menos, puede participar del guiño que significa leerlo desde esta nueva perspectiva, es su cómplice; se siente defraudado porque, tras tanto esfuerzo, termina en el mismo sitio en el que empezó. Ambos son extremos de actitudes frente a la lectura. Mientras algunos gozan ante la posibilidad de conocer mejor al escritor, otros piensan que ha sido una pérdida de tiempo, que bastaba con leer el libro más acabado del autor para cubrir sus propias expectativas.
Pero, ¿qué tan cierta es esa máxima? Intentar responder la pregunta sería reduccionista. Pese a ello, existen autores que, claramente, escriben como una forma de exorcizar sus propios demonios. Algunos incluso lo confiesan: es cierto, pese a los innumerables libros, sólo han escrito una gran novela. Cada nuevo texto no es sino una variación o una ampliación al mismo tema.
Patrick Modiano es uno de ellos. Al abrir cualquiera de sus libros, el lector encontrará elementos claros que los identifican. Más aún, frente a uno nuevo, antes siquiera de hojearlo o de iniciar los rituales que cada quien puede tener con el objeto previo a la lectura, ya sabe con qué se va a encontrar. Alguien podría argumentar que eso no tiene sentido. ¿Por qué querríamos leer algo con esas limitaciones? Al margen de todo lo que se puede decir a favor de la relectura, el asunto no estriba ahí. No es que sepamos exactamente qué dirá el libro o la historia que cuenta. Sabemos otras cosas.
La primera de ellas es el contexto. Aunque no vivió en esa época, Modiano gusta de ambientar sus novelas en el período de la ocupación alemana en Francia, y ese es un gancho efectivo. En realidad, no busca narrar la guerra sino utilizar un cronotopo con características especiales. Nada más fuera de la normalidad que una ciudad tomada. En ella se debaten los habitantes que buscan continuar con sus vidas de una u otra forma, con el hecho ineluctable de que éstas han cambiado para siempre. Los valores que regían la cotidianidad se han trastocado por completo y, pese a ello, siguen existiendo asideros, vínculos, relaciones, costumbres, personas que los atan a lo que han sido hasta ese momento. Tal vez sea porque habitan este lugar apartado de lo normal, y que, al mismo tiempo, intenta regresar a lo conocido, que Modiano eligió este contexto al margen de toda la carga de significados que le representa. No por nada en algunos de sus libros se dejan ver visos autobiográficos y familiares.
Además, profundizar en la vida de los personajes en un estado de excepción tan absoluto, permite narrar la ocupación no desde el lado de las tropas, sino del de las personas. Es una forma alternativa de narrar la guerra, de permitirnos entrar a un mundo en el que las vivencias han sido trastocadas. De ahí el enorme peso de la nostalgia. Ésta no se basa en los grandes cambios, sino apenas en pequeñas cosas, en el recuerdo de lo que fue antes, de lo que pudo haber sido. De ahí que sea posible empatizar con lo narrado. Aun cuando el lector no haya vivido algo semejante, nuestra postura frente a la nostalgia es similar a la de todos aquellos que han perdido algo. Nosotros mismos siempre tenemos algo que extrañar.
El segundo elemento es la búsqueda. Los personajes, pese a estar armados con maestría, resultan incompletos. Al menos en lo que respecta a sí mismos. Entonces buscan. Y lo hacen con pesar, como si estuvieran convencidos de la inutilidad de su búsqueda, quizá a sabiendas de que no van a toparse nunca con aquello que intentan recuperar. Estas búsquedas no siempre se remiten al mismo objeto. A veces es una persona. El padre desaparecido, un amor de antaño, incluso la propia identidad. Por eso también huyen.
