sábado, 26 de enero de 2013

ARTE ¿Y BASURA? FABRE Y PAPASQUIARO

26/Enero/2013
Laberinto
Heriberto Yépez

A nadie debe molestar que Almadía sea una de las mejores editoriales mexicanas actuales (quizá la mejor); Luis Felipe Fabre, un poeta notable y Arte y basura de Mario Santiago Papasquiaro —editado por él— a la vez un buen libro de Papasquiaro y un libro sangrón de Fabre.

Recoge poesía inédita de Papasquiaro, uno de los poetas infrarrealistas —aún despreciados— desenterrados porque Bolaño los novelizó, lo que muestra que crítica y academia mexicanista fallan demasiado. Un ismo pasó de noche.

Lo interesante del libro es que puso a un discípulo de los Contemporáneos a editar póstumos de un fanático de los Estridentistas.

Desgraciadamente, a obra desconocida de Papasquiaro, Fabre —cuya eufonía cultiva la tradición nacional— añadió un prólogo arrogante.

Fabre, en lugar de abrirse a una poesía opuesta a la suya, cató desde su elegante estética una poesía contracultural.

En el prólogo, al menos cuatro veces declara que compila poesía y “basura”, que elogia ambivalentemente y, a final de cuentas, apachurra.

Sobre el infrarrealismo dice: “Resulta difícil definir en qué consistía... tal vez ni ellos mismos lo sabían con claridad”. Si leemos los documentos de la época, su (o)posición es clara. Pero Fabre decide fuchironizar.

Una y otra vez, reitera que “la obra de Mario Santiago permanece... en su calidad de borrador”, en cuyos textos “descuidados” —que le “sientan bien”— “el trigo no está separado de la paja... el hallazgo deslumbrante aparece rodeado de versos fallidos... arte y  basura”.

¿“Arte”? ¿“Basura”?

Repite que hay “autocomplacencia y repetición acrítica” en Papasquiaro, de quien determina que “nunca escribió un libro. Escribió sin parar poemas... O versos sin parar. Pero libros no... Su poesía será siempre incompleta”.

Al evaluar la marginación de Papasquiaro, Fabre condesciende, como si fuese mero personajazo: “El papel del outsider, del marginal, que Mario supo cumplir a cabalidad”. Caballeroso soslayo históricamente falso y que viniendo de un poeta protegido por la República de las Letras es soberbia.

Fabre coloca su poética —literalmente paceana— por encima de una poética que tiene otra visión; exquisitamente la redime y denigra, en un vaivén que deja a Papasquiaro mal parado, entrelíneas retratado como autor amateur, feral.

Y a Fabre como amigo parcial de la paja de los locos y amigo, sobre todo, del trigo canónico.

Al leer Aullido de Cisne o Jeta de Santo (¡editado en España!) de Papasquiaro, lo dicho por Fabre resulta el gusto de un refinado y autonombrado “curador” que usa su pulgar (des)aprobatorio con un poeta que no es una “invención” —como Fabre prestablece— sino un escritor que mezcló metro del DeFe y posmo-métrica, 1 contrapoeta en-chinga-punketa que suena “mal” a la tradición, afortunadamente.

Arte y Basura se divide en 2. La poesía mexicana y el infrarrealismo.

jueves, 24 de enero de 2013

¡Ibargüengoitia, "forever"!

24/Enero/2013
Milenio
Jorge F. Hernández

Hoy quiero celebrar los 85 años de eterna vida de Jorge Ibargüengoitia, sin importar que a finales de este mismo año tenga que lamentar que se cumplen ya tres décadas de su lamentable fallecimiento. Quiero celebrar en cada uno de sus cuentos la perfecta conjunción de chiste y chisme, sus crónicas incandescentes, sus novelas indispensables, sus artículos mordaces plenos de sarcasmo, ironía e ingenio, sus obras de teatro, sus ojos, papada, sombra, voz y cada uno de sus párrafos de la mejor manera posible: leyéndolo, y cada quien, a su manera, externando las razones de una deuda múltiple.
Mi primera deuda de sincera gratitud con Ibargüengoitia radica en la revelación de su irreverencia ante el pretérito. No en balde, una de las primeras y buenas reseñas que se publicaron sobre Pueblo en vilo, la obra maestra de mi maestro Luis González y González, la escribió precisamente Ibargüengoitia, por lo que, como lector y discípulo, debo mucho al entrañable escritor que nos confirmó que todos los héroes se ven mejor sin el bronce de sus estatuas, que nos enseñó que no todo lo grandote es grandioso, y que también nos hizo imaginar vívidamente al Padre de la Patria azotando de madrugada las puertas de un burdel, o el merengue tropical que tanto agria a cualesquiera de los tiranos latinoamericanos que se creen eternos y absueltos, y a todos los revolucionados de hace un siglo enfangados en un desmadre de mentiras épicas y traiciones institucionales.
Agradezco sinceramente al olvidado reseñista que reprobó la publicación de mi primer libro de cuentos porque le parecía que eran “demasiado ibargüengoitescos”; queriéndome ofender, me hizo el mejor elogio posible, pues efectivamente sigo fiel a la idea de que los relatos de La ley de Herodes se me aparecen en el espejo como joyas del género corto, además de que parecen anécdotas idénticas a las que heredo de familia. Quizá por aquí debí haber empezado: mi familia es de Guanajuato, y aunque la mayoría de mis parientes poblaron León (Donde hay muchísima gente, pero muy pocas personas), hubo un ayer en el que, por expropiaciones y reformas agrarias, mis abuelos tuvieron que cargar con todo y niños a la Ciudad de México. Por su muy temprana orfandad paterna y por esperanzas paralelas, Ibargüengoitia también tuvo que crecer a la sombra de sus tías, en la capital. Entonces, de niños, mi padre y dos hermanos mayores se hicieron no solo amigos, sino cómplices de Ibargüengoitia: cuando andaban de buenos, jugaban a las canicas, pero en la mayoría de sus locas andanzas practicaban el juego — ahora políticamente incorrecto— de La cruzada de las gatas. Armados con cascos de cartón y escobas en ristre, lanzaban cargadas como de caballería rusticona contra todas las sirvientas de azotea, nanas en Chapultepec o cocineras que venían del mercado con sus cantaritos de leche pura. Mi padre decía que una de las mejores puntadas que se aventó el niño Ibargüengoitia fue cuando le cambió los letreros a los baños en cierta tienda departamental de prestigio. En cuanto entraba alguna señora con urgencia mingitoria, y descubría jovencitos en el baño de damas, empezaba el regaño con “¡Muchachos facinerosos!” o “¡Pervertidos del demonio!”. El propio Ibargüengoitia se encargaba, bajo zapes, de enseñarle a la señora el letrero que los exculpaba. La dama en turno, al filo de orinarse, se disculpaba entonces con los niños y pasaba a alzarse las naguas y bajarse los chones en pleno baño de caballeros. Más de una vez se escucharon geniales alaridos femeninos (o alguna ronca sorpresa masculina) mientras los niños ya iban corriendo de salida.
Celebro de Ibargüengoitia sus novelas, que releo como si reviviera la época en que visitábamos las librerías esperando sus nuevos libros. Soy de la idea de que las muchas perfecciones envidiables que cuajó en Estas ruinas que ves (incluyendo sus dos finales), Dos crímenes y Las muertas transpiran —entre la admiración y la envidia— una contagiosa adrenalina por escribir, más allá del placer de su lectura. Celebro hoy, como siempre, que Dos crímenes sea tan perfecta novela, tal como la reseñó Octavio Paz en su momento, y me atrevo a importunar al fantasma de Truman Capote para afirmar que Las muertas, al abrevar del expediente verídico de las Poquianchis, es tan obra maestra como A sangre fría, entreverando bajo la clara sombra de la novela las virtudes y recursos de la crónica y el reportaje.
De literatura en periódicos también supo Ibargüengoitia marcar grandezas. Como un Chesterton de Coyoacán, era capaz de escribir como navegación accidentada en altamar el viaje en pesero hasta el Zócalo de la Ciudad de México, y como un Stevenson, perdido en islas del lejano Pacífico, nadie como Ibargüengoitia para detectar en cualquier aeropuerto europeo que ese misterioso fulano que lleva pantalón verde, calcetines naranjas y mocasines gastados no es un polaco disfrazado con la ya clásica combinación de los nacidos en Moroleón, Guanajuato, ¡sino que se trata, efectivamente, de un paisano despistado que precisamente nació en Moroleón, Guanajuato! Nadie como Ibargüengoitia para denunciar en tinta los abusos de quienes se creen muy-muy, los que van a por todas y además las ganan, los funcionarios corruptos, las secres gordas que estorban, los enredos de un burócrata.
Con el sarcasmo como conciencia, con ironía pensante, con sentido del humor —que no como los que se hacen los chistocitos—, Ibargüengoitia haría sonrojarse a cualquier y todo mamón que se creyera infalible, incólume o inmortal. Ayer, como hoy, nadie como Ibargüengoitia para poner en evidencia —por lo menos para avergonzarlos— a quienes se miran tranquilamente en el espejo con la conciencia más negra que la cara de Tezcatlipoca. Contra todos los injustos, él era un justo que subrayaba con gracia la desgracia de los soberbios, ésos que no habiendo cometido ninguna ilegalidad no tienen manera de disfrazar su inmoralidad o sus plagios constantes.
Ibargüengoitia era un quijotesco inventor de mundos imposibles que sabía mirar las muchas imposibilidades del mundo. A mí no se me ocurre mejor final para que hoy mismo comience a leerlo un nuevo lector, que alzarme como un Pípila y gritarle al mundo: ¡Ibargüengoitia, forever!

