sábado, 15 de diciembre de 2012

Entrevista con Darío Jaramillo: "Todo empieza con un hecho que roba la atención"

15/Diciembre/2012
Laberinto
José Pablo Salas

La realidad en un continente a la vez diverso y violento como América Latina parece por momentos inabarcable, incluso incomprensible. Por esto no es de extrañar que la crónica de largo aliento viva un momento de auge entre diferentes generaciones de escritores y lectores. Los grandes maestros del género como Juan Villoro, en México, Martín Caparrós y Leila Guerriero en Argentina, o Alberto Salcedo Ramos en Colombia, han formado una escuela que cada vez atrae hacia sus filas a más periodistas tradicionales y escritores de ficción.
Hace algunos meses, de forma casi simultánea, las editoriales Anagrama y Alfaguara publicaron Mejor que ficción y Antología de la crónica latinoamericana actual, respectivamente. Laberinto conversó con el poeta y novelista colombiano Darío Jaramillo, quien editó y reunió las crónicas presentes en la antología de Alfaguara.
¿De dónde surge la necesidad de hacer esta enorme recopilación?
Hace unos años, el fundador de una pequeña editorial colombiana llamada Luna Libros me encargó una antología de crónicas latinoamericanas. Yo acepté el desafío y trabajé durante tres años en ella. Cuando la entregué, el director no era ya Juan Camilo Sierra (quien se convirtió en gerente del Fondo de Cultura Económica) y la nueva gerente que recibió la antología dijo que Luna Libros era una editorial demasiado pequeña para que pudiera publicarla y le vendió el proyecto a Alfaguara.
Traté de hacer una antología con los grandes maestros del género, una antología que cubriera los temas principales de la crónica. Mi frustración consistió en que la cantidad de crónicas buenas supera al formato del libro. También me propuse un libro entretenido, que tuviera esa gran cualidad de la crónica que consiste en absorber al lector e interesarlo en aquello que no ha llamado su atención. Por otro lado, la antología aparece en el momento de gloria de la crónica, un momento que de seguro durará mucho porque es un género muy rico.
¿A qué cree que se deba este auge de la crónica en Latinoamérica? Porque además de su libro hay muchas revistas, antologías e incluso blogs.
Hay una realidad que supera a tal grado la imaginación en nuestros países que vuelve muy atractivo ese material. Además, hay una tradición de crónica muy importante que se concreta en algunos nombres actuales como Martín Caparrós, Leila Guerriero, Pedro Lemebel, Juan Villoro. El ideal ha mutado. Anteriormente un periodista quería escribir una novela; ahora los novelistas quieren escribir crónicas. Y, curiosamente, el Parnaso de narrativa de ficción de hoy en día no es el mismo Parnaso de los grandes cronistas.
Pareciera entonces que la crónica admite todo tipo de escritores, desde Villoro y Caparrós, que escriben crónica y ficción, hasta Leila Guerriero que ha confesado que solo ha escrito un cuento.
O como Alberto Salcedo Ramos, que es un extraordinario cronista y dice que no quiere escribir ficción. Cada vez impera más esa actitud del cronista que se reafirma como tal. Hace no mucho se creía que era de mejor familia un autor de ficción que un cronista, auque acabo de leer una novela de Daniel Defoe y el prologuista señala que en aquel tiempo era mucho más acreditado ser escritor de no-ficción que de ficción; tanto así que los escritores de ficción disfrazaban como verdaderos sus relatos. De manera que la escala de valores entre ficción y no-ficción sube y baja. Ahora estamos en un momento en que la no-ficción va a la cabeza.
En su ensayo El nuevo periodismo, Tom Wolfe supuso la muerte de la novela a favor del periodismo narrativo. ¿La crónica en Latinoamérica puede desplazar a la novela?
Es más un asunto de tiempos; además, se siguen produciendo novelas muy buenas. En Colombia se han escrito tres o cuatro novelas excelentes en los últimos años. Creo que hay territorio para todo. Otro factor que influye en el auge de la crónica es la existencia de una economía alrededor de la misma. Hay revistas que le pagan a un periodista para que se sumerja dos meses en un texto, para que investigue, viaje, entreviste fuentes y luego le publica la crónica remunerándole todo. Esas revistas funcionan y circulan de una manera en que pueden permitirse hacer eso. Son revistas como Gatopardo, SoHo o El Malpensante. La existencia de esa economía de la crónica garantiza la supervivencia del género.
¿Qué retos y qué ventajas significa Internet para las crónicas de largo aliento?
En Internet cada vez aparecen más y mejores crónicas. ¿Qué peligros veo? Que en general las revistas de las que hablé suelen tener excelentes editores como Guillermo Osorno, Mario Jursich o Daniel Samper. En cambio, en la red la gente va por la libre, no tiene un policía que la controle. A veces, si ese policía es bueno, las crónicas resultan mejor. Pero están apareciendo medios digitales que sí tienen editor. Es el caso de la revista digital Anfibia, con un editor de primer nivel como Cristián Alarcón. Internet está aprovechando algunas de las ventajas que tenían los medios impresos y los está asimilando para hacer distintos aportes. Anfibia, por ejemplo, reúne a un investigador social y a un cronista para que escriban un solo texto, el primero desde el saber de las ciencias sociales y el segundo desde el saber del contador de cuentos. Eso ha funcionado. Internet fomenta el crecimiento de la crónica como contenido literario.
Martín Caparrós dice que la crónica puede tener una influencia política y social en la vida real, ¿lo cree así?
