lunes, 11 de febrero de 2013

Carlos Fuentes para historiadores

Febrero/2013
Nexos
Rafael Rojas

La obra literaria de Carlos Fuentes, como la de Octavio Paz, es incomprensible sin el discurso de la identidad que esos dos grandes escritores mexicanos, de la segunda mitad del siglo XX, incorporaron a sus ensayos. El Fuentes narrador, de un modo más claro aún que el Paz poeta, hizo de sus novelas y cuentos ejercicios en los que se escenificaba e ilustraba, por medio de la ficción, una poética de la historia de México y América Latina, elaborada en una pertinaz y, por momentos, contradictoria cavilación sobre el pasado, el presente y el futuro de la región. Bastante reveladora de la experiencia cultural mexicana de la segunda mitad del siglo XX es que sus dos mayores escritores hicieran de la historia el principal interlocutor de la literatura.


Los estudiosos Maarten van Delden e Yvon Grenier distinguen, en su libro Gunshots at the Fiesta (2009), los diálogos con la historia, entablados por Paz, a través de la poesía, y por Fuentes, a través de la novela. Sostienen Van Delden y Grenier que así como ese diálogo en Paz se dirimió a favor de una lírica vanguardista, que colocaba en el centro de su persuasión conceptos como la crítica, la modernidad y el liberalismo, en Fuentes el mismo diálogo produjo un desplazamiento hacia las cuestiones de la novela latinoamericana, la identidad nacional y el multiculturalismo global. En ambos, la articulación entre poética e historia fue prioritaria y angustiosa, pero se liberó de maneras diferentes, a veces complementarias, a veces antagónicas.

Un indicio de esa diferencia podría encontrarse en uno de los primeros ensayos de Carlos Fuentes, Tiempo mexicano (1971), escrito luego de las novelas que lo naturalizaron en la patria portátil del boom —La región más transparente (1958), Las buenas conciencias (1959), La muerte de Artemio Cruz (1962), Aura (1982), Cambio de piel (1967)…—.
Los textos reunidos en aquel volumen atestiguaban, además, la experiencia de los tres 68 —el parisino, el checo y el de Tlatelolco—, y la inmersión de Fuentes en el gran proyecto de novela histórica que acabaría siendo Terra Nostra (1975). En aquellos ensayos, Fuentes formularía una de las ideas centrales de su poética de la historia mexicana: la simultaneidad de los tiempos de México.

No era nuevo ni excepcional, dentro de la generación del boom, ese gesto de confrontar la idea del tiempo lineal y progresivo de Occidente desde la noción sincrónica de una multiplicidad de tiempos coexistentes. En otros ensayos de aquella generación, como La expresión americana (1957) del cubano José Lezama Lima o Gabriel García Márquez: historia de un deicidio (1971), el estudio de Mario Vargas Llosa sobre la literatura del autor de Cien años de soledad —que apareció, por cierto, el mismo año de Tiempo mexicano— leemos un ademán semejante, de afirmación de América Latina como una zona con una temporalidad propia, diferenciada de la diacronía europea.

Lo curioso es que Fuentes no apelaba a Aristóteles o a Hegel, a Spengler o a Toynbee, como solían hacer Paz o Lezama, para refutar la temporalidad occidental. Apelaba al filósofo danés del siglo XIX, Soren Kierkegaard, precisamente uno de los críticos más ofuscados del hegelianismo que conoció la Europa romántica. Al imaginar a un Kierkegaard en la Zona Rosa de la ciudad de México, Fuentes operaba una impugnación doble: la de la teleología de la idea absoluta hegeliana y la de la revuelta existencialista, que arrancaba con la angustia del danés y culminaba con la nada de Sartre. Hegelianos, existencialistas y marxistas daban por sentada la linealidad del tiempo, para asumirla, negarla o acelerarla.

La imposibilidad de un Kierkegaard en la Zona Rosa del DF de los cincuenta y sesenta tenía que ver con el hecho de que en ese lugar mesoamericano del mundo, el sujeto, en vez de dominar el tiempo, era dominado por éste. Más bien, era dominado por la multiplicidad de formas en que se manifestaba el tiempo en México. La Revolución mexicana, según Fuentes, había hecho presentes todos los pasados de México, formulación con ecos de El laberinto de la soledad de Paz, pero, como veremos, diferente. Paz hablaba de la Revolución como una “súbita inmersión de México en su propio ser” o como un evento que vivificaba y hacía presente “un pasado”, en singular. Es cierto que en una de las primeras notas de aquel ensayo, a propósito de Caso y Vasconcelos, también hablaba Paz de “superposición y convivencia” de distintos “niveles históricos”. Pero el énfasis de El laberinto de la soledad estaba puesto en la unidad del pasado de México.

Fuentes, en cambio, hablaba de simultaneidad, no de superposición de tiempos, en una hipótesis más parecida a la idea del barroco latinoamericano de Carpentier, de Lezama e, incluso, de Severo Sarduy, que a la contraposición clásica entre mito e historia que sostenía Paz. La clave de este desplazamiento tal vez se encuentre en la lectura hechizada que hizo el joven Fuentes de El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955) de Juan Rulfo a mediados de los cincuenta. La poética de la historia de Fuentes vendría siendo, como se desprende de Tiempo mexicano (1971), consecuencia de una hermenéutica rulfiana de El laberinto de la soledad. Fuentes mismo parecía pedirnos que leyéramos su subjetividad como una hibridación de Paz y Rulfo, concebida en la ciudad de México, entre dos años precisos: 1953 y 1963.

Una hibridación que, sin embargo, marcaba un sutil despego ideológico y estético por la vía generacional. Fuentes consideraba a Paz y a Rulfo como sus antepasados, no como sus contemporáneos, y su pertenencia al boom le abría las puertas de una comunidad intelectual de vanguardia, que se sentía acompañada por la Revolución cubana y la izquierda occidental. Ese sello generacional no sólo era perceptible en la crítica al liberalismo o al marxismo dogmáticos sino en la formulación de las, a su juicio, cinco tradiciones históricas que daban vida a los simultáneos tiempos de México: la “mítica y cósmica” de los pueblos de indios, la “romano-católica” de la legitimidad, el despotismo y la obediencia, la del “individualismo epicúreo y estoico”, la del “positivismo empírico y racionalista” del Occidente avanzado y, finalmente, la tradición de la “utopía fundadora”, que “coloca los intereses y valores de la comunidad por encima de los del poder”.

La diáfana inscripción de Fuentes en la nueva izquierda occidental que se perfiló en torno al 68 no le impidió, sin embargo, preservar la mirada crítica hacia el socialismo real en Europa del Este y hacia la experiencia más cercana de la Revolución cubana que por entonces adoptaba un empaque estalinista. Fuentes defendió la liberación del poeta cubano Heberto Padilla y rechazó el juicio a que fue sometido por el delito de haber compuesto poemas disidentes. Pero la modulación más distintiva de la posición pública de Fuentes no fue el distanciamiento de La Habana sino la conservación de esa distancia mientras, en los setenta y los ochenta, apoyaba resueltamente otros movimientos de la izquierda latinoamericana como el gobierno de Unidad Popular de Salvador Allende en Chile o la Revolución Sandinista en Nicaragua.

