sábado, 28 de diciembre de 2013

Visitaciones / Elías y Xavier

Otoño/2013
Luvina
Jorge Esquinca

Al cumplirse veinte años de la desaparición física de Elías Nandino, entrego este testimonio de la intensa amistad que lo unió con Xavier Villaurrutia; una relación en la que no dejaron de alternarse los papeles de maestro y discípulo.

1. Podría pensarse que Xavier Villaurrutia escogió morir una fría noche de diciembre —a solas, en su habitación— como un acto de íntima coherencia con su poesía. Casi todos los poemas publicados en vida por este hombre inteligente y discreto parecen conducir hacia aquel momento, el instante de hielo en que «la muerte toma siempre la forma de la alcoba que nos contiene». Recuerdo, ahora que escribo estas líneas, las manos delicadas, casi femeninas de Xavier Villaurrutia, cruzadas e inmóviles en sus fotografías, como las alas de una paloma que anticipara el luto blanco, la silenciosa asepsia de la nieve que cae con mansedumbre o duerme un sueño sin tiempo en sus poemas... Y me veo leyéndolo absorto, primero en la breve selección que Octavio Paz preparó para la serie Material de Lectura a mediados de los años setenta, luego en las ediciones originales que conservaba Elías Nandino en su biblioteca y a las que sus alumnos teníamos acceso. Recuerdo las dedicatorias más bien lacónicas, inscritas con la pulcra caligrafía de Villaurrutia, que nada nos dicen de la profunda amistad ni del entendimiento cómplice que existió entre ellos desde que se conocieron en la Ciudad de México: Elías tenía entonces veintitrés años y Xavier acababa de cumplir veinte.
Esas lecturas tempranas dejaron una huella perceptible en mi primer libro, La noche en blanco, que comencé a escribir en 1980 y publiqué tres años después. Reflejo un tanto deslavado de sus modelos ejemplares, hay en mis versos de aquellos años ciertas atmósferas, un andamiaje y un tono que hacen pensar en Nostalgia de la muerte. Un libro en el que Villaurrutia ensaya los plenos poderes de su madurez como poeta y cuya luz nocturna y secreta pasión se me imponían, a mis veintitrés años, con una fuerza extraña. Nandino leía con atención mis borradores, hacía respetuosas y siempre atinadas observaciones y notaba con una mezcla de satisfacción y preocupación —que yo entendería tiempo después— el influjo palpable de su amigo desaparecido.

2. Hombre longevo, de una gran fuerza vital, Elías Nandino sobrevivió poco más de cuatro décadas a su amigo Xavier. De su relación dejó numerosos testimonios dispersos en entrevistas, un puñado de cartas hoy perdidas (conservo, en fotocopia, una de ellas), un hermoso poema, «Si hubieras sido tú», y el relato escueto de su amistad que recogió en el libro titulado Juntando mis pasos, su autobiografía, de publicación póstuma. En este último puede leerse la siguiente descripción: «Xavier Villaurrutia era bajo de estatura, su rostro era cubista: una gran nariz y su risa lo partían en dos medios rostros, y tenía unos ojos grandes, con las pestañas muy largas. Era amable, educado y discreto, no hacía exhibición de su homosexualidad. Tenía excelente conversación; hábil para ofender sin hacer herida e inteligente para defenderse». Más adelante, contra lo que podrían indicar la mayoría de sus poemas, añade: «Xavier era alegre; le gustaban tanto los cabarets de lujo como los de baja clase. Lo cierto es que de todos los del grupo [se refiere a los Contemporáneos] era el más agradable, el más simpático y el que, hipócritamente, era el más sincero. En lo particular, yo lo admiraba». Elías refiere también el hondo interés (podría hablarse incluso de fascinación) que sentía Xavier por el ámbito de la enfermedad y el ejercicio de la medicina. En su calidad de médico cirujano (su reputación en este campo fue siempre intachable), Elías llevó a Xavier a presenciar numerosas intervenciones quirúrgicas. Éste lo acompañaba después a visitar a los enfermos y seguía con curiosidad la evolución de los pacientes, hacia los que mostraba, rasgo muy poco conocido de su personalidad, un ánimo caritativo. Cito a Nandino: «Me acompañaba a visitar a mis enfermos, y yo me daba cuenta cuando a los muy pobres les deslizaba algunas monedas debajo de la almohada». No es difícil suponer que los climas de algunos poemas de Villaurrutia, en los que prevalecen las alusiones a la anestesia, el dolor, el sufrimiento y, por supuesto, la muerte, sean, en parte, resultado de aquellas visitas. Pienso por ejemplo en los primeros cuatro versos de su «Nocturno muerto», en los que se lee:

Primero un aire tibio y lento que me ciña
como la venda al brazo enfermo de un enfermo
y que me invada luego como el silencio frío
el cuerpo desvalido y muerto de algún muerto.

A invitación de Nandino y de sus colegas médicos, Xavier tradujo el célebre «Discurso a los cirujanos», de Paul Valéry, al que dio lectura, contaba Elías, en una reunión memorable.

3. Sueño, noche, silencio, nieve, alcoba; soledad, angustia, miedo, enigma, nostalgia, son, entre otros, vocablos que apuntan a su disolución en uno solo que los comprende y los resume. La muerte como tema capital en la temprana madurez de la poesía de Xavier Villaurrutia, vendría a serlo en la etapa medular de Elías. Influencia, sin duda, del primero —más culto, más refinado, más contagiado por la estética del romanticismo francés—, pero también un impulso genuino, una preocupación auténtica de Nandino, quien ya en su niñez había escrito sus primeros versos a raíz de la muerte de Beatriz, la más joven de sus hermanas. Xavier lo entendió así y, aunque veía con cierta reticencia la vocación poética de su amigo médico, no dejó de considerar legítimos sus esfuerzos. En 1934, al redactar el prólogo de Eco, un libro de sonetos de Elías, anotó: «Este hombre que, en una palabra, vive y, sin tener una conciencia lúcida de su deseo, quiere verse vivir, se llama ahora Elías Nandino. Yo lo he visto sostener, alternativamente, el lápiz del escritor y el bisturí del cirujano; escribir y operar; escribir con fiebre y operar con frialdad. La intuición luminosa y certera, la razón clara y fría, la mirada rápida y profunda, la mano firme y delicada de un cirujano salvan y prolongan la vida de un cuerpo enfermo, pero anestesiado, sumido en una muerte provisional. Sólo el poeta opera en un cuerpo sensible. Sólo el poeta corta en carne viva. Ese cuerpo sensible, esa carne viva son los suyos». Las líneas finales de este texto, una pequeña joya de la prosa villaurrutiana, son reveladoras en la medida que anticipan la poesía que su amigo habría de escribir muchos años después, cuando al «auscultar en su propio tronco ardiente» extrajo «los ligeros pájaros y los seres marinos que el hombre ha ido ocultando en el hombre». Cierto, los libros de poemas publicados por Elías en la postrera etapa de su vida: Cerca de lo lejos, Ciclos terrenales, Banquete íntimo —particularmente este último— dan cuenta de una vuelta hacia sí mismo y hacia sus espacios más preciados: el pueblo natal, el mar y su nostalgia. Son libros poblados, efectivamente, de seres alados, terrestres y marinos. 

4. Poco después de la muerte sorpresiva de Xavier, Elías —lo relató él mismo en diversas ocasiones— tuvo una experiencia de orden profundamente misterioso. Estaba a punto de quedarse dormido cuando oyó que tocaban a la puerta. Fue a abrir, era Xavier. Lo hizo pasar y conversaron largamente. En cierto momento, Elías quiso apoyarse en su amigo para ponerse de pie. Su mano se hundió en el vacío. «Entonces», cuenta, «como quien sale de una profundidad llena de agua, salí a flote de mi sueño para recuperar la respiración». No dejo de relacionar este suceso con otro poema de Villaurrutia, el «Nocturno en que habla la muerte», en el que se relata la manifestación repentina de esta presencia incorpórea, que amonesta al poeta con versos memorables:

Y es inútil que vuelvas la cabeza en mi busca:
estoy tan cerca que no puedes verme,
estoy fuera de ti y a un tiempo dentro.
Nada es el mar que como un dios quisiste
poner entre los dos...

Por su parte, a raíz de este suceso, Elías escribió el poema que mencioné líneas arriba. Es un fino homenaje al amigo y un recuento del «amoroso asedio» con que los arropó, convirtiéndose en el santo y seña de sus vidas, la amada inmaterial.