En el encuentro de cronistas en la Ciudad de México se discutió mucho el tema. Algunos decían que no les interesaba cambiar la realidad sino contarla; otros, que contando la realidad se pueden producir efectos. El salvadoreño Oscar Martínez ha escrito crónicas desgarradoras sobre el tránsito de los migrantes y comentó que denunciando algunos hechos pueden evitarse más males. Yo creo que eso es aleatorio. Suelo poner un ejemplo que no viene propiamente de la crónica pero creo que ilustra mi punto de vista: Jorge Isaacs, un novelista romántico, escribió una novela en la que describe los paisajes del Valle del Cauca, que son hermosísimos. Esa novela se tradujo ochenta años después al japonés. Cuando los japoneses leyeron las descripciones de los paisajes de Isaacs hubo una gran migración hacia el Valle del Cauca que formó una colonia en pleno valle y aún sobrevive. Isaacs nunca se propuso intervenir la realidad, ni propiciar migraciones de japoneses a Colombia. Creo que la intervención de la escritura en la realidad es un hecho pero aquélla es aleatoria; nadie la controla.
¿Es la crónica el mejor equilibrio entre literatura y periodismo o un resultado intermedio entre ambos?
Creo que es, simplemente, un cambio de paradigma. El periodismo quiere informar, del modo más completo posible. El paradigma de la crónica es entretener, robar la atención, interesar a alguien en un tema que a primera vista parece no interesarle, como diría Caparrós. Su paradigma es no aburrir. Por otro lado, no es verdad que la narración en tercera persona, sin adjetivos y que solo narra hechos, sea objetiva. Eso es una gran mentira. Tampoco es verdad que la crónica sea sólo subjetividad. Hay que matizar los dos extremos.
Uno de los mandamientos de la crónica es no mentir deliberadamente al lector o mentir diciendo que se miente y admitir que la información que se produce no es objetiva, sino que se cuentan los hechos percibidos y se admite que hay hechos que pudieron pasarse por alto y que, quizá, completan todo el cuento. Creo que se debe balancear. Es decir, si quiero saber del debate entre Obama y Romney la crónica no podrá ser el medio. Para conocer lo que pasó, necesito la información que me da CNN, que me diga si hablaron de política exterior o si sabían sobre el tema. La crónica —las entretelas del asunto, de cómo se prepararon, cómo definieron el color de la corbata o si se encontraron en el pasillo y no se saludaron— vendrá en el futuro. Todos estos elementos cronicables nos los contará alguien después de sumergirse en el tema y de tomarse el tiempo para encontrar los matices literarios que le ponen picante a la crónica.
De ahí que en la crónica se narren escenas completas y no ofrezca resúmenes de lo ocurrido.
¡Exactamente! Esa es la técnica de la crónica. Todo empieza con un hecho que roba la atención. No te cuenta que Obama y el candidato republicano discutieron si el problema es Rusia o la Guerra Fría o el Medio Oriente. Comienza diciendo que se encontraron en el corredor y descubrieron que llevaban una corbata del mismo color. Entonces, de inmediato, la asesora de imagen de uno de ellos le pidió la corbata al asistente y… Estoy inventando pero así funciona.
Tomás Eloy Martínez decía que el periodismo verdadero debería de contar, interpretar y analizar un hecho. ¿La esencia de la crónica consiste en explicar algo más a fondo?
Creo que su esencia es contar el cuento, mostrar los matices emocionales inconscientes, muchas veces sin explicar más allá, entre otras cosas porque nadie tiene la fórmula para revelar el trasfondo de una cosa. Mira a los periodistas de opinión. Hoy opinan de Siria y mañana de Peña Nieto y pasado mañana de la señora Kirchner y realmente no saben de ninguna de las tres cosas. Recogen de aquí y de allá y creen que sentados en su laboratorio pueden elaborar un marco de análisis, pero quién dice que ése es el correcto. Eso es completamente arbitrario.
Esta antología es completamente latinoamericana, pero la crónica se está leyendo fuera de nuestro continente. Alfaguara acaba de publicar en España una recopilación de crónicas a cargo de Leila Guerriero que no llegó a México.
Esa antología apareció en la editorial Aguilar en Colombia. Hay otra cuestión que me reclamaron y a la que yo contesté: “Tienen razón pero yo no sé de ese mundo”. Debería haber incluido algo de Brasil, pero tengo la excusa del idioma. Creo que por puro reflejo, en España se escriben crónicas. Cuando salieron esta antología y la de Anagrama, Javier Marcos, en Babelia, dio ejemplos de cronistas españoles. Se trata de un universo muy distinto y creo que España terminará contagiándose de nosotros para rescatar a los cronistas que ha tenido.
Hay mucho que contar en este continente…
Particularmente en tu país y en el mío.
Aunque parece que la tradición más fuerte es la colombiana.
Hay muchos cronistas en Colombia y la gente joven se ve muy interesada en ella. Ahí está Alberto, todo mundo quiere ser Alberto Salcedo Ramos. 
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A pesar de haberse graduado como abogado y economista en la Universidad Javeriana de Bogotá, Darío Jaramillo (Santa Rosa de Osos, 1947) ha dedicado gran parte de su vida a la literatura. Es autor de novelas como La voz interior, Cartas cruzadas, El juego del alfiler, Memorias de un hombre feliz y de los poemarios Tratado de retórica, Poemas de amor, Cantar por cantar, entre otros. De su obra se han realizado numerosas antologías y se ha editado (en varias ocasiones) su poesía completa. Es subgerente cultural del Banco de La República, director de la Fundación para la Conservación y Restauración del Patrimonio Cultural Colombiana, presidente de la Fundación de Investigaciones Arqueológicas Nacionales y director del Boletín Cultural y Bibliográfico. Ha sido miembro del consejo de redacción de la revista Golpe de dados y editor de la colección literaria de la Fundación Simón y Lola Guberek. En 1978 recibió el Premio Nacional de Poesía de Colombia por el libro Tratado de retórica; fue finalista del Premio Rómulo Gallegos (1995 y 2003) y en 2010 ganó el Premio de Novela Breve José María de Pereda por Historia de Simona. Fue becario de la John Simon Guggenheim Memorial Foundation (2008-2009) y es miembro correspondiente de la Academia Colombiana de la Lengua, así como colaborador de revistas como Letras Libres, en México, y El Malpensante, en Colombia.

