lunes, 3 de noviembre de 2014

Contar

2/Noviembre/2014
Jornada Semanal
Ana García Bergua

Antes de que  termine el año en que Gabriel García Márquez nos dejó para irse a vivir en sus novelas, esta persona quiere confesar que en el año de 1985, mientras trataba de escribir una pieza teatral, leyó El amor en los tiempos del cólera y sintió una necesidad de narrar parecida a un río desbocado. Y que esa necesidad la poseyó como una especie de demonio del amor, con resultados irregulares, y que ese demonio no la ha soltado hasta ahora. Y que en esa primera narración que produjo como poseída campearon ángeles y seres fantásticos, debido a la influencia que esa novela y los demás libros de Gabriel García Márquez habían ejercido en su manera de leer y de escribir. Esta persona confiesa que un poco más tarde viviría el peso de tan laureado escritor como un conflicto pues pensaba, al igual que otros de su generación, que era necesario pasar a otro capítulo y abandonar la corriente de esa prosa que todo lo permeaba, ese realismo mágico que muchos copiaban con gran facilidad y sin ninguna vergüenza, en el que muchos como ella se sentían sumergidos y que en el fondo, lo que provocaba como una especie de tornado, eran unas ganas enormes de contar sin tregua, desmenuzar historias familiares y mezclarlas con historias que no lo fueran en absoluto, con sueños y alucinaciones y maravillas. Y esta persona se confiesa embebida desde la adolescencia en el relato de un náufrago, en la historia del ángel que llega a las playas de un pueblo tropical y en los funerales de la mamá grande y en la cándida Eréndira y su abuela desalmada y por supuesto en Macondo y el comienzo prodigioso de Cien años de soledad: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo.” Y esas frases “el día en que…”, o “aquella tarde en que” que son tan de García Márquez y nos meten de cabeza en la narración y también son de los demás que hemos comenzado nuestras cosas con esa tarde o ese día verosímiles y enloquecidos en que las vidas se ramifican y la realidad se trastoca. Esta persona escuchó hace unas semanas decir a otro escritor hijo de Gabo, el indoinglés Salman Rushdie, que los lectores, cuando escuchan la expresión “realismo mágico”, atienden a lo mágico, pero que en realidad la clave del realismo mágico es el realismo. Y lo mismo pensaba quien escribe, aunque no supo expresarlo de manera tan paradójica y por lo mismo admirable, que en realidad ese género –si se puede llamar así, aunque convendría quizá rebautizarlo como gabismo mágico– entrevera o borda lo inusitado en la realidad y le da otro sentido, pero la realidad debe estar como la tela sobre la que se pinta, porque sin la realidad esta literatura se cae o se convierte en pura literatura fantástica y hay a quien le pasa que pierde el interés.
Y confiesa esta persona que leyó la autobiografía de García Márquez con el mismo placer con que leyó sus novelas o sus Doce cuentos peregrinos y sintió la misma sed de contar cuando vio cómo Gabo, en Vivir para contarla desmenuzaba su infancia y juventud en el pueblo de Aracataca y la presencia de la American Fruit Company y sus comienzos en el periodismo en Bogotá y su llegada a México con Mercedes y todo ello le parecía parte del telón realista del que se desprendería después lo maravilloso. Y también quiere compartir el hecho de que una vez, hace pocos años, se encontró a Gabo en un Sanborns acompañado por Álvaro Mutis y sus respectivas esposas y le dijo de quién era hija y le recordó que él y Mutis iban a su casa cuando era pequeña. Y él evocó unas fiestas domingueras en casa de los padres de quien esto expone hasta con nostalgia y se despidieron y quien esto escribe se quedó pensando por qué no le había confesado a Gabo que también por haberlo leído escribía novelas. Y esta persona se imaginó que eso le dirían a Gabo todas las personas todos los días, que por él escribían, imaginaban o habitaban novelas, propias o ajenas, que la corriente de su fabulación ha sido tan fundamental como la de Homero, si es que Homero existió, y que quién sabe, en realidad, qué se le hubiera podido decir a García Márquez o a Mutis que ellos no supieran. Y entonces quien esto escribe regresó tranquila a su casa a seguir escribiendo unas novelas y luchando porque ya no se parezcan a las de García Márquez, aprendizaje muy difícil en el que ha pasado un par de décadas, no por nada en especial, sino porque si no, nomás no avanzamos.

sábado, 1 de noviembre de 2014

I Need a Fix Cause I’m Going Down José Agustín

1/Noviembre/2014
Laberinto
Carlos Velázquez

La tumba es la primera novela estéreo en México. El salto del sonido mono hacia la vanguardia en la literatura nacional. Nuestras letras, como el país, viven un estado de crisis permanente. José Agustín debutó durante una coyuntura. Solo existían dos caminos para la escritura: refritearse el modelo posrevolucionario o sucumbir ante el pseudocosmopolita. Como le ocurrió a un alto porcentaje de sus contemporáneos.
Quizá era previsible. Quizá no. Lo que en definitiva nadie pudo predecir fue que la revitalización de la narrativa surgiría de la mente de un veinteañero. Bob Dylan afirmaba que los cambios sociales se producían después de episodios de agitación. Atenta a esa ecuación, La tumba es hija de la revolución juvenil. Con frecuencia se hace escarnio de que los movimientos arriban tarde a nuestro territorio. A diferencia de otras corrientes, la literatura mexicana no recibió la vanguardia diferida. José Agustín nos conectó con la Era de Acuario.

Una virtud emblemática de La tumba reside en su carácter iniciático. Es la asociación delictuosa por excelencia para aquellos que fueron adolescentes en los sesentas (con el tiempo el referente se ampliaría hasta nuestros días). Evidenció que el relevo generacional sí significaba una renovación cultural. La tumba inauguró el relato de iniciación. La tradición había demostrado ser una pandilla de masoquistas infelices. La narrativa había dejado de registrar el discurrir del ser nacional. José Agustín dio carpetazo al discurso imperante al renunciar a la explotación de lo idiosincrático como sello de identidad. Aglutinó en un documento el pulso de su época.

La tumba inauguró la novela generacional. A partir de su irrupción emergió una nueva promoción de narradores. Autores que sin su publicación no habrían garantizado su ingreso en el panorama de las letras. O no al menos con la contundencia que lo consiguieron. Todo el crédito corresponde a José Agustín, sin embargo no podemos restarle mérito al ingeniero de sonido de esta obra: Juan José Arreola, quien se dejó despertar la sensibilidad por el genio precoz del autor. La novela fue editada cuando el escritor contaba con apenas dos décadas de existencia, pero está fechada tres años antes, en 1961, la redactó a los dieciséis años.

La historia está compuesta por personajes que eligieron el viaje como una manera de autoafirmación. José Agustín es un caso excepcional. Desafió la fórmula. Primero se consagró a La tumba y después emprendió la travesía. En 1961, meses después de escribir la novela, se casó a escondidas y se embarcó a Cuba para participar en una campaña de alfabetización en la isla. La constante dicta que primero se debe viajar y después verter la experiencia en la página, no a la inversa. José Agustín desobedeció la regla. Y luego salió a observar el mundo. De esta experiencia se desprendió Diario de brigadista, publicado cuarenta y seis años después.

La tumba está influida por “La infancia de un jefe”. Una lista de lecturas de la época reveló que José Agustín releía El muro de Sartre con asiduidad. A la novela del mexicano podríamos subtitularla “La infancia de un yupi”. Si bien es cierto que el personaje principal es un escritor, nada indica que se congratulará con el oficio. Como en un delirio davidlyncheano, podría reencarnar en el protagonista de Dos horas de sol, novela concebida por José Agustín treinta años después. Mientras tanto, como el protagónico de Sartre, se dedica a prepararse para el devenir. En la historia del existencialista el personaje ingresará en la clase alta francesa. En la del mexicano, Gabriel se incorporará a la descomposición social producto de un país corrupto.

A diferencia de Lucien, Gabriel no coquetea con la ambigüedad sexual. Transgrede con base en un elemento igual de poderoso: el lenguaje. Debraya con que tiene un encendedor por cabeza (anticipación del eraserhead lyncheano) y líquido en lugar de masa encefálica. Permanentemente escucha un clic que lo desquicia. Un clic constante que se convierte en clit. El órgano que le permite acceder a un lenguaje nuevo, dotarlo de una vitalidad inédita. Un tejido semántico que no depende exclusivamente de lo bibliográfico, sino que abreva del rock, las subculturas, la oralidad callejera desenfrenada y sobre todo la alteración de la realidad. La realidad alterada en la literatura mexicana comienza con José Agustín.

