domingo, 26 de enero de 2014

Carta abierta a Juan Gelman

26/Enero/2014
Jornada Semanal
Víctor Rodríguez Núñez

Gambier, 15 de enero de 2014
Querido Juan:
 
Cuando te visitamos por última vez, la mañana del domingo 12 de enero, hace sólo tres tristes días,parecía que la muerte no te acompañaba. Es cierto que estabas muy frágil pero tocabas con energía lacampanilla para alertar a la enfermera. Es cierto que hablabas en un susurro pero lo hacías con mucha precisión y claridad. En tu silla de ruedas, un poncho sobre los hombros, una manta sobre las piernas, eras la dignidad en persona. Nos diste un sobrio reporte sobre tu salud, la anemia que no amainaba y el incipiente cáncer del pulmón. También nos informaste de tu decisión de no recurrir a la quimioterapia y de resistir en el hogar. Estabas pendiente de todo, a la viva, diríamos en Cuba, incluidos nuestros proyectos de traducción. La conversación nunca se te escapó de las manos y hubo espacio de sobra para el humor. Incluso hablaste de Cervantes, de una de sus obras sobre cautivos, donde habías encontrado versos excelentes. Nos invitaste a tomar un café y lo hicimos todos con gusto en unas tazas preciosas. La luz del invierno mexicano se filtraba por cada resquicio del apartamento de la colonia Condesa. Me pareció que estabas dispuesto a dar una larga batalla por tu vida.
A las 6 y 31 de la tarde del martes 14 recibí el email de José Ángel Leyva con la terrible noticia: “Acaba de morir Juan.” Como no hay otro Juan en nuestras vidas, en nuestras obras, se trataba sin duda de ti. No pude quedarme solo con esa noticia y de inmediato la compartí con otros que te quieren tanto como yo. Las memorias entonces se agolparon, no podía hacer otra cosa que recordar. Y recordé la lectura que hiciste, en el patio del Palacio de los Capitanes Generales de La Habana, en 1978, donde aprendí para siempre la consigna: a gelmaniar, a gelmaniar. Recordé la conversación en el Jardín Botánico de Medellín, en 1994, donde me enseñaste que el único tema de la poesía es la poesía, y por eso mismo puede hablar de todo. Recordé otra conversación, en los portales del Gran Hotel de Costa Rica, en 2007, donde aprendí que la mejor poesía ocurre cuando el sujeto poético se sale de sí mismo. Pero no todo era literatura entre nosotros, y entonces recordé tu indignación, en el campus de la Universidad de Oregon, en 1996, cuando te conté que los estudiantes de una fraternidad, al descubrir mis apellidos hispanos, habían defecado dentro de mi viejo coche.
La noticia de tu muerte pronto llegó a los periódicos que, como El País de España, mostraron sinceramente su pesar, aunque nunca divulgaron tus artículos antiimperialistas. Ésos que escribiste hasta hace muy poco, cuando el cuerpo se negó, y que eran un modelo de rigor informativo y análisis intelectual. Ésos donde nos advertías, por ejemplo, que la muerte seguía campante su paseo por Irak, donde más de 6 mil civiles habían perdido la vida en 2013. O que, después del 11 de septiembre de 2001, el gobierno de Estados Unidos había logrado que cincuenta y cuatro gobiernos de los 190 del mundo colaboraran con el programa por el cual los sospechosos de terrorismo eran llevados de un país a otro, a veces a un centro clandestino de detención de la propia cia en otros países, donde agentes del servicio los “interrogaban” según métodos bien conocidos. O que Obama mismo había ordenado ejecutar extrajudicialmente, en Yemen en 2011, por medio de un drone, a un ciudadano estadunidense, a su hijo adolescente y al hijo de un amigo. Esos artículos que impidieron, al no poder viajar a Estados Unidos, que se materializara el ofrecimiento, por Kenyon College, de su doctorado honoris causa. Ésos que seguramente espantaron a los académicos suecos, como antes los comentarios de otro signo de Jorge Luis Borges, y que le negaron a Argentina por segunda vez un merecido Premio Nobel. Esa militancia ética consecuente que en definitiva complementa tu obra poética.
A mi juicio, tu poesía es un modelo de rebeldía, una lección de libertad, y te sitúa entre los poetas mayores de la lengua española. Para no ir muy lejos, perteneces a la estirpe de Rubén Darío, Antonio Machado, César Vallejo, Vicente Huidobro, Federico García Lorca, Pablo Neruda y José Lezama Lima. En particular, valdría la pena destacar tu desafío de los dogmas de la escritura revolucionaria, el llamado realismo socialista y otras malas hierbas. La influencia de tu teoría y práctica poética, basada en el derecho a la imaginación y la fidelidad al sentimiento, fue crucial para los poetas de mi generación. Hace tres años, en ocasión de tus ochenta cumpleaños, afirmé en estas mismas páginas que tu obra se había caracterizado por una constante innovación en contenido y forma. Y resalté entonces que esa voluntad de cambio no sólo se mantenía en tu producción más reciente sino que inclusive se acentuaba. De esta manera, te revelabas como uno de los poetas verdaderamente vivos de nuestra lengua. Es decir, vivo no sólo en términos biológicos, sino además en el orden poético. Como poeta, querido Juan, aunque no alientes como antes, por tu radical e indeclinable creatividad, nadie hoy está más vivo que tú.
Abrazos de tu hermano menor,
Víctor Rodríguez Núñez