lunes, 10 de diciembre de 2012

¿Existe la poesía "femenina"?

10/Diciembre/2012
La Jornada
Hermann Bellinghausen

Apesar de los horrores del feminicidio, la extendida explotación sexual de jovencitas que pronto dejan de serlo, el delirio cosificador del cuerpo femenino en los medios masivos, y tantas manifestaciones del patriarcado feroz aún dominante, es posible afirmar que la condición, el papel de las mujeres en la sociedad ha cambiado en las décadas recientes. A una escala histórica. El feminismo es por supuesto la matriz filosófica propiciatoria del cambio, pero en muchos terrenos las mujeres lo dejaron atrás, cual cascarón y gracias, a las puertas del siglo XXI.
Si hace medio siglo una mujer estudiando ingeniería o derecho era casi leyenda urbana (de las de entonces), hoy ni eso ni todo lo demás tiene nada de raro, y buena parte de las profesiones liberales, las artes y de manera creciente (pero poco y mal) el comando político, empresarial o militar, son ejercidos también por mujeres. Ya resulta reiterativo el sólo señalarlo. Nadie se impresiona de una doctora, astrónoma, pintora, Nobel, presidenta, boxeadora, y cunden las escaramuzas por la cuota de género, muchas veces concedida de dientes para afuera en este país de machos violentos y autoritarios. Porque, si vamos a hablar sólo de México (más allá del progreso universal, en primer lugar occidental, en la igualdad hombre-mujer), en muchos terrenos la cuesta es todavía muy para arriba.
Esta nota tiene como motivo la constatación de que, al menos con respecto a la poesía, la batalla ya se ganó. La frontera no existe más. Sin adjetivarlas, algunas de nuestras voces poéticas mayores son de mujer, y no por cuota, sino porque sencillamente producen la poesía que importa. Ahora, lo interesante es que también posee relevancia el hecho de que estas voces sean, ejem, de mujer. Cuando hablamos de Juana de Asbaje, lo más parecido a Mozart que hemos tenido, su condición femenina es parte indispensable del conjunto: la grandeza de su escritura, la dirección de su genio.
Hacia la llamada generación de ruptura, 50 años atrás, las voces femeninas obtienen carta de ciudadanía poética con Isabel Fraire y Thelma Nava. Pronto, Elsa Cross, Elisa Ramírez Castañeda, y la intensidad de Esther Seligson –a un tiempo mexicana y centroeuropea–, son valoradas estrictamente por la calidad artística de sus obras, como también Enriqueta Ochoa y Ulalume González de León.
Así, para la generación nacida entre 1950 y mediados de los 60, la cuestión comienza a zanjarse. A nadie sorprende que luego de 1980 muchos de los mejores versos nuevos pertenezcan a las poetas (aunque Carlos Monsiváis apenas las considera en la última edición de su antología del siglo XX). Kyra Galván, Maricruz Patiño, Verónica Volkow, Mariángeles Comesaña, Carmen Boullosa, Myriam Moscona, Hilda Bautista, María Baranda, Ámbar Past, Marianne Toussaint, Carmen Villoro, Silvia Eugenia Castillero, Blanca Luz Pulido, Minerva Margarita Villarreal, María Vázquez, Guadalupe Basila, Leticia Luna, Beatriz Stellino, Rocío González, Adriana Díaz Enciso, Mariana Bernárdez. Pierde sentido la distinción de género; que aquí falten nombres sólo confirma que la igualdad ha sido conquistada y en México hay mucho poeta.
Dos autoras de obra bien cumplida son cardinales en el escenario de la actual creación: Coral Bracho y Silvia Tomasa Rivera. Abusando de la ingeniosa disyuntiva de José Joaquín Blanco para la poesía mexicana del periodo anterior (Paz-Sabines, luz lucera-pinche piedra), ellas podrían encarnar su nueva edición. O no. Pero ambas han logrado, con arcilla bien distinta, dos de las aventuras poéticas más apasionantes en el pasado reciente.
La inteligente delicadeza sonora de los versos de Coral Bracho, su sentido más allá y más acá del sentido, han deslumbrado incluso a los que decían: no los entiendo pero suenan bien. El suyo es el telar de una sensibilidad exquisita y exacta. Una aportación inédita, profunda y leve desde el inicio que fue Peces de piel fugaz (1977), el cual se corresponde por oposición con Duelo de espadas (1984), poemario que dio a conocer a Silvia Tomasa Rivera: allí corren el sabor del campo, el horizonte abierto, la infancia y la tragedia; manantiales que pronto desembocarían en una feminidad desafiante, demandante y ardorosa, que sin pedir ni dar cuartel pone a temblar la carne con el hechizo de las palabras inolvidables.
Son precedente sólido de lo que hoy se gesta en la escritura. Importa, y no, que las poetas sean mujeres. Hombres necios, qué más dais. Marianne Toussaint advierte: Libres de su voz/ castas ante el báculo de su mandato/ guardamos a los varones/ como la sombra de una telaraña. Nuevas autoras andan por todos lados. Siempre es riesgoso aventurar nombres: ¿María Rivera, Mónica Gameros, o más acá la estupenda Anaïs Abreu? En la próxima entrega se reseñará algo de la poesía de Ileana Garma (Mérida, 1985), una sorpresa digna de atención, una vuelta de página para que el paisaje no se nos congele: Querido hombre/la vida tiene dos manos/y no es azul, dice.