Si hubieras sido tú, lo que en las sombras, anoche,
bajó por la escalera del silencio
y se posó a mi lado...

De puño y letra (un picapiedra entre supersónicos)

Verano/2013
Luvina
Eduardo Antonio Parra

Casi siempre las personas se sorprenden cuando les digo que escribo a mano. Sobre todo los más jóvenes. Al escuchar semejante declaración en boca de alguien dedicado a la literatura, me miran con un gesto de extrañeza tal que me hacen sentir una antigualla humana, una reliquia del tiempo de sus tatarabuelos, sobreviviente de una época que conocen sólo por remotas referencias escuchadas cuando eran niños en voz de sus familiares más viejos. Por supuesto, no soy un anciano, ni tampoco el único escritor que opta por la pluma o el lápiz en vez de hacerlo por la computadora o el iPad; y, a final de cuentas, siempre llega un momento en que debo trasladar lo escrito en el papel al archivo electrónico con el fin de revisarlo en pantalla antes de enviarlo al editor a través de la internet. Sin embargo debo confesar que, ante los actuales aparatos tecnológicos, me siento algo extraviado, incapaz de entenderlos, como un habitante del desierto que de pronto se viera en medio de la selva con la necesidad de orientarse de regreso a casa. Sí, aún escribo a mano, por lo menos la mayor parte de mi obra narrativa. Y acaso la extrañeza de los que se sorprenden al saberlo resida en que consideran esa práctica, además de obsoleta, una verdadera pérdida de tiempo, como si la escritura se generara en una pantalla o en una hoja en blanco en lugar de en la cabeza y en el cuerpo de quien la concibe.
Si enumero algunas de las razones por las que prefiero plasmar en un cuaderno las ideas y las escenas que van dando forma a mis relatos, tendría que empezar por una suerte de superstición: desde que me inicié como lector, he escuchado que, al referirse a la obra de algún cuentista o novelista (creo que con los poetas no sucede así), la gente acostumbra referirse a él para calificarlo con palabras como «No me gusta su pluma» o «Muestra una pluma muy atractiva». Por otro lado, jamás he escuchado que los lectores digan algo así como «Me gusta su computadora o su teclado», para elogiar la obra de cierto narrador, y creo que nunca escuché nada parecido a «Ese novelista tiene muy buena máquina de escribir». Así, para no dejar sin significado literal estas frases, me aferro con uñas y dedos a la escritura a mano. Además, me gusta la caligrafía, sin que tenga que ver si quien la practica posee buena letra, legible, hermosa, o por el contrario sus trazos son tan enrevesados que nadie es capaz de descifrarlos aparte de él mismo. Una página de libreta o diario llena de palabras escritas de puño y letra no deja de resultarme atractiva a primera vista, y excita mi curiosidad de lector, aunque comprender lo que dice signifique un esfuerzo digno de un descifrador de jeroglíficos. ¿La razón? Acaso sea ese estrecho lazo que existe entre pintura y caligrafía al que alude Saramago en su novela titulada precisamente Manual de pintura y caligrafía, o en el que se detiene el poeta José Ángel Valente en el ensayo dedicado a su padre, «Elogio del calígrafo», donde afirma: «La llamada caligrafía cursiva deja enseguida de tener por fin primero la trasmisión utilitaria de una posible información y se hace puro valor plástico, expresión de una personal capacidad creadora». Es decir, uno de los motivos de mi afición a la caligrafía, propia o ajena, es estético: me produce placer y satisfacción.
            Cuando era un joven aprendiz de escritor me topé en una revista con un artículo que acentuó mi inclinación hacia la escritura de puño y letra. No recuerdo ni qué revista era, ni el título del artículo, ni las palabras exactas. Su autor era el teórico y ensayista Umberto Eco, quien en esos años recién se estrenaba como narrador con la publicación de su novela El nombre de la rosa. Eco decía algo así como que para él resultaba sencillo identificar si una página había sido escrita a mano o en procesador de palabras, debido a la «temperatura» que presentaba el texto, pues, según él, la escritura a mano envolvía al lector en un aura de calidez, mientras que la escritura en procesador de palabras lo dejaba un tanto impasible a causa de su frialdad, sin que importara el valor de las ideas o la calidad narrativa. No sé si con el transcurso de los años el escritor italiano haya modificado su opinión al respecto o no, pero desde el instante en que leí sus palabras, aunque se trate de una cuestión bastante abstracta y subjetiva, de inmediato las suscribí y aún ahora sigo pensando que estaba en lo correcto. Si no, ¿cómo explicar el sudor que brota de mis poros al escribir, incluso cuando lo hago en un café con el aire acondicionado a toda potencia? No hay duda: si se escribe a mano, la escritura se impregna del calor interno del autor porque —siempre he estado convencido de ello— un escritor escribe con todo el cuerpo, como también lo sugiere el poeta José Ángel Valente: «Había en esa figura de mi padre, en la soltura de su mano, en la ligereza de su muñeca y su antebrazo, en la falta de arrimo a todas cuantas cosas no fueran sus propios rasgos o sus trazos, algo que significaba una clara relación corporal con la escritura».
Otro motivo para preferir la escritura a mano tiene que ver más con los procesos creativos y con la calidad y el contenido del escrito que con la caligrafía: cuando uno escribe sobre papel, sobre todo si lo hace con tinta, se obliga a pensar muy bien las frases y a elegir con cuidado las palabras para no tener que tachar tantas veces ni arrancar la página del cuaderno demasiado pronto. Es decir, desde el primer impulso y el primer enunciado, uno es consciente de que está creando literatura y busca ya la permanencia del lenguaje, una especie de afán de trascendencia inicial, temprana, que servirá de directriz al resto del discurso. Con esto no quiero decir que el texto no será corregido más tarde una y otra vez hasta que el autor quede satisfecho, ni mucho menos que quienes escriben en un teclado no sean rigurosos con el uso del lenguaje; pero la facilidad para cambiar lo escrito en una computadora, los programas de autocorrección y la inmediatez con que se sustituyen los términos o las oraciones completas y hasta los párrafos, hacen que el cerebro no se exija tanto por lo menos de inicio, pues unos minutos después siempre habrá la oportunidad de arrepentirse de lo dicho, y con ello suelen esfumarse tanto esa vocación de trascendencia del lenguaje generado en la mente —antes de la escritura—, como la calidez que el cuerpo es capaz de contagiar a las palabras.
Sin embargo, aún hay otra razón para esta preferencia personal. Un motivo acaso un poco vergonzante que de algún modo justificaría el gesto de sorpresa o extrañeza que los demás hacen cuando se enteran de que escribo con pluma: una ligera aversión hacia los avances de la tecnología, derivada de una incapacidad para entenderlos y adaptarme a ellos. Esta «ligera aversión» en ocasiones se intensifica, pues debo añadir que por lo general tengo muy mala suerte (si es que tal cosa existe) con los nuevos instrumentos que hacen las delicias en la vida de las nuevas generaciones. Creo que no exagero si afirmo que las versiones más recientes de los aparatos tecnológicos con los que me acostumbré a convivir desde muy joven, o incluso desde niño —televisión, reproductores de sonido o de imágenes, hornos de microondas, y otros—, en vez de hacer mi vida más fácil, han sido una fuente inagotable de preocupaciones y de angustias.
No niego que los nuevos modelos me seduzcan, como a la mayoría de la gente, debido a sus diseños y a las bondades que el vendedor me anuncia cuando me acerco a observarlos, pero si me decido a comprarlos siempre pasa muy poco tiempo antes de que comiencen a darme lata, ya porque se me olvidaron casi todas las funciones, ya porque se descomponen y no tengo la menor idea de qué hacer. Me considero un buen lector, pero nunca he podido leer los manuales de los aparatos, no sé cómo darles mantenimiento ni cómo optimizar sus funciones. Además, cuando uno de ellos empieza a fallar, ya hace tiempo que el instructivo desapareció entre mis libros y papeles. Lo único que entonces se me ocurre es llamar al técnico, quien muchas veces lo que me recomienda es tirar el aparato y comprar uno nuevo, pues en la actualidad se vuelven obsoletos tan pronto que casi pueden considerarse desechables (ahora mismo, mientras transcribo estas líneas, mi laptop falla cada cierto tiempo y debo esperar a que se destrabe. Tengo otras dos computadoras en casa, pero están peor que ésta y no me queda otro remedio que tener paciencia. Espero).
La predisposición para no comprender las novedades tecnológicas de mi tiempo me lleva a identificarme con el personaje principal de la novela El evangelista, de Federico Gamboa: un redactor público de cartas de los que colocan su escritorio bajo los arcos de la plaza de Santo Domingo, en el centro de la Ciudad de México, que se niega a utilizar la tecnología cuando sus colegas ya lo hacen. Claro, Gamboa ambienta su relato a finales del siglo xix o principios del xx, cuando los nuevos aparatos eran las primeras máquinas de escribir mecánicas. Si mal no recuerdo, el hombre en cuestión poco a poco va perdiendo clientela, pues la mayoría de los analfabetos que ocupaban sus servicios prefiere encargar la escritura de sus misivas a quienes se han modernizado; sin embargo, el protagonista no se siente tan mal al respecto, pues sabe que sus cartas escritas a mano gozan de una íntima calidez de la que carecen las que escriben sus vecinos a fuerza de aporrear el teclado. Es como una especie de artesano que observa con desdén los objetos fabricados en serie, mientras se obstina en elaborar sus creaciones para las escasas personas que aún las prefieren hechas a mano. Ahora, más de un siglo después del tiempo de El evangelista, al caminar por la plaza de Santo Domingo es posible advertir una situación semejante: los escribientes posteriores al de Gamboa evolucionaron gracias a la electricidad, y en los últimos años algunos ya montan su oficina al aire libre con laptop e impresora, pero todavía son mayoría los que siguen con máquina eléctrica (aunque casi es imposible conseguir las refacciones), y si se mira bien puede encontrarse alguno que persiste en escribir en su vieja Remington u Olivetti mecánica.
            Por suerte el destino de la literatura es el libro impreso. Aunque me identifique con el personaje de Federico Gamboa en ciertos aspectos, no sufro de falta de clientela (o de lectores) a causa de mi terquedad de escribir a mano. Y además, como ya lo dije antes, mis textos tarde o temprano terminan por ser capturados en archivo electrónico. Sin embargo, mi relación con la computadora ha sido siempre muy accidentada, al grado de que, cuando la prendo, no hay día en que no me sienta como un picapiedra ante un objeto mágico del tiempo de Los Supersónicos. De mis colegas de mi generación (al menos de los que conocí en mis inicios), yo fui el último que se compró una. Cuando ya todos eran usuarios consumados de la internet, yo permanecía sin conexión y debía ir a un café cibernético para enviar mis textos. Sólo tengo correo electrónico; nunca he abierto un blog, no he entrado a Facebook y de Twitter sólo sé lo que me cuentan los demás. La primera vez que me conecté a Skype y realicé una videollamada no podía controlar mi asombro de estar instalado de lleno en la era de Los Supersónicos. ¿Navegar? Me doy de santos por consultar el Google de vez en cuando, y ya. Pero lo mismo me ocurre respecto al teléfono celular —lo uso apenas hace unos seis años—, con el iPod —jamás he tenido uno— y con toda clase de novedades que suelen enloquecer a otras personas.
Cuando alguien cuenta alguna anécdota graciosa acerca de lo «cerreros» que son algunos al usar aparatos nuevos, no puedo evitar sentirme aludido. Por ejemplo, hace poco una amiga me dijo, muerta de risa, que vio a una secretaria acomodar su taza de café en la bandeja donde se coloca el cd en la computadora. Según parece, durante días estuvo tratando de averiguar para qué servía ese aditamento. Eso me hace recordar, también, a unas tías que, al ir de compras al otro lado allá por los años ochenta, cuando les hacían una demostración sobre el funcionamiento de los nuevos hornos de microondas, se asustaban, se persignaban y dejaban al vendedor hablando solo mientras se iban murmurando cosas como: «Allá en el pueblo, Pachita llevó uno de ésos, y cuando lo prendía hasta los perros aullaban». Por supuesto, nunca he llegado a tales extremos, pero asumo cabalmente mi incapacidad e indiferencia ante los adelantos de la tecnología.
            No es tan difícil ser un picapiedra. Nomás de vez en cuando lo remuerde a uno la envidia al ver a los jóvenes y a los niños que parecen haber nacido con computadora integrada y manipulando celulares e iPads. Si eso ocurre, el remedio reside en estar consciente de que uno nació en otra época —aun cuando sea muy cercana—, y de que todo lo que los demás usan en forma natural nosotros lo vimos en la televisión o lo leímos en el periódico como noticia, o como anuncio de lo que vendría (no olvido que, a mediados de los ochenta, Guillermo Ochoa entrevistó en su programa a un hombre que llevaba un pequeño cd, y dijo que en los años venideros toda la música y la información estarían contenidas en ellos. En esa ocasión, ni Ochoa ni yo lo creímos). Por lo demás, estoy convencido de que con la tecnología sucede lo mismo que con la moda: uno debe usar lo que le acomode y lo demás puede desecharlo. Por lo pronto, seguiré como hasta hoy, contemplando el mundo como un artesano, escribiendo de puño y letra, y gozando del aspecto que muestra mi caligrafía irregular cuando llena las cuartillas.

