martes, 9 de septiembre de 2014

Octavio Paz: las trampas de lo moderno

Otoño/2014
Luvina
Josu Landa 

100 años de Octavio Paz
1. En el fondo, Octavio Paz es un poeta: un poeta absoluto, cuya capacidad de hacer decir al lenguaje lo que sólo el poeta puede hacerle decir fulge con intensidad y pregnancia, tanto en sus versos como en su prosa.
     En la superficie, en la escena histórica del siglo xx, Octavio Paz es un intelectual moderno: una combinación de profeta con sofista.
     En ambos niveles, el relieve cultural y político de Octavio Paz supera con creces el de José Vasconcelos y Alfonso Reyes. A juzgar por la magnitud, calidad y vigor de su obra, el gran poeta de Mixcoac es el más eminente intelectual mexicano del siglo xx.

2. La Época Moderna generó su propia variedad de profeta: el intelectual.
     Según su significado originario, profeta es el que se adelanta a hablar y, al hacerlo, somete a crítica situaciones indeseables y anticipa acontecimientos decisivos en la suerte de una comunidad y del orden político que aquélla padece.
     En un principio —sobre todo, en el ámbito semítico—, esa audacia implicaba el respaldo de la divinidad: el profeta alzaba su voz ante el rey injusto o el tirano, cuando contaba con la anuencia del poder divino o incluso éste lo inducía a ello.
     El laicismo triunfante en la Época Moderna, junto con la expansión del libre examen y el espíritu crítico, así como de un novedoso y eficaz modelo de ciencia cuya hegemonía persiste y se afirma en nuestros días, confieren al profeta moderno un fundamento distinto al de origen sagrado.
     El ideólogo y el intelectual de los últimos tres siglos han ignorado el modelo de hombre encarnado por el sabio clásico —casado con el bien, la verdad, la justicia, la belleza, la eudaimonía y toda otra expresión de lo absolutamente real— para asumirse como mónadas poco menos que omniscientes —«el único y su propiedad» stirneriano. Al intelectual moderno le basta su voluntad de poder, su «pasión crítica» y un dominio instrumental de ciertos saberes extraídos de los campos de la ciencia, las ideologías y la reflexión filosófica, para justificar su audacia de alzar la voz ante la sociedad y el Estado. Un profeta de la doxa: así puede caracterizarse al intelectual moderno. Así puede definirse al intelectual Octavio Paz.

3. Ese nexo con la doxa —la opinión pre-epistémica, en cualesquiera de los niveles de aproximación a lo real, incluidas las ideas bien fundadas sobre equis asunto— hace del intelectual-profeta moderno un sofista.
     La palabra sofista no tiene buena prensa en la tradición filosófica, pero no siempre tiene una connotación peyorativa. Sócrates y Platón, acaso quienes más se afanaron en aniquilar la sofística en general, reconocieron la valía de sofistas como Gorgias, Protágoras y Pródico, en contraste con mediocridades patéticas, como Hipias, o feroces pancraciastas del verbo, como Trasímaco. Vistos a la luz de la auténtica filosofía, hay sofistas buenos y malos, mejores y peores.
     El intelectual moderno practica una suerte de neosofística, en la medida en que se siente impelido a alzar la voz, para proferir y esgrimir una serie de certezas dóxicas, en actos de poder destinados a ejercer su influjo en un ámbito político-social dado. Desde luego, es imperioso distinguir la neosofística que se despliega en ámbitos de la cultura moderna, como el periodismo, la doxa mediática, las universidades... de la que cultivan intelectuales como Steiner, Magris, Judt, Hitchens y Zaid, entre otros.
     Octavio Paz participa con denuedo y perspicacia de la más estimable neosofística moderna. Octavio Paz no sólo asume, así, su condición de intelectual moderno, sino que, dando un adicional giro de tuerca al espíritu modernista, se ceba en la tematización dóxica de la propia Modernidad.

4. Toda formación cultural, toda tradición, trae aparejadas ciertas tendencias al cambio, a la novedad. Las modernizaciones son el modo en que se cumple el eterno retorno de lo humano. Esto hace que la Modernidad occidental no sea un fenómeno único, exclusivo de los últimos tres siglos de nuestra historia. Justo lo que garantiza la permanencia de todo ser social-cultural es su apertura a la modificación, la alteración. En el ámbito de las estructuras humanas, sin transformación, no hay continuidad; sin modernización, no puede persistir una tradición. La idea paceana de «la tradición de la ruptura» (Los hijos del limo) no se limita al ámbito de la poesía y el arte.
     Octavio Paz conocía como pocos esa inveterada dialéctica. Dedicó a ella páginas insuperables en toda una ristra de obras que va desde algunas de sus «primeras letras» y, sobre todo, El laberinto de la soledad, hasta La otra voz, pasando por Corriente alterna, Conjunciones y disyunciones, los artículos y notas que componen El signo y el garabato, las conferencias de Los hijos del limo, El ogro filantrópico, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Tiempo nublado y otras, como el entusiasta himno a su propia condición moderna, compuesto por el poeta para la ceremonia de recepción del Premio Nobel de Literatura en 1990.
     Tan amplia y perseverante dedicación a desentrañar las cifras de lo moderno evidencia una obsesión. Esa actitud de Paz, colocada en la heterogénea atmósfera cultural del siglo xx mexicano, se antoja acorde, en lo esencial, con el espíritu de época que encarnaron tanto los ateneístas y los Contemporáneos como los Estridentistas, al mismo tiempo que procura ir más allá, ser acaso más radical que todos ellos.
     En un libro insoslayable, La construcción del poeta moderno. T. S. Eliot y Octavio Paz, Pedro Serrano rastrea y exhibe el proceso en virtud del cual el mexicano arma gradual y deliberadamente, al menos, desde los tiempos de la Guerra Civil española, una identidad estético-política sustentada en un modernismo militante. «Quise ser un poeta moderno», reconoce el poeta en «La búsqueda del presente», y lo logró, si por tal se entiende la concreción del modelo de artista que viene pariendo una vetusta Modernidad pagada de sí a las puertas de la desazonante y confusa condición posmoderna. Los réditos de esa voluntad y sus consiguientes maniobras, en términos de poder, llegan a su máxima expresión en el momento en que Octavio Paz se convierte en el caudillo cultural que nos tocó conocer. Esa deriva política de una operación inicialmente autopoética se sostuvo en una suerte de biomodernización, por la que el poeta, ya en su madurez, termina articulando su vida toda —en sus dimensiones biológica y existencial— de acuerdo con los ideales modernos —en último término, burgueses— en los planos de la cultura, el arte y la política: libertad, espíritu de vanguardia, democracia al estilo yankee, libre mercado (aunque «de rostro humano»: no neoliberal), pasión crítica, culto al futuro y a la novedad en sí (pero morigerado por la conciencia de los excesos del progresismo y el utopismo, extremos de la concepción lineal del tiempo), omnipotencia del hombre (en su avatar fáustico o al modo del revolucionario, el artista, el empresario...), laicismo, autonomía moral y estética, confianza en el trabajo en detrimento de la inspiración, supremacía de lo urbano ante lo rural, prevalencia de la cultura burguesa sobre la popular, exaltación de las tradiciones que enriquecen y engalanan lo moderno (por ejemplo, el caso de Japón, en Tiempo nublado), etcétera.

5. Octavio Paz intuyó con nitidez la naturaleza finalmente ilusoria de lo moderno. Advirtió, asimismo, la rareza histórica que comporta el hecho de que una era asuma la modernidad como significación de su esencia (Los hijos del limo), como si esa época no tuviera más fondo que su proclividad a huir hacia delante. Captó la quiebra de los proyectos políticos de innegable cariz moderno, sustentados en la concepción judeocristiana del tiempo, por lo menos, desde fines de los años sesenta del siglo pasado —en Conjunciones y disyunciones habla de «el fin del tiempo lineal»—, o incluso desde los tiempos en que madura su crítica a la idea de revolución, en Corriente alterna (antes de 1967). Corrigió hasta donde le resultaba posible el occidentalismo prevaleciente en su idea de la Modernidad, al menos, desde las reflexiones que registra El ogro filantrópico (1979). Percibió con tino que la llamada posmodernidad no ha sido sino «una modernidad aún más moderna», lo cual implicaba la decepción y la desazón de un anclaje en un orden civilizatorio sin futuro claro, justo por haberse consumido en el ara del culto al futuro en sí.
     Pese a todo ese despliegue de lucidez crítica, Octavio Paz nunca renegó de un modo especialmente problemático de entender y asumir la ya referida dialéctica de lo moderno. Sus brillantes intuiciones postreras sobre el presente y sus relaciones con el pasado, especialmente en el ámbito latinoamericano y mexicano, ostentan la impronta del modernismo raigal que caracterizó al pensamiento y a la obra del poeta.
     Abducido por la dialéctica de lo moderno, Octavio Paz cayó en su trampa más temible: el ejercicio de una crítica de la Modernidad que termina siendo absorbida por ésta. Uno de los secretos de la asombrosa continuidad de la manera moderna occidental de ser en el mundo radica en el rejuego —otro avatar de la dialéctica de la historia— de su intrínseca apertura a la crítica y su capacidad para neutralizar sus efectos y ponerlos a su favor. Desde luego, la misma metacrítica a la que sirven ciertas zonas del discurso paceano —en último término, sólo metadoxa, pese a sus pretensiones teorizantes— pierde fuerza entrópica y termina siendo asimilada por la modernidad hegemónica. Practicar la crítica al modo de Paz o de los ideólogos revolucionarios es jugar el juego conveniente al espíritu modernista: aceptar una dinámica donde la casa siempre gana.
     Esa paradoja —con todo y su ingrediente de pasión inútil— ya se veía trenzada con el destino del intelectual moderno, en el siglo xix. Esto es algo que demuestra, por ejemplo, la actitud «intempestiva» (unzeitgemäss) con que el joven Nietzsche se enfrentó a la Modernidad todavía pujante del último tercio de ese siglo. De lo que se trataba, según el pensador alemán, no era de asumir la lógica de lo moderno aun por medio del ejercicio de la impugnación crítica de sus limitaciones, excesos y malas secuelas, sino de oponerse al espíritu de la época, es decir: de evadir dicha lógica.
     La solución nietzscheana, la salida intempestiva ante una modernidad hegemónica, no está exenta de dificultades. La dialéctica de lo moderno opera como virtualidad inmanente a la realidad social. La actitud intempestiva no puede ignorar ese hecho, pero tampoco puede aceptar que se le imponga su lógica. La respuesta a esa tensión no consiste en producir más discurso crítico, para ser metabolizado por la lógica de esa posibilidad de lo moderno, sino impugnar desde la raíz el «espíritu» por el que fluye, la imagen del mundo que la sostiene: rechazar y soslayar el espíritu de la época, la manera hegemónica de ser moderno: nadar contra la corriente del tiempo: eso es lo que exige lo unzeigemäss, la condición intempestiva. Octavio Paz impugnó ciertas cifras de una época, de una concreción de la historia, pero su pasión crítica se con-fundió con las aguas del modernismo burgués y occidental, siempre vocado al futuro del futuro, y se negó así a cualquier otra modernidad. El propio poeta lo confiesa: «Quería ser de mi tiempo y de mi siglo».