sábado, 8 de diciembre de 2012

La muerte de Artemio Cruz: entre la nostalgia del amor y el deseo del poder

Otoño/2012
Luvina (68)
Dulce María Zúñiga

La obra de Carlos Fuentes es un mapa del complejo imaginario mexicano que incluye mitología, ontología, identificación y búsqueda. La escritura de Fuentes es un amplio mosaico cuyo diseño dibuja el movimiento de un deseo que pasa por lo cognoscitivo histórico, lo teológico, lo mágico, lo enciclopédico, lo filosófico. Una escritura que transfigura la realidad, una literatura con vocación visionaria. Cada uno de sus libros forma parte de una serie capaz de sugerir infinitas aproximaciones al mundo. Acróbata que reúne en su ejercicio inteligencia e imaginación.
     Carlos Fuentes se propuso la tarea soberbia de abarcar «La Edad del Tiempo». Su obra se reúne con aquellas que, de algún modo, han intentado clasificar lo inclasificable, medir lo inconmensurable e historiar lo inaprehensible: Balzac figuró su «Comedia Humana», Borges escribió la Historia de la eternidad y la Historia universal de la infamia; Paolo Zellini aventuró una Breve storia dell’infinito. Fuentes rebasa los límites de lo imaginable y construye «La Edad del Tiempo» en diferentes capítulos-libros, que forman parte de un gran proyecto literario que, con afán totalizador, quiso agotar la historia —cuya materia es el tiempo. Este proyecto de escritura de Fuentes se explicitó por vez primera en 1987, en las primeras páginas de Cristóbal Nonato, y se ha visto enriquecido con el paso de los años.
     Carlos Fuentes es un escritor mexicano, y lo que acabo de decir es una obviedad, una banalidad: pero quiero aclarar que es mexicano no sólo por su pertenencia geográfica (aunque nació en Panamá); afirmo que es mexicano porque es uno de los pensadores que más conoció nuestro país, que más lo estudió y verbalizó. México estuvo siempre en el centro de sus preocupaciones y exploraciones.
     Fuentes, tal como lo señala él mismo en su ensayo Valiente mundo nuevo (1990) a propósito de otros escritores, ha dado Nombre y Voz a México, por medio de la Memoria y el Deseo. Cada uno de sus libros, de ficción o de ensayo, explora alguna zona de la amplísima panoplia que constituye el Ser mexicano, le ha dado nombre y voz a toda la escala que compone la sinfonía mexicana.
     El acto de la nominación es una de las principales vocaciones de la literatura. Para hacer que las cosas vivan, para volverlas presentes, es imprescindible nombrarlas. Mediante técnicas literarias antiguas y modernas, Fuentes da fuerza y consistencia, con pasión, a una tradición cultural en el México contemporáneo donde cohabitan indios herederos de culturas prehispánicas, ejecutivos de consorcios internacionales, mestizos de tantas razas, universitarios, analfabetas, narcotraficantes y desheredados, entre otros múltiples personajes. México en un mosaico, un calidoscopio de mitos y figuras. La historia de nuestro país dio a este escritor los principales elementos para desarrollar, con imaginación y audacia, textos que se han convertido en clásicos de la literatura mundial.
     La región más transparente (1958) fue un acontecimiento en las letras de México, puso en escena a la ciudad más poblada del mundo, el Distrito Federal, una ciudad convulsiva con sus personajes míticos, arquetípicos y caricaturescos de los años cincuenta; es una novela que conjunta tradición con inventiva y renovación de estilos y formas de narrar.
     Una novela que, a mi juicio, mostró a la perfección la maestría y la capacidad de síntesis de Fuentes es La muerte de Artemio Cruz (1962). El personaje, Artemio Cruz, tiene sangre india, negra y europea, y ojos verdes: resume en sí mismo la historia de México en su periodo más complejo, el episodio de los cambios radicales, la fundación del México nuevo. Artemio nace bajo el régimen de Porfirio Díaz, es un joven en las trincheras de la Revolución Mexicana, su madurez transcurre en el vértigo posrevolucionario, cuando las riquezas del país fueron repartidas entre los sobrevivientes, dispuestos a obedecer los mandatos de los presidentes en turno. Artemio deviene hombre poderoso apoyado en la corrupción y la podredumbre de la nueva nación que no sabe muy bien —ni quiere aprender— cómo gobernarse y se vende con facilidad a los extranjeros; no le importa ejercer la democracia que tanto había buscado desde la Independencia de la corona española, cien años antes, en 1810.
Fuentes ha opinado que la Revolución de 1910 es el suceso clave de la historia mexicana moderna. Una conmoción económica, política, social y cultural, la afirmación de México como un país diversificado, que significó, también, el final de los disfraces y del afán de imitación de países como Francia y Estados Unidos. La Revolución reveló lo que era México: enfrentó a los mexicanos consigo mismos; transformó la imagen que el país tenía de sí mismo, y eso se manifestó no sólo en los sitios en que hubo lucha armada, también en la imaginación de los artistas, en la pintura, la poesía, la novela, el cine, la arquitectura...
     La muerte de Artemio Cruz es una lección de historia, una narración que al tiempo que divierte por su estilo vertiginoso, complicado, enseña cómo fue el pasado para tratar de entender el presente.
     La muerte de Artemio Cruz es probablemente la novela de Carlos Fuentes que ha recibido mayor atención de los lectores. Miles de páginas se han escrito, pero recuerdo una afirmación del crítico chileno Fernando Alegría, quien refirió: «En La muerte de Artemio Cruz hay páginas que, por su fuerza poética, no tienen igual en la literatura mexicana contemporánea». Es una narración compleja, cifrada, que sólo se entrega al lector después de cierto ejercicio de coparticipación con el autor, con el narrador. José Emilio Pacheco, dos meses después de la aparición de la novela, afirmó, en el suplemento La Cultura en México:
Obra en sí valiosa e importante, no lo es menos por la renovación que significa, por los caminos que abre a la narrativa mexicana. Como, además, el libro manifiesta en todo momento la actitud política que Fuentes ha sostenido en un buen número de artículos, nadie pecaría de inteligente si dijese que tales razones explican por qué una novela bastante más que considerable como ésta ha tenido, salvando como siempre las excepciones, un recibimiento hostil e incomprensivo por parte de la crítica. [...] Creo que en el caso de Artemio Cruz, nuevamente, la sorpresa se ha transformado en indignación. Novela densa, compleja, en no pocos pasajes difícil de leer; novela que utiliza todos los registros de las últimas técnicas; novela, en fin, que a mayor abundamiento se arriesga a ser enjuiciada no por sus méritos literarios sino por sus ideas políticas, La muerte de Artemio Cruz merece, en todo caso, un intento —por humilde que sea— de comprensión.
Cuando revisamos la crítica que ha generado La muerte de Artemio Cruz notamos que lo más destacado de ella se refiere a la complejidad de la estructura narrativa de la novela, de la desestructuración temporal, de su lectura a la luz de la Historia política mexicana, de los movimientos sociales, del poder y la sujeción...
     La estructura de la novela se rige por una lógica poética, fundada en la matemática discursiva (si se me permite el término). Se construye sobre un esquema que alterna varios planos espaciales, temporales, personales, que se oponen y a la vez se complementan. Cada una de las secuencias está diferenciada por una distintiva persona verbal: Yo, Tú, Él. En cada una de ellas tenemos una perspectiva diferente: conciencia, subconsciencia y memoria.
     En su agonía, Artemio trata de reconquistar, por medio de la memoria, sus doce días definitivos, días que son en realidad doce opciones. Su biografía espiritual es más importante que su biografía biológica. Las negativas, las traiciones, las elecciones, las presiones a las que su espíritu se somete lo empujan al mundo de los objetos, en el cual él es un objeto más. En el tiempo presente de la novela, Artemio es un hombre sin libertad: la ha agotado a fuerza de elegir.
     Fragmentos de intenso lirismo alternan con otros puramente narrativos, cada relato de estos doce días significativos del protagonista tiene valor propio y juntos adquieren unidad al encadenarse en la visión total de Artemio, la evolución histórico-social que atraviesa y articula. La tesitura poética (épica y lírica) de numerosas páginas rompe los preceptos de la novela tradicional que discurre linealmente y por capítulos ordenados según un razonamiento plano.