Dos miradas a la obra de Juan Rulfo

Primavera/2013
Luviva
Juan Manuel Roca 

1. Pedro Páramo
    
     Que tu corazón se enderece:
     aquí nadie vivirá para siempre.
     Nezahualcóyotl
    
     Asombra el caudal de poesía que hay en Pedro Páramo, la novela de Juan Rulfo publicada en 1955, el mismo año de la segunda edición de El Llano en llamas.
     Si imaginar es crear imágenes, en Pedro Páramo esto podría parecer algo más que una simple y programática premisa. Hay en esta novela una imaginación, una carga de imágenes que parecen liberarse, de manera por lo demás natural, de una profunda carga de silencios.
     Tanto el tono como la atmósfera, afirmó alguna vez su autor, le fueron allanados por la intuición, por una suerte de dictado secreto. Escribió su primer manuscrito en un cuaderno escolar y en cualquier sitio, recordaba el parco escritor mexicano en alguna de sus entrevistas.
     Ese tono y esa atmósfera parecen desprendidos del conticinio, que es esa hora de la noche en la que han cesado todos los ruidos, o, posiblemente, de las cabeceras del mejor romanticismo, de cierto irracionalismo: «el hombre es un dios cuando sueña, un mendigo cuando piensa», dijo Hölderlin, alguien que conocía muy bien los hilos tan tenues que separan a deidades y parias. Pero, sobre todo, nacen de su capacidad natural para descubrir en todo lo cotidiano, en los hechos en apariencia más triviales, una veta poética.
     Así como Gustave Flaubert afirmó alguna vez que la escritura de Madame Bovary fue un intento por lograr la tonalidad del musgo, el color de la pátina de algún rincón de un cuarto de un hotel de paso, Rulfo quiso, con Pedro Páramo, atrapar el tono opaco, ceniciento, de un presente poblado por fantasmas. Es el tono plomizo que recorre la casa de sus palabras, las voces de los muertos que viven en la incierta comarca de Comala.
     Alguna vez dijo: «Pedro Páramo nació de una imagen y fue la búsqueda de un ideal que llamé Susana San Juan. Susana San Juan no existió nunca. Fue pensada a partir de una muchacha que conocí brevemente cuando yo tenía trece años. Ella nunca lo supo y no hemos vuelto a encontrarnos en lo que llevo de vida».
     La anterior clave de la escritura de Pedro Páramo tuvo nacimiento en el hecho de imaginar a partir de una imagen, que es lo propio de la poesía como forma exploratoria de la percepción, como una forma escrita de diseminar entre los lectores, que siempre son una suerte de interlocutores de la misma materia de los fantasmas, unos arraigados recuerdos, una corresponsalía del sueño y una ración de miradas.
     En otros grandes novelistas latinoamericanos como José Lezama Lima, Alejo Carpentier, José Eustasio Rivera, Gabriel García Márquez o Héctor Rojas Herazo, la poesía se da casi siempre por abundancia verbal, por un desborde de voces.
     Lo que hubiera sido una descripción exhaustiva en estos autores, el sentido de la distancia, por ejemplo, en Rulfo se da desde una magra expresión. Dice, hablando de la ubicación de Comala: «su lugar queda más allá de muchos días». Lo que resulta una medida que metería en líos al más certero agrimensor, pero no a quien reconoce en la vaguedad de la expresión una distancia sin medidas.
     Expresiones como «era un pedazo de culebra sin vida», para hablar de un machete, o «estaba revolcada en la tierra», para hablar de una mirada melancólica, aluden a un origen metafórico.
     Ése es otro rasgo que lo separa de la corriente realista de la narrativa mexicana anterior a su obra.
     No hay requisitorias, casi desaparece del relato para mostrarnos las cosas con una hondura y una desnudez verbal que a poco tiempo de ser leído se nos hacen imborrables.
     Pedro Páramo es una metáfora de la soledad y de la muerte, de ahí que su lenguaje acuda al hueso más que a la carnosidad, como en las obras de dos grabadores del México insurgente, Manilla y Posada, que hacían su crítica social desde las cuencas de las calaveras.
     Juan Rulfo es, antes que nada, un observador de sí mismo, lo que también es como decir un observador de su pueblo, de sus animales, sus frutos, de sus voces y murmuraciones.
     Durante algún tiempo pensó en titular su novela, precisamente, Los murmullos. Esas voces, esos murmullos que según Elena Poniatowska cruzan toda la novela con «un rumor de ánima en pena que vaga por las calles del pueblo abandonado», tienen hondas y claras raíces en su infancia. Son los gestos o las voces apagadas por una larga historia de violencias y miserias, de grandes heroísmos y de más grandes entregas.
     Los asesinatos de su abuelo y de su padre, los años de orfanato en Guadalajara, la revolución de los cristeros, son hechos que le hablan desde tiempos diferentes, como le hablan a Juan Preciado en muchos recodos de su libro.
     Desde la primera frase de la novela: «Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo», el narrador se asoma al pasado, que es un tiempo que siempre, con sólo escarbar un poco en la realidad inmediata, se pone de presente en la cultura mexicana. Por eso resulta tan natural la manera como Rulfo se aproxima a los sucesos pretéritos desde un lenguaje lírico, algo que sin embargo no lo hace perder de vista las clavijas de su estructura novelística.
     Bebió en William Faulkner y en los expresionistas, pero también en poetas como Edgar Lee Masters, creador de Spoon River, otro poblado irreal donde los muertos cuentan su historia, donde una coral de voces ausentes fragua las historias de un poblado imaginario. No resultaría tampoco caprichoso hermanarlo con un legado de Francisco de Quevedo y Villegas: «Vivo en conversación con los difuntos y escucho con mis ojos a los muertos».
    