Gelman, en el nombre del hijo

26/Octubre/2014
Jornada Semanal
José Angel Leyva

Juan Gelman era justo del mismo año que mi padre, 1930. Un día, mientras devorábamos carne, bebíamos vino, reíamos intercambiando juegos de palabras o Juan evocaba alguna anécdota de su biografía, reparé en esa coincidencia. De inmediato cambió el gesto para poner los puntos sobre la íes. “José Ángel, yo no soy tu padre. Para mí tú eres igual que yo. Somos amigos, eres un interlocutor, sos un poeta.” También adquirí cierta gravedad y le dije para su alivio: “Tampoco puedo verte como un padre, Juan, el mío llenó a plenitud ese espacio, pero a él le encantaría saber que vieron la luz el mismo año.” Gelman no aceptaba que nadie pretendiera ocupar un sitio que él había consagrado a la memoria de su hijo. Cuando, en 2011, fueron condenados los verdugos de Marcelo Ariel y un año después el gobierno de Uruguay realizaba un acto de desagravio por las víctimas de la dictadura militar, entre ellas su nuera y su nieta Macarena, nacida en cautiverio, Juan expresó en diversos momentos y circunstancias que la justicia era indispensable para no enterrar la memoria, pero nadie le regresaría al hijo asesinado ni los años de privación de su nieta. “No hay nada que festejar, no tengo emoción de alegría, de perdón o de resentimiento, queda el vacío”, confesaba el poeta.
La pérdida del hijo adquirió en la obra de Juan Gelman una constante mística que invocaba “la presencia ausente de lo amado”. El poeta realizó una serie de diálogos parafraseando a Santa Teresa, San Juan de La Cruz y a otros místicos de la tradición cristiana y judía. En 1979 publica Citas (escrito en Roma) y lo dedica a su país, luego en 1978-1979 (escrito en Roma/Madrid/París/Zúrich/Ginebra) da a conocer Comentarios; un año más tarde (París-Roma, 1980) publica Carta abierta, en donde emerge con claridad la presencia ausente del hijo. Una época sin sosiego ni ancla, un nomadismo en busca de sus búsquedas. Viaja también a la tierra de sus ancestros y se encuentra con ellos, se re-conoce. Hurga en España los balbuceos de una lengua también expulsada, que no es la suya, pero también la adopta, el sefardí o ladino, y escribe Dibaxu.
Sus alterónimos son producto de esa carencia, del mismo dolor. El padre dialoga con el hijo y con figuras inexistentes que le hablan desde la pérdida y la desesperanza. Sus alterónimos nacen en el exilio, en la imposibilidad de volver a casa; especial atención en ese sentido merece Sidney West, a quien él dice haber traducido. Alguna vez Juan me contó que Sidney West era una fuga del discurso político, de la ideología, una recuperación del lenguaje poético en la voz de otro.
Con certeza, su sentimiento de orfandad del hijo es también la privación del hogar que su padre, víctima también de la intolerancia política en la Rusia zarista, encontrará en Buenos Aires, lejos de su natal Ucrania. Gelman, cuyo apellido adoptó el padre, José Mirotchnik, para salir de su país y entrar al nuevo mundo en América, es hijo también de una nueva identidad y de un olvido –aparente– de sus auténticas raíces. Juan, el argentino dentro de esa familia de emigrantes, es hijo del exilio, luego padre del exilio.