Entonces se van amarrando los conceptos. Buscar a alguien no es sencillo, hacer pesquisas para descubrir quién es uno mismo, mucho menos. Si a ello se le añade el contexto, resulta que los personajes se van perdiendo en un mundo incapaz de darles respuestas . Tan es así que el lector tampoco va a acceder a ellas. A diferencia de muchas tendencias literarias que buscan explicarlo todo, la literatura de Modiano es de las que siembra dudas y no siempre las resuelve. Desde cierta perspectiva, sería injusto hacerlo si los personajes no lo consiguen. Más aún, en ocasiones ni siquiera nos es dado conocer las causas por las que un personaje determinado ha emprendido esa búsqueda. Asumimos que tiene sus razones, nos dejamos llevar por sus actos y, a la larga, vemos cómo se desvanecen sus esperanzas.
En ese tenor, probablemente las novelas más efectistas de Modiano son aquéllas en las que el protagonista especula sobre su pasado. La consabida pregunta de ¿qué hubiera pasado si…?, da pie a un rescate de lo vivido. Los recuerdos se remiten a décadas atrás en las que, por ejemplo, un hombre mantenía una relación con una mujer. Algo insignificante hizo que se conocieran, algo sin explicación hizo que se separaran. Esas pequeñas cosas son el pretexto para narrar una historia que, desde el principio, se sabe terminada y, aun así, consigue atraparnos.
Es como si, mientras leemos las novelas de Modiano, nos contagiáramos no sólo por la nostalgia por el amor perdido, sino por esa otra nostalgia, mucho más profunda, del hombre viejo que recuerda a su primera novia. No es lo mismo recordarla al cabo de unos pocos meses que tras una vida entera. El recuerdo se vuelve, entonces, mucho más denso, tan tangible que nos lastra el ánimo y nos arrebata buena parte de lo vivido hasta entonces.
La fórmula no es nada sencilla, si es que existe. Modiano tiene una capacidad contundente para atrapar a sus lectores, para envolverlos en una nube de desasosiego que no puede sino neutralizarlos en sus sillones de lectura. Ahí, tendrán que ser testigos de cómo detalles minúsculos son los que alteran y trastocan la vida de unos personajes inmersos en sus propias prisiones. En medio de un caudal de dudas, el lector siente la necesidad de intervenir para evitar o conseguir que algo más pase. No lo consigue.
III
Cuando nos aventuramos en las novelas de Patrick Modiano ya sabemos lo que nos sucederá. Sin importar la trama, la ambientación, el personaje en turno o el conflicto en sus novelas, terminamos la lectura con la sensación de que somos nosotros quienes hemos perdido algo irrecuperable que sigue rondándonos mucho después de que cerramos el libro. Algo que es dulce y violento. Algo que es insignificante pero que ha sido capaz de cambiarnos la vida por completo. Será hasta que nos volvamos a descubrir a nosotros mismos que seremos capaces de liberarnos del desasosiego salido de sus páginas.
Insisto: no existen parámetros duros para definir cuando un libro es bueno o malo. Mucho menos si buscamos compararlo con otros. Pese a ello, cuando las novelas de un autor son capaces de modificar el estado de ánimo de los lectores, se puede asegurar que han cumplido su cometido. Un cometido que suena cruel por momentos, pero que es la respuesta a las propias obsesiones del autor.
Es probable que existan escritores que desempeñen su oficio pensando en obtener premios; que sueñen, mientras acumulan palabras y oraciones, en conseguir ser galardonados por el premio máximo. Dudo que algún día lo logren. Ser premiado, reconocido o alabado por los lectores no es una cuestión de entrenamiento. Por el contrario, obedece más a ser fieles al propio estilo. Y éste se basa, en muchos de los casos, en dar rienda suelta a lo que se siente, en participar en una batalla campal contra los demonios que abruman al autor.
Modiano lo hace, y en su intento tantas veces repetido, consigue contagiar al público. Al margen de cualquier parámetro, cuando un escritor consigue desplazar el significado de las palabras al estadio más profundo de la significancia, cuando consigue que el lector se contagie de ese estadio, entonces bien vale la pena considerarlo para un premio.
Habrá polémica, es cierto. Durará unos cuantos meses y, quizá, se haya olvidado para cuando den el siguiente galardón. Mientras tanto, uno se puede dejar llevar por sus novelas. Creo que, en verdad, son merecedoras de un premio como el Nobel.

