sábado, 16 de agosto de 2014

Otro poeta, otro prosista

16/Agosot/2014
Laberinto
Juan José Reyes

Por lo visto es menos difícil señalar lo que representa la obra de Gerardo Deniz que decir del todo cómo es. Inclusive, según él mismo ha repetido, el término “obra” obedece aquí a advertencias suyas que apuntan a que estaría por verse si aquel trabajo corresponde a “la poesía”. No hay duda de que en buena medida lo que representa entraña los modos formales “poéticos” pero también es cierto que la “obra” no los agota y que quedan por verse enteramente sus discursos y sus significados. La propia complejidad de estos significados (se ha hablado aun de hermetismo al hacer referencia al mundo deniciano) va creando el curso de esta poesía de música extraña y rara y ciertamente asimilable, compartible. La poesía de Deniz tiene atrapada una realidad que gira, repta, asciende como elipsis y acaso sobre todo se dibuja como una música suave y de escasos y fuertes y sorpresivos sobresaltos.

Se ha repetido que la poesía no es el primer quehacer de los preferidos de Deniz. Se subraya la descomunal inteligencia del autor al registrar que se hizo químico en su primerísima juventud. Ha sido Deniz también un singular traductor: no solo ha puesto en castellano muchos libros sino que ha conocido el pensamiento y la obra de varios de los científicos que ha traducido. Pasó largas jornadas en las oficinas del Fondo de Cultura Económica de las que recuerda con especial gusto sus encuentros con su admirado Alí Chumacero (cuya poesía no pone detrás de la de Paz entre sus preferidas, por ejemplo). De su madre, se recuerda en una entrevista con Fernando García Ramírez (FGR), “debe su afición a la música” y su padre —dice al mismo García Ramírez— “escribió varios libros y acabó asqueado por la política, lo cual fue especial para mí en todos los aspectos”. También se sabe (por el mismo FGR) que luego de una primera “iluminación poética” llegada con Baudelaire, a los 19 años, en 1953, vino su primer, definitivo “deslumbramiento” “al leer Libertad bajo palabra de Octavio Paz. ¿Puede hablarse de las influencias en la poesía de Deniz? Son tan extraordinarias que son incontables y es más que probable (como se apunta en la entrada de estas líneas) que sean imprecisables y resulte del todo imposible dar con sus cauces. El conocimiento deniciano tiene sus fuentes en lenguas de veras lejanas a la(s) nuestra(s), una sabiduría que reposa y corre por mundos y rincones remotos y del todo ignorados en nuestros teclados y que se entrecruza en líneas multirreferenciales, que vuelan en distintas geografías y edades. En aquellas referencias y en aquellos vuelos está el lenguaje: las palabras y sus ritmos. Ha sido Octavio Paz quien ha visto con mayor profundidad y mayor alcance los irregulares vuelos paralelos del “cuento” y del “canto” en los poemas de Gerardo Deniz. Escribe en 1970 saludando la aparición de Adrede, el primer libro deniciano (en Las Dos Orillas, la gran colección poética de la editorial Joaquín Mortiz): “A Deniz no le pasa nada que sea distinto de lo que nos pasa a todos los hombres pero lo que les pasa a las palabras con Deniz —eso es el cuento y la cuenta de su canto—. Un canto en el que cada poema es una construcción rigurosa y, sin embargo, suelta, fluida. Como dijo el maestro Hilarión Eslava de la música, la poesía es ‘el arte de combinar los sonidos con el tiempo’. Los sonidos y los sentidos. Estrofas como una bahía hipnotizada por la luz, himnos sardónicos, dísticos salvados de las depredaciones del olvido, colusiones semánticas, conjunciones descabelladas pero nunca incoherentes […], alevosas geometrías, redes que nos entregan atados de pies y manos a enigmas amenazantes o deliciosos o cínicos o transparentes”. Flujo de sonidos, lujo de sentidos, reverberaciones del lenguaje, vaivenes de la memoria rescatada, una mirada que punza, acecha, desecha cualquier fleco. Música de metales pulidos y filosos y cálidos.

Una poesía desflecada, en las orillas, sin ribetes. Muchas veces una poesía cuya sapiencia luce tanto en el decir como en el no decir y como en el decir no. Poesía de la elipsis, de la línea que es dibujo sin fin en cada línea, trazos de juguetes de aire.

Por la obra de Gerardo Deniz circula el humor, tanto en los versos como en la prosa. Siempre se trata de un humor en nada amable ni cómodo ni condescendiente, que dice a las claras el talante inusitado de su dueño y de la forma con que este lo despliega. Hay sin falta una sutil y por tanto más poderosa manifestación de inconformidad en esta obra intrincada, surcada por extrañísimas constelaciones cuyo desciframiento corre junto a la luz que emiten sin parpadeo. La inconformidad es la actitud natural de Gerardo Deniz y suele aparecer en sus líneas con suavidad, con aparente parsimonia, con tiento socarrón. David Huerta ha visto, en uno de sus ensayos admirables, las prendas mayores de Deniz: “un talante extraño, una erudición pasmosa, una imaginación de primera línea, una actitud lopezvelardeana ante la ‘inepta cultura’, un devastador sentido del humor”.


El mismo David Huerta atina cuando sitúa a Deniz como uno de los mejores prosistas en nuestro medio. Esa prosa tan sin adornos, sin alardes, la hallamos a cada línea de los cuentos ejemplares de Alebrijes (el único libro del autor de piezas de este género) o en los recuerdos, estampas, ficción, ensayos de Paños menores, por citar. No sale sin mácula ni un ápice del poeta Neruda, por ejemplo, en una de las recreaciones que el prosista hace de una escena inolvidable de sus mocedades. Esta escritura es fiel reflejo no solo de lo que piensa Deniz sino de la intrincada cartografía de aquel modo de pensar, discurrir, entrecruzar, desdoblar palabras, mundos, ideas. Una prosa, en efecto, insuperable.

En los 80 años de Gerardo Deniz

16/Agosto/2014
Laberinto
Fernando Fernández

Para celebrar los 80 años del poeta Gerardo Deniz que se cumplen en agosto de 2014, podría referirme a los más diversos asuntos, quizá todos interesantes y oportunos, 

como comentar los materiales que han aparecido a propósito precisamente de ese aniversario, empezando por el poema inédito que publica la revista Letras Libresllamado “Murgas”, sobre cómo hiere la música cuando nos toma desprevenidos y sensibles, y que lo mismo puede ser una antigua tonada popular, como aquella que dice “Marinerito arría la vela, que está la noche tranquila y serena”, que una pieza dramática de Scriabin, poema que se acompaña de un espléndido artículo de Aurelio Asiain, uno de los genuinos primeros denicianos; 

o la discusión que publica Tierra Adentro entre tres jóvenes escritores sobre un poema de su libro de 1978, Gatuperio, seguida de una inteligente nota sobre la faceta de Juan Almela como traductor de algunos autores esenciales, entre ellos Georges Dumézil; 

o la entrevista que incluye la Gaceta del Fondo de Cultura Económica, en la que nuestro poeta recuerda detalles significativos y curiosos sobre las dos etapas en que trabajó para esa casa editorial, como aquel extravagante funcionario que dividía los libros entre los dedicados a la administración de empresas y todos los demás, los de historia o de literatura o de ciencias, a los que se refería como “libros para exquisitos”, o las amistades que hizo entre la revisión de traducciones y galeras, por ejemplo con Alí Chumacero por los días caricaturescos en que el viejo poeta de Nayarit fue expulsado de la editorial por sus supuestas ideas comunistas, o la amistad que hizo con el pequeño ratón que asomaba en su cubículo en aquella sede del Fondo que estaba en la calle de Parroquia, cuando hacia el oriente no había más que basureros y basureros y las oficinas de la editorial estaban plagadas de moscas; 

o referirme al fenómeno de la enorme cantidad de jóvenes que sobrepasa con mucho el número de lectores de las generaciones anteriores para quienes Deniz era sobre todo un autor para iniciados, la enorme cantidad de nuevos escritores que lo leen con entusiasmo legítimo y para quienes el gran poeta, reacio siempre a todas las militancias, ha resultado una suerte de bandera sugestiva y poderosa, aunque el asunto provoque entre algunos entusiastas de la primera hora una reacción crítica del tamaño de la perplejidad que provoca en el mismo Almela; 