Artemio Cruz, protagonista, se sitúa entre el enigma y la transparencia. Su novela es como su vida, dice Carlos Fuentes, las elecciones que descarta son parte de las que asume, como sucede en una partida de ajedrez: tanto las movidas realizadas como las descartadas impactan en el resultado del juego. Ése es el principio de composición de La muerte de Artemio Cruz.
     Si tratamos de encontrar el linaje de Artemio Cruz en la novelística mexicana del siglo xx, vemos que sin duda su pariente más cercano es Pedro Páramo. Varias son las similitudes, aunque quizás las diferencias son igualmente importantes, estaremos de acuerdo, porque Rulfo es pura concentración y densidad, Fuentes es un discurrir amplio, recurrente múltiple e hiperbólico.
     En ambas novelas la estructura narrativa sigue un lineamiento poético, des-estructurado formalmente, donde se alternan diversas voces, diversos puntos de vista: el tiempo pasado de la muerte con la narración en presente del narrador-protagonista «vivo»: Juan Preciado, más los monólogos de Pedro Páramo.
En las dos novelas, los personajes centrales representan una encarnación del poder, del dinero y la tierra. Páramo y Cruz son poseedores, cada uno en su ámbito particular: el México rural del sur de Jalisco, de la transición de la Revolución al ejido, en el caso del cacique Pedro Páramo, y el México que va desde la vida en una hacienda veracruzana hasta el centro del poder político y económico del país, en la novela de Fuentes.
     Tanto Pedro Páramo como Artemio Cruz tienen atributos que los distinguen como personajes poderosos, los «chingones», capaces de imponer sus intereses por encima de los ajenos, o más bien, haciendo creer que sus intereses coinciden con los ajenos. Son atractivos y seductores, a la vez imponen respeto y temor. Pero en el fondo ambos son también personajes que viven en la nostalgia del objeto inalcanzable de sus deseos: el amor en sus diversas formas.
     La nostalgia de Páramo por Susana San Juan permite al autor construir los pasajes más poéticos de la novela. Juan Rulfo escribió la novela del amor infecundo, del amor imposible para quien todo lo tiene, un poco como Calígula, que persigue la luna porque «es una de las cosas que no he podido tener», en la imaginación de Albert Camus.
     Artemio, por su parte, evoca las distintas formas de entrega amorosa que constituyen sus recuerdos más recurrentes, los recuerdos que elige llevar a su presente en la hora de la muerte, cuando ya no hay elección posible. En aparente desorden llegan las imágenes de los momentos cruciales.
No tiene sentido ordenar los episodios de La muerte de Artemio Cruz cronológicamente (la novela perdería todo valor poético), pero, con la intención de aclararnos la evolución del personaje, veamos no su recuerdo más antiguo, sino el primero que llega a su memoria en su hora final: un día de 1903, cuando estaba a punto de cumplir 14 años.
     El mulato Lunero había dispuesto en 1889 que el niño bastardo, hijo de su hermana Isabel y del amo Atanasio, debía vivir. Entre abandonarlo en el río como al personaje bíblico Moisés y quedarse con él, decide lo último. El tiempo con Lunero en la hacienda es el tiempo del origen, más poético y mítico que histórico. Es el primer recuerdo que se identifica con el amor (amor por Lunero, su salvador y educador, por el paisaje, el mar, el trabajo manual), un tiempo idílico incontaminado:
Y lo amaba —se dijo ahora el mulato de largos brazos, hincado junto a la corteza lijada—; lo amaba desde que corrieron a palos a su hermana Isabel Cruz y le entregaron al niño y Lunero le dio de comer en la choza con la leche de la cabra vieja que quedó del ganado de los Menchaca y le dibujó en el lodo aquellas letras que había aprendido de niño, cuando era mozo de los franceses en Veracruz y le enseñó a nadar, a distinguir y saborear las frutas, a manejar el machete, a fabricar las velas, a cantar canciones que eran traídas por el padre de Lunero de Santiago de Cuba... [...] El niño también amaba a Lunero y no quería vivir sin él. Esas sombras perdidas del mundo —el señor Pedrito, la india Baracoa, la abuela— avanzaban ahora hacia el frente con un perfil de navaja, a separarlo de Lunero. Lo extraño, lo separado de la vida común con el amigo eran ellos. Y esto era cuanto pensaba el niño y cuanto entendía.
Ese primer día marcó en su historia la primera elección: entre matar o morir, elige matar. Quita del camino al agente que pretende arrebatarle su felicidad: es inútil, el destino lo separa de Lunero. Es una pérdida. El muchacho emprende la ruta hacia México, lleno de ira, a la conquista del tiempo revolucionario.
     Luego aparece el personaje de Regina, que representa el amor carnal, el amor a lo femenino y el erotismo. Frases como las que siguen traducen ese sentimiento de profunda pertenencia al mundo, a su Otro femenino:
¿Cuándo es mayor la felicidad? Acarició el seno de Regina. Imaginar lo que será una nueva unión: la unión misma; la alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno, aumentado por el amor, de un nuevo acto de amor: felicidad [...] reducidos al encuentro del mundo, a la semilla de la razón, a las dos voces que nombran en silencio, que adentro bautizan todas las cosas: adentro, cuando él piensa en todo menos en esto, piensa, cuenta las cosas, no piensa en nada, para que esto no se acabe: trata de llenarse la cabeza de mares y arenas, de frutos y vientos, de casas y bestias, de peces y siembras, para que esto no se acabe...
Regina y su cuerpo mismo son vistos como pasado relacionado con su presente (con ese presente de eternidad que es la hora de la muerte). Regina simboliza la autenticidad de los días auténticos, sin máscaras, de Artemio Cruz. Antes de su encuentro con ella él era sólo Cruz, el niño Cruz. Regina es quien lo nombra, quien le da su destino de guerrero de la estirpe de Artemisa.
     Otro de sus amores es Catalina, su esposa por alianza. En el caso de Catalina se conjuga el interés económico con el amor. De algún modo la fuerza del sentimiento que «mueve al sol y a las otras estrellas» redime al monstruo en que deviene Artemio Cruz como producto de la historia. ¿Quién era este monstruo? ¿Quién era este hombre que todo lo sabía, que todo lo tomaba y que todo lo quebraba? Dice:
Sí, estoy vivo y a tu lado, aquí, porque dejé que otros murieran por mí. Te puedo hablar de los que murieron porque yo me lavé las manos y me encogí de hombros. Acéptame así, con estas culpas, y mírame como a un hombre que necesita... No me odies. Tenme misericordia, Catalina amada. Porque te quiero; pesa de un lado mis culpas y del otro mi amor y verás que mi amor es más grande...
El jeroglífico de Artemio queda sin solución: no es posible regresar para tomar las alternativas pasadas. «Nunca has podido pensar en blanco y en negro, en buenos y en malos, en Dios y el Diablo: admite que siempre, aun cuando parecía lo contrario, has encontrado en lo negro el germen, el reflejo de su opuesto; tu propia crueldad, cuando has sido cruel, ¿no estaba teñida de cierta ternura?». Este fragmento forma parte de una reflexión del Tú de Artemio Cruz cuando se compara con los norteamericanos como modelos de moral maniquea. Esta escisión fundamental del personaje entre dos tiempos, en lucha permanente; la revolución y la traición, la juventud (belleza y voluntad de dominio) y la vejez (fealdad-asco-dolor) se concentran en él como individuo y como clase, como representante de un México dependiente, oscilante entre el pasado revolucionario y la revolución congelada del presente.
     Esta oscilación entre el pasado y lo inaprehensible del futuro, entre el origen y la utopía, nos lleva a pensar en el problema de la libertad, sus relaciones con el poder, la muerte, el amor. Artemio Cruz, como Pedro Páramo, es un personaje múltiple, que vive en la contradicción, dividido entre los extremos del amor-odio, la ambición por dominar y el amor por lo imposible.
     En 1962, el año de su aparición, José Emilio Pacheco lanzó al aire una apuesta cuando afirmó: «Un libro se defiende o se hunde por sí solo. Y me atrevo a afirmar que La muerte de Artemio Cruz prevalecerá contra el silencio, contra la incomprensión que la ha rodeado».
     Pacheco vaticinó la fortuna de Artemio, su palabra fue premonitoria: cincuenta años después vemos que la apuesta se ha ganado. La obra de Carlos Fuentes seguirá cifrando y descifrando a los lectores los enigmas y las máscaras del ser humano.