miércoles, 23 de enero de 2013

Susan Sontag: la curiosidad como crítica

24/Enero/2013
La Jornada
Javier Aranda Luna

Curiosa sociedad la nuestra: cada vez tenemos más foros de discusión y, al parecer, cada vez discutimos menos. Discutir en el sentido fuerte del término: contender con razones para examinar temas esenciales como el calentamiento global, el agua, la sobrepoblación, las matanzas en Malí, el derecho a la maternidad voluntaria o la nueva peste de la sociedad moderna: el ocio.
Temas centrales que parecen telón de fondo de una puesta en escena inevitable.
Susan Sontag, quien el pasado miércoles habría cumplido 80 años, ha sido de los pocos intelectuales que han estado más interesados en comprender e incidir en la realidad que en contender por un sillón en la mesa de discusiones de colegios y academias.
Para escribir sus ensayos le importaba más que una buena bibliografía, partir de la realidad de las cosas para comprenderlas. Ningún autor por consagrado que fuera le interesaba más, por ejemplo, que las matanzas en Sudán o en Vietnam, realidades que iban más allá de cualquier interpretación literaria.
Para el Nobel alemán Günter Grass, Susan Sontag, con mucho valor y sin dejarse amedrentar por nada, criticó las irregularidades en su país y por eso fue atacada y ofendida. Y vaya que fue atacada: la calificaron de izquierdista, derechista, populista, elitista, lúcida, ingenua, comprometida, irresponsable y de practicar cuantas posiciones antagónicas pueda uno imaginarse.
Su constante razonar el mundo, su constante darle vuelta a las cosas para comprenderlas mejor, la hizo discutir con todos, e incluso con ella misma. Sontag sí cumplió con la sentencia de que el ejercicio de la crítica empieza con la autocrítica.
Siempre estoy luchando contra los estereotipos, solía decir Sontag, incluso contra aquellos que habían surgido de sus propios razonamientos.
Elena Poniatowska la llamó la conciencia crítica de Estados Unidos y Sartre celebró su inteligencia. Para Carlos Monsiváis fue una de las mujeres más lúcidas del siglo XX y para Carlos Fuentes el único intelectual con capacidad de conectar los distintos saberes y realidades del planeta.
Yo añadiría que unió, como pocos, razón y pasión para entender por ejemplo, nuestro desastre ecológico antes de que fuera tema de conversación o los cambios éticos que el uso masivo de la fotografía nos ha impuesto interviniendo en nuestra percepción de lo real o en nuestra intimidad: ¿la fotografía de un cadáver triturado por la maquinaria de la guerra es de su familia o debe ser mirado por otros para horrorizarnos de las atrocidades cometidas en él?
La fotografía, nos dice la escritora, al enseñarnos un nuevo código visual altera y amplía nuestra noción de lo que es digno de ver y de lo que tenemos derecho a observar. Y eso significa ni más ni menos, que esas imágenes que miramos constantemente en nuestra casa o en las calles, han trastocado profundamente nuestra visión ética.
Su lucha por los derechos y contra los fanatismos de cualquier índole fueron constantes en su ejercicio crítico.
Sontag empezó a leer a los tres años y a escribir a los ocho. Su mayor compromiso fue con la palabra. Pero la palabra para comprender e incidir en el mundo. Treinta o 40 correcciones por página publicada no es poca cosa en una época en la que el facilísimo en la escritura engendra esperpentos. Compromiso con la palabra que también la hizo viajar a Hanoi o a Sarajevo en momentos de conflicto para razonar a partir de lo real. Escribir para Sontag fue, sin hipérbole, un método de razonamiento.
Alguna vez le preguntaron a Sontag sobre su al parecer incesante curiosidad intelectual –destacada incluso por su hijo– al hacer cine, ensayo, novelas y ser una activista política de tiempo completo. Ella dijo entre burlas y veras que la vida del hombre creativo estaba guiada, dirigida y controlada por el aburrimiento. Evitar el aburrimiento es uno de nuestros propósitos más importantes.
Para ella la literatura fue una vocación e incluso una especie de salvación. El arte, la literatura, el pensamiento fue la única herencia real del pasado.
Susan Sontag es autora de una frase que según los editores de The New York Times define como pocas el meollo de su trayectoria intelectual y de su vida misma que terminó consumiendo el cáncer: yo creo que vale la pena seguir resistiendo. La vida como resistencia, el pensamiento crítico como lucha contra lo que parece inevitable, como laboratorio para modificar con nuestro entendimiento el presente.