o podría dar cuenta de algunos proyectos que están en proceso de llevarse a la realidad, como la transcripción de las 60 o 70 horas de audio en las que Almela habla de todo lo humano y lo divino, echa luz sobre los rincones más recónditos de su vida y de su obra, que fueron recogidas en interminables conversaciones de los miércoles de tres largos años entre 2009 y 2012, y que tarde o temprano, ordenadas por temas o por fechas y acompañadas de un gran índice onomástico, podrían aparecer en forma de libro, un libro en el que quede constancia de la manera originalísima que tiene el poeta de expresarse también coloquialmente; 

o el volumen de poemas de vejez, el primero en casi diez años de silencio, que reúne las composiciones que Almela ha escrito un poco a ciegas, con letra dubitativa y temblorosa en cuadernos de diversos tamaños, y de los que ha dado ya a conocer un puñado en algunas publicaciones periódicas, como el emotivo “Patria”, en el que intercala el relato de su única visita a España en más de 70 años con algunos pasajes de su vida amorosa, o el peculiarísimo “Mosca”, en el que cuenta las peripecias de una mosca que sobrevuela la Ciudad Universitaria y el Pedregal de San Ángel, libro que ya tiene título, uno por cierto especialmente atinado y acorde con el resto de su obra, tan llena de títulos felices, y que bien podría ver la luz este mismo año; 

o el proyecto de reunir su prosa completa, para el que el poeta ya está en charlas con el Fondo de Cultura Económica, un libro que sería la pareja necesaria de su monumental Erdera, su poesía casi completa editada por esa misma institución en 2005, un tomo generoso que también ya tiene título;

o el de hacer la segunda edición de Visitas guiadas, ese volumen inusitado que apareció en el año 2000 y que desde muy pronto fue inconseguible, en el que el poeta ofrece, como le gusta decir a él, los ingredientes de 36 de sus poemas preferidos, un ejercicio que puso en práctica por primera vez al poco tiempo de aparecer su primer libro con el objetivo de demostrar, siempre según sus propias palabras, que todo lo que incluyen está justificado y es necesario, proyecto de edición que al parecer la Dirección General de Publicaciones de Conaculta ha visto con buenos ojos y que podría cristalizar a principios del año próximo;

o hacer un recuento de los materiales que a lo largo del último lustro he publicado yo mismo en mi página en la red, y que son producto de la cercanía y el asombro constantes, 16 entregas de Siglo en la brisa en las que ha aparecido de todo, entrevistas y poemas, manuscritos y fotografías, dibujos de infancia y cartones de madurez, apuntes de lectura y jeroglíficos anotados, un programa de radio y hasta una conversación pública con estudiantes, material que se mantiene en línea y que en los últimos días he ordenado en un solo post que funciona como índice de consulta fácil e inmediata;

y sin embargo nada de eso me satisface ni me resulta suficiente o apropiado, y me parece más bien que debería de dedicar el espacio que me queda a celebrar al entrañable amigo al que he tenido la enorme fortuna de tratar de cerca de manera ininterrumpida durante los últimos 25 años, hombre genuino donde los haya, erudito, el más colosal del que tengo noticia y sin duda el más memorioso de los mortales,

al que veo echado en su sillón en medio de la estepa de la sala como un gran mamífero rumiante, dedicado interminablemente a hacer la rumia prolija y silenciosa de su propio pasadoo el repaso por los conocimientos más inabarcables de las ciencias y las lenguas y la música,

que lleva en la cabeza una biblioteca anotada a detalle que nunca deja de sorprenderme, como cuando le consulto cualquier cosa, ahora que sé que ya no puede ver, que no es capaz de leer una línea, ni con lupa y al sol como al menos pudo hacer hasta hace poco, y le hablo de la extraordinaria fascinación de mi gata por el agua, por poner un caso de los últimos días, y a la mañana siguiente me pone al tanto de las costumbres acuáticas de los gatos del lago Van de la Anatolia oriental, en Turquía, con una precisión que parece sacada de una monografía especializada, y que no pudo consultar si no fue en la prodigiosa biblioteca que lleva en la cabeza;

para celebrar al crítico de las instituciones y los prestigios ganados con la hipocresía y abonados con la estupidez que está en el aire, y que contrasta con la ternura que también hay en él para describir las costumbres de los pingüinos o de las jirafas o de las garrapatas, el crítico al que casi nunca he oído expresarse sin alguna nota de humor, y en el que hasta la amargura tiene un brillo de lucidez que le da sentido,

porque una enorme cantidad de las muchísimas horas que hemos pasado juntos, ya sea comiendo en un chino, o en un yucateco, en un árabe, o trabajando sobre algún ensayo o una entrevista, o bebiendo largamente en su estudio del Eje 6, o en su departamento de la calle de Torreón, hemos reído a mandíbula batiente;

pero sobre todo, como es natural, para celebrar al poeta, al grandísimo poeta, al hombre de palabras y de mundos singulares, al poderoso dueño de las palabras,

por lo que renuncio a decir nada de lo que pensé primero y decido simplemente unirme al reconocimiento que por sus 80 años estos días le brindan las instituciones culturales, y que viene a sumarse al Premio Villaurrutia que le fue concedido en 1991, y al Nacional de Aguascalientes, en 2008,

y alzo mi copa para saludarte, en fin, poeta, para celebrar tu generosa vida y tu literatura plagada de portentos, y hago por un instante mía la sonrisa invariable con la que asomas a la existencia que nunca acabará de tu magnífica obra,

y acompañado de tus amigos y tus lectores alzo mi copa y te digo ¡salud!

domingo, 3 de agosto de 2014

César López Cuadras, maestro secreto de la narconarrativa

3/Agosto/2014
Confabulario
Oswaldo Zavala

En abril de 2013, Ediciones B puso en circulación la novela Cuatro muertos por capítulo, unos días después de la muerte de su autor, el escritor sinaloense César López Cuadras (1951-2013). Desde la primera página, el libro rompe con la redituable mitología que domina en la narconarrativa actual para a cambio ofrecer una de las más fascinantes interpretaciones literarias que se ha escrito del fenómeno en los últimos veinte años. Pancho Caldera, ex chofer de los Simental, una familia de traficantes arrinconada por unas cuantas opciones de supervivencia y finalmente destruida por la tragedia, accede a contar su caída a una joven estadounidense que intenta escribir un guión cinematográfico. Pero Pancho advierte: “Lo interesante de la historia no es el asesinato entre hermanos, mi güera. Hechos horrendos de ese calibre suceden todos los días; y basta abrir la sección de nota roja de cualquier periódico para empaparse las manos en sangre con los crímenes más horribles, mismos que, en la siguiente entrega, serán borrados del top-ten delshow blood por otros más espeluznantes”.

Aunque construye el relato a partir del motivo más fundamental en toda narrativa de violencia (el bíblico asesinato entre hermanos), López Cuadras se aleja del efectismo habitual del periodismo que reproduce la gran mayoría de narconovelas. Sin la absurda fantasía de cárteles, capos y sicarios que someten a policías, militares y políticos por igual, Cuatro muertos por capítulo recrea con maestría un mundo independiente del imaginario oficial que insiste en un país controlado por traficantes, pero que en realidad sigue gobernado por el poder oficial y su implacable monopolio de la violencia legítima. Así, Pancho aconseja a la estadounidense: “Desconfíe de los que hablan en nombre de la ley”.

El primer efecto de la desmitificación que lleva a cabo López Cuadras opera sobre aquello “que los periódicos llaman narcotráfico, pero quienes hemos habitado en sus tripas, engullidos, regurgitados y vueltos a tragar, si es que no arrojados por el culo, le llamamos ‘el negocio’ a secas”. Luego de esa reconfiguración léxica, López Cuadras transforma la tan conocida historia universal del narco en México que se repite en las biografías magnificadas de figuras como Rafael Caro Quintero, Amado Carrillo o Joaquín El Chapo Guzmán. Ajeno a la inverosímil vida y obra de capos que protagonizan incontables narcocorridos, películas y novelas, López Cuadras imagina críticamente la vida de traficantes provincianos limitados por los poderes reales del Estado.

Para no revelar las claves de la trama, me limito a reproducir tres lecciones cruciales que hacia el final de la novela Pacho Caldera ofrece a la estadounidense para comprender el narco: 1) “ya no es posible distinguir entre buenos y malos” pues narcos y policías trabajan en “franca asociación”; 2) los supuestos “cárteles” no tienen el poder internacional que se les atribuye y ninguno “ejerce, ni en espacios reducidos, un control absoluto del mercado”; y 3) “todos los traficantes pierden, desde los más pequeños hasta los más grandes, sea porque caen en prisión, los maten o los desplacen desde los verdaderos centros del poder”. El agudo juicio a esos “verdaderos centros del poder” se combina en la novela con una memorable serie de personajes que muestran la solidez narrativa de López Cuadras, sólo comparable, a mi juicio, con libros como Contrabando (2008) de Víctor Hugo Rascón Banda, El lenguaje del juego (2012) de Daniel Sada, Septiembre y los otros días (1980) de Jesús Gardea o incluso 2666 (2004) de Roberto Bolaño.