6. Su ferviente modernismo impidió a Octavio Paz apreciar o siquiera atisbar una posibilidad dialógica de lo moderno, distinta y aun opuesta a la modernización rupturista vigente en los últimos tres siglos. A un lado de la vertiente del espíritu que impulsa una modernidad a la postre reñida con el espíritu, corre con el vigor que da la humildad un impulso modernizador que dialoga con la tradición clásica —es decir: con el mundo grecolatino y, más limitadamente, con la Edad Media, el Renacimiento y el Barroco— y procura, así, su continuidad renovada. En la primera corriente, fluyen Bacon, Descartes, Locke, Hegel, Comte, Marx, Bakunin y afines; en la segunda, Montaigne, Vico, Spinoza, Nietzsche, Unamuno, Machado, Santayana y congéneres, sin olvidar a románticos como los hermanos Schlegel, Novalis, Kleist, Byron, Leopardi y pocos más.
     En esas listas obviamente simplificadoras, los primeros cortan en lo posible las amarras de la tradición que obturan el despliegue de su pasión por el futuro, la novedad y el cambio en sí. Los segundos optan por un curso de cambios e innovaciones que dialoguen con todo avatar de lo clásico y lo actualicen. Aunque siempre son limitantes los contrastes reductivos, los planos en blanco y negro, no es descabellado sugerir que, en general, los pensadores del primer grupo asumen una idea lineal del tiempo, mientras que los del segundo pueden abrirse, de maneras no siempre claras ni uniformes, a una visión cíclica del tiempo. Pero acaso el punto de mayor contraste entre ambas corrientes es otro: el modernismo rupturista tiende a preterir el alma humana, el dialógico nunca se desentiende de ésta. El modernismo rupturista rompe con los avances éticos impulsados por la filosofía clásica y estimula el olvido del alma —parejo al olvido del ser— en la tradición filosófica. Ya en el colmo de la simplificación, impera una Modernidad «sin alma», mientras apenas se ha hecho sentir una Modernidad «con alma». Desde luego, Octavio Paz advirtió muchas veces la vacuidad del modernismo hegemónico y protestó contra ella. Todo indica que éste asimiló esos afanes del poeta sin el menor empacho.

7. La Modernidad rupturista y, a su modo, «desalmada», implica necesariamente la figura del intelectual moderno: el híbrido de profeta con sofista referido al comienzo de estas reflexiones. Su ámbito representativo —inevitablemente pre-epistémico— es el de la doxa: la opinión en cualesquiera de sus alcances, intensidades y profundidades. Su dominio existencial es el de los múltiples avatares de la experiencia. Al «sofoprofeta» —o intelectual moderno en la mayoría de sus variantes— le tiene sin cuidado la consideración del fundamento de sus representaciones y sentimientos; de ahí la endeblez de sus nexos con la verdad y con el bien. La tierra que pisa es la de la doxa y actúa como los antiguos sofistas, sólo que ahora cuenta con más información, datos, así como con medios de mayor poder para influir en las invertebradas sociedades contemporáneas.
     Cabe advertir, entonces, que estamos en una situación análoga a la de Atenas en los tiempos de Sócrates (finales del siglo v, a. C.): crisis ético-política, en una atmósfera de auge sofístico y vencimiento o insignificancia de las implicaciones humanas de la originaria filosofía de la fisis. Esto viene a ser un retroceso, de cara a los diversos avances del discurso ético de estirpe socrática. Toda proporción guardada, nuestro presente puede dibujarse, a modo de esquema, con esos trazos.
     Esa situación exige, ahora, reinventar el alma humana y colocarla en el centro de atención de la praxis filosófica; dejar atrás el eruditismo —con frecuencia, en nuestro medio, una especie de «orientalismo» endógeno— y el enciclopedismo de cariz ilustrado (y su derivación wikipedista). Reclama, asimismo, resignificar los avances de la ética en la historia del pensamiento, reimpulsar una genuina filo-sofía: la actitud que cimienta un modo de vivir vocado al constante examen racional de las cosas: un ferviente amor por la verdad: un compromiso raigal con el bien y una apertura gozosa y realizadora a lo bello. Junto a esto, redimensionar el valor del diálogo vivo, reduciendo al máximo el papel de todo lo que implique mediaciones en la comunicación iluminadora y formativa entre personas.
     A fin de cuentas, el problema que motiva las reflexiones precedentes no es sólo Octavio Paz, sino su siglo: un tiempo de desmesura sofística y profetismo: una era de saturación dóxica y de una cuasiepisteme científica postrada ante la técnica y su reducción instrumentalista de la vida: una época cuyo caquéctico espíritu moldean unos medios de barbarización masiva y expresan los productos de la industria cultural. La poesía de los buenos versos y la mejor prosa de Octavio Paz sobrenadó en esas aguas de cariz estigio. Lo contrario de su enjundia dóxica, su palpitación profético-sofística, trituradas en la noria de la modernidad hegemónica. La andadura o historia intelectual de Octavio Paz aparece, así, como la consumación de todo un orden del discurso. Su silencio definitivo el 19 de abril de 1998 marca la clausura de una posibilidad del verbo; lo que no impide que la neosofística moderna siga su curso, pero sólo como estertor de un espíritu en agonía. Poco a poco se abre paso, otra vez, el tiempo de la filo-sofía, la hora de la verdad, la hora de la buena voluntad, la hora de los nuevos avatares de lo bello. Nada nuevo bajo el sol del tiempo, ciertamente; pero, todo nuevo bajo el sol del logos amaneciendo a la boca de la caverna o antro de las ilusiones.
Ciudad de México, febrero de 2014

            «La búsqueda del presente», de Octavio Paz: goo.gl/hhhjt9
            «La modernidad es una palabra en busca de su significado: ¿es una idea, un espejismo o un momento de la historia?», se pregunta Paz en «La búsqueda del presente», op. cit., p. 7.


            Conjunciones y disyunciones, de Octavio Paz. Joaquín Mortiz, México, 1a. reimp. de la 2a. ed., 1985, p. 136.
            «La búsqueda del presente», p. 7.
            Ibid., p. 6.

lunes, 8 de septiembre de 2014

Antonio Lobo Antunes: el Minotauro en su laberinto

6/Septiembre/2014
Laberinto
Claudio Magris

Las más grandes novelas del siglo XX, escribió Raffaele La Capria, son “obras maestras fallidas”. Ciertamente, no por culpa de sus autores, entre los que se encuentran los más grandes escritores de cada época —Musil, Kafka, Faulkner, Joyce, Svevo y muchos otros más, entre ellos algunos latinoamericanos—, sino precisamente por su grandeza y su verdad. Son las grandes narraciones las que han enfrentado, narrado y asumido, en su propia estructura, la verdad de su época y de la nuestra, la disgregación del mundo, el eclipse de un significado central capaz de imprimirle unidad y racionalidad a las vicisitudes individuales y colectivas, la destrucción de la concepción lineal del tiempo. La novela de nuestra vida es un gran mar conradiano; un remolino que absorbe, desgarra y dispersa las historias y al yo que las vive. Se ha abierto un abismo entre la Historia y escribir historias. El historiador y las personas comunes y corrientes, cuando tratan de entender lo que les ha sucedido y está sucediendo, no pueden menos que intentar ordenar los hechos y su significado; pero cuando se narra como lo hace el sujeto individual —según las palabras de Manzoni—, el yo vive esos acontecimientos y termina enredado o disgregado por ellos. El narrador no puede narrar la Historia vivida sino como esa pesadilla de la que hablaba Joyce o como la inconexa serie de acontecimientos alterados en El tambor dehojalata.
El lenguaje racional con el que debemos intentar hablar, por ejemplo, de la crisis económica, no puede ser el mismo con el que se cuenta la historia de un individuo aniquilado por aquella crisis, en su angustia y sus delirios. Para la novela del siglo XIX, grande o menor, la acción de un individuo se insertaba en una historia difícil, pero no absurda; y el escritor decimonónico, cuando inventaba historias, incluso podía confiarse a una escritura análoga a aquella con la cual libraba sus batallas políticas. La escritura de Victor Hugo en Los miserables no es muy diversa a la de sus querellas contra Napoleón III. Por el contrario, Kafka no habría podido escribir La metamorfosis o El proceso con el estilo de la comunicación cotidiana o de la declaración política. La historia de Elsa Morante es una gran e irrepetible excepción. Esta laceración es, todavía hoy, y acaso cada vez más, nuestra verdad, que reencontramos, no obstante la distancia de casi un siglo, en El hombre sin atributos o en ¡Absalón, Absalón!, y ciertamente no en la retrógrada restauración de la novela bien hecha, que tiende a ir al encuentro del lector en lugar de desafiarlo de igual a igual en el conflicto con el mundo. Hoy, por citar, en otro sentido, el título de un libro de Corrado Stajano, los maestros solo pueden ser maestros del diluvio, de ese diluvio universal en el que, observaba agudamente San Antonio de Padua, únicamente los peces están al resguardo de la muerte. Antonio Lobo Antunes es, en la actualidad, uno de estos prodigiosos y fascinantes maestros.
Psiquiatra nacido en Lisboa en 1942, Lobo Antunes conoció, vivió y ha hecho propio en su fantasía, en sus reacciones sentimentales conscientes e inconscientes y, finalmente, en su escritura, el corazón de las tinieblas de las últimas guerras coloniales portuguesas en África, remolino de una Historia obstruida como una arteria por su propia sangre, proliferación tumoral de tragedias, violencias, dolores, sentimientos dulcísimos y perdidos, personajes, pasiones y pensamientos narrados con poderosa fuerza fantástica, que emergen de una confusa noche en la que se vuelven a hundir. La guerra en África impregna una trilogía que va de Memoria de elefante (1979) a Conociendo el infierno (1980) y varias obras como Buenas tardes a las cosas de aquí abajo (2003), y es como un fondo oscuro siempre presente aun cuando no es nombrado. Como un clásico antiguo, Lobo Antunes acopia y dicta la memoria histórica de su país, Portugal: La explicación de los pájaros (1981) y El esplendor de Portugal (1997) ilustran, en otra clave, los años entre la caída de la dictadura de Salazar y una nueva realidad todavía por valorarse. En la Historia, se hunden también las historias de los personajes de Las naves (1968) o del Manual de inquisidores (1996). Pero esta memoria, total y a la vez dispersa en un polvillo compuesto de detalles, feroz y dolorosamente insensatos, es una ciénaga engañosa, casi una monstruosa planta carnívora que devora acontecimientos, hombres y palabras.
Militante comunista en su juventud, Lobo Antunes conoce la desesperada protesta, no la esperanza de redención. Historia y sociedad se engullen a los individuos, los empujan hacia la ausencia o hacia un delirio autista como sucede con el protagonista de La explicación de los pájaros; la denuncia del trato inhumano en los hospitales psiquiátricos es, sin duda, una implacable denuncia político-social pero también es una denuncia del vivir. Para Lobo Antunes, la escritura es un río desbordado, una tormenta de tantas obras que resulta casi imposible enumerar todas junto a la lista de todos sus traductores. Memoria de elefante, al igual que su obra maestra Archipiélago del insomnio (2008), es una surrealista y perturbada abolición del tiempo. Los personajes no se distinguen de sus fotografías; las generaciones conviven, más allá de la accidentalidad de la vida y de la muerte, en una co-presencia atemporal: todas las palabras dichas en el curso de años y decenios, las acciones y las violencias cometidas por el abuelo-amo y por los otros amos contra los oprimidos, irrepetibles en su dolor pero idénticos al igual que hojas caídas y putrefactas, eternamente presentes como los años en el círculo del tronco de un árbol.
Lobo Antunes lleva casi al extremo la dilatación y la contracción del tiempo, hoz inexorable y oxidada, el remolino del monólogo interior y del flujo de conciencia que todo absorbe y avasalla. La perspectiva narrativa, la puntuación, la unidad de la frase, la sintaxis, el mismo espacio gráfico son colocados en otro orden en un nuevo amasijo que es el de la vida entera. Todo es una aglomeración de fragmentos, pero siempre está presente todo; no existe diferencia entre los vivos y los muertos, como en la novela Pedro Páramo del gran mexicano Juan Rulfo y como quizá en la mente de Dios, en la que no existe diferencia entre ayer y mañana. Antunes es un gran épico porque atrapa la totalidad. Es necesario agradecerle a los traductores como Vittoria Martinetto y Rita Desti, siempre culpable e ignorantemente olvidados —como sucede con todos los traductores en nuestra incultura—, que nos permitan leer en toda su fuerza a un gran escritor visionario, demostrando una creatividad lingüística digna de la suya.
Solo una vez, en Barcelona, me topé fugazmente con Lobo Antunes, a pesar de que ambos somos duques del fantástico Reino de Redonda cuyo trono preside Javier Marías; él es duque de Cocodrilos y yo duque de Segunda Mano. Creo que para él, vivir es escribir, solo escribir, siempre escribir, tejer una enorme telaraña de palabras esperando nunca poder salir de ella; vivir para escribir y escribir para no vivir, construir laberintos sin necesidad de un minotauro en su centro, porque la vida está llena de minotauros, están por todos lados listos para devorar a sus víctimas. Acaso el escritor, en el laberinto de sus palabras, sea precisamente el Minotauro.
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*Texto tomado de Il Corriere della Sera
Traducción de María Teresa Meneses

“Solo escribo apuntes contra el olvido”

6/Septiembre/2014
Laberinto
Ana Ruiz

Claudio Magris es un hombre serio, sabio y feliz. Ríe tímidamente, con humildad. Conoce la naturaleza humana, sabe de sus recovecos, ha vivido el dolor de perder a un ser amado, ha viajado mucho por todo el mundo, ha leído infinidad de libros y ha conocido a toda clase de personas. Tiene numerosos amigos y disfruta de una vida entregada a la literatura. Esa vida, que ha mezclado en su propia literatura con dosis perfectas de asombro, paciencia, inteligencia y concreción, ha sido reconocida con el Premio Feria Internacional del Libro de Guadalajara en Lenguas Romances 2014. Por tal motivo charlamos con el autor de Conjeturas sobre un sable, Otro mar, Danubio, Ítaca y más allá, Microcosmos, El infinito viajar y Alfabetos, entre otras obras en las que ha tratado de escudriñar, como él mismo dice, la vida con minúsculas, la misma vida que, al ser contada y leída, se convierte en vida con mayúsculas.