2. El Llano en llamas
    
     Golpeábamos en los muros de adobe
     y era nuestra herencia una red de agujeros.
     Poema náhuatl
    
     El primer libro publicado por Juan Rulfo, El Llano en llamas (México, 1953), es un fresco de las miserias humanas. Una historia clínica, si se quiere, de las grandes soledades de un país en el que también vive la muerte.
     De ahí que resulte, más que un volumen de cuentos, una suerte de Biblia de pobres, de saga que entremezcla el mito y la realidad inmediata, la historia como una forma circular de la pesadilla.
     Al autor le basta con una cuantas pinceladas expresionistas, con un ascetismo del lenguaje venido del fondo de la historia mexicana, con unos giros de cosa hablada, para atraparnos sin tregua hasta su último aliento.
     Alguna vez Marta Traba, señalando los cuentos de un autor casi olvidado, Hernando Téllez, a quien debemos el más agudo y bien escrito de los cuentos colombianos que giran en torno a la violencia, «Espuma y nada más», decía que Téllez era un virtuoso escritor que sabía muy bien cómo describir sus personajes. En oposición, a contramarcha, agregaba que Juan Rulfo no describe sino que «sufre» a sus personajes. Tal vez por eso sus relatos estén teñidos de un acento confesional. De una carnadura humana que resulta padeciente.
     La afirmación de Marta Traba tiene visos de irrefutable. Hasta el paisaje en Rulfo es padecido más que descrito. Parajes como Comala o Luvina, donde los cactus parecen ser percheros del viento y los fantasmas tienen su reino, hacen su desolado maridaje con los personajes que los habitan.
     No hay costumbrismo, así haya cuadros de las costumbres campesinas mexicanas. No hay realismo, así todo tenga el sabor real de una historia de revueltas y traiciones. No hay evidencias antropológicas, aunque sí una especie de arqueología del miedo. Es como si la diosa de la vida, Coatlicue, llevara sobre su rostro la máscara de los muertos. No hay excesos líricos, pero todo deviene poesía.
     Son diecisiete narraciones que encabalgadas resultan diecisiete retratos colectivos de una misma tragedia.
     En «Luvina», un cuento sobre un lugar anclado en otro mundo en el que sólo se oye el viento, para señalar el señorío de los fantasmas le basta con tres pinceladas teñidas, como tantas cosas del pueblo mexicano, de un atávico fatalismo: «Entonces yo le pregunté a mi mujer: “¿En qué país estamos, Agripina?”. Y ella se alzó de hombros».
     En «¿No oyes ladrar los perros?», la sombra de un hombre que lleva a cuestas a su hijo herido es en realidad una sombra doble fusionada por una misma tragedia. Van en busca de Tonaya, un poblado al que esperan llegar oyendo en la noche el ladrido de los perros, ese «horizonte de perros» del que hablara Federico García Lorca.
     Es el diálogo de quien asiste a la agonía del otro y al velorio de sus propias esperanzas.
     Una esquirla más de ese comercio con la muerte que es toda la obra de Rulfo se hace manifiesto en «Diles que no me maten», una historia de odio y revanchismo.
     Si bien El Llano en llamas es un prontuario de ausentes, no se siente el peso del monotema ni el de una coral que tararea la misma tonada, una y otra vez, como si fuera un mantra entonado a las puertas del purgatorio.
     He ahí la magia de quien avanza en círculos y vuelve a su centro para de nuevo sorprendernos.
     Carlos Fuentes señaló que Juan Rulfo cierra «con llave de oro la temática documental de la Revolución». No hay duda de que lo hace desde un registro de acontecimientos irreales que se vuelven reales a fuerza de un lenguaje riguroso y cotidiano. Esa terca ternura y ese amor hacia los derrotados, no obstante sus rasgos de humor negro, parece injertada en los frutos amargos de una infancia rural y de un profundo conocimiento del ser mexicano.
     Todo está tocado de un habla tan sencilla que resulta elusiva, de una forma de dialogar y de narrar que no fue aprendida como insumo para la escritura. «Nunca dije: a ver cómo hablan, voy a aprender su forma de hablar. Así oí hablar desde que nací», afirmó alguna vez el escritor, rompiendo la tela de araña de uno de sus largos silencios.
     El Llano en llamas es un manual de sombras o un repertorio de orfandades.
     Es un libro que deja en el aire una serie de preguntas que parecen montadas en un trípode conformado por la soledad, la muerte y el poder, instancias que desde la antigüedad hasta hoy han sido tres cercos en los que se debate la condición humana.
     Leer su obra es una forma de leernos a nosotros mismos.

El 2013 literario mexicano

28/Diciembre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

¿Qué significó el 2013 literario mexicano?
Si hay un nuevo protagonista es Juan Villoro, que institucionalmente ha sido colocado como la estafeta del intelectual mexicano protagónico, después de Paz, Fuentes y Monsiváis. Jorge Volpi (ahora) resuena cerca y Enrique Krauze es la sombra paceana sobreviviente.
Entre los escritores vivos consagrados hay tres figuras insistentes: Mario Bellatin, Élmer Mendoza y Guillermo Fadanelli. Pero la crítica señala menos entusiasmo por ellos que por los sucesores.
Las tendencias son claras. En poesía, Luis Felipe Fabre es considerado el mejor poeta mexicano nacido en los 1970. Fabre es repetidamente señalado como el nuevo portavoz de la tradición poética nacional mexicana.
En narrativa, los críticos llevan años coincidiendo en que las voces determinantes son Cristina Rivera Garza y Álvaro Enrigue, Valeria Luiselli y Antonio Ortuño, Yuri Herrera y Julián Herbert, Guadalupe Nettel y Alberto Chimal, Carlos Velázquez y Daniel Espartaco, Tryno Maldonado y Daniel Krauze.
En la crítica, el autor que se colocó en los últimos años al centro fue Ignacio Sánchez Prado —ensayista nacional y académico mexicanista en Estados Unidos— cuya posición indica que será colocado como autoridad nuclear de su generación (nació en 1979). Otra referencia frecuente es Geney Beltrán Leyva.
Otras autorías que recurrentemente aparecen en listas y menciones son, por ejemplo, Xavier Velasco, Luigi Amara, Rogelio Guedea, Luis Jorge Boone, Luis Vicente de Aguinaga, David Miklos y Rafael Lemus.
En el terreno de la academia (literaria) mexicanista dos nombres que aparecieron una y otra vez fueron José Ramón Ruisánchez y Oswaldo Zavala.
En crítica de arte, indudablemente, la nueva firma más influyente y discutida es Avelina Lésper, cuya posición anti-arte contemporáneo ha sido sistemática.
La institución de gobierno fundamental para la mayoría de los nombres anteriores ha sido el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, hoy al servicio de Peña Nieto.
Las revistas culturales mexicanas hegemónicas siguen siendo Letras Libres y Nexos.
Si hay tres editoriales que en el 2013 se reiteran como aquellas cuyas novedades mexicanas hay que adquirir son Anagrama, Sexto Piso y Almadía y, definitivamente, las llamadas editoriales independientes desplazaron a las transnacionales como referentes.
Los suplementos que en el 2013 influyen en el medio literario son Laberinto (de Milenio), el reaparecido Confabulario (de El Universal) y, algo rezagado, La Jornada Semanal (de La Jornada).
No elaboro esta lista a partir de mis gustos literarios; sencillamente quiero informar a los lectores de referencias regulares que la crítica, medios, instituciones de gobierno y empresas culturales consolidaron en el 2013 como representantivas.
En el 2013 ya hay un claro pre-canon. Anoto aquí los nombres.