Alquimista de una laboriosa vocación, la de pensar

29/Noviembre/2014
Laberinto
Mary Carmen Sánchez Ambriz

La mirada de Juan Goytisolo (Barcelona, 1931) escruta sin clemencia, como si alejara las sombras que trae consigo la mediocridad. Su defendido sentido de lo marginal lo ha convertido en una conciencia insobornable. Es evidente que al volcar sus opiniones nada tiene que perder y, por lo tanto, encarna a un espíritu sin ataduras. Es alérgico a la literatura que pretende emplear un tono pedagógico y a la forma de ser de ciertos escritores que se erigen como eruditos ante una sociedad que requiere de ellos para justificarse. Aborrece las poses y las recetas que convierten en hechizo cualquier estrategia para abrevar en el realismo mágico.

Frecuentar la narrativa de Juan Goytisolo es adentrarse en las dimensiones de un poliedro, una figura de varios rostros. Estamos frente a un autor al que le agrada establecer juegos narrativos, intercalar historias en una misma, revelar, sorprender y ocultar señas de identidad cuando lo considera eficaz. No le interesa escribir una historia lineal sino grabar imágenes a destiempo. Realiza experimentos en los que cada fragmento embona con otro, como si él fuera una especie de antiguo relojero que con suma delicadeza hace que funcionen  las piezas de la maquinaria. Ha demostrado que lo suyo es disponer del lenguaje, de una voz que encuentra y se sustenta bajo una mirada clínica. En cierto modo, el escritor nos guía por un sendero de subidas y bajadas, de múltiples voces, deseos y fantasmas. Lo suyo es ir en contra de lo establecido y va en busca de lectores a quienes también los cautive contagiarse de la transgresión.

Para conocer mejor a Goytisolo se ha vuelto necesario recurrir a un escritor que lo acompaña en varios vicios, cualidades y manías: Julián Ríos. En La vida sexual de las palabras, Ríos inserta un apartado vital, humorístico y socarrón que se titula “El apocalipsis según Juan Goytisolo”. La apuesta de Ríos resulta atinada y original: tres diferentes lectores (A, B y C) dan su punto de vista sobre el corpus novelístico de Goytisolo. En menos de diez páginas elabora uno de los más acertados acercamientos al autor “meteco”; logra construir una conversación dinámica, antisolemne y lúdica (y no menos lúcida) al evitar el tono engolado de un ensayo académico. Los aspectos que se abordan son vigorosas fotografías del paisaje enmarcadas por los conflictos existenciales.

En ningún momento se trata de un rebelde sin causa, sus reacciones fuera de lo convencional siempre guardan una razón de ser. Goytisolo expone una literatura que parece estar en constante evolución, en ese flujo y reflujo del pensamiento. Construye frases vitales que transpiran y planean más dudas que respuestas. Apela a la conciencia y desmesura de la forma. Desconoce límites y rigores estilísticos.

Jean Genet decía que la dificultad de un texto es la cortesía de un autor con el lector. Goytisolo asimila de Genet esta idea; también sabe que el oficio de escribir es como cualquier otro: no hay halos ni auras sobre sus nucas que los hagan ser venerados por los demás.
Señas de identidad
La prosa de Goytisolo explora en los recovecos de la memoria y al hacerlo se mira a sí misma. Sus libros están regidos por una estratagema de espejos: al escribir se describe y al mirar a los demás resulta inevitable que seleccione la mejor butaca para reírse de sus propios defectos. Antes que alguien lo haga, prefiere exorcizar demonios: nadie mejor que Juan Goytisolo para ejercer la crítica, incluso la propia. Si estuviera en sus manos borraría de su trayectoria libros como Juegos de manos (1954), El circo (1957), La resaca (1958), Duelo en el paraíso (1959), Campos de Níjar (1959), La isla (1961), La Chanca (1962), Fin de fiesta (1962) y Señas de identidad (1966).

En reiteradas ocasiones ha expresado que su obra comienza con Reivindicación del conde don Julián (1970). El escritor está en su derecho de esbozar un planisferio literario, probablemente similar al mapa de la extinta Unión Soviética, en donde surgen nuevas zonas limítrofes y predominan cambios radicales. Habrá que recordar que se ha negado a la reedición de sus primeras obras. En febrero de 2003, la geografía de su novela contó con un territorio inédito: el autor irrumpió en el escenario de la literatura española contemporánea para anunciar la publicación de su novela Telón de boca, que marcó su despedida de la ficción.
Se cierra el telón
Al escritor catalán le interesa experimentar con la fragmentación de la imagen, con ese ritmo vertiginoso. Telón de boca, que es el fin del viaje, remite a una lucha contra dos padecimientos: el desencanto por la vida y la culpa de no haber dispuesto de más tiempo para dedicarlo a su relación de pareja. En medio de una depresión que aparentemente carece de remedio, el viudo obtiene en la escritura una salida temporal a un oscuro conflicto.
No es la primera vez que la vida del autor se refleja en su ficción. En Telón de boca la muerte de la esposa del narrador provoca que se piense en otra pérdida: el fallecimiento de la madre, ocurrido en la Guerra Civil. En los instantes que el enlutado rememora su infancia que transcurrió en una antigua casa en Barcelona, evoca la mansión de Yásnaia Poliana que habitó Tolstoi. La sonata a Kreutzer le recuerda que Tolstoi optó por terminar su relación con Sofía, su mujer, y renunció a una serie de privilegios que su condición de noble le confería, con tal de regresar a las montañas del Cáucaso, en donde fue feliz por algún tiempo.