Antes de la caída del Muro de Berlín, en 1989, pocos intelectuales latinoamericanos reivindicaron de manera tan vehemente la quinta tradición de la “utopía fundadora”, en un sentido claramente contrapuesto a cualquier modalidad totalitaria de organización del Estado. Fueron esos los años en que aquel posicionamiento político acentuó la dimensión latinoamericana de la obra de Fuentes, puesta a prueba en sus dos grandes novelas, Terra Nostra y Cristóbal Nonato. Mientras otros escritores del boom se adentraban en sus fronteras nacionales, Fuentes afinaba una poética de la historia continental, que trascendía el referente mexicano de sus primeras novelas y ensayos. Fueron esos también los años en que Fuentes dio forma a una suerte de prolegómenos a toda teoría posible de la novela latinoamericana, que inventarió cada una de las obsesiones del boom: el paisaje, la historia, el mito, la nación, el dictador.

Si el 68 fue el año clave del posicionamiento político de Fuentes, el 92, año de la desintegración de la Unión Soviética y del bicentenario de la llegada de Cristóbal Colón a América, sería la ocasión propicia para la exposición de esa poética de la historia latinoamericana, adelantada en las novelas Terra Nostra y Cristóbal Nonato. Ya en las palabras de recepción del Premio Cervantes, en Alcalá de Henares, en 1987, y en sendas intervenciones en la UNESCO, en 1991, y en el Coloquio de Invierno, en 1992, recogidos en el volumen Tres discursos para dos aldeas, Fuentes pespunteaba los puntos cardinales de esa poética latinoamericana de la historia. Entre el desmoronamiento del campo socialista y el bicentenario del descubrimiento de América, se había producido una maduración histórica de la región que permitía desglosar su pasado, su presente y su futuro.

En esa encrucijada del tiempo americano era necesaria una mirada integradora del mundo prehispánico, el legado de la España católica y de la lengua castellana, de los acervos emancipatorios del republicanismo y el liberalismo del siglo XIX y, por supuesto, de las luchas sociales y políticas impulsadas por las revoluciones y los nacionalismos del siglo XX. La izquierda postcomunista estaba llamada, en esa coyuntura, a asumir la meta de la democratización de las sociedades y los Estados latinoamericanos. No se trataba, únicamente, de dejar atrás la violencia como método para llegar al poder y conservarlo, sino de comprometerse enteramente con el pluralismo y el Estado de derecho.
Fuentes expuso esa certidumbre en los ensayos recogidos en Nuevo tiempo mexicano (1994), donde intentó dar una respuesta coherente al levantamiento zapatista de 1994, y, sobre todo, en El espejo enterrado (1992), el libro en que encapsuló su visión de América en el tránsito del siglo XX al XXI.

El espejo enterrado es, sin lugar a dudas, el gran ensayo de Carlos Fuentes. Un texto en el que el autor de Terra Nostra adoptó, deliberadamente, una prosa distinta a la que caracteriza Tiempo mexicano y Nuevo tiempo mexicano, en los que, al igual que en sus novelas, predominaba el estilo epigramático, veloz y, por momentos, especulativo, que era su sello personal. El tono de El espejo enterrado era narrativo, pero más cercano a la narración de los historiadores profesionales que a las ficciones vanguardistas de sus primeras obras. En ese libro, que sería el equivalente de El laberinto de la soledad en la trayectoria del autor de La región más transparente, Carlos Fuentes llegó a ponerse bajo la piel del historiador, un personaje que lo rondaba desde aquel Felipe Montero de Aura, que exhumaba papeles amarillentos en busca de datos inútiles.

Los buenos títulos no siempre son buenos para los libros y El espejo enterrado, como buen título al fin, provocó lecturas aferradas a aquella metáfora central, que se derivaba de la leyenda de Quetzalcóatl, narrada por Bernardino de Sahagún. El espejo era el regalo que le hizo Tezcatlipoca a Quetzalcóatl y que quedó enterrado luego de que el dios viera en él su imagen de hombre reflejada. Quetzalcóatl, horrorizado, zarpa en su barca de serpientes hacia el Oriente, dejando la promesa de un regreso en forma humana. Cuando Hernán Cortés llega a las playas de Veracruz en la primavera de 1519, los mexicas creen que se trata de aquel regreso prometido de la serpiente emplumada. La metáfora, que Fuentes transfiere a un proceso constante de pérdida y recuperación de la imagen, a partir de la conquista, se prestaba al equívoco de una visión esencialista de la identidad.

Una relectura más cuidadosa de aquel libro, sin embargo, nos persuade de que el argumento de Fuentes era menos rígido. La historia de México y de América Latina no era, otra vez, una superposición sino una simultaneidad de tiempos. La identidad no se perdía y se recuperaba sino que se reproducía y se diversificaba, con cada estremecimiento de la historia. Las culturas de los aztecas, los mayas y los incas, en Mesoamérica y los Andes, habían sufrido la colonización y la evangelización, pero habían aprendido a convivir con las instituciones virreinales y a aprovecharlas a su favor. Fuentes, como Paz, había heredado de la historiografía revolucionaria una idea despótica y teocrática del virreinato de la Nueva España, aunque sus lecturas de Miguel León Portilla y Jacques Lafaye, David Brading y Enrique Florescano, lo ayudaban a revalorar el papel de España en América.

Una buena parte de El espejo enterrado estaba, de hecho, dedicada a la España de los Austrias y al Siglo de Oro. Así como Paz, en Los hijos del limo y otros ensayos, había ubicado en el modernismo hispanoamericano de Darío, Lugones y Martí el origen de la modernidad literaria de la América hispana, Fuentes, en Tres discursos para dos aldeas y El espejo enterrado, remontó esa modernidad al Siglo de Oro y, específicamente, al Quijote de Miguel de Cervantes, donde veía personificada aquella tradición de la “utopía fundadora” que los latinoamericanos habían hecho suya. La España de Cervantes y la España de Goya, según Fuentes, eran momentos ineludibles de la construcción de la identidad latinoamericana.

En su tratamiento de las independencias nacionales, las reformas liberales del siglo XIX y las revoluciones populares del siglo XX, Fuentes creía ver una continuidad ideológica que hoy la historiografía académica cuestiona. Aquel hilo imaginario que ataba el patriotismo criollo del barroco con el nacionalismo revolucionario zapatista o villista ha sido severamente impugnado, como se desprende de los últimos libros de su amigo Enrique Florescano. Fuentes no le daba a las reformas borbónicas la importancia que la historiografía contemporánea les atribuye, ni se detenía en los entretelones de la lucha entre liberales y conservadores en el siglo XIX. Su imagen de la Revolución mexicana, sin embargo, se había complejizado y pluralizado, gracias a la lectura de historiadores como Jean Meyer y Héctor Aguilar Camín.

A pesar de todo, la vieja idea de la coexistencia de los tiempos se reafirmaba en El espejo enterrado de forma tan coherente como sorpresiva. El acápite titulado “Latinoamérica” arrancaba con un homenaje al pintor jalisciense José Clemente Orozco, en cuyos murales en Pomona College, Dartmouth College y el Hospicio Cabañas creía encontrar el método adecuado para transmitir la coexistencia de los pasados, presentes y futuros latinoamericanos. Esos tiempos simultáneos, según Fuentes, no se agotaban ya en el espacio geográfico latinoamericano sino que debían incluir a la España contemporánea, la de la transición democrática desde el franquismo, y la que llamaba “la hispanidad norteamericana”.

Las últimas páginas de El espejo enterrado estaban dedicadas a la creciente comunidad hispana en Estados Unidos, un mundo que, según Fuentes, debía incorporarse al gran mural de los tiempos latinoamericanos. Si Octavio Paz, a mediados del siglo XX, había indagado la identidad mexicana desde las preguntas que lanzaba el estereotipo del “pachuco”, Carlos Fuentes, a fines de la centuria, proyectaba esa identidad hacia el horizonte latinoamericano e incluía dentro del mismo a los latinos de Estados Unidos. El autor de El espejo enterrado pensaba que una de las metas de los gobiernos democráticos latinoamericanos, constituidos luego de las transiciones desde los diversos autoritarismos de la Guerra Fría, era sumar al diálogo de la diversidad regional a los hispanos del otro lado de la frontera y demandar a Washington, además del respeto a las soberanías del sur, una política más benéfica hacia la minoría hispana.