Los notables logros del proyecto literario de López Cuadras, irónicamente, son en su mayoría tan desconocidos en México como esos libros de Rascón Banda y Gardea o tan mal leídos como los libros de Sada y Bolaño. Ganador del Premio Sinaloa de las Artes, López Cuadras es autor de cuatro novelas y un libro de cuentos, una bibliografía por ahora principalmente admirada entre algunos escritores y académicos. Como ha señalado Geney Beltrán Félix en una reseña, López Cuadras es acaso “uno de los secretos más inexplicablemente relegados de la narrativa mexicana”. Buscar en una librería un ejemplar de su primera novela, La novela inconclusa de Bernardino Casablanca (1996), resulta tan infructuoso como encontrar libros de Gardea, incluso los editados por el Fondo de Cultura Económica. Una suerte similar ha corrido Contrabando de Rascón Banda, que ganó el premio Juan Rulfo de novela en 1991 pero que debió esperar a 2008 para ser publicada póstumamente por la editorial Mondadori: durante la pasada Feria Internacional del Libro del Palacio de Minería, los sobrantes de esa única edición se remataron entre los puestos de libros que se encuentran a un costado del palacio.

En los circuitos literarios mexicanos tan acostumbrados a las balas y la sordidez, las novelas que no recurren a los lugares comunes tan redituables de la narcoviolencia, la marginación y la pobreza, pierden su lugar de enunciación y dejan de ser “literatura del norte”, como si el norte fuera únicamente comprensible a través de cuernos de chivo operados por sicarios estrafalarios y capos que se deleitan con sangre mientras acarician un tigre de bengala en la sala de su casa. Si Del Valle-Inclán hubiera vivido en nuestro tiempo, habría encontrado redundante hablar del esperpento y se habría dado cuenta de que las representaciones innovadoras de la violencia radican ahora en la fusión de la métrica del siglo de oro con el habla popular, como hizo Daniel Sada, en el insólito barroco del desierto de Jesús Gardea, en la sobriedad política de Víctor Hugo Rascón Banda, o en las estrategias de representación de las comunidades rurales sinaloenses de López Cuadras.

En uno de los cuentos más notables de López Cuadras, “El león que fue a misa de siete” —incluido en La primera vez que vi a Kim NovakCuentos y relatos de Guasachi, reeditado en 2010 por la Universidad Autónoma de Sinaloa—, una iglesia de pueblo es asediada por un león que decide descansar en la humedad fría de la cantera santa, “rompiendo abruptamente su rutina elemental, desolada y polvorienta”. El pueblo es el mítico Guasachi inventado por López Cuadras, cuya originalidad convierte el infierno insufrible de Comala en un llevadero páramo de mujeres hermosas, beisbol, cerveza Pacífico, incluso algún traficante no tan malintencionado pero con supina mala suerte. Ese es también el escenario de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca, publicada por Ediciones Arlequín. A diferencia de las interminables listas de “cronistas” que se limitan a plagiar a Truman Capote, López Cuadras convierte al autor de A sangre fría en personaje y lo lleva a Guasachi para ayudar a un joven escritor a descifrar el enigmático crimen del dueño de un burdel. El negocio se llama Casablanca porque Bernardino, según una de las putas, le da un aire a Humphrey Bogart. Pero más que París, en la obra de López Cuadras siempre nos quedará una cerveza para combatir el calor y ayudarnos a investigar un crimen en el que convergen los poderes oficiales y los fácticos, en el que el narco es apenas una tímida razón más para justificar el orden de las redes criminales de Sinaloa. Bernardino puede parecer ícono de cine, pero nunca uno de esos resobados narcos que aparecen en La reina del sur de Arturo Pérez-Reverte, el arquetipo de todas las narconovelas best-seller.

Truman Capote se emborracha en Guasachi, se interesa por sus insólitos personajes y guía al joven escritor para terminar su novela: “Quizá no tenga nada que ver con la verdad. Pero es una posibilidad. Eso es lo importante: tienes una brillante conjetura, y con ella puedes hacer una buena novela; lo demás, la verdad incluso, tíralo a la basura. No permitas que la verdad te decepcione”. Una historia de amor y traición, inserta en una historia de poder y corrupción, hacen del asesinato de Bernardino Casablanca el eje simbólico de un modo de vida que va más allá de la eterna guerra de cárteles por la plaza y se asoma a una comunidad viva, azarosa, subyugada por inercias del poder que sobrepasan la idea de que todo en México es reducible al narco y no a la rapiña de las clases políticas, la avaricia desfondada de los empresarios y la buena puntería de policías y soldados sin remordimientos a la hora de dormir.

Uno de los personajes más entrañables y estremecedores de López Cuadras es un niño que habita en el fondo de esa ballena que por costumbre llamamos narco. En un magistral episodio de Cuatro muertos por capítulo, el niño camina al lado de su padre en la densidad de la sierra: “Por aquí, por el Montoso, se da mucho el café debajo de los árboles. Una vez vi una mata y le pregunté a mi apá: Qué es eso, y él me contestó: Café. Y por qué está colorado. Porque está verde, dijo él, y pasé muchos días sin entender, y hasta pensé que me estaba vacilando, pero no: a los diyitas bien que entendí. Y luego fui yo y le dije: El café es rojo cuando está verde. Aya, pinchi, dijo él, que como es señor sí puede decir malas palabras, y de dónde sacaste eso de rojo. Porque por aquí a lo rojo le decimos colorado. La maestra me enseñó, le contesté, y se me quedó mirando como si yo supiera más cosas que las que él sabe, y pensé, es en la escuela donde me enseñan esas cosas que no me enseñan en la casa, pero no lo dije”.

El niño rebasa el destino trazado por su padre, un humilde sembrador de marihuana, y se convierte en un exitoso traficante sólo porque aprende a conocer los alcances del negocio y también a respetar sus límites. El primero entre ellos, no desafiar nunca el poder del Estado: “El problema es que, si matas a uno, mandan a diez, y si matas a los diez, mandan al ejército, y entonces sí, todo el mundo a correr. Antes, cuando llegaba la tropa, sólo se quedaban en las casas los viejos, las mujeres y los chamacos; pero desde que les dio por arrasar parejo, los ranchos quedan desolados. Familias enteras desaparecen. Así que, cuando sabemos que vienen en camino, o escuchamos el retumbar de las hélices del boludo, a correr y que santo Malverde nos proteja”.

La complejidad narrativa de López Cuadras puede resumirse en el protagonista de Cástulo Bojórquez (FCE, 2001), que no es el reiterativo “narco” unidimensional que imaginan Juan Pablo Villalobos, Yuri Herrera, Orfa Alarcón o Élmer Mendoza. Cástulo “fue sembrador de amapola, narcotraficante, salteador de caminos, presidiario, policía judicial, parrandero, esposo intermitente, amante furtivo, padre de quince hijos conocidos e hijo pródigo de una madre que moría de desvelo con el rosario en la mano”. Un personaje así desborda los arquetipos y sólo puede cobrar vida en una novela construida con precisión y sin concesiones al lector, y que por sí sola, según Adriana Valderráin en un texto publicado en Letrarte el 18 de abril, 2013, “basta para colocar al sinaloense entre lo más granado no sólo de su estado natal, sino de las letras mexicanas”.

Que la obra de López Cuadras no sea asediada por las grandes editoriales comerciales seguirá siendo un misterio. Por ahora, podemos leer Cuatro muertos por capítulo porque Ediciones B tuvo el acierto de publicarla sin esperar éxitos de venta inmediatos. Debemos al sello Arlequín nuevas y cuidadosas ediciones de La novela inconclusa de Bernardino Casablanca y de la polémica novela breve Macho profundo (1999), una doble diatriba contra el machismo y el feminismo extremos. Aunque no siempre disponible en sus librerías, el Fondo de Cultura Económica aún reimprime Cástulo Bojórquez. Finalmente, los magníficos cuentos deLa primera vez que vi a Kim Novak (1996) aún existen en papel gracias a la Universidad Autónoma de Sinaloa, que actualmente prepara con el mismo FCE una coedición de El delfín de Kowalsky, la última obra inédita de López Cuadras.