domingo, 22 de diciembre de 2013

Una sucesión de eventos desafortunados

22/Diciembre/2013
Confabulario
Sergio Téllez-Pon

or el camino de Swann, el primero de los siete libros que componen la obra cumbre de
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido, salió a las librerías el 14 de noviembre de
1913. Cualquiera pensaría que este clásico moderno de la literatura universal fue publicado
sin problema alguno y que, como sucede actualmente en el mundillo editorial, su recepción
se dio incluso antes de que apareciera, es decir, que sus editores estaban entusiasmadísimos
de dar a conocer una obra de esa magnitud y esperarían que la crítica la recibiera con
grandes elogios… pero fue todo lo contrario. El manuscrito fue rechazado tres veces:
primero por el editor de Zola y Flaubert, Fasquelle, luego por la editorial Ollendorff y al
final por André Gide para la editorial que acababa de fundar, Gallimard. Ese fue el primero
de varios contratiempos que Proust tuvo que sortear para ver su obra publicada. Finalmente,
fue el editor Bernard Grasset quien accedió a publicar Por el camino de Swann sólo porque
la edición iba a ser costeada por el propio autor.

Gide, como buen protestante que era, asumió toda la culpa de la negativa para publicarlo y
tan sólo un año después le escribió a Proust en una carta: “El rechazo de este libro quedará
como el error más grave de la editorial y (puesto que me avergüenza ser en gran medida el
responsable) será uno de los pesares y remordimientos más amargos de mi vida”. Otro de
los fundadores de Gallimard, Jean Schlumberger, quiso despojar a Gide de tanta culpa y
aclaró: “Sostengo que nadie, ni Gide, ni Gaston [Gallimard] ni [Jean] Copeau ni yo, había
leído el manuscrito. Como mucho lo habíamos hojeado, examinando al azar unos párrafos
cuyo texto no prometía mucho. Rechazamos el libro debido a su enorme longitud y a la
fama de snob que tenía Proust”.

Para desgracia del autor, al año siguiente de la aparición de Por el camino de Swann
inició la Primera Guerra Mundial (1914-1918), así que, aunque ya estaba en pruebas, no
pudo publicar el otro libro en esos años; sacó provecho de ese suceso pensando que tenía
mucho tiempo para rescribir y corregir y, claro, metió la guerra en su historia como telón
de fondo. Así fue como A la sombra de las muchachas en flor no apareció sino hasta junio
de 1919, ya bajo el sello de Gallimard, sello que confabuló para que la obra recibiera el
premio Goncourt. Desde 1908, cuando empezó a escribir lo que él creyó que sería un solo
libro, Proust pensaba que moriría pronto (los frecuentes ataques de asma lo postraban
todo el día en cama) y que debía dedicar esos pocos años por entero a una obra en la que
quedaran todas las “verdades generales” que había ido acumulando en su vida, pues de otra
manera se irían con él. Proust tenía 42 años cuando apareció Por el camino de Swann. Los
catorce años que aún le quedaban fueron una carrera contra el tiempo: pese a la enfermedad
tenía que acabar su obra en ese lapso, o antes. Entre 1920 y 1922 aparecieron otros dos
de los libros en cuatro tomos: El lado de Guermantes y Sodoma y Gomorra. Finalmente,
ya muerto Proust, a los 51 años (como su admirado Balzac), el 18 noviembre de 1922,
y gracias a las gestiones de su hermano Robert, se publicaron los últimos tres libros: La
prisionera (1923), Albertine desaparecida (1925, después llamado La fugitiva) y El tiempo
recobrado (1927). En total, pasaron trece años entre la publicación del primer libro y el
último.

La Nouvelle Revue Française, que paradójicamente editaba Gallimard, le dedicó
un número especial a Proust en 1923, un año después de su muerte. El número contenía
fotografías del recién fallecido escritor, fragmentos inéditos de su obra y comentarios
de críticos franceses y de otros países. A partir de entonces los elogios no han dejado
de sucederse en todo el mundo, incluso Beckett se ofreció a escribir un ensayo, Proust
(1931; Tusquets, 2013), y Gérard Genette escribió su conocido estudio estructuralista.
El reconocimiento, pues, también le llegó a Proust de forma póstuma. Todo esto porque,
aunque tuvo muchas señales en contra, dice Edmund White en su ensayo biográfico Proust
(Mondadori, 2001), “la fe de Proust en su obra no se tambaleó un segundo”. Años después,
Gide seguía arrepentido por haber rechazado Por el camino de Swann y se preguntaba:
“¿Habría sido capaz de reconocer al instante la valía evidente de Baudelaire, de Rimbaud?
¿Habría, a primera vista, considerado a Lautréamont un loco?”

Antes de que Proust pensara siquiera en la escritura de En busca del tiempo perdido,
en 1895 pergeñó una novela fallida que por fortuna dejó inconclusa, Jean Santeuil, sobre
la que dice Edmund White: “Mientras que el estilo de En busca del tiempo perdido es
olímpico, filosófico, inconsútil y totalizador, un éter en el cual los personajes giran como
cuerpos celestiales perfectamente controlados, Jean Santeuil está escrito a trancas y
barrancas, abunda en cóleras y entusiasmos efímeros, contiene varios bosquejos de una
misma escena y en sus cientos de páginas no se desarrolla un tema ni hay incidente que
produzca secuela. Los personajes desfilan como comparsas pero no cobran densidad ni
perduran en la imaginación”. El tropiezo de esa temprana novelita le sirvió a Proust para
concebir mejor el tono y la estructura de la obra por la que es recordado.

Cuando Proust empezó a escribir En busca del tiempo perdido, sus padres ya habían
muerto (él en 1903 y ella en 1905). De manera que, dice White, el recuerdo que hace de
ellos en su novela “estaba santificado por el tiempo”. Pero sobre todo la muerte de sus
padres lo liberó de su sexualidad, de ser un “invertido”, como decía él, o un “salaísta” (en
referencia al conde Sala, un notorio homosexual), pues Proust no usaba el galicismo pédé.
Mientras vivieron sus padres, Proust ocultó y negó su homosexualidad aunque en muchos
círculos parisinos esto se sabía, incluso llegó al grado de retar a un duelo al novelista
decadentista Jean Lorrain y al padre de un amigo que lo acusaron de homosexual; por
fortuna, ninguno salió herido por las balas.

