Septiembre/2014
Nexos
José Joaquín Blanco
Con una antología que devuelve a la memoria episodios culminantes en la obra de José Vasconcelos, la colección
Los Imprescindibles
de Cal y arena llega a su vigésimo tomo. Celebramos el lanzamiento de
esta antología con el ensayo de José Joaquín Blanco, el gran lector y
actualizador de este autor central del XX mexicano.
El más importante e influyente de los intelectuales mexicanos, José
Vasconcelos (1882-1959), dio su primer grito de guerra, de rebeldía
totalizante, con una convocatoria al antiintelectualismo. Un
antiintelectualismo muy intelectual: el de Nietzsche, Schopenhauer,
Wagner, Bergson, sus inspiraciones de toda la vida. En 1910 pronunció en
el Ateneo de la Juventud la conferencia “Don Gabino Barreda y las ideas
contemporáneas”, texto en el que se ha querido ver una liquidación del
positivismo.
En realidad, salvo señalamientos menores y laterales, Vasconcelos no
enjuicia tanto el positivismo mexicano en ese ensayo, ni denuncia las
supersticiones comtianas de lo mesurable y comprobable, ese “método” de
botica del conocimiento domesticado; ni las spencerianas de la
superioridad racial, ni tantas otras como la aspiración a la
superioridad social o a la rentabilidad económica sobre cualesquiera
otros aspectos sociales, culturales o políticos, que fueron lo más
visible y pernicioso del positivismo mexicano (y que a pesar de
Vasconcelos, sobreviven tan campantes en el siglo XXI). Lo que fustiga
ahí realmente es el conformista aparato del intelectualismo, el
racionalismo, las supersticiones de la conciencia y del conocimiento del
siglo XIX, que propiciaban una vida servil, limitada, ciega, vulgar,
resignada, apoltronada (y que también, a pesar de Vasconcelos, gozan de
cabal y renovada salud en nuestros días). El joven Vasconcelos
desbordaba sus lecturas de Schopenhauer, Nietzsche, Bergson.
Lo que ahí propone es una fuga apocalíptica o una superación
wagneriana de la conciencia y la cultura rumbo a categorías que todavía
no llama con todas sus letras El Espíritu Santo, pero a las que alude
como: energía, vitalidad, espacios sin confín, libertad, ideal,
universalidad etérea, poderoso desinterés, alto desdén, firme
indiferencia, fulgor de grandeza serena, aventura sin cálculo y sin fin;
y a las que no cree exitosas: las ve con “una emoción de catástrofe”
que permite al hombre, así fracase, y el fracaso está garantizado,
aspirar al Deseo y a lo Inaprensible. Prometeo, Zaratustra, Buda,
Cristo, Quetzalcóatl, sus númenes de toda la vida.
Lo único importante era, pues, el instante humano de esa suicida
rebeldía prometeica, de esa aspiración a lo absoluto, al espíritu, a la
energía, al cosmos, a Dios o a los dioses, y luego la gran caída
definitiva para reintegrarse en el cosmos panteísta
—todos-somos-Dios-en-todo-desde-y–para-siempre— que fue su verdadera
religión. No se trataba pues de proponer una filosofía practicable,
eficiente, rentable y exitosa, sino una filosofía del sacrificio total a
cambio de la experiencia de la vida como una breve y fatal aspiración a
niveles superiores de existencia, de potencia o de voluntad, incluso a
lo sobrehumano.
La finalidad del hombre y de la humanidad era
sólo conocer
esos instantes eternos de reto a su condición, de precipitación en el
absoluto. Esos instantes eran la eternidad, esas catástrofes eran el
éxito, esas muertes eran la vida. Sólo así se había vivido. Sólo así se
había existido. No se oponía Vasconcelos únicamente a la mera visión
utilitaria y cortoplacista de las recetas científicas y mercantiles de
sus mayores, sino que a la sociedad y al individuo les exigía la sed de
lo absoluto, de lo azaroso, de lo inagotablemente intenso, de lo
inmortal, casi de lo divino. Se diría un hambre de autoexterminio a
cambio de la experiencia de haberse atrevido a momentos de una vida
alzada a su mayor potencia. Gólgota y Götterdämmerung, ascenso y
derrumbe de Prometeo y de Quetzalcóatl, negación y plenitud del Buda.
El Zaratustra de Nietzsche ya aleteaba pues al lado de Vasconcelos en
1910, como lo haría hasta su muerte, un poco disfrazado de San Juan el
Apocalíptico. En efecto, en 1957, a los 75 años, recoge en su
recopilación de ensayos
En el ocaso de mi vida un artículo
curioso, “La B-H”, la bomba de hidrógeno, donde celebra que la fuerza o
la energía nucleares, que al fin y al cabo no son sino otros nombres de
ese viejo espíritu: el fuego, esté a punto de consumir y purificar el
fallido experimento humano, a la sazón corrompido por “el comunismo, el
humanismo y la mezcalina”, y así liberar el alma y el espíritu, “con un
grito de júbilo”, del Anticristo Moderno rumbo a nuevos mundos o
universos depurados, finalmente liberados y entregados a un nuevo ciclo
del cosmos, del espíritu, de la divinidad o de la energía. La bomba de
hidrógeno era la oportunidad de la humanidad fallida de 1957 de
convertirse en un nuevo cosmos redimido por el fuego. En un nuevo avatar
de ese
universo-que-es-los-hombres-que-son-el-espíritu-que-es-Dios-que-es-Espíritu-Santo-donde-todo-y-todos-seguiremos-existiendo-eternamente-a-pesar-de-nuestra-insignificancia-y-pequeñez.