Evocar la muerte de Tolstoi ocasiona que Goytisolo edifique una historia dentro de otra, como una suerte de cajas chinas que se insertan en el oscuro estado de putrefacción de la conciencia. Al contar la vida del novelista ruso, el viudo también cuenta la suya. Ambos, Tolstoi y el viudo, son seres carentes de un futuro promisorio, vidas que tienden a desmoronarse y a mirarse en el espejo del otro, en la imperfección.
Telón de boca puede mirarse como un viaje a tres ciudades (La Plaza de Xemaá-El Fna en Marraquech, Barcelona y Yásnaia Poliana). A Goytisolo le fascina descubrir ciudades, sentirse extranjero en cualquier parte; “meteco”, diría él. En su ficción aparecen varias metrópolis significativas. Por ejemplo, Señas de identidad ocurre en Barcelona; Reivindicación del conde don Julián en Tánger; Makbara es Marraquech; Paisajes después de la batalla tiene lugar en París (específicamente en el Sentier, barrio pluricultural que lo acogió durante algún tiempo) y El sitio de los sitios está ubicada en Sarajevo.

Aunque es un autor catalán, se considera más cercano a la literatura de linaje musulmán. Uno de sus orgullos es haber aprendido árabe de forma autodidacta. Juan Goytisolo es (después del Arcipreste de Hita) el primer escritor español que aprendió a hablar árabe dialectal en el norte de Marruecos.

Goytisolo confiesa que gran parte de sus lecturas y de su actitud ante la vida guarda un vínculo estrecho con Monique Lange, con quien estuvo casado casi 40 años hasta que ella falleció. Telón de boca es un ajuste de cuentas con el pasado, una revaloración de la mujer ausente y, a la vez, el libro que eligió para despedirse de la ficción.

La batalla que se libra en las novelas de Juan Goytisolo es una lucha entre culturas que reclaman su autonomía y, sin embargo, necesitan del diálogo con los otros. Sus paisajes son plurales pero únicos, abiertos pero también le urge marcar fronteras entre ellos para que lo auténtico no se pierda y lo diverso no se difumine. Esto fulgura en los entrecruzamientos narrativos, en ese complejo sistema de ecos que percute en sus novelas: el yo es otro.


Con un novelista como Goytisolo no puede afirmarse categóricamente que se le conoce: implicaría correr el riesgo de caer en un desatino. Hay que recordar que su literatura es como un poliedro y que se mueve, posee luz propia. De su narrativa provienen atisbos y habría que esperar a darse por bien servido, pues cualquier determinismo en un close up a Goytisolo sería incurrir en una extravagancia.


El arte de la beca

22/Noviembre/2014
Laberinto
Braulio Peralta

Nunca he estado contra las becas sino contra los modos para otorgarlas. Y de esa gente que se dice creador, y han sido incapaces de asumir que el tiempo, la vida, les ha demostrado todo lo contrario. Se equivocaron de profesión, pero quedaron atrapados en su mentira. El talento no les dio para reconocer que no llegarán a más que una bequita del Estado. Cínicos, asumen el papel de artistas y se acercan a la institución que regala dinero de impuestos para quienes escriben, pintan, filman, bailan, le hacen al teatro y al guión. Huyen del mundo hostil que dicen no les reconoce su valor cultural que los convierta en iconos de la cultura. Mejor tramitan sus papeles al SNCA para vivir del erario. La beca como reconocimiento de nada.

Soberbios, no cuestionan su fracaso. Reciben el dinero del Estado que a quien mejor se relacione le ofrece un salario mensual para vivir mejor. Ganan la beca e inmediatamente se inventan un viaje a Europa o Nueva York. O deciden salir de México un rato. O usan su beca para el departamentito de la colonia Roma, de al menos 23 mil pesos de renta. Pagados por el gobierno en turno. Solo tienen que justificar que trabajan en una exposición, un libro, un guión, una coreografía. Son pocos, contados, los merecedores de ese galardón gratuito que da un jurado tan mediocre como los elegidos en su mayoría. Repito, hay excepciones, pero son muy pocas. Se nos olvida, pero la cultura es todo menos democrática.