domingo, 20 de enero de 2013

Elegía de la novela zombificada

20/Enero/2013
ElUniversal
Ignacio Padilla

He visto a las mejores mentes de la generación de mis padres declarar la muerte de casi todo, y a las de mis abuelos demostrar que mis padres estaban equivocados. En mi primera juventud se me dijo que no habría poesía después de Auschwitz, ni historia después de la caída del Muro de Berlín, ni libros después de Bill Gates, ni novela después de Joyce y del Noveau romain. Ahora sabemos cuán apresurados fueron y cuán descaminados iban aquellos epitafios: nos consta que mientras haya realidad y desencanto, habrá novela. Hoy, gracias a un prodigioso anacronismo entre generaciones, sabemos que tanto el arte como la historia cabalgan como Miguel Páramo: ignorantes de que están muertos, o acaso desentendidos de su propia muerte, porque en el fondo saben que tienen todavía demasiadas asignaturas pendientes con el infierno-mundo de los vivos del siglo XXI.
Esta lección, debo insistir, se la debo a la generación de mis abuelos literarios, todos ellos maestros de la novela que llegaron cuando nadie los esperaba y de donde nadie los esperaba. Los grandes novelistas de América Latina fueron mis clásicos vivos. Por ellos pude comprender que en el llamado Siglo del Terror son más necesarios y más pertinentes que nunca Victor Hugo y Balzac, Kafka y Cervantes. Las novelas de los gigantes latinoamericanos y el posterior derrumbe de las utopías, tan semejante al desenmascaramiento barroco de los ideales del siglo XVI, nos preparó para interpretar con novelas el vacío del Mundo Después del Fin del Mundo. El accidente de la novela se erigió como un respiro necesario, un monstruo dichoso en la vida que no lo es tanto, un impasse propicio para que generaciones y lectores aprendamos a dialogar en tiempos de transición, en el stand by del Apocalipsis not yet o not now. Los novelistas del Boom vinieron a ordenar con sus obras el cascajo y el cascote de un siglo XXI sobrevenido como una sucesión interminable e imparable de accidentes en todos los ámbitos de la existencia.
Con semejantes ancestros y maestros, creo que nadie como los lectores y los autores del siglo XXI estaba preparado para descreer de la muerte de la novela. Si es verdad que la utopía terminó en 1989, quienes la vimos terminar mientras leíamos al Boom estábamos destinados a ser los más aptos para promover la supervivencia de la novela como el género distópico por excelencia. El escepticismo que signa a nuestra generación contra el desencanto de la precedente ha mostrado ser el caldo de cultivo óptimo para la consagración de la novela, ese género que descree de todo menos de la imperfecta realidad y de sí misma.
Confieso que por un tiempo deseé ese mismo destino para el cuento. Esperé inclusive que la prevalencia y la supervivencia postapocalíptica de la narrativa recayese en el relato, un género en el que mi anacrónica neurosis se siente a salvo. En el cuento, todavía, rebusco un arrecife para descansar mi escrúpulo y mis últimos despojos de fe en lo perfecto imposible. En el cuento el niño que soy juega a que tiene un mapa en la mano, tierra firme bajo los pies, el cuerpo ceñido por una camisa de fuerza que podría mantenerme salvo de mis propios arañazos. Acudo todavía al cuento porque me acobarda a veces el abismo de la novela, ese vértigo que en el fondo me atrae, porque después de todo es el abismo del mundo descascarado que me tocó en suerte o en desgracia habitar. Con el cuento me refugio, me regalo una caja que imagino suficiente para no dejar de creer en una utopía de perfección que no es ni ha sido nunca viable; con el cuento me doy un contenedor para que mi materia no se desparrame y pueda yo pulirla hasta el cansancio, ingenuo, quijotesco otra vez, ignorante de que el diamante demasiado pulido no será más luminoso sino cada vez más pequeño, hasta quedar reducido a un grano de arena en el que nada consigue reflejarse, como no sea otro grano de arena: un invisible átomo de silencio que no puede ya decir nada de los hombres ni del tiempo que habitan.
Bien hubiera estado que el cuento dijese más sobre nuestro siglo. Pero no es así, y está muy bien que así sea. Como nadie o como todos, la vida se conjuga en gerundio cuando está en otra parte, nos ocurre antes de que nosotros le ocurramos a ella, esa vida llena como ha estado siempre de accidentes, siempre a la jineta de una solidez que se va desvaneciendo en el aire. Esos accidentes y esos desvanecimientos son por excelencia territorio de la novela.
Me queda al menos el consuelo de que, en este imperio ultramoderno de la novela como contingencia, al cuento se le concede todavía un puesto honorario. En nuestra tradición, el relato sobrevive como un rey viejo, fantasmal y providente que con frecuencia estima necesario aparecérsele a su vástago enloquecido para que éste no olvide su alcurnia y se vengue de quienes quisieron matarlo.
Ricardo Piglia, uno de nuestros novelistas más ilustres, se definió alguna vez como un cuentista que a veces escribe novelas para descansar entre un cuento y otro. Le oí decirlo, le creí y puede que hasta lo haya comprendido. Escuchar esto en boca del novelista Piglia, heredero impenitente de la gran tradición austral del cuento latinoamericano, me tranquilizó; sus palabras me producen todavía la sensación de deslumbramiento de quien comienza a entender así, sin más, que en tiempos de horror y distopía la novela volverá cíclicamente a mostrar su esqueleto cuentístico y a parecerse más al Quijote de 1605 que al Quijote de 1615.
Después de todo, la inevitabilidad del cuento como un espíritu gobernante entre las sombras es otra de las grandes lecciones de la gran novela latinoamericana del siglo XX. Nuestra gran tradición novelística se debe al cuento tanto como nuestra actual distopía de dictadores, democracias fallidas y bandidos de cuello blanco se debe a la esperpentización del utopismo nacionalista del siglo XVIII. Siempre tarde en casi todo, América Latina alcanzó al mundo justo cuando comenzó a mirar y a mostrar su realidad. En el yermo del escepticismo ante la lengua y la literatura del continente pícaro por excelencia, la feliz legión de grandes novelistas hispanoamericanos nos enseñó que, hablando de novelas modernas, todos los caminos conducen a Cervantes a través de Borges. Fuentes, García Márquez, Vargas Llosa y Onetti nos demostraron que tanto debió Victor Hugo a Maupassant como Cortázar a Felisberto Hernández. Como los cuentos de Cervantes, los cuentos de América Latina estaban condenados a crecer y desmadrarse en novelas por la simple razón de que la novela se entiende mejor en los tiempos transitivos y los espacios liminales: por eso El llano en llamas engendró Pedro Páramo, y por eso Casa tomada creció en Rayuela; por eso nació Aura, un relato tan siniestramente fronterizo que es ya un punto más y un punto menos que una novela.
Novela que es cuento que es vida como instrucción de uso. Novela como pluralidad del cuentote desbordado de la existencia latinoamericana. Con las novelas de la dictadura y las novelas de la decadencia y las novelas del fracaso de la megalópolis comprendí de qué modo y en qué pantagruélica medida los novelistas sacaron de la cantera del cuento sus piedras en bruto, unas piedras que dejaron así porque sabían que la contemporaneidad americana servía mejor antes opaca que brillante, pues la belleza hoy es un espejo cóncavo capaz de reflejar el hecho de que la realidad de América Latina era la realidad de todos los hombres en otro siglo atroz, un siglo donde vida y muerte nos ocurrieron como sólo ocurren las cosas en la novela: sin esperarlo y sin esperanza, sin mapa posible, siempre reflexionando, siempre urgentes, a veces sumergidos y a veces emergentes, siempre improvisando frente a la sorpresa de la injusticia, el genocidio y el terror, siempre resignándonos a no comprender la historia ni controlarla por la sencilla razón de que la historia va siempre más aprisa que el historiador, y tanto, que mejor parece acudir a la novela, esa ficción de los ojos cerrados, y esperar lo que venga y que sea lo que Godot quiera.