Delirios, terrores y esperanzas de la Guerra Fría. Pero no exagera más
que el Apocalipsis del seudo-san-Juan, que es un libro canónico.
He querido acentuar uno de los primeros y uno de los últimos textos
de Vasconcelos para marcar la gran línea melódica invariable de su vida,
a pesar de las teorías de los “varios Vasconcelos” y de sus múltiples
sobresaltos ideológicos. El tema que la rigió; lo demás son variaciones.
Desde un principio y hasta el final sus paisanos, tan sensatos y
generalmente tan mediocres, acusaron a tal actitud de disparatada y de
extravagante. Ya sabemos que los sensatos y los mediocres siempre se
llevan las palmas de la sensatez y de la mediocridad. (Y de cualquier
modo, precisamente a lo mismo pretendían aspirar muchas veces Caso y
Reyes.) También la elogiaron como genial, inspirada, sublime, generosa,
palabras que suenan mucho y cuestan poco, y que funcionan como homenaje
ready made
para todo mundo. Importa aplicarla al hombre que las enunció como
programa de personalidad y de vida, y que explican en mucho tanto sus
arrebatos portentosos de pensador, de educador y de político, como sus
caídas biográficas e ideológicas. Tuvo sus precipitaciones a lo más alto
y sus despeñaderos en catástrofe. Sus malquerientes suelen carecer de
lo uno y de lo otro.
Varias veces asentó que su mayor exigencia como autor era seguir
siendo leído durante cincuenta años. Llevamos más de un siglo leyéndolo.
En parte, justo es decirlo, por el aura de su personalidad, por su
mitología, por sus méritos y leyendas como educador y como rebelde
político. Vasconcelos es un autor que siempre ha sido mucho más que sus
textos; el personaje los ha sobrepujado y potenciado a menudo. Y en gran
medida, son el asunto y la música misma de su literatura. Y también en
gran medida, queremos a Vasconcelos precisamente por esos “disparates y
extravagancias” sin las cuales no se explican, pero para nada, sus
redentorismos culturales y políticos de los años veinte. Entreveo cierta
inconsistencia en quien admira a Vasconcelos precisamente por esos
entusiasmos delirantes y a la vez se los echa en cara.
Pero también se le ha leído por su escritura, y especialmente por uno
de los libros más felices de nuestro siglo XX y de toda la bibliografía
de memorias en castellano: el
Ulises criollo (1935). Leemos en
ese libro una representación apasionada de su infancia, de su familia,
de los amigos, la escuela, los primeros amores; de la capital y la
provincia, la frontera norte y las orillas del mar; del México
porfiriano en que creció y se formó, de los paisajes, costumbres, ideas y
emociones que lo conformaron hasta la muerte de Madero, cuando cruzaba
la linde de sus treinta años de edad. No caben en ese libro sus escenas
de bravura de educador y político protagónico, reservadas a los otros
tomos de su autobiografía, pero ya está en él, más completa y vigorosa
que en cualquier otra parte, su voluntad de reinventarse, de crear
imaginativamente su memoria y su personalidad, su voz y su lenguaje.
Un poco para embromarlo, para atacarlo o para celebrarlo, se ha
calificado como “novela” este tomo autobiográfico, como también se ha
llamado “novela” a su
Breve historia de México (de la que
también se dijo —dizque un tal Octavio Guzmán, agazapado en el seudónimo
Mateo Podán— que ni era breve, ni era historia, ni era de México; y en
cierto sentido…). Un mínimo pudor de justicia debe reconocer que
Vasconcelos, sean cuales fueren sus juicios y comentarios, no miente en
los hechos. Sus memorias son auténticas y fieles memorias. Pero los
tomos autobiográficos, como también sus títulos históricos y
filosóficos, tienen mucho de novela en cuanto a la “voluntad”
intelectual y estética que “representa” una realidad acatada.
(“Voluntad”, “Representación”: Schopenhauer.)
Podríamos decir que sí tiene mucho de novela de aventuras esta saga
frenética, hiperestésica, radical, de un hombre en busca de sus
hazañas-inmolaciones a lo ideal, a lo generoso, a lo intransigente,
incluso a lo sobrehumano. Nos cuenta Vasconcelos quién fue y también la
gran parábola de quién y de qué modo quiso ser; narra su vida real como
si fuese imaginaria y se entrega a su personaje como a un avatar de
Ulises, o de los seres imaginarios de Balzac, Dickens, Tolstoi,
Dostoievski…
Escrita en un estilo rápido, casi periodístico —pero de un periodista
que se sabía su Platón y su Nietzsche al dedillo, y que había sido
formado por oradores célebres, lo que significa mucha música y
contundencia en la prosa… y mucha manipulación, je, del auditorio—;
desdeñoso de la mera literatura pero no de ciertos vuelos declamatorios,
Vasconcelos escribe no como estaba codificado que debía escribirse la
“buena” literatura, sino como quiso escribir; es decir, sin renunciar ni
a su realidad ni a su
alter ego imaginario o mitológico. No hay un narrador especial (archiliterario o estetizante) para el
Ulises criollo,
a la manera de la prosa ultraliteraria de sus amigos Reyes, Guzmán,
Torri: es el mismo narrador de los discursos de educador y de político, y
del curioso filósofo que siempre trata de reducir todas las novedades
del pensamiento y del conocimiento modernísimos a las pautas clásicas de
Platón, de Plotino, del evangelio, de Buda, de Nietzsche y de la
literatura budista o neobudista por entonces muy de moda por la
concesión del Premio Nobel a Rabindranath Tagore.