Si el lector exigente, como ese niño imaginado por López Cuadras, se interesa en descubrir por qué el café rojo está verde, por qué Truman Capote puede encontrar consuelo en la cerveza Pacífico bajo el sol sinaloense, por qué los leones duermen en las iglesias o por qué el narco es un negocio entre políticos, empresarios, policías y uno que otro traficante propenso a la tragedia, entonces acaso habrá comprendido una función de la verdadera literatura: imaginar el mundo con inteligencia crítica para evitar que eso, que a falta de otra palabra llamamos realidad, no nos decepcione nunca.

Cuentos, mitotes, habladurías

3/Agosto/2014
Confabulario
Geney Beltrán Félix

“Aunque a lo mejor todo eso son puros cuentos, como todo lo que aquí se platica: cuentos, mitotes, puras habladurías”, se lee al final de Cástulo Bojórquez (2001), tercera novela de César López Cuadras (1951-2013). La voz que ahí habla es la de la Luisa, madre del personaje que da nombre a la obra y cuyo monólogo, dirigido a su nieto, sirve de epílogo a las tres sagas que integran la estructura del libro.

Con esos fuertes sustantivos la Luisa se refiere a las versiones que corren en el pueblo en torno a las andanzas de su hijo, de quien se murmura incluso la condición de alma en pena. Pero con esos términos la Luisa, también, pareciera despachar tácitamente toda la novela, casi 300 páginas que recorren poco menos de un siglo y dos continentes.

En términos de construcción literaria, Cástulo Bojórquez es la obra más ambiciosa de López Cuadras. En ella, el autor intercaló los episodios de tres líneas narrativas:

Una, a la que llamaremos la “historia del adulterio”, ocurre en la segunda mitad del siglo XIX, en el Real de San Perán, una explotación minera de la sierra norte de Sinaloa. El narrador desarrolla, en consonancia con un tópico de relieve en la novela europea del XIX, la relación de amantes entre Eulogia, esposa del rico dueño del mineral, y Teófilo Carrasco, el administrador. López Cuadras recurre aquí, aunque no exclusivamente, a técnicas de afiliación teatral, como el monólogo narrado y el diálogo.

La segunda línea, a la que llamaríamos la “historia de los diamantes”, sucede a fines de la Primera Guerra Mundial, en Alemania. Un joven de muy pobre familia se entera de la existencia de una secta integrada por hombres pudientes cuyo propósito es restaurar el poder de la Gran Alemania y quienes cuentan con un tesoro de diamantes en un lugar secreto. Al joven lo guía el ansia de riquezas, y esto lo lleva a espiar, mentir, perseguir, robar, hasta que la deriva de los acontecimientos lo fuerza a huir de Europa. Termina viviendo en la sierra de Sinaloa. Él mismo asume la tarea de contar los sucesos. Los capítulos son los literariamente menos audaces; impera la voz efectiva, sí, pero poco matizada del personaje, que desde el recuerdo adulto regresa a esa Alemania convulsa.

En el tercer bloque, al que podemos llamar “la saga de Cástulo”, confluyen los dos anteriores; con la primera línea comparte la geografía sinaloense y el tópico del adulterio, con la segunda la vinculación es genética (Cástulo será el hijo mexicano del joven alemán) y se reitera el afán de la riqueza fácil. Cástulo Bojórquez vive en la sierra de Sinaloa, en el medio siglo XX, y sus oficios y rasgos, en un gesto de audacia fabuladora, se enumeran en el segundo párrafo del libro, a la manera de un locutor de radionovela que, para estimular el interés de sus escuchas, glosa raudamente los pormenores: “Cástulo Bojórquez fue sembrador de amapola, narcotraficante, salteador de caminos, presidiario, policía judicial, parrandero, esposo intermitente, amante furtivo, padre de quince hijos conocidos e hijo pródigo de una madre que moría de desvelo con el rosario en la mano […]. Odió el trabajo tanto como a sus peores enemigos”.

Cástulo habría tenido una vida interior instintiva, dominada por ambiciones básicas que no le abrirían cauce a la dubitación, el desgarramiento ni el conflicto psicológico. Esto no significa que semejante vida no pueda ser analizada; así lo hace el narrador, por ejemplo, apenas ha contado la muerte violenta de Cástulo: “Dinero. Caballos. Armas. Mujeres. Poder, en los últimos años. ¿Pueden dar sentido a la existencia? Cástulo murió en la certeza de que sí. Su alma, empero, nunca fue más que un pozo desfondado que devoraba, insaciable, todo cuanto en él se arrojaba. Un vacío, pues, como la muerte”.

El tercer bloque trae las mayores piruetas narrativas. Se acude aquí también al monólogo y al diálogo, con gran don para trasfigurar la oralidad. El autor se apoya en una operación riesgosa: mantenerse, en la mayor parte de esta historia, fuera de la conciencia del protagonista y de su padre, Herbert Kron. La naturaleza violenta, intrépida, dionisiaca de Cástulo estaría, pienso, en el origen de esa decisión técnica: no adentrarse en su percepción, no restituir los movimientos de su sensibilidad, no registrar sino los hechos, y las interpretaciones en torno a sus hechos, que familiares, amantes, vecinos y enemigos, casi todos ellos víctimas de su temperamento desbordado, habrían conocido, y que recuentan en su oportunidad.

Ceder la voz a varios personajes secundarios y hacer coincidir en sus monólogos el tiempo del enunciado con el tiempo de la enunciación implican suspender la referencialidad, congelar la acción y hacer reposar el interés en el fino hilo del discurso presente. Significa permitirse saltos temporales, prolepsis y analepsis, regidos no por una lógica estructurante que potencie la progresión dramática sino por el devenir arbitrario de las voces. Esto desdramatiza el avance de la trama y da pie a la transmisión de versiones que, al contrastar con las previamente registradas, exigen al lector cuestionar lo que cada discurso propone.

Aunque hallemos en el título el nombre de Cástulo Bojórquez, y con ligereza nos refiramos a él como el protagonista, habría que decir que la ausencia de unidad dramática, causada por el desarrollo alternado de tres líneas, potencia la creación de robustos personajes secundarios, como ocurre en “la historia de la adulterio”, en la que Teófilo y Eulogia se dibujan con fuerza mientras sueltan sus versiones, usualmente ante un interlocutor mudo pero real y aquiescente dentro de la diégesis. Con desplante de virtuoso, López Cuadras hace participar este grupo de voces, todas ellas solistas, cuyos monólogos (no exagero) valen por sí solos en tanto piezas literarias al tiempo que integran un caleidoscopio complejo pero no incomprensible, con puntos de vista tan discordantes que alguien podría considerar no del todo insensato el juicio de la Luisa, de que todo lo que se cuenta son mitotes y habladurías.

Sin embargo, no es así.

La Luisa, juez y parte al gin, es falible en su conocimiento y sus dictámenes. Durante su monólogo, le asegura a su nieto que Cástulo no puede andar de aparecido. “Por aquí los únicos aparecidos de que se sabe son los difuntos viejos, de los que vivían en las casonas; y ésos, uuuuh, murieron hace muchos años. Con decirte que todavía ni nacía yo”. Y, aunque acaba de confirmar que ella ni había nacido cuando los participantes en “la historia del adulterio” vivieron, refrenda la veracidad de las leyendas en torno de ellos: “Y ésos sí tienen razón de andar en pena: se mataban por el oro de la mina, y por andarse quitando las mujeres unos a otros”.

La ironía dramática es contundente. La Luisa adjudica al siglo XIX, a Teófilo y Eulogia, las dos pasiones (el dinero y las mujeres) que señalaron las pautas salientes de la vida de su hijo Cástulo. ¿Significa que las leyendas, al proliferar, impiden la apreciación exacta del presente? Para los personajes, sí; no para los lectores. Frente a las leyendas, Cástulo Bojórquez emprende la tarea de hacer visible la disputa entre la percepción y la fabulación, entre lo que se vive en el momento presente y las contrapunteadas exégesis que habrán de surgir. Esto no significa, pienso, aceptar la derrota de la ficción en su posibilidad de dar conocimiento sobre los hechos humanos, sino confiar en las prerrogativas de la escritura fabuladora para amalgamar dinámicamente, con la sutileza de la desconfianza, lo que las múltiples versiones en torno a ellos dicen no del pasado sino del presente. No porque los descendientes no sepan qué pasó puntualmente con sus ancestros deja de tener pertinencia que siga funcionando la fábrica de ficciones con que se asedian los hechos del ayer, pues la vocación de narrar no tiene por qué exigirse siempre la exactitud del testimonio verídico: las invenciones contradictorias lo que traducen son las pulsiones, cegueras e incertidumbres de quienes narran desde el ahora, proclives a descalificar como mitotes y habladurías esos relatos que, teniendo su origen en sagas pretéritas, siguen prohijando un eco en la verdad íntima de los sucesos y los individuos más inmediatos.