Camina la sombra

Otoño/2012
Luvina (68)
Jorge F. Hernández

Al recibir el Premio Cervantes, en Alcalá de Henares en 1988, Carlos Fuentes abrió en público su pasaporte y reveló que en «oficio» decía: «Escudero de Don Quijote», dejándonos a todos los demás testigos como jinetes de Clavileño, boquiabertos e hipnotizados por un discurso que en ese momento parecía resucitar del mármol de las academias y del silencio de las bibliotecas nada menos que al Quijote de Cervantes. Todos boquiabiertos, y puedo jurar como un Sancho Panza que, a partir de ese discurso, el Caballero de la Triste Figura ha vivido casi tres décadas de una revaloración y relectura que en gran parte se debe a los esfuerzos de Fuentes: el ensayista que lo estudió en Cervantes o la crítica de la lectura, el lector que lo leía cada año durante el mes de abril, el caballero andante que siempre supo de los amores contrariados, de la hermosa musa que te deja esperando toda la madrugada para regalarte el recuerdo de una despedida, y que supo también de las amistades a primera vista, esas hermandades inquebrantables como las que sostuvo con Gabriel García Márquez, Álvaro Mutis, Mario Vargas Llosa, José Donoso y Julio Cortázar, por sólo mencionar a los amigos que viajan con él en esa nao maravillosa y enloquecida que el mundo conoce como Boom! y que abrió las puertas de la literatura mundial dominada por vientos de otros nortes hacia los sabores del sur, los colores que se comen, los muertos que hablan pero no como espectros noruegos sino como quien escribe estas páginas creyéndose muy vivo y sabiendo que quizá me leen los fantasmas que intento honrar con su memoria. Carlos Fuentes, amigo de sus amigos, que lo fue de Octavio Paz y ahora habrá que esperar a que se escriba la crónica de esa relación fundamental para la cultura mexicana contemporánea. Imaginemos el trayecto: un niño que aprendió versos de la Suave Patria de Ramón López Velarde con Alfonso Reyes, y que a veces se sentaba mientras el embajador Reyes de México en Buenos Aires conversaba con unos príncipes argentinos llamados Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares; el joven que luego publica libro tras libro y vive intensamente todos los ritmos, ye-yé, twist y rock and roll al tiempo que finca sin saber que fincan una nueva literatura universal él y sus amigos, que conquistan París con la Ñ, y el hombre que es nombrado años después embajador de México en Francia y que renuncia en protesta por el absurdo nombramiento de Gustavo Díaz Ordaz como primer embajador de México en España, luego de muerta la dictadura, y vuelve entonces a la vida de profesor y conferencista, pero sobre todo de escritor.