¿Unas-memorias-que-parecen-ensayo-que-parece-artículos-filosóficos-o-políticos-que-parecen-novela?
Todo eso y mucho más explican su éxito tan inmediato, tan vasto y tan
perdurable. Estas “impurezas” de tono y de género, estos mestizajes,
esta voz miscelánea, que a ratos fueron consideradas como
imperfecciones, en realidad son su perfección: son la voz precisa del
hombre real y del
alter ego imaginario y mitológico que las escribió.
Suena chistoso que al otro gran libro de memorias de la literatura mexicana, las
Memorias de mis tiempos
de Guillermo Prieto, se le hayan hecho reparos semejantes. Pero un
libro de memorias no es sólo la representación o escenificación verista
de los recuerdos, sino sobre todo la voluntad, la creación voluntarista
del autor sobre ellos, la conversión del relato en su propia voz, su
propia mitología, su propia parábola. Prieto supo que su destino
literario era trabajar como la voz y la imaginación y la mitología de
Guillermo Prieto, y no a partir de otros códigos; lo supo asimismo
Vasconcelos, quien no suele apreciar a Prieto. Hay una tercera gran
autobiografía de la literatura mexicana, semejante en cuanto mezcla de
géneros, recreación del yo real por el
alter ego
imaginario-mitológico y la composición de un lenguaje único y misceláneo
—ensayo, memoria, diatriba, defensa, lamentación, relato—, inventado
expresamente para ese libro: la
Respuesta a sor Filotea de la Cruz, de sor Juana.
Aunque ha conocido épocas y episodios de cierto desprecio y
marginamiento político, académico, literario, mediático, en realidad
Vasconcelos nunca ha sido ni desvalorizado ni revalorizado. Empezó desde
lo alto, con sus amigos del Ateneo, en una de las pandillas más
brillantes de toda nuestra historia cultural: Antonio Caso, Pedro
Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, Enrique
González Martínez, un parnaso como de veinte próceres, todos de mármol.
Durante las épocas de persecución o menosprecio (especialmente durante
el “pelelismo” callista, cuando se le insultó en un divertido mural de
Rivera y se borró su retrato de un mural meramente decorativo de
Montenegro), no escasearon ni las voces autorizadas ni las voces
populares entre sus groupies… Pienso en Mariano Azuela, en Carlos
Pellicer y otros Contemporáneos, en Alejandro Gómez Arias, en Manuel
Moreno Sánchez, en Mauricio Magdaleno, en Andrés Henestrosa, en Luis
Cardoza y Aragón…
Mi maestro Juan José Arreola recitaba de memoria, prácticamente
levitando, con una dicción devota y en trance, los “Himnos breves”, como
si se tratara de un salmo bíblico. Mi maestro Arturo Sotomayor nos
decía, en pleno movimiento estudiantil de 1968, que no importaba tanto
estar o no de acuerdo con sus extravagantes “vasconceladas”, que lo
esencial era que “él sí había sido todo un hombre”, y que en su tiempo
no había habido dos como él ni en la cultura ni en la política
mexicanas. En mi casa siempre hubo libros de Vasconcelos que solían
armar buenos debates en las sobremesas, y ése quizá marque el recuerdo
cultural más remoto de mi infancia: discusiones acaloradas de los
adultos, con intervalos de risas, sobre si Vasconcelos esto o
Vasconcelos lo otro. Años después, por carta, mi padre cubano me
comentaba sus recuerdos de la lectura de
Ulises criollo durante
su estancia en México. Una bibliografía de encomios (y claro, de
vituperios) sobre Vasconcelos se postularía infinita.
Sobre estas supuestas devaluaciones o revaloraciones deben señalarse,
sin embargo, dos hechos duros: 1) precisamente durante el cardenismo se
publicaron y circularon exitosamente en México no menos de una docena
de sus nuevos libros más aguerridos, incluyendo los cuatro tomos
autobiográficos clásicos (el quinto,
La flama, es muy posterior y casi postizo) y las primeras versiones de la
Breve historia de México,
y todos los antiguos. Fue con el presidente Cárdenas cuando regresó de
su exilio. Se le atacó mucho en esa época, en la prensa y en medios
oficiales, pues evidentemente la metralla de sus libros no iba a quedar
sin respuesta, pero se le otorgaron enteras la libertad de expresión y
de regresar al país. Fue el mayor
bestseller de la época
cardenista: docenas y docenas de miles de ejemplares. ¿Qué mejor
homenaje pudo hacerle el presidente Cárdenas, a quien sin embargo
Vasconcelos continuó atacando toda la vida? A partir del régimen de
Cárdenas no se puede sostener que Vasconcelos fuese perseguido ni
censurado. Sólo fue proscrito durante el “pelelismo” de los “títeres” de
Calles (Portes Gil, Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez), 1929-1934, y
simbólicamente —no se le desterró: se trató de un autoexilio, y no se
prohibieron sus escritos ni se le abrió expediente penal por sus
desacato y rebeldía frente al resultado electoral; aunque, claro, el
riesgo existió— y sólo por su radical actitud de erigirse en el
presidente “legítimo” en el exilio y reclamar enterita la presidencia.