¿Qué obsesiones, cuál o cuáles son los principales hilos conductores de su obra narrativa?
Es difícil de responder porque, como decía Kipling, un escritor puede contar una historia, pero no decir qué cosa significa. Me han interesado muchas cosas. En mis narraciones, sobre todo, la pequeña historia, el pequeño personaje que no es el protagonista de la gran historia, pero en el que se encarnan los grandes motivos de la historia colectiva en general, donde se aprecia de forma clara el peso del destino, la manera en que buscamos el amor, la vida. Yo he pretendido buscar a esas personas que resultan ser como flores olvidadas, porque uno solo escribe apuntes contra el olvido, tentativas de construir pequeñas arcas de Noé para salvar en lo posible algo que se perderá irremediablemente. Y este esfuerzo es un empeño de amor: toda narración nace de un sentimiento de fascinación y dolor por tantas cosas insostenibles en la vida, pero sobre todo nace de un sentimiento de amor.

¿Y en sus ensayos qué busca transmitir?
Permítame decirle una cosa al respecto: yo no siento que haya tanta diferencia entre un relato y un ensayo. Un ensayo no es una monografía académica, y claro, si yo escribo un ensayo crítico apelo a mi ser de escritor e incluso de periodista. Pero cuando yo he comenzado a escribir ensayos sobre la cultura, sobre Oriente o sobre otras preocupaciones, no he sabido qué cosa voy a escribir y qué cosa voy a encontrar. En italiano, ensayar es intentar; así que se trata de tentativas, de dar pasos hacia adelante, y los textos escritos de esta manera no tienen la misma forma, aunque comencé a escribir mi primer libro, El mito habsbúrgico en la literatura austriaca moderna, como un ensayo sin saber exactamente cuál era el sustrato de su tema, que por supuesto no era solo la corte de los Austria, sino todo un mundo de la vieja Europa, el fin de una totalidad, de una imagen armoniosa del mundo. Y es que esto sucede cuando en la tentativa de escribir se mezcla el relato. Cuando comencé a escribir A ciegas, no sabía dónde iba a terminar, y aunque cuando inicié Danubio tenía algunas intuiciones, no sabía si escribiría un reportaje o una novela con un personaje que era Claudio Magris o un personaje inventado. En este sentido, cuando uno comienza a andar la trama se conforma de un modo en el que está cerca de la historia y cerca de la narración puramente literaria.

En todo caso, sus personajes, como usted ha declarado, plantean problemas filosóficos. ¿Cuáles son los temas más importantes que han planteado?
Son, sin duda, muchos. Uno es encontrar la manera de narrar en las novelas la posibilidad o la dificultad de vivir verdaderamente nuestra vida, de vivir nuestro presente, simple y sencillamente de salvar nuestro presente, sin esperar, como hacemos, que el tiempo pase. No vemos la hora en que llegue la próxima semana, cuando sabremos que ciertos resultados clínicos serán favorables, cuando sabremos que nuestro partido ganó las elecciones. Esta es una condición terrible de la vida, pero sobre todo de la vida moderna: vivir siempre fijándonos en el futuro, que es posible que no sea, y olvidando que la única certeza es la muerte. Es un tema que siento cercano. Otro de los problemas que me interesan es el de la utopía, el deber de buscarla y construir un mundo mejor, diverso, y el encanto que se pone en ello y que por extravío se traduce en desencanto, un desencanto que acaba por ser una mediación de la utopía o, mejor dicho, una buena corrección de esa utopía, como ocurre en el Quijote.

¿Cuál es la relación entre escritura y ética, literatura y compromiso, literatura y moral?
Quien cuida el empeño del deber moral, como escritor no dice nada nuevo. Los imperativos morales son importantes para el hombre, al margen de que sea un escritor o que haga otra cosa. Por otro lado, cualquier escritor, aun los grandes, son seres morales como cualquier otra persona. Los grandes escritores del siglo XX han podido ser fascistas, nazis, estalinistas, han podido enviar telegramas de solidaridad a Mussolini, y hemos comprendido que a pesar de estas aberraciones han podido escribir obras de grandeza literaria. Por otro lado, yo no creo que los escritores sean gente que tenga un ánimo más noble que el resto. Un gran poeta, el polaco Czeslaw Milosz, dice que los poetas tienen frecuentemente un corazón frío, porque a pesar de que son capaces de escribir un poema a un niño que muere, son capaces de conmoverse más por las propias palabras que por lo que le ha ocurrido al niño. De todo esto deduzco que, respecto a la ética, la literatura debe ser completamente libre. La literatura no es un maestro de escuela, no es un maestro de moral: cuenta historias de vida sin querer dar explícitamente una enseñanza. Pero, por otro lado, la propia actividad de relatar, sin predicar, está hecha de poesía, inspiración y libertad imaginativa. Cuando escribo no quiero invitar a todos a inscribirse en una sociedad determinada, sino mostrar y hacer sentir valores. ¿Por qué los grandes fundadores de religiones, como Buda o Jesús, han contado parábolas, han utilizado la literatura? Porque solo así, contando una historia, han podido conseguir que los hombres entiendan qué cosa es la compasión, el amor al prójimo.

¿Hacia dónde cree que avanza la novela?
Es imposible preverlo, porque la situación es muy diversa, distinta de una lengua a otra, de un país a otro, de una cultura a otra. México no es Francia ni China; Italia no es Estados Unidos; hay escritores muy diferentes. Pero creo que en general la narrativa, con algunas bellísimas excepciones, está viviendo una regresión. Está regresando a la escritura de novelas de actualidad, de consumo. Ya no se ve el ánimo de las grandes novelas de lo que he llamado lo mitteleuropeo del siglo pasado, que rebasaba todas las fronteras. Pensemos en Kafka, en Faulkner, en los grandes latinoamericanos que, a pesar de que era muy difícil y casi imposible contar, narrar el mundo según la tradición, han podido hacerlo. Así que me parece que hoy la literatura, y en especial la narrativa, está en peligro de no enfrentar ese reto y conformarse con lo que funciona en el mercado. Creo por tanto que en ese sentido la narrativa tiene una auténtica necesidad de naufragio, de confrontarse con la imposibilidad de narrar el mundo.

Uno de los narradores del siglo pasado que rebasaron fronteras y que usted ha declarado que representó un puñetazo que le cambió la vida fue Juan Rulfo. ¿En qué consistió ese cambio?
Un universo fuera del tiempo, del tiempo del narrar, del pensar, del tiempo de la vida. Estos vivos y muertos que son contemporáneamente vecinos lejanos, que pueblan nuestro mundo, ofrecen un sentido diferente de la posibilidad de narrar el tiempo de la vida o el no tiempo de la vida. Esto está perfectamente contado en Pedro Páramo.

También ha dicho que la era digital ofrece la oportunidad de una nueva épica.
Soy una persona que sabe muy poco del mundo digital, que escribe incluso a mano. Pero aparte de eso, creo que el mundo digital entraña un gran peligro: el peligro de tener una gran cantidad de información que no sirve para pensar. Sin embargo, creo que con esta idea del hipertexto se podría construir una gran novela épica a la manera del Novecento, donde diversas historias confluirían en un mismo tronco narrativo. Pero, como digo, este mundo me es absolutamente extraño.

¿Cree que en nuestro tiempo hay una crisis o una debacle del humanismo?
Es evidente que hay muchas cosas en crisis, aunque no debemos idealizar el pasado. El siglo XX fue horrible para millones de hombres y eso todavía continúa. Me parece que esta defensa del humanismo como el sentido de la sacralidad del ser humano es más bien una cualidad del progreso. Creo más bien que lo que está en crisis es el propio concepto del individuo, que no sabe cuáles son sus límites entre tantas fronteras, el individuo del que se habla en un mundo tecnológico que mañana tendrá por completo dentro de su cabeza. Somos una especie que vive las transformaciones del mundo y, en efecto, tal como lo conocemos hoy, el individuo tradicional cambiará. No soy pesimista, pero veo que hay una enorme velocidad en el mundo, que el mundo cambia no lentamente como en el pasado sino a una velocidad superior a nuestra capacidad de analizarlo.

Por último, se ha anunciado que en noviembre aparecerá en español El conde y otros relatos.
El libro se publicó en 1990 en Italia.

¿Hay algo nuevo que esté escribiendo?
Estoy escribiendo una novela que se publicará en Italia el año próximo, pero no puedo decirle el título porque aún no lo tengo. Se trata de un libro épico, incluso duro, con mucha desesperación. Tendré el título en el último momento.

domingo, 7 de septiembre de 2014

Vasconcelos revisitado

Septiembre/2014
Nexos
José Joaquín Blanco 

Con una antología que devuelve a la memoria episodios culminantes en la obra de José Vasconcelos, la colección Los Imprescindibles de Cal y arena llega a su vigésimo tomo. Celebramos el lanzamiento de esta antología con el ensayo de José Joaquín Blanco, el gran lector y actualizador de este autor central del XX mexicano.