Jorge Boccanera, biógrafo de Gelman, confirma esta sospecha. Algunos de sus alterónimos responden en buena medida a la muerte de Marcelo y a la búsqueda de justicia por su asesinato, también a la clandestinidad. En Juan concurren muchas tradiciones, la hebrea por un lado, aunque su padre fuera un revolucionario y un agnóstico –su abuelo materno había sido rabino–; la rusa-ucraniana por la vía del idioma y la cultura literaria; la argentina y, más precisamente, la cultura bonaerense con sus atmósferas barriales. Boccanera refiere en particular a Eliezer Ben Jonon, que significaría en principio hijo de Juan, pero en la tradición hebrea Ben-Oní significa “hijo de mi dolor”, porque nace con la muerte de Raquel, su madre; también entendido como el hijo menor, el Benjamín. Marcelo también nacía del dolor de Juan, de su muerte como padre; el poeta es hijo de su dolor, de su carencia. La poesía insiste y se revela como el enigma del ausente, de lo imposible, de lo inexplicable: “árbol sin hojas que da sombra”. Ausencia, siempre presente, siempre amada.
este aroma de vos/¿sube?/¿baja?/ ¿viene de vos?/¿de mí?/¿en qué otro me debería convertir?/¿qué otro/ de mí/ debiera ser/ para saber/ ver/ los pedazos de mundo que en silencio juntás?” (fragmento: “La Lejanía”, eliezer ben jonon)
La paternidad en Gelman es un principio y una responsabilidad ética, más allá de lo literario, como lo deja ver su poema “Juguetes” (Partes, 1963): “hoy compré una escopeta para mi hijo/ hace ya tiempo que la venía pidiendo /…/ Y escribo para alertar al vecindario al mundo en general/ porque qué haría la inocencia ahora que está armada/ sino causar graves desórdenes como espantar la muerte/ sino matar sombras matar/ a enemigos a cínicos amigos/ defender la justicia/ hacer la Revolución”.
Finalmente, en Hoy, su libro epigonal, los poemas dedicados a su hijo marcan también un punto final del diálogo consigo mismo. En el primero de éstos curva el eje temático para juntar sus extremos: “Desvío sin límite ni fondo ni virtud. Las mismidad es un espejo roto en tercera persona y oigo su mano dibujando un pájaro azul.” Ahí mismo resuena aquel poema “Carta” de Otros mayos, publicado en 1963: “te escribo en un hojita de papel/ caída del cuaderno de mi hijo/ con una baca un vurro/ sumas restas/ esta carta que enviaré jamás/ tiene delicias y tristezas/ y cuando la leías/ te ponías muy dulce/ porque yo no escribía nada/ pero cantaban los pájaros/ azules de la izquierda”.
Quedaba, sí, la biografía que Gelman pretendía y deseaba escribir para aclarar asuntos delicados de su participación política y de la muerte de su hijo. Concluyo con unas líneas inéditas de Juan: “La primera mañana de mi clandestinidad porteña tomé un taxi, una revista descansaba en el piso con el siguiente titular de tapa ‘La trama negra de la subversión en Europa’ y adentro el artículo con una foto mía a toda página de cuando era más joven, sin bigote y gordito. No debía acercarme a Marcelo. Hice bien entonces, hice mal ahora, nunca lo volví a ver.”