Ibargüengoitia: instrucciones para leer a Jorge

19/Enero/2013
El Universal
Alejandra Hernández

Hace casi tres décadas, el 27 de noviembre de 1983, una tragedia aérea acabó con la vida de Jorge Ibargüengoitia, a los 55 años. El accidente, ocurrido en Madrid, truncó la obra del guanajuatense, que este 22 de enero cumpliría 85 años.
En una significativa coincidencia, la vida de Ibargüengoitia comenzó el mismo año en que terminó la de Álvaro Obregón, cuyo asesinato despertó un vívido interés en el escritor y periodista, quien retoma las circunstancias del magnicidio en El atentado, una obra de teatro que, como otros de sus trabajos, satiriza episodios de la Revolución Mexicana.
Con una peculiar vena humorística, Ibargüengoitia parodió también la revuelta escobarista (en el ocaso de la gesta) en su primera novela: Los relámpagos de agosto, ganadora del Premio Casa de las Américas 1964. De la lucha de Independencia partió de la conspiración de Miguel Hidalgo para dar forma a la también novela Los pasos de López.
Pero el guanajuatense (22 de enero de 1928-27 de noviembre de 1983), quien llegó a la ciudad de México aún niño, no sólo desmitificó pasajes de la historia: su obra abarca infinidad de textos periodísticos que revelan su interés por los asuntos de su época.
Debido a la soltura con la que pasaba de un género a otro -teatro, novela, relato, artículo periodístico y cuento infantil- y al singular estilo con el que abordó varios temas, Ibargüengoitia es uno de los autores mexicanos que más ha influido en los escritores nacidos a mediados del siglo XX.
Con motivo de los 85 años del nacimiento de Ibargüengoitia, Juan Villoro, Fabrizio Mejía Madrid, Enrique Serna y Armando González Torres hablan del legado del autor.
El escritor Juan Villoro, coordinador de la revisión crítica de El atentado / Los relámpagos de agosto, sostiene: "Ibargüengoitia entendió, como nadie, que no hay nada más misterioso que la cotidianidad.
Uno de sus libros de crónicas lleva el apropiado título de Misterios de la vida diaria. Cuando se ocupó de temas históricos, reveló que muchas de las gestas que consideramos épicas se debieron a caprichos privados y arrebatos íntimos".
No obstante la riqueza temática y estilística de la obra del guanajuatense, Villoro ha sostenido que Ibargüengoitia es uno de los escritores menos estudiados de nuestra literatura. Atribuye ese vacío a la solemnidad de la cultura mexicana y a que el humor no se valora como un atributo de la inteligencia.
"Esto ha ido cambiando; poco a poco, nuestro ambiente cultural ha ido entendiendo que la ironía no es sólo una manera de hacer reír, sino de hacer pensar".
Fabrizio Mejía Madrid, narrador y cronista, coincide en que "Ibargüengoitia rompe con la solemnidad de la tradición literaria mexicana". Esto, dice, al menos en dos aspectos: el humor y el uso de un lenguaje desparpajado: "El mismo Ibargüengoitia confesó que su modelo literario era Evelyn Waugh, quizás el más relajiento de los escritores británicos. En donde Juan Rulfo ve sombras y montones de piedras, en donde Octavio Paz ve árboles milenarios y explicaciones de la mexicanidad, Ibargüengoitia ve, en cambio, el sainete, el relajo y la chunga. Esa mirada impacta a las siguientes generaciones de escritores, comenzando, me parece, con Juan Villoro".
Añade: "En Ibargüengoitia se combinan periodismo y literatura. El humor en sus artículos era el mismo que en las novelas, no hay diferencia. Cuando escribe Las muertas, sobre el caso de Las Poquianchis en lo que, ahora es el rancho del ex presidente Vicente Fox, declara que quiso hacer una novela como A sangre fría, de Truman Capote, pero que tuvo que ser humorística porque ‘los testigos, la policía, los jueces, todos, habían sido comprados'".
Las muertas, inspirada en un sonado caso de lenocinio es la obra maestra de Ibargüengoitia, según varios críticos.
Para el narrador y ensayista Enrique Serna, "Ibargüengoitia era un narrador con una gran intuición para observar la ridiculez humana y la doblez del comportamiento social. Caracterizaba muy bien a sus personajes con unas cuantas pinceladas, y sabía urdir intrigas tragicómicas que bordeaban la farsa, sin rebasar las convenciones de la novela realista. Su enfoque irónico de la existencia y de la realidad mexicana en particular amplió los horizontes de la narrativa mexicana moderna".
El poeta y ensayista Armando González Torres considera que Ibargüengoitia "deja como legado un tono de humor lúcido y crítico poco cultivado en la literatura mexicana".
En relación con los recursos que empleó y los temas que abordó, sostiene: "Cultivó los más variados registros del humor, desde la burla abierta hasta el guiño irónico. Su mirada fue muy amplia y lo mismo se ocupó de ridiculizar la Historia de bronce que de criticar amenamente al mundo intelectual y sus vicios y mezquindades".
 
De la ingeniería al arte dramático
Jorge Ibargüengoitia estudió ingeniería en la UNAM, pero en 1951 empezó la carrera de arte dramático. Entonces incursionó en la crítica y escritura de teatro como discípulo de Rodolfo Usigli. Así comenzó una carrera prolífica en el mundo de las letras, una obra de la que diversos escritores y periodistas se han nutrido.
Villoro, autor de ¿Hay vida en la tierra?, colección de textos periodísticos que "siguen la estela" de Ibargüengoitia, comenta: "Me gustaría pensar que he aprendido cosas de él, sobre todo en la vena irónica o satírica de algunos de mis artículos. Él es mucho más económico y directo, pero sin duda se trata de mi mayor modelo al escribir artículos que aspiran a ser retratos irónicos de nuestra realidad".
Villoro, quien seleccionó y prologó la antología de crónicas de Ibargüengoitia Revolución en el jardín, dice que entre los autores que han continuado con la tradición de Ibargüengoitia está Guillermo Sheridan -quien ha compilado artículos periodísticos del guanajuatense en Autopistas rápidas, Instrucciones para vivir en México y La casa de usted y otros viajes-, y Mejía Madrid, quien confiesa: "cuando tengo bloqueos, leo una página de Instrucciones para vivir en México y me salen ideas de novelas".
En contraste, Serna afirma que nunca se ha propuesto seguir el ejemplo de Ibargüengoitia, pues cree que es inimitable. "Yo tiendo más al humor grotesco y él era más sutil".
Ibargüengoitia, quien siempre rechazó el mote de humorista y solía tener desencuentros con los asistentes a sus conferencias, fue un escritor riguroso que construía meticulosamente sus historias y personajes, según ha contado su viuda, la pintora inglesa Joy Laville, autora de las portadas de sus libros y Premio Nacional de las Artes 2012.

domingo, 6 de enero de 2013

Los libros del año 2012

6/Enero/2013
Reforma
Sergio González Rodríguez

La muerte de Carlos Fuentes (1928-2012) señala el término de un ciclo en México: el de la literatura moderna-vanguardista-cosmopolita que comenzó a destacar en la década de los años 50 del siglo anterior y trascendió al inicio del siglo 21. Ahora, la literatura mexicana mantiene dos rasgos: diversidad y fortaleza, que oscilan entre la tradición inmediata y el gusto ultracontemporáneo. Esta tensión se fundamenta en un poder intergeneracional.