Rosario Castellanos y el feminismo de la nueva ola

3/Agosto/2014
Confabulario
Gabriela Cano

Rosario Castellanos comprendió cabalmente la relevancia de la protesta feminista de la nueva ola que se manifestó estrepitosamente en centros urbanos de Estados Unidos desde finales de los años sesenta, en forma casi paralela al movimiento estudiantil y al calor de la contracultura juvenil. Fue una de las primeras plumas que abordó el tema con conocimiento de causa en la prensa mexicana. No sólo informó a la opinión pública sobre la “liberación de la mujer”, como se nombró a las movilizaciones de aquellas jóvenes que no se conformaban con tener los mismos derechos ciudadanos que los hombres, sino que exigían poner fin a la jerarquía masculina y ansiaban convertirse en sujetos autónomos, capaces de decidir sobre todos los aspectos de su vida, de disfrutar su cuerpo y determinar su maternidad, sino que Castellanos hizo suyas algunas propuestas del nuevo feminismo para incorporarlas a su diagnóstico de la situación de las mujeres mexicanas y al proyecto emancipatorio que se derivaba de éste.

No causa sorpresa que el nuevo feminismo figurara entre los principales intereses intelectuales y políticos de la escritora. La preocupación sobre las desventajas sociales y prejuicios que limitaban a las mujeres estuvo presente en el conjunto de obra. Su narrativa, su poesía, sus ensayos y su vasta obra periodística tratan, ya sea en el primer plano o en el trasfondo, asuntos relacionados con las condiciones sociales de las mujeres. En uno de sus escritos tempranos Castellanos manifestó el interés que le despertaban las rebeldes, “aquellas que se habían separado del rebaño e invadieron un terreno prohibido”. Le intrigaba comprender “¿cómo lograron introducir su contrabando en fronteras tan celosamente vigiladas [como son las del mundo de la creación intelectual]. Pero, sobre todo, ¿qué fue lo que las impulsó de un modo tan irresistible a arriesgarse a ser contrabandistas? Porque lo cierto es que la mayor parte de las mujeres están muy tranquilas en sus casas y en sus límites, sin organizar bandas para burlar la ley. Aceptan la ley, la acatan, la respetan. La consideran adecuada…”

La escritora se interesó por el feminismo desde su etapa de estudiante universitaria. Años después, cuando ya era una escritora madura y reconocida, dedicó al tema de la emancipación feminista varias de las colaboraciones de prensa enviadas desde Israel, donde se desempeñó como embajadora de México en los últimos años de su vida, entre 1970 y 1974. En Medio Oriente fue testigo de una guerra como la que hoy nos tiene en vilo. Una pequeña selección de esos textos periodísticos fue reunida por José Emilio Pacheco y publicada en el volumen El uso de la palabra en 1975, a un año de su prematuro fallecimiento. Posteriormente, Andrea Reyes recopiló de manera exhaustiva los escritos periodísticos de la autora, aparecidos entre 1963 y 1974, en los volúmenes Mujer de palabra (Conaculta, 2003-2007).

Si en Sobre cultura femenina, ensayo filosófico de juventud (publicado por el Fondo de Cultura Económica en 2009), Castellanos reflexionó sobre la marginación de las mujeres en el ámbito de la cultura, la ciencia y arte, con el paso del tiempo aprovechó sus conocimientos del pensamiento existencialista para convirtirse en una aventajada lectora de Simone de Beauvoir. Quizá fue la primera conocedora mexicana de El segundo sexo, influyente obra en donde la francesa establece que las mujeres no nacen, sino se hacen. Es decir, que ser mujer y tener una posición subordinada en la sociedad no es un destino ineludible ni un hecho de la biología o una esencia, sino que es una situación social, susceptible de transformarse.

Para 1968, el emblemático año del movimiento estudiantil mexicano, del Mayo francés y de la revuelta juvenil en tantos lugares del mundo, Rosario Castellanos, que ya era una escritora madura y con amplio reconocimiento, tituló una colaboración en la prensa con una pregunta que para muchos en ese entonces era una interrogante legítima, aunque la autora la planteara en forma retórica: “¿La mujer, ser inferior?” En la respuesta, recurrió a De Beauvoir para recalcar que, lejos de ser un destino ineludible, ser mujer o ser hombre era una configuración social como también era un hecho social la jerarquía que colocaba en una posición subordinada a las mujeres.

La revuelta feminista contra “el sexismo” fue otro de los asuntos que entusiasmó a Rosario Castellanos. Haciendo eco del término racismo, utilizado para la denunciar discriminación hacia la población afroamericana, la palabra sexismo, que en ese entonces era un neologismo, se volvió moneda corriente: con ella se aludía a la amplia gama de actos con los que “se perpetúa la iniquidad en el trato entre los hombres y las mujeres. Iniquidad en la paga, las clases de trabajo y, más sutilmente, en la expresión propia”. Castellanos coincidió en la crítica feminista a la utilización del cuerpo femenino como espectáculo con fines comerciales o publicitarios. Juzgó con dureza el sometimiento a “dietas, tratamientos embellecedores” y al “molde despiadado de las fajas”, así como al uso de tacones altos a los que consideraba “instrumentos de tortura cotidiana”. Los concursos de belleza y el ideal femenino que en estos eventos se enarbolaba fueron blanco de protestas feministas de los setenta tanto en Estados Unidos como en México.

En agosto de 1970 se conmemoró el cincuentenario de la proclamación del derecho al voto femenino en Estados Unidos. La efeméride fue ocasión para que las adeptas al movimiento de liberación de la mujer salieran a las plazas y calles de distintas ciudades del país del norte para expresar su desencanto “con la imagen seductora que de la feminidad se ha elaborado en nuestra época”.

A Castellanos le impresionó lo nutrido de las manifestaciones callejeras y el hecho de que se tratara de una movilización aparentemente espontánea, “sin líderes y sin nombres” según reportó la escritora, quien recogió algunos datos que se divulgaron a propósito de la convocatoria feminista y que le causaron honda impresión. Por ejemplo, el reducidísimo porcentaje de mujeres activas en profesiones socialmente caracterizadas como masculinas —ingeniería, leyes y medicina—, la enorme brecha salarial entre hombres y mujeres con capacitación laboral equivalente y el decreciente número de mujeres en puestos de elección en el Congreso estadounidense, entre otros.

Pero quizás lo que más impactó a Castellanos fue que la protesta feminista se acompañó de una huelga de trabajos domésticos, esos “trabajos tan sui generis, tan peculiares que sólo se notan cuando no se hacen, esos trabajos fuera de todas las leyes económicas, que no se retribuyen con una tarifa determinada o que se retribuyen con el simple alojamiento, alimentación y vestido de quien los cumple; esos trabajos que como ciertas torturas refinadísimas que se aplican en cárceles infames, se destruyen apenas han concluido de realizarse”.

Observaba que, en México, el conflicto en el matrimonio frente a los quehaceres domésticos se paliaba debido a la disponibilidad de empleadas del hogar dedicadas a tareas de limpieza, preparación de alimentos y cuidado a los niños y enfermos. Advertía, sin embargo, que con la modernización del país y la incorporación de la fuerza de trabajo femenina a la industria y a los servicios “nos llegará la lumbre a los aparejos. Cuando aparezca la última criada, el colchoncito en que ahora reposa nuestra conformidad, aparecerá la primera rebelde furibunda”.

Inspirada por lo que sucedía con el feminismo estadounidense y armada con las herramientas del existencialismo de Simone de Beauvoir, Castellanos preparó en 1971 el discurso “La abnegación, una virtud loca”, que pronunció ante el presidente de la república, Luis Echeverría Álvarez. Sin miramientos, la escritora caracterizó a la abnegación como “una de las virtudes más alabadas de las mujeres mexicanas” cuyo efecto contravenía de cualquier aspiración de equidad o justicia para el sexo femenino.