La tumba antecede a Less than Zero (1985), también una ópera prima, de Breat Easton Ellis. Sin el glamur que supone una narración ubicada en Hollywood. Ambas obras experimentan un existencialismo americano sin concesiones. Tanto Gabriel como Clay parecen implorar por un subidón que los rescate de la parsimonia de su época: I need a fix cause I’m going down. Por eso tienen que medir sus emociones a base de velocidad y de acostones. Clay también reencarnaría, con el mismo nombre, quince años después en Imperial Bedrooms. Y, oh casualidad, es guionista. Nigro, el antihéroe de Dos horas de sol, se dedica a realizar reportajes para una revista. La tumba posee un final abierto. Aparece un revólver. Toda caída lleva implícita que la felicidad es una pistola caliente. El clic interminable del arma no es otra cosa que el reponerse a la sepultura.

Descubrí a José Agustín a los dieciséis, la edad en la que conformó La tumba, en 1994. El país atravesaba por una de sus épocas más convulsas. El levantamiento en armas por parte del EZLN, el asesinato del candidato priista a la presidencia Luis Donaldo Colosio, la devaluación y el suicidio de Kurt Cobain marcaron mi adolescencia. Mi primer acercamiento sucedió a través de Dos horas de sol. El libreto perfecto para el soundtrack al que era adicto aquellos días: Nevermind de Nirvana. Dos horas de sol es una de las obras menos populares de José Agustín. Sin embargo, es una de mis novelas favoritas. Le guardo un cariño especial porque me introdujo al universo joseagustinesco. Semanas después conseguí La tumba.

No puedo rememorar mi contacto con la primera novela de José Agustín sin evocar un pasaje de la película Almost Famous de Cameron Crowe. Es una secuencia hermosa. Anita, hermana de William Miller, se enrola como aeromoza para escapar del yugo de su controladora madre. Antes de partir le hereda a su bróder una pequeña colección de viniles. Mientras el prepuberto los admira, encuentra una nota en el interior de un disco de The Who. “Escucha Tommy con una vela encendida y atisbarás todo tu futuro”. La misma sensación me invadió a mí cuando leí La tumba. Vislumbré en lo que se convertiría mi vida en aquellas páginas. No consigo recordar quién me lo proveyó. Pero recuerdo que me aproximé ceremonioso al libro, con una reverencia que tenía reservada exclusivamente para la música.

La tumba cumple cincuenta años de vida. Algunos de nosotros, treinta de convertirnos en sus lectores. Otros están ahí desde el inicio. En estas tres décadas que he acompañado la producción joseagustiniana he observado que su principal preocupación ha sido configurar un lenguaje en estado de gracia. Lo podemos atestiguar en los títulos subsecuentes: De perfil, Inventando que sueño, Se está haciendo tarde ( final en la laguna), El rey se acerca a su templo, Cerca del fuego, por mencionar algunos. Existe un equívoco en torno a la obra de José Agustín. Se asume por default que le concierne el debate entre alta cultura y cultura popular. Sus intereses se centran más allá de esta estrecha concepción crítica. Es la lengua como divinidad la que ha sido una de sus obsesiones primordiales. Y en esta ambición La tumba fue el disparo de salida. Un inmejorable arranque. Como mencioné, modulado por el Phil Spector de las letras, Juan José Arreola. Uno de los halagos más elevados a los que un escritor mexicano podía aspirar. No olvidemos que fue el mismo Arreola quien balanceó Pedro Páramo.

Conforme uno se consagra como lector va cosechando autores e influencias. Lo mismo sucede con los consumidores de rock. A algunas obras regresamos por nostalgia, otras las olvidamos. O quedan sepultadas bajo la ingratitud del tiempo. Sin embargo, existen aquellas que resisten el paso del tiempo. Que nunca envejecen. La tumba pertenece a esta denominación. No importa cuanta cultura musical atesoremos durante nuestra existencia, nunca dejaremos de escuchar a los Beatles. Lo mismo sucede con José Agustín, su obra siempre ocupará un lugar insobornable en nuestro corazón.

Tres Marías, Morelos, julio de 2014

Recuerdos de Emmanuel Carballo

1/Noviembre/2014
Laberinto
Beatriz Espejo

Resulta muy difícil hablar de un hombre con el que se ha vivido cuarenta años en un matrimonio estable y cuya muerte fue tan contundente como su misma prosa. Sin lugar a réplicas. Varias veces estuvo antes al borde de la muerte y varias veces logramos salvarlo; pero no cuando sonó la hora terrible del silencio. En el corto tiempo transcurrido he tratado de juntar la memoria de nuestra unión, casi siempre feliz.

Ya he contado cómo lo conocí y cómo dejamos de vernos años. Nuestro encuentro definitivo ocurrió casualmente, así suceden los acontecimientos importantes. Yo era Jefe de Acción Educativa del Departamento Central y una tarde Enriqueta Ochoa me llamó para decirme que acababa de escribir un largo poema y necesitaba mi opinión. Fuimos al restorán cercano y quedé sorprendida. Se trataba de “El retorno de Electra” que posteriormente dio nombre a un libro. No siempre se llegan a esas alturas. Al día siguiente volvió a buscarme con la parte final, tan buena como la primera. Ahora en mi casa. Mi mamá nos invitó a merendar y, en la sobremesa, Enriqueta dijo que Emmanuel estaba hospitalizado por una úlcera reventada y que debía llamarlo porque siempre me había querido mucho. Dudé. Hablé a la oficina y me contestó con su voz de locutor que esa enfermedad había sido falsa alarma engordada por los periódicos. Me invitó a cenar, a comer, a desayunar. Por fin acepté tomar té. A partir de entonces nos vimos frecuentemente. El día de su cumpleaños, 2 de julio, llegué con una botella de champán sobrante de mi primera boda. Él tenía otra abierta enfriándose. Me propuso matrimonio y volvió a insistir hasta que pidió mi mano con mi madre como si yo fuera aún una niña que sale a casarse. El lujo de la ceremonia era mi traje azul de Givenchi. Ambos habíamos dejado partidos excelentes y no teníamos un centavo. Su talento y mi trabajo nos ayudaron. 

Ya había fincado su Editorial Diógenes y mi interés era comprar casa lejos de la ciudad para vivir en paz sin alumnos y admiradores que lo hostigaban sin parar. Ambos conseguimos nuestros propósitos. Escribimos libros, casi nunca nos leíamos entre sí, ganamos premios, recibí un doctorado y asistimos a numerosas fiestas y celebraciones. Leí su último libro cuando ya no estaba en este mundo. Me pareció excelente, casi perfecto. Debí decírselo de viva voz. Hoy se lo digo con el alma.

lunes, 13 de octubre de 2014

El flâneur de la memoria: Patrick Modiano, Nobel a prueba de balas

12/Octubre/2014
Confabulario
Héctor Orestes Aguilar

“En 1945, poco después de mi nacimiento —escribe el Premio Nobel de Literatura 2014 en la página 15 de su delgado tomito Éphéméride—, mi padre decide vivir en México. Los pasaportes están listos. Pero, en el último momento, cambia de opinión. Poco le faltó para abandonar Europa después de la guerra. Treinta años más tarde fue a morir a Suiza, país neutral. Mientras tanto, se desplazó mucho: Canadá, Guyana, África ecuatorial, Colombia… Lo que buscó en vano fue El Dorado”.

De haber llegado a nuestro país, Patrick Modiano seguramente habría perdido toda posibilidad de volverse escritor, quizá se habría convertido en comerciante, hombre de negocios o al menos en gerente de alguna tienda, a la sombra paterna. Aunque, como bien lo explica hacia el final del primer párrafo de Un pedigree (Un pedigrí), su autobiografía hasta el vigesimoprimer año de su vida publicada en 2005, jamás sintió ser un hijo legítimo de su padre ni su heredero.

La historia de vida de Modiano está sellada por ese vínculo roto, por esa relación inexistente con un padre que, en realidad, jamás estuvo como tal ante él y que representó, por otra parte, su más compleja y desgarradora relación con los orígenes: el progenitor fue un judío que vivió la clandestinidad forzada de los años antisemitas del gobierno de Vichy y de la ocupación alemana de Francia como una oportunidad para conducir su existencia fuera de la ley, de manera delincuencial, no lejana a lo gangsteril. Para llevar una vida múltiple, hecha de simulaciones y falsías, que le permitieron ser un nómada no sólo como viajero entre geografías distantes sino también vivir como alguien inasible, escurridizo, lo mismo una persona que otra, sin identidad fija. “Soy un perro que parece necesitar un pedigrí. Mi madre y mi padre no se vinculaban a ningún medio bien definido”, escribe Modiano en la obra antes citada.

¿El pasado en realidad es un “país remoto donde las cosas se hacen de otra manera”?