A pesar de que Proust ya había asumido su sexualidad, sus amores no mejoraron.
Los primeros y platónicos enamoramientos que tuvo con Jacques Bizet, hijo del compositor
de Carmen, con un primo de este último, Daniel Halévy, y la tiránica relación con el
músico Reynaldo Hanh, de origen venezolano y posteriormente director de la Ópera de
París, se volvieron en las atormentadas relaciones con su chofer, Alfred Agostinelli, y
luego con un mesero suizo del restaurante del hotel Ritz llamado Henri Rochat. Por si fuera
poco, cuando apareció Por el camino de Swann, Agostinelli, junto con su esposa Anna, ya
había abandonado a Proust y este no tenía ánimos de celebrar la aparición de su libro. Para
convencerlo de regresar con él, Proust le quiso regalar un aeroplano, pero fue inútil y en
mayo de 1914 Agostinelli murió al estrellarse el avión que tripulaba. Una vez más, Proust
aprendió la lección y supo que debía pasar por esos amores fallidos para tener material que
incluiría en su novela: en un episodio parecido, Swann le quiere regalar a Odette un yate.
A partir de la muerte de Agostinelli, A la sombra de las muchachas en flor se volvió un
libro independiente, Albertine cobró un papel más importante en el desarrollo de la historia
y por lo tanto entraron en los planes de la obra otros dos libros dedicados a Albertine: La
prisionera y La fugitiva. “En los ocho años que siguieron a la muerte de Agostinelli, el
libro de Proust duplicó su extensión”, precisa White.

El caso de las traducciones a otras lenguas también huvo sus contratiempos. La
primera traducción al inglés de Por el camino de Swann apareció poco antes de que Proust
muriera, en septiembre 1922, y fue hecha por C. K. Scott Moncrieff. Sin embargo, esa
versión tenía numerosos errores —incluido el título general: Remembrance of Past Things,
algo así como “Remembranza de cosas pasadas”—, que fueron corregidos y el título
general restituido por Terence Kilmartin en las ediciones posteriores a 1981 y, luego, otra
vez fue revisada por D. J. Enright; Moncrieff murió en 1930 habiendo traducido la novela
de Proust en doce tomos pero sin haber empezado el último libro, cosa que hizo Stephen
Hudson (me baso en los datos de Derwent May en Proust, FCE, 1986). Por su parte, un
traductor alemán hizo una mediocre versión de Por el camino de Swann y luego Walter
Benjamin tradujo A la sombra de las muchachas en flor y El lado de Guermantes, que
aparecieron en distintas editoriales en 1927 y 1930, respectivamente (datos obtenidos de
Iluminaciones 1, Taurus, 1971). En una carta de 1925, Benjamin escribió a Rilke: “Cuanto
más me adentro en el trabajo [de traducción], más agradecido estoy a las circunstancias que
me lo han encomendado”. Después, Benjamin empezó a traducir Sodoma y Gomorra pero
no la terminó y más tarde esas páginas se perdieron.

En 1954 apareció la primera edición de La Pléiade en tres tomos editada y
anotada por Pierre Clarac y André Ferré (quienes además prepararon el Album Proust:
Gallimard, 1965), lo cual hizo que muchas de las traducciones que ya se habían publicado
fueran revisadas minuciosamente, como sucedió en el caso de la hecha en inglés; luego, esa
edición de La Pléiade fue revisada y editada por el eminente proustianista Jean-Yves Tadié
entre 1987 y 1989. Tadié, además, escribió la que varios consideran la mejor biografía, de
casi mil páginas: Marcel Proust (Gallimard, 1996). La primera traducción, sin embargo,
fue al castellano pues ya en 1920 el poeta español Pedro Salinas había publicado Por el
camino de Swann, que apareció en dos tomos, y después sólo tradujo los siguientes dos
libros, así que Consuelo Bergés tuvo que concluir el trabajo. Plaza y Janés publicó en 1952
la traducción de Fernando Gutiérrez en dos tomos: el primero contenía los primeros tres
libros de En busca del tiempo perdido y en el otro los cuatro restantes. En los años setenta,
Soledad Salinas de Marichal y Jaime Salinas tradujeron Por el camino de Swann, que
publicó Alianza editorial. La traducción de Mauro Armiño la publicó Valdemar en tres
tomos entre 2001 y 2005. Recientemente, han aparecido los siete libros traducidos por
Carlos Manzano publicados por Lumen y posteriormente en sus ediciones Debolsillo. Hay
también una versión ilustrada que hizo Stéphane Heuet en 1996 y que a partir de 2006 ha
publicado en México la editorial Sexto Piso; esta versión, sin embargo, sólo mantiene la
historia pero todo el estilo detallado y serpenteante, el tono y la escritura de Proust quedan
reducidas a unos cuantos diálogos que intentan dar una vaga idea de lo que en realidad es
En busca del tiempo perdido. Aunque Alfonso Reyes vivió a finales de los años veinte en
el mismo edificio que Proust, en el número 44 de la Rue Hamelin, ni él ni ningún otro
mexicano ha emprendido la traducción de esta monumental obra.

