jueves, 24 de octubre de 2013

Los paraísos secretos

28/Septiembre/2013
Confabulario
Claudia Posadas

Si bien la conciencia en la escritura de Álvaro Mutis no se instala en un espacio y un tiempo determinados, su corazón, ahora en la eternidad, se encuentra ya para siempre en una estancia memoriosa: la Hacienda de Coello, en Tolima, Colombia.

Para el autor de Caravansary (1982), el proyecto civilizatorio es una idea que se ha alcanzado y se ha perdido en diversos momentos de la historia, momentos a los que el escritor se siente cercano y que no se sitúan en la época contemporánea. Así, el concepto de civilización no puede entenderse como un proceso lineal, y mucho menos progresivo. Entonces, el tributo del autor es para reinos y órdenes del pasado —Bizancio en primer lugar, y los imperios francés y español—, pero sobre todo para aquellas esencias que considera fundamentales: el orden regio, “señalado por la divinidad”, para gobernar a los hombres.

Al mismo tiempo, hay un dominio personal que es el centro de su itinerario por la historia humana: el olor de los cafetales y el sonido de la lluvia de la hacienda familiar, el trópico de la infancia y la juventud, que el autor rememora y busca en su obra.

La casa del escritor en San Jerónimo, en la ciudad de México —donde se realizó hace algunos años esta conversación— es como sus obras, plena de símbolos que reflejan nuestras percepciones del mundo: brújulas, mapas, gráfica sobre embarcaciones y libros antiguos. Álvaro Mutis fue un viajero sin límite, al igual que Maqroll, su personaje. Quizá ahora sí, se cumpla el destino del Gaviero, quien una y otra vez navegaba por su río desafiando sus muertes.


Tanto en su poesía como en su narrativa, la épica es el pulso que guía la creación y le da su fuerza y permanencia, según la crítica. ¿Cuál es el origen de esta visión?

Se debe a mi fidelidad a los clásicos que leí desde niño. El tono épico de muchos de ellos se me quedó para el resto de la vida. Pero no sólo ha permanecido en mí la música, el tono con que están escritas La Odisea, La Eneida, La Ilíada, y después el romancero del Cid, sino también el sentido. Por otra parte, primero escribí poesía durante 40 años y mis novelas no son sino una continuación de sus temas, obsesiones, escenarios y sitios que amo. Muchas veces, escribiendo una novela, me pregunto si no estoy haciendo un borrador de un poema; por ejemplo, en una novela como Amirbar (1990), me salió un poema de cuatro páginas sin darme cuenta.

Una parte importante parte de esta poesía es un elogio de lo primordial, de lo antiguo, entendido como los paraísos personales del autor. ¿Cómo es la relación de esta esencia con la épica narrativa?

Al leer los clásicos y la épica queda una música. En la poesía, naturalmente, lo digo de una manera más esencial, misteriosa si se quiere decir, más secreta y al mismo tiempo más evidente. Por otra parte, he sido un lector de historia desde niño; heredé la biblioteca de mi padre, de cuyo acervo gran parte es sobre este tema y por tanto se me creó una afición por el pasado. Entonces, esas referencias históricas que hay en mi poesía y que después aparecen en mis novelas son ecos de experiencias de lectura que para mí son experiencias de vida.


Por ejemplo, la referencia a civilizaciones antiguas como Bizancio, entre otras, es sustancial en usted…

Claro. Me interesa toda la creación de Occidente, en especial Bizancio. Mi amor por esta civilización es tan profundo que por eso escribí La muerte del estratega (1988), la historia de un bizantino. Para mí éstas son presencias absolutas y en mi poesía, narrativa y ensayos.

Un tono importante en su obra es la tragedia, que sobre todo se encuentra en el destino de Maqroll. ¿Cuáles son las herencias a las que hace homenaje?

Si uno en una época, en una edad en que se está formando, lee a Sófocles, ese sonido y situaciones, ese enfrentamiento de los hombres contra los hombres, le quedan como un ejemplo. Y después, si se leen las novelas de Dostoievsky o de Dickens, encuentra un eco de todo esto. Hablamos de los hombres desnudos, con toda su condición humana evidente y presente. Eso a mí me ha formado y me interesa mucho.


Sin embargo, independientemente de la condición humana, hay un elogio al pasado, como ha dicho, que implica una falta de fe en el hombre contemporáneo…

En el hombre en general. Al leer historia, ¿qué es lo que se lee? Desastres, brutalidades aterradoras, momentos de la Europa occidental cristiana de un salvajismo aterrador, como es el caso de las Cruzadas. Entonces, ¿qué esperanza le queda al hombre? Ninguna. Las ilusiones que se ha creado, sobre todo a partir del siglo XVIII, son ilusiones razonadas. Rousseau crea un hombre ideal para aplicar su teoría; sin embargo, éste no es como él lo define. Y de ahí en adelante viene el desastre. En la historia hay ejemplos muy elocuentes de hombres que han tenido en sus manos la vida de poblaciones enteras, y cuya conducta, con muy pocas excepciones, no ha sido ni piadosa ni brillante, y no ha traído otra cosa más que muerte, dolor, hambre y miedo. Entonces, el hacerse ilusiones y el hablar, por ejemplo, de la palabra progreso, que ahora utilizamos cada diez minutos, no tiene sentido. Yo me pregunto: ¿Progreso en qué, Dios mío, cuando se ve lo que pasa en Kósovo, en África, en Colombia? ¿Hablamos de progreso técnico? Pues sí, pero éste no ha servido sino para matar más rápido a más gente. No hay tal progreso, eso es mentira. ¿Modernidad? La sola palabra me pone los pelos de punta. Modernidad es lo que se intenta hacer, pero, como dije, no es posible. No digo que nosotros estamos aquí para ser ángeles, pero sí seres humanos. No tenemos remedio, pero tampoco hay que llorar y lamentarlo. Así somos, ése es el destino de esta especie. No debemos asustarnos.


¿Cuál es su lectura del hombre contemporáneo?

Pues que otra vez nos hemos olvidado del hombre. Ahora ya no existe el individuo, sino grandes masas presentes a través de aparatos electrónicos que circulan como fantasmas. Hoy día, esto que llaman comunicación es cada vez más raro. Las máquinas no me están dando ninguna presencia de nadie. Por un lado, nos olvidamos del hombre y, por el otro, ni siquiera lo vemos ya. El ser humano que se nos presenta en la televisión, el hombre que leemos en internet, son sombras o están escogidos maliciosamente para presentar un determinado tipo de ser. Así no es la cosa.


En sus novelas hay un culto a los objetos, a cierta estética antigua, y también al viaje.

El viaje es una idea. No me llama la atención el turismo, el conocer lugares, sino vivir ambientes, atmósferas. Otra cosa que me interesa y que también le interesa a Maqroll por pura coincidencia, claro, es desplazarse en el mundo, porque es un regalo que nos ha sido dado pero que ahora estamos dedicados a destruirlo de una forma aterradora. Me gusta desplazarme para ir viendo qué sucede dentro de mí mismo. En cuanto al gusto por los objetos, éstos son testimonios, huellas que quedan de hombres que en cierta forma actuaron y vivieron como yo. Un mapa, por ejemplo, es una maravilla. Los mapas fueron hechos por navegantes, gente curiosa de ver no cosas raras, sino de situar al hombre en otro sitio y clima. Todas estas brújulas que tengo, estos mapas y libros, son testimonios de una curiosidad de los hombres por verse a sí mismos interiormente.


Justamente el mar de sus viajes es un elemento de contacto con la memoria humana y su destino: es un elemento de transición.