La melancólica sonrisa del editor

26/Enero/2014
Jornada Semanal
José María Espinasa

Leía hace años, ya no recuerdo dónde, que el editor no tiene edad. La frase me gustó, pero ahora me queda claro que no es cierta. Los escritores de mi generación, la de los nacidos en los cincuenta y que vivieron el post ‘68, tuvieron una clara vocación grupal por la edición. Primero a través de revistas: El Ciervo Herido (Ricardo Yáñez y Eduardo Langagne), El Zaguán (Alberto Blanco y Luis Cortés Bargalló), As de Corazones Rotos (Rafael Vargas, Arturo Trejo), Cuadernos de Literatura (Roberto Vallarino), Cartapacios (Pedro Serrano, Enna Lastra), Anábasis (Francisco Hinojosa), Palos de la Crítica (Rogelio Carvajal), Caos (Héctor Subirats, José Luis Rivas).
Luego ese impulso derivó hacia proyectos editoriales, en parte inspirados en el trabajo de Federico Campbell en La Máquina de Escribir y en el antecedente de Arreola (Los presentes, Cuadernos del Unicornio). Cito en desorden y al azar de la memoria: El Taller Martín Pescador, El Tucán de Virginia, La Máquina Eléctrica, Verdehalago, Ediciones Sin Nombre, Papeles Privados. La explosión poético-demográfica trajo también muchos otros proyectos editoriales, a veces muy efímeros, pero siempre interesantes. Sin embargo, en los finales años ochenta apareció también otra generación de editores, más jóvenes, con una ambición mayor y puntos de vista distintos; entre ellos hay que destacar a Diego García Elío (El Equilibrista), Marcial Fernández (Ficticia), Francisco Magaña (Monte Carmelo). Y dos de ellos, a quien dedico este texto, que ya no están entre nosotros: José Manuel de Rivas y Juan García de Oteyza.
Cinco años menor que yo, cuando conocí a Juan García de Oteyza, a fines de los años setenta, me sorprendió su simpatía e inteligencia. Lo llamé siempre con un “Juanito” que no tenía nada de paternal, pues la diferencia de edad no lo convalidaba, pero sí el que fuera su papá Juan García Ponce, a quien yo y mis amigos admirábamos enormemente. Lo vi poco, sin embargo, porque pronto se fue a vivir fuera del país, ya con una vocación manifiesta de editor circulándole en las venas.
Los escritores suelen meterse a editores, y lo hacen con un signo muy característico y atractivo, una vocación fundamentada en el gusto y en respeto por el libro bien hecho, pero pocas veces va acompañada de una similar capacidad para encauzar sus proyectos hacia el éxito no comercial pero al menos de una economía autosustentable (esa palabreja se puso de moda en aquellos años). Editores como Víctor Manuel Mendiola –El Tucán de Virginia–, Alfredo Herrera –Verdehalago–, Luis Cortés Bargalló –Hotel Ambos Mundos–, José Ángel Leyva –La Otra–, Deborah Holtz –Trilce– y yo pertenecemos a una generación en busca no del tiempo sino del libro perdido.
Una generación más joven apostó, sin embargo, por proyectos más ambiciosos, en los que se combinaba el libro de literatura con el libro de arte de gran formato. A ella pertenece Juan García de Oteyza, que mostró desde el principio talento y buen gusto para el oficio. Recuerdo que cuando recibí los primeros catálogos de Eridanos Press me gustaron mucho los diseños de portada y vi con envidia el catálogo que Juan proponía al lector gringo, con autores que yo había apenas leído, pero que con el tiempo se volverían de mis lecturas preferidas (Klosowski, Savinio, Heimito von Doderer). Y de vez en cuando, ya fuera a través de sus publicaciones o a  través de amigos, tenía noticias suyas. Sus gustos revelaban un sustrato interior más complejo de lo que su persona reflejaba exteriormente.
En México, por aquellos años, si bien José Manuel de Rivas (Heliópolis) y Marcial Fernández (Ficticia), o un poco después Gabriel Bernal Granados (Libros Magenta) perseveraron en la edición literaria, otros editores como Diego García Elío, cercano amigo de Juan, fundaba El Equilibrista y proponía una nueva manera de hacer libros de gran formato. Alberto Ruy Sánchez y Margarita de Orellana hacían la segunda época de Artes de México y mostraban las virtudes de un proyecto bien pensado y mejor implementado. Alberto González Manterola haría lo propio con Espejo de Obsidiana, y David Olguín y Pablo Moya en El Milagro daban un lugar al teatro y a la foto. El mundo editorial mexicano se había renovado para los años noventa totalmente, y he de decir que la presencia de Juan desde fuera de México se hacía sentir: se le extrañaba.
Pasaba el tiempo y llegaban otras noticias, salpicadas de efímeros regresos, como su participación en la editorial española Turner, en donde impulsaba publicaciones sobre México o, después, su trabajo en el Instituto Cultural de México en Nueva York. Fue durante muchos años el editor ausente, el hijo pródigo al que se espera siempre en su regreso. Pero esa ausencia era una sensación engañosa: siempre estuvo aquí y aquí vino a morir demasiado pronto. Las fotos que  reprodujo la prensa lo retratan tal cual era, o al menos tal cual yo lo recordaba: con una sonrisa amplia que escondía una extraña melancolía interior.
Por su lado, José Manuel de Riva inició una editorial amparada bajo el palio de Ernst Jünger y su novela Heliópolis con libros de gran belleza. A él lo traté todavía menos que a Juan García Oteiza, y por menos tiempo. Lo recuerdo igualmente con una sonrisa en los labios. Como los libros de Eridanos, los de Heliópolis me daban envidia de la buena. Recuerdo por ejemplo uno de Malcolm de Chazal –que yo sepa lo único que hay en español de ese escritor–, absolutamente fascinante.
Actualmente ya hay incluso una nueva generación de editores nacidos en los setenta, ochenta y noventa, cuyo trabajo muestra una continuidad asombrosa y un abanico de propuestas muy diversas, desde los libros de arte hasta las ediciones artesanales. Cuando se tiene un libro como los que ellos hacen, entre las manos se tiene también una sonrisa melancólica, como la de José Manuel de Rivas, como la de Juan García de Oteyza. Alabada sea la artesanía.