Es difícil intentar un retrato de quien en realidad es un mural de letras. De niño, un pintor lo retrató sentadito en una banca, allí en el inmenso mural que se desdobla a lo largo de la escalinata del edificio que fuera la Embajada de México en Washington, dc. Al hacerlo, el pintor no sabía que pintaba a quien se convertiría en uno de los más reconocidos muralistas literarios de México: la infinita policromía de todos los adjetivos, los paisajes ocres y sepias de la historia con mayúsculas, las selvas tropicales y candentes de las relaciones humanas, el páramo amarillo de la soledad, todos los grises de la ciudad más grande del mundo y los encajes salmón y seda de una bruja que te enamora con los ojos. Hablo de Fuentes, el autor de los últimos estertores de la llamada novela de la Revolución Mexicana en los ojos entrecerrados de Artemio Cruz (aunque es de honor reconocer que la última bocanada la escribió su amigo Jorge Ibargüengoitia con Los relámpagos de agosto). Hablo de Carlos Fuentes, que había cimbrado el panorama amodorrado de la literatura mexicana con La región más transparente, un mural dentro del mural en medio de todos los murales posibles de la ciudad que habla y se pinta sola, un coro de necios intemporal que narraba al hilo de las tablas la vida y las viditas de la inmensa Ciudad de México a punto de volverse megalópolis para nunca ya dejar de serlo; y hablo del mismo Fuentes que, habiendo hecho eso, se lanza a la novela costumbrista y aparentemente fácil de atrapar en una red de párrafos: Las buenas conciencias, la vida de culpa y mentira, chisme y callejones cervantinos de Guanajuato, como si fueran sus párrafos trazos de Diego Rivera, y al fondo se escucha ese ruido que es puro silencio.
     Me detengo en Aura, esa novela que se lee como un cuento largo y ese relato intemporal que merece llamarse novelón. Simetrías y ánimos como neblina unen a esta novela con Los papeles de Aspern, de Henry James, y, si se quiere, incluso hay un eco remoto de La cena, de Alfonso Reyes, pero el propio Fuentes tuvo a bien dejar aclarado el origen y la taquicardia de Aura: la escribió a lo largo de una semana en París. Había visto pasar a una joven hermosa de una habitación a otra, y al cruzar el umbral de la alcoba, la dama pareció envejecer cien años por el reflejo o mal golpe de la luz... Fuentes se salió a la calle y en un café que ha de permanecer anónimo empezó a dictarse a sí mismo esa prosa que le habla directamente a cada uno de sus lectores, el enredo maravilloso de una belleza anciana, una musa muerta, tú que ya no sabes quién eres al leerte en los párrafos que inventara un hombre en París hace ya medio siglo.
     Al irse Carlos Fuentes atardecen las páginas de uno de los más grandes escritores mexicanos que, como dijo Alfonso Reyes, procuró ser provechosamente nacional al tiempo en que se apuntalaba generosamente universal. Al otro lado de este atardecer, amanece hoy mismo el próximo lector de cualesquiera de sus libros, una vasta obra que incluye algunas reconocidas obras maestras y una suerte de savia-sabia biográfica y generacional que, de varias maneras, deja, más que un sentimiento de tristeza, una noción de desamparo: miles de lectores mexicanos nos habíamos acostumbrado a la presencia de escritores públicamente activos, cuyas voces se convertían en faros, termómetros y brújulas para los enredos de nuestra realidad. Ante el enmarañado y desolador panorama de las elecciones presidenciales de este 2012, no pocos lectores permanecíamos atentos a la lectura de los escritores, ésos que leemos con admiración, como si con ello se rizara el rizo de la admiración y la magia de leer. Nos queda releer los libros de Fuentes y esperar la compilación de sus ensayos y artículos periodísticos, así como los muchos discursos con los que recibió premios, doctorados y diversos reconocimientos —que siempre escribió en voz alta.
     Carlos Fuentes fue extraordinario cuentista, y es obligación de lector subrayarlo, pues los editores insisten en privilegiar al novelista así, sin más, y no es justo cuando tenemos ante la mirada en blanco al hombre que decide llevar a su casa, como souvenir inocente, nada menos que la figura enlamada y misteriosa de Chac Mool, un dios prehispánico que empieza a transpirar terror en cada página que empapa. Y luego ese cuento, «Un alma pura», que me hace siempre llorar, o «Las dos Elenas», «Muñeca reina» y todos los relatos de Agua quemada o de El naranjo... y se nos olvida que las novelas de Fuentes, al fin cervantino y cervantista, contienen no pocos cuentos en sus hilados invisibles, y, así, es preciso celebrarlo como maestro de ese género llamado corto y por lo mismo celebrar sus artículos en prensa, que se pensaban y escribían de una sola sentada, para orientar al lector sobre cualquier tema de la realidad circundante, pero también para criticar lanza en ristre y polemizar con elegancia. Digamos que se llamaba pensar.
     Carlos Fuentes fue un escritor con todas sus letras y un caballero andante que siempre mostró su mejor cara, a pesar de que llevara en el alma los peores dolores. Fue un generoso guía y corrector de originales para escritores en ciernes, y un contagiador hipnotizador de los grandes libros que parecía saberse de memoria, tanto como todas las arias de todas las óperas y no pocos boleros —que así también se conquista a las musas. Carlos Fuentes fue el mejor embajador de la literatura mexicana en el mundo, y fue un amigo a quien extraño, con el único consuelo de imaginarlo caminando hoy mismo por Coyoacán en blanco y negro, por París en sepia, por Madrid con tanto sabor cervantino y en ese Londres donde me llevó a conocer un cementerio de toda una generación de adolescentes caídos en el infinito absurdo de la Primera Guerra Mundial... Lo veo alejarse, pues siempre caminó más rápido que quien intentara seguirle la sombra. En todos los escenarios lleva rumbo al atardecer. Del otro lado ya lo esperaba la eternidad: eso que llaman la región más transparente. Hoy parece una sombra que sigue andante... y no creo que nadie lo pueda alcanzar.

Dos notas a propósito de Carlos Fuentes y la narrativa de invención

Otoño/2012
Luvina (68)
Julio Ortega


I. Hipótesis de la innovación
A propósito de la novela de invención y su apuesta por una literatura internacional más que global, que ha defendido Juan Goytisolo, distinguiendo, con razón el carácter mercantil de lo global frente a la vocación dialógica de lo internacional, quisiera argumentar que las novelas de Carlos Fuentes afirman una poética transfronteriza como la forma de la historicidad de nuestro tiempo. La historia y la novela producen un tiempo narrativo como imagen del futuro, fracturando los códigos y medidas cronológicos y postulando un horizonte desencadenado por la lectura. La historia deja de ser cronológica y gana otra edad discursiva, la de nuestra historicidad. En contra de las versiones traumáticas de la experiencia latinoamericana (que aseguran que nuestra conciencia histórica es de derrota, victimista y violentada, por el modelo colonial que nos repite), la obra de Fuentes nos reafirma en la crítica del presente reprocesado por la lectura. Revela, por ello, no las fáciles síntesis ni los meros pluralismos, sino la realización y el drama de la mezcla, la alegría y el riesgo de la diferencia, la apuesta por nuestro espacio, mapa y hábitat hecha en las afirmaciones plurales, en la energía inquisitiva y su poder critico, que desmonta los programas de control hegemónico y diversifican radicalmente la representación de la historicidad del presente. De allí que el sentido de lo histórico se dé como su actualización, que no es sino la política de la imaginación del cambio y la radicalidad de lo nuevo como producción de espacio compartido. Como bien dice Anthony Giddens: «La historicidad puede ser definida como el uso del pasado para ayudar a dar forma al presente... [Es] el conocimiento del pasado como medio de romper con él... La historicidad, de hecho, nos orienta precisamente hacia el futuro». Es el caso extraordinario de La muerte de Artemio Cruz (1962), escrita en el albor de la revolución cubana pero desde el fin de la experiencia revolucionaria mexicana; y así los tiempos del comienzo se leen, se descifran, en los tiempos del fin.

