3/Agosto/2014
Confabulario
Oswaldo Zavala
En abril de 2013, Ediciones B puso en circulación la novela Cuatro muertos por capítulo, unos
días después de la muerte de su autor, el escritor sinaloense César
López Cuadras (1951-2013). Desde la primera página, el libro rompe con
la redituable mitología que domina en la narconarrativa actual para a
cambio ofrecer una de las más fascinantes interpretaciones literarias
que se ha escrito del fenómeno en los últimos veinte años. Pancho
Caldera, ex chofer de los Simental, una familia de traficantes
arrinconada por unas cuantas opciones de supervivencia y finalmente
destruida por la tragedia, accede a contar su caída a una joven
estadounidense que intenta escribir un guión cinematográfico. Pero
Pancho advierte: “Lo interesante de la historia no es el asesinato entre
hermanos, mi güera. Hechos horrendos de ese calibre suceden todos los
días; y basta abrir la sección de nota roja de cualquier periódico para
empaparse las manos en sangre con los crímenes más horribles, mismos
que, en la siguiente entrega, serán borrados del top-ten delshow blood por otros más espeluznantes”.
Aunque construye el relato a partir del motivo más fundamental en
toda narrativa de violencia (el bíblico asesinato entre hermanos), López
Cuadras se aleja del efectismo habitual del periodismo que reproduce la
gran mayoría de narconovelas. Sin la absurda fantasía de cárteles,
capos y sicarios que someten a policías, militares y políticos por
igual,
Cuatro muertos por capítulo recrea con maestría un mundo
independiente del imaginario oficial que insiste en un país controlado
por traficantes, pero que en realidad sigue gobernado por el poder
oficial y su implacable monopolio de la violencia legítima. Así, Pancho
aconseja a la estadounidense: “Desconfíe de los que hablan en nombre de
la ley”.
El primer efecto de la desmitificación que lleva a cabo López Cuadras
opera sobre aquello “que los periódicos llaman narcotráfico, pero
quienes hemos habitado en sus tripas, engullidos, regurgitados y vueltos
a tragar, si es que no arrojados por el culo, le llamamos ‘el negocio’ a
secas”. Luego de esa reconfiguración léxica, López Cuadras transforma
la tan conocida historia universal del narco en México que se repite en
las biografías magnificadas de figuras como Rafael Caro Quintero, Amado
Carrillo o Joaquín
El Chapo Guzmán. Ajeno a la inverosímil vida
y obra de capos que protagonizan incontables narcocorridos, películas y
novelas, López Cuadras imagina críticamente la vida de traficantes
provincianos limitados por los poderes reales del Estado.
Para no revelar las claves de la trama, me limito a reproducir tres
lecciones cruciales que hacia el final de la novela Pacho Caldera ofrece
a la estadounidense para comprender el narco: 1) “ya no es posible
distinguir entre buenos y malos” pues narcos y policías trabajan en
“franca asociación”; 2) los supuestos “cárteles” no tienen el poder
internacional que se les atribuye y ninguno “ejerce, ni en espacios
reducidos, un control absoluto del mercado”; y 3) “todos los traficantes
pierden, desde los más pequeños hasta los más grandes, sea porque caen
en prisión, los maten o los desplacen desde los verdaderos centros del
poder”. El agudo juicio a esos “verdaderos centros del poder” se combina
en la novela con una memorable serie de personajes que muestran la
solidez narrativa de López Cuadras, sólo comparable, a mi juicio, con
libros como
Contrabando (2008) de Víctor Hugo Rascón Banda,
El lenguaje del juego (2012) de Daniel Sada,
Septiembre y los otros días (1980) de Jesús Gardea o incluso
2666 (2004) de Roberto Bolaño.
Los notables logros del proyecto literario de López Cuadras,
irónicamente, son en su mayoría tan desconocidos en México como esos
libros de Rascón Banda y Gardea o tan mal leídos como los libros de Sada
y Bolaño. Ganador del Premio Sinaloa de las Artes, López Cuadras es
autor de cuatro novelas y un libro de cuentos, una bibliografía por
ahora principalmente admirada entre algunos escritores y académicos.