El aro de Urano: Luis Cernuda

22/Diciembre/2013
Jornada Semanal
Enrique Héctor González

I
Pocas obras poéticas ofrecen una fusión tan intensa entre escritura y biografía como la de Luis Cernuda. En él se ejemplifica, por cierto, el axioma lírico que Octavio Paz menciona en alguno de sus textos tempranos: “Todo poema se cumple a expensas del poeta.” Más que cualquier otra frase, ésta definiría el ser y el quehacer poético del escritor andaluz: sus versos son líneas en jirones de piel, deseo y realidad entrelazados.
Aun siendo diferentes entre sí, en su calidad de productos de una estética y una asimilación de lecturas que fueron enriqueciéndose conforme se multiplicaron los autores que entraron en conversación con sus versos, cada nuevo poemario de Cernuda se incorporó al libro único que, desde los años treinta, el poeta había concebido como su testimonio literario: La realidad y el deseo. Como el Cántico, de Jorge Guillén, producto de un esmero similar, el múltiple y unívoco libro de Cernuda revela una contención y una unidad interna cifradas en la sólida y paciente acumulación de experiencias líricas moduladas por una voz que se autentifica en cada libro. La “verdad ignorada” de Cernuda, esto es, “la verdad de su amor verdadero”, como él mismo la formula, es la escritura en su naturaleza de acto deseante. “Conforme la experiencia del amor va siendo más claramente enunciada”, observa Philip Silver, uno de sus críticos más avezados, la visión cambia y se profundiza pero el deseo “es una constante”.
Más que una exploración del impulso erótico, se advierte en la poesía de Cernuda una devoción por su propia biografía espiritual, tan intensa y siempre la misma como diversos y hasta antagónicos son los autores y tendencias que nutrieron sus lecturas: Wordsworth, Garcilaso de la Vega, las ideas de Fichte y André Gide, las inéditas nupcias de Hölderlin y Juan de la Cruz; sus histéricos, alternativos, viscerales rechazos o adhesiones al purismo y al surrealismo, hablan de las propiedades proteicas de esta obra, sin embargo única y singular en cuanto que su narcisismo uranista, proyectado en una gran diversidad de máscaras, es la verdad que vertebra la realidad de su deseo.
II
Octavio Paz observa en Cernuda una evidente “tentativa por crear su propia imagen”. En Mallarmé, en Gide, en Garcilaso, pero sobre todo a partir de un inevitable impulso vital propio, Cernuda aprendió a reconocerse en una suerte de inmersión semejante a la que se cuenta en el mito de Narciso, manifiesta primeramente en un arraigado sentimiento de soledad, de ser incompleto y, en libros posteriores, en una insoslayable nostalgia de la juventud perdida.
“En límpido reposo/ el cuerpo se contempla”, aunque su espejo sea la inmovilidad onírica, esa agua estancada, ese “sueño encantado”, escribe en Primeras poesías. Idéntico desdoblamiento –la renuncia explícita a la primera persona– se advierte en su segundo libro, Égloga, Elegía, Oda. Y sin embargo, el amor narcisista, la imagen del agua cruel, ya serena y “gozando de sí misma en su hermosura”, ya “en revuelo/ de rota espuma”, predomina y baña las formas de “un joven dios que avanza sonriendo” y lo llena “con reflejos de plata”.
La perspectiva poética de Cernuda sigue enfatizando la naturaleza acuática del mito en el libro central de su poesía de juventud, Un río, un amor. El ahogado errante de “Cuerpo en pena” recorre la corriente para llegar a su desembocadura, meta erótica de todo el poemario, pues “sólo las olas saben”: el mar es el deseo desbordado, el amor está en el agua y, como no puede ignorarlo Narciso, hay “miradas en las olas”, agua en la escritura de un ser que se contempla y sueña y reconoce en el mar amarrado o en el río en movimiento, en el “verter de mis labios vagamente palabras”. Pero los mitos, identidades vivas, evolucionan. Así, los indicios de proyección y desdoblamiento en la poesía cernudiana atañen luego a la figura del arcángel, a quien significativamente habla en una segunda persona que no excluye sino reafirma la propia pulsión: “Tú fluyes en mis venas, respiras en mis labios,/ te siento en mi dolor;/ bien vivo estás en mí, vives en mi amor mismo.”
Pero, para decirlo con los dos siguientes títulos de esta suma biográfica, la madurez del poeta y de su obra atestiguan, entre otras cosas, que habrá que reconocer Los placeres prohibidos, precisamente, Donde habita el olvido. En algunos textos de estos poemarios, en efecto, se advierte casi un manifiesto de rencor contra las tensiones que ha tenido que librar el deseo frente al tiempo. El amor narcisista ya no puede permanecer ensimismado. La proyección de su énfasis en otra figura objetivada del sujeto amoroso –así sea sólo en la fantasía–, es una manera de invocar la presencia que está más allá o detrás de esa apariencia. Es indudable, a estas alturas, que la lectura de los metafísicos ingleses ha operado cambios no sólo en la obra del poeta, sino asimismo en su pensamiento y estética, de ahí que la afirmación de García Ponce, según la cual “el mundo de Luis Cernuda es un mundo pagano en el que sólo existe la realidad de la apariencia, apariencia que no conduce hacia ningún lado ya sea porque niega la reproducción a través de la homosexualidad, ya sea porque niega que haya cualquier otra realidad más allá de lo que podemos encontrar a través de la vista”, revele una lectura poco provechosa de una obra que apela, por cierto, a la sospecha de que, tras esas limitaciones corporales o sociales, se adivina la verdadera realidad, la divinidad enmascarada del deseo.
El distanciamiento a partir del recurso de la máscara no disipa el narcisismo erótico de Cernuda: más bien, le sirve para elaborarlo en más de un sentido, pues proyectar sobre una situación histórica o legendaria su propia experiencia emotiva le permite esa distancia de por medio que con tanta frecuencia nos proporcionan los viajes, los sueños, la escritura y el simple paso del tiempo: un recurso de la objetividad que viene a dimensionar y resignificar la intimidad.
III
Sin duda las lecturas de Browning, de Yeats, de Eliot, le sirvieron a Cernuda, como apunta el poeta Manuel Ulacia, para sublimar el narcisismo de su primera poesía a través de la máscara poética, menos un artificio o capricho retórico que la forma para mejor convocar y representar la otredad, para concebir lo especular del amor. Es posible que la presencia del desdoblamiento en su obra obedezca, antes que a una elección, a cierta fatalidad, ese reconocible sentirse aislado, despoblado de “El soliloquio del farero”, donde lo que el empleado náutico encarna es la idea misma del oficio creador, según el cual asume, en “La gloria del poeta”, “que mi voz es la tuya,/ que mi amor es el tuyo”.
La particular introversión cernudiana no es solamente la conciencia del yo que escribe en soledad o del hombre cuya sensación de la nada es inherente a su propia vida, sino también, y más precisamente, “la posibilidad de fusión de la obra humana con la naturaleza” tal como él mismo parece entreverla, lo que la dota de una consistencia, por así decirlo, más metafísica que melodramática. En Vivir sin estar viviendo, la figura de Felipe ii, máscara fiel del poeta, contempla El Escorial hacia el final de sus días, se mira a sí mismo y dice muy a las claras: “Mi obra no está afuera, sino adentro.” Si afirma, en otro poema del mismo libro, que “es el amor fuente de todo”, alude tanto al sentido metafórico de fuente en su significado de origen, como al trasunto simbólico que ve en ella el incesante, narcisista espejo del amor condenado a la contemplación del ser que en él se mira y admira: “Bebías de tu sed y de la fuente a un tiempo,/ sabiendo a eternidad tu sed y el agua.”
En la última etapa de su obra, la proyección en el pasado admite la posibilidad de que el poeta recobre la luz y el tiempo para regresar a fundirse con su propia adolescencia, para hallar “la imagen de aquel mozo/ a quien dijera adiós en tiempos/ idos, su juventud intacta/ de nuevo”. El otro es él mismo: el poeta viejo y el muchacho que fue, al conjuro del olvido, se besan y confunden sus sombras. Abatido y dignificado en la imagen propia, reconstruida a través de su obra por el tiempo implacable, escribe los “Poemas para un cuerpo” con textos cuyos títulos parecen más bien epitafios: “Para ti, para nadie”, “Sombra de mí”, “Despedida”, “Fin de la apariencia”.
En estos poemas postreros se advierte un tono recapitulador de la temática amorosa y, sobre todo, del deseo como manifestación real, como experiencia de vida. Un perfil sintomático de esta recuperación existencial se advierte, por un lado, en la esperanza de que el nutriente vital del poeta, el deseo “loco y tardío”, como lo llama en “El amor todavía”, lo persiga y asalte con la misma frecuencia que lo hizo en la juventud; por otro, en el reconocimiento de que ya “su vejez al espejo habla”, según lo advierte en el mismo poema. La imagen apunta hacia algo más que la mera denuncia del paso del tiempo registrado por ese inconmovible testigo de estaño: supone también un estoico, desnudo enfrentamiento con la realidad narcisista del deseo.
Con la máscara el yo se habla de tú, se despersonaliza por un instante para mejor conversar consigo mismo. El texto se reviste de la apariencia de un diálogo entre un tú interrogado y un yo demandante: “¿Tú? ¿Volver? Regresar no piensas,/ sino seguir libre adelante/ disponible por siempre, mozo o viejo,/ sin hijo que te busque, como a Ulises,/ sin Ítaca que aguarde y sin Penélope.” Y de toda esa gama de “otros que le dan plena existencia”, para decirlo con Octavio Paz, el excéntrico monarca que Cernuda retrata en “Luis de Baviera escucha Lohengrin” representa, en su estrategia expresiva de reflejos múltiples, el más acabado ejemplo de este poético narcisismo enmascarado. La proyección es aquí de carácter onírico y su erotismo alienta, fundamentalmente, una experiencia ontológica. Más aún: si, en su tráfico de sombras (Cernuda se esboza en Luis de Baviera, que lo hace en la figura de Lohengrin, que se contempla en la forma de un elfo), el deseo involucra al propio sujeto deseante como objeto amoroso, ¿entonces quién ama?, ¿quién resulta ser amado? Se trata de un curioso espejo dramático donde el agua de Narciso es móvil: un personaje actuando la ópera de Wagner, obra predilecta del rey, es el dinámico reflejo que “como extraño contempla/ con emoción gemela su imagen desdoblada/ y en éxtasis de amor y melodía queda suspenso”.
IV
Hace cincuenta noviembres la vida del poeta sevillano llegó a término aquí, en Ciudad de México. Su feligresía libresca es nutrida pero no vasta, lo cual es bastante para un poeta que renunció a las aclamaciones, que prefirió reflejarse en el espejo de sus poemas –donde se sigue escuchando esa música de agua–, pues el deseo narcisista es un aro que vuelve siempre al punto de partida, un anillo anhelante que se encierra en sí mismo y se reconquista y completa en esa doble certeza constituida por la realidad de su deseo y la innegable vigencia de su obra.

La Homenajitis

21/Diciembre/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

A lo largo de este año he seguido con atención una serie interminable de homenajes que instituciones de gobierno han rendido a figuras culturales mexicanas. ¿Para qué tanta homenajitis nacional?
La homenajitis obedece a varias razones. Enumeraré algunas.
No se puede comprender la homenajitis sin recordar que, en general, gobierno, empresas y sociedad conservadora dependen de aseverar que no debemos abandonar La Tradición. 
Un motivo poderoso para que Bellas Artes, Conaculta y decenas de institutos culturales mantengan un calendario permanente, obsesivo, de homenajes, es que homenajear a un escritor o artista lo estatiza. Un homenaje es un acto de oficialización.
El homenaje equipara poeta y diputado.
El gobierno encarceló a José Revueltas por izquierdista, pero una vez difunto, un gobierno de derecha puede homenajearlo, intentar así —quizá exitosamente— desdibujar o anular la índole crítica de su obra.
Y en un caso como Octavio Paz, escritor literariamente notable e intelectual que terminó alineado con el PRI —lo cual muchos desean no saber— la homenajitis que le espera en el 2014 —centenario de su natalicio— dañará su futuro.
En esos homenajes toda clase de oportunistas, funcionarios, superestrellas  y epígonos serán pagados, utilizados y beneficiados por la fiesta oficial.
Gracias a la homenajitis muchos miembros del gobierno y agentes culturales mejoran su imagen asociándose a figuras prominentes del pasado. Los homenajes se realizan gracias a redes de oportunismo.
Lo que el sistema escolar, los medios y las instituciones informan a la población no es suficiente para que muchos se percaten que la homenajitis abusa de la figura viva o muerta y, a largo plazo, la perjudica, asociándola con un sistema corrupto.
Otro factor: muchas personas reciben dinero en los homenajes.
La homenajitis cultural mexicana es una forma de integrar a los disidentes y destruir su oposición y, en el caso de quienes en vida fueron oficialistas o semi–oficialistas es una forma de cobrarles, y premiar la sumisión de sus herederos.
En el contexto cultural más amplio, la homenajitis sirve para mantener un clima de conservadurismo —Oh, La Tradición; Oh, El Pasado Grandioso— y quitar atención a la oposición (mayoritaria o excepcional) y, por ende, desdeñar el descontento social actual.
En el contexto mexicano, un homenaje tiene dos efectos inmediatos: 1) invitar a la población a idealizar una figura cultural y 2) asimilar gubernamentalmente un tótem, comprar a sus seguidores, apropiarse del mito.
La homenajitis es una de las tendencias más nocivas para la transformación que México necesita. Intelectuales y funcionarios no dirán que la homenajitis los mantiene en el poder. 
La homenajitis es la firma —invisible e indeleble— que avala sus cheques, sus posiciones de lujo hoy y su destino de piedra, mañana.