En el extranjero, desde sus embajadas, los diplomáticos mexicanos del
“pelelismo”, como su viejo amigo el embajador Alfonso Reyes (Argentina y
Brasil) y su no tan amigo pero de cualquier modo viejo colega el
embajador Enrique González Martínez (España), combatían oficial y
oficiosamente los “embustes” y “delirios” del “disparatado, chiflado”
Vasconcelos.
En cambio, 2) la revaloración mediática y académica de Vasconcelos,
por parte de la reciente derecha política, como enemigo de la revolución
mexicana y del PRI, y su invención como improbable barón del Partido
Acción Nacional, que se difundió a partir del régimen del presidente
Miguel de la Madrid, fue un mero oportunismo político del nuevo rejuego
de partidos y falsificó el perfil de Vasconcelos como el de un
tecnócrata-demócrata a la manera del nuevo PAN o del PRI de la
decadencia, cosa totalmente irreal. Lo usaron los panistas para
prestigiar su considerable codicia no sólo política, también codicia de
muchos millones.
Siempre he visto en Vasconcelos al deturpador de don Porfirio, al
seguidor de Madero, al político-guerrillero de la Convención; al
pasajero socio de Villa (y de muchos villistas y zapatistas, y hasta de
más de un carranclán, como su querido adversario Luis Cabrera); al
seguidor, admirador y compadrísimo de Álvaro Obregón, al compañero de
gabinete de Calles. Estuvo pues más que integrado en la familia
revolucionaria, y sobran los documentos, las fotos y hasta los filmes
que lo demuestran.
Si bien luego, en el “pelelismo”, denunció ejemplar y a ratos
heroicamente, la dictadura y las matanzas de los caudillos y caciques en
el poder —sus compadres y socios de apenas ayer—, y los enfrentó en
unas elecciones que se resolvieron como un fraude escandaloso
(suficiente acaso para anular los comicios, pero no tanto para como
declararse súbitamente vencedor, ni con mucho), no se integró entonces a
la derecha anti-PNR, ni apoyó a los cristeros, ni al clero, ni a los
militares rebeldes de 1929. Tampoco formó parte de los fundadores del
PAN.
Fue simplemente un renegado y desertor de la revolución, que se
mandaba y bastaba solo, con sus muchachos y sus humildes campesinos,
algunas decenas de miles, pero no cientos de miles. Sus seguidores no
fueron los derechistas, los ricos ni los mochos, sino los estudiantes,
los campesinos y las clases medias que simplemente querían una vida sin
matanzas ni autoritarismo político, y veían en él a un civil honrado,
generoso y culto.
A su regresó al país ocupó un buen lugar dentro del banquete oficial
de Ávila Camacho y de tres presidentes del PRI (Alemán, Ruiz Cortines y
su amado discípulo López Mateos), quienes no le escatimaron los más
altos y generosos honores, puestos y favores oficiales. Por lo demás, la
arcaica derecha mexicana, mientras Vasconcelos vivió, sólo utilizó
lateral y casi vergonzantemente algunas de sus estruendosas andanadas
contrarrevolucionarias, fascistas y antiizquierdistas, pero nunca quiso
ni pudo incorporarlo abierta y formalmente a sus filas. Se trataba una
arcaica derecha modosita, acomodaticia y negociadora, en sordina, que
hacía mucho dinero a la sombra y con la colaboración de su dizque
deturpado PRI: Vasconcelos le resultaba extremadamente incómodo y
peligroso por su escandaloso pasado-presente de conflictivo, estridente,
adúltero público (exhibicionista) y nietzscheano. Cuando a través de la
católica Editorial Jus, la Iglesia quiso aprovechar su literatura como
mera propaganda ideológica, e imponer algunos de sus libros como textos
escolares en instituciones religiosas, le exigió “expurgarlas” de
expresiones sensuales como “senos turgentes” para no escandalizar a la
mochería. Por lo demás, buena parte de sus inspiraciones “indostanas”,
nietzscheanas y germanófilas resultaban flagrantemente heréticas y
paganizantes para el clero, quien ha llenado su
Index de libros prohibidos con inspiraciones muy parecidas a las suyas, y se castigaba su lectura con la excomunión.
Vasconcelos pues en vida resultó extremadamente incómodo también y
sobre todo para la derecha, el clero y la figura pública de los grandes
empresarios que no dejaban de hacer abundantes negocios con el régimen;
de modo que se refugió a sus anchas en las administraciones culturales
priistas donde, también algo incómodamente, se le brindaba un
ceremonioso respeto como a ex prócer genial, aunque ya algo chocho o
chiflado. Y por lo demás, desde su pedestal de sabio oficialmente
consagrado, despotricaba cuanto quería y contra quien quería no sólo en
libros de gran venta sino en la prensa nacional de mayor tiraje, y
también en la radio e incluso en la televisión (subsiste algún video).