Señalaba las abismales diferencias educativas y laborales especialmente agudas a principios de los setenta en la enseñanza superior, donde el 85% de los estudiantes eran varones. Y respecto a las poquísimas mujeres que tenían título universitario Castellanos se preguntaba cuántas ejercían la profesión para la que se habían preparado aprovechando una cuantiosa inversión pública que se habría malgastado en los casos en que prefirieran dedicarse al hogar en forma exclusiva.

“No es equitativo, y por lo tanto tampoco es legítimo que uno tenga la oportunidad de formarse intelectualmente y que al otro no le quede más alternativa que la de permanecer sumido en la ignorancia [...] que uno encuentre en el trabajo no sólo una fuente de riqueza sino también la alegría de sentirse útil, partícipe de la vida comunitaria, realizado a través de una obra, mientras que otro cumple con una labor que no amerita remuneración y que apenas atenúa la vivencia de superficialidad y aislamiento […] que uno tenga toda la libertad de movimiento mientras el otro está reducido a la pasarela […] que uno sea dueño de su cuerpo y disponga de él como se le de la real gana, mientras que el otro se reserva su cuerpo, no para sus propios fines, sino para que en él se cumplan procesos ajenos a su voluntad…”

La letanía de denuncias se extendía por muchas páginas. El que Castellanos condenara las injusticias que pesaban sobre las mujeres mexicanas en presencia de Echeverría Álvarez fue trascendente. Contribuyó al encumbramiento de Castellanos como escritora reconocida, al tiempo que fue preparando el ambiente para que México llegara a ser sede de la Conferencia del Año Internacional de la Mujer y de la Tribuna de la Mujer auspiciada por la Organización de las Naciones Unidas en el año de 1975. Si es innegable que el principal móvil de la Conferencia fue la preocupación por el crecimiento poblacional, también se debe reconocer que en el discurso del gobierno mexicano empezaba a sentirse un clima favorable a los derechos de las mujeres.

La debilidad del feminismo inquietaba a la autora de Balún Canán. Si en otros países el feminismo “ha tenido sus mártires y sus muy respetadas teóricas, en México no ha pasado de una actitud larvaria y vergonzante”. Hasta donde se sabe, la escritora no modificó su visión sobre la debilidad del feminismo mexicano ni llegó a saber del despunte feminista de los setenta. Es improbable que tuviera noticia de la pequeña manifestación pública “en contra del mito de la madre”, convocada en la capital al mes siguiente de su salida del país para cumplir con su encomienda diplomática. La muerte prematura alcanzó a Rosario Castellanos el año anterior a la reunión de la ONU, en la que la diplomática seguramente habría tenido una intervención destacada. Tampoco vivió para saber de las jóvenes feministas, adeptas al marxismo y a la revolución cubana que protestaron lo mismo contra la Conferencia del Año Internacional de la Mujer que contra el concurso de belleza de Miss Universo y contra los estereotipos de la feminidad que creaban imágenes falsas de las mujeres. No supo de los indudables efectos de la revolución feminista de la segunda mitad del siglo XX mexicano. Sus agudos ensayos y obras narrativas, sin embargo, fueron iluminadores y permitieron que los reclamos del feminismo de la nueva ola se arraigaran en la sociedad y en la cultura mexicana.