Los hombres siempre han buscado el mar. ¿Dónde nació el pueblo más inteligente que ha tenido la humanidad? En Grecia, en una península y en un archipiélago. El siguiente pueblo que nos dejó el derecho y una serie de normas para vivir de una forma supuestamente civilizada —porque no lo hemos sabido hacer— está en Roma, en una península. El mar es una continua lección para el hombre. Primero de humildad. Hay que estar en medio de una tempestad. El barco se vuelve una cascarita de huevo y el mar nos dice: “No eres ningún genio, eres casi nada. Qué maravilla que estés aquí, pero ojalá logres sortear esta tormenta. Vuelve a tu estatura, no te crezcas, por Dios”. Desgraciadamente es lo que nos está pasando cada vez más.


¿Y como elemento de transición hacia el destino, como símbolo de una esencia humana?

El mar es el camino más rico que puede haber hacia una verdad interior. No creo que el aire lo sea tanto: los aviones no nos enseñan nada. Adoro la tierra, y tengo recuerdo de rincones, de lugares que son un perpetuo milagro, pero el mar es para mí fundamental. Además, tengo una interacción muy curiosa con él. En un horizonte todo de mar vemos esa energía desatada, magnífica, lentamente desplazándose hacia la nada, hacia sí misma. Ésa puede ser una bella imagen de Dios.


En su obra se observa una búsqueda de sus paraísos personales, en especial los de la infancia. ¿Qué significan estos territorios como motivo de vida y de literatura?

Son la manera más fiel, evidente y directa de vernos a nosotros mismos, de saber dónde y cómo estamos en el mundo. Son anteriores a los hombres, a su perpetuo razonamiento, a sus argumentos y toda suerte de silogismos que nos dan una versión de nosotros que no es. De ahí es que fracasan todos los sueños políticos del hombre, porque crean un ser humano artificial, totalmente fabricado para que se ajuste a los ideales y programas. El hombre no es así; entonces, aprendamos a sentirnos nosotros mismos. Adentro tenemos todo.


La infancia y su trópico, el cafetal de su memoria, son los paisajes de sus territorios íntimos. ¿Hasta qué punto se ha conciliado con este reino en su escritura?

Siempre lo he dicho: tenemos que mantener vivo el niño que fuimos y saber mantenerlo intacto dentro de nosotros. Ese niño es el testigo más fiel del mundo que tenemos. Él supo verlo antes de que nos llenáramos de ideas. El paisaje que me interesa y que siempre está presente no es el trópico en sí, sino lo que en Colombia llamamos la tierra caliente, donde se cultiva el café, la caña de azúcar y frutas maravillosas, y que está a 13 mil metros de altura, aproximadamente, en la cordillera de los Andes. Ahí fundaron mis abuelos una hacienda, Coello, en el Tolima, y que después fue de mi madre. El conocimiento de esa hacienda fue el paraíso. Inclusive tengo un poema dedicado estrictamente al momento en que la presencia de esa tierra vuelve a mí. Vuelve siempre, vuelven los cafetales, la lluvia. Una vez me desperté y la lluvia estaba sonando sobre el cinc del tejado de una casa donde pasaba la noche. Así se me dio ese poema. Entonces, mi paraíso es un rincón de Colombia cerca de la cordillera central donde yo siento que nací, aunque yo nací en Bogotá. Pero uno no nace donde lo dio a luz su madre, sino, en un momento dado, en un rincón del mundo donde éste dice: “Tú eres yo y yo soy tú”. Y todos tenemos ese rincón. Lo olvidamos, pero yo no: yo lo mantengo vivo.


¿Cómo es su vida de escritor en esta etapa de reconocimientos internacionales, de viajes, de escaso tiempo para la creación?

Los premios —lo digo sinceramente— son para mis libros, no para mí; son para ellos, los pobres, que tienen que estar en una vitrina esperando a que alguien los compre. El premio, esa franjita que les ponen, a ellos les ayuda, no a mí. Pero el reconocimiento de desconocidos que me abordan —y eso ha sucedido en Francia, Italia, Alemania, en los sitios donde están traducidos mis libros— es el premio más importante. Cuando me llegan buenas noticias sobre mis libros y la gente me comenta, digo que sí tiene sentido sentarse a escribir en mi smith corona. Pero no siento ninguna presión. La escritura no tiene tiempo, se da cuando se da. Para mí, escribir es una tortura tremenda por la autocrítica: he quemado dos novelas completas. Pero en el momento en que una persona me busca, me comenta algo, esa tortura se convierte en un orden, en un decir: “Ah, estoy bien”. Por otra parte, no hago vida de intelectual, ni escribo todos los días, ni pienso que tenga un destino determinado a cumplir. Nunca he vivido de mi literatura, he trabajado en las cosas más absurdas y más raras para vivir. Escribo con toda independencia, sin tener que darle gusto a políticos ni a grupos de influencia.


Pese a la muerte de Maqroll, ¿su errancia no ha terminado?

No, en absoluto. Un escritor francés amigo mío me decía: “Mutis, no siga intentando matar a Maqroll, Maqroll va a morir cuando muera usted”. Estoy de acuerdo.

Duerme el guerrero

28/Septiembre/2013
Confabulario
Juan Esteban Constain

Álvaro Mutis nació en Bogotá hace 90 años y un mes, el 25 de agosto de 1923, “día de San Luis Rey de Francia”, como a él mismo le gustaba recordarlo con énfasis y un recóndito orgullo. Pasó casi toda su infancia entre Bélgica y Francia, cuando su papá, Santiago Mutis Dávila, trabajaba en la legación del gobierno colombiano ante Bruselas. Allá conoció Álvaro su amor por el mar, por el puerto de Amberes, por París y por la lengua y la literatura francesas.

Pero al morir su padre y luego su abuelo, con quien su mamá y él se habían quedado en Europa, regresó a Colombia en un enorme buque, un transatlántico que muchos años después recordaría como un palacio flotante sobre el que atravesó el canal de Panamá hasta llegar a Buenaventura. Del puerto subió a la cordillera para instalarse otra vez en su país, un país que todavía no era el suyo; la infancia es la única patria que hay.

Entonces se produjo uno de los hechos más perdurables y definitorios en la vida de Álvaro Mutis, en su obra como poeta y narrador: su reencuentro con el trópico, con lo que él llamaba “la tierra caliente”: la vegetación desbocada del Tolima, con sus árboles enormes de frutos prohibidos, sus cafetales, sus ríos abrasadores que bajaban desde el alto de La Línea hasta caer en el valle, y en cuyas aguas Mutis dijo siempre que había descubierto el paraíso, el paraíso perdido y recobrado.

Allí, en la hacienda de Coello que acababa de heredar su mamá y donde él pasaba las horas en una hamaca leyendo a Julio Verne, Álvaro Mutis descubrió también algo que luego latiría en cada una de sus palabras, en sus poemas y en sus novelas y relatos: el poder corrosivo y nostálgico de la naturaleza, la manera en que el tiempo se sirve de ella para consumirnos a todos. Los elementos del desastre.

Pero la felicidad nunca es completa ni eterna —el otro gran tema de Mutis, la desesperanza— y pronto tuvo que dejar sus cafetales y sus ríos para ir a Bogotá, una ciudad que lo aburría en el alma por su clima, por su vocación colonial, por la manera en que hablaba su gente, como entre susurros; como si toda la ciudad fuera una iglesia. Entró entonces al Colegio del Rosario, donde, según sus propios recuerdos, leía cada vez más y estudiaba cada vez menos, rescatado del aburrimiento de las aulas sólo por las clases de literatura de Eduardo Carranza.