A principios de la década pasada Carlos Fuentes reafirmó su idea de la inclusión de la comunidad hispana —entonces, unos 40 millones, hoy, más de 50— dentro de ese espacio cultural que llamaba “el territorio de La Mancha”. En En esto creo (2002), una autobiografía escrita en forma de glosario de nociones personales, el término “Latinoamérica” era definitivamente reemplazado por el de Iberoamérica y dentro de esta última incorporaba, naturalmente, a los millones de “manchados, mestizos, abiertos por fuerza a la comunicación, las migraciones y la confianza en nuestra aportación al mundo”, del otro lado de la frontera. Esa comprensión de los hispanos de Estados Unidos dentro de la comunidad iberoamericana no implicaba, en modo alguno, una subvaloración del vínculo respetuoso que los gobiernos latinoamericanos y, sobre todo, México, debían sostener con Washington, a pesar de la catilinaria que le dedicaría a George W. Bush en 2004.

Por apenas unos meses Carlos Fuentes no alcanzó a celebrar la pasada reelección de Barack Obama, respaldado por el 70% del voto hispano en Estados Unidos y bajo la presión de una demanda de reforma migratoria. Pero sí alcanzó a ver que la vocación latinoamericana de su literatura y su pensamiento dejó un legado tangible en el campo intelectual mexicano de las dos últimas décadas. Algunos de los mejores ensayos escritos en años recientes, como Aires de familia de Carlos Monsiváis, Premio Anagrama de Ensayo en el año 2000, o Los redentores. Ideas y poder en América Latina (2011) de Enrique Krauze, o, incluso, el póstumo libro del propio Monsiváis, Las esencias viajeras (2012), consolidan ese latinoamericanismo en las letras mexicanas. Sin la obra precursora de Carlos Fuentes, esa inscripción de México dentro de una diversidad cultural mayor, que lo interroga y, a la vez, lo afirma, no nos resultaría hoy tan familiar. 

Historia de nuestras consagraciones

Febrero/2013
Nexos
Armando González Torres

Era un lejano diciembre de cambio sexenal cuando me anunciaron por teléfono que había ganado un premio literario y me dijeron que la ceremonia de entrega se programaría unos días después. Cuando acudí a recibir el anhelado premio, una de las recurrentes devaluaciones de esa época ya había disminuido su monto real a la mitad. Me importó, por supuesto, pero no tanto: lo más relevante era que ese premio me sacaba del anonimato del aficionado y me brindaba un sentido de pertenencia a un gremio que me resultaba glacial e impenetrable. Por fin podría aventurar un socarrón “colega” hacia esos adustos mentores literarios que dudaban de la aptitud creativa de cualquiera que no hubiese estudiado letras o hacia esos contemporáneos que, más precoces y veloces que yo en la meritocracia literaria, me miraban con desdén cuando intentaba asistir a sus tertulias. Por fin, también, podría presentarme legítimamente como escritor ante mis compañeras de oficina, esas bellas escépticas que cuando les presumía mi vocación invariablemente me exigían pruebas: “Así que eres escritor, ¿y ya te has ganado algún premio?”.

Exagero, pero no mucho: fuera y dentro del medio literario, la forma inicial de distinción de un autor tiende a ser, más que su escritura, la relación de sus premios y su notoriedad mediática. Por eso no es extraño que, para la identidad deteriorada y la vocación vacilante del que se inicia en la vida literaria, un premio pueda ser una especie de confirmación del llamado. Un premio brinda estímulo a un aspirante, le ofrece una ilusión de proyección y movilidad en el difícil medio de la literatura y ayuda a configurarlo en la órbita pública. Además, el premio puede proyectar el trabajo literario más allá de las fronteras iniciales de los devotos y lectores profesionales y darle realce social. Por supuesto, esta convertibilidad del premio en el mercado literario explica su predominancia como mecanismo de ascenso y promoción y los excesos en su utilización y usufructo.

Mucho, y muy lúcidamente (desde Pierre Bordieu hasta James English, desde Anadeli Bencomo hasta Fernando Escalante), se ha escrito en torno a los premios como instrumentos con alta liquidez en la “economía del prestigio”. A la luz de estas lecturas, es innegable que la proliferación de premios implica, en muchos sentidos, una imposición de los criterios del consumo y del espectáculo sobre la creación artística; que a menudo sobrepone los intereses ideológicos o comerciales al mérito creativo; que produce formas evidentes de corrupción; que genera conformismo e inercias críticas, y que tiende a una saturación de reconocimientos en la que lo más raro (y confiable) puede ser un creador, o una obra, que no ostenten ningún premio.

Si bien es fundamental criticar la tendencia a la multiplicación y banalización del reconocimiento literario, el premio es una institución con la que hay que convivir. Por lo demás, un premio bien encauzado, desde un certamen municipal hasta un reconocimiento internacional, puede estimular vocaciones, crear gusto, ensanchar los lindes de las comunidades literarias, reconocer trayectorias ejemplares o impulsar obras innovadoras. De ahí la importancia de insistir en los protocolos de otorgamiento de los premios.

Poco se puede decir cuando los premios provienen de recursos privados, aunque en términos empresariales conviene la credibilidad y calidad de dichos reconocimientos. En lo que atañe a los premios que empeñan el prestigio de instituciones oficiales y el uso de recursos públicos, debe exigirse el máximo cuidado en su transparencia y buen nombre. Vale la pena preguntarse también en torno a la pertinencia del premio como mecanismo hegemónico de promoción literaria. Y es que, acaso por comodidad, las instituciones públicas tienden a generar una sobreoferta de premios, pues este tipo de patronazgo implica una visibilidad y rentabilidad inmediata frente a otras formas de promoción sistemática de la literatura (talleres, fomento a la lectura, bibliotecas). Por eso, pese al bochorno de la FIL, la explosión demográfica de estos mecanismos prosigue y en los meses recientes se han creado, al menos, tres premios dotados con grandes bolsas en dólares. Tal vez nunca sean demasiados los estímulos a la literatura; sin embargo, la suspicacia persistente daña su función. Por eso los organizadores de los distintos premios no sólo deben procurar los fondos, sino establecer reglas sensatas para garantizar su limpieza. Cada nuevo premio debería responder a dos criterios: por un lado, no debe propiciar los favores mutuos entre camarillas, sino ensanchar la comunidad y la conversación cultural; por el otro, no debe responder a una competencia de ocurrencias, ni a una carrera de montos, y debe estar vinculado a otras modalidades de fomento de la creación y generación de públicos. Por supuesto, aun en esta circunstancia idílica, no hay que olvidar que los premios son, simplemente, una práctica de promoción y política cultural y su brillo social no tiene una equivalencia exacta con el mérito literario: muchos escritores eminentes nunca recibirán un premio, y otros serán eminentes pese a sus muchos premios. 