Resulta pues totalmente ilegítima y hasta cómica, entonces, la
expropiación de Vasconcelos por parte del PAN (como se trató en tiempos
de los presidentes Fox y Calderón y de sus fallidos secretarios de
Educación, como Reyes Tamez, Josefina Vázquez Mota, Lujambio). Lo que
hay es un seguro, demostrable, evidente, Vasconcelos antiporfirista,
maderista, villista, obregonista, avilacamachista y finalmente
torresbodetista, bien asentado, con vendettas y escándalos, tanto en la
familia revolucionaria como en la postrevolucionaria, hasta su muerte a
la que no le fue ahorrada ninguna celebración oficial.
La panificación de Vasconcelos sólo añade una escena de color
tartufesco a la farsa del oportunismo político de los años recientes.
Fue destempladamente, en sus últimos tiempos, un fascista, un clerical y
un reaccionario escandaloso, jamás un derechista políticamente
correcto. Su fantasma tampoco cupo en los oportunistas nichos
prefabricados de la reciente derecha política. Nunca supo ni quiso ser
hombre de nichos, ni de altares, ni de edificantes panegíricos de
estampita. Bravo por él. Escribió en una carta de 1935 sobre la Iglesia:
“Me interesa que el país sepa mi distanciamiento absoluto del elemento
clerical, no obstante mi convicción de que debe darse a los católicos
todo el derecho que tienen como mexicanos y como católicos”. Luego diría
otras cosas.
Cuando los neovasconcelistas me hablan con demasiado entusiasmo de
Vasconcelos como de un “apóstol de la democracia”, pienso que sí, claro:
la campaña de 1929. Habló entonces mucho de la civilidad y de la paz y
de la reconciliación nacional y del voto y de sustituir a Huichilobos
(los demás) por Quetzalcóatl (sólo él mismo), y de muchas cosas así, qué
lindo (tan lindo que muchos estudiantes e incluso campesinos se
abalanzaron, presas del gran entusiasmo, del “fuego sagrado” del
absoluto, contra las bayonetas y la metralla), aunque de sobra sabía él
—y lo reconoce expresamente en
El proconsulado— que todo el
aparato y la estructura electorales en que accedió a participar estaban
abrumadoramente controlados y hasta físicamente manipulados por el
gobierno enemigo (caciques y presidentes municipales que de propia mano
cruzaban todos los votos de su distrito), y que las fuerzas fácticas
(militares, empresarios, caciques, curas, obreros sindicalizados) le
eran también abrumadoramente adversos. Lo sabía. No contuvo a sus
muchachos ni a sus campesinos. Los azuzó más y más, y luego miró a otro
lado. Como con Antonieta Rivas Mercado.
Pienso en todo eso. Y no lo olvidé cuando escribí en mi librito de 1977,
Se llamaba Vasconcelos,
ciertas críticas a la poca consideración que el candidato arrebatado,
pero consciente de que su hazaña electoral era meramente testimonial y
simbólica, y que no habría elecciones efectivas ni podría rebelarse,
tuvo ante la sangre de los otros: sobre todo los campesinos iletrados y
los estudiantes casi adolescentes que no se ahorraron caer asesinados
por policías, soldados y sicarios.
Me lo han reprochado, para mi asombro, porque no hice sino repetir la
crítica de sus más dilectos y leales seguidores, como Carlos Pellicer,
quien escribió entre otras cosas en 1960, en su “Elegía apasionada”, al
año de su muerte:
Último día de junio en que hace un año,
la muerte arrancó un corazón lleno de fama,
de quien nació para encender hogueras
muchas veces buenas, pocas veces malas.
Dios mío, perdónalo.
Te pido también por los que murieron por su causa.
Te pido también por la hermosa mujer
que se suicidó por él una catedralicia mañana.
¡Dios mío! Ten piedad de aquel hombre
que llevaba estrellas en las manos
y un jardín de lujuria en la cara.
Por su soledad llena de estrellas,
perdónalo, Señor.
Por la noble mujer que lloró tanto a su lado,
perdónalo, Señor.
Por su placer en las contradicciones,
perdónalo, Señor.
Cuando veo o escucho a los neovasconcelistas oficiales de la
neoderecha inventándose no sé qué santón de cromo y hojalata de
Vasconcelos, recuerdo a los diez o doce viejos vasconcelistas
auténticos, de toda la vida, siempre cercanos al corazón del prócer, con
quienes pude conversar largamente gracias a los buenos oficios de mi
maestro Carlos Pellicer. ¡No se parecen en nada, pero en nada! Estos
viejos que hacia 1974 o 1975 me hablaron horas de su profeta, al que
veneraban y amaban sin ahorro, no eran para nada complacientes con las
caídas del prócer en llamas. Le censuraban su crueldad con sus seres más
cercanos, como su primera esposa, sus amantes Elena Arizmendi y
Antonieta Rivas Mercado, entre otras (Bertha Singerman supo resistirse);
le censuraban sobre todo que no hubiese protegido la sangre de los
otros, de los muchachos adolescentes y de los campesinos de 1929, a los
que arengó para que se inmolaran, como si tuviese modo o intención de
defenderlos. Para ellos el apóstol y el mártir se llamaba Germán de
Campo, el joven estudiante vasconcelista asesinado cuando arengaba en
pleno mitin.