A los 17 años Mutis tenía muy claro que era mejor estar en los billares que estar en el colegio, y así se lo hizo saber al rector del Rosario, monseñor Castro Silva. “Mire, monseñor —le dijo—: yo tengo cosas muy importantes que hacer como para seguir perdiendo mi tiempo aquí…”. Esas cosas eran el providencial billar y la poesía, los libros que sólo se pueden leer por fuera de la escuela. La vida.

Así empezó Álvaro Mutis su vida de verdad, a los 18 años: como actor de teatro en Chapinero y como locutor nocturno de la Radiodifusora Nacional, donde un marido celoso una vez casi lo mata (la anécdota la contó Gabriel García Márquez, su mejor amigo), pensando que los comerciales que el joven poeta leía iban con mensajes cifrados para su esposa. Fue allí, en esa cabina, donde Mutis empezó también a escribir sus primeros textos, unos juegos a medio camino entre la poesía y la ficción que acusan la influencia indudable del surrealismo, que entonces lo fascinaba.

Poemas que contaban una historia donde todo era real, en especial lo inverosímil; historias que se iban destejiendo por la acción vacilante de la poesía, esa poesía que aún no sabía si lo era o no, pero en la que ya estaban todos sus elementos para siempre: la nostalgia, la desesperanza, el tiempo pasado y vivo. “Una gran flauta de piedra / señala el lugar de los sacrificios. / Entre dos mares tranquilos / una vasta y tierna vegetación de dioses/ protege tu voz imponderable…”.

En 1948, Álvaro Mutis publicó, junto con Carlos Patiño Roselli, su primer libro de poemas, La balanza. Siempre dijo que era el éxito más grande en la historia de la literatura universal, pues se agotó en menos de un día, por incineración. De hecho el libro salió de las prensas de la Editorial Prag en febrero de ese año horrible para Colombia, pero sus dos autores pudieron juntar la plata para recogerlo apenas en abril: el 8 de abril, un día antes del Bogotazo. Las llamas dieron cuenta de la ciudad con sus librerías y sus poetas y sólo un aguacero apocalíptico y las ruinas pudieron sofocarlas.

Y allí en La balanza aparece ya, entero, como una revelación, el protagonista de toda la obra de Álvaro Mutis, Maqroll el Gaviero. Una especie de vidente —la gavia es también el entablado en el palo mayor de un barco desde donde se presienten el tiempo, las tormentas o la calma—, un héroe que pasa su vida empeñado en las empresas más absurdas y perdidas, a las que se dedica con total seriedad. Maqroll el Gaviero sabe que vivir es siempre sobrevivir; que el mundo nunca es lo que parece.

Lo asombroso de Maqroll es eso: que desde el principio ya estaba allí, como los mejores personajes de toda gran literatura. Que apareció cuando Álvaro Mutis no sabía ni siquiera si iba a ser un poeta o no. Y lo fue en grado sumo (sí: digan lo que digan sus detractores), en libros magistrales que estaban por venir y en los que el Gaviero siempre aparece arrastrando sus heridas y su voz, su lucidez: Los elementos del desastre, Los trabajos perdidos, Caravansary, Los emisarios, Crónica regia.

Luego, cuando después de pensionarse de sus varios y truculentos oficios Álvaro Mutis empezó a escribir de una sola sentada siete novelas, de 1986 a 1993, Maqroll saltó de la poesía a la narrativa para demostrar que en su caso no había ninguna frontera entre la una y la otra, que siempre sería el mismo gaviero desastrado en la tierra caliente o en el mar, que vivir también es sobrevivir. “No olvides su rostro. Amén”.

En 1959, luego de tres años de estar viviendo en México, Álvaro Mutis pasó 15 meses encerrado en el Palacio de Lecumberri, en la ciudad de México. Lo acusaban de haber malversado fondos de la Esso cuando era su jefe de relaciones públicas en Colombia, financiando con esa plata los excesos de sus amigos; “un crimen que todos cometimos y sólo él pagó”, dijo García Márquez alguna vez. Allí adentro escribió uno de los mejores relatos históricos de todos los tiempos, La muerte del estratega, confirmando lo que decía su amigo Miguel de Ferdinandy —el gran historiador— de la visión del pasado de Mutis: que muchas veces la poesía y la ficción cuentan mejor la historia que la historia misma.

El mejor de los amigos, el provocador más eficaz de lecturas prohibidas. Reaccionario, monárquico, legitimista y presidente vitalicio de una organización mundial y secreta para acabar con Julio Iglesias. Maestro de tantos que somos lo que somos en parte gracias a él.

Me dicen que Álvaro Mutis se murió ayer en México, que se le paró el corazón. Lo primero lo creo, lo segundo jamás. “Duerme el guerrero, sólo sus armas velan”.

Premio Nobel Galardonan a maestra del cuento

11/Octubre/2013
El Universal
Yanet Aguilar Sosa

Como una “terrible sorpresa” y “algo absolutamente maravilloso”, calificó ayer la cuentista canadiense de 82 años, Alice Munro (Ontario, 10 de julio de 1931), ser designada Premio Nobel de Literatura 2013. La Academia Sueca la definió como “maestra de los cuentos cortos contemporáneos”, ella reiteró un deseo: “Que esto haga que la gente vea el relato breve como un arte importante, no sólo algo con lo que se juega hasta que logras escribir una novela”.
La canadiense que es amplia y profundamente conocida por un pequeño círculo de lectores, críticos, editores y académicos mexicanos, quienes la reconocen como una gran escritora que tiene bien merecido el Nobel de Literatura —al que había sido postulada desde hace varios años—, es aclamada por su narrativa sutil e incluso “sencilla pero al mismo tiempo compleja”, que además se caracteriza por su claridad y el realismo psicológico de sus personajes que son “comunes y corrientes”, inmersos en su vida cotidiana que transcurre en pueblos o ciudades pequeños.
Federico Patán, quien tradujo uno de los cuentos de Munro: “La paz de Utrecht”, para la antología ¿Dónde es aquí? 25 cuentos canadienses (FCE, 2002), aseguró que le encanta como escritora porque “Alice Munro hace que vidas humanas pequeñitas, de cualquier manera digan cosas muy profundas... Su literatura parece sencilla pero es compleja y es de estas literaturas que exhibe de modo sencillo las grandes profundidades de los seres humanos”.
Para el amplio público lector, Munro no es tan conocida a pesar de que el año pasado Random House Mondadori hizo circular en México cuatro de sus libros: Amistad de juventud, Demasiada felicidad, La vida de las mujeres y Las lunas de Júpiter, bajo los sellos Lumen y DeBolsillo. Sin embargo, para los conocedores de sus relatos, entre los que encuentran Federico Patán, Mónica Lavín, Claudia Lucotti, Roberto Frías, Ana García Bergua y Andrés Ramírez, Alice Munro es una cuentista consumada, que algunos consideran la “Chéjov canadiense”.
Esta escritora que comenzó a estudiar periodismo e inglés en la Universidad del Oeste de Ontario, pero los abandonó cuando contrajo matrimonio en 1951 y entonces junto con su esposo establecieron una librería en Victoria, en la Columbia Británica, publicó su primer libro en 1968: El baile de las sombras felices.
A partir de allí se sucedieron varios libros, siempre de relatos —aunque hubo por allí una novela, La vida de las mujeres—, hasta que el año pasado llegó Mi vida querida, el libro de cuentos con el que Alice Ann Munro se despidió de las letras a los 81 años por considerar que tenía que cerrar su ciclo. Un año después, la narradora se alza con el máximo galardón a la literatura que está dotado de ocho millones de coronas suecas —alrededor de 1.24 millones de dólares— que recibirá en una ceremonia en Estocolmo, Suecia, el próximo 10 de diciembre, aniversario de la muerte del fundador del premio, Alfred Nobel.