Un pedigrí, aparecida ya cuando la canonización literaria había convertido a su autor en una referencia internacional de las letras francesas, pone en evidencia uno de los ejes del “método Modiano”, si podemos llamarlo así: él construye una “historia”, un relato, a partir de la investigación de una genealogía, ficticia o real, verticalmente cronológica o zigzagueantemente asociativa, para rescatar los posibles pasados, las posibles memorias de sus personajes. La semblanza de su abuelo, extraída de la obra citada, es un gran ejemplo: “Era originario de Salónica y pertenecía a una familia judía de Toscana establecida en el Imperio Otomano. Primos en Londres, en Alejandría, en Milán, en Budapest. Cuatro primos de mi padre, Carlo, Grazia, Giacomo y su mujer Mary serán asesinados por las SS en Italia, en Arona, en el lago Maggiore, en septiembre de 1943. Mi abuelo abandonó Salónica en su infancia para ir a Alejandría. Pero al cabo de unos años partió para Venezuela. Creo que había roto con sus orígenes y su familia. […] Tenía un pasaporte español y, hasta su muerte, quedará inscrito en el Consulado de España en París, mientras que sus antepasados estaban bajo la protección de los consulados de Francia, de Inglaterra, y además de Austria, en calidad de ‘ciudadanos toscanos’”.

De los grandes escritores occidentales del siglo XX que tienen a la memoria como una de sus materias primas, Modiano se distingue por su apego a la certidumbre de los hechos documentables como base para darle sustento parcial a personajes y tramas. En sus libros no hay una idealización de las cosas pretéritas tal-y-como-pudieron-ser. No hay nostalgia de la nostalgia ni evocaciones idílicas de tiempos suspendidos. Modiano está lejos de L. P. Hartley, Harold Pinter, Fred Uhlman, José Emilio Pacheco. Para el francés el pasado no necesariamente es “un país remoto donde las cosas se hacen de otra manera” (Hartley), sino que es una dimensión desconocida donde nadie es quien dice ser, cada quien tiene las identidades que le place o que necesita, las desapariciones son más comunes que las epifanías y la asincronía se produce no tanto a consecuencia de la simbiosis entre diversos tiempos históricos que se fusionan en un momento preciso, sino por la brutalidad con que uno de esos tiempos se ha impuesto sobre el otro, lo ocupa, anula y casi termina por hacerlo desaparecer.

Vidas reales que parecen imaginarias

Los mejores libros de Modiano logran combinar la pulsión de la pesquisa histórica, genealógica o reporteril con la sutileza de una prosa envolvente, trabajada con extremo cuidado, en la que es común encontrar una estructura que no puedo designar sino fragmentaria, como en el caso de La place de l’étoile (El lugar de la estrella), libro publicado en 1968 bajo el padrinazgo de Raymond Queneau. Notable primera novela, desde sus páginas iniciales presentaba una situación inquietante: el narrador, quien durante buena parte de su relato tiende un intenso monólogo, es un digno heredero de Otto Weininger. Es un escritor judío, aspirante a la genialidad; es un reaccionario, es un antisemita.

Durante una estancia en un hotel, coincide durante la hora del almuerzo en repetidas ocasiones con un hombre calvo de ojos abrasadores. Se trata del escritor francés de origen judío y luego converso católico Maurice Sachs, autor de París canalla, tratante de personas (judíos a quienes engañaba prometiéndoles salvoconductos para quitarles sus fortunas), muy probable informante de la Gestapo y quien en la vida real desapareció en 1945 en circunstancias aún no aclaradas, pero quien se supone fue encarcelado en el campo de Fuhlsbüttel, donde habría sido asesinado por otros reclusos y luego comido por los perros.

En La place de l’étoile, Sachs ha sobrevivido y es librero en Ginebra. El narrador de la novela, Raphaël Schlemilovitch, es en parte su trasunto, como va quedándole claro al lector a medida que cursa aquellas páginas incómodas. De tal modo, estamos ante un juego de espejos múltiples, pues Schlemilovitch también es trasunto parcial del propio autor. Tiene ascendencia venezolana y nació, como Modiano, en Boulogne-Billancourt. Schlemilovitch es tan canalla como Sachs, es un proxeneta y se imagina en llegar un día a ser el mayor escritor judío y el único importante durante el III Reich. El Judío Indispensable, como lo frasea Modiano. Como Sachs, aparecerán muchos otros personajes reales que parecen ficticios de la época de la ocupación, y sus biografías, entrecruzadas con las ficciones de Modiano, forman uno de los mosaicos novelísticos más peculiares de la literatura francesa.

En busca de la memoria perdida

La mayoría de los numerosos estudios académicos sobre la obra de Patrick Modiano la abordan, como resulta previsible, a partir del tema de la identidad, con énfasis en la identidad judía en la Francia previa a la Segunda Guerra, durante la ocupación alemana y en los primeros años de la postguerra. Pero Modiano no sólo se ocupa de aquellos quienes resistieron en la clandestinidad o el ocultamiento, a través del cambio de personalidad o mediante la conversión religiosa o ideológica, sino de la identidad de toda la sociedad francesa, que durante los oscuros años de la deriva fascista, como la ha nombrado con cierta benevolencia el historiador Philippe Burrin, se prestó a un juego de duplicidades, connivencias y omisiones voluntarias.

Toda vez que el instrumento narrativo de los libros de Modiano es por lo general una investigación, al hoy Premio Nobel le ha resultado muy natural dotar a sus novelas con la electricidad de la novela policiaca. Así sucede con Rue des Boutiques Obscures (traducida alternativamente como Calle de las bodegas oscuras o como La calle de las tiendas oscuras), libro por el cual obtuvo el muy codiciado Premio Goncourt ya en 1978 y cuya trama protagoniza Guy Roland, agente de policía privado, que investiga el paradero de un personaje desaparecido hace largo tiempo. Durante sus indagaciones, el lector se pregunta si el principal objeto de la búsqueda no será el mismo Roland, quien parece estar recuperando la memoria después de años de amnesia. Como sucede en algunas novelas de escritores centroeuropeos como Leo Perutz y Alexander Lernet-Holenia, Roland lo que recobra son sólo fragmentos de la vida de aquel hombre con los cuales termina por infatuarse.

Otro ejemplo magnífico de que la búsqueda de la memoria en Modiano no es sólo individual es Quartier perdu (Barrio perdido), en el que el escritor de novelas policiacas Ambrose Guise llega a París a una cita de negocios con su agente literario y descubre una ciudad fantasmagórica. Hallazgo que, de una u otra manera, lo impulsa a preguntarse por ciertos misterios de su pasado, cuando era francés y se llamaba Jean Dekker. En esa Ciudad Luz en la penumbra no sólo ha desaparecido parte importante de su biografía, sino todo un cuadrante del pasado. Para recuperarlo, Guise, una de los caracteres más enigmáticos de Modiano, se convierte, como su creador, en flâneur de la memoria.

Un centroeuropeo que escribe en francés

Cuando el novelista Jean Marie G. Le Clézio obtuvo el Premio Nobel en 2008, el escritor y traductor austriaco Leopold Federmair, gran conocedor de las literaturas francesa y mexicana, hizo un apunte muy singular: por su profunda familiaridad con nuestra cultura, Le Clézio podía ser considerado como un autor mexicano que escribiera su obra en francés.

Por los temas de sus libros, el tratamiento que ha escogido para desplegarlos, por el valor de atreverse, en solitario, a intentar el ajuste de cuentas con el pasado fascista y filonazi que la sociedad francesa nunca emprendió, Patrick Modiano está muy cerca de los escritores centroeuropeos que se han ocupado del Holocausto. No creo que sea una exageración afirmar que él, en buena medida, es un autor judío centroeuropeo que ha escrito una de las obras literarias más legibles y perdurables de la lengua francesa. Un Premio Nobel a prueba de balas.

sábado, 11 de octubre de 2014

Otro golpe de los infras

11/Octubre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

El infrarrealismo sigue reinventándose. Perros habitados por las voces del desierto (Aldus, 2014) parece ser solo una antología de poesía infra, editada por Rubén Medina. Pero es algo más.

Sigo pensando que hubo varios infrarrealismos. Con el tiempo esta interpretación será entendida. Un error del libro de Medina es no ver que, por ejemplo, excluir a José Vicente Anaya de esta antología es incongruente.

Es incongruente porque, como Medina dice, Anaya “es uno de los fundadores del infrarrealismo” y porque Medina define al infrarrealismo por su nomadismo pero excluye a Anaya del infrarrealismo ¡por nómada!

Bajo ese criterio, el propio Bolaño tampoco debería ser considerado infrarrealista.

Pero no quiero concentrarme en esta discrepancia que tengo con el libro de Medina; más bien quiero enfatizar que me parece que Perros habitados es una de las obras literarias más importantes publicadas en México en esta época.

Lo más innovador de la poesía mexicana ya no va a venir necesariamente de los “jóvenes” impulsados por el cuasi-mercado, las redes sociales (los selfies asociados) y el Gobierno Compra-Cultos sino de una radical relectura del pasado, de un insurgencia del archivo.  