A ellos, los vasconcelistas verdaderos de toda la vida, varios de los
cuales lo dejaron claramente escrito en sus libros y artículos, no era
tan fácil hablar de un apóstol y santón de la democracia en 1929; ni del
desplante de erigirse en presidente “legítimo” en rebeldía y largarse
al exilio en una especie de tour de conferencias, en lugar de quedarse
como paladín de la oposición y de defensor de la sangre y del proyecto
político de sus suyos.
Tampoco eran complacientes con su nazismo, ni con su estridente y
tardío clericalismo postizo (en realidad, Vasconcelos siempre fue más
bien agnóstico-panteísta, y mucho más platónico o plotiniano, o
nietzscheano, o budista, que mocho: siempre puntualmente hereje por los
cuatro costados), ni con su fascismo hispánico (su propaganda a varios
dictadores de España y América, en nada menos censurables que los
revolucionarios y “peleles” mexicanos, como Franco y Perón), ni de… Que
no me hablen del intachable, del recto, del riguroso, del estricto.
También tenía lo suyo de bribón. Y bastante.
Sabían que la veneración y el amor más acendrados y efusivos no se
enemistaban con la verdad de los hechos, y con la crítica, y con la
sangre derramada de otros vasconcelistas. También pues pienso en eso
cuando me hablan de su santón de la neoderecha pergeñado en lustros
recientes. Recuerdo de paso la sardónica ironía de Pellicer cuando
señalaba que el estentóreo homófobo que fue Vasconcelos, se hizo ayudar
por todos los príncipes de la jotería ilustrada mexicana —puro genio—
para sus principales campañas: Pellicer mismo, Novo, Villaurrutia,
Torres Bodet, Montenegro y veinte más. “Los maricones no lo
escandalizábamos en absoluto. Nos quería mucho, uno a uno. Nos protegió,
nos defendió, nos estimuló personalmente, uno a uno. Pero no soportaba
la idea digamos platónica de la inversión. La idea abstracta, general,
universal, de la Inversión le resultaba caótica. Nada carnal le
escandalizaba, las ideas sí. Así eran sus contradicciones”. Pienso en el
instigador y protector de los Contemporáneos, clamando en
La flama
contra la Sodoma Cultural de sus ex efebitos adorados, sus defensores y
discípulos, que tan duro y tan brillantemente trabajaron para él y a
quienes lastimó tan gratuitamente.
Pienso en el frío cálculo con que, en su momento, trató a los
cristeros, a quienes no apoyó sino hasta la retórica caritativa de
La flama
(1959), treinta años después, para asaltar póstumamente el martirologio
cristero. Pienso en los conciliábulos en California, entre el
desterrado Calles y el autoexiliado Vasconcelos, para derrocar a
Cárdenas y entronizar en la silla presidencial a un nuevo “pelele”
de facto, legitimado por una farsa electoral al vapor: ¡Vasconcelos mismo! ¿Apóstol de la democracia? Por favor.
Pienso en eso. Pienso en las brillantes mujeres, intelectuales y
feministas, a las que conoció y sedujo así: modernas y creadoras, y
luego hirió y abandonó porque las hembras se le helaban cuando pensaban
demasiado. Pienso en su vocería del nazismo, que luego ocultó
aviesamente a su biógrafo judío Itzahak Bar Lewaw, quien sólo descubrió
años después de publicar su libro, que su héroe de la libertad y del
humanismo había sido todo un vocero de Hitler en México, y que sólo
había suspendido su nazismo por órdenes tajantes del presidente Ávila
Camacho (órdenes un poco de hecho, pues incluyeron la clausura del local
de
Timón, la revista nazi de Vasconcelos), al declararle
México la guerra al Eje. ¿Santón de cromo y hojalata de la neoderecha
legalista, electorera, beatona? Pienso en eso.
Pero sobre todo pienso en Chapultepec, a propósito de apóstoles de la
democracia. Año de 1923 bien presente tengo yo: el secretario de
Educación, obregonista de hueso colorado, asciende en su automóvil
oficial la rampa del Castillo rumbo a la residencia oficial para
solicitarle al tremendo caudillo Obregón su favor para lanzarse como
candidato del régimen a la gubernatura de Oaxaca. Debemos agradecerle a
Obregón que tajantemente se lo negara. Convencido de que con los
sonorenses no tenía otro futuro político que el de educador decorativo o
promotor cultural, pero ninguna oportunidad real de poder político
efectivo, Vasconcelos renuncia en valeroso desplante a la secretaría (en
El desastre dice también tuvieron que ver algún crimen
político y el ascenso del grupo callista) y se erige, berrinchudo, en un
inesperado y súbito periodista de oposición, bastante cauto por lo
demás durante los primeros tiempos de su revista
La antorcha…
Si el caudillo Obregón le hubiese concedido el capricho (¿y qué le
costaba?, ¿cuántos cargos repartió a personajes menos calificados y
menos queridos?) nos habríamos quedado sin “apóstol de la democracia”… y
tal vez sin
Ulises criollo.
“El general Obregón, que acababa de declarar que era genial mi obra
educativa, decidió que a Oaxaca la gobernase un pobre sujeto que antes
del año se retiró él mismo abrumado por la responsabilidad que el azar
le echara encima. En privado se dijo que el general Obregón opinaba que
yo era mucho para Oaxaca… Yo era un águila, afirmó, y Oaxaca me iba a
resultar una jaula… Necesitaba yo más espacio para mis aptitudes. A los
pocos días amigos comunes sugirieron que si yo pasaba por Relaciones a
platicar con el ministro seguramente ahí encontraría una buena comisión
en Europa” (
El desastre, “Vidas fósiles”).