La compleja sencillez
Algunos críticos califican a Alice Munro como “La Chéjov canadiense”, en referencia al escritor ruso, también oficiante del cuento, Antón Chéjov, los más la celebran como una notable cuentista. Todos los escritores, críticos y editores consultados por EL UNIVERSAL destacan sus historias aparentemente sencillas que esconden una gran complejidad, pero también, que el Premio Nobel de Literatura se haya concedido a una escritora canadiense (por vez primera en su historia) y que se premie un género literario a veces desdeñado: el cuento.
“Sus historias se desarrollan a menudo en ciudades pequeñas, donde la lucha por una existencia decente genera a menudo relaciones tensas y conflictos morales, anclados en las diferencias generacionales o de proyectos de vida contradictorios”, señaló la Academia.
La investigadora de la UNAM Claudia Lucotti coincide.
“Sus cuentos parecen ser de bajo perfil, en general se centra en mujeres, aunque para nada es un trabajo feminista y en general son mujeres en sus vidas cotidianas, en sus relaciones de pareja, amorosas, como hijas o como madres, con una mirada muy aguda y un estilo económico pero sugerente pues se mete en las vivencias y en las vidas de gente común y corriente, y acaba mostrando cómo cualquier ser humano encierra un universo de interés y todo esto además con una serie de técnicas, no presta quizás tanta atención a las descripciones físicas de los personajes; no son cuentos con mucha acción y movimiento, pero lo que se explota de manera económica pero muy lograda son los procesos de cómo uno digiere, asimila, construye, arma lo que significa una experiencia vivida”, señala la académica universitaria cuya línea de investigación es la literatura canadiense.

Por su parte, el crítico y traductor Roberto Frías asegura que algo que es particular en Munro es que al ocuparse de este microcosmos hace con esa materia prima un mundo en el cual todavía hay muchos misterios más. “A través de lo que parece cotidiano y doméstico, emergen los misterios de nuestros actos, eso es lo que es sorprendente en ella. Logra encontrar en el ama de casa, en el trabajador de la construcción, en el granjero, además también en estos escenarios: la granja, la comunidad recluida en un entorno geográfico poco amigable, las cosas más extrañas y misteriosas de los seres humanos”.
La obra literaria de Alice Munro supera apenas la docena de libros, entre los que destacan La vista desde Castle Rock, El amor de una mujer generosa, Secreto a voces y El progreso de un amor, estos tres últimos llegarán a México a principios de noviembre bajo el sello RBA, y es considerada de gran calidad, muy interesada en las mujeres.
Andrés Ramírez, editor literario de Random House Mondadori México, dice que sus temas son principalmente las mujeres y las relaciones de pareja y familiares, pero siempre acentuando la psicología de los personajes y de estas mujeres con un toque de humor muy fino, medio negro. “ Sus cuentos son de una textura muy en apariencia sencilla, que se deja leer muy fácilmente, la complejidad está en todo el entramado de los personajes y de las historias que arma. siempre llega a la medula de los problemas que plantea”.
La escritora Mónica Lavín asegura que al premiar a Alice Munro se está premiando un género: el del cuento.
“Un cuento que hace honor a una tradición, el cuento chejoviano, el cuento que tiene que ver con personas como uno, donde fácilmente nos identificamos, relaciones familiares, mucho el tema de las mujeres, situaciones donde no pasa algo precisamente extraordinario pero sí pasa; todas estas formas de escritura donde trabaja mucho con la memoria, los tiempos, las idas y vueltas”.
Su colega y también gran lectora, Ana García Bergua, destaca la calidad de sus personajes: “Son como enigmas, a mí me gustan mucho, son como narraciones muy detalladas, muy cotidianas, de diferentes épocas, de repente unas cosas adquieren sentido mucho después, es como una narrativa de fresco, de que vas viendo todo muy de cerquita y te das cuenta de que ha hecho todo un dibujo. ¡Es padrísima!”.
En México, aunque con pocos ejemplares, están circulando ya en librerías cuatro libros: Amistad de juventud, Demasiada felicidad, La vida de las mujeres y Las lunas de Júpiter, bajo los sellos Lumen y DeBolsillo, pero en dos semanas aproximadamente Random House Mondadori hará rempresiones de esas cuatro obras y editará en México Mi vida querida, que hoy sólo circula en España, aunque sí se puede conseguir en formato digital, junto con los otros cuatro, en librerías mexicanas como Gandhi y Fondo de Cultura, o en plataformas como Amazon México y iTunes.
En un recorrido por librerías del Centro Histórico la tarde de ayer, constatamos que los libros aún no se exhibían; sin embargo pronto podremos leer a esta escritora que Frías define como poseedora de un “estilo que parece muy sencillo pero que siempre tiene algo desconcertante, ya sea una frase, una palabra ligeramente fuera de contexto, ligeramente extraña, tiene un método para escribir que me resulta demasiado original. En nuestro idioma sucede con Borges en la manera en que adjetiva, la manera en que pone el punto y coma, pues igual Alice Munro tiene eso, es el equivalente en inglés, sin ser preciosista”.