Los libros más innovadores hechos por un escritor nacido en México que se están publicando en este momento no son de ningún escritor “joven” o “nuevo” sino los de Ulises Carrión, que los escribió hace décadas y la “tradición” decidió ignorar por completo. Algo similar sucede con el infrarrealismo.

Bolaño reabrió el archivo en 1998. Los letrados mexicanos aún no se lo perdonan.
Anaya ha insistido en su propia visión del infrarrealismo —crítica al bolañocentrismo— y ahora Medina nos entrega otra (re)definición, haciendo un amplio muestrario poético del infrarrealismo. 

Su visión es distinta a la de Anaya y Bolaño, insisto.

De este libro quiero celebrar especialmente el largo prólogo de Medina. Se trata de un retro-manifiesto infrarrealista estupendo.

Ese texto es uno de los ensayos más completos que haya escrito un poeta mexicano en los últimos cuarenta años; su combinación de lenguaje urbano y teórico, testimonio y crítica literaria lo pone aparte. 

La literatura mexicana actual es fresa y, por ende, sorda. No podrá aceptar que este largo ensayo de Medina es más innovador, más contemporáneo, que lo que están escribiendo los supuestos “nuevos” poetas mexicanos.

Las compuertas reventaron. El control “republicano” se debilitó. Las reglas habituales están dejando de operar. Una serie de accidentes movieron todo. Y los más jóvenes ahora son los más rancios.

Lean el ensayo de Medina en Perros habitados por las voces del desierto. Ese ensayo es una excelente jugada de ajedrez realizada con un trompo, bajado de una máquina del tiempo chilango-chicana.

Sospecho que vienen en camino otros Ovnis.
 

Modiano: el pasado como cátedra

11/Octubre/2014
Milenio
Ariel González Jiménez

Hizo bien la Academia Sueca en no complicarse con criterios regionalistas y/o de género al momento de elegir a Patrick Modiano como ganador del Premio Nobel de Literatura 2014. Pudo razonar que apenas hace seis años otro escritor francés, Jean-Marie Gustave Le Clézio, lo había obtenido, y que quizás hacerlo recaer en un paisano suyo provocaría más de una polémica. También podría haberse impuesto la idea de que Modiano no participa de la política ni abraza una causa justa o correcta de las muchas que conmueven a una parte de los notables suecos (de hecho, a Modiano le parece que la política “es peligrosa para un escritor. La política no es más que una torpe simplificación de las cosas. El escritor trabaja justamente de la forma opuesta; trata de mostrar lo oculto, la complejidad”).
Pudo eso y pudo lo otro. Pero no lo hizo y todos debemos estar agradecidos porque distinguió a un escritor de pura cepa a quien apadrinó en su juventud Raymond Queneau, un adorador de las ciencias del cual recibió también lecciones de geometría.
Es curioso que Modiano haya precisado de cátedra en esa materia, puesto que el problema medular de su literatura está lejos de ser el espacio: París lo es todo y cualquier otra ciudad o país son solo puntos de referencia en una obra cuya preocupación es el tiempo y cómo nos instalamos frente a él. Pero no cualquier tiempo: no el futuro, inasible siempre, sino lo pretérito, arraigado e inamovible. La inquietud de sus personajes, desde El lugar de la estrella, primera novela de la Trilogía de la ocupación (Anagrama), a la que siguieron La ronda nocturna y hasta Los paseos de circunvalación, es el pasado. El pasado que vuelve, que nunca se va; el pasado que buscamos explicar para saber quiénes somos. El pasado como cátedra nunca aprobada.
Tal es la desesperación de Guy Roland, el personaje de Calle de las tiendas oscuras (Anagrama), la novela que le valió el Premio Goncourt en los años setenta y que pudimos leer y recomendar en México en 2009 (por mi parte, la incluí entre los mejores 15 libros del año, el listado que hemos venido haciendo para el programa de televisión del mismo nombre que conduce Carlos Puig en MILENIO TV). Guy es un detective, pero no uno cualquiera. Sus pesquisas son en torno de sí mismo; y no se crea que sobre un problema menor: lo que busca nuestro personaje es saber quién es, de dónde viene. En su caso es porque ha perdido por completo la memoria, pero no deja de transmitirnos una angustia frente al pasado que no requiere de amnesia alguna para ser vivida.
El enigma de la vida se construye con todos esos tramos que hemos olvidado o que permanecen inexplicados. Y si bien lo vemos, no son pocos. Hay un momento en que el personaje lo enuncia claramente: solo somos nuestro pasado. Y al no tenerlo, es obvio que su vida es una sombra sin registro; debe buscar obsesivamente su origen, los hechos que lo pusieron en esas calles de París por las que deambula sin saber nada de sí, pero reconociendo cómo los demás, sin amnesia aparente, también han perdido muchos detalles trascendentes de su vida. ¿Cuándo los buscarán? ¿Quién los recordará en un mundo en el que todos nuestros recuerdos tienden a ser volátiles?
La metáfora de esta novela concentra y resume toda su novelística. De su trilogía sobre la ocupación de París, dijo alguna vez que las dos novelas que le siguieron a El lugar de la estrella no eran sino la reescritura, con diferentes ángulos, de ésta; y en otra parte aclaró: “No es la ocupación histórica la que describo en mis tres primeras novelas, es la luz incierta de mis orígenes. Ese ambiente donde todo se derrumba, donde todo vacila...”.
Mirando hacia Francia, la Academia sueca hubiera podido optar también, perfectamente, por Pascal Quignard o Pierre Michon, ambos desde hace tiempo aspirantes naturales al Nobel, quizás más conocidos en otras latitudes (definitivamente Quignard es más popular por su Todas las mañanas del mundo, llevada exitosamente al cine; mientras que la complejidad de Michon lo mantiene entre públicos más selectos). Pero de alguna forma Modiano los representa y llama la atención sobre sus obras, toda vez que forman parte de su generación y de la misma reivindicación, plena y absoluta, de la literatura. 

jueves, 9 de octubre de 2014

Revueltas y los bajos fondos

Octubre/2014
Nexos
Edith Negrín 

“Que el hombre propende a edificar y trazar caminos, es indiscutible —dice el protagonista de El subsuelo—. Pero ¿por qué se perece también hasta la locura por la destrucción y el caos?… ¿No será porque sienta un terror instintivo a llegar al término de la obra sin rematar el edificio?”. Dostoievski aquí es radical, hiperbólico —tal vez demoniaco— y lleno de una desmesurada voluntad del propio aniquilamiento. “¿Quién sabe —agrega—si el fin a que la humanidad propende, consistirá tan sólo en ese incesante esfuerzo por llegar?”.
¿Incesante esfuerzo ha dicho? […]. Sí, puede responder Dostoievski: os llamo a ser parte prodigiosa del infinito.
—José Revueltas, Las evocaciones requeridas