sábado, 25 de enero de 2014

Las máximas mínimas de Da Jandra

25/Enero/2014
Laberinto
Heriberto Yépez

A pesar de su título, Mínimas (Avispero y Almadía, noviembre de 2013) de Leonardo Da Jandra, es un libro de aforismos compuesto de máximas filosóficas. Da Jandra usó ese título para evitar la soberbia, que crítica arduamente.
No son aforismos literarios típicos —ironía, estilo y ocurrencia— sino impresiones categóricas, sentencias acerca de lo que él cree vigorosamente.
A Da Jandra se le conoce por sus novelas y por sus libros de ensayo de vehemencia filosófica. Pero no se le conoce lo suficiente: sus libros escapan a la tradición literaria en boga y se insertan en otro espacio.
Podría decirse que sus aforismos asemejan a los de José Gaos (y no a los de Torri o Díaz Dufoo Jr.) pero sería inexacto. Mínimas pertenecen a la existencia de Da Jandra.
Da Jandra es un pensador religioso, cósmico, el tono condenatorio, iracundo, de una parte de sus aforismos (o mejor: apotegmas) se debe al aliento profético desde el cual Da Jandra escribe.
Cuando se lee este libro y se conoce personalmente a Da Jandra, es inevitable escucharlo hablar, decir, estos aforismos. El lector curioso debe saber que así piensa y habla Da Jandra en su vida cotidiana.
Si uno convive con Da Jandra escuchará todas estas ideas. Es uno de los pocos casos de escritores mexicanos cuya obra y vida están unidas al pie de la letra.
Da Jandra, por cierto, abomina la actual literatura mexicana. Tiene razón en hacerlo. Uno de los fracasos espirituales mexicanos más lamentables es la literatura actual que tenemos: una literatura entregada a las fuerzas dominantes y escrita muy bonito. Una literatura fotogénica que tiene muy orgulloso al gobierno en turno.
La obra de Da Jandra corre por otros ríos. Su narrativa, que no elude lo cósmico y lo alegórico, podría comprenderse como una serie de econovelas, donde detonan dramas cósmicos que encarnan en una crisis de lugar natural y relaciones humanas.
Esta econovelística es de índole ontológica, extiende la tradición de la filosofía de lo mexicano. Da Jandra es un autor como ningún otro, que vivió dos décadas en la reserva natural de Huatulco, hasta que los conflictos ecocidas lo obligaron a mudarse a Oaxaca.
Si las aguas de la literatura mexicana se aclarasen, las novelas de Da Jandra se colocarían en un lugar más visible. Desgraciadamente, aunque en unas décadas las aguas podrían aclararse, quién sabe si habrá agua para entonces.
De todos modos, los libros de Da Jandra son un subsuelo literario, alterno, excéntrico, que persistirá para quien sepa comprenderlo. Una clave: Leonardo no es el autor de estos libros. Él es uno de sus personajes. El verdadero autor de esos libros es una voz deseosa de otra política.
Mínimas es un libro suyo novedoso. Ya conocíamos sus novelas y ensayos, ahora conocemos sus ideas en breves fórmulas vivas.

Mediocris Habilis

25/Enero/2014
Laberinto
Iván Ríos Gascón

Qué razón tiene Gabriel Zaid: cuando el éxito es la única meta en la vida, las mañas para conseguirlo son ilimitadas. En el apartado “¿Qué hacer con los mediocres?” de El secreto de la fama, Zaid esclarece la angustia ontológica que provoca la descalificación, el limbo de la indiferencia o, peor aún, el fracaso estrepitoso. En consecuencia, surge el trepador cuyo credo dicta winning is all.

Triunfar a toda costa y sobre el cadáver de quien seaodeloquesea:“La competencia trepadora no siempre favorece al más competente en esto o en aquello, sino al más competente en competir, acomodarse, administrar sus relaciones públicas, modelarse a sí mismo como producto deseable, pasar exámenes, ganar puntos, descarrilar a los competidores, seducir o presionar a los jurados, lograr que ruede la bola acumulativa hasta que nadie pueda detenerla. La selección natural en el trepadero favorece el ascenso de una nueva especie darwiniana: el mediocris habilis.”

Bastaría con una breve panorámica del mundillo literario para corroborar que esa es la lógica imperante. Tirajes, autores, prestigios, galardones y popularidades (sin soslayar el dudoso Olimpo de las becas en este México obstinado en las sinecuras) tan perecederos como un bote de leche. Libros que se venden mal o que si llegan venderse no se leen (se acumulan, son adornos de repisas para puro título de moda), nombres que suscitan un efímero interés, pues sus legados no soportan la relectura ni sobreviven al paso de las generaciones ni tampoco serán la referencia de absolutamente nada o un ejemplo extremo: trepadores trepados a sus viejas glorias para exonerarse de sus faltas y conseguir el laurel a pesar de todo (¿o ya se nos olvidó el affaire de Bryce Echenique y su premio FIL?).