Como puede comprobarse con el siguiente inventario bibliográfico, están lejos de imponerse escritores de una misma generación. Por el contrario, prevalecen obras y autores en un espectro que incluye, debido a su valor literario, a quienes nacieron entre los años 30 y los 80 del siglo 20.

En los hechos, tal situación contradice el lugar común, tan falso como reiterado, de que la literatura mexicana vive un "cambio" a favor de alguna sola generación, la cual sólo se vería en el espejo de sí misma. Por fortuna, y de eso están hechas las mejores tradiciones literarias, la convivencia intergeneracional refleja el atractivo de la literatura mexicana de hoy, ya distante del predominio de una figura o generación señera. Una literatura en busca de reencontrarse con nuevos públicos para reinventar sus prestigios en un entorno difícil: en México, la venta de libros casi se ha estancado (CANIEM/Milenio, 27 de diciembre de 2012) y el libro electrónico está lejos de despegar.

 
El libro del año: Gabriel Orozco, de Gabriel Orozco, registro retrospectivo de la obra del artista mexicano más importante en México y en el mundo;
 
Novela sin ficción: Tela de Sevoya, de Myriam Moscona; Canción de tumba, de Julián Herbert; Campos de amapola, de Lolita Bosch;
 
Novela: gotas.de.mercurio, de Edson Lechuga; La transmigración de los cuerpos, de Yuri Herrera; Vida digital, de Fabrizio Mejía Madrid; Fuga en mí menor, de Sandra Lorenzano; Federico en su balcón, de Carlos Fuentes; El Sinaloa, de Guillermo Rubio; El lenguaje del juego, de Daniel Sada; Arrecife, de Juan Villoro;
 
Primera novela: Tu materia son los huesos, de Andrés Téllez Parra; Eros díler, de Nazul Aramayo;
 
Novela histórica: Diario de las cigarras, de Antonio Saborit; Imperio, la novela de Maximiliano, de Héctor Zagal; Las paredes hablan, de Carmen Boullosa;
 
Escritores que insisten en autoparodiarse hasta convertirse en ruido:
 

Mario Bellatin, El libro uruguayo de los muertos; Guillermo Fadanelli, Mis mujeres muertas;
 
Relato: Despertar con alacranes, de Javier Caravantes; Taller de taquimecanografía, de Gabriela Jáuregui, et al.; Montezuma's Revenge, de Carlos Martín Briceño; Carajo, de Antonio Calera-Grobet; La trama secreta. Ficciones, 1991-2011, de Mauricio Molina; Largas filas de gente rara, de Luis Jorge Boone; Sudor añejo y sardina, de Enrique Blanc; El mal de la taiga, de Cristina Rivera Garza; La mujer de M., de Mauricio Montiel Figueiras;
 
Testimonio: El hijo de Míster Playa, de Mónica Maristain; Libro de las explicaciones, de Tedi López-Mills; Los testimonios, de Óscar Benassini, et al.;
 
Ensayo: Maravillas que son, sombras que fueron, de Carlos Monsiváis; Andar y ver. Segundo cuaderno, de Jesús Silva-Herzog Márquez; El eclipse del sueño de Sor Juana, de Américo Larralde; Del duro oficio de vivir, beber y escribir desde el caos, de J.M. Servín; El taller de no ficción, de Bruno H. Piché; La luz detrás de la puerta, de Norma Lazo; Mudanza, de Verónica Gerber Bicecci;
 
Novela política: Justicia, de Gerardo Laveaga;
 
Ensayo político: ¿Y usted cree tener derechos?, de Irma Saucedo, Lucía Melgar, et al.; El derecho a cuestionar el derecho, de Mónica Maccise Duayhe; La utopía posible (periodismo por la despenalización de las drogas), de Carlos Martínez Rentería; Violencia y seguridad en México en el umbral del siglo XXI, de Martín Gabriel Barrón Cruz;
 
Crónica: Crónica de un sexenio fallido, de Ernesto Núñez Albarrán; Generación Bang. Los nuevos cronistas del narco mexicano, de Juan Pablo Meneses; Coronada de moscas, de Margo Glantz;
 
Autoayuda: ¿Qué hacer? La alternativa ciudadana, de Carlos Salinas de Gortari; La mafia que se adueñó de México... y el 2012, de Andrés Manuel López Obrador;
 
Historia de la prensa: Buendía, de Miguel Ángel Granados Chapa; México: 200 años de periodismo cultural, de Humberto Musacchio; Viaje de Vuelta. Estampas de una revista, de Malva Flores;
 
Poesía: En el centro del año, de Jaime Labastida; Arte & basura, de Mario Santiago Papasquiaro; La ciudad de los muertos, de José Homero; Campo Alaska, de José Javier Villarreal; Autocinema, de Gaspar Orozco; Trivio, de Josué Ramírez; Poemas perrones pa' la raza, de Fausto Alzati Fernández; Dioses del México antiguo, de Óscar de Pablo y Demián Flores; Una forma escondida tras la puerta, de Francisco Hernández; Vivo, eso sucede. Poesía reunida, de Juan Bañuelos; Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964, de Salvador Elizondo;
 
La peor propaganda: "Alberto Chimal es el Henry James de su generación";
 
El peor libro del año: La escuela del aburrimiento, de Luigi Amara: 287 gracejos, es decir, por lo menos uno en cada página, con la misma idea. Quéee divertido.