El más importante e influyente de los intelectuales mexicanos, José Vasconcelos (1882-1959), dio su primer grito de guerra, de rebeldía totalizante, con una convocatoria al antiintelectualismo. Un antiintelectualismo muy intelectual: el de Nietzsche, Schopenhauer, Wagner, Bergson, sus inspiraciones de toda la vida. En 1910 pronunció en el Ateneo de la Juventud la conferencia “Don Gabino Barreda y las ideas contemporáneas”, texto en el que se ha querido ver una liquidación del positivismo.
En realidad, salvo señalamientos menores y laterales, Vasconcelos no enjuicia tanto el positivismo mexicano en ese ensayo, ni denuncia las supersticiones comtianas de lo mesurable y comprobable, ese “método” de botica del conocimiento domesticado; ni las spencerianas de la superioridad racial, ni tantas otras como la aspiración a la superioridad social o a la rentabilidad económica sobre cualesquiera otros aspectos sociales, culturales o políticos, que fueron lo más visible y pernicioso del positivismo mexicano (y que a pesar de Vasconcelos, sobreviven tan campantes en el siglo XXI). Lo que fustiga ahí realmente es el conformista aparato del intelectualismo, el racionalismo, las supersticiones de la conciencia y del conocimiento del siglo XIX, que propiciaban una vida servil, limitada, ciega, vulgar, resignada, apoltronada (y que también, a pesar de Vasconcelos, gozan de cabal y renovada salud en nuestros días). El joven Vasconcelos desbordaba sus lecturas de Schopenhauer, Nietzsche, Bergson.
Lo que ahí propone es una fuga apocalíptica o una superación wagneriana de la conciencia y la cultura rumbo a categorías que todavía no llama con todas sus letras El Espíritu Santo, pero a las que alude como: energía, vitalidad, espacios sin confín, libertad, ideal, universalidad etérea, poderoso desinterés, alto desdén, firme indiferencia, fulgor de grandeza serena, aventura sin cálculo y sin fin; y a las que no cree exitosas: las ve con “una emoción de catástrofe” que permite al hombre, así fracase, y el fracaso está garantizado, aspirar al Deseo y a lo Inaprensible. Prometeo, Zaratustra, Buda, Cristo, Quetzalcóatl, sus númenes de toda la vida.
Lo único importante era, pues, el instante humano de esa suicida rebeldía prometeica, de esa aspiración a lo absoluto, al espíritu, a la energía, al cosmos, a Dios o a los dioses, y luego la gran caída definitiva para reintegrarse en el cosmos panteísta —todos-somos-Dios-en-todo-desde-y–para-siempre— que fue su verdadera religión. No se trataba pues de proponer una filosofía practicable, eficiente, rentable y exitosa, sino una filosofía del sacrificio total a cambio de la experiencia de la vida como una breve y fatal aspiración a niveles superiores de existencia, de potencia o de voluntad, incluso a lo sobrehumano.
La finalidad del hombre y de la humanidad era sólo conocer esos instantes eternos de reto a su condición, de precipitación en el absoluto. Esos instantes eran la eternidad, esas catástrofes eran el éxito, esas muertes eran la vida. Sólo así se había vivido. Sólo así se había existido. No se oponía Vasconcelos únicamente a la mera visión utilitaria y cortoplacista de las recetas científicas y mercantiles de sus mayores, sino que a la sociedad y al individuo les exigía la sed de lo absoluto, de lo azaroso, de lo inagotablemente intenso, de lo inmortal, casi de lo divino. Se diría un hambre de autoexterminio a cambio de la experiencia de haberse atrevido a momentos de una vida alzada a su mayor potencia. Gólgota y Götterdämmerung, ascenso y derrumbe de Prometeo y de Quetzalcóatl, negación y plenitud del Buda.
El Zaratustra de Nietzsche ya aleteaba pues al lado de Vasconcelos en 1910, como lo haría hasta su muerte, un poco disfrazado de San Juan el Apocalíptico. En efecto, en 1957, a los 75 años, recoge en su recopilación de ensayos En el ocaso de mi vida un artículo curioso, “La B-H”, la bomba de hidrógeno, donde celebra que la fuerza o la energía nucleares, que al fin y al cabo no son sino otros nombres de ese viejo espíritu: el fuego, esté a punto de consumir y purificar el fallido experimento humano, a la sazón corrompido por “el comunismo, el humanismo y la mezcalina”, y así liberar el alma y el espíritu, “con un grito de júbilo”, del Anticristo Moderno rumbo a nuevos mundos o universos depurados, finalmente liberados y entregados a un nuevo ciclo del cosmos, del espíritu, de la divinidad o de la energía. La bomba de hidrógeno era la oportunidad de la humanidad fallida de 1957 de convertirse en un nuevo cosmos redimido por el fuego. En un nuevo avatar de ese universo-que-es-los-hombres-que-son-el-espíritu-que-es-Dios-que-es-Espíritu-Santo-donde-todo-y-todos-seguiremos-existiendo-eternamente-a-pesar-de-nuestra-insignificancia-y-pequeñez. Delirios, terrores y esperanzas de la Guerra Fría. Pero no exagera más que el Apocalipsis del seudo-san-Juan, que es un libro canónico.
He querido acentuar uno de los primeros y uno de los últimos textos de Vasconcelos para marcar la gran línea melódica invariable de su vida, a pesar de las teorías de los “varios Vasconcelos” y de sus múltiples sobresaltos ideológicos. El tema que la rigió; lo demás son variaciones. Desde un principio y hasta el final sus paisanos, tan sensatos y generalmente tan mediocres, acusaron a tal actitud de disparatada y de extravagante. Ya sabemos que los sensatos y los mediocres siempre se llevan las palmas de la sensatez y de la mediocridad. (Y de cualquier modo, precisamente a lo mismo pretendían aspirar muchas veces Caso y Reyes.) También la elogiaron como genial, inspirada, sublime, generosa, palabras que suenan mucho y cuestan poco, y que funcionan como homenaje ready made para todo mundo. Importa aplicarla al hombre que las enunció como programa de personalidad y de vida, y que explican en mucho tanto sus arrebatos portentosos de pensador, de educador y de político, como sus caídas biográficas e ideológicas. Tuvo sus precipitaciones a lo más alto y sus despeñaderos en catástrofe. Sus malquerientes suelen carecer de lo uno y de lo otro.
Varias veces asentó que su mayor exigencia como autor era seguir siendo leído durante cincuenta años. Llevamos más de un siglo leyéndolo. En parte, justo es decirlo, por el aura de su personalidad, por su mitología, por sus méritos y leyendas como educador y como rebelde político. Vasconcelos es un autor que siempre ha sido mucho más que sus textos; el personaje los ha sobrepujado y potenciado a menudo. Y en gran medida, son el asunto y la música misma de su literatura. Y también en gran medida, queremos a Vasconcelos precisamente por esos “disparates y extravagancias” sin las cuales no se explican, pero para nada, sus redentorismos culturales y políticos de los años veinte. Entreveo cierta inconsistencia en quien admira a Vasconcelos precisamente por esos entusiasmos delirantes y a la vez se los echa en cara.
Pero también se le ha leído por su escritura, y especialmente por uno de los libros más felices de nuestro siglo XX y de toda la bibliografía de memorias en castellano: el Ulises criollo (1935). Leemos en ese libro una representación apasionada de su infancia, de su familia, de los amigos, la escuela, los primeros amores; de la capital y la provincia, la frontera norte y las orillas del mar; del México porfiriano en que creció y se formó, de los paisajes, costumbres, ideas y emociones que lo conformaron hasta la muerte de Madero, cuando cruzaba la linde de sus treinta años de edad. No caben en ese libro sus escenas de bravura de educador y político protagónico, reservadas a los otros tomos de su autobiografía, pero ya está en él, más completa y vigorosa que en cualquier otra parte, su voluntad de reinventarse, de crear imaginativamente su memoria y su personalidad, su voz y su lenguaje.
Un poco para embromarlo, para atacarlo o para celebrarlo, se ha calificado como “novela” este tomo autobiográfico, como también se ha llamado “novela” a su Breve historia de México (de la que también se dijo —dizque un tal Octavio Guzmán, agazapado en el seudónimo Mateo Podán— que ni era breve, ni era historia, ni era de México; y en cierto sentido…). Un mínimo pudor de justicia debe reconocer que Vasconcelos, sean cuales fueren sus juicios y comentarios, no miente en los hechos. Sus memorias son auténticas y fieles memorias. Pero los tomos autobiográficos, como también sus títulos históricos y filosóficos, tienen mucho de novela en cuanto a la “voluntad” intelectual y estética que “representa” una realidad acatada. (“Voluntad”, “Representación”: Schopenhauer.)
Podríamos decir que sí tiene mucho de novela de aventuras esta saga frenética, hiperestésica, radical, de un hombre en busca de sus hazañas-inmolaciones a lo ideal, a lo generoso, a lo intransigente, incluso a lo sobrehumano. Nos cuenta Vasconcelos quién fue y también la gran parábola de quién y de qué modo quiso ser; narra su vida real como si fuese imaginaria y se entrega a su personaje como a un avatar de Ulises, o de los seres imaginarios de Balzac, Dickens, Tolstoi, Dostoievski…
Escrita en un estilo rápido, casi periodístico —pero de un periodista que se sabía su Platón y su Nietzsche al dedillo, y que había sido formado por oradores célebres, lo que significa mucha música y contundencia en la prosa… y mucha manipulación, je, del auditorio—; desdeñoso de la mera literatura pero no de ciertos vuelos declamatorios, Vasconcelos escribe no como estaba codificado que debía escribirse la “buena” literatura, sino como quiso escribir; es decir, sin renunciar ni a su realidad ni a su alter ego imaginario o mitológico. No hay un narrador especial (archiliterario o estetizante) para el Ulises criollo, a la manera de la prosa ultraliteraria de sus amigos Reyes, Guzmán, Torri: es el mismo narrador de los discursos de educador y de político, y del curioso filósofo que siempre trata de reducir todas las novedades del pensamiento y del conocimiento modernísimos a las pautas clásicas de Platón, de Plotino, del evangelio, de Buda, de Nietzsche y de la literatura budista o neobudista por entonces muy de moda por la concesión del Premio Nobel a Rabindranath Tagore.
¿Unas-memorias-que-parecen-ensayo-que-parece-artículos-filosóficos-o-políticos-que-parecen-novela? Todo eso y mucho más explican su éxito tan inmediato, tan vasto y tan  perdurable. Estas “impurezas” de tono y de género, estos mestizajes, esta voz miscelánea, que a ratos fueron consideradas como imperfecciones, en realidad son su perfección: son la voz precisa del hombre real y del alter ego imaginario y mitológico que las escribió.
Suena chistoso que al otro gran libro de memorias de la literatura mexicana, las Memorias de mis tiempos de Guillermo Prieto, se le hayan hecho reparos semejantes. Pero un libro de memorias no es sólo la representación o escenificación verista de los recuerdos, sino sobre todo la voluntad, la creación voluntarista del autor sobre ellos, la conversión del relato en su propia voz, su propia mitología, su propia parábola. Prieto supo que su destino literario era trabajar como la voz y la imaginación y la mitología de Guillermo Prieto, y no a partir de otros códigos; lo supo asimismo Vasconcelos, quien no suele apreciar a Prieto. Hay una tercera gran autobiografía de la literatura mexicana, semejante en cuanto mezcla de géneros, recreación del yo real por el alter ego imaginario-mitológico y la composición de un lenguaje único y misceláneo —ensayo, memoria, diatriba, defensa, lamentación, relato—, inventado expresamente para ese libro: la Respuesta a sor Filotea de la Cruz, de sor Juana.