La poesía y los tartufos

9/Octubre/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

Uno podría estar de acuerdo con Ernesto Cardenal cuando dice que en general es mala la poesía que actualmente se escribe en español.
La poesía, según él, debe acercarse a la gente, entenderse, pues de lo contrario no comunica nada. Escribir poesía que el lector no entienda se ha convertido en una especie de plaga.
Y tal vez tenga razón si aceptamos que la poesía no necesariamente debe entenderse como se entiende cualquier texto. Uno de los versos más populares de García Lorca es todo un misterio: Verde que te quiero verde/ verde viento, verdes ramas. El barco sobre la mar y el caballo en la montaña. Si hiciéramos una encuesta sobre lo que dice el poeta en esos versos, seguramente nos sorprenderíamos con las diferentes respuestas. Otros versos en cambio no dejan lugar a dudas sobre lo que el poeta nos dice como cuando Octavio Paz escribe: Óyeme como quien oye llover, ni atenta ni distraída.
Los versos de Lorca y de Paz más que decir, comunican, expresan. ¿Qué expresan? La pasión, el amor por la persona amada. Por aquella que es una entre mil, por la Sulamita del poeta hebreo, o por la mujer que ahora vemos con los ojos cerrados y que tiene el rostro que sólo cada uno de nosotros puede mirar así se llame Perséfone, Julieta o Melusina.
He escrito que un buen poema es el principio de una conversación. Un escuchar al otro para escucharnos en él. Por eso existen versos que leemos una y otra vez: nos leemos en ellos; descubrimos en sus líneas una voz nuestra que no conocíamos, una voz que no habíamos escuchado con atención pero que dice exactamente lo que queremos decir. Algo, incluso, que quizá ni siquiera habíamos imaginado.
La poesía es la zarza ardiente, la voz que crepita ante nosotros y que por momentos tiene nuestro acento y por momentos es la revelación de un misterio. Por eso los buenos versos y poemas sobreviven en sus lectores. Los ancla en la memoria la emoción que provocan. Son conversaciones vivas que iniciaron otros el día de ayer o hace 200 años y que siempre, siempre, nos dicen cosas nuevas aunque sus temas sean los mismos: el amor y la muerte, la mujer y la vida. Los poemas verdaderos siempre son actuales. ¿Cuántos poemas no se han hecho con el tema de la rosa? ¿Cuantos con la imagen del mar y sus aguas encrespadas?
Los poetas ya no hablan de lugares, dice Ernesto Cardenal. Escriben lo que llama poesía del Hotel Hilton, que son lugares exactamente iguales en El Cairo o Jerusalén. Y eso, según él, hace que la poesía sea poco leída y no se entienda. Más aún, para el escritor nicaragüense hay poetas a los que les gusta que la poesía no se entienda.
Yo no estoy muy seguro de esto último: todo escritor, todo poeta aspira a tener lectores. Cantar para alguien, decir para ser escuchado, aunque sea por unos cuantos. Que existan poetastros ilegibles o, mejor, inaudibles que se escuden en la supuesta impenetrabilidad de la poesía, es otra cosa. Allá ellos y los editores que los publican.
Hace un par de años otro escritor hizo una crítica similar a la de Cardenal. Fernando Vallejo dijo de manera rotunda que “la poesía no está en esa pedacería de frases que no tienen ritmo ni rima… ojalá tuvieran resonancia, música, emociones. Si hay un lugar en donde no se encuentra la poesía es en los libritos de versos que se publican y que llaman poesía”.
Tal vez ahora que las nuevas tecnologías nos están obligando a la concreción, a la síntesis, se renueve el interés por el verso, por las líneas que expresen algo, que causen emoción (que sean emocionantes) o que dejen en quien las lee una imagen memorable, una imagen que se fije de manera indeleble en la memoria como aquel verso de Lorca que cité al principio: verde que te quiero verde. ¿Verdad qué la sonoridad atrapa? Quevedo decía que deberían escribirse cosas para atorarse en las orejas y escribir, claro, con pluma, no con plumaje.
Pero a pesar de todo existen poetas que cantan para unos pocos. No todos los poetas cantan en Do de pecho como Sabines. No todos tienen tantos registros como Paz, ni se multiplican en imágenes como Pellicer, ni son tan entrañables y cercanos como Pacheco, ni tienen la profundidad de T.S. Eliot que pudo cifrar en sus poemas el antes y lo que no ha llegado. No todos son tan claros y tan oscuros como Juana de Asbaje o tan sonoros como el bronce de Francisco de Quevedo celebrado por ese otro poeta que ya es un clásico porque ya escribió El Poema y que podemos leerlo en El otro poema de los dones o en El último lobo de Inglaterra.
Hay poetas que cantan para unos pocos, para los pocos que conocieron y los que llegarán mañana. Para los pocos que aún se emocionan con un haz de luz, el vuelo de un pájaro, el lento y luminoso deambular de un Caracol de campo. Si la poesía también es un punto de encuentro entre dos desconocidos, mientras existan lectores habrá poesía, así el otro, el desconocido, sea uno mismo.
Qué bueno que Cardenal y Vallejo nos adviertan de los tartufos, de los hacedores de puntos con publicaciones efímeras, de los que con plumajes afonden su incapacidad expresiva. Pero no deben preocuparnos tanto, que ocupen presupuestos y academias porque serán, ya son como la hierba.

Antonio Cisneros cronista

24/Octubre/2013
Jornada Semanal
Marco Antonio Campos

Hace un año murió y sus amigos no dejamos de lamentarlo. Cuando se piensa en Antonio Cisneros (27 de noviembre de 1942-6 de octubre de 2012) se asocia de inmediato con el gran poeta que fue, el poeta que no conoció declive, al admirable autor de Comentarios reales (1964), Canto ceremonial contra un oso hormiguero (1968), Como higuera en un campo de golf (1972), El libro de Dios y de los húngaros (1978), Crónica del Niño Jesús de Chilca (1981), Un crucero a las Islas Galápagos (2005). Pero Cisneros fue asimismo un prosista amenísimo, un autor de crónicas y de artículos de recuerdos, que reunió en su libro Ciudades en el tiempo, donde son admirables su velocidad y precisión verbales y en las que la utilización infatigable del yo no molesta porque suele ver a los otros y verse a sí mismo con una mirada irrespetuosa e irónica. Cisneros es a la vez la persona y el personaje principales y en torno de él giran los demás. En este libro, como en sus poemas, hay una amplia porción de sus experiencias de viaje, momentos únicos que no se borraron del país de la memoria. Cerca ante todo de Londres y Niza, las ciudades, pueblos y puertos que le sirven de fondo son europeas y americanas, con excepción de Tokio y Nagoya: París y Calais, Berlín y Hamburgo, Budapest y Rotterdam,  Nueva York y Berkeley, Santiago y Buenos Aires, ciudades peruanas y bolivianas con vestigios prehispánicos.
Pero sin duda la urbe que lo selló para siempre fue el Londres de fines de los años sesenta con su “jolgorio y liberación sexual”, la ciudad emblemática del hippismo, de la beatlemanía, de las espléndidas minifaldas que robaban la respiración, de las comunas promiscuas... No está de más decir que él sintió la década  de los sesenta como la más intensamente suya y Londres representó la ruptura en esa década como ninguna otra ciudad en el mundo. 
En el libro Cisneros nos hace familiares lo mismo a poetas y escritores con quienes trató o conversó: Allan Ginsberg –en su primera época rebelde y en la triste y patética declinación final–, el poeta inglés Stephen Spender –de una rebeldía honestísima, “enemigo implacable de las turbas protonazis de Mosley, combatiente de la Brigada Internacional” en la Guerra civil española–, el ácido y amargo Guillermo Cabrera Infante –que conocía de memoria el Ulysses, de Joyce y estaba enterado de todos los chismes del barrio londinense de Fulham–, la curiosa bestseller japonesa Maicha Tawara –que revolucionó la tanka japonesa introduciendo elementos tan modernos y atractivos como las hamburguesas del Mc Donalds y los partidos de beisbol–, y opuestamente, vivales y vividores latinoamericanos en Europa.
Como Arreola o Monterroso, aun quizás a pesar de sí mismos, o porque esa fue su naturaleza, Cisneros veía simultáneamente de las personas y de las situaciones la doble cara: la real y la cómica. Lo nimio, lo absurdo o lo desatinado lo volvía en ocasiones destellante literatura. Pero sus páginas más divertidas, incluso caricaturescas, suelen ser cuando aparecen los peruanos, en el extranjero o en el propio país, como en “Un tazón de verde”, donde trata a unos compatriotas que trabajan en Nagoya, Japón, pero viven en “tierra de nadie”; o en “Sandokán o las memorias de un tour conductor”, en la cual narra sus tareas, no siempre prósperas y dichosas, como guía turístico en Perú y Bolivia; o en aquella otra, en que retrata a una pareja de timadores, que ejercen de cantantes y oradores callejeros (Made in Peru), “Macchu Picchu”, un “cholo descomunal”, y el diminuto “Souvenir”, quienes, disfrazados de incas, le toman el pelo a unos alemanes luteranamente dispuestos a creer todo lo latinoamericano que parezca exótico o guerrillero. No menos hilarante es la crónica “Mis hospitales favoritos”, que tiene un claro parentesco con su poema “Hospital de Broussailles en Cannes”.
En estas crónicas de viaje hallamos su fervor por los hospitales de Londres y Niza (que le dieron tantas alegrías y satisfacciones), sus idas y venidas a cementerios prestigiosos (entre ellos el High Gate, donde yace Marx), las vivencias oscuras ante el Muro de Berlín (el cual no tenía derecho a parecerse tanto, en lo sórdido y siniestro, a la propaganda anticomunista), su conmovedora visita a la casa de Ana Frank (que relaciona emotivamente con páginas del Diario), sus fugaces encuentros con algunos Premios Nobel (quienes tenían, aun antes de ganarlo, “cara de Premios Nobel”), su esquela a la revista Playboy (la cual terminó en “una Disneylandia para adultos”), su culto por la buena comida, su afición por las excelentes tabernas inglesas, sus épocas de esterilidad literaria, las inconveniencias sufridas de continuo por ser un fumador empedernido, el alto amor por la esposa Nora y las hijas Soledad y Alejandra, sus soledades y culpas…
Nadie que lo haya conocido olvidará a l’enfant terrible y al adolescente de barrio que se unían de una manera del todo natural con el hombre elegante y educado que nunca dejó de ser. Era un gran personaje que podía ser muchos personajes.
Al final de la nota introductoria de Ciudades en el tiempo, Cisneros escribió dos frases que podrían verse como uno de sus posibles epitafios: “Creo que alguna vez fui feliz. Eso me basta.”