Este es el siglo de los escaladores. Nada inspira más codicia que los logros del trepador, mientras más burdas o patéticas sean sus añagazas más conversos va sumando porque en el trepadero hay una sola regla, y ésa es la complicidad: tú me ayudas y algún día yo también haré lo propio, al fin y al cabo, de victorias anodinas para todos hay porque recuerda: la negación del éxito y la fama es para aquellos que no posean las herramientas o el talento olagraciaoelkarmaolas relaciones sospechosas que eufemísticamente llaman afinidades electivas, para mercadearse provechosamente, no todos tienen (por fortuna) la habilidad del climber.

Zaid desmenuzó la virtud de la medianía, dilucidó el carácter lapidario que la moderación adquirió a través de los siglos (el latín mediocris describe una posición de altura mediana) y sus nociones relativas. Lo mediocre asumió un sentido de tabú en la cadena alimenticia de los egos, las únicas poleas para salir de tan horrible fango son el afán de progreso, la voluntad por la superación cueste lo que cueste porque, claro, todo hombre común es un winner en potencia.

El mediocris habilis lo entendió perfectamente: “Desgraciadamente, aquellos que no tienen interés en lo que están haciendo, sino en ser aprobados, presionan hasta que se salen con la suya. Muchos años después, cuando llegan al poder y la gloria, son los modelos de una sociedad reducida a trepar, y la degradación se extiende desde arriba. Muchos lo lamentan, sin ver que todo empieza desde abajo: cuando maestros, jurados, editores, para no sentirse verdugos, se vuelven cómplices del trabajo mal hecho. Y luego un pobre diablo, aprobado por compasión, cansancio, irresponsabilidad, se convierte en su jefe, su juez o su verdugo”, observa Zaid en su disquisición acerca de la mediocridad y sus embrujos, relatos que en el mundillo de las letras hay de sobra

Gabriel Zaid: Un clásico que no ha terminado de ser escrito

25/Enero/2014
Laberinto
Carlos Ulises Mata

Estoy con Borges y Calvino: un libro clásico es el que no termina de leerse nunca, porque su lectura le dice cosas nuevas e interesantes al mismo lector en distintos momentos y porque logra la condición prismática para distintos lectores de una misma época. Cómo leer en bicicleta, de Gabriel Zaid pertenece a ese orden. Con todo, su condición de fuente perenne de la que no deja de brotar agua fresca y transparente se logra también por ser un libro que, tras su primera publicación en 1975, no ha terminado de ser escrito.

El propio Zaid cuenta que, al idearlo o darse cuenta de la posibilidad de que existiera (lo que debió ocurrir en 1967, en parte gracias a la mayéutica de Joaquín Díez–Canedo), no se propuso escribir un libro sino explorarse como escritor y explorar el nivel de tolerancia crítica del entorno, previsiblemente bajo en pleno diazordacismo. Hacia ese efecto, Zaid intervino primero en el orden compositivo de sus ensayos, a los que, por mera curiosidad y reto artístico, despojó de sus inclinaciones habituales (aparición obsesiva del yo, de frases preelaboradas de elogio y denuesto, de afirmaciones que no se prueban) y de sus formas consabidas, ejecutando cada uno con una diferente (e inusual) fórmula retórica: como si fuera un paper, un alegato judicial, un instructivo, una indagación detectivesca, y etc., y como si no, pues eran legibles y divertidos. En equiparación con esa formalidad subversiva, Zaid inició una práctica a la que lo empujaba su disgusto estético y, sobre todo, su sentido moral. La práctica consistía en criticar “las cosas públicas y demostrables públicamente”, en criticar a “personas con poder literario o político” (p.ej., al presidente de la República) y, al fin, en “hacer política literaria”. En sus palabras, ejercer el poder que sí se tiene como escritor: “hacer planteamientos independientes, por escrito, para el público”. En las mías: ser un escritor moderno en un país de nuevo premoderno, a causa del servilismo imperante.

La distancia de cuatro décadas con escritos como “Carta a Carlos Fuentes” y “Los escritores y la política”, determinantes del perfil peculiar que la posteridad dará al libro, permite darnos cuenta del hito que implicó la sucesiva publicación de sus ensayos en Siempre!, Plural y Vuelta, así como del valor genésico que tienen en la obra entera de Zaid, en cuyo orden —por extensión y afinidad, por iluminación de zonas colindantes no exploradas— originaron nuevas y fecundas indagaciones (p.ej., y Zaid lo acepta, la saga de De los libros al poder surge de la evolución que significa pasar del conflicto del poder en la cultura al conflicto de la cultura en el poder. Y de ahí a la crítica social de El progreso improductivo y La economía presidencial solo hay un paso).