Aunque ha conocido épocas y episodios de cierto desprecio y marginamiento político, académico, literario, mediático, en realidad Vasconcelos nunca ha sido ni desvalorizado ni revalorizado. Empezó desde lo alto, con sus amigos del Ateneo, en una de las pandillas más brillantes de toda nuestra historia cultural: Antonio Caso, Pedro Henríquez Ureña, Alfonso Reyes, Martín Luis Guzmán, Julio Torri, Enrique González Martínez, un parnaso como de veinte próceres, todos de mármol. Durante las épocas de persecución o menosprecio (especialmente durante el “pelelismo” callista, cuando se le insultó en un divertido mural de Rivera y se borró su retrato de un mural meramente decorativo de Montenegro), no escasearon ni las voces autorizadas ni las voces populares entre sus groupies… Pienso en Mariano Azuela, en Carlos Pellicer y otros Contemporáneos, en Alejandro Gómez Arias, en Manuel Moreno Sánchez, en Mauricio Magdaleno, en Andrés Henestrosa, en Luis Cardoza y Aragón…
Mi maestro Juan José Arreola recitaba de memoria, prácticamente levitando, con una dicción devota y en trance, los “Himnos breves”, como si se tratara de un salmo bíblico. Mi maestro Arturo Sotomayor nos decía, en pleno movimiento estudiantil de 1968, que no importaba tanto estar o no de acuerdo con sus extravagantes “vasconceladas”, que lo esencial era que “él sí había sido todo un hombre”, y que en su tiempo no había habido dos como él ni en la cultura ni en la política mexicanas. En mi casa siempre hubo libros de Vasconcelos que solían armar buenos debates en las sobremesas, y ése quizá marque el recuerdo cultural más remoto de mi infancia: discusiones acaloradas de los adultos, con intervalos de risas, sobre si Vasconcelos esto o Vasconcelos lo otro. Años después, por carta, mi padre cubano me comentaba sus recuerdos de la lectura de Ulises criollo durante su estancia en México. Una  bibliografía de encomios (y claro, de vituperios) sobre Vasconcelos se postularía infinita.
Sobre estas supuestas devaluaciones o revaloraciones deben señalarse, sin embargo, dos hechos duros: 1) precisamente durante el cardenismo se publicaron y circularon exitosamente en México no menos de una docena de sus nuevos libros más aguerridos, incluyendo los cuatro tomos autobiográficos clásicos (el quinto, La flama, es muy posterior y casi postizo) y las primeras versiones de la Breve historia de México, y todos los antiguos. Fue con el presidente Cárdenas cuando regresó de su exilio. Se le atacó mucho en esa época, en la prensa y en medios oficiales, pues evidentemente la metralla de sus libros no iba a quedar sin respuesta, pero se le otorgaron enteras la libertad de expresión y de regresar al país. Fue el mayor bestseller de la época cardenista: docenas y docenas de miles de ejemplares. ¿Qué mejor homenaje pudo hacerle el presidente Cárdenas, a quien sin embargo Vasconcelos continuó atacando toda la vida? A partir del régimen de Cárdenas no se puede sostener que Vasconcelos fuese perseguido ni censurado. Sólo fue proscrito durante el “pelelismo” de los “títeres” de Calles (Portes Gil, Ortiz Rubio, Abelardo Rodríguez), 1929-1934, y simbólicamente —no se le desterró: se trató de un autoexilio, y no se prohibieron sus escritos ni se le abrió expediente penal por sus desacato y rebeldía frente al resultado electoral; aunque, claro, el riesgo existió— y sólo por su radical actitud de erigirse en el presidente “legítimo” en el exilio y reclamar enterita la presidencia. En el extranjero, desde sus embajadas, los diplomáticos mexicanos del “pelelismo”, como su viejo amigo el embajador Alfonso Reyes (Argentina y Brasil) y su no tan amigo pero de cualquier modo viejo colega el embajador Enrique González Martínez (España), combatían oficial y oficiosamente los “embustes” y “delirios” del “disparatado, chiflado” Vasconcelos.
En cambio, 2) la revaloración mediática y académica de Vasconcelos, por parte de la reciente derecha política, como enemigo de la revolución mexicana y del PRI, y su invención como improbable barón del Partido Acción Nacional, que se difundió a partir del régimen del presidente Miguel de la Madrid, fue un mero oportunismo político del nuevo rejuego de partidos y falsificó el perfil de Vasconcelos como el de un tecnócrata-demócrata a la manera del nuevo PAN o del PRI de la decadencia, cosa totalmente irreal. Lo usaron los panistas para prestigiar su considerable codicia no sólo política, también codicia de muchos millones.
Siempre he visto en Vasconcelos al deturpador de don Porfirio, al seguidor de Madero, al político-guerrillero de la Convención; al pasajero socio de Villa (y de muchos villistas y zapatistas, y hasta de más de un carranclán, como su querido adversario Luis Cabrera); al seguidor, admirador y compadrísimo de Álvaro Obregón, al compañero de gabinete de Calles. Estuvo pues más que integrado en la familia revolucionaria, y sobran los documentos, las fotos y hasta los filmes que lo demuestran.
Si bien luego, en el “pelelismo”, denunció ejemplar y a ratos heroicamente, la dictadura y las matanzas de los caudillos y caciques en el poder —sus compadres y socios de apenas ayer—, y los enfrentó en unas elecciones que se resolvieron como un fraude escandaloso (suficiente acaso para anular los comicios, pero no tanto para como declararse súbitamente vencedor, ni con mucho), no se integró entonces a la derecha anti-PNR, ni apoyó a los cristeros, ni al clero, ni a los militares rebeldes de 1929. Tampoco formó parte de los fundadores del PAN.
Fue simplemente un renegado y desertor de la revolución, que se mandaba y bastaba solo, con sus muchachos y sus humildes campesinos, algunas decenas de miles, pero no cientos de miles. Sus seguidores no fueron los derechistas, los ricos ni los mochos, sino los estudiantes, los campesinos y las clases medias que simplemente querían una vida sin matanzas ni autoritarismo político, y veían en él a un civil honrado, generoso y culto.
A su regresó al país ocupó un buen lugar dentro del banquete oficial de Ávila Camacho y de tres presidentes del PRI (Alemán, Ruiz Cortines y su amado discípulo López Mateos), quienes no le escatimaron los más altos y generosos honores, puestos y favores oficiales. Por lo demás, la arcaica derecha mexicana, mientras Vasconcelos vivió, sólo utilizó lateral y casi vergonzantemente algunas de sus estruendosas andanadas contrarrevolucionarias, fascistas y antiizquierdistas, pero nunca quiso ni pudo incorporarlo abierta y formalmente a sus filas. Se trataba una arcaica derecha modosita, acomodaticia y negociadora, en sordina, que hacía mucho dinero a la sombra y con la colaboración de su dizque deturpado PRI: Vasconcelos le resultaba extremadamente incómodo y peligroso por su escandaloso pasado-presente de conflictivo, estridente, adúltero público (exhibicionista) y nietzscheano. Cuando a través de la católica Editorial Jus, la Iglesia quiso aprovechar su literatura como mera propaganda ideológica, e imponer algunos de sus libros como textos escolares en instituciones religiosas, le exigió “expurgarlas” de expresiones sensuales como “senos turgentes” para no escandalizar a la mochería. Por lo demás, buena parte de sus inspiraciones “indostanas”, nietzscheanas y germanófilas resultaban flagrantemente heréticas y paganizantes para el clero, quien ha llenado su Index de libros prohibidos con inspiraciones muy parecidas a las suyas, y se castigaba su lectura con la excomunión.
Vasconcelos pues en vida resultó extremadamente incómodo también y sobre todo para la derecha, el clero y la figura pública de los grandes empresarios que no dejaban de hacer abundantes negocios con el régimen; de modo que se refugió a sus anchas en las administraciones culturales priistas donde, también algo incómodamente, se le brindaba un ceremonioso respeto como a ex prócer genial, aunque ya algo chocho o chiflado. Y por lo demás, desde su pedestal de sabio oficialmente consagrado, despotricaba cuanto quería y contra quien quería no sólo en libros de gran venta sino en la prensa nacional de mayor tiraje, y también en la radio e incluso en la televisión (subsiste algún video).
Resulta pues totalmente ilegítima y hasta cómica, entonces, la expropiación de Vasconcelos por parte del PAN (como se trató en tiempos de los presidentes Fox y Calderón y de sus fallidos secretarios de Educación, como Reyes Tamez, Josefina Vázquez Mota, Lujambio). Lo que hay es un seguro, demostrable, evidente, Vasconcelos antiporfirista, maderista, villista, obregonista, avilacamachista y finalmente torresbodetista, bien asentado, con vendettas y escándalos, tanto en la familia revolucionaria como en la postrevolucionaria, hasta su muerte a la que no le fue ahorrada ninguna celebración oficial.
La panificación de Vasconcelos sólo añade una escena de color tartufesco a la farsa del oportunismo político de los años recientes. Fue destempladamente, en sus últimos tiempos, un fascista, un clerical y un reaccionario escandaloso, jamás un derechista políticamente correcto. Su fantasma tampoco cupo en los oportunistas nichos prefabricados de la reciente derecha política. Nunca supo ni quiso ser hombre de nichos, ni de altares, ni de edificantes panegíricos de estampita. Bravo por él. Escribió en una carta de 1935 sobre la Iglesia: “Me interesa que el país sepa mi distanciamiento absoluto del elemento clerical, no obstante mi convicción de que debe darse a los católicos todo el derecho que tienen como mexicanos y como católicos”. Luego diría otras cosas.
Cuando los neovasconcelistas me hablan con demasiado entusiasmo de Vasconcelos como de un “apóstol de la democracia”, pienso que sí, claro: la campaña de 1929. Habló entonces mucho de la civilidad y de la paz y de la reconciliación nacional y del voto y de sustituir a Huichilobos (los demás) por Quetzalcóatl (sólo él mismo), y de muchas cosas así, qué lindo (tan lindo que muchos estudiantes e incluso campesinos se abalanzaron, presas del gran entusiasmo, del “fuego sagrado” del absoluto, contra las bayonetas y la metralla), aunque de sobra sabía él —y lo reconoce expresamente en El proconsulado— que todo el aparato y la estructura electorales en que accedió a participar estaban abrumadoramente controlados y hasta físicamente manipulados por el gobierno enemigo (caciques y presidentes municipales que de propia mano cruzaban todos los votos de su distrito), y que las fuerzas fácticas (militares, empresarios, caciques, curas, obreros sindicalizados) le eran también abrumadoramente adversos. Lo sabía. No contuvo a sus muchachos ni a sus campesinos. Los azuzó más y más, y luego miró a otro lado. Como con Antonieta Rivas Mercado.
Pienso en todo eso. Y no lo olvidé cuando escribí en mi librito de 1977, Se llamaba Vasconcelos, ciertas críticas a la poca consideración que el candidato arrebatado, pero consciente de que su hazaña electoral era meramente testimonial y simbólica, y que no habría elecciones efectivas ni podría rebelarse, tuvo ante la sangre de los otros: sobre todo los campesinos iletrados y los estudiantes casi adolescentes que no se ahorraron caer asesinados por policías, soldados y sicarios.
Me lo han reprochado, para mi asombro, porque no hice sino repetir la crítica de sus más dilectos y leales seguidores, como Carlos Pellicer, quien escribió entre otras cosas en 1960, en su “Elegía apasionada”, al año de su muerte:
Último día de junio en que hace un año,
la muerte arrancó un corazón lleno de fama,
de quien nació para encender hogueras
muchas veces buenas, pocas veces malas.
Dios mío, perdónalo.
Te pido también por los que murieron por su causa.
Te pido también por la hermosa mujer
que se suicidó por él una catedralicia mañana.
¡Dios mío! Ten piedad de aquel hombre
que llevaba estrellas en las manos
y un jardín de lujuria en la cara.
Por su soledad llena de estrellas,
perdónalo, Señor.
Por la noble mujer que lloró tanto a su lado,
perdónalo, Señor.
Por su placer en las contradicciones,
perdónalo, Señor.