sábado, 5 de enero de 2013

El ángel de Salvador Elizondo

29/Diciembre/2012
Laberinto
Miguel Ángel Flores

En su libro Tiempo mexicano Carlos Fuentes dedica unos reglones a recordar a un compañero de estudios varios años menor que él. Se llamaba Salvador Elizondo, una figura oscura, no en el sentido de la notoriedad sino por el aspecto sombrío de sus gustos o de las zonas de las manifestaciones del arte que le interesaban. Elizondo era el más joven de los estudiantes que en la Facultad de Derecho publicaban la revista Medio Siglo. Había asombrado a todos que en su ensayo “La idea del hombre en la novela contemporánea” hiciera observaciones sobre novelas de Hesse, Huxley, Faulkner, Kafka, Joyce, por ejemplo, que pocos habían leído en México y que no constituían entonces centros de atención para quienes se ocupaban de la práctica y crítica de la novela mexicana.
Salvador Elizondo había gozado del privilegio de una juventud acomodada debido a la buena posición económica de su padre, que entre otras cosas había sido productor de cine y terminó su vida ocupado en actividades bancarias de alto rango. Elizondo pudo así aprender desde su niñez el inglés y el francés que leía sin ninguna dificultad. Estudió en el extranjero y vivió y viajó por la Europa de la postguerra donde se incubaban todos los frutos de la modernidad y la postmodernidad. Años en que se desarrollaban polémicas de todo tipo y cuyos personajes eran Sartre y Camus, entre otros. La lectura de Joyce fascinaba al joven Salvador Elizondo y había despertado su interés la escritura china tanto por el aspecto estético del que participa como por su estructuración para producir significados. Y así llegó a la lectura de Fenellosa y la poesía de Ezra Pound. El fenómeno estético de la poesía lo intrigaba. Sentía gran interés por los aspectos técnicos del arte en todas sus manifestaciones. Sus intereses se inclinaban al ejercicio de la ficción, de la pintura, la fotografía, el cine: actos sucesivos y congelación de instantes. Memoria e imagen. La ejecución técnica constituía la simiente de cualquier arte, su operación técnica iba a ser para él tan importante como la manifestación de los sentidos y los contenidos. El cine en cuanto a metáfora de instantes y movimientos constituía uno de sus más intensos centros de atención.
La actividad intelectual de Salvador Elizondo se hizo presente en las publicaciones que dirigían Fernando Benítez y Jaime García Terrés, y también en las de sus amigos como Juan García Ponce y Tomás Segovia. Fundó una revista, de efímera vida, Snob, y fue un miembro muy activo del grupo Nuevo Cine que buscaba renovar la crítica de cine en México y se empeñaba en denigrar, muy merecidamente, lo que los productores y directores nacionales concebían para su exhibición en pantalla. Filmó una película en 16 mm, Apocalipsis, y escribió un lúcido ensayo sobre la primera etapa de la filmografía de Luchino Visconti. Había aprendido la técnica de pintar un cuadro con Jesús Guerrero Galván, pero nunca exhibió ninguno de sus cuadros; escribió también un importante estudio, breve, sobre la pintura de Vicente Rojo en cuanto a sus aspectos formales, pero no asumió el ejercicio de la crítica de artes plásticas. Practicó la fotografía, mas para él esta actividad fue un asunto privado.
¿Cuál era su verdadera vocación?, se preguntaban quienes seguían sus escritos y sus conferencias. En 1965 asombra a los lectores con la publicación de Farabeuf. Un texto insólito para el medio mexicano. A partir de la observación de una fotografía que congeló el momento de suma crueldad a la que estaba siendo sometido un cuerpo en China, se desencadenó en él un proceso narrativo en el que se aliaban los procesos de la memoria, el afán por capturar un instante sobre el que se construye toda una narración en su imposibilidad de ser aprehendida en todos sus aspectos, y en la que giran como soles nocturnos el deseo, la muerte, el éxtasis del dolor y los cauces del erotismo, a veces ignotos. Los mejores momentos de la narración son aquellos en que la realidad se relata de tal modo que nos enfrentamos a una irrealidad de cuanto se narra: ¿de verdad sucede lo que se dice en los torturados renglones de la ficción? Una rebelión en China desencadena el horror y la técnica quirúrgica nos remite a una sórdida destreza para cortar la carne humana. Pero lo que nos llega a interesar de la novela no son los relatos de la crueldad sino los juegos y engaños a que nos puede orillar la memoria y nuestra percepción del tiempo. Es evidente que la aportación de Elizondo se refiere a las zonas oscuras y sombrías de nuestra condición. Le interesó reportar esos hechos bañados por una luz difusa y mortecina que nos remite a lo insólito, y sintió gran atracción por lo insólito, de encuentros y desencuentros impregnados por lo enigmático.
Hizo ejercicios narrativos que le sirvieron para dominar su oficio, como los cuentos de Narda y el verano, donde sin embargo no están ausentes los rasgos que caracterizan su narrativa. Y nos sorprendió con su relato Elsinore pues en él entra a la esfera de los sentimientos desde una perspectiva muy diferente a la que había hecho característica su escritura. Sin disputa ni controversia, Elizondo se hizo de un sitio de relevancia en la narrativa mexicana.
En relación con su bibliografía casi no se mencionaba que Salvador Elizondo había entrado en la literatura por la puerta de la poesía. Su primer libro pertenece a ese género. Pero no persistió en él, al menos no divulgó cuanto escribió en este dominio. Sus amigos y los enterados conocían de la existencia de ese libro, un libro maldito, para el autor, no por sus rasgos estéticos y éticos, sino por malo. ¿Cuánta justicia se hacía a sí mismo Elizondo? Poesía fue su título; y fue patrocinado por el mismo autor. Nadie le preguntó a Elizondo si no había encontrado un editor profesional que se hubiera querido ocupar de él. O si la impaciencia lo llevó a publicar en edición de autor. Quién sabe quién pueda responder ahora esas preguntas; ahora que es uno de nuestros escritores más célebres y reconocidos.
El libro lleva el escueto título de Poesía, apareció en 1960 sin pie de imprenta. Salvador Elizondo tenía entonces 28 años de edad y se supone que los poemas reunidos debieron haber sido escritos durante la primera etapa de sus veinte años; ¿se podría suponer que fueron fruto de la precocidad? Salvador Elizondo nunca comentó públicamente (salvo que exista una pequeña nota de prensa) que hubiera continuado escribiendo poesía. Pero en una entrevista, realizada pocos años antes de su muerte, señaló que tenía la intención de publicar sus poemas que consideraba dignos si se relacionaban con lo que se escribía ahora y que se nos quiere hacer pasar como poesía.
No sucedió eso en vida. El rescate de su archivo, la exhumación de los manuscritos, o la preparación de los originales ya dispuestos para su impresión, lo que no se señala en el libro de su autoría que este año publicó el Fondo de Cultura Económica, nos entrega la novedad de un conjunto de poemas bajo el título Contubernio de espejos. Poemas 1960-1964. Resulta muy interesante comparar su libro de 1960 y el que apareció este año. Interesante en el conjunto de la poesía mexicana del siglo XX; interesante en cuanto a los planteamientos de su poética, o, si se quiere, en cuanto a su idea de percibir el fenómeno poético; interesante en si es válido plantearse cómo se debería publicarse un libro de un autor de su talla ya fallecido.