Buena parte de la narrativa mexicana del siglo XX se refiere a los de abajo, a los vencidos, a los ofendidos y humillados. Pero ningún autor ha ofrecido una crónica tan completa, tan compleja y con tan alto nivel literario de los bajos fondos en el México vigesémico como José Revueltas.
Sus narraciones indagan en profundidad sobre la condición humana; por lo que hace a la visión del mundo, desde el materialismo histórico y dialéctico asumido en su juventud; en cuanto a la literatura, desde el realismo crítico que él, buscando una alternativa al realismo socialista, transforma en una teorización sobre el “lado moridor” de la realidad.
Leídas en un orden cronológico, sus novelas documentan una travesía hacia el desencanto, la degradación social, la deshumanización. Trayectoria vinculada con su decepcionante peregrinaje por diversas organizaciones de la izquierda mexicana. Vistas como simultáneas, las novelas dialogan entre sí, proponen constantes e interrogaciones no solucionadas. Son un panorama de lo oculto, de lo no dicho, de lo omitido o borrado por la cultura oficial, incluyendo la cultura de la oposición.
Los bajos fondos de Revueltas, de tradición en su amada literatura rusa, en Gorki, y sobre todo en Dostoievski, connotan y enlazan elementos de diversa índole. Los espacios urbanos, tanto como los cuerpos y sus funciones, simbolizan las circunstancias político-sociales, la condición humana, nuestros abismos interiores.
Un poco como en la cita de las Memorias del subsuelo elegida por el autor, la narrativa revueltiana es una exploración en lo subrepticio, en un esfuerzo incesante por trazar, o más bien por descubrir, un camino, siempre tanteando al borde de la desesperación y con el pánico de arribar tal vez no al infinito sino a una nada existencial como la que menciona con frecuencia en sus ficciones.
Si los bajos fondos son esos submundos marginales generados por el supuesto progreso y la injusta distribución de la riqueza al expandirse las ciudades, empezaríamos por situar a José Revueltas como uno de los grandes narradores urbanos en nuestra literatura.
Su primer cuento publicado, Foreign Club (1938), relata un enfrentamiento entre taxistas en huelga y las fuerzas de la represión, la policía, los bomberos, los soldados, en un contexto netamente capitalino. Si bien la acción de Los muros de agua (1941) se ubica en una prisión de las Islas Marías, el trayecto de los prisioneros, una sucesión de vehículos clausurados, se inicia en la capital.
En El luto humano (1943) ese mural del fracaso de los proyectos agrarios del sistema político de la Revolución, seguimos en su huida al personaje Calixto, guerrillero villista que hurta un puñado de joyas en el asalto a una hacienda del antiguo régimen. A través de la mirada del ingenuo campesino, que en la metrópoli es despojado de sus alhajas y su futuro, el narrador presenta una travesía que podría ser asimismo una metáfora de la novela de la Revolución: “de pronto cesa el campo y un empeño de ciudad nutrida de chiquillos ventrudos, patios, postes, barro, tendederos, mendigos, sobreviene […]. ¡Esa era la ciudad de México, polvorienta, de pequeños edificios y rectas calles, con sus cocheros desgarbados y sus vertiginosos, insensatos, automóviles Ford!”. Ese horizonte que asombra a Calixto va a ser, en buena medida, el del autor en sus siguientes novelas: el polvo y el barro de la miseria, junto con el vértigo de la industrialización representado indiscutiblemente por los autos.
Sin embargo, es en Los días terrenales (1949) que los personajes se mueven casi todo el tiempo en la ambientación metropolitana. En términos generales toda la espacialidad de la narrativa de Revueltas lleva el sello de la etapa clandestina del Partido Comunista Mexicano, articulando un formidable caleidoscopio temático de ocultamientos, prohibiciones y conjeturas. Pero son sus novelas políticas, Los días terrenales, Los errores (1964) e incluso El apando (1969), las que llevan esta impronta a su máximo límite. Las tres son novelas citadinas.
En Los días terrenales algunos de los personajes, además de plenamente urbanos, habitantes representativos de la capital, son cosmopolitas, en tanto están conectados al mundo por flujos de ideas que rebasan fronteras geográficas y culturales, como apunta José Manuel Mateo. Los activistas políticos que protagonizan la trama norman su conducta por los lineamientos de la Unión Soviética, de acuerdo al desarrollo del comunismo internacional. En Los errores se amplía este cosmopolitismo, e incluso alguna escena ocurre en Moscú.
Pero la óptica del autor recorta siempre determinados espacios de las urbes, los ámbitos de la marginalidad: las zonas habitadas o deambuladas en su mayor parte por menesterosos y delincuentes, tanto como por los militantes comunistas; el sitio marginal más extremo, la cárcel.
En Los días terrenales, rubro bajo el que el escritor de Durango deseaba ubicar toda su novelística, desde la alucinante escena inicial, queda claro que los indígenas sólo pueden recuperar tanto la dignidad de su condición humana, como la magia de sus rituales, fuera de las zonas urbanizadas. Dentro, corren el riesgo de ser devorados por los bajos fondos.
Un sitio fundamental en la novela es la pobre vivienda que funciona como “oficina ilegal” del partido, y también como morada de los comunistas, el dirigente Fidel y su compañera Julia. Ahí, al inicio de la trama se mezclan las conversaciones, siempre veladas por el temor a la vigilancia policiaca, sobre las actividades políticas inmediatas con el olor deletéreo del cuerpo de la hija de 10 meses de la pareja, llamada Bandera, que acaba de fallecer por desnutrición.
Se trata de un cuarto “estrecho, pobre, mal ventilado y frío”, alumbrado con velas y con un humilde brasero para calentar el café, donde la sordidez de las paredes se disimula por las promesas de la esperanza, retratos de Lenin y Flores Magón, así como un viejo cartel que el dirigente había traído de la Unión Soviética y representaba el asalto al Palacio de Invierno en 1917.
Uno de los comunistas jóvenes, Rosendo, en misión activista después de haber dejado a Julia y a Fidel, evoca cómo este último prefirió dedicar el dinero destinado al entierro de su hija, a los envíos del periódico del partido. Fascinado con el gesto, piensa que hasta aquel mismo “cuarto, sucio, pobre, se había convertido en el símbolo del ideal, en la representación del desinterés y el sacrificio con los que era necesario recorrer el áspero y tormentoso camino de la lucha revolucionaria”. Pero para el narrador de la novela, y para algunos de los personajes portavoces del autor, la habitación estrecha, pobre, mal ventilada y fría, es un espejo de Fidel, esclavo de lo que considera la ortodoxia comunista. El insensible líder es el prototipo de los comunistas dogmáticos que Revueltas rechazaba, como se ha dicho muchas veces en diversos análisis de la novela.
La crítica a los comunistas sectarios y dogmáticos, a la dirección del partido y a quienes obedecían sus instrucciones sin reflexionar, seguros de poseer la verdad histórica, ocasionó una respuesta de repudio a Revueltas por una gran parte de sus compañeros, respuesta que ha sido documentada por la crítica.
Dos personajes opuestos, Fidel y Julia, hacen explícita una de las concepciones fundamentales del autor sobre la realidad, más allá de lo anecdótico; hay palabras o pequeños actos que son indicios de un estrato interior de los seres humanos o las situaciones, como un sistema de catacumbas, esos recintos de culto y cementerio. Así, el militante ejemplar percibe “signos ocultos”, “señales externas” debajo de las cuales “se advertirían los pasadizos secretos de un abrumador sistema de catacumbas del alma lleno de las más verdaderas e inquietantes revelaciones”.
Queda claro que el presentimiento va más allá del personaje, pues a propósito de Julia el narrador reitera la misma idea. El dirigente se refiere con desprecio a Gregorio, el militante humanista, sensible y lleno de incertidumbres con el cual se identifica el autor, afirmando: “está equivocado en forma absoluta”. Al escuchar estas palabras de su esposo, Julia siente “un estremecimiento breve y frío”:
el sistema general de catacumbas. El laberinto. Los pasadizos secretos. Pues Fidel no expresaba con aquella frase lo que quería decir […]. Era en su actitud  […], en ese destello empobrecido de sus ojos donde se adivinaba, tenebrosamente oculto, un mensaje cifrado, una híbrida cosmogonía de sentimientos e incitaciones de cuyos oscuros símbolos el idioma no podría dar sino una versión opuesta y lejana.
Uno de los pasajes más significativos de Los días terrenales es la caminata por las calles del centro histórico de los militantes Bautista y Rosendo en una madrugada urbana, para fijar en las paredes la propaganda del ilegal Partido Comunista: “los rodeaba la negra ciudad sin límites”. Carentes de referencias. Sin brújula, sin “estrella polar alguna” se sienten en “una ciudad submarina” que es a la vez “una placenta enemiga”.
Como ocurre casi siempre a los personajes revueltianos, la vivencia del momento combina las intuiciones sagradas, la inefabilidad cosmogónica, con las pruebas de su terrenalidad, de su calidad de seres hechos de una materia que se descompone. Ambos jóvenes comparten una percepción que el narrador califica de mágica: “la convivencia de sucesos ocurridos hace cuatro siglos con cosas existentes hoy”. Perciben la presencia de los volcanes, la de la “Tenochtitlán prehispánica”; “voces que venían desde Tlatelolco, donde Zumárraga edificó el Colegio de los Indios Nobles, se escuchaban a más de dos o tres kilómetros, en la plaza donde los acróbatas de Moctezuma hacían el juego de El Volador; lamentos y silbatos y silbatos provenientes de Popotla y Azcapotzalco”. Algunos apuntes prefiguran la ciudad inventada por Carlos Fuentes:
No importaba que los ruidos de Tlatelolco y Nonoalco fuesen el aletear, como rojo pájaro ciego, de las respiración fatigada de alguna locomotora, o el ardiente ir transmutando la materia de los alimentadores de los altos hornos de la Consolidada; ni que ese largo sollozo de Azcapotzalco se transformara en la sirena de la refinería: eran también el rumor de los antiguos tianguis, el canto de los sacerdotes en los sacrificios y el patético batir de remotos teponaxtles.
Sin embargo, la magia pronto se desintegra ante la presencia de uno de los enormes basureros de la ciudad, “lleno de trapos, de algodones sucios, de botes viejos y de hojas de lata, encima de cuya inverosímil podredumbre y miseria vivían algunas espantosas gentes, algunos seres absolutamente no humanos, pero vivos y terribles”.
Los errores es la novela que el autor publicó después de un silencio de siete años, por lo que hace a los textos de ficción. Como es sabido, las críticas de sus correligionarios a Los días terrenales desataron en él un profundo y triste proceso de revisión de sus presupuestos estéticos, para hacerlos concordar con los políticos. Entre ambas novelas, el XX Congreso del Partido Comunista de la Unión Soviética (1956), en el que Nikita Jrushov condenó la política de Stalin, abrió una fase de autocrítica y renovación en los partidos comunistas de muchos países. De ahí que Revueltas considerara atinado reiterar sus críticas a cierto tipo de militantes ahora identificados como estalinistas. La caracterización que de ellos hace el escritor en Los días terrenales, en Los errores ya no se refiere sólo a México sino a la URSS.
Si Los días terrenales alcanza uno de sus momentos culminantes en la escena del basurero, Los errores va más allá. Como si todo lo existente sobre la superficie de la tierra no bastara para significar el descenso al cual pueden llegar los seres humanos, uno de los personajes protagónicos, Olegario, para escapar de la cárcel tiene que pasar por los albañales. El narrador describe en detalle los desperdicios de la comida, era como:
un puerto donde se había declarado la peste, sucio hasta la locura, donde todos los habitantes estaban muertos dentro de sus casas y hedían, transmitían a la atmósfera un aire orgánico nuevo, de gases descompuestos por la materia podrida, por todo lo que del cuerpo sobrevive tercamente, intestinos, vísceras, mucosas, cartílagos, un espantoso aroma embriagador, que entraba en la nariz como un alimento agrio, macerado por toda clase de secreciones envejecidas y pegajosas.
Olegario recuerda, en una conversación con Emilio Padilla, en Moscú, el acoso de las ratas. Su interlocutor compara el caño del drenaje con la burocracia soviética:
un caño de agua sucia, como el tuyo. El paraíso de las ratas. Los burócratas por todas partes, incoloros, diligentes, siempre dispuestos a enardecerse hasta la ignominia y el crimen, llevados de un falso celo dogmático, de una ortodoxia fingida, tan sólo en busca de las pequeñas comodidades y de las condecoraciones. Entretanto, los verdaderos comunistas callan, sombríos y con los dientes apretados.
Sin duda Padilla, inspirado en el militante mexicano Evelio Vadillo, que estuvo por años prisionero en la URSS, presumiblemente en una etapa posterior a la escena recreada, expresa la posición de un Revueltas dispuesto a decirlo todo, ya sin tapujos, independientemente de las reacciones.
El sitio límite de los bajos fondos es la cárcel. Desde Los muros de agua, hasta El apando, y algunos de los relatos, la narrativa de Revueltas recrea los numerosos presidios que conoció, el reformatorio juvenil, las Islas Marías, el penal de Lecumberri, por citar los principales. Puesto que éste es uno de los aspectos más analizados por la crítica, no me detengo en comentarlo. Sólo reitero que ése es el espacio donde coinciden los delincuentes y los disidentes, y recuerdo que en El apando la prisión lo ha invadido todo; salvo los visitantes, el exterior apenas existe. No hay encarcelados por sus ideas o por su activismo. Sólo quedan los comunes, los asesinos, los rateros, los drogadictos. Tampoco hay fugas ni intentos, sino una resignación absoluta a la fatalidad por parte de los seres humanos. No se trata de una narración explícitamente política, como las novelas precedentes. Sin embargo, la circunstancia de su escritura, la cárcel de Lecumberri donde el autor estuvo prisionero después del movimiento del 68, la cerrazón que preside el ritmo narrativo, carente de pausas, e incluso la tipografía, acendran la simbólica sugerencia política. Como a los prisioneros insurrectos, la represión ha vencido la disidencia en el país, no existe más que “aquella ciudad y aquellas calles con rejas, estas barras multiplicadas por todas partes, estos rincones”.
En el universo narrativo revueltiano el cuerpo es, en cada novela, más degradado. Por una parte, han sido desterrados, casi por completo, el placer sexual y la procreación. En El luto humano la única mujer que parece estar encinta es “la Calixta”, pero su embarazo es una parodia, en realidad tiene hidropesía. En El apando la madre de El Carajo es una mujer envilecida, que se presta a meter a la cárcel la droga en su vagina. Al final, El Carajo parece darse a luz a sí mismo.
Si en las primeras novelas pueden rastrearse sentimientos amorosos, en el universo de El apando ya no hay sentimientos positivos y apenas una parodia del placer sexual, representado por el deseo insatisfecho de varios personajes y los movimientos obscenos que adquiere el tatuaje de uno de ellos con el movimiento.
Por otra parte, hay una presencia constante de la mierda. Ya en Los muros de agua los prisioneros escenifican una atroz batalla de excrementos en la bodega del barco que los conduce a la isla.
En Los días terrenales el autor ofrece una detallada reflexión sobre el tema. Bautista, en el basurero, evoca las horas precedentes, pasadas con Fidel y Julia, y especula sobre el significado de cada acción, de cada palabra. De pronto sus meditaciones se cortan bruscamente al sentir “que había pisado algo blando viscoso entre los desperdicios del tiradero” y oler “la infame pestilencia”: “Y no es siquiera de un animal —estalló para sí mientras trataba de limpiar la suela de su zapato—, sino precisamente de un ser humano”.
La mierda reorienta sus cavilaciones: en el mundo del tiradero los hombres, semejantes a él mismo, “no tenían necesidad alguna, de ninguna especie, de disfrazar sus pasiones y sus vergüenzas”. En tanto que en el mundo de afuera “la porquería y la miseria morales estaban ocultas por el más púdico de los velos”. De cualquier forma eran mundos iguales y reveladores de la condición humana.
La mierda era un indicio revelador, “la señal para una ética o para un sistema científico. Tanto daba la deyección del hombre como la manzana de Newton tratándose de puntos de partida. La gravitación universal o la defecación universal”. Pisar la “miserable materia fue como descorrer el velo que cubría sus pasiones, y ahora ante sus ojos se le mostraba la verdad amarga y desnuda”.
En la narrativa de Revueltas hay una retroalimentación entre los bajos fondos urbanos, los del cuerpo, los del sistema político, los de las ideologías. Ejemplifica una y muchas veces la tesis expuesta en Los errores: el hombre es un ser erróneo.