Vivir del arte de la beca. El modus operandi que alimenta el Estado. Tras años de otorgarla se evidencia que casi son los mismos de siempre. Difícil ver caras nuevas. A veces de jurado, y otras de becados. Se turnan. Se solapan. Casi nunca brillan por su trabajo creativo sino porque salieron en las listas del SNCA. Es cuando son alabados o envidiados, cuando son el hazmerreír o las figuras de la semana. Para los que vivimos cerca de la cultura, sabemos sus nombres, su mediocridad como artistas: Unos valen por su labia y otros apenas son un futuro impredecible al que el Estado recompensa no sabemos aún por qué. Ser artista no te da el aval de honesto (aunque, oh paradoja, sean críticos del Estado).

Algunos son hijos de escritores famosos. Otros, de funcionarios culturales. Unos, una familia del teatro que se regala las dádivas entre ellos. No es que sean cínicos. Ni siquiera se lo plantean. Son la estirpe de una raza para la cual el arte de la beca siempre ha estado presente para que sigan trabajando para sí mismos. Hay hasta apellidos de aristócratas. Y nadie los denuncia. Todos se asumen en el silencio de la ignominia. Si alguien es nuevo en la lista lo primero que tiene que aprender es a hacer lobby, relaciones, ir a los eventos oficiales, saludar y agradecer al funcionario en turno que hace un jurado a modo, y se lava las manos.


Da cierta vergüenza pertenecer a un grupo que nada representa en el concierto internacional de la cultura. Poquitos se salvan. El pueblo grande que cada año nos hace ver el tamaño de país que somos. No aprendieron la frase de Ezra Pound: “Un huevo de porcelana llamado beca”. Eso.

AYOTZINAPA Y LA CREDIBILIDAD DE LOS INTELECTUALES

22/Noviembre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

Ayotzinapa también pone en crisis la credibilidad del aparato intelectual.
Por ejemplo, ¿recuerdan que hasta hace poco existía una gran campaña —en México y Estados Unidos— contra la “narcoliteratura”? Se le acusaba de exagerar y mitologizar. ¿Cómo explicarán ahora esos periodistas, críticos y académicos que efectivamente el narco lo permeó todo? No admitirán su error. Confiarán en la desmemoria o, peor aún, inventarán nuevos “brillantes” argumentos contra la realidad.
¿Y qué pueden decir ahora los ironistas de la derecha literaria que juraban que nada podía cimbrar ya al país? Nada. No podrán admitir que el descontento mayoritario ha refutado ya al nihilismo de la minoría literaria.
Intelectuales opinan sobre Ayotzinapa en entrevistas o ferias del libro. Pero nada dirán de cómo su prestigio fue construido desde el gobierno.
Nótense las posiciones políticas que toman estos escritores. Son generalidades. Y al margen de sus publicaciones principales.
Este es un rasgo central del discurso intelectual mexicano vigente: en Facebook se quejan (variablemente) del gobierno. Pero esos mismos escritores, sin embargo, son de derecha en revistas o libros.
En redes sociales están “indignados”; en “literatura”, en cambio, siempre han sido “cosmopolitas”. Lean sus libros: cada uno de ellos está hecho para distinguirse o burlarse de Los Jodidos.
Sucede que los escritores mexicanos temen perder privilegios. Por eso en Facebook critican a Peña Nieto pero en su colaboración con Krauze son conservadores.
Quizá también esta notoria (y callada) incongruencia, discrepancia entre sus dichos en redes y sus publicaciones profesionales es señal de un cercano punto de quiebre.
El aparato literario mexicano se volvió insosteniblemente mediocre. Los libros que apenas hace tres años eran señalados como los mejores se han vuelto ya inactuales.
La literatura mexicana se reduce hoy a un mero control de daños. Ayotzinapa también resquebraja esa simulación.
El hecho de que hoy el líder de la República de las Letras (Enrique Krauze) tenga que deslindar abiertamente al presidente, al gobierno en turno, de su responsabilidad en el genocidio (y la narco-colonia norteamericana que es México) es algo que la historia sabrá recordar.
En pocos lustros, Krauze se ha emPEÑAdo en desacreditarse totalmente. Pero al ser la punta de la pirámide intelectual mexicana, los niveles inferiores no pueden criticarlo. Si cae Krauze también caen ellas y ellos: sus puros espejismos.
Hace un año decía aquí que la verdadera oposición cultural de este país son profesores anónimos que buscan crear conciencia en los jóvenes. Hoy lo reitero.
Y el gobierno y el capitalismo lo saben. Y por eso cada rato los manda criminalizar, los manda reprimir, los manda matar.
Ay, Ayotzinapa, ¿cuántos años más buscará la mentira enterrar a la verdad?