Una parábola. En el principio estaba Obregón. Fue su capricho nombrar
a su amigo Vasconcelos primero rector de la Universidad y luego
secretario, para lo que hubo que modificar la novísima constitución
revolucionaria, que expresamente atribuía a los municipios la educación
oficial, e inventar una Secretaría de Educación Pública federal, al
gusto del nuevo ministro; probablemente Obregón nunca se enteró del
calado social de la labor de Vasconcelos, pero sí de su gran aceptación
popular y de su deslumbrante resonancia internacional. Sobre todo
consideraba a Vasconcelos un funcionario brillante, eficiente, honesto y
confiable, que había sabido oponerse a Carranza. No quiero ni
imaginarme a Obregón y a Vasconcelos hablando de Buda y de Platón en los
salones del Castillo de Chapultepec, aunque Obregón, poco letrado,
solía simpatizar con los grandes intelectuales, como Valle-Inclán.
Luego, creyendo a Pepe poco dotado para la rijosa política práctica
regional, le negó la candidatura oficialista a la arisca gubernatura de
Oaxaca: que Pepe mejor se quedara en la capital, en el nuevo palacio
neocolonial que se había hecho construir y decorar a todo vapor tan a su
capricho, en su despacho tan bonito, con su escritorio exquisitamente
labrado (elefantes y todo) y el gran letrero inspirador con el nombre de
Rabindranath Tagore y demás orientalismos de Montenegro: ahí
quietecito, el queridísimo Pepe, su catrín intelectual, editando
libritos, encargando muralitos, organizando conciertitos… Así fue como
también Obregón inventó al más célebre opositor y propagandista de la
contrarrevolución mexicana en la primera mitad del siglo XX. Dos veces
loado sea Álvaro Obregón.
“Ajústense sus cinturones. Esta va a ser noche de turbulencias”, dijo inolvidablemente Bette Davis en
All about Eve, jugando a imitar a Tallulah Bankhead. Quien quiera leer a Vasconcelos o sobre Vasconcelos, ajústese su cinturón: va a tener
a bumping night.
En él no hay estilizaciones, rutinas ni moralejas ejemplarizantes: todo
es contradicción, arrebato, plena literatura. Lo vemos en lo peor y lo
mejor, sin ahorro. Se entrega cada instante a su delirio, a su absoluto,
con absoluta indiferencia de su carrera de prócer o de alma correcta.
Muchas veces señaló, sobre Dostoievski por ejemplo, que el mal y el
bien, la sensatez y la locura, lo de arriba y lo de abajo, el vicio y la
virtud eran meras ilusiones de nuestra ingenua representación de la
realidad. Vistas en su movimiento continuo tales categorías no se
diferenciaban, se mezclaban y combustían en el mismo fuego de la
voluntad creadora, de l’élan vital (Bergson). De pronto, claro, trata de
manipular el tablero: se acerca de rodillas a Dios, se entrega a todos
los demonios, y nunca consigue trucar el movimiento perpetuo de su
naturaleza. Así es la creación. Así es el espíritu.
Así-es-el-universo-que-creamos-y-nos-crea.
Por ilusoria que resulte desde la honda perspectiva de un Buda, de un
Zaratustra, de un Prometeo, de un Cristo, de un Quetzalcóatl, no
podemos eludir, durante nuestro falible transcurso terrestre, la
realidad concreta y material, carne y hueso, sangre y sudor, de las
personas y del mundo, de uno mismo, y hay que vivirlas como si fueran
toda la realidad. Sabemos que es ilusoria, el Velo de Maya y esas cosas,
pero es toda nuestra realidad. De ahí la extraordinaria sensibilidad de
este espiritualista ante la miseria, la ignorancia, los abusos, la
crueldad y las vicisitudes terrenales, y concretamente mexicanas.
Sus primeras campañas como educador —sin olvidar la curiosa edición
“pacifista” del libro más guerrerista que la humanidad haya producido,
la
Ilíada, dizque para depurar a los nuevos lectores de la
experiencia de las matanzas revolucionarias— fue la educación mediante
el jabón, el bolillo, el peinado a rape y el baño semanal de los niños.
Había hambruna, había desnutrición, había tifo. Estas catástrofes
demasiado reales se impusieron de inmediato al espiritualista, que se
puso también a predicar la gimnasia escolar y el amor maternal de las
maestras como la mejor pedagogía improvisada.
Había también desestima, desprecio, horror y hasta pánico de uno
mismo, por ser pobre y/o indio en un país tan clasista y tan racista.
Esta realidad demasiado cruel e inmediata lo llevó a pedir a los
pintores que exaltaran la fisonomía del indio, del campesino y del pobre
en los murales. Poco después Rivera se pasó de la raya y también los
exaltó como guerrilleros. Todos se pasaron de la raya (Orozco,
Siqueiros), salvo acaso el buen Montenegro, pero Vasconcelos tenía una
mente amplia y tolerante. Dio la bienvenida a toda la gente de talento,
incluyendo a sus adversarios antirrevolucionarios, como López Velarde, a
quien encargó
La suave patria y cuyo funeral organizó y
presidió. La reivindicación de todo lo indígena, de todo lo campesino,
de todo lo popular, de todos los menesterosos, humillados y ofendidos,
fue la extraña conclusión que produjeron las arrebatadas teorías de
Nietzsche y Schopenhauer en su lector mexicano. También acogió a la
izquierda: zapatistas, villistas, sindicalistas, socialistas, que
también se pasaron de la raya, e incluso se le amotinaron, apersonados
por ejemplo en Lombardo Toledano y Siqueiros.