Bibliografía
Mateo, José Manuel (2012): “En el espejo de la ciudad: confrontación entre Los días terrenales y La región más transparente”, en La región más transparente en el siglo XXI. Homenaje a Carlos Fuentes y a su obra, Georgina García Gutiérrez Vélez ed., UNAM, Fundación para las Letras Mexicanas, Universidad Veracruzana, México.
Revueltas, José (1937): “Foreign Club”, en Obras completas 11, Ediciones Era, México, 1981.
Revueltas, José (1941): “Los muros de agua”, en Obras completas 1, Ediciones Era, México.
Revueltas, José (1943): “El luto humano”, en Obras completas 8, Ediciones Era, México, 1980.
Revueltas, José (1949): “Los días terrenales”, en Obras completas 3, Ediciones Era, México, 1979.
Revueltas, José (1964): “Los errores”, en Obras completas 6, Ediciones Era, México, 1980.
Revueltas, José (1969): “El apando”, en Obras completas 7, Ediciones Era, México, 1976.


Redimir al redentor

Octubre/2014
Nexos
José Antonio Aguilar Rivera 

“Son of man,
You cannot say, or guess, for you know only
A heap of broken images, where the sun beats,
And the dead tree gives no shelter, the cricket no relief,
And the dry stone no sound of water.”