En el libro de poesía se advierte que Salvador Elizondo aparece como un autor de sólida cultura; es decir, no hay un tono ingenuo en los poemas, tanto en el procedimiento de su escritura como en lo que quiere plasmar en el poema. Muy joven había leído en su lengua original otra fuente de la técnica de su escritura: la que constituye la lectura de Mallarmé y Paul Valéry. Dentro del ámbito de la poesía francesa había surgido el movimiento de los surrealistas. Pero no solo fue la poesía surrealista la que se advierte en muchos de sus poemas sino la pintura. La forma en que “pintó” el silencio De Chirico. La transformación de una geometría en una especie de pesadilla, que contiene el peso de una realidad desolada y de desamparo. La solidez que se percibe como ruina. De la escritura surrealista quedó la libre asociación y el sueño donde se potencian los aspectos más oscuros de la realidad, o donde se hace comprensible por el deseo. Elizondo pertenece a la estirpe de los poetas para quienes los procedimientos del surrealismo constituyen la última deriva del romanticismo. Elizondo parece decirnos que la lepra de la vigilia es la escoria de nuestros sueños. Solo la oscuridad de la noche puede realizar la transmutación de esa oscuridad que emite una “luz” bajo la cual los ojos perciben el horror de nuestros actos.
El ángel de Rilke es terrible en el grito. El ángel de Elizondo lo es en la penumbra y la alusión. Los ángeles se ciernen sobre coitos que anuncian premoniciones. En la fabulación de Elizondo a los coitos los acompaña la música del grillo, como si fuera rara avis, y la carne en el coito suspendido queda en nada, solo hay esqueletos recién fotografiados. Y ese acto físico se realiza contra un telón de fondo donde se escuchan trenes que parten, el cielo es azul y tiene estrellas y el “espejo guarda la memoria de una mirada muerta”; todo sucede en una atmósfera enrarecida que dicta el tono de todo el libro: los poemas se construyen siguiendo una línea de fabulación e imaginación extraña para la poesía mexicana. Los cadáveres dan testimonio: “En este espacio yermo/ deshabitado de palabras/ todo futuro es yerto/ todo presente es fijo/ todo pasado es muerto”. En ciertos momentos muchos de los poemas se pueden leer desde la perspectiva de la imposibilidad de las palabras para expresar un acto concreto, de la imposibilidad de elaborar la metáfora del instante y la sorpresa con un sistema que solo admite la sucesión al expresarse, lo que impide que sus medios fijen un instante. Por eso el poema se convierte en ese espacio yermo que no habitan palabras. El espejo refleja una mirada, pero la mirada está vacía: “Solo quedan los gestos de los dioses/ inmóviles, difusos en el polvo;/ el viento los circunda y los arremolina/ la tolvanera erguida/ parece que está viva/ …y sólo gira”. En ese procedimiento de sucesión la memoria se confunde en el orden de lo que acontece, lo que se filtra y queda grabado se impregna de apariencia: “Los hombres —los viejos sobre todo—/ han pasado el invierno encerrados,/ atizando los frágiles fogones del recuerdo/ con las palabras que fueron vuestras/ y que ahora reposan ateridas/ en el fondo desolado de sus ojos/ como fosos […] y el sol los encontraba dormidos sobre su impotencia/ como sobre un fardo de sombras, sin haber recordado vuestros nombres; huecos sus corazones como una urna”.
El sistema metafórico de Elizondo basta para manifestar que tenía plena conciencia sobre la construcción de un poema. Aunque no se siente preocupado por los aspectos técnicos, y deja que el poema transcurra libremente encontrando su propio ritmo, no hay una voluntad de orden y de rigor en la expresión que da solidez a sus versos. Volvamos a una palabra para describir la poética de Elizondo: desolación. Los dioses han abandonado los escenarios donde transcurre la fabulación de los poemas. Los dioses le son desconocidos, los jóvenes son aconsejados por un ángel terrible y “solo saben que la inmortalidad/ es la incorporación de los cadáveres”.
Podemos imaginar: alguien vaga sobre arquitecturas que desconciertan y señalan en su abandono la premonición de algún encuentro. Pero cuanto se mira en torno se esfuma en el preciso momento en que los ojos tocan presencias y recuerdan ausencias. El poema “Encantamiento contra la enfermedad” nos da la medida de los alcances de esta poesía en cuanto a su expresividad, la atmósfera que la envuelve y la consumación de sus logros:
Cuando digas el nombre de los dioses
         bajando por la escalera
         tus ojos encontrarán los ojos
         de algún desconocido
         y pensarás en lo que tantas veces me dijiste.
                    Olvidarás tu nombre poco a poco.
                    no quedará de ti más que tu sombra
                    disolviéndose lenta contra el muro
                    y tu paso, ágil sobre la arena,
                    se desvanecerá junto a la espuma
                    y sólo tu recuerdo pronunciarás dos veces
                   el nombre con que abrías la ventana:
                   Mar. Mar.
Como se había mencionado ya, el Fondo de Cultura Económica ha puesto en circulación un delgado volumen que contiene los poemas que, según nos dice el título del mismo, fueron escritos entre 1960 y 1964. Es decir, todo parece indicar que son posteriores a la redacción de sus primeros poemas que aparecieron en el libro Poesía. Lo primero que distingue a los poemas de la segunda etapa es su voluntad de forma. Elizondo insistía que el exceso de libertad, o el libertinaje, a que había sido sometido el acto de escribir poemas había desembocado en textos donde se podía encontrar de todo menos poesía. El verso librismo en sus mejores logros parecía solo prosa cortada que no contenía los ritmos que exige el poema más libre. La lección de Valéry estaba muy presente. En el peor de los casos, lo que se entendía por poema era solo la expresión con mala prosodia de contenidos vulgares. La expresión suprema del poema como mecanismo de contenido y forma lo constituía para Elizondo el soneto: un silogismo que se construía siguiendo las reglas de una estructura precisa. El soneto era para Elizondo un mecanismo verbal que debía bastarse a sí mismo y en su rigor nos enfrentaba con el vacío que había producido vértigo a Mallarmé. Todo esto conducía a un callejón sin salida: la imposibilidad de escribir, que se podía expresar por la metáfora en la que un espejo se enfrenta a otro espejo y en la reproducción infinita las formas se pierden en el vacío. Su mejor ejemplo era su texto en el que alguien se ve escribir a sí mismo hasta perder su identidad. Pero no fue la precisión técnica lo que hizo mejor poeta a Elizondo. Sus sonetos están aceptablemente construidos. Pero los debilita que recurra con frecuencia a la rima utilizando el participio pasado y que en ninguno de ellos se haya planteado un tour de force. Su intención nos recuerda al acto fallido que han sido los poemas de los autores brasileños como Lêdo Ivo que junto con sus compañeros, después de la aventura vanguardista de los Andrade o Bandeira y Drummond, buscaron refugio en la tradición para encaminar por el “buen” rumbo a la poesía. Después de los momentos de sorpresa, de metáforas insólitas de realidades habitadas por el mal, las pesadillas, la muerte que se trasmuta en deseo, Contubernio de espejos parece suceder en esa misma atmósfera, pero se tiene un sentimiento de asepsia cuando se lee ahora a Elizondo:
          Tibio remanso a furias excitable
                      con apremio del doble compromiso
                      que trueca el infierno en paraíso
                      su galopar inmóvil e implacable.
Aunque están presentes la manifestación de sus mejores virtudes como escriba que había alcanzado en su anterior libro, como el poema “Imagen”:
        