La perduración de los propósitos que nacieron con Cómo leer en bicicleta explica también su inacabamiento virtuoso: ha tenido cuatro ediciones y ninguna ha sido igual: sus capítulos —como ha hecho con sus otros títulos— han sido “abreviados, combinados, corregidos, actualizados, reescritos”. Y es muy probable que, cuando el libro vuelva a editarse, incluya los artículos con que Zaid intervino hace meses en los escándalos de la concesión del Premio Villaurrutia a un plagiario y de la dirección del FCE a un ex vocero presidencial. Se probará así que la obra de Zaid no existe sustancialmente en la forma de libros que son entidades acabadas (o sea muertas), estables (o sea sin conflicto) y fijas (o sea sin movimiento) sino que se verifica en la condición gerundial de su actividad crítica y poética.


Cuenta Ibargüengoitia que un día, tras dar una conferencia, un sujeto calvo y decente se levantó y le preguntó: “¿Qué entiende usted por un clásico?”. “El que remata una tradición y la deja inservible”, respondió. Justo lo que viene haciendo Zaid con sus libros lúcidos y enigmáticos, pues, al fin, ¿cómo leer en bicicleta? El libro no lo dice pero uno sospecha: con atrevimiento y libertad para situar la mirada atenta en el fondo transparente del libro y en las incidencias del paisaje en el que transcurre también el autor, el editor y el patriarca cultural, trocando para siempre el hábito banal de leer sentados en la sala asfixiante por el de descifrar los enredos de la escritura mientras un viento fresco rompe su invisible unidad sobre nuestro rostro.

Gabriel Zaid: Un mundo menos provinciano

25/Enero/2014
Laberinto
Gabriel Bernal Granados

Leer poesía reúne notas, artículos y ensayos breves escritos a lo largo de veintitrés años. El libro (en la edición de El Colegio Nacional, Ensayos sobre poesía, 1993) comienza con una declaración de principios. ¿Cómo leer poesía? Zaid declara que la única forma válida de hacerlo, al menos para un lector y un escritor como él, se encuentra en el gusto. Uno lee poesía por gusto, y ésta es la sola justificación que ampara la vigilia del crítico, que busca y encuentra respuestas en la poesía de sus contemporáneos. Y en algunos poetas que no lo son en sentido estricto. Como Alfonso Reyes, a quien Zaid le dedica una página admirable. Podríamos decir que el libro empieza con Reyes y termina con Paz. Entre estos dos polos oscila la historia de la poesía mexicana contemporánea que ensaya Zaid en las páginas de su libro. En medio, se encuentran juicios, no siempre ventajosos, sobre Tomás Segovia, Eduardo Lizalde, Marco Antonio Montes de Oca, Juan Almela, Rubén Bonífaz Nuño, Jaime Sabines, Rosario Castellanos, José Carlos Becerra, José Emilio Pacheco, Homero Aridjis, Francisco Cervantes, Isabel Fraire, Juan Rulfo, Salvador Elizondo y Jorge Ibargüengoitia, que no son poetas propiamente dicho, pero que Zaid incluye en su retrato de familia (no hay que olvidar que la primera edición de Leer poesía, en los Cuadernos de Joaquín Mortiz, se publicó en 1972.)

Hay un poeta español, Luis Cernuda, a quien Zaid considera un poeta crítico en su poesía, en su forma de vivir y en un libro de prosa, Poesía y literatura. Si el método crítico de Cernuda se encuentra en la hondura humana de su conversación escrita, el de Zaid se encontraría en una alianza difícil de hallar en la historia de una literatura como la nuestra: lucidez y honestidad, independencia de medios económicos y una claridad cada vez mayor en el estilo, son las marcas de los ensayos de Zaid sobre el espinoso tema de la poesía. Sus adhesiones, sobre todo en los casos de Paz y de Reyes, nunca son totales. Sus juicios, por más laudatorios que resulten al final, parten de una reserva. Reyes no lo convence como poeta, pero lo convence y lo rinde el experimento consumado en su obra de universalizar lo nacional mexicano. En el caso de Paz, uno sospecharía que más que una admiración irrestricta, lo que vinculó a estos dos escritores en vida fue una polémica, matizada en una serie de artículos en los que Zaid cumple con la función de relativizar los juicios del autor de “Piedra de sol”. En Paz, Zaid reconoce a un heredero de una tradición que comienza (o recomienza, porque Nezahualcóyotl y Sor Juana son sus modelos) con el programa de Gutiérrez Nájera de los entrecruzamientos y el cosmopolitismo de Reyes y los Contemporáneos. Convertir la conversación que supone un poema, un ensayo, un cuento, una novela, e incluso una revista o una editorial, en un desplazamiento: del conformismo de la periferia a la exigencia del centro.