—T.S. Eliot, The Waste Land

¿Qué vive de José Revueltas, luchador incansable, marxista irredento, epígono de una ilusión? Cuando el escritor murió, en 1976, su funeral fue apoteósico. Cientos de jóvenes lo acompañaron al Panteón Francés. El secretario de Educación, Bravo Ahuja, fue abucheado y corrido del entierro antes de que pudiera terminar su discurso. Una generación de jóvenes abrazó a Revueltas, como Revueltas la abrazó a ella: con un entusiasmo que rayaba en la devoción. El escritor pensaba que los estudiantes eran el único “escape de la conciencia” en un país donde el Estado monopolizaba el pensamiento.1 Los escritores de “la Onda”, Agustín, Sainz y Manjarrez veían en Revueltas más que un precursor, un tutor: una figura cabalmente ejemplar, en lo literario así como en lo político. Sainz escribió en el prólogo a una de las últimas entrevistas que le hicieron: “para mí, como para muchos, Revueltas era más que un intelectual de quien se aprendían ideas en cualquier momento y, si es posible, más que un guía ético y político”.2 Revueltas, en la cafetería de la Facultad de Filosofía y Letras, miraba la esperanza de cambio encarnada en esos muchachos, mientras se cachondeaba con ambos pulgares la piochita de chivo de los últimos años. Monsiváis lo retrata de cuerpo entero en 1968: “al estallar el Movimiento Estudiantil, José Revueltas tiene 54 años. Ha vivido todas las frustraciones políticas, no se ha dejado limitar por ellas y, rehusándose a distintas coronas de martirologio, aún preserva sus confianzas inexorables que alterna con visiones desesperanzadas y agónicas del hombre, ‘ese ser erróneo’”.3 Monsiváis captura admirablemente una de las características más poderosas de la personalidad de esa especie de santo secular en que se convirtió Revueltas: el desprendimiento, el desinterés casi de claustro, del escritor. “Al oírlo y al verlo”, recapitula Monsiváis, “retengo la sensación —que precisaré mucho después— de alguien que actúa con absoluta prescindencia de sí, no el ‘desprendimiento cristiano’ sino un olvido —no hay tiempo— para retener los compromisos con el nombre, la perspectiva de ser José Revueltas no puede fijarlo estatutuariamente, fuera de la entidad José Revueltas (ya legendaria) ocurren las cosas que más le interesan, las asambleas y las reuniones del Consejo Nacional de Huelga, las manifestaciones y las discusiones fervorosas hasta la madrugada…”.4 Es el Revueltas que ingresa al Partido Comunista a los 15 años, es recluido en un reformatorio cuando sus camaradas deciden izar la bandera roja en el asta bandera del Zócalo el 20 de noviembre, fecha de su natalicio, y unos años después deportado a las Islas Marías, en dos ocasiones, para terminar encarcelado por subversivo en 1968 por el presidente patriota Díaz Ordaz, azote de las conspiraciones comunistas.
Sin embargo, en el centenario de su natalicio su figura ha venido a menos. Su contemporáneo de generación, Octavio Paz, quien dijera de él que era uno de los hombres “más puros de México”, ha opacado por completo su recuerdo. Mientras que las obras completas de Paz se reeditan, se publican nuevas antologías y aparecen nuevos estudios sobre el poeta, los libros de Revueltas no se consiguen ya. Casi imposible adquirir todos los volúmenes de las Obras completas publicadas por la editorial Era a mediados de los ochenta. Ni siquiera en las librerías de viejo. No es la hora, qué duda cabe, del autor de El luto humano. En el banquete de las conmemoraciones a Revueltas sólo le han tocado las migajas, por no hablar de Efraín Huerta, que es todavía más relegado. No se trata de que los obituaristas oficiales lo hayan olvidado del todo; los tres nombres figuran en el programa conmemorativo del Estado mexicano. Se trata de algo más complejo. Por un lado, está la entronización de Paz como gloria nacional. Una canonización en forma, que es una amenaza a la vigencia de un autor. Lo es porque amenaza con reemplazar la crítica con la hagiografía: hacer de Paz una pieza de museo, una reliquia en la Columna de la Independencia, un nombre en letras doradas en el Congreso, materia dispuesta para ser venerada, pero no para ser leída, sobre todo por los más jóvenes. Por otro lado está la amnesia de quienes llevaron en hombros el ataúd de Revueltas. Sus herederos, sus hijos putativos, los jóvenes de la generación del 68 (que ahora rayan los 70 años) que lo exaltaron y lo vitorearon como la conciencia moral de México, lo han abandonado. O simplemente lo han olvidado (Monsiváis acusaba entonces que “casi ninguno de quienes ahora quieren y admiran a Revueltas lo ha leído”). Con Revueltas, parecería, murió una parte de ellos mismos. En la imaginación de una generación el escritor murió dos veces: una en 1976 al final del echeverrismo y otra 13 años después, en 1989, cuando se murieron las ilusiones que Revueltas había profesado toda su vida. Hoy Revueltas es simplemente invisible. Un fantasma de nuestra imaginación histórica.
Tal vez sea algo ocioso preguntarse qué habría pensado de la caída del Muro de Berlín. Una parte de él se habría alegrado inmensamente, sin duda. Hay evidencia de que ya para 1972 había revisado algunas de sus “confianzas inexorables”. A su hija le escribió: “creo firmemente que la teoría leninista del partido —así como la teoría del Estado y de la dictadura proletaria— deben, a la luz de las experiencias de esta segunda mitad del siglo XX, deben y pueden ser superadas”.5 Pero otra parte de él, la que albergaba la ilusión primigenia de un mundo nuevo, la que pensaba que el siglo XX sería recordado como el siglo de la Revolución de Octubre, probablemente se habría sumido en la más absoluta desesperanza. Una desesperanza que, por otro lado, ya era dueña de una buena parte de su pensamiento desde hacía décadas. Al final no se trató, como intuía en 1964, de que hubieran pesado más los procesos de Moscú, los crímenes del comunismo, que la promesa de la revolución de 1917, sino de algo todavía más terrible: el rechazo en masa a la idea misma de una sociedad sin clases, donde el egoísmo fuera sustituido por la fraternidad. En efecto, en 1971, en su celda en Lecumberri, celebrando y pensando un aniversario más de la gesta de octubre, Revueltas todavía creía firmemente en la promesa de la revolución bolchevique. Creía en la “verdad del poder soviético obrero-campesino y su naturaleza esencialmente democrática”, pervertida por Stalin y sus sucesores. Creía en la necesidad del “rescate de esa verdad de manos de los epígonos burocráticos” del régimen soviético. Reconocía a Trotsky, pero sobre todo a Lenin y su “extraordinario proyecto” democrático que consistía, según Revueltas, en “la dirección racional-consciente de la historia, uno de los más ambiciosos propósitos de la humanidad a través de sus más grandes pensadores, desde Platón, se realiza, primero, en el partido bolchevique, como democracia cognoscitiva, y después en el poder de los soviets, como democracia en la sociedad”.6
¿Es hoy Revueltas irremediablemente obsoleto? ¿Apenas el recuerdo de un tiempo vital ido, rebelde, íntimo, pero erróneo al fin y al cabo? No hay que darle muchas vueltas: el corazón del proyecto por el cual luchó y sufrió José Revueltas en el siglo XX fue un error, una equivocación, como él mismo atisbó en 1964 en su última gran novela, Los errores.