Como ha señalado Geney Beltrán Félix en una reseña, López Cuadras es
acaso “uno de los secretos más inexplicablemente relegados de la
narrativa mexicana”. Buscar en una librería un ejemplar de su primera
novela,
La novela inconclusa de Bernardino Casablanca (1996),
resulta tan infructuoso como encontrar libros de Gardea, incluso los
editados por el Fondo de Cultura Económica. Una suerte similar ha
corrido
Contrabando de Rascón Banda, que ganó el premio Juan
Rulfo de novela en 1991 pero que debió esperar a 2008 para ser publicada
póstumamente por la editorial Mondadori: durante la pasada Feria
Internacional del Libro del Palacio de Minería, los sobrantes de esa
única edición se remataron entre los puestos de libros que se encuentran
a un costado del palacio.
En los circuitos literarios mexicanos tan acostumbrados a las balas y
la sordidez, las novelas que no recurren a los lugares comunes tan
redituables de la narcoviolencia, la marginación y la pobreza, pierden
su lugar de enunciación y dejan de ser “literatura del norte”, como si
el norte fuera únicamente comprensible a través de cuernos de chivo
operados por sicarios estrafalarios y capos que se deleitan con sangre
mientras acarician un tigre de bengala en la sala de su casa. Si Del
Valle-Inclán hubiera vivido en nuestro tiempo, habría encontrado
redundante hablar del esperpento y se habría dado cuenta de que las
representaciones innovadoras de la violencia radican ahora en la fusión
de la métrica del siglo de oro con el habla popular, como hizo Daniel
Sada, en el insólito barroco del desierto de Jesús Gardea, en la
sobriedad política de Víctor Hugo Rascón Banda, o en las estrategias de
representación de las comunidades rurales sinaloenses de López Cuadras.
En uno de los cuentos más notables de López Cuadras, “El león que fue a misa de siete” —incluido en
La primera vez que vi a Kim Novak.
Cuentos y relatos de Guasachi,
reeditado en 2010 por la Universidad Autónoma de Sinaloa—, una iglesia
de pueblo es asediada por un león que decide descansar en la humedad
fría de la cantera santa, “rompiendo abruptamente su rutina elemental,
desolada y polvorienta”. El pueblo es el mítico Guasachi inventado por
López Cuadras, cuya originalidad convierte el infierno insufrible de
Comala en un llevadero páramo de mujeres hermosas, beisbol, cerveza
Pacífico, incluso algún traficante no tan malintencionado pero con
supina mala suerte. Ese es también el escenario de
La novela inconclusa de Bernardino Casablanca,
publicada por Ediciones Arlequín. A diferencia de las interminables
listas de “cronistas” que se limitan a plagiar a Truman Capote, López
Cuadras convierte al autor de
A sangre fría en personaje y lo
lleva a Guasachi para ayudar a un joven escritor a descifrar el
enigmático crimen del dueño de un burdel. El negocio se llama Casablanca
porque Bernardino, según una de las putas, le da un aire a Humphrey
Bogart. Pero más que París, en la obra de López Cuadras siempre nos
quedará una cerveza para combatir el calor y ayudarnos a investigar un
crimen en el que convergen los poderes oficiales y los fácticos, en el
que el narco es apenas una tímida razón más para justificar el orden de
las redes criminales de Sinaloa. Bernardino puede parecer ícono de cine,
pero nunca uno de esos resobados narcos que aparecen en
La reina del sur de Arturo Pérez-Reverte, el arquetipo de todas las narconovelas
best-seller.
Truman Capote se emborracha en Guasachi, se interesa por sus
insólitos personajes y guía al joven escritor para terminar su novela:
“Quizá no tenga nada que ver con la verdad. Pero es una posibilidad. Eso
es lo importante: tienes una brillante conjetura, y con ella puedes
hacer una buena novela; lo demás, la verdad incluso, tíralo a la basura.
No permitas que la verdad te decepcione”. Una historia de amor y
traición, inserta en una historia de poder y corrupción, hacen del
asesinato de Bernardino Casablanca el eje simbólico de un modo de vida
que va más allá de la eterna guerra de cárteles por la plaza y se asoma a
una comunidad viva, azarosa, subyugada por inercias del poder que
sobrepasan la idea de que todo en México es reducible al narco y no a la
rapiña de las clases políticas, la avaricia desfondada de los
empresarios y la buena puntería de policías y soldados sin
remordimientos a la hora de dormir.