domingo, 10 de febrero de 2013

'La invencible', libro de Vicente Quirarte. Retrato de un padre creador

10/Febrero/2013
Milenio
Jesús Alejo Santiago

Tenía 56 años cuando se despidió de sus alumnos de la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM; 56 cuando eligió el puente y decidió su destino y el de sus hijos, porque a pesar de haber transcurrido tres décadas del hecho, aún permanece en el interior de ellos, en especial de Vicente, la necesidad de volver hacia atrás y reflexionar sobre lo que pasó y lo que ha pasado en todos estos años.
“Quise escribir un libro que me fuera útil y que le fuera útil a los demás. Cuando me decidí a escribir una historia sobre la muerte de mi padre… sobre la muerte, la herencia y la vida —porque finalmente también es un libro acerca de la vida—, quise hacer un libro que fuera un viaje de regreso, no un viaje hacia el dolor, para traer esa figura paterna y volver con ella, inclusive, a lo que no se vivió en el momento”, cuenta Vicente Quirarte a propósito de la aparición de La invencible (Joaquín Mortiz, 2012), un acercamiento a la vida de su padre, Martín Quirarte, pero también a la propia, y, al mismo tiempo, una reflexión acerca del proceso creativo.
Dicen que en toda nostalgia hay necesariamente dolor; aquí no se nota dolor, pero sí nostalgia…
Traté de no hacer un libro chillón, aunque sí un libro que hiciera chillar. Uno a veces se emociona y cuando sucede no logras transmitir la emoción. Ahí sí, mi gran maestro fue Rubén Bonifaz, un hombre que escribía textos con una garra y con un contenido tremendo, pero en quien jamás notabas emoción cuando lo leías.
¿Una reflexión acerca de la relación con tu padre?
Y con la figura paterna en general. Es un libro muy personal, pero también quiere ser una reflexión de los que han tenido un padre creador. La primera parte del libro se escribió hace 20 años, durante un ciclo en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En ese momento fue una imagen más del maestro, más de ese padre distante, pero después me di cuenta que tenía que meterme con cosas mucho más personales.
¿Es difícil ser hijo de un padre creador?
Es maravilloso y es muy difícil, porque el artista es necesariamente egoísta, es un hombre que no tiene esta capacidad de entrega que pueden tener otros padres. Pienso en Eusebio Ruvalcaba, hijo de un gran violinista, hombre de genio, sublime, lo que de alguna manera nos une: nuestros padres eran hombres muy creadores y también muy antisolemnes, muy cercanos a la vida en otras cosas. Pero, por ejemplo, el padre de Eusebio sí jugaba frontón con él en su casa. Hay creadores que sí pueden combinar la felicidad cotidiana con la creación y hay otros que no.
¿Cómo miras a tu padre ahora?
No lo miro con un reproche por ese desapego. Él no tenía otra manera de ser; era su manera de reaccionar, de encerrarse para poder crear. Necesitaba ese aislamiento. Hay seres que no lo necesitan, él sí.
Sin embargo, reconoces que mucho de lo que hoy eres se debe a eso…
Sí, sobre todo su integridad. Además, y no es que me haya obsesionado por eso; se ha dado de manera natural, pero he ido llenando los huecos que él dejó, para decir que sí se pueden hacer cosas que él pensaba que no eran posibles de lograrse.
Él no era muy amigo de sí mismo: decía las cosas por su nombre, por eso se echaba a muchos enemigos encima, pero también eso es admirable. No quiero ser como él, pero admiro a alguien que tiene el valor y la integridad para decir “prefiero quedarme sin nada, pero ser fiel a mí mismo”.
De alguna manera influyó en tu ingreso a la escritura…
A pesar de él, porque le hubiese gustado que sus hijos nos dedicáramos a cosas más útiles y mejor remuneradas económicamente.
En La invencible resultaba muy importante hablar del proceso de escritura…
Sí, porque para mi padre dejar de escribir era morir. El libro quiere ser una exploración sobre los otros caminos que existen en lugar de enfrentar esa dualidad tan dramática. Me acuerdo de un cartón de Mafalda, en el que ella le dice a Miguelito: “Mira el letrero: es mejor morir de pie que vivir de rodillas”. Entonces él le contesta: “¿Sería muy vergonzoso subsistir sentados?”.
Ese es el planteamiento del libro: no encontrar la mediocre medianía, sino hallar otras formas de plenitud. Esa decisión última de mi padre nos marcó mucho, pero nos dimos a la tarea de hallar otras alternativas. Mi maestro Bonifaz lo decía: “Todo ya se ha dicho, lo dijeron los antiguos, pero se puede decir de otro modo lo mismo’”.
Retrato de tu padre, reflexión sobre la escritura, pero también un perfil personal…
Sí, es una manera de ver a mi padre a través de mí. Mi padre está vivo en mí y eso lo aprendí al día siguiente de que él murió: me di cuenta de que la muerte es algo muy relativo, porque ya no está esa presencia, pero te acompaña de una manera muy particular.
¿El libro era una manera de reconciliarte con él?
Claro: el aislamiento, el egoísmo del artista, había que mencionarlo, pero eso no le resta fuerza al cariño y al respeto que le tuve, y que creció con el paso de los años. Siempre estoy muy atento a no repetir: me encanta la vida familiar, disfruto repartir el tiempo, estoy convencido de que sí hay que entregarse a la creación, pero no a costa de la felicidad de quienes amas.
“Me parece que eso le pasó a mi padre, empezando por él mismo, porque no se amó lo suficiente para salvarse.”
Se trataba de una herida…
Era una herida que se ha cauterizado con el paso de los años y ahora que soy más viejo que mi padre, me doy cuenta de una cosa: soy un superviviente de ese naufragio.