Cuando veo o escucho a los neovasconcelistas oficiales de la neoderecha inventándose no sé qué santón de cromo y hojalata de Vasconcelos, recuerdo a los diez o doce viejos vasconcelistas auténticos, de toda la vida, siempre cercanos al corazón del prócer, con quienes pude conversar largamente gracias a los buenos oficios de mi maestro Carlos Pellicer. ¡No se parecen en nada, pero en nada! Estos viejos que hacia 1974 o 1975 me hablaron horas de su profeta, al que veneraban y amaban sin ahorro, no eran para nada complacientes con las caídas del prócer en llamas. Le censuraban su crueldad con sus seres más cercanos, como su primera esposa, sus amantes Elena Arizmendi y Antonieta Rivas Mercado, entre otras (Bertha Singerman supo resistirse); le censuraban sobre todo que no hubiese protegido la sangre de los otros, de los muchachos adolescentes y de los campesinos de 1929, a los que arengó para que se inmolaran, como si tuviese modo o intención de defenderlos. Para ellos el apóstol y el mártir se llamaba Germán de Campo, el joven estudiante vasconcelista asesinado cuando arengaba en pleno mitin.
A ellos, los vasconcelistas verdaderos de toda la vida, varios de los cuales lo dejaron claramente escrito en sus libros y artículos, no era tan fácil hablar de un apóstol y santón de la democracia en 1929; ni del desplante de erigirse en presidente “legítimo” en rebeldía y largarse al exilio en una especie de tour de conferencias, en lugar de quedarse como paladín de la oposición y de defensor de la sangre y del proyecto político de sus suyos.
Tampoco eran complacientes con su nazismo, ni con su  estridente y tardío clericalismo postizo (en realidad, Vasconcelos siempre fue más bien agnóstico-panteísta, y mucho más platónico o plotiniano, o nietzscheano, o budista, que mocho: siempre puntualmente hereje por los cuatro costados), ni con su fascismo hispánico (su propaganda a varios dictadores de España y América, en nada menos censurables que los revolucionarios y “peleles” mexicanos, como Franco y Perón), ni de… Que no me hablen del intachable, del recto, del riguroso, del estricto. También tenía lo suyo de bribón. Y bastante.
Sabían que la veneración y el amor más acendrados y efusivos no se enemistaban con la verdad de los hechos, y con la crítica, y con la sangre derramada de otros vasconcelistas. También pues pienso en eso cuando me hablan de su santón de la neoderecha pergeñado en lustros recientes. Recuerdo de paso la sardónica ironía de Pellicer cuando señalaba que el estentóreo homófobo que fue Vasconcelos, se hizo ayudar por todos los príncipes de la jotería ilustrada mexicana —puro genio— para sus principales campañas: Pellicer mismo, Novo, Villaurrutia, Torres Bodet, Montenegro y veinte más. “Los maricones no lo escandalizábamos en absoluto. Nos quería mucho, uno a uno. Nos protegió, nos defendió, nos estimuló personalmente, uno a uno. Pero no soportaba la idea digamos platónica de la inversión. La idea abstracta, general, universal, de la Inversión le resultaba caótica.  Nada carnal le escandalizaba, las ideas sí. Así eran sus contradicciones”. Pienso en el instigador y protector de los Contemporáneos, clamando en La flama contra la Sodoma Cultural de sus ex efebitos adorados, sus defensores y discípulos, que tan duro y tan brillantemente trabajaron para él y a quienes lastimó tan gratuitamente.
Pienso en el frío cálculo con que, en su momento, trató a los cristeros, a quienes no apoyó sino hasta la retórica caritativa de La flama (1959), treinta años después, para asaltar póstumamente el martirologio cristero. Pienso en los conciliábulos en California, entre el desterrado Calles y el autoexiliado Vasconcelos, para derrocar a Cárdenas y entronizar en la silla presidencial a un nuevo “pelele” de facto, legitimado por una farsa electoral al vapor: ¡Vasconcelos mismo! ¿Apóstol de la democracia? Por favor.
Pienso en eso. Pienso en las brillantes mujeres, intelectuales y feministas, a las que conoció y sedujo así: modernas y creadoras, y luego hirió y abandonó porque las hembras se le helaban cuando pensaban demasiado. Pienso en su vocería del nazismo, que luego ocultó aviesamente a su biógrafo judío Itzahak Bar Lewaw, quien sólo descubrió años después de publicar su libro, que su héroe de la libertad y del humanismo había sido todo un vocero de Hitler en México, y que sólo había suspendido su nazismo por órdenes tajantes del presidente Ávila Camacho (órdenes un poco de hecho, pues incluyeron la clausura del local de Timón, la revista nazi de Vasconcelos), al declararle México la guerra al Eje. ¿Santón de cromo y hojalata de la neoderecha legalista, electorera, beatona? Pienso en eso.
Pero sobre todo pienso en Chapultepec, a propósito de apóstoles de la democracia. Año de 1923 bien presente tengo yo: el secretario de Educación, obregonista de hueso colorado, asciende en su automóvil oficial la rampa del Castillo rumbo a la residencia oficial para solicitarle al tremendo caudillo Obregón su favor para lanzarse como candidato del régimen a la gubernatura de Oaxaca. Debemos agradecerle a Obregón que tajantemente se lo negara. Convencido de que con los sonorenses no tenía otro futuro político que el de educador decorativo o promotor cultural, pero ninguna oportunidad real de poder político efectivo, Vasconcelos renuncia en valeroso desplante a la secretaría (en El desastre dice también tuvieron que ver algún crimen político y el ascenso del grupo callista) y se erige, berrinchudo, en un inesperado y súbito periodista de oposición, bastante cauto por lo demás durante los primeros tiempos de su revista La antorcha… Si el caudillo Obregón le hubiese concedido el capricho (¿y qué le costaba?, ¿cuántos cargos repartió a personajes menos calificados y menos queridos?) nos habríamos quedado sin “apóstol de la democracia”…  y tal vez sin Ulises criollo.
“El general Obregón, que acababa de declarar que era genial mi obra educativa, decidió que a Oaxaca la gobernase un pobre sujeto que antes del año se retiró él mismo abrumado por la responsabilidad que el azar le echara encima. En privado se dijo que el general Obregón opinaba que yo era mucho para Oaxaca… Yo era un águila, afirmó, y Oaxaca me iba a resultar una jaula… Necesitaba yo más espacio para mis aptitudes. A los pocos días amigos comunes sugirieron que si yo pasaba por Relaciones a platicar con el ministro seguramente ahí encontraría una buena comisión en Europa” (El desastre, “Vidas fósiles”).
Una parábola. En el principio estaba Obregón. Fue su capricho nombrar a su amigo Vasconcelos primero rector de la Universidad y luego secretario, para lo que hubo que modificar la novísima constitución revolucionaria, que expresamente atribuía a los municipios la educación oficial, e inventar una Secretaría de Educación Pública federal, al gusto del nuevo ministro; probablemente Obregón nunca se enteró del calado social de la labor de Vasconcelos, pero sí de su gran aceptación popular y de su deslumbrante resonancia internacional. Sobre todo consideraba a Vasconcelos un funcionario brillante, eficiente, honesto y confiable, que había sabido oponerse a Carranza. No quiero ni imaginarme a Obregón y a Vasconcelos hablando de Buda y de Platón en los salones del Castillo de Chapultepec, aunque Obregón, poco letrado, solía simpatizar con los grandes intelectuales, como Valle-Inclán. Luego, creyendo a Pepe poco dotado para la rijosa política práctica regional, le negó la candidatura oficialista a la arisca gubernatura de Oaxaca: que Pepe mejor se quedara en la capital, en el nuevo palacio neocolonial que se había hecho construir y decorar a todo vapor tan a su capricho, en su despacho tan bonito, con su escritorio exquisitamente labrado (elefantes y todo) y el gran letrero inspirador con el nombre de Rabindranath Tagore y demás orientalismos de Montenegro: ahí quietecito, el queridísimo Pepe, su catrín intelectual, editando libritos, encargando muralitos, organizando conciertitos… Así fue como también Obregón inventó al más célebre opositor y propagandista de la contrarrevolución mexicana en la primera mitad del siglo XX. Dos veces loado sea Álvaro Obregón.
“Ajústense sus cinturones. Esta va a ser noche de turbulencias”, dijo inolvidablemente Bette Davis en All about Eve, jugando a imitar a Tallulah Bankhead. Quien quiera leer a Vasconcelos o sobre Vasconcelos, ajústese su cinturón: va a tener a bumping night. En él no hay estilizaciones, rutinas ni moralejas ejemplarizantes: todo es contradicción, arrebato, plena literatura. Lo vemos en lo peor y lo mejor, sin ahorro. Se entrega cada instante a su delirio, a su absoluto, con absoluta indiferencia de su carrera de prócer o de alma correcta.
Muchas veces señaló, sobre Dostoievski por ejemplo, que el mal y el bien, la sensatez y la locura, lo de arriba y lo de abajo, el vicio y la virtud eran meras ilusiones de nuestra ingenua representación de la realidad. Vistas en su movimiento continuo tales categorías no se diferenciaban, se mezclaban y combustían en el mismo fuego de la voluntad creadora, de l’élan vital (Bergson). De pronto, claro, trata de manipular el tablero: se acerca de rodillas a Dios, se entrega a todos los demonios, y nunca consigue trucar el movimiento perpetuo de su naturaleza. Así es la creación. Así es el espíritu. Así-es-el-universo-que-creamos-y-nos-crea.
Por ilusoria que resulte desde la honda perspectiva de un Buda, de un Zaratustra, de un Prometeo, de un Cristo, de un Quetzalcóatl, no podemos eludir, durante nuestro falible transcurso terrestre, la realidad concreta y material, carne y hueso, sangre y sudor, de las personas y del mundo, de uno mismo, y hay que vivirlas como si fueran toda la realidad. Sabemos que es ilusoria, el Velo de Maya y esas cosas, pero es toda nuestra realidad. De ahí la extraordinaria sensibilidad de este espiritualista ante la miseria, la ignorancia, los abusos, la crueldad y las vicisitudes terrenales, y concretamente mexicanas.
Sus primeras campañas como educador —sin olvidar la curiosa edición “pacifista” del libro más guerrerista que la humanidad haya producido, la Ilíada, dizque para depurar a los nuevos lectores de la experiencia de las matanzas revolucionarias— fue la educación mediante el jabón, el bolillo, el peinado a rape y el baño semanal de los niños. Había hambruna, había desnutrición, había tifo. Estas catástrofes demasiado reales se impusieron de inmediato al espiritualista, que se puso también a predicar la gimnasia escolar y el amor maternal de las maestras como la mejor pedagogía improvisada.
Había también desestima, desprecio, horror y hasta pánico de uno mismo, por ser pobre y/o indio en un país tan clasista y tan racista. Esta realidad demasiado cruel e inmediata lo llevó a pedir a los pintores que exaltaran la fisonomía del indio, del campesino y del pobre en los murales. Poco después Rivera se pasó de la raya y también los exaltó como guerrilleros. Todos se pasaron de la raya (Orozco, Siqueiros), salvo acaso el buen Montenegro, pero Vasconcelos tenía una mente amplia y tolerante. Dio la bienvenida a toda la gente de talento, incluyendo a sus adversarios antirrevolucionarios, como López Velarde, a quien encargó La suave patria y cuyo funeral organizó y presidió. La reivindicación de todo lo indígena, de todo lo campesino, de todo lo popular, de todos los menesterosos, humillados y ofendidos, fue la extraña conclusión que produjeron las arrebatadas teorías de Nietzsche y Schopenhauer en su lector mexicano. También acogió a la izquierda: zapatistas, villistas, sindicalistas, socialistas, que también se pasaron de la raya, e incluso se le amotinaron, apersonados por ejemplo en Lombardo Toledano y Siqueiros.
¿Que no sabíamos lo suficiente de las culturas indígenas en 1920? ¡No hay que saber, sino inventar! Aplicar la voluntad sobre la representación: así, por ejemplo, sus primeras mitologías oficialistas de Quetzalcóatl recordaban más al Buda y a las civilizaciones de la India. ¿Qué mejor homenaje a Quetzalcóatl que reinventarlo como un Buda americano? Y de veras, de veras, ¿es imposible trazar analogías entre ellos, y entre ambos y Prometeo y Cristo y los héroes wagnerianos?
El “disparatado y extravagante” Vasconcelos era además un brillante abogado pragmático. Conocía la realidad desde el punto de vista de los negocios. Buenísimo para los negocios el idealista disparatado. ¿Para qué la campaña de alfabetización? ¡Claro, para leer a Goethe, a Tolstoi, a Tagore; a Homero, a Eurípides, a Sófocles! Eso es el ideal. Pero también y sobre todo para que el indio, el desprotegido, el pobre, el peón, el obrero, entienda los contratos que firma, y pueda llevar las cuentas de su salario y de sus gastos. No andaba tan por las nubes entonces el espiritualista, delirante, extravagante o apocalíptico Vasconcelos.
¿Y cómo hacerlo sin dinero suficiente, sin maestros, sin escuelas, sin experiencia técnica? Llama a Prometeo para que auxilie al pragmatismo: crear una mística, revivir la caridad cristiana originaria (“inspírense en los frailes misioneros”) o la temprana filantropía masónica. Convoca a los voluntarios (muchos trabajaron gratis o con remuneración simbólica en los primeros tiempos, aunque el presidente Obregón fue muy generoso con el presupuesto educativo). Se trataba en principio de jabón, de baño semanal, de desayuno escolar (bolillo y atole), de ropa limpia, de restañar el amor propio, la autoestima y la dignidad y las expectativas que los niños han de crearse para luego auxiliarse a sí mismos.
Sobraban las mujeres viudas y solteras y casi ninguna mujer tenía un empleo formal en el país desolado que salía de las terribles batallas: la nueva maestra no necesitaba sino saber unas cuantas letras, un poco de aritmética y todo su instinto maternal, al menos para empezar. Las maestras debían de erigirse en las madres del pueblo. Las escuelas se instituirían como las casas del pueblo. Todo lo demás se iría arreglando sobre la marcha. E importó a la chilena Gabriela Mistral para ofrecerles, más que instrucción, un ejemplo vivo, un tótem.
Con tal velocidad y con tal abundancia de iniciativas que marea, arrebataba inspiraciones pedagógicas donde quiera que las encontrara: lo mismo entre las comunidades pobres de Nueva Inglaterra, que también se estaban alfabetizando, que en la burocracia soviética planificada de Lunatcharski.  Pero no duró mucho Vasconcelos como rector-secretario de Educación. Cosa de cuatro años. Después de su renuncia, todo el proyecto fue reformulado por pedagogos menos arrebatados, más documentados y pacientes… y más inclinados al socialismo, al indigenismo y al protestantismo.
Toda su épica como educador ha sido cantada con grandes palabras por todo mundo, menos por él. Su relato en el tomo correspondiente de su autobiografía, El desastre, decepciona por completo: entregado a su amargura, a su vendetta personal contra otros políticos, se olvida de cantar su propia hazaña y desperdicia demasiadas páginas en enumerar así, como pisando ascuas, sus afanes y rencillas, y en deturpar a los canallas y traidores que lo relevaron. Resultan mejor lectura, sobre el mismo asunto, su “Conferencia leída en el Continental Memorial Hall, de Washington” o el librito de “pedagogía estructurativa” De Robinson a Odiseo.
De cualquier manera, es típico de Vasconcelos el resultar un desapegado, casi indiferente trovador de sus mejores hazañas. No necesitaba esforzarse mucho en cantarlas: ellas eran de bulto su mejor canto. Lo mismo ocurrirá con ese mero expediente documental de su campaña electoral, El proconsulado. Lo mejor de ambos volúmenes no es lo que toca a sus asuntos, sino estampas de viaje. Tocará a otros cantar sus mayores loores.
Siente desgana y hasta cierto asco de tomarse en serio en sus grandes logros. Prefiere entregarse al odio y al vituperio del enemigo, como un improvisado diablo castigador en algún círculo del infierno dantesco. Pobló sus tomos autobiográficos de los espantajos que odiaba en una especie de pesadilla infernal. Y más vale que quienes se acerquen a sus páginas, o a las que otros escriben sobre él, ajusten sus cinturones en esa lectura turbulenta. Fasten your seatbelts! It’s going to be a bumping night!