Sándor Márai y la justicia

3/Octubre/2013
Jornada Semanal
Ricardo Guzmán Wolffer

A Hugo Gutiérrez Vega, el abogado
La amplia obra de Sándor Márai tiene uno de sus mejores momentos en Divorcio en Buda (1935), una novela útil para abogados y para quienes gustan de la literatura introspectiva: no sólo en la búsqueda del sentido de la propia existencia (en la postmodernidad, lo individual ha hecho a un lado lo social como fuente motora), sino a la del individuo como parte de una historia generacional que no puede dejar a un lado la humanidad a su alrededor, desde el vecino, el político y hasta donde las miras del diligente indagador permitan.
No importa que el autor naciera en Europa (Hungría, 1900), en una familia acomodada, o que parte de su instrucción fuera en un colegio religioso; el planteamiento de la novela llama a la reflexión porque muestra ese deseo de saberse parte de una maquinaria mayor (social, religiosa, mística, como quiera llamarla) y de comprender cuál es su papel, empezando por cómo se advierte y luego cómo se lo permiten el momento y el lugar históricos que vive.
A partir del divorcio de un compañero escolar y de una mujer que lo impresionó en su juventud, el juez Kristóf Kómives hace un recuento de su historia familiar, del legado de su padre y de su abuelo en lo laboral y de cómo ser juez implica una actitud ante la vida que les ha absorbido desde que tiene memoria. La judicatura como senda asumida. Kristóf defiende esta función social: debe haber un orden mínimo para que la sociedad ande, pero el alcance de lo “mínimo” puede tener alcances moleculares. Debajo de una narrativa impecable, Márai desliza la estudiada tesis de que el derecho es el obstáculo del cambio: “suspira porque ve como una carga inútil las obligaciones sociales de la vida y porque sabe que no puede cambiar nada de todo eso”. En un país como el nuestro, donde muchas leyes parecen hechas para otro lugar y otro tiempo, donde incluso los ordenamientos bien intencionados no se cumplen (ni hablemos de la impunidad), estos planteamientos son primordiales, pues llaman al lector, cualquiera que sea su profesión, a plantearse la hechura de las cosas a su alrededor y su inserción en un “país de leyes” que en buena medida no sólo no compaginan con las necesidades inmediatas de los ciudadanos, sino que, además, no suelen ser obedecidas. Imposible hacer a un lado la referencia de aquellos “gobernantes” que se ufanan de no haber sido detenidos precisamente por falta de pruebas y no porque sean inocentes. “Que me lo demuestren”, decía un excandidato presidencial, sabiendo que se le acusaba de corrupto, no de tonto como para no ocultar la pista del desfalco o no haber negociado con los nuevos políticos en funciones la vía libre.
Su convencimiento por la función judicial no le hace perder el piso en asuntos más terrenos. Hace malabares para que su sueldo le alcance incluso en las frivolidades que Kristóf supone incluidas en la función: la de parecer prospero, capaz de gastar incluso en trivialidades. Llega al extremo de colocar en una elegante cigarrera los cigarrillos que ofrecerá a sus visitantes y guarda en otro lugar los que él fuma, de menor calidad. Y es que está convencido de que el cumplimiento de las leyes hará que la sociedad continúe. Se siente parte de esa “burguesía modesta pero elegante”, a la que defiende en su función judicial, pero también en su vida privada.
Kristóf es un juez joven. Entre sus esfuerzos para el estudio y la tradición familiar y judicial, donde muchos lo consideran heredero natural del cargo, ha obtenido la plaza. Pero esa notoria premura lo lleva a darse cuenta de que no sólo ha llegado rápidamente a ese trabajo, sino también a envejecer y a engordar. Cada tanto se plantea si la prisa en llegar a ciertos estados del desarrollo personal no implicará el deseo silente de la desaparición, como si con eso se acercara un poco más a la muerte. Y de tanto pensarlo se confunde entre si es sólo una disquisición proveniente de tener mucho tiempo una idea en la cabeza, o si lo piensa porque en el fondo lo desea. Como si la claridad del objetivo en la vida restara interés a su cumplimiento o al resto de la existencia ante la inmovilidad de los senderos a transitar: el mayor problema del juez de 24 horas es que termina por juzgarse a sí mismo: en algún momento se olvida de sus casos judiciales, pero nunca de quién es. Así, se reprocha tener ataques de nervios: parte del supuesto de que si es honrado y virtuoso nada debería inquietarlo. Con un dejo clasista, supone que sólo en los tiempos modernos (los que se apartan de las tradiciones) la gente usa esos ataques nerviosos como tapadera para no aceptar su falta de compromiso con las reglas morales, sociales y, por supuesto, legales que debe seguir incluso en la intimidad. Los divorciados son sólo prófugos del compromiso; desestima a quienes alegan traumas infantiles y juveniles para justificar sus actos: para él, “la vida es un deber, un deber ineludible”, aunque en parte piense que las leyes, al menos las que él aplica, terminan por ser un escondite para el hombre que quiere ocultar sus instintos contenidos y controlados. Como juez condena incluso a aquellos por los que siente pena: su trabajo es “sofocar los instintos que se rebelan contra la disciplina de la sociedad”.
El tema del juzgador como garante de las leyes es primordial en estos tiempos en que se cuestiona a jueces y ministros por asuntos privados, como si el saberlos falibles en lo personal hiciera equivocada su actuación judicial. De poco sirve para el ciudadano común un juez que, primero, no se asuma como tal, y segundo, que no sea confiable. Kristóf, sin embargo, logra dejar esas leyes para escuchar al divorciado que alega haber asesinado a su aún mujer. Pronto descubre que ser juez cabal implica ir más allá de la letra legal y comprender que atrás de esos trámites hay vidas que dependen de sus resoluciones, pero, también, que las leyes son exteriores a la esencia humana: “en la medida en que lo permiten las leyes humanas y divinas, se puede ser feliz en este mundo”.
Un libro magnifico de un imprescindible.