La invencible es mi testamento literario: Vicente Quirarte

10/Febrero/2013
La Jornada
Ericka Montaño Garfias

De alguna forma La invencible es mi testamento literario. Habla el escritor Vicente Quirarte. Como testigo, el jardín de la nueva sede de la Academia Mexicana de la Lengua, en Coyoacán.
La invencible no es una novela, como se afirma en la cuarta de forros que acompaña la edición del sello Joaquín Mortiz. Es un poco la biografía de su padre, el profesor universitario Martín Quirarte, cuyo suicidio ocurrido hace más de 20 años, es el punto de partida de esta historia contada en primera persona. Sin embargo la figura paterna, su vida, obra y muerte, es un primer pretexto para este libro, que es algo más.
Es la relación de Vicente Quirarte con la escritura y la literatura. Los amigos, los maestros. Los gustos literarios y las pasiones. La escritura y correr. La invencible como una carrera en el desierto.
–¿Es un testamento literario?
–Es una forma, sí por una razón: empecé a escribir el libro a los 56 años, edad que tenía mi padre al morir. Claro, ¿qué te sucede cuando cumples la edad de tu padre cuando muere? Que también piensas que te vas a morir, no es que tenga esa obsesión, pero sí tenía ese pensamiento, y lo único que quería era poder terminar el libro, que no me fuera a pasar nada, que no me fuera a morir antes de terminarlo; en ese sentido es un testamento.
“Es mi testamento. Más mío que de mi padre. Sí quería decir lo que no había dicho. Es decir, hay una parte ahí que se publicó hace como 20 años, que es un retrato de él como maestro, pero había una parte en la que tenía que reflexionar sobre las circunstancias de su muerte, reconstruir lo que pasó, pero también hay que hacerlo con la mayor distancia, elegancia, respeto, tanto por el caído como por mi familia, que no sintieran que me estaba regodeando, ni que estaba yo metiéndome en territorios que finalmente son íntimos. Por eso traté de hacer esa distancia tanto con mi padre como con mi hermano.
–¿La literatura quita el miedo a vivir o el miedo a morir?
–Las dos cosas, porque te hace vivir con más intensidad y te hace entender que la escritura es una forma alterna de vivir y de entender la realidad.
La persona que escribió La invencible –que es el nombre de una cantina en San Ángel– vive acompañado por una dama oscura: la depresión, la causa detrás del suicidio de su padre y de su hermano.
–¿Esta mujer oscura de la que habla es una depresión clínica?
–Sí, de hecho cuando murió mi padre no tenía las armas científicas para entender ese padecimiento. Si a uno le duele una muela va al dentista, pero a la gente le da pena decir que tiene una enfermedad del alma. Desde la muerte de mi padre, mis lecturas reincidentes han sido libros de sicología, tratados de la melancolía, el Atlas de la depresión, Morir antes de morir, de Arnoldo Kraus... muchos libros que me han ido nutriendo sosteniendo y ayudando, además de mucho tiempo en sicoanálisis. El libro no hubiera sido posible, en parte, sin la ayuda del doctor Miguel Matrajt; las sesiones con él fueron determinantes para entender este misterio que es la vida y la voluntad propia de terminar con ella.
–¿Qué tanto condiciona como escritor el vivir con esto?
–No es una obsesión. Me condiciona en cuanto enfrentar esa posibilidad con los múltiples caminos que pueden evitar llegar a eso. No lo tengo en mis planes, pero cuando tienes una historia familiar así, por supuesto que el ejemplo está, la ruta está trazada, tú sabes el caminito. Lo que uno tiene que hacer es buscar rutas alternas para no caer en esas arenas movedizas.
A pesar de todo, este libro no fue difícil de escribir. Tampoco doloroso. Sí fue, en cambio, uno de los que más trabajó, porque traté de que fuera un libro muy castigado, donde la prosa estuviera perfectamente tensada, que no hubiera ninguna fisura, que no hubiera concesiones. En ese sentido, sí fue un libro muy trabajado.
Además de investigador, historiador, profesor, poeta y narrador, Vicente Quirarte es corredor. Y esto viene a cuento, porque en el libro, y en la entrevista, habla de esa relación entre correr y escribir, como ya lo hicieron Haruki Murakami y Joyce Carol Oates.
–Es corredor...
–Sí, era más antes, ahora ya todo me duele: la rodilla, la columna. Sí hay una comparación constante con la carrera, porque es muy solitaria, nadie te obliga; en eso se parece mucho a la escritura. También escribir duele, correr duele. Compites contra ti mismo también. Por eso hay constantes reflexiones. La carrera también ha sido una forma de tributo a mi padre, porque fue un gran caminador. Esa pasión que tuvo por las ciudades, pues también nos la heredó, y me gusta particularmente conocer las ciudades y correrlas, porque es como hacerles el amor de otra forma.
–¿Qué piensa cuando corre?
–Es cuando pienso las estructuras de lo que voy a escribir, Así como Carlos Fuentes contaba que cuando nadaba se le ocurrían las ideas, yo también cuando corro es cuando se me ocurren las cosas, Precisamente al escribir La invencible había cosas que no sabía cómo decir y al ir corriendo decía: ‘esta es la palabra que me hacía falta’.
“Escribir es como correr; no podría no hacerlo, ahí está también la posibilidad de que el día de mañana uno no vaya a escribir una página como uno la hizo hoy. La diferencia con el corredor es que llega un momento en que ya no puede hacerlo, sin embargo, al escritor, en teoría, cada vez debería costarle menos trabajo escribir, porque sabe hacerlo mejor, y tiene más práctica y más mañas, pero también tiene más exigencias, y por eso este libro sí fue como un desafío de decir: ‘quiero hacer un libro que sea muy personal, pero que al mismo tiempo pueda servir a los otros y pueda provocar una serie de reacciones que vayan más allá de mi propio dolor o de mi propia forma de ver la realidad’.
“La invencible fue como una carrera que se hace en el desierto: fue un libro muy solitario.”