La poesía mexicana del siglo XX

7/Septiembre/2014
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

El siglo xxi es tan joven, tan incipiente, que a veces no nos permite darnos cuenta que el siglo XX ya pasó. Pasó es un decir, porque en realidad mucha de nuestra cultura sigue estando marcada por el siglo anterior. Para decirlo en términos de cultura poética, Octavio Paz, nacido en 1914 y muerto en 1998, y Jaime Sabines, nacido en 1925 y fallecido en 1999, son los dos últimos grandes poetas mexicanos del siglo XX, por cuanto que ninguno de sus libros corresponde (en sus ediciones originales) al siglo XXI.
Eduardo Lizalde (1929) escribió y publicó sus mejores libros (El tigre en la casa, La zorra enferma, Caza mayor) en la década del setenta del siglo XX, y ha publicado también en el siglo XXI, pero sin duda lo mejor de su obra pertenece al siglo anterior.
En cierta medida es el mismo caso de José Emilio Pacheco (1939-2014): sus mejores libros de poesía (Los elementos de la noche, No me preguntes cómo pasa el tiempo, Irás y no volverás, Desde entonces, Los trabajos del mar, El silencio de la luna, etcétera) se publicaron entre 1963 y 2000. Como la lluvia y La edad de las tinieblas, que aparecieron, ambos, en 2009, contienen poemas espléndidos, pero estrictamente, José Emilio es un poeta del siglo XX.
Todos los libros de poesía de Hugo Gutiérrez Vega (1934) pertenecen al siglo xx: Buscado amor, Resistencia de particulares, Cantos de Plasencia, Cuando el placer termine, Cantos de Tomelloso, Georgetown blues, Una estación en Amorgós, Los soles griegos, etcétera; aunque ya haya prometido un nuevo libro de poemas para el siglo XXI.
Homero Aridjis (1940) fue el poeta más joven de Poesía en movimiento (1966): justamente con quien se abre esa antología que sus antólogos se niegan a llamar antología. Aridjis publicó varios de sus mejores libros en el siglo XX (Antes del reino, Mirándola dormir, Perséfone, Construir la muerte, etcétera), pero en los últimos años (que son los de la primera y la segunda décadas del siglo XXI), entre 2001 y 2013 ha publicado libros que revelan la madurez de su creación verbal: Los poemas solares, Diario de sueños y Del cielo y sus maravillas, de la tierra y sus miserias.
Luego de él es imposible no mencionar a poetas como Francisco Hernández, Antonio Deltoro, Marco Antonio Campos, David Huerta, Efraín Bartolomé y Coral Bracho, entre otros que han venido produciendo su obra a caballo entre los siglos XX y XXI.
Francisco Hernández (1946) publicó espléndidos libros en el siglo XX, pero no menos espléndidos son los del siglo XXI: desde Soledad al cubo (2001) hasta La isla de las breves ausencias (2009), pasando por Mi vida con la perra (2006) y otros títulos más que ha venido abonando a su obsesionada vocación lírica que de pronto desemboca en el ancho río de la narrativa como en su Diario sin fechas de Charles B. White (2005).
Antonio Deltoro (1947) publica poco pero concentrado. Sus mejores libros (Algarabía inorgánica, Los días descalzos y Balanza de sombras) pertenecen al siglo XX, pero en 2012 publicó un poemario excelente: Los árboles que poblarán el Ártico.
Marco Antonio Campos (1949) publicó en el siglo XXI dos libros notables: Viernes en Jerusalén (2005) y Dime dónde, en qué país (2010). Son libros que están entre lo mejor de su producción poética y entre lo mejor de la poesía del siglo XXI.
David Huerta (1949), que entregó al siglo XX libros notables como Cuaderno de noviembre, Versión, Incurable, Historia y La música de lo que pasa, también ha entregado al siglo XXI libros estupendos como El azul en la flama (2002) y La calle blanca (2006).
Lo mejor de la poesía de Efraín Bartolomé (1950) corresponde al siglo XX (Ojo de jaguar, Música solar, Cuadernos contra el ángel, Música lunar, Corazón del monte, Partes un verso a la mitad y sangra, Oro de siglos), pero en el siglo XXI ha continuado esa obra con libros excelentes, entre ellos El son y el viento y Cantando el triunfo de las cosas terrestres, ambos de 2011.
Coral Bracho (1951) dio al siglo XX libros espléndidos, entre ellos El ser que va a morir, Bajo el destello líquido y La voluntad del ámbar, pero en el siglo XXI ha venido realizando una poesía esencial (esto es, de esencias poéticas) con libros como Ese espacio, ese jardín (2003), Cuarto de hotel (2007) y Si ríe el emperador (2010), que están entre lo mejor de la poesía mexicana contemporánea.
Y un poeta especialmente notable es Jorge Fernández Granados, cuyo Principio de incertidumbre (2007) es un alto libro. Sus otros títulos no menos espléndidos pertenecen al siglo XX: La música de las esferas, El arcángel ebrio, Resurrección, El cristal y Los hábitos de la ceniza.

sábado, 6 de septiembre de 2014

EL “ENSAYO CREATIVO” OFICIALIZADO

6/Septiembre/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

En el 2011 apareció en la convocatoria de becas del Fonca para Jóvenes Creadores. Este 2014 ya está consolidado en la convocatoria del Sistema Nacional de Creadores de Arte; hablo del “ensayo creativo”.
Tanto en “letras indígenas” como en “letras” (no indígenas) la categoría de “ensayo” ha sido reemplazada por la de “ensayo creativo”.

Se trata del triunfo de la categoría norteamericana de “creative writing” sobre la de “literatura”. Como ya se ha probado en Estados Unidos mismo, la “escritura creativa” sirvió para estandarizar y despolitizar al campo literario.

Sustituir “ensayo” por “ensayo creativo” desacelera que la reflexión literaria mexicana tome un rumbo que Conaculta desaconseja: que crezca el interés analítico, el purismo de la prosa disminuya y se sepulte el conveniente ensayo sobre nada (el típico ensayo mexicano sobre el arte de volar papalotes sin usar hilo o la biografía de la gemela desaparecida de la comilla que bajó el elevador y se volvió coma).

El ensayo lúdico (ensayo–poema) es vital para la imaginación ensayística. Pero una literatura que solo escribiese ese tipo de ensayos resultaría insulsamente derechista y exquisitamente anacrónica.

Conaculta pretende que una sub–rama del ensayo (el “ensayo creativo”) reemplace a todas las ramas del ensayo o, en el mejor de los casos, las obligue a entrar de contrabando en ese anglicismo.

El anglicismo, a la vez, privilegia un tipo de ensayo mexicano (de distracción culta) que creció (junto al PRI) para impedir el crecimiento del ensayo de crítica literaria, histórica o teórica (especialmente después del 68).

“Ensayo creativo” es una categoría blanda (el ensayo por el ensayo mismo); el ensayo “perfecto” para una dictadura perfecta, que necesita escritores que escriban muy bonito y sean poco críticos. El ensayo como gracioso pasatiempo letrado.

El cambio es arbitrario e incluso contrario al propio canon, ya que si pensamos, por ejemplo, en los dos principales ensayos de Paz (El laberinto de la soledad y Sor Juana o las trampas de la fe) son ensayos de crítica literaria, teoría, psicoanálisis e investigación. Son todo lo contrario de un “ensayo creativo”.

Seamos exactos: el “ensayo creativo” viene del sub–canon; el canon wanna be.

El “ensayo creativo” en México se consagra con escritores que creen continuar a Torri, Reyes, Arreola o Monterroso y que, en verdad, son Chespiritismo del ensayo.

Por supuesto, Conaculta no justificó su capricho y no sería imposible que el “ensayo creativo” haya aparecido por el descuido de algún comité de escritores que decidieron que el ensayo sobre cómo vestir pulgas debe ser el nuevo centauro de los géneros.

Como sea, el “ensayo creativo” ya está oficializado; es ya el nombre y criterio oficial del ensayo. Su caña de pescar, su embudo.

lunes, 1 de septiembre de 2014

Onetti y la novela breve

21/Agosto/2014
El País
Juan José Saer

Alrededor de 1960, entre los narradores jóvenes que se lanzaban al trabajo literario, la forma que encarnaba la máxima aspiración estética, el modelo de toda perfección narrativa, no era ni la novela ni el cuento, sino la novela breve. Equidistante de la transcripción súbita del cuento, semejante a la del poema, y de la elaboración lenta de la novela, que parecía valerse de una serie de mediaciones consideradas un poco indignas a causa del carácter técnico y vagamente innecesario que se les atribuía, la novela breve tenía la atrayente singularidad de permitir cierto desarrollo narrativo al mismo tiempo que parecía surgir de una concepción intuitiva y repentina, e incluso, en cuanto al tiempo material de ejecución, ofrecer la posibilidad de una rapidez relativa, capaz de preservar la frescura exaltante de la inspiración. Y si bien la dificultad de realizar tan exorbitantes perspectivas resultaba evidente, la fascinación que ejercía la novela breve sólo decayó cuando, a mediados de los años sesenta, el género "gran novela de América", patética superposición de estereotipos latinoamericanos destinada a conquistar el mercado anglosajón, plegándose en el contenido y en el formato a sus normas comerciales, desalojó de las librerías a los discretos y admirados volúmenes de alrededor de cien páginas que perpetuaban tantas obras maestras.
Las normas de extensión que circulaban entonces -de veinte a ciento veinte páginas más o menos- eran desde luego convencionales, pero presentaban la ventaja de ser suficientemente amplias como para dejarle a la imaginación muchas opciones constructivas y al mismo tiempo reducir al máximo la tiranía del género, cuya frecuentación, a decir verdad, estimula en los narradores cierta libertad formal no solamente con la novela breve, sino también con cualquier otro género por el que se aventuren. Pero es obvio que no eran ni la extensión ni el tema lo que estimulaba la imaginación de los narradores, sino algunos atributos propiamente poéticos y retóricos, como el ritmo, el cuidado verbal, el laconismo, la sugestión, en contraste con la discursividad, el prosaísmo, las convenciones estructurales, el conceptualismo de la novela. La novela era un poco el pariente pobre de la creación narrativa, y la tradición novelística latinoamericana sólo existía gracias a dos o tres excepciones. Es verdad que, en los manuales, las novelas pululaban, pero sus pautas estéticas eran ya de otras épocas, y si analizamos retrospectivamente, a partir de 1960, el mapa de la narración latinoamericana, muy pocas novelas en el sentido convencional del término se salvan, y en cambio, la abundante producción de cuentos y de novelas cortas constituye una colección de indiscutible riqueza. Mariano Azuela, Quiroga, Arlt, Borges, Bioy, Silvina Ocampo, Rulfo, Onetti, Di Benedetto, Felisberto Hernández, etcétera, son la prueba más que suficiente de que, con la doble excepción de Arlt y de Juan Carlos Onetti (y quizá también de Alejo Carpentier), la creación narrativa latinoamericana de la primera mitad del siglo veinte había sido capaz de prescindir de la novela.