Guadalajara y Bonnefoy

6/Octubre/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

Los jurados del Premio FIL de Literatura en Lenguas Romances 2013, nos reunimos en una lluviosa Guadalajara, charlamos, comimos y bebimos (en mi caso y, dada mi avanzada edad y mi antipática digestión, pozole blanco y tepache con su pulgarada de bicarbonato de sodio para acelerar la frisante fermentación), deliberamos y llegamos a la conclusión de que el Premio debía ampliar sus terrenos y entrar en las literaturas de las otras lenguas romances, el francés, el italiano, el rumano, el catalán y el gallego (los premios anteriores se limitaron a los mundos de las lenguas castellana y portuguesa). Al llegar a esta conclusión, dimos algunos nombres de rumanos: Manea y Cartarescu; de italianos: Magris y Calasso; de brasileños como Augusto de Campos y de mexicanos como el gran poeta Eduardo Lizalde. Sin embargo, un nombre apareció y permaneció en nuestra atención, el del anciano poeta francés Yves Bonnefoy. No había mucho que discutir; el nombre de Bonnefoy nos unió a todos y todos votamos por el autor del prodigioso ensayo Notre Besoin de Rimbaud y del monumental Dictionnaire des Mythologies et des Religions que en sus rotundos cuatro tomos nos da noticia puntual y poética de los mitos y de las creencias que han conturbado y conformado las conciencias de los miembros del “grupo zoológico humano” (Chardin dixit).
Charlando con la secretaria de Cultura del Gobierno de Jalisco, Myriam Vachez, descendiente de una familia de origen barcelonette, al igual que muchos tapatíos con sangre alpina, recordé que Guadalajara o, más bien dicho, su intelectualidad tradicional, perteneció a la francofonía durante varios lustros del siglo XX. En esos tiempos, las tertulias de la Librería Font o las cenas (una prodigiosa carne con chile adornada con frijoles tiernos y gordos) en la casa del notario, internacionalista y musicólogo, José Arriola Adame, se celebraban en francés y le daban a la capital del occidente mexicano un aire parecido al del San Petersburgo zarista. Efraín González Luna tradujo La Anunciación hecha a María y el Viacrucis, de Paul Claudel; don José Arriola tradujo a Dubos y a Malegue, y Agustín Yáñez disertó en varias ocasiones sobre las novelas de Mauriac, Bernanos, Duhamel y Martin du Gard. Los otros tertulianos eran el sabio Antonio Gómez Robledo (traductor de Aristóteles y de Dante); Alfonso Gutiérrez Hermosillo, joven poeta ligado a los contemporáneos, y el elocuente canónigo magistral José Ruiz Medrano, alumno de Bossuet y prudente erasmista. Todos ellos colaboraron en la benemérita revista Bandera de Provincias, publicación que produjo la ira, la envidia y el sarcasmo del centralismo chilango, en este caso, Salvador Novo, el autor de un ingenioso pero a todas luces injusto soneto que satirizaba a los “niños pendejos provincianos”, adictos a la producción de “reflejos de reflejos de reflejos”. Vale la pena señalar que la mayor parte de sus reflejos –o iluminaciones– eran de origen francés.
Ahora, la antes francesa Guadalajara recibirá a un poeta y escritor de noventa años, nacido en Tours en 1923, amigo de Breton, autor de ensayos sobre Nerval, Baudelaire, Celan, Mallarmé; traductor de Shakespeare y de Yeats (su versión del poema bizantino del maestro irlandés es de una gran belleza) y estudioso de los mitos y de las creencias. Ya no es francesa la “clara ciudad” (Yáñez dixit), la ilustre Guadalajara de Indias, como la llama alegremente uno de sus estetizadores, Guillermo García Oropeza, pero, tal vez, la presencia del poeta Bonnefoy renueve laureles marchitos y la lengua de Montaigne y de Pascal vuelva a resonar por esas colonias de Guadalajara cuyas casas se hicieron pensando en Marsella.

sábado, 5 de octubre de 2013

Los paraísos secretos

29/Septiembre/2013
Confabulario
Claudia Posadas

Si bien la conciencia en la escritura de Álvaro Mutis no se instala en un espacio y un tiempo determinados, su corazón, ahora en la eternidad, se encuentra ya para siempre en una estancia memoriosa: la Hacienda de Coello, en Tolima, Colombia.

Para el autor de Caravansary (1982), el proyecto civilizatorio es una idea que se ha alcanzado y se ha perdido en diversos momentos de la historia, momentos a los que el escritor se siente cercano y que no se sitúan en la época contemporánea. Así, el concepto de civilización no puede entenderse como un proceso lineal, y mucho menos progresivo. Entonces, el tributo del autor es para reinos y órdenes del pasado —Bizancio en primer lugar, y los imperios francés y español—, pero sobre todo para aquellas esencias que considera fundamentales: el orden regio, “señalado por la divinidad”, para gobernar a los hombres.

Al mismo tiempo, hay un dominio personal que es el centro de su itinerario por la historia humana: el olor de los cafetales y el sonido de la lluvia de la hacienda familiar, el trópico de la infancia y la juventud, que el autor rememora y busca en su obra.

La casa del escritor en San Jerónimo, en la ciudad de México —donde se realizó hace algunos años esta conversación— es como sus obras, plena de símbolos que reflejan nuestras percepciones del mundo: brújulas, mapas, gráfica sobre embarcaciones y libros antiguos. Álvaro Mutis fue un viajero sin límite, al igual que Maqroll, su personaje. Quizá ahora sí, se cumpla el destino del Gaviero, quien una y otra vez navegaba por su río desafiando sus muertes.


Tanto en su poesía como en su narrativa, la épica es el pulso que guía la creación y le da su fuerza y permanencia, según la crítica. ¿Cuál es el origen de esta visión?

Se debe a mi fidelidad a los clásicos que leí desde niño. El tono épico de muchos de ellos se me quedó para el resto de la vida. Pero no sólo ha permanecido en mí la música, el tono con que están escritas La Odisea, La Eneida, La Ilíada, y después el romancero del Cid, sino también el sentido. Por otra parte, primero escribí poesía durante 40 años y mis novelas no son sino una continuación de sus temas, obsesiones, escenarios y sitios que amo. Muchas veces, escribiendo una novela, me pregunto si no estoy haciendo un borrador de un poema; por ejemplo, en una novela como Amirbar (1990), me salió un poema de cuatro páginas sin darme cuenta.

Una parte importante parte de esta poesía es un elogio de lo primordial, de lo antiguo, entendido como los paraísos personales del autor. ¿Cómo es la relación de esta esencia con la épica narrativa?

Al leer los clásicos y la épica queda una música. En la poesía, naturalmente, lo digo de una manera más esencial, misteriosa si se quiere decir, más secreta y al mismo tiempo más evidente. Por otra parte, he sido un lector de historia desde niño; heredé la biblioteca de mi padre, de cuyo acervo gran parte es sobre este tema y por tanto se me creó una afición por el pasado. Entonces, esas referencias históricas que hay en mi poesía y que después aparecen en mis novelas son ecos de experiencias de lectura que para mí son experiencias de vida.


Por ejemplo, la referencia a civilizaciones antiguas como Bizancio, entre otras, es sustancial en usted…

Claro. Me interesa toda la creación de Occidente, en especial Bizancio. Mi amor por esta civilización es tan profundo que por eso escribí La muerte del estratega (1988), la historia de un bizantino. Para mí éstas son presencias absolutas y en mi poesía, narrativa y ensayos.

Un tono importante en su obra es la tragedia, que sobre todo se encuentra en el destino de Maqroll. ¿Cuáles son las herencias a las que hace homenaje?

Si uno en una época, en una edad en que se está formando, lee a Sófocles, ese sonido y situaciones, ese enfrentamiento de los hombres contra los hombres, le quedan como un ejemplo. Y después, si se leen las novelas de Dostoievsky o de Dickens, encuentra un eco de todo esto. Hablamos de los hombres desnudos, con toda su condición humana evidente y presente. Eso a mí me ha formado y me interesa mucho.