Onetti y Los adioses: lecciones para un lector cómplice

3/Agosto/2014
Jornada Semanal
Gustavo Ogarrio

La novela Los adioses (1955), de Juan Carlos Onetti (1909-1994), se ha simplificado como la historia de un tuberculoso, exjugador notable de baloncesto, que arriba a una ciudad en las montañas en la que se internará en un hospital para curarse, al tiempo que mantiene dos relaciones con distintas mujeres. Emir Rodríguez Monegal así lo consigna:
Un hombre llega a una ciudad de las sierras, donde hacen su cura los tuberculosos. Pasiva, pero firmemente, se niega a asimilarse a esa vida de sanatorio, de alentada esperanza, que contamina toda la ciudad. Es taciturno, no acepta. Vive no sólo para las dos cartas (el sobre manuscrito, el dactilográfico en la máquina de tipos gastados), que llegan regularmente y que son la vía por la que continúa comunicado con el mundo exterior. Un día llega la mujer, autora de una serie de cartas... Otro día, distinto, llega la de las cartas a máquina: es una muchacha fuerte, indestructible, viva; para ella, el hombre ha alquilado un chalet.
Sin embargo, esta manera de plantear lo que será el asunto de la novela ha pasado por alto la perspectiva desde la cual se está contando la “historia”. En Los adioses, quizás como en ninguna otra obra de Onetti, no hay “materia narrativa” sin la perspectiva desde la cual se está relatando: el punto de vista narrativo es al mismo tiempo la condición básica para que el relato se desarrolle de la manera en que lo hace. La perspectiva del almacenero que narra es el filtro inicial y el ángulo desde el cual se empieza a construir la figura del “hombre”, del tuberculoso, del forastero; un relato que mantiene siempre toda la carga de subjetividad del narrador, sus deseos, su imaginación y sus especulaciones puestas en primer plano, y que se expresan así desde el comienzo mismo de la novela: “Quisiera no haber visto del hombre, la primera vez que entró en el almacén, nada más que las manos; lentas, intimidadas y torpes, moviéndose sin fe, largas y todavía sin tostar, disculpándose por su actuación desinteresada…” Una perspectiva que es al mismo tiempo un nosotros parcial y que en la novela crece y se afirma, como interpretación narrativa de la comunidad, mediante los rumores, las especulaciones, los chismes y las conjeturas.
Los adioses se ha entendido también como una historia de amor entre el hombre con tuberculosis y las dos mujeres que le escriben y después aparecen en la ciudad serrana. El mismo Rodríguez Monegal es quizás el que desarrolla con mayor elocuencia esta interpretación: “Entre los tres (personajes), con los datos aportados por los tres, se va armando este relato que la solapa y una faja significativa puesta al volumen califican de Historia de Amor... En realidad, ésta es una Historia de Amor y no de sexo... Lo que los une (a los personajes), en verdad esencial, es el amor.” Pero, como ya lo había advertido Ángel Rama, el tema del amor en Onetti siempre está presente bajo una adversidad e imposibilidad para que se desarrolle como historia de amor realista o romántica; es decir, enfrentada y expresada sólo mediante esa oposición que surge de la línea divergente de los sueños de la vigilia y la invención. En el caso de Los adioses, esta posibilidad de historia de amor realista o romántica es prácticamente desfigurada por el ángulo desde el cual se narra, por la invención “documentada”, a través de sus pesquisas cotidianas, que hace el almacenero de la historia y de las acciones del exjugador de baloncesto.
Otra línea de interpretación de la novela, al poner el acento en la perspectiva del narrador, en la poética del relato de la novela y no simplemente en descifrar su enigma temático, el amor, no sólo pone en duda el protagonismo del tuberculoso, paulatinamente hace surgir del narrador un protagonismo desplazado, orientado hacia el lector mismo y su figuración dentro de la obra.
Hugo Verani llega a vislumbrar la potencia de este narrador que se transformará en el lector mismo y ha llamado la atención sobre la ambigüedad artística de Los adioses:
Entre el lector y la materia narrativa surge un partícipe fortuito, el narrador-testigo, que está en una situación semejante a la del lector; nada sabe de la vida del protagonista. Onetti mete al lector dentro de la conciencia de un narrador que le guía en una versión creíble y le lleva a aceptar sin sospecha su credibilidad, un narrador que gradualmente va imponiendo, sin embargo, un punto de vista desconfiable y coloca la historia en una deliberada zona ambigua.
Onetti manifestó su preferencia de autor por Los adioses y comentó, en alguna entrevista, sobre el punto de vista bajo el cual se configura la novela y el modo en que el lector es tolerado en ella.
Toda la óptica de la novela está teñida, entonces, por los prejuicios, por la mediocridad, por los temores y por las fobias del bolichero. Ese individuo, que también es un personaje, nos obliga a aceptar, nos impone su punto de vista y al mismo tiempo nos aconseja, muy a la sordina, que desconfiemos de lo que nos cuenta. Pero el lector no tiene otro camino que aceptar su versión. Y jugar al descarte. El lector tiene que meterse en la historia, tiene que participar, como se dice ahora, y nunca estará seguro de nada, salvo de los hechos primarios. Pero ¿qué significan los hechos en su crudeza total, en su desnudez? Nada. Son simples gestos que es preciso traducir, descifrar, darles sentido. No hay trampa ninguna en la novela. El lector se convierte en cómplice.
Esta complicidad no es más que una prueba y un señuelo de interpretación artística que la novela le impone al lector. Ese nosotros parcial desde el cual se expresa el almacenero se hace extensivo al que lee. Los prejuicios, la mediocridad, los temores y las fobias con las que se recarga la subjetividad del narrador se van filtrando en la figuración misma del lector. Wolfgang a. Luchting, uno de los intérpretes más agudos de esta novela de Onetti, lo ha expresado de la siguiente manera:
Con este procedimiento narrativo, Onetti ya nos ha “enganchado”. Pues, sin darnos cuenta, nos identificamos con el punto de vista del almacenero, sobre todo cuando nos ofrece, aparte de los sucesos que quisiera llamar “relativamente objetivos” –vio sólo las manos; después vio al hombre esperar al autobús–, sobre todo, digo, cuando nos ofrece, además, de esos sucesos, también sus reflexiones sobre el estado psíquico del hombre.
Luchting se refiere a Los adioses como la novela que “de un modo asombroso” exige al lector una participación decisiva como “lector cómplice”. Rastrea los orígenes de esta relación entre la obra artística y sus intérpretes, alude a lo que en la crítica literaria estadunidense se llamó reader-participation y al naturalismo alemán, para finalmente retomar el asunto desde una perspectiva latinoamericana y afirmar que un problema que parece tan nuevo siempre ha estado presente en la historia de la literatura: “En verdad, por más nuevo que parezca todo esto, no es nuevo de manera alguna. Pues siempre, desde que existen ficciones, ya sean verbales o teatrales o pictóricas o cinematográficas, el consumidor de estas expresiones artísticas, debido al mero hecho de optar por consumirlas, ha participado en su creación.”
En términos de la poética de Onetti, esta participación más bien abre el camino para comprender la complejidad de ese nosotros que narra, visto en su relación con la subjetividad narrativa del punto de vista a partir del cual relatan muchos de sus personajes. Es posible afirmar que, en Los adioses, Onetti conjuga artísticamente ambas formas de narrar. El almacenero relata desde su subjetividad de testigo, desde su punto de vista entendido siempre como el potente filtro de la historia, para construir un nosotros parcial a partir del chisme, del rumor y de las especulaciones articuladas a las del enfermero y de la mucama, en las que paulatinamente se inserta una voz irregular, fragmentada y prejuiciada de la comunidad. Onetti expresa en esta obra una variable de este narrador subjetivo y le da continuidad a lo que en El pozo ya había intentado. Si en El pozo había una estilización de ciertos usos lingüísticos del habla popular, italianismos y lunfardismos, expresada en el monólogo narrativo de Eladio Linacero, en Los adioses esta estilización toma como materia de su transformación artística ciertos usos del relato popular –chismes, rumores, especulaciones–, un nosotros que extiende sus alcances hasta el lector mismo y que se nutre de ciertas estrategias básicas y domésticas en las que cotidianamente se expresan los prejuicios y valores de una sociedad. Afirma Luchting: “A medida que avanza la novela se les agregan a los tres informantes (el almacenero, la mucama, el enfermero) virtualmente todos los enfermeros y, al final, virtualmente toda la ciudad.”
Finalmente, el mismo Luchting establece la dimensión moral y problemática de este lector cómplice, este nosotros que ya no está conformado solamente por los tres informantes y la comunidad; a estos se agregan, de manera irreductible, los lectores, su figuración incluida estratégicamente desde el punto de vista del narrador-testigo: “Cuando por fin se aclara la verdad sobre los vínculos que unen a los tres protagonistas observados resulta que nosotros mismos hemos venido hallándonos entre los protagonistas de esta novela. Y sentiremos acaso lo mismo que siente el almacenero: ‘Vergüenza y rabia, mi piel fue vergüenza durante muchos minutos y dentro de ella crecían la rabia, la humillación’.”
El final de Los adioses plantea con toda claridad el fracaso de la interpretación de esta comunidad que se construye a partir del punto de vista del almacenero y que culmina en la figuración del lector como cómplice de la perspectiva desde la cual se narra la novela. Una de las operaciones básicas de la poética de Onetti se advierte en lo anterior: la integración artística de una perspectiva popular sobre el lenguaje y la interpretación, la voz estratégica de la comunidad expresada a través de lenguajes no literarios, pero que son representados artísticamente, con toda su fuerza, como una permanente interacción entre literatura y discursos sociales. Una manera de armonizar la lengua literaria y el relato oral.
La derrota del rumor, los chismes y la especulación, es expresada en el momento en el que el almacenero adquiere conciencia de esa subjetividad narrada, que termina por atormentarlo y que lo orilla a imaginar la posible divulgación de la “equivocación” de la comunidad, su propia equivocación y la del lector, una interpretación prejuiciada del supuesto triángulo amoroso del exbasquetbolista con las dos mujeres:
Pensé hacer unas cuantas cosas, trepar hasta el hotel, y contarlo a todo el mundo, burlarme de la gente de allá arriba como si yo hubiera sabido de siempre y me hubiera bastado mirar la mejilla, o los ojos de la muchacha en la fiesta de fin de año –y ni siquiera eso, los guantes, la valija, su quietud– para no compartir la equivocación de los demás, para no ayudar con mi deseo, inconsciente, a la derrota y al agobio de la mujer que no los merecía.
El análisis de Los adioses desde la perspectiva de su narrador ha servido para vislumbrar una de las estrategias artísticas en la obra de Onetti. Una estrategia que está mediada por el uso, la diversificación y la articulación del narrador subjetivo y este narrador de la comunidad, expresándose en la figura del lector-cómplice y al que le es impuesta la interpretación de este nosotros parcial. Una estrategia en la que se manifiesta la fuerza del arte narrativo de Onetti: toda interpretación está destinada a la equivocación, al fracaso; el triste fracaso que se expresa en las voces que desde su propia subjetividad participan también en la incansable e inaprensible voz de su comunidad; un nosotros fragmentado, magnífica amalgama de voces escurridizas e inadvertidamente soberbias, sinceras y terribles a un mismo tiempo; un nosotros a través del cual se enuncian los prejuicios y el esplendor de esa comunidad ya rota por la modernizaciones y por la imposibilidad política y cultural de estar armoniosamente juntos.