Rubén Bonifaz Nuño, la llama viva

10/Febrero/2013
Jornada Semanal
Hugo Gutiérrez Vega

I
En la capital de México, lugar de horas ojerosas y pintadas, calaveras catrinas con boas de marabú trágico, el teléfono (¿Ericson? ¿Mexicana?) de Ramón López Velarde, funcionario de la Secretaría de Gobernación, pregunta por “consabidas náyades arteras que salen del baño al amor” y se tienden sin reticencia alguna en los lechos situados bajo la luz violácea de una alcoba submarina. Rubén Bonifaz Nuño ve a la mujer en el cuarto transmutado en claustro prenatal, mientras las ondas bienhechoras del agua tibia oscilan y aquilatan el milagro del cuerpo recorrido por los tocamientos cuidadosos que lo vuelven cóncavo y convexo. Para ambos, unidos en el camino de las sensaciones cuya originalidad es la que levanta la ágil arquitectura del poema, el cuerpo femenino, húmedo, acariciado por las propias manos, por la lascivia del jabón perfumado, ocupa el centro de los deslumbramientos. Así, la poesía brota del cuerpo, del amor, el deseo y todos los emblemas de la vida que vivimos.
II
La carta de López Velarde es la sota moza, la que en piso de metal vive al día de milagro como la lotería. La carta de Bonifaz Nuño es el siete de espadas, el siete, número cabalístico, conteo de horas en la fosforescencia del esoterismo. Ambos se unen, desde distintas perspectivas, en el asombro por el mundo azteca. Ramón lo ve en el momento de la derrota, cuando los ídolos se escapan a nado, sollozan las mitologías y el Tlatoani se desata del pecho de la emperatriz, viendo cómo su mundo se hunde en las aguas que iniciaban su repliegue. Rubén, cordobés, cercano al trópico, vecino de esa afirmación de la vida que son las caritas sonrientes del Totonacapan, académico en el buen sentido de la palabra, ve los propósitos triunfales de los padres aztecas, de sus órdenes militares y de los jóvenes guerreros recién salidos del Calmécac y dispuestos a conquistar el mundo hasta más allá del Tlayacapan, que era la nariz de la tierra. “Todos somos grandes señores”, contesta el noble azteca al eurocentrista don Hernando Cortés. Por eso el Tlatoani no se cubre de rubor patricio y su cabeza desnuda es aún nuestra moneda para apostar a la sota de oros o al siete de espadas.
III
López Velarde se asume como el “mendigo cósmico y mi inopia es la suma de todos los voraces ayunos pordioseros”. En su Tebaida recibía la visita del cuervo que no lograba calmar su desasosiego y sólo dejaba la sombra de su paso en forma de “una flor inaudita, un rizo prófugo y una migaja”. Por eso, en el falso festín volcaba su cornucopia, sí, pero sobre un cadalso. Años más tarde otro poeta grande, Bonifaz Nuño, se acercó al tema, con su propia e intransferible manera, y encendió el fuego de pobres. El poeta aguanta como los hombres “tanta pobreza, tanto oscuro camino a la vejez; tantos remiendos, nunca invisibles, en la piel del alma”.
Ambos necesitaban una mujer para sobrevivir y creer en la vida. López Velarde pedía que le fuera “periférica y central” y estaba seguro de que su ángel guardián era un ángel femenino. En la eclosión de elogios a la amada le llama “torcaz amable que zureas al alba en un tono menor para ti sola...”, “aliada tímida, criatura pequeñita e insigne apoderada de la cumbre del corazón... “ Rubén la celebra como “poderosa y benigna, blanda como amapolas, consistente como hermosas corazas; casta copa de placer, fuente sin tregua de inundaciones cadenciosas”. Y todo esto para conjurar la amenaza de no tener “ni traje que no apriete, ni mujer en que caerse muerto”.
IV
“Entonces era yo seminarista sin Baudelaire sin rima y sin olfato” y ahí en el Seminario de Aguascalientes López Velarde se acercó a los clásicos latinos. Tal vez los leyó en las traducciones de los Arzobispos Montes de Oca y Pagaza y, por lo mismo, anduvo más por los terrenos de Virgilio y Horacio (algunas de sus odas no eran muy bien vistas por el claustro académico. No olvidemos que nuestro amado poeta se autodefinía como “un cerdo criado en las piaras de Epicuro”) que por los de Ovidio o Catulo.
Rubén Bonifaz Nuño, poeta amoroso como él solo, tiene un amor indoblegable por el mundo clásico grecolatino. Lo ha plasmado en sus traducciones, en las enseñanzas que prodiga a sus alumnos y en esa colección que enorgullece a una universidad entera: la grecorum et romanorum. Gracias a ella se mantienen abiertas las puertas del más vivo de los panteones, el del mundo grecolatino. Tan vivo que su canon provoca todavía sanas discusiones y, para nuestra fortuna, sigue sin ser un caso cerrado.
V
Tiene Rubén, en estas materias, muchos pendientes que, sin duda, cumplirá con el entusiasmo otorgado por Palas Atenea o por otra de esas diosas o dioses tan detalladamente descritos por ese erudito, desenfrenado, piadoso e irreverente que fue el exiliado Ovidio, capaz de entretener el tedio de los grandes y vacíos bosques de la Dacia con sus lecturas y recuentos de fastos, metamorfosis y tristezas. Ahora bien, conociendo a este académico sin miedo, sin tacha, sin concesiones ni pedantería, creo que deberíamos celebrar con la seriedad del humor este fasto que a todos nos ha llenado de júbilo. ¿Qué hacemos, maestro de palabras? ¿Una oda como la de Píndaro a Hierón de Siracusa? ¿Un epigrama de Marcial? ¿Una épica tirada de Lucano? No. Lo mejor será buscar a un lírico griego por esas islas del Dodecaneso que ahora se asfixian bajo el peso del desenfreno turístico. Pensemos en Arquíloco de Paros y en su amor que le duró toda la vida y, tal vez, toda la muerte. Amor por otra persona, por la obra de una vida, por las generaciones nuevas que deben ser mejores que la nuestra, por la fragilidad de nuestras vidas y por la permanencia del destino humano. Así, en medio del azar, del hado, nuestros amores seguirán siendo clásicos.
VI
Rubén Bonifaz Nuño se acerca a otros clásicos diezmados, vejados y humillados por el eurocentrismo y por el descuido o el prejuicio de sus descendientes. Los mundos nahua, maya, azteca, mixteco-zapoteco, olmeca... son objeto de la inagotable curiosidad científica y lírica de un escritor que, siguiendo la tradición renacentista, se interesa por todo lo humano. Así, los cantos nahuas y los himnos aztecas han encontrado en Rubén a un estudioso que defiende sus puntos de vista frente a ciertos canónigos pontificales, y un autor de versiones y de glosas enriquecidas por la belleza de su lírica. Nos habla del orgulloso pueblo azteca y de los Tlatoanis conquistadores. “Sólo venimos a triunfar”, deben haber dicho los señores de un imperio desaparecido. Estaban seguros de que ninguna fuerza prevalecería sobre México-Tenochtitlan y, ante el señor Malinche y sus aliados, comprobaron la fragilidad de las humanas obras. Hace un momento les hablé del señorío de nuestros padres procesales y del inicio del mestizaje. Ahora, sus himnos y su teatro, sus estatutos militares y sus comercios, son puntos aislados en el caos histórico. Por eso celebramos los ordenamientos que nos propone Bonifaz Nuño.
VII
Es Rubén, sobre todas las cosas, un poeta amoroso que encontró sus caminos para celebrar, anhelar o para quejarse del amor que, como decía Federico García Lorca, “reparte coronas de alegría”. En el bello combate se suceden las victorias y las derrotas. Por eso, Rubén dice a la amada: “Dependiente fiel soy de tus fármacos  benévolos” y reconoce venerar sus caminos y respirar sus savias placenteras.
El niño iracundo, dueño de grandes reinos (Ovidio dixit) se apodera del ánimo del poeta: “abandonados mis escudos me tienes; vencido me convocas, inerme, a enfrentar lo que me vence...” Rubén es, al igual que López Velarde, un cazador furtivo y, tal vez, en sus excursiones haya sido objeto de la protección divina. Ramón así lo cree: “Dios que me ve que sin mujer no atino ni en lo pequeño ni en lo grande diome de ángel guardián un ángel femenino.” En ambos poetas, las imágenes fluyen sin reticencias para celebrar el misterio de lo femenino. López Velarde ve con pena a las recatadas señoritas de sus rumbos, girando en una insatisfecha hoguera carnal, y sacando a los balcones sus sexos, “cual sañudos escorpiones”, para que el aire los calme, pues la moral represiva impide que sean colmados. En Rubén, el elogio, digno de Catulo o de los feroces y delicados persas, brilla y aroma con inusitada intensidad lírica y biológica: “Las caderas móviles; la vulva de ensortijados atavíos: modesta entre los muslos juntos, ostentosa cuando sus carnívoros vestíbulos levanta en vilo.” López Velarde imaginaba las fiestas amorosas y concurría a muy pocas. La amada ideal, Fuensanta, ve desdibujarse en la luna de su armario un puño esquelético y, unos años más tarde, se convierte en la “prisionera del Valle de México”, resucitada y con sus guantes negros en el más dramático poema de nuestro padre soltero que tanto sabía de ironías y que con tanto ingenio se burlaba de sus ineptitudes y carencias. Bonifaz Nuño, gran maestro de ironía, despide así a la persona que la canción popular llamaría “ingrata”: “Me ajusticiaron tus recuerdos de una pasión; tus malos modos me dieron el tiro de desgracia”. Eso es, Rubén, como buenos hijos de esta tierra tan perdedora, cantemos el “Viva mi desgracia” y el “ahora soy libre” vanamente compensatorio.
VIII
En la búsqueda amorosa que forma el meollo de la poesía rubeniana, el cuerpo es explorado con total y gozosa franqueza. Siguiendo el imaginario renacentista, el poeta ve los dos grandes polos del cuerpo humano: boca y ano, el Ártico y la Antártida. Este esoterismo no carece de sentido. Todo lo contrario: nos describe con una precisión tal que lo estrictamente científico resulta demasiado experimental y, por lo mismo, sujeto a comprobaciones interminables. En su asedio del cuerpo, prefiere los recuentos exhaustivos y, por lo mismo, ajenos al prejuicio y al escándalo de los puritanos. “La flor de cuatro pétalos, el ano. La materia enérgica de fuego, de agua, de aire, de tierra”; los cuatro elementos de la vieja alquimia y, también, de la teología. Calderón, Sor Juana, Tirso y casi todos los dramaturgos del Teatro Nacional de España basan su idea del mundo, las ideas y el cuerpo en esos elementos que el Próspero de La Tempestad, de Shakespeare, controlaba apoyado por Ariel, el genio del aire, y atacado por el retorcido Calibán, carcomido de envidia y frustración. Los “radares rústicos” detallan los perfiles del cuerpo “tendido y lánguido a la sombra del reciente placer”. En el caso de Rubén, grecolatino y convicto pagano, el amor encuentra todos sus regocijos físicos, mientras que el padre soltero, asfixiado por la dualidad funesta de la cultura católica fracasa en sus intentos: “ mis peones tantálicos al rodearte a deshora, fracasan en sus ímpetus vandálicos”. Para ambos (como para Paz y sus “misterios paralelos”), el cuerpo es un templo en el que se ofician las ceremonias esenciales. En Ramón hay, en estos deleites, el recóndito sabor de lo blasfemo; en el grecolatino que hoy coronamos lopezvelardianamente, el amor se consuma. Vendrán después los mil rumores de la noche y la imperfección de nuestros sentimientos a liquidarlo y a entronizar el olvido. Pero antes de que eso llegue: “en silencio, entre acordes convulsiones mudas, entre arpegios de espasmos tácitos, resucitado, me vacías...”
IX
Por la scriptorum, por sus alumnos, por su amor grecolatino, nahua y maya, por sus fundaciones (carmelita descalzo hasta el cuello para el bien de las palabras amorosas), por Imágenes, Los demonios y los días, Fuego de pobres (libro esencial de nuestra lírica), Siete de espadas, “Del templo de su cuerpo”, El manto y la corona, La flama en el espejo, As de oros, “El corazón de la espiral” y Albur de amor; por tantos ensayos que buscan, encuentran y provocan afinidades y desacuerdos, y por su cercanía con López Velarde, Rubén recibe este premio y nosotros lo acompañamos para testimoniar sus enormes merecimientos. Ramón quería un amor que descansara “en los cuatro cimientos de la fábrica de los universos”. Rubén recibe del cuerpo amado “los santos óleos del postrer bautismo y la primera extremaunción” y ella lo absuelve. Para ambos y para nosotros digamos sursum corda en esta bizarra capital.