viernes, 20 de diciembre de 2013

Dos herejías proustianas

Noviembre/2013
Letras Libres
Rafael Gumucio

No es fácil leer a Proust. No es difícil tampoco, solo exige otra forma de leer. Como la arena movediza, En busca del tiempo perdido –cuyo primer tomo fue publicado hace exactamente cien años– no es una obra en la que se avance sino en la que uno se hunde, en la que moverse para librarse de ella no hace más que hundirte más rápido. Como en el sexo tántrico, aquí la lentitud solo aumenta el placer. Así las frases proustianas son lo primero que un lector atento aprende a disfrutar. No son fruto del barroquismo sino de la precisión. No son un alarde técnico sino un intento modesto por decir lo que quiere decir. Buscan describir sin que se escape ningún detalle, rescatar cada escena y segundo: ponen en el mismo torbellino la frase dicha, una premonición, un chiste al pasar, las nubes y el dolor de cabeza del narrador. Rescatan pedazos de experiencias para reconstruirlas más que para recrearlas. Son una exploración arqueológica donde las metáforas se convierten en espátulas, pinceles, palas y Carbono-14 que reconstituyen la ruina que investigan. No quieren que creamos lo que vemos sino que ayudemos en esa reconstitución.
La apariencia monumental del libro –siete tomos y tres mil páginas– engaña: esto no es la Divina comedia, Orlando furioso o La Araucana, libros que hay que leer con algún especialista al lado. No es ni siquiera Al faro de Virginia Woolf o Los embajadores de Henry James. Proust no nos hace viajar a otro mundo, a otro lenguaje, sino a nuestro mundo, a nuestro lenguaje. Esta es la más intimista de las novelas, aunque su intimidad no sea –como tampoco la nuestra– una habitación, ni un jardín sino un bosque con toda suerte de árboles y pantanos. Proust sabe que no hay aventura más grande para un ser humano que su propia conciencia de serlo, que su propio aprendizaje del amor, la muerte, los celos o el arte. Tres mil páginas no bastan para contar eso si se quiere contarlo todo.
Este no es solo un libro grande; es un libro que sabe adquirir tu tamaño, hacerse parte de tu vida. Esa es justamente la razón por la que no termino, ni terminaré nunca de leerlo, porque terminarlo sería terminarme a mí mismo. Lo supe la primera vez que abrí, a los dieciséis años, el primer volumen de La Pléiade. Mi abuela me prestó el libro para consolarme de mi derrota inapelable en un concurso literario. ¿Sabía lo que hacía? ¿Podía haber anticipado el efecto que su gesto me produciría? El manuscrito rechazado comenzaba exactamente igual que el libro prestado: el niño que no se atreve a dormir hasta que su madre lo bese, y la noche que se llena de sombras, y el temor a perderse en el sueño, y, al lado, la fiesta de la que te sabes condenado a no ser parte. Eso mismo que yo creía tan propio, tan mínimo, tan original estaba ahí escrito perfectamente por otro.
Y también el primer amor y los celos, lo mismo que vivía y quería escribir; una sincronía que parecía una maldición de La dimensión desconocida. El libro que se convirtió naturalmente más en una adicción que en una lectura. Me vi preso entre la necesidad de más droga y el terror de que se acabe el cargamento. Me propuse leer en orden cronológico –a los veinte años– las partes en que el narrador tiene veinte, a los 23 cuando él tiene 23. El orden pierde sentido ahora que tengo 43 años, más de los que el narrador tiene al final de la novela.
Esta forma de leer, o en este caso de evitar leer, es la primera de las herejías proustianas. Con horror, pero también con complicidad, vi cómo mi alumno Sebastián Olivero, autor del genial Un año en el budismo tibetano, usaba los tomos de Proust como un complemento espiritual a los libros sagrados de Buda. Con ironía e inteligencia, Alain de Botton también ha extraído del libro una serie de lecciones que pueden mejorar tu vida, o al menos ejercitar tu sensibilidad. Pero En busca del tiempo perdido no es una lección para ser mejor o peor persona, sino una novela. Una novela de formación para ser más preciso, que –a diferencia de Las cuitas del joven Werther o La educación sentimental– lo cuenta todo: sueños, realidades, amor, dinero, viajes, enfermedades, silencios y conversaciones, sin concederle a los hechos ningún privilegio. Rompe así la jerarquía que ubica a las cosas que pasan por sobre la impresión que nos dejan, sobre las ideas que las originan y los sueños que las predicen.
En busca del tiempo perdido, que tiene mucho de ensayo, poema en prosa, memoria y crónica social, es ante todo la apuesta literaria de aliar en un solo texto a la novela burguesa, hija de la Revolución, con la novela psicológica, hija de la corte de Luis XVI. Casar a Balzac con Madame de La Fayette, Flaubert y Madame de Sévigné. Una apuesta que no tenía nada que ver con la confesión autobiográfica, como el propio Proust intenta explicarnos en Contra Sainte-Beuve. Al fustigar la obsesión del gran crítico francés por la biografía de los escritores no protege su vida privada, que por lo demás apenas esconde a la hora de usarla como materia de su obra, sino que nos deja en claro que esa intimidad es también una máscara.
La de Proust es, también, una de las novelas más extrañas y ambiciosas del siglo XX. Sin embargo, leerla como eso que es puede hacernos caer en la segunda herejía proustiana: la herejía universitaria. Esta consiste en mirar el libro como un laberinto textual lleno de claves ocultas. Lectores extraviados del ya extraviado Deleuze, Barthes de maceta, preocupados justamente por buscar lo que el libro no dice. Su lectura se llena, como una cárcel de Piranesi, de trampas y subsuelos. Se quiere que esta sea una obra de vanguardia, cuando lo es justamente por su apego casi obsesivo a la tradición, a los autores del siglo XVII.
Si la primera herejía termina por no ver el bosque, por internarse en sus senderos, la segunda herejía lo sobrevuela como una avioneta esperando que se queme. Porque es quizá lo que une a las dos herejías: el fetichismo. Autoayuda o libro en clave, confesión o laberinto, los herejes de ambas olvidan que la grandeza de esta novela nace de la manera en que su narrador deja ver la costura de su discurso, de la distancia entre lo que quiere ser y lo que es, entre lo que sospecha y busca. Lo que convierte a En busca del tiempo perdido en un clásico del siglo XX está justamente en su carácter radicalmente inacabado. Radicalmente inacabable, también. Un libro que pide que lo complementemos nosotros. Este libro lleno de condes y barones es quizás uno de los más democráticos que existan. Una novela que carece justamente de lo que los que no la leen están seguros de encontrar en ella: ironía sofisticada, orgías de champagne y moralidades tan ambiguas como el sexo de sus personajes.
Es esa promesa infantil, seguida a través de todos los pantanos de la vida adulta, conservada contra el tiempo y sus estragos, las traiciones propias y ajenas, lo que constituye el encanto más imborrable de esta novela que es un hombre, ni Proust, ni el narrador, ni yo, sino una mezcla inédita y original de los tres que solo vive, habla, piensa, tiembla cuando abro las páginas de En busca del tiempo perdido.