¿Que no sabíamos lo suficiente de las culturas indígenas en 1920? ¡No
hay que saber, sino inventar! Aplicar la voluntad sobre la
representación: así, por ejemplo, sus primeras mitologías oficialistas
de Quetzalcóatl recordaban más al Buda y a las civilizaciones de la
India. ¿Qué mejor homenaje a Quetzalcóatl que reinventarlo como un Buda
americano? Y de veras, de veras, ¿es imposible trazar analogías entre
ellos, y entre ambos y Prometeo y Cristo y los héroes wagnerianos?
El “disparatado y extravagante” Vasconcelos era además un brillante
abogado pragmático. Conocía la realidad desde el punto de vista de los
negocios. Buenísimo para los negocios el idealista disparatado. ¿Para
qué la campaña de alfabetización? ¡Claro, para leer a Goethe, a Tolstoi,
a Tagore; a Homero, a Eurípides, a Sófocles! Eso es el ideal. Pero
también y sobre todo para que el indio, el desprotegido, el pobre, el
peón, el obrero, entienda los contratos que firma, y pueda llevar las
cuentas de su salario y de sus gastos. No andaba tan por las nubes
entonces el espiritualista, delirante, extravagante o apocalíptico
Vasconcelos.
¿Y cómo hacerlo sin dinero suficiente, sin maestros, sin escuelas,
sin experiencia técnica? Llama a Prometeo para que auxilie al
pragmatismo: crear una mística, revivir la caridad cristiana originaria
(“inspírense en los frailes misioneros”) o la temprana filantropía
masónica. Convoca a los voluntarios (muchos trabajaron gratis o con
remuneración simbólica en los primeros tiempos, aunque el presidente
Obregón fue muy generoso con el presupuesto educativo). Se trataba en
principio de jabón, de baño semanal, de desayuno escolar (bolillo y
atole), de ropa limpia, de restañar el amor propio, la autoestima y la
dignidad y las expectativas que los niños han de crearse para luego
auxiliarse a sí mismos.
Sobraban las mujeres viudas y solteras y casi ninguna mujer tenía un
empleo formal en el país desolado que salía de las terribles batallas:
la nueva maestra no necesitaba sino saber unas cuantas letras, un poco
de aritmética y todo su instinto maternal, al menos para empezar. Las
maestras debían de erigirse en las madres del pueblo. Las escuelas se
instituirían como las casas del pueblo. Todo lo demás se iría arreglando
sobre la marcha. E importó a la chilena Gabriela Mistral para
ofrecerles, más que instrucción, un ejemplo vivo, un tótem.
Con tal velocidad y con tal abundancia de iniciativas que marea,
arrebataba inspiraciones pedagógicas donde quiera que las encontrara: lo
mismo entre las comunidades pobres de Nueva Inglaterra, que también se
estaban alfabetizando, que en la burocracia soviética planificada de
Lunatcharski. Pero no duró mucho Vasconcelos como rector-secretario de
Educación. Cosa de cuatro años. Después de su renuncia, todo el proyecto
fue reformulado por pedagogos menos arrebatados, más documentados y
pacientes… y más inclinados al socialismo, al indigenismo y al
protestantismo.
Toda su épica como educador ha sido cantada con grandes palabras por
todo mundo, menos por él. Su relato en el tomo correspondiente de su
autobiografía,
El desastre, decepciona por completo: entregado a
su amargura, a su vendetta personal contra otros políticos, se olvida
de cantar su propia hazaña y desperdicia demasiadas páginas en enumerar
así, como pisando ascuas, sus afanes y rencillas, y en deturpar a los
canallas y traidores que lo relevaron. Resultan mejor lectura, sobre el
mismo asunto, su “Conferencia leída en el Continental Memorial Hall, de
Washington” o el librito de “pedagogía estructurativa”
De Robinson a Odiseo.
De cualquier manera, es típico de Vasconcelos el resultar un
desapegado, casi indiferente trovador de sus mejores hazañas. No
necesitaba esforzarse mucho en cantarlas: ellas eran de bulto su mejor
canto. Lo mismo ocurrirá con ese mero expediente documental de su
campaña electoral,
El proconsulado. Lo mejor de ambos volúmenes
no es lo que toca a sus asuntos, sino estampas de viaje. Tocará a otros
cantar sus mayores loores.
Siente desgana y hasta cierto asco de tomarse en serio en sus grandes
logros. Prefiere entregarse al odio y al vituperio del enemigo, como un
improvisado diablo castigador en algún círculo del infierno dantesco.
Pobló sus tomos autobiográficos de los espantajos que odiaba en una
especie de pesadilla infernal. Y más vale que quienes se acerquen a sus
páginas, o a las que otros escriben sobre él, ajusten sus cinturones en
esa lectura turbulenta.
Fasten your seatbelts! It’s going to be a bumping night!