Uno de los personajes más entrañables y estremecedores de López
Cuadras es un niño que habita en el fondo de esa ballena que por
costumbre llamamos narco. En un magistral episodio de
Cuatro muertos por capítulo,
el niño camina al lado de su padre en la densidad de la sierra: “Por
aquí, por el Montoso, se da mucho el café debajo de los árboles. Una vez
vi una mata y le pregunté a mi apá: Qué es eso, y él me contestó: Café.
Y por qué está colorado. Porque está verde, dijo él, y pasé muchos días
sin entender, y hasta pensé que me estaba vacilando, pero no: a los
diyitas bien que entendí. Y luego fui yo y le dije: El café es rojo
cuando está verde. Aya, pinchi, dijo él, que como es señor sí puede
decir malas palabras, y de dónde sacaste eso de rojo. Porque por aquí a
lo rojo le decimos colorado. La maestra me enseñó, le contesté, y se me
quedó mirando como si yo supiera más cosas que las que él sabe, y pensé,
es en la escuela donde me enseñan esas cosas que no me enseñan en la
casa, pero no lo dije”.
El niño rebasa el destino trazado por su padre, un humilde sembrador
de marihuana, y se convierte en un exitoso traficante sólo porque
aprende a conocer los alcances del negocio y también a respetar sus
límites. El primero entre ellos, no desafiar nunca el poder del
Estado: “El problema es que, si matas a uno, mandan a diez, y si matas a
los diez, mandan al ejército, y entonces sí, todo el mundo a correr.
Antes, cuando llegaba la tropa, sólo se quedaban en las casas los
viejos, las mujeres y los chamacos; pero desde que les dio por arrasar
parejo, los ranchos quedan desolados. Familias enteras desaparecen. Así
que, cuando sabemos que vienen en camino, o escuchamos el retumbar de
las hélices del boludo, a correr y que santo Malverde nos proteja”.
La complejidad narrativa de López Cuadras puede resumirse en el protagonista de
Cástulo Bojórquez (FCE,
2001), que no es el reiterativo “narco” unidimensional que imaginan
Juan Pablo Villalobos, Yuri Herrera, Orfa Alarcón o Élmer Mendoza.
Cástulo “fue sembrador de amapola, narcotraficante, salteador de
caminos, presidiario, policía judicial, parrandero, esposo intermitente,
amante furtivo, padre de quince hijos conocidos e hijo pródigo de una
madre que moría de desvelo con el rosario en la mano”. Un personaje así
desborda los arquetipos y sólo puede cobrar vida en una novela
construida con precisión y sin concesiones al lector, y que por sí sola,
según Adriana Valderráin
en un texto publicado en
Letrarte el
18 de abril, 2013, “basta para colocar al sinaloense entre lo más
granado no sólo de su estado natal, sino de las letras mexicanas”.
Que la obra de López Cuadras no sea asediada por las grandes
editoriales comerciales seguirá siendo un misterio. Por ahora, podemos
leer
Cuatro muertos por capítulo porque Ediciones B tuvo el
acierto de publicarla sin esperar éxitos de venta inmediatos. Debemos al
sello Arlequín nuevas y cuidadosas ediciones de
La novela inconclusa de Bernardino Casablanca y de la polémica novela breve
Macho profundo (1999),
una doble diatriba contra el machismo y el feminismo extremos. Aunque
no siempre disponible en sus librerías, el Fondo de Cultura Económica
aún reimprime
Cástulo Bojórquez. Finalmente, los magníficos cuentos de
La primera vez que vi a Kim Novak (1996)
aún existen en papel gracias a la Universidad Autónoma de Sinaloa, que
actualmente prepara con el mismo FCE una coedición de
El delfín de Kowalsky, la última obra inédita de López Cuadras.
Si el lector exigente, como ese niño imaginado por López Cuadras, se
interesa en descubrir por qué el café rojo está verde, por qué Truman
Capote puede encontrar consuelo en la cerveza Pacífico bajo el sol
sinaloense, por qué los leones duermen en las iglesias o por qué el
narco es un
negocio entre políticos, empresarios, policías y
uno que otro traficante propenso a la tragedia, entonces acaso habrá
comprendido una función de la verdadera literatura: imaginar el mundo
con inteligencia crítica para evitar que eso, que a falta de otra
palabra llamamos realidad, no nos decepcione nunca.