Leer poesía parece escrito desde la conciencia de que las letras mexicanas pasaban por un buen momento, donde los extremos se habían resuelto finalmente en una centralidad que contaba con precedentes notables en su pasado remoto. (El libro llega a su fin con un artículo sobre el premio Nobel a Octavio Paz, titulado "Los suecos lo proclaman".) Sin embargo, ese buen momento parece, asimismo, ir de la mano de la certidumbre de que el país se aproximaba a un umbral de bienestar económico que nunca llegó, o que terminó transformándose en incertidumbre y miseria. (Una consideración que propondría, más que una enmienda, una proyección distinta; una historia aún por escribirse.)


Así las cosas, ¿cómo leer poesía? Tal y como propone Zaid: sin coartadas, visitando los textos, recreando la propia sensibilidad y la propia inteligencia en uno de los actos más sencillos y complejos del mundo, el acto de leer. De ahí la aparente simpleza del título, que oculta, detrás de un infinitivo, la continuidad asistemática de un gerundio.

Gabriel Zaid: Ómnibus de la poesía mexicana

25/Enero/2013
Laberinto
Rogelio Guedea 

En la Presentación a Ómnibus de poesía mexicana, Gabriel Zaid afirma lapidariamente: “toda antología es caduca. Leer, inevitablemente, es leer con los ojos de la poesía de nuestro tiempo. La nueva poesía que se escriba, si es nueva de verdad, va a darnos otros ojos, otros registros de sensibilidad, otras expectativas de lectura, y así otra perspectiva antológica”. Zaid publicó su Ómnibus de poesía mexicana en 1971, cinco años después de otra antología emblemática: Poesía en movimiento, cuyos compiladores fueron Octavio Paz, Alí Chumacero, Homero Aridjis y José Emilio Pacheco, éste último compañero de generación de Zaid. ¿Inspiraría a Zaid la antología de Poesía en movimiento? Había ya una tradición antológica importante. En 1928, Jorge Cuesta publicó su también clásica Antología de la poesía mexicana moderna. En 1940, el estridentista Manuel Maples Arce, en riña con el grupo Contemporáneos, publicó una antología con el mismo título de la de Cuesta. Un año después, sale a la luz otro parteaguas: Laurel, compilada por dos mexicanos (Xavier Villaurrutia y Octavio Paz) y dos españoles (Emilio Prados y Juan Gil–Albert), y que fuera modelo para Poesía en movimiento, que une a dos generaciones distintas (aunque no a dos nacionalidades). La polémica que desató hace ya una década la declaración del propio José Emilio Pacheco en cuanto a suspender la reedición de Poesía en movimiento por considerarla ya “poesía inmóvil”, corrobora lo afirmado por Zaid. ¿Cómo, pues, podría valorarse Ómnibus de poesía mexicana en el contexto actual? ¿Sigue siendo, después de más de cuarenta años, una muestra “viva” de la poesía mexicana? Los criterios de selección de Omnibus… son distintos a los seguidos por el resto de las antologías mencionadas. Zaid catapulta no solo la tradición escrita sino, sobre todo, la oral, siempre a la deriva de las prosodias hegemónicas, abarcando poesía anónima, refranes, oraciones, conjuros, poesía social y política, corridos y canciones. Porque la selección es “de poemas y tipos de poesía, tanto o más que de poetas”. Zaid, lo confiesa en su Presentación, pensó en el lector, aunque ello equivaliera —a su juicio— a no darle “justicia a los autores”. A esto atribuye su rescate de Celedonio Junco de la Vega, de quien antologa “A un pajarillo”, poema que “se deja releer”. Sin embargo, si bien la selección de Zaid es más abarcadora (hunde sus raíces en el universo poético prehispánico y en las corrientes poéticas adyacentes ya referidas) con respecto a poetas contemporáneos no ofrece ningún hallazgo. Lo que hace Zaid es (casi) trasladar la lista de los autores incluidos en Poesía en movimiento a su lista, y así formar el último apartado de su antología: “Cinco: Contemporáneos”. ¿Por qué Zaid seguiría la misma ruta de Poesía en movimiento? ¿Coincidencia o subordinación estética? En cualquier caso, Zaid alentó —para bien o para mal— el canon trazado por los antologadores de Poesía en movimiento (con Octavio Paz al frente), y no marcó ningún nuevo rumbo en las líneas escriturales posteriores. En este sentido la antología de Zaid es, ahora, discutible, no así el hecho de haberle dado rostro y voz a muchas prosodias que antologías más elitistas (como la misma Poesía en movimiento) marginaron. Actualmente, el caudillismo estético de Paz (al que pertenece Zaid) está moribundo, lo que obliga a realizar de verdad una relectura crítica (justamente como la que pide Zaid en su antología) de la tradición poética mexicana. De llevarse a cabo, seguro nos pondrá en la mano muchos poemas tapiados por el olvido y una significativa cantidad de nombres que no hemos escuchado ni por equivocación. A ver quién se siente tentado por el desafío.