Eduardo Lizalde: cantar el desencanto

10/Febrero/2013
Jornada Semanal
José María Espinasa

Es una extraña paradoja que los poetas que rezuman pesimismo sean sin embargo, como es buen ejemplo el caso de Eduardo Lizalde, personas muy vitales. Hay quienes utilizan esa condición para negar su rescoldo amargo, su ironía congénita, su puesta en duda de toda certeza que se presente como tal. No hay que olvidar que Eduardo pasó por las catacumbas del dogma y sufrió silenciamientos y reproches cuando ejerció su derecho a disentir. Pero su poesía, teñida por ese escepticismo propio del hombre inteligente, está sin embargo dispuesta siempre a vivir a plenitud, de allí su gozosa y juguetona sensualidad, de allí también su estar mirando de soslayo a la cultura y a la literatura, atento siempre a que se le vea el doblez a la cita obligada, al eco clásico, a la parodia afortunada.
Digamos que, al contrario de lo que ocurre con los que ven el mundo color de rosa, Eduardo no necesita motivos para celebrar y hasta celebra que no los haya, pues así puede festejar más cuando aparecen, y si no parecen, inventarlos para hacer oír su voz que es, sí, amarga, pero que no tiene amargura alguna. Celebra sin razón en el más pleno sentido de la frase. Al poeta, a este poeta, le gusta pensar el mundo, y pensarlo bien y a profundidad, aunque acabe descubriendo que quien lo hizo, ese demiurgo aficionado, lo hizo mal, lo pensó mal. Y será el poeta quien lo devuelva a su condición de bondad, que no es lo mismo que de bienestar. El poeta no hace mejor al mundo, simplemente lo nombra tal como es y así lo vuelve vivible.
Octavio Paz, que reflexionó y teorizó sobre la condición adánica del poeta en El arco y la lira, supo reconocer a esos escritores, distintos a él, que no son origen sino final: que no salen del jardín del edén por haber pecado, sino entran a él, también por haber pecado, pero su pecado no es del conocimiento al comer el fruto prohibido del árbol del bien y del mal, sino el del reconocimiento de nuestra condición de hombres sin paraíso. Esos poetas que celebran el derrumbe de las ideologías, las ilusiones, las falsas y las verdaderas, pero que entran cantando en la hoguera, y no les importa que eso, el paraíso, sea lo que describieron como infierno.
Quiero decir que Lizalde, como Jaime Sabines, como Gerardo Deniz, como a su manera Francisco Cervantes o Francisco Hernández, cantan –oh, suma de paradojas– el desencanto. Así dicho, tal vez deberíamos encontrar otra palabra para lo que aquí he llamado pesimismo. No transigen con esa idea ñoña de lo lírico que nos hace pensar en amores sublimados, pero tampoco transigen con el plañir tan convencional como lo primero. Lizalde dio nombre al desencanto posterior al ʼ68, por eso fue y es muy leído por los jóvenes. No puede ser un poeta de multitudes porque su espacio es muy personal, de un individualísimo extremo, que comparte con unos cuantos y que no lo aísla.
La manera en que Lizalde observa las cosas, las personas, los paisajes, tiene que ver con encontrar en ellos manifestaciones de lo humano. Un paisaje, por ejemplo, al que se califica como melancólico, lo es porque quien lo mira lo vuelve así por estar él en un estado de melancolía. Pero cuando esa persona que mira se va, o se le va ese sentimiento (esa “enfermedad” habrían dicho en otra época) la melancolía se queda en el paisaje. Al haber sido mirado así se vuelve así ya esencialmente. Para el poeta lo esencial no es tanto lo que permanece sino lo que está, con un estar que encarna en palabras. Por eso, por ejemplo, a las mujeres les gusta que el poeta cante su belleza, y es una belleza que se proyecta al futuro, pero también al pasado.
Belleza y melancolía son dos partes de un mismo sentido, creo que es evidente, pero lo son tanto con la desazón y la amargura: el paisaje que cargamos de tristeza con nuestra mirada, cuando ya no lo vemos recupera su condición, melancólica o alegre, pero no amarga. Cuando ya no es melancólico sigue estando melancólico en las palabras del poema. Cuando Rimbaud escribe Una temporada en el infierno desciende a él de una manera muy otra que Dante. No necesito decir que en ese sentido Lizalde está en la estirpe de Rimbaud.
Siempre me he preguntado el porqué se suele mirar con desconfianza a esa melancolía celebratoria desde otras parte del mundo hispanohablante. Lizalde ha sido publicado –casi siempre en antologías– en otros países, pero su peculiar acento parece incomodar a una lírica más necesitada de complacencias festivas, y que si lo que viene de fuera responde a ese canto del desencanto, hace lo posible para que nadie se dé cuenta, nadie lo escuche. El tinte claroscuro de la poesía del autor de El tigre en la casa es profundamente luminoso, lo cual quiere decir que sus tintes son más extremos: el negro más negro.
En medio de esa negrura el sol se cuela en el festejo. La celebración es el sentido de la poesía. Incluso en el dolor. Hace cinco años la editorial española Visor, ya clásica entre las que publican ese género, dio a conocer entre los lectores españoles A la caza del tigre, una antología preparada por Marco Antonio Campos. Fue un intento serio por dar a conocer a un poeta mexicano entre el lector hispánico, más aún cuando la fuerte dosis de escepticismo que tiene parecía venirle bien a un país excesivamente complaciente consigo mismo. Hoy, cinco años después, en 2012, la editorial Vaso Roto, editorial mexicana y española, vuelve a insistir con la publicación de El vino que no acaba, selección también preparada por Marco Antonio Campos, quien –además– recopila en un volumen sus textos y entrevistas con el poeta.  A la belleza de la edición se suma que el prólogo está hecho por Jenaro Talens, uno de los poetas más influyentes actualmente en el medio español. Ojalá esto sirva para que se multiplique la lectura de Lizalde y de los buenos poetas mexicanos en España.

sábado, 9 de febrero de 2013

LOS EXCLUIDOS SE VOLVIERON LO EXCLUSIVO

9/Febrero/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

Lo marginal de ayer se vuelve lo cool de hoy.
Artistas o autores excluidos o soslayados en vida, luego se vuelven símbolos de alternatividad, Jet Set.


La mayoría de los curadores, críticos, académicos, lectores, escritores, editores, periodistas, etc., que hoy se identifican con marginales muertos, si hubieran vivido junto a ellos también los hubieran despreciado.