El recuento de los cuentos de Onetti

3/Agosto/2014
Jornada Semanal
Alicia Migdal

Siempre releo los cuentos de Onetti en la primera edición popular de sus cuentos completos, una publicación de Cedal de 1967. Es tan manejable que ya está deshojada y marca un punto fundamental en su obra. En ella está el cuerpo integral de sus cuentos o nouvelles inolvidables, aquellos por los que una vida tiene sentido. Además de ser, en el ‘67, un necesario operativo editorial, esos cuentos completos incompletos (pero no a la manera lúdica de los de Augusto Monterroso) siguen siendo completos en su enfrentamiento con el tiempo, es decir, siguen probándose como únicos y clásicos, y a mí me permiten leer mis propias y sesgadas lecturas de Onetti, el decurso de mis subrayados y de mis omisiones, las preferencias momentáneas y emocionales. Hacer la lectura en la edición de Alfaguara tiene ya un carácter tan definitivo que asusta, porque ésos sí son los cuentos completísimos (los que testimonian el final en todos los sentidos, los que aseguran que ya no habrá más), los del pre y el post Onetti, algunos de los que no deberían haberse publicado nunca (los últimos apuntes inéditos) y los que Editorial Arca recogió por primera vez en 1974 en Tiempo de abrazar (que se iba a llamar Onetti antes de Onetti y que sólo quedó así como título del prólogo de  Jorge Ruffinelli) y después Editorial Corregidor reunió en una edición de tapa verde y formal. Ahí está entonces, en Alfaguara desde 1998, extendida ante nosotros, la historia de una escritura y de unos cuantos pocos temas. La espléndida monotonía. La tozuda fidelidad al deseo adolescente, su esplendor y su decadencia. La historia de una escritura que incluye la historia del lector y de sus lecturas.
Lo que fue en mí costumbre hedonista sin finalidad profesional,  sin saberlo preparaba una argumentación en el tiempo, con el tiempo, con cada edición completa de cada Onetti cuentista completo e imperfecto. El verdadero, el perfecto estilista, el soñador que resguarda todavía sus fantasías de la sordidez, es el de la edición de Cedal, aunque ya en la coda del cuento “Justo el treintaiuno” había, para mis veinte años, una inesperada traición. Y la coda siguió en Madrid, desde donde nos llegaban de tanto en tanto relatos que auscultábamos con temor de que Onetti estuviera cansado ya de su entresueño, de que el mundo que seguía en su cabeza no tuviera suficiente alimento en la cama de la avenida América, alejada de Montevideo. Apareció entonces la certeza de que no era verdad que a Onetti le daba lo mismo estar echado en cualquier cuarto de cualquier ciudad.  No se trataba solamente de que lo que llegaba desde Madrid fueran breves esbozos, apuntes cansados; era la derrota del deseo la que atravesaba el océano antes de internet. La fatiga estilística y la sordidez del deseo se habían compenetrado, y de Cedal a Alfaguara hay una línea tendida que da cuenta de ello.
¿Éramos justos esperando siempre lo mejor, más de lo mejor? ¿No teníamos que sentirnos satisfechos con por lo menos ocho cuentos perfectos, que no paso a enumerar porque son apenas los míos (hablo sólo de los cuentos y no de las novelas)? En distintas ocasiones escribí insistentemente que en 1964, con la publicación de Juntacadáveres, la obra de Onetti había alcanzado su culminación, y que todo lo que siguió publicando nos proporcionó belleza fragmentaria, en un operativo de degradación por el cual escribir era destruir el pasado y la escritura del pasado, cediendo a la fácil sensualidad de las niñas emputecidas. También había insistido, precisamente con la publicación de Cuando ya no importe, en que no hay que seguir lamentando esa pérdida del deseo hecho escritura, que el post Onetti ofrece un interesante material de análisis, por contraste, de lo que hace con su obra un escritor tirado en la cama cuando los sueños son el vector de su escritura pero no alcanzan sin la realidad, sin suficiente realidad externa. El lector que ignore las características del hombre Onetti (le pasó a Muñoz Molina, como consta en el prólogo a los cuentos completos de Alfaguara) podría igual, frente a las 490 páginas de esa edición, seguir el mapa del sueño de la muchacha en el tiempo, el tranquilo paroxismo poético y la subsiguiente declinación de la poesía de su prosa, y comprobar que si hay hojarasca literaria a partir de lo escrito en los años setenta, la maravilla anterior no sólo se mantiene sino que crece intacta y preservada. Que las distintas versiones de sí mismo expuestas desde antes del gran soñador de El pozo, como son el posible Baldi y Raucho y el transeúnte de la Avenida de Mayo, y Risso en “El infierno tan temido” y el hombre que amó a la muchacha de la bicicleta en “La cara de la desgracia”, pueden ser todos versiones en el tiempo de Jorge Malabia, que fue el gran y puro adolescente siempre en pos de un deseo invicto,  Malabia y todos ellos a su vez versiones, quién sabe, del Onetti de los años treinta, del que creía y con esa fe tuvo energía suficiente como para cubrir las dos décadas siguientes de escritura, moldeando el perfil de las muchachas.
No hay por qué amar todo lo de Onetti ni sentirse traicionados por la distorsión que introdujo en su mundo; hay que entrar en su obra capital y hasta incluir en ella Dejemos hablar al viento y Cuando ya no importe, que son el modelo final de su asalto y estrago de un mundo construido, y moverse en ella con felicidad y completud; hay que incorporar los restos de la noche de su escritura, es decir lo escrito en Madrid, pero buscando las claves de lo deshecho en la obra capital. Es un trabajo que hay que hacer sin renunciar a la devoción literaria pero también sin ceder ante la prepotencia masculina de ese Onetti final.

Onetti, a veinte años

3/Agosto/2014
Jornada Semanal
Alejandro Michelena

Hace dos décadas se iba de este mundo, después de haber pasado casi todo su exilio –comenzado en 1974, cuando la dictadura uruguaya lo dejara libre luego de meses de prisión por el delito de haber sido jurado en el último concurso literario del semanario Marcha– en Madrid; ostracismo que continuó luego del retorno de la democracia. Fue rotunda su negativa al entonces presidente, Julio María Sanguinetti, ante la invitación a volver; nunca quedaron claros sus motivos, aunque –en parte– la situación de impunidad para los violadores de los derechos humanos, que ya se estaba pactando, pudo haber incidido en la decisión.
Onetti siempre reafirmó, a pesar de los años vividos fuera del país, su condición de uruguayo. Pero también es cierto que vivió muchísimos años en Buenos Aires, donde iba a escribir y a publicar tres novelas fundamentales, verdaderos mojones de su obra, como son Tierra de nadie, Para esta noche y La vida breve (que ubican su acción en esa gran cosmópolis). Además escribió y publicó en Argentina una exquisita nouvelle, Los adioses, y muchos de sus cuentos más significativos.
Onetti, escritor rioplatense
Más allá de las peripecias vitales, puede ser interesante considerar qué rasgos nos permiten calificarlo como escritor “rioplatense” y no solamente “uruguayo”. Veamos sus temas, por ejemplo: Los adioses transcurren en un lugar de serranías del interior argentino, en Córdoba. Sus notables y decisivas novelas ya nombradas: en medio del entramado urbano de Buenos Aires. Y en La vida breve el personaje, Brausen, imagina una ciudad, Santa María. Esta localidad de provincia, ribereña de un gran río, está inspirada por las que bordean efectivamente el río Paraná. Pero más todavía: el propio escritor aclaró en más de una entrevista que el modelo para Santa María se lo dio la ciudad de Paraná, en la provincia de Entre Ríos. Toda la saga de Santa María, que abarca novelas como Juntacadáveres y El astillero y unos cuantos relatos antológicos, tienen el marco –el clima, el aire, el color peculiar– de los parajes ribereños del Paraná. Por cierto: su primera novela –la mítica El Pozo– transcurre en Montevideo, y también una de las últimas: Dejemos hablar al viento. Su obra arranca, y en cierto modo se cierra, en su ciudad de origen, que sin embargo no ocupó en absoluto un rol relevante en su vasta obra narrativa.
Naturalmente: un narrador de la dimensión de Onetti no se puede calibrar desde la ubicación geográfica de sus ficciones. Por eso, y profundizando un poco más, reparemos en algunos de sus referentes y en sus inquietudes literarias. Como buen uruguayo de clase media de su tiempo comenzó a escribir teniendo un sedimento educativo universalista, pero fiel a su camino personal –no intelectualizado y lejos de lo académico– creó su propio canon de lecturas. A William Faulkner lo ubicó en el primer lugar en sus preferencias porque fue quien le inspiró, con su saga novelística de Yoknapatawpha, la creación de su propio mundo creativo en torno a Santa María. Y el estadunidense marcaría también los rasgos barrocos de su estilo. ¿Pero, qué de sus contemporáneos, los cercanos?
Al todavía joven y casi desconocido Onetti le impactó la lectura de los cuentos de Jorge Luis Borges, a quien siempre tuvo entre sus referentes literarios; tal admiración no fue empañada siquiera por el mal resultado del único encuentro personal que tuvieron, en una confitería de la calle Corrientes, presentados por el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal. Trataba asiduamente en sus años porteños a Ernesto Sábato, y tenían buen diálogo más allá de las diferencias en sus obras, marcadas sin embargo filosóficamente por el existencialismo. Y mantenía un vivo interés en los aconteceres literarios de la gran ciudad.
El retorno del maestro
En Montevideo, cuyo ambiente cultural y literario había fustigado con lucidez desde el semanario Marcha en 1939, amparado en el seudónimo Periquito el Aguador, mantuvo en los cuarenta y comienzos de los cincuenta un magisterio lejano sobre un puñado de jóvenes –que luego conformarían, junto a otros, la Generación del ’45– alimentado por viajes fugaces. Cuando retornó a Uruguay, ya bordeando los años sesenta, era un escritor consagrado, un maestro para muchos y motivo de rechazo para otros (los más volcados hacia una literatura social o política), pero no participó en polémicas y agitaciones que entendía provincianas, y que no sentía que le incumbieran. Ahí surge justamente el mito onettiano del escritor solitario, algo misógino, escuchando tangos y bebiendo vino, entregado a su obra y al diálogo con jóvenes narradores talentosos pero alejados de las férreas capillas culturales. Con Mario Benedetti por ejemplo –el máximo exponente y paradigma de esa generación– lo único que lo unía en lo profundo era la terminación italiana de sus apellidos (más allá de la cordial relación personal que establecieron luego en Madrid).
En definitiva: sin negar su condición de uruguayo, Juan Carlos Onetti estuvo más vinculado en lo cultural a Buenos Aires, y ubicó en escenarios y climas argentinos la parte nuclear de su narrativa. Por eso es que afirmamos que fue un escritor rioplatense; porque lo sustancial de su obra interactúa con el corpus literario de las dos orillas, y no se explica en lo profundo sino vinculada a ese universo regional más que nacional.