Una de las características más

atractivas de la obra de Onetti es justamente que los diferentes relatos que la componen no corresponden a ningún formato fijo, y que cada uno de ellos cristaliza gracias a una necesidad interna que gobierna la extensión, la estructura, la voz narrativa. Esos elementos, que podríamos llamar universales del relato, siempre están utilizados de manera novedosa y compleja, adecuada a cada caso concreto, lo que da como resultado que, por debajo de la monocorde elegía onettiana, el conjunto de sus ficciones ofrezca una abundante variedad formal. Esto es también válido para sus novelas, pero se verifica a simple vista en sus cuentos y novelas cortas. Entre los más logrados, o por lo menos más ambiciosos de sus textos breves, si todos llevan la marca inconfundible de su inconfundible personalidad artística, no hay dos que, por su construcción, se parezcan. Tan estimable, exacto y sutil en la mayoría de sus páginas, Barthes se equivocaba sin embargo cuando aplicaba el dogma estructuralista al análisis del relato: esa supuesta estructura subyacente, ese repertorio de invariantes puede que esté en toda ficción, pero no posee más valor que el que tienen el caballete, la tela y el bastidor o el tópico sobre el que el artista trabaja -el desnudo o el retrato de familia por ejemplo- en el interior de la superficie pintada, respecto de la obra irrepetible y singular que sale de sus manos. Cada uno de los grandes textos breves de Onetti aporta la confirmación de esa unicidad vívida que justifica a toda obra de arte.
El narrador por ejemplo, en casi todos sus textos, más allá de las académicas atribuciones del punto de vista, siempre tiene una posición, una distancia, una capacidad de percibir y de comprender respecto de lo narrado que es diferente cada vez y únicamente válida para el relato al que se aplica. El célebre Qué le ven al coso ese (Henry James) proferido por Onetti en el bar La Fragata ante las caras escandalizadas de Borges y Rodríguez Monegal, podría explicarse por la constancia -admirable- de James en la utilización rigurosa de un mismo punto de vista para cada relato, que tal vez Onetti, lector de Conrad, Joyce y Faulkner consideraba ya como de otra época (lo mismo probablemente que el pudor jamesiano no menos corrosivo sin embargo que la crudeza de sus sucesores). La opacidad del mundo social del que Henry James sugiere en muchos de sus textos la difícil lectura, y que trae aparejada la incapacidad de extraer de los diferentes comportamientos un sentido y una moral, se ha vuelto para Onetti ciénaga viscosa y laberíntica, patria oscura del desgaste, el fracaso y la perdición. De acuerdo con la estrategia de cada relato, los diferentes narradores intuyen, verifican y a veces incluso suscitan la catástrofe prevista ya desde el principio. La derrota es lo que siempre cuentan o presuponen los narradores de Onetti, aunque ciertos relatos, como Jacob y el otro por ejemplo, finjan terminar bien. Sin embargo, uno de los rasgos ejemplares de su narrativa es que, a pesar del intenso patetismo de sus temas y situaciones, la organización formal supera el riesgo del melodrama. El vocabulario de los sentimientos y de las pasiones es perfectamente natural en sus relatos, gracias al trabajo estilístico que distribuye las palabras desgastadas por el uso indiscriminado que hace de ellas el comercio melodramático, en una construcción verbal que las relativiza, las limpia, y les devuelve su sentido original.
Esta característica es tal vez lo más personal de su literatura: un distanciamiento no solamente irónico o escéptico, sino sobre todo formal respecto del universo trágico que es su materia narrativa. En sus relatos todo conduce a la catástrofe: la desesperación, como en Tan triste como ella, pero también, como ocurre en La cara de la desgracia, menos previsible, y tal vez por eso más cruel, irrazonable, la esperanza. La observación de Gilbert Murray según la cual, "en la tragedia griega, cuando un hombre es llamado feliz, el porvenir se anuncia negro para él", parece haber sido pensada para los personajes de Onetti, muchos de los cuales son conscientes de la situación, como el almacenero de Los adioses que, en el magnífico primer párrafo de la novela, que todos los aspirantes a escritores de nuestra generación sabíamos de memoria, anuncia la ineluctable derrota. Y uno de los importantes hallazgos de ese relato, por no decir el principal, es justamente la distancia y la posición del narrador respecto de lo que narra. La distancia y la posición, que son literalmente espaciales, trascienden ese sentido literal y traducen la fragmentariedad del conocimiento, la esencia ambigua del acontecer al mismo tiempo que, por mostrárnoslo de lejos, a través de los signos exteriores de su comportamiento, le dan al protagonista el aire de un insecto que, con una mezcla de impudor y piedad, vemos debatirse en su agonía. También derivan de la posición del narrador ciertos acontecimientos que podríamos llamar hipotéticos, que no suceden en el espacio-tiempo empírico del relato, sino en la imaginación un poco errática del narrador, enredado en ensoñaciones y en conjeturas.

A propósito de espacio-tiempo,

habría que detenerse quizá en Santa María, el lugar imaginario de Onetti, intercalado en un impreciso punto geográfico entre Montevideo y Buenos Aires, por lo menos en el diseño de su inventor, Brausen, y al que sólo es posible darle el nombre genérico de lugar a causa de su estatuto y de sus dimensiones imprecisas, cambiantes, ya que a veces es únicamente una ciudad, a la que se agrega su colonia, pero que por momentos (Jacob y el otro) tiene las características de un pequeño país de América del Sur. Ese lugar, a diferencia de otros territorios imaginarios de la literatura, que disfrazan someramente una región real, tiene una serie de extrañas características que expresan lo que podríamos llamar las tendencias barrocas de Onetti, ya presentes en La vida breve, y que alcanzan una curiosa exacerbación en Para una tumba sin nombre y La muerte y la niña. En estos dos relatos, espacio y tiempo, ficción y narración, experiencia y fantasía, verdad y falsedad, realidad y representación literaria, son sometidos a diversos trastocamientos, en los que presentimos que la reflexión sobre las paradojas de la ficción prevalece sobre la representación misma. En Para una tumba sin nombre (1959), las diferentes interpretaciones de un acontecimiento van anulándose unas a otras a medida que se suceden, y ciertos anacronismos sembrados a lo largo del texto parecen explicarse en la conclusión, donde se sugiere que nada de lo que se cuenta ha de veras sucedido, y la supuesta historia de la mujer y el chivo no es más que la yuxtaposición de tres o cuatro versiones inventadas. Si tenemos en cuenta que lo que estamos leyendo es un relato de ficción, construido con las pautas habituales (aunque estilísticamente singulares de Juan Carlos Onetti) de la representación realista, comprenderemos hasta qué punto esa ficción en la ficción es un regreso al infinito del que resulta imposible ignorar la filiación barroca.

En La muerte y la niña (1973) el

diseño se complica más todavía: Brausen, el inventor de Santa María, tiene su estatua en la plaza, estatua ecuestre dicho sea de paso en la que el caballo de bronce va adquiriendo poco a poco rasgos bovinos, alusión sarcástica a la principal fuente de riqueza de la región; por momentos, los personajes del relato reconocen a Brausen como el fundador de la ciudad, lo que ya es sorprendente, pero de pronto lo evocan, no siempre con ironía, como al dios que los ha creado y gobierna sus destinos: "Padre Brausen que estás en la Nada" o "Brausen puede haberme hecho nacer en Santa María con treinta o cuarenta años de pasado inexplicable, ignorado para siempre. Está obligado, por respeto a las grandes tradiciones que desea imitar, a irme matando, célula a célula, síntoma a síntoma". La autonomía del territorio imaginario cambia de signo; ya no es más el universo empírico maquillado de tal manera que el lector no puede no reconocer el modelo al que hace referencia, sino una peripecia inédita en el eterno conflicto que une y separa, anula y complementa, sustituye y prolonga, revela y traiciona, lo real y su representación.
Las grandes tradiciones que desea imitar: los habitantes de Santa María están respecto del demiurgo que les dio vida y los colocó en su universo secundario en situación semejante a la de los hombres que viven en lo que podríamos llamar la realidad primaria que es el mundo de Brausen: han sido arrojados en él y aunque son conscientes de ese hecho inequívoco pero inexplicable, saben también que las combinaciones del azar o el capricho de su creador son indiferentes al absurdo destino que les han fabricado, consistente en traerlos porque sí a la luz del día para abandonarlos a la desgracia (vocablo recurrente del léxico onettiano) y por último, como a un muñeco maltrecho por la crueldad inocente o distraída de una criatura, dejarlos caer en la oscuridad.
Si la temática que se ha dado en llamar existencial en su literatura, Onetti la heredó de su siglo y de la tradición rioplatense, a través de la obra de Roberto Arlt particularmente, en sus reflexiones sobre el mundo y su representación, problema inherente a todo ejercicio del arte de narrar, reintroduce a través de la estructura misma de sus relatos, ya que su formulación conceptual, por temperamento, no parecía interesarle, un repertorio de situaciones y de paradojas que habían desaparecido del campo de interés de la ficción desde finales del Siglo de Oro, a causa probablemente de las lentas y laboriosas conquistas del realismo que culminaron en la obra de los grandes narradores de los siglos dieciocho y diecinueve. De un modo personal, Onetti participa en el vasto desmantelamiento de ese realismo triunfante al que se abocó la ficción del siglo veinte. Para ese tipo de problemas, en idioma español, sólo parece tener un inesperado precursor, Macedonio Fernández, aunque a causa de la aparición póstuma, a mediados de los años sesenta, del Museo de la novela de la eterna, se produce una curiosa inversión en la cronología, y Onetti sigue siendo el precursor solitario de estos embates contra el sistema realista de representación. Algunos ensayos de Borges y ciertos elementos aislados de algunos de sus cuentos (la deliberada identificación del autor-narrador-protagonista de El Aleph por ejemplo) abordan el problema, pero es Onetti en La vida breve, a finales de la década de los cincuenta, quien lo introduce no como mero concepto, sino en el plano formal de la novela.
Estas novelas breves no se agotan, por cierto, en las primicias estructurales que ofrecen al lector. Un cuadro apasionado y viviente se despliega en ellas; la desgracia y la crueldad, la resignación y el fracaso, la rabia y la autodestrucción son sus temas predilectos, pero también el amor, la culpa, la nostalgia, y, sobre todo, la compasión. Un personaje, chapaleando en las aguas chirles y oscuras de la más lúcida vileza, se abandona sin embargo a un último estremecimiento de piedad no únicamente por los hombres sino también por las fuerzas sin nombre que rigen su destino: "Lástima por la existencia de los hombres, lástima por quien combina las cosas de esta manera torpe y absurda. Lástima por la gente que he tenido que engañar sólo para seguir viviendo. Lástima (...) por todos los que no tienen de verdad el privilegio de elegir". Como los de toda gran literatura, los personajes de Onetti tienen un rostro que tarde o temprano terminamos por reconocer: es el de cada uno de nosotros.
Este texto es un prólogo a la edición de las novelas breves de Onetti en la colección Archivos, de próxima aparición.