¿A qué se debe que los excluidos se vuelven Lo Exclusivo?

A que a las clases estéticas nos gusta, oh, La Distinción.

No queremos ser como la perrada que tiene gustos culturales obvios. Queremos Lo Distinto.
Para eso mucha gente compra arte: para distinguirse. El arte otorga mayor clase espiritual, intelectual, alta cooltura.

Como la Poesía, la que nos Refina. O la Academia, que nos Educa. Y la Música, que purifica el ruido de la Tribu.

O el Cine Culto. Los olvidados ¡qué buen Buñuelo Intelectual!

Los andrajosos, outsiders, apestados o raros del pasado se vuelven oportunas “joyitas”, lujos–retro de los que quieren distinguirse mediante consumos diferentes a los del Vulgo Culturoso y Mainstream Meado.

Ese fenómeno queda evidenciado cuando las mismas comunidades que gustan de los raros y marginados del pasado, desprecian a los marginados y “raros” de este momento.

Ni los voltean a ver. No saben ni de quién hablo. Dirán: este tipo lo dice por “provocar”, “polemizar” y “joder”, ¡inventa!

El verdadero reto es reconocer el valor de quienes hoy no aparecen en las revistas, suplementos, editoriales, disqueras, menciones o salas.

Pero no para explotar su imagen, hacer dinero y convertirlos en un nuevo producto vendible, presumible como Gran Descubrimiento, un trampolín más en su carrera de Cazador de 

Talentos o, peor aún, Secreto–de–Unos–Cuantos.

Quizá la lección que los grupos culturales pueden extraer de haber ignorado en el pasado obras que hoy les parecen Nice es entender de qué manera siguen activos los patrones de juicio que nos hacen ignorar a otros HOY.

Y ya no heredar el desprecio y, por ende, lo próximo Retro–Distinguido.

Lo más lamentable de todo este proceso de uso y reciclamiento elitista de los marginados muertos es que cuando los Elitistas Reconocidos los usan para Coolificarse un poco más, los Meta–Elitistas —es decir, los Elitistas que desprecian a los Elitistas–Conocidos–Por–Todos— dicen “ah, esos marginados muertos son un puro mito, una modita pasajera, yo por eso no me mezclo con tales FetiChistes”.

O los que se creían dueños del Gran Secreto, al verlo difundido, digan “oh, no, nos ha robado nuestro tesoro la chusma advenediza”.

La tragicomedia pin–pongnera del Clasismo Intelectual es que los marginados muertos suelen quedar atrapados; otra vez en entredicho.

Pero eso no es una ley. Eso puede cambiar. La clave son los jóvenes sin prejuicios, y los hay, y son muchos.

Lecciones de un humanista

9/Febrero/2013
Laberinto
Claudia Hernández de Valle–Arizpe


La Antología general de Rubén Bonifaz Nuño, publicada en México por la UNAM y Gato Negro Ediciones en noviembre de 2009, pero presentada apenas hace un año en la FIL de Minería, es una de las publicaciones más recientes de la obra del poeta, acertada y deleitable, comenzando por su diseño editorial. Se trata de cuatro libros que vienen dentro de una caja que parece guardarlos como un tesoro.
¿Por dónde empezar? ¿Cómo leer esta antología del humanista veracruzano, nacido en Córdoba en 1923, y fallecido el pasado 31 de enero en la Ciudad de México? El orden de los factores no altera el resultado fincado en el asombro, sin embargo, iniciar con la lectura de los ensayos, seguida por la de las versiones y luego por la poesía, puede resultar muy interesante debido a los vasos comunicantes que el lector establecerá. Leer primero el “Discurso de ingreso a la Academia Mexicana” (1963), la “Conferencia de ingreso al Colegio Nacional” (1972) —dos documentos imprescindibles para entender sus ideas y preocupaciones sociales y estéticas— así como la ya célebre entrevista concedida a Marco Antonio Campos con la que cierra este volumen de ensayos, aportará gratificaciones especiales. ¿Cuáles? Por ejemplo, la de constatar que las convicciones de RBN sobre el arte de los antiguos mexicanos —polémicas e innovadoras por demás— o su estudio sobre la muerte, la guerra y la amistad en las culturas latina y náhuatl afloren de otra manera en los poemas, pero iguales en su esencia, en su importancia enorme para entender mejor quiénes somos los mexicanos, de dónde venimos, y ¿por qué no?, hacia dónde vamos. Lo de los vasos comunicantes aplica también a las confesiones del poeta sobre su preferencia por un metro determinado; al cuándo y de qué manera escribió un libro, a los fantasmas que son reales porque cree en ellos, o a su idea del amor como “la única manera de acercarse al misterio”. En la entrevista con Campos confiesa lo que piensa de la mujer, nombra a los poetas que más lo han influido, subraya su amor por la ciudad, pondera la memoria, y con todo ese material en el que se nos revela Rubén Bonifaz, el hombre, nosotros, sus lectores, nos enfrentarnos a su obra poética menos despojados y con la posibilidad de transitar por varios niveles de lectura: saber que esa piedra y esa energía que se renueva siempre es la mal llamada Coatlicue; que la memoria no es sólo memoria sino “y la memoria/ tenaz dentro de ti, como una fuente/ con el destino de sonar a oscuras”. (Tres poemas de antes). Que la mazorca, la muchedumbre de algo, el grupo, en los poemas de la amistad se inscriben, sobre todo, en la tradición prehispánica.
Leer antes que la poesía, en el volumen Versiones, los fragmentos de obras de autores griegos y latinos traducidos por RBN, permite identificar después en, por ejemplo, Albur de amor, algunos símbolos de la Antigua Grecia y de la Grecia clásica; el cultivo de un ritmo que busca reproducir una sonoridad particular, o la valoración de la mujer en la Antigua Roma, siempre en conjunción, eso sí, con el mundo prehispánico, la religión católica, la alquimia, el México del siglo XX y la música popular, amalgama que evidencia su extraordinaria vocación sincrética.
Además, leer dichas traducciones supone asomarse a una gran diversidad de temas y estilos; pasar de la misoginia en el Monólogo de Hipólito de Eurípides, a las posibles causas de rayos y truenos que enumera con gracia Lucrecio; descender de la mano de Virgilio al infierno, a algunos de los versos más obscenos de Horacio o a los consejos que Ovidio da a mujeres y hombres en El arte de amar y que tienen una sorprendente vigencia. Los leemos, asimismo, conscientes de que el poeta, al cultivar la traducción más apegada a la forma original, trabajó con iguales dosis de pasión, cautela y rigor.
La Antología general es el resultado magnífico del trabajo de jóvenes editores y diseñadores. Son jóvenes también quienes hicieron la selección de textos: Sol Aréchiga, Yael Weiss, Pável Granados, César Arenas y Víctor Mantilla. Vale la pena hacer hincapié en lo de la juventud, porque resulta estimulante y digno de celebrarse que Rubén Bonifaz Nuño sea leído cada vez más por lo jóvenes. No puede pasar desapercibido el hecho de que éstos muestren un vivo interés por una obra que es atemporal y ejemplar. El poeta supo conciliar como nadie lo aparentemente distante o hasta irreconciliable de tradiciones que nos han enseñado a ver separadas, ajenas unas de otras, y nos mostró que la interpretación de los textos, a partir del conocimiento, ofrece recompensas insospechadas. Humanista, Bonifaz nos recuerda, entre otras muchas cosas, que la paciencia es virtud, que la sabiduría es producto del estudio de toda una vida, que la gracia de lo pequeño impone tanto como lo monumental, y que la capacidad de observar no radica solamente en los ojos.