 Viven en un espejo
                      de azogue turbio y realidad incierta.
                      te invoco en su reflejo
                      y se queda desierta
                      la angustia con que llamo en esa puerta.        
Contubernio de espejos exigía que fuera acompañado de un prólogo, que fuera el resultado sobre la investigación acerca de ciertos aspectos de Elizondo como poeta. Entre sus papeles, ¿se encontraron más poemas? Hacer un cruce entre su narrativa y su poesía: en Farabeuf hay pasajes que se desprenden directamente de algunos poemas, y en ambos la simbolización y el juego de la memoria desempeñan un papel semejante. Contubernio de espejos parece ser la glosa de los poemas publicados en el primer libro; se puede hablar también que en algunos casos se recurrió a la reescritura. Hay un poema que pasó íntegro de un libro a otro sin ninguna modificación. En fin, aspectos que resultan confusos en una valoración de la poesía de Elizondo.

miércoles, 2 de enero de 2013

Contra lo que se piensa, un alma feliz puede escribir poesía

2/Enero/2012
La Jornada
Mónica Mateos-Vega

El poeta Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, Veracruz, 1946) recibe el premio Nacional de Ciencias y Artes, en el rubro de Lingüística y Literatura, con emoción y tranquilidad, pero también, afirma, con la sensación de traer puesto un saco que me queda grande, y con una pregunta latente: ¿será que con un reconocimiento como éste podré ya sin ningún problema dedicarme a leer y escribir el resto de mi vida?
De acuerdo con el jurado, el autor es una de las voces representativas de la nueva poesía mexicana: su obra es muy versátil y maneja con igual vigor los temas sensuales, el humor negro y la añoranza. Aunque escritos de forma breve, los temas abordados en su obra también son el desencanto por el mundo, la violencia, el erotismo, el tiempo, la muerte y la palabra, entre otros. Algunos de sus libros se caracterizan por una visión trágica de la existencia.
Él simplemente se reconoce y describe como un hombre feliz: Sólo he escrito poemas, un diario, un par de antologías; no traduzco, no he escrito cuentos, ni novelas, ni ensayo, ¡qué fortuna que por escribir coplas y versos se pueda ganar un reconocimiento como este!, pues tanto nos han dicho que la poesía no sirve para nada o, como decía un poeta chino, que sólo sirve para renovar el espíritu de la vida.
Pero la poesía sirve para mucho más, reitera el galardonado, en entrevista con La Jornada. Por eso no comprendo qué miedo le tienen algunos políticos, miedo a ser débiles o imaginativos. En otros países hasta hay políticos poetas, algún alemán o serbio escritor, o que leen y no les da vergüenza, no se sienten menos por eso. Pero acá les preguntan y lo confunden todo, no saben. Es como si el tiempo se les viniera encima y eso favorece su ignorancia. No puede ser, pero así es, lamentablemente. ¡Ellos se lo pierden!
Lectura a fuerza
Francisco Hernández recuerda cuando su padre le decía: quiero que seas un hombre útil; ¿cómo te vas a dedicar a escribir versos?, quiero que estudies medicina o ingeniería. No obstante, fue precisamente su progenitor quien, un día inolvidable, allá en San Andrés Tuxtla, le rompió al adolescente Francisco una revista de historietas y le puso en las manos un ejemplar de la Historia de la literatura hispanoamericana.
“Empecé a leer a fuerza –reconoce el poeta–, pero en casa estaban otros libros: de Juan Ramón Jiménez, de Rubén Darío. Comencé a imitar esos versos rimados, pero también los que escuchaba de todos los soneros jarochos de la región. Luego llegué a la ciudad de México; aquí entré en contacto con las librerías y se me abrió el panorama a Pablo Neruda, a Octavio Paz, poetas maravillosos que me enriquecieron. Me abrieron un mundo amplio, riquísimo, y ahí comenzó a crecer el espíritu de la vida.
Cuando gané el premio de poesía Aguscalientes en 1982, que fue la primera emoción, el primer reconocimiento a lo que escribía, y la primera vez que me publicaron en una editorial reconocida, le mandé a mi padre el diploma. Lo envolví y le comenté a mi madre que se lo diera y dijera que era un obsequio de parte mía, una artesanía típica de Aguascalientes. Cuando lo recibió, no comentó nada, sólo me mandó de regalo una loción. Ya después fue aceptando que la poesía no era una imposición ni algo que hacía por capricho, sino algo que no me iba a quitar de encima. Sucede que mi padre tuvo un primo que escribía versos y murió de alcoholismo. Tenía miedo de que me fuera a pasar lo mismo. Cuando empecé a beber y a escribir poemas, eso pensó.
Simplemente por gusto
El autor afirma que nunca se propuso dedicarse a ser poeta: “lo hice, lo hago, simplemente por gusto. Ingresé a una escuela de publicidad y me dediqué a esa profesión durante 29 años. Nunca me estorbó para escribir poesía.
“En la publicidad también se necesita la precisión en el lenguaje, como decía Aldus Huxley, para encontrar la palabra precisa para convencer, en unos cuantos segundos, a las personas de que compren algo que ni siquiera necesitan.
En eso se parecen un poco la publicidad y la poesía, aunque en esta última no se trata de convencer para comprar algo. Es más difícil: con unas pocas palabras hay que hacer sentir a los lectores eso que no sabían que se podía sentir, o descubrirles un mundo, un espacio, un rumbo. No una alucinación, sino la imaginación.
Entre la publicidad y la poesía
El poeta señala que gracias a que aparecieron las becas para escritores pudo dejar las agencias de publicidad y dedicarse de lleno a la literatura.
“Creo que, contra lo que se piensa, un alma feliz es capaz de escribir poesía. Neruda es uno de ellos. Aunque por ahí escuché a alguien que asegura que la poesía feliz no tenía historia y en México hay poetas con almas retorcidas, también existen escritores con una extraordinaria fortaleza, como Eduardo Lizalde, por ejemplo, quien no creo que sea un atormentado, al contrario. Lo más fácil al escribir poesía es irse por el lado tormentoso; es un camino trillado, se piensa que si uno se mete por ese túnel la poesía cae del cielo, y no.
“Es mejor estar lúcido. En mi caso, cuando dejé de beber, lo que empecé a escribir fue rimado, versos octosilábicos, sonetos. Me sentí más sereno, con calma para ponerme a estudiar, para pedir a mis amigos que sabían más de eso que me indicaran cómo se hacía. Así cambió mi forma de escribir, que antes era soberbia; no me importaban los poemas rimados, pensaba que eran tonterías. Pero me regresé y empecé por donde se debe. Esa fue una gran lección.
“Con todo, es muy difícil sentirse poeta. Todavía me cuesta mucho trabajo hablar de ‘mi obra’. No. Le llamo ‘mi escritura’. No sé si tengo ya una obra. Poeta es un saco grande. Poeta es Octavio Paz o Saint-John Perse, y no creo que lo anduvieran diciendo. Simplemente me pongo a escribir y ya. Que los demás me digan que soy poeta, pero cuando lo hacen no me la creo. Si poeta es escribir algo extraordinario, creo que todavía me falta”.
Entre los más de 20 libros que Francisco Hernández tiene publicados destacan Mar de fondo, Moneda de tres caras, Población de la máscara. 62 autorretratos, Diarios sin fechas de Charles B. Waite y La isla de las breves ausencias.
La candidatura del autor para los premios nacionales de 2012 fue idea de la poeta Minerva Margarita Villarreal, quien consiguió que la Universidad Autónoma de Nuevo Léon lo propusiera.
Aun con uno de los máximos premios literarios bajo el brazo, Hernández siente inquietud con respecto a dónde publicará los dos libros inéditos que tiene ya listos sobre su escritorio. No se confía, sabe que en el país es difícil encontrar una editorial para la poesía.
“Nunca es fácil publicar, para nadie. Quizá para algunos consagradísimos, pero no para todos nosotros. Por eso a los jóvenes les digo que escriban lo que les haga vibrar, sentir, lo que les guste, lo que les apasione. Esa pasión hará posible, antes que nada, que transmitan algo a los posibles lectores, no importa si son sólo tres o cuatro, ya llegará el momento de publicar.
La escritura de poesía no se puede detener; continuará porque es una de las formas más claras de estar vivo. Pero la producción de poemarios y el hecho de que se vendan menos que las novelas o los libros de autoayuda entorpece su difusión. Pero uno se las ingenia. Más que cuando yo empecé, han surgido editoriales independientes y son una alternativa. Ahí están y no se rajan. Si nadie me publica esos dos libros inéditos que tengo, acudiré a ellas.
–¿Qué va a hacer con el monto de su premio?
–Como ya dije, tener la tranquilidad de leer y escribir, pero también pienso viajar a Berlín, pues cuando escribí Moneda de tres caras, donde aludo a Robert Schumann, Friedrich Hölderlin y Georg Trakl, está presente esa ciudad de oídas; ahora quiero vivirla.