Son la obra literaria y la vida de Revueltas las que sobreviven. Sin embargo, buena parte de su obra se compone de ensayos, folletos, artículos y manifiestos políticos. Sin su vida, sus escritos políticos, abultadas y sesudas contribuciones a la escolástica marxista, significarían muy poco. Un páramo dialéctico; estatuillas con valor sólo para el arqueólogo de las ideas del siglo XX. Su literatura, sin embargo, está imbricada con sus ideas políticas. Para Revueltas los elementos centrales de la doctrina marxista eran el análisis de la sociedad capitalista y “el descubrimiento del hombre como individuo social y como ser destinado a la libertad, que no es sino la superación de la necesidad”.7 Por ejemplo, una de sus preocupaciones centrales fue la noción marxista de la enajenación. Los personajes de las novelas de Revueltas, ladrones, prostitutas, campesinos miserables, asesinos, están todos enajenados. En el capitalismo el hombre “para satisfacer sus necesidades naturales debe enajenarse a la naturaleza mediante el trabajo y manufactura… pero la depauperación del hombre tan aguda en el capitalismo no ocurre solamente en el mismo proceso de trabajo, sino en todas las manifestaciones de la vida humana en la sociedad capitalista”.8 Marx describió los efectos devastadores del dinero en la psique humana, pues ejercía una influencia cosificadora. Como señala Fuentes Morúa: “el corazón, los sentimientos sufren el mismo destino que el cuerpo, así todas las expresiones humanas que no pueden ser sometidas a la férula monetaria son inútiles… los personajes revueltianos, sobre todo aquellos descritos mediante su ‘lado moridor’ fueron dotados de rasgos característicos: egoísmo refinado hasta la perversión, por ejemplo Maciel en Los muros de agua o Adán en El luto humano”.9 En su literatura Revueltas describe la avaricia, el egoísmo y la codicia, “no sólo en relación al dinero, sino como derivaciones del poder monetario: la relación entre la codicia pecuniaria y la posesividad afectiva y emocional”.10 El usurero en Los errores es un buen ejemplo de ello.
 Revueltas halló la teoría de la enajenación en los escritos tempranos del joven Marx y en la rica tradición filosófica alemana. ¿Quiere decir esto que algo del marxismo —de la crítica marxista— sobrevive en la obra de Revueltas? La idea de la dictadura del proletariado tal vez esté quebrada, pero la aguda crítica del joven Marx queda. Tal vez sea así, pero lo cierto es que la idea de la alienación se remonta más atrás de Marx. Más aún, incluso, que a la tradición idealista de Hegel y Feuerbach. La preocupación por la alienación se puede rastrear, paradójicamente, hasta el corazón del liberalismo, en los escritos de Adam Smith en el siglo XVIII. En efecto, Smith advirtió que la deshumanización de los trabajadores, producida por la división del trabajo, constituía un grave peligro para la sociedad comercial. Para Smith, en La riqueza de las naciones, la destreza del trabajador en su oficio parecería ser adquirida “a expensas de sus virtudes intelectuales, sociales y marciales”.11 Smith pensaba que el trabajo repetitivo, mecánico, estupidizaba a los obreros; los volvía incapaces de concebir ningún sentimiento “generoso, noble o tierno”.12 A Marx mismo le gustaba citar estos pasajes de Smith y muy probablemente sean la fuente de su idea de alienación, como señala Meek.13 
Paradójicamente, lo que sobrevive de Revueltas es todo aquello que no es cabalmente marxista. Su visión desencantada, existencialista, de la vida. Su exaltación del sufrimiento. La visión del hombre como un ser sin fin ulterior. El año que murió le dijo a Sainz: “yo creo que el hombre no tiene otro fin último que el de su propia desaparición. La historia de la humanidad no es sino la historia de tratar de sobrevivirse la humanidad misma. No es una línea ascendente, sino que es una línea abrupta, con retrocesos, con avances y retrocesos, impredecible. El hombre no llega entonces a convertirse sino en su propia memoria… por eso no doy finalidad a ninguno de mis personajes, ni finalidad al ser humano como tal”.14 Esta es la cabal negación de la teleología optimista del marxismo. Revueltas toca, con su literatura, un horror, una vaciedad que no puede ser conjurada por el poder de la razón ilustrada. Y que resuena una y otra vez en los ejemplos diarios de degradación humana; de las atrocidades de los narcotraficantes a las miserias de los inmigrantes que cruzan el país subidos en una “bestia”, un tren, hacia lo desconocido.
Y queda el ejemplo de Revueltas. El desprendimiento, su integridad moral. La entrega a sus ideales fue absoluta, incondicional. “Para mí”, decía, “la política ha sido una cuestión de dualidad y de personalidad: el entregarme a una causa que considero justa”. Para el escritor, “si luchas por la libertad tienes que estar preso, si luchas por alimentos tienes que sentir hambre”.15 Las prisiones de Revueltas son míticas —del reformatorio a los 15 años a Lecumberri, pasando por sus dos “estancias de investigación” en las Islas Marías— aunque lo cierto es que en total no pasó más de cinco años en la cárcel. Sin embargo, en 1968 se atribuyó todos los delitos que les imputaban a los líderes del movimiento para evitarles persecución. El carácter ejemplar  de su vida es evidente.
Recordamos a Revueltas por las muchas cosas que hizo: por su valentía, por su independencia crítica, por la reivindicación de su derecho a disentir, por su abnegación. Sin embargo, me parece que la figura de Revueltas es edificante hoy debido, en buena medida, a lo que el escritor no hizo. Revueltas era un creyente fiel en la idea de la Revolución. A menudo citaba a Marx cuando auguraba que llegaría el momento en que las armas de la crítica darían paso a la crítica de las armas. Y celebró, con bombo y platillo, junto con el resto de los marxistas latinoamericanos, el advenimiento de la revolución cubana. Escribió uno de los textos más lamentables sobre la muerte del Che en 1967.16 “No hay nada que sea noble y hermoso que pueda ser ajeno al Che”, escribió Revueltas. Del Che, el verdugo de Castro, pensaba Revueltas, queda “sobre todo su ternura”, esa “estremecida ternura con la que invadía el ser de todas las cosas que lo rodeaban”. En efecto, “era en este tono mayor, a nivel de la tragedia clásica, como el Che asumía la realidad de la literatura y de la vida, indiscutibles ambas: la violencia es un mal que el hombre ha de aceptar como necesario y que se le ha impuesto por las circunstancias zoológicas que aún reviste la existencia social”. Para todos aquellos que creían en “un mañana armónico y equilibrado en que el desarrollo de los seres humanos no encontrará otros obstáculos que aquellos que le depare la naturaleza y no los que a sí mismo le imponen los antagonismos de clase, la diferencias nacionales, las distinciones de raza, las intolerancias religiosas y todas aquellas enajenaciones de lo humano… el hombre que cree en tal mañana por más lejana que ésta se encuentre… y que consagra la vida entera a su advenimiento, sabrá siempre descubrir, aun en lo más recóndito de las tinieblas del presente, los destellos luminosos… de esa esperanza entrañable. Ese hombre se llamaba Che Guevara y todos los que son como él se llaman Che Guevara”.17 El Che, pensaba Revueltas, “no amaba la violencia ni la muerte; no las rehuía tampoco. Las aceptaba como una condena que debe cumplir con sencillez y sin desplantes”.
A pesar de esta apología abierta de la violencia y la justicia revolucionarias, del sacrificio del hoy por el “mañana luminoso” que prometía la revolución, el hecho es que José Revueltas nunca empuñó el fusil. Tampoco plantó bombas, ni secuestró ni se fue a la sierra a comenzar la lucha armada. Si lo hubiera hecho, nuestra visión de él sería completamente distinta. El hecho es que, a pesar de sus profesiones de fe revolucionaria y guevarista, Revueltas se parecía más a Gandhi que a Castro. Siempre fue encarcelado por sus ideas, sorprendido cuando hacía proselitismo político, cuando agitaba, pensaba y escribía. Revueltas encarna la definición misma del preso de conciencia. No fue capturado con las armas en la mano, sino con la palabra en la boca y la pluma en la mano. Fue encarcelado por sus convicciones subversivas, no por sus acciones. Hay una diferencia crítica entre José Revueltas y el subcomandante Marcos: su fe redentorista es similar, pero Revueltas nunca tomó las armas, ni mató a nadie ni tampoco mandó, como Marcos, a nadie a morir con fusiles de palo en las manos.
Esta conducta no se debió a la  cobardía, huelga decir. “He estado”, afirmaba Revueltas, “en peligro de muerte varias veces, pero nunca me ha inquietado, es decir, acepto la muerte como cualquier instante de la vivencia humana”. Si no siguió la vía violenta fue porque pensaba que esta vía no llevaba, dadas las condiciones del país, a ningún lado. Era un callejón sin salida. Es esta renuncia, más por necesidad que por principio, lo que hace que hoy Revueltas sea aún un ejemplo moral, incluso para quienes no compartimos su credo político. Aun quienes estamos más lejos de él en sus profesiones de fe, puede parecernos el epígono más puro de una ilusión. Revueltas, en su centenario, tiene una ventaja sobre Paz: a él sus fieles lo han dejado a la vera del camino, libre, para ser sólo un escritor del siglo XX, mientras que a Paz lo han condenado al mausoleo.

1 Raúl Torres Barrón, “Un partido político de jóvenes, ilusorio”, en Andrea Revueltas y Philippe Cheron (eds.), Conversaciones con José Revueltas, Era, México, 2001, p. 93.
2 Gustavo Sainz, “Para mí las rejas de la cárcel son las rejas del país y del mundo”, ibíd., p. 190.
3 Carlos Monsiváis, “José Revueltas. El camarada sol, antiguo y vil”, en Amor perdido, Era/SEP, México, 1986, p. 121.
4 Ibíd., p. 124.
5 Andrea Revueltas, Rodrigo Martínez y Philippe Cheron, “Prólogo”, en José Revueltas, Ensayo sobre un proletariado sin cabeza, Era, México, 2013, p. 30.
6 José Revueltas, “Significación actual de la Revolución rusa de octubre”, en José Revueltas, Dialéctica de la conciencia, Era, México, 1986, pp. 218-229.
7 Magdalena Saldaña, “Uno de los mayores problemas del mexicano es ser acrítico por completo”, en Revueltas y Cheron, Conversaciones, p.125.
8 Jorge Fuentes Morúa, José Revueltas. Una biografía intelectual, UAM-Iztapalapa/Miguel Ángel Porrúa, Mexico, 2001, p. 166.
9 Ibíd., p. 170. Véase Evodio Escalante.
10 Ibíd., p. 174.
11 Charles L. Griswold, Adam Smith and the virtues of Enlightenment, Cambridge University
Press, Cambridge, 1999, p. 292.
12 Adam Smith, “Of the expence of the
institutions for the education of youth”, libro V, capítulo I, parte III, art. 2, An inquiry into the nature and causes of the wealth of nations, vol. II, Methusen & Co, London, 1776, pp. 267-8.
13 Ronald L. Meek, Smith, Marx, and after: ten essays in the development of economic thought, Chapman & Hall, London, 1977, p. 14.
14 Gustavo Sainz, “Para mí las rejas de la cárcel son las rejas del país y del mundo”, en Revueltas y Cheron, Conversaciones, p. 194.
15 Elena Poniatowska, “Si luchas por la libertad tienes que estar preso, si luchas por alimentos tienes que sentir hambre”, en Revueltas y Cheron, Conversaciones, p. 203.
16 José Revueltas, “El Che Guevara o de la confirmación del ser humano en la esperanza”, Época, núm. 28, 15 de noviembre 1967, pp. 44-77, en José Revueltas, Visión del Paricutín (y otras crónicas y reseñas), Era, Mexico, 1983, pp. 175-179.
17 Ibíd., p. 176.