Sin embargo, independientemente de la condición humana, hay un elogio al pasado, como ha dicho, que implica una falta de fe en el hombre contemporáneo…

En el hombre en general. Al leer historia, ¿qué es lo que se lee? Desastres, brutalidades aterradoras, momentos de la Europa occidental cristiana de un salvajismo aterrador, como es el caso de las Cruzadas. Entonces, ¿qué esperanza le queda al hombre? Ninguna. Las ilusiones que se ha creado, sobre todo a partir del siglo XVIII, son ilusiones razonadas. Rousseau crea un hombre ideal para aplicar su teoría; sin embargo, éste no es como él lo define. Y de ahí en adelante viene el desastre. En la historia hay ejemplos muy elocuentes de hombres que han tenido en sus manos la vida de poblaciones enteras, y cuya conducta, con muy pocas excepciones, no ha sido ni piadosa ni brillante, y no ha traído otra cosa más que muerte, dolor, hambre y miedo. Entonces, el hacerse ilusiones y el hablar, por ejemplo, de la palabra progreso, que ahora utilizamos cada diez minutos, no tiene sentido. Yo me pregunto: ¿Progreso en qué, Dios mío, cuando se ve lo que pasa en Kósovo, en África, en Colombia? ¿Hablamos de progreso técnico? Pues sí, pero éste no ha servido sino para matar más rápido a más gente. No hay tal progreso, eso es mentira. ¿Modernidad? La sola palabra me pone los pelos de punta. Modernidad es lo que se intenta hacer, pero, como dije, no es posible. No digo que nosotros estamos aquí para ser ángeles, pero sí seres humanos. No tenemos remedio, pero tampoco hay que llorar y lamentarlo. Así somos, ése es el destino de esta especie. No debemos asustarnos.


¿Cuál es su lectura del hombre contemporáneo?

Pues que otra vez nos hemos olvidado del hombre. Ahora ya no existe el individuo, sino grandes masas presentes a través de aparatos electrónicos que circulan como fantasmas. Hoy día, esto que llaman comunicación es cada vez más raro. Las máquinas no me están dando ninguna presencia de nadie. Por un lado, nos olvidamos del hombre y, por el otro, ni siquiera lo vemos ya. El ser humano que se nos presenta en la televisión, el hombre que leemos en internet, son sombras o están escogidos maliciosamente para presentar un determinado tipo de ser. Así no es la cosa.


En sus novelas hay un culto a los objetos, a cierta estética antigua, y también al viaje.

El viaje es una idea. No me llama la atención el turismo, el conocer lugares, sino vivir ambientes, atmósferas. Otra cosa que me interesa y que también le interesa a Maqroll por pura coincidencia, claro, es desplazarse en el mundo, porque es un regalo que nos ha sido dado pero que ahora estamos dedicados a destruirlo de una forma aterradora. Me gusta desplazarme para ir viendo qué sucede dentro de mí mismo. En cuanto al gusto por los objetos, éstos son testimonios, huellas que quedan de hombres que en cierta forma actuaron y vivieron como yo. Un mapa, por ejemplo, es una maravilla. Los mapas fueron hechos por navegantes, gente curiosa de ver no cosas raras, sino de situar al hombre en otro sitio y clima. Todas estas brújulas que tengo, estos mapas y libros, son testimonios de una curiosidad de los hombres por verse a sí mismos interiormente.


Justamente el mar de sus viajes es un elemento de contacto con la memoria humana y su destino: es un elemento de transición.

Los hombres siempre han buscado el mar. ¿Dónde nació el pueblo más inteligente que ha tenido la humanidad? En Grecia, en una península y en un archipiélago. El siguiente pueblo que nos dejó el derecho y una serie de normas para vivir de una forma supuestamente civilizada —porque no lo hemos sabido hacer— está en Roma, en una península. El mar es una continua lección para el hombre. Primero de humildad. Hay que estar en medio de una tempestad. El barco se vuelve una cascarita de huevo y el mar nos dice: “No eres ningún genio, eres casi nada. Qué maravilla que estés aquí, pero ojalá logres sortear esta tormenta. Vuelve a tu estatura, no te crezcas, por Dios”. Desgraciadamente es lo que nos está pasando cada vez más.


¿Y como elemento de transición hacia el destino, como símbolo de una esencia humana?

El mar es el camino más rico que puede haber hacia una verdad interior. No creo que el aire lo sea tanto: los aviones no nos enseñan nada. Adoro la tierra, y tengo recuerdo de rincones, de lugares que son un perpetuo milagro, pero el mar es para mí fundamental. Además, tengo una interacción muy curiosa con él. En un horizonte todo de mar vemos esa energía desatada, magnífica, lentamente desplazándose hacia la nada, hacia sí misma. Ésa puede ser una bella imagen de Dios.


En su obra se observa una búsqueda de sus paraísos personales, en especial los de la infancia. ¿Qué significan estos territorios como motivo de vida y de literatura?

Son la manera más fiel, evidente y directa de vernos a nosotros mismos, de saber dónde y cómo estamos en el mundo. Son anteriores a los hombres, a su perpetuo razonamiento, a sus argumentos y toda suerte de silogismos que nos dan una versión de nosotros que no es. De ahí es que fracasan todos los sueños políticos del hombre, porque crean un ser humano artificial, totalmente fabricado para que se ajuste a los ideales y programas. El hombre no es así; entonces, aprendamos a sentirnos nosotros mismos. Adentro tenemos todo.


La infancia y su trópico, el cafetal de su memoria, son los paisajes de sus territorios íntimos. ¿Hasta qué punto se ha conciliado con este reino en su escritura?

Siempre lo he dicho: tenemos que mantener vivo el niño que fuimos y saber mantenerlo intacto dentro de nosotros. Ese niño es el testigo más fiel del mundo que tenemos. Él supo verlo antes de que nos llenáramos de ideas. El paisaje que me interesa y que siempre está presente no es el trópico en sí, sino lo que en Colombia llamamos la tierra caliente, donde se cultiva el café, la caña de azúcar y frutas maravillosas, y que está a 13 mil metros de altura, aproximadamente, en la cordillera de los Andes. Ahí fundaron mis abuelos una hacienda, Coello, en el Tolima, y que después fue de mi madre. El conocimiento de esa hacienda fue el paraíso. Inclusive tengo un poema dedicado estrictamente al momento en que la presencia de esa tierra vuelve a mí. Vuelve siempre, vuelven los cafetales, la lluvia. Una vez me desperté y la lluvia estaba sonando sobre el cinc del tejado de una casa donde pasaba la noche. Así se me dio ese poema. Entonces, mi paraíso es un rincón de Colombia cerca de la cordillera central donde yo siento que nací, aunque yo nací en Bogotá. Pero uno no nace donde lo dio a luz su madre, sino, en un momento dado, en un rincón del mundo donde éste dice: “Tú eres yo y yo soy tú”. Y todos tenemos ese rincón. Lo olvidamos, pero yo no: yo lo mantengo vivo.


¿Cómo es su vida de escritor en esta etapa de reconocimientos internacionales, de viajes, de escaso tiempo para la creación?

Los premios —lo digo sinceramente— son para mis libros, no para mí; son para ellos, los pobres, que tienen que estar en una vitrina esperando a que alguien los compre. El premio, esa franjita que les ponen, a ellos les ayuda, no a mí. Pero el reconocimiento de desconocidos que me abordan —y eso ha sucedido en Francia, Italia, Alemania, en los sitios donde están traducidos mis libros— es el premio más importante. Cuando me llegan buenas noticias sobre mis libros y la gente me comenta, digo que sí tiene sentido sentarse a escribir en mi smith corona. Pero no siento ninguna presión. La escritura no tiene tiempo, se da cuando se da. Para mí, escribir es una tortura tremenda por la autocrítica: he quemado dos novelas completas. Pero en el momento en que una persona me busca, me comenta algo, esa tortura se convierte en un orden, en un decir: “Ah, estoy bien”. Por otra parte, no hago vida de intelectual, ni escribo todos los días, ni pienso que tenga un destino determinado a cumplir. Nunca he vivido de mi literatura, he trabajado en las cosas más absurdas y más raras para vivir. Escribo con toda independencia, sin tener que darle gusto a políticos ni a grupos de influencia.


Pese a la muerte de Maqroll, ¿su errancia no ha terminado?

No, en absoluto. Un escritor francés amigo mío me decía: “Mutis, no siga intentando matar a Maqroll, Maqroll va a morir cuando muera usted”. Estoy de acuerdo.