II. La parte del futuro
Si los relatos y novelas de Carlos Fuentes ocurren como distintas versiones de la temporalidad, esa exploración es una ampliación de la naturaleza de la fábula. La calidad fabularia y fabulosa de estos libros se hace patente en la diversidad de sus fórmulas, en el cambiante registro de sus representaciones, en el diverso protocolo de su lectura. Pero esa exploración temporal es también una textualidad compleja. Cada libro proyecta una estrategia narrativa propia, que no se puede repetir en otro relato, y que se consuma como la forma misma de la fabulación. Podemos, por lo mismo, reafirmar la hipótesis de que estas obras se cumplen como una de las instancias paradigmáticas del cambio literario. Por ello, la innovación las distingue. Innovar implica renovar, recomenzar, reformular. La primera obra maestra de Carlos Fuentes, Aura (1962), es una novela gótica que ocurre en el futuro; su obra más señera, La muerte de Artemio Cruz (insólitamente del mismo año), es una novela crítica y política que distribuye en cada persona narrativa (tú, yo, él) un tiempo complementario, que es espacio de asedio, acción y memoria; su obra mayor, Terra Nostra (1975), es una monumental construcción mitopoética, que suma los tiempos de España y América y los interpola espectralmente; y Cristóbal Nonato (1987), su novela más libérrima, hace del Apocalipsis una refundación humorística.
     Teóricamente, las poéticas del cambio se dan frente a y en contra de las poéticas de la normatividad, esto es, de los códigos y cánones que configuran, por un lado, el horizonte de la repetición como sistema de referencias letradas, y, por otro, la matriz discursiva, el archivo de modos del relato, que definen un estilo, una productividad, una modulación genérica. La repetición es necesariamente estructurante, porque corresponde a las normas, los rituales y protocolos de una sintaxis. Mientras que el archivo discursivo corresponde a las formas de habla, a la dicción de un estilo, y es modélico. Por eso, luego de haberse privilegiado la noción de cambio y desautomatización bajo la influencia de las vanguardias y de los formalistas rusos, se pasó a favorecer las nociones estructurales que privilegiaron los levantamientos cartográficos del enunciado como significante. Y, más recientemente, a la luz de los cambios suscitados por la crítica de los modos de producción tecnológica, y gracias a los nuevos movimientos sociales y políticos, que cuestionan el programa de la modernidad, se han relevado las articulaciones socioculturales. Las opciones son hoy menos polares, más inclusivas, y también más independientes de aparatos que totalizan la lectura. De varios de esos modos asumidos por el proceso crítico de leer se ha beneficiado la obra de Fuentes en su contexto internacional. Y es así que ha sido leída como parte del realismo mágico, como adelantada del relato postmoderno, como iniciadora de la nueva novela histórica... El propio Fuentes ha puesto en práctica una rearticulación de orillas remotas y contrarias, en ese tratado de sumas hispanoamericanas que es El espejo enterrado (1992), uno de los adelantos de la actual perspectiva crítica transatlántica.
     Por lo mismo, la idea de que las vanguardias habían terminado, y que vivíamos el fin de la experimentación (una idea favorecida por el escepticismo conservador y el pragmatismo del «término medio» liberal), ha sido contestada por las reapropiaciones formales del posmodernismo; especialmente por Jean-François Lyotard cuando afirma que «en las diversas invitaciones a suspender la experimentación artística, hay un mismo llamado al orden, al deseo de unidad, de identidad, de seguridad, o de popularidad... para esos escritores nada es más urgente que liquidar la herencia de las vanguardias». Ese patrimonio de la novela contemporánea, consagrado por la obra de Carlos Fuentes, es hoy nuestra instrumentación narrativa, tan fresca como ayer, capaz de nutrir de vigor el proyecto de una nueva novela, ese permanente mito del presente en que esta obra nos ha educado a leer más en aquello que leemos.
     Si la obra de Fuentes es un paradigma del cambio no lo es porque siga el dictamen modernista de la búsqueda de la originalidad a ultranza, sino porque sus formulaciones exploran las aperturas del texto y amplían las funciones representacionales. Es revelador el hecho de que sus novelas más innovadoras son aquellas que trabajan sobre espacios sociohistóricos más codificados; como si la fractura de la sintaxis narrativa, de las atribuciones del lenguaje mismo, fuera el instrumento más seguro para desbasar y cuestionar lo que pasa por lo real; por ello, esas novelas no son gratuitamente experimentales sino aplicadamente exploratorias. Es el caso de La región más transparente (1958), que socava una sociedad convencional que reproduce el fracaso; de La muerte de Artemio Cruz, cuya fragmentación y diversificación busca subvertir el edificio del poder corrupto, las articulaciones de la política y la economía en el monopolio del Estado; y de Cristóbal Nonato, que imagina un fin del mundo mexicano en el que las formas del poder autoritario son puestas en entredicho por la libertad jocosa del lenguaje permutante. Esto no quiere decir que la innovación sea instrumental, sino que contradice la saturación de los lenguajes, la usurpación de los sentidos. Tiene, así, implicancia política y fuerza emancipatoria. Se puede adelantar la conclusión de que estas novelas son poderosos aparatos contra la Retórica: descubren tras las representaciones su carácter construido, los lugares que sostienen a los discursos, el interés y la banalidad de los poderes en control, y también la fuerza de revelación y contradicción que hay en la búsqueda de una verdad no por improbable menos urgida de hacerse lugar en los discursos.
Pero, aun si acontece fuera del orbe social, la innovación en sí misma posee la fuerza impugnadora del deseo. ¿Cómo se podría haber escrito Aura al mismo tiempo que La muerte de Artemio Cruz de no ser porque ambas responden con el deseo a la tiranía de la muerte? En una carta a Fuentes, Cortázar se mostró sorprendido por la coincidencia de ambas novelas en el mismo año, pues las encontró, como son, demasiado distintas, y prefirió el carácter fantástico de la primera. Pero son también íntimamente próximas, como si se hubiesen puesto de acuerdo para asaltar los límites, en un caso, de la subjetividad del amor más allá de la muerte; y en el otro, de la representación del poder desde su disolución. Cambiar, así, es desear; es proyectar en el espacio del deseo la estrategia de una celebración reafirmativa a través del simulacro, el espectáculo y el diálogo, para recuperar con el puro flujo del arte la mutualidad de la cultura, sus magias imparciales y alegrías filiales. Les debemos, a Fuentes y a su obra, esa lección de integridad creativa; su fidelidad a la promesa, tan nuestra, de cambiar este mundo a partir de la próxima lectura.

Carlos Fuentes (1928-2012)

Otoño/2012
Luvina (68)
José Miguel Oviedo  


La noticia de la muerte de Carlos Fuentes, que acabo de recibir desde México, me ha producido una verdadera conmoción por muchas razones, pero sobre todo por tres: con él pierdo a un amigo entrañable a quien conocí por algo más de medio siglo y con quien me he encontrado a lo largo de ese periodo en las más diversas circunstancias y por los más diversos motivos, lo que me permitió disfrutar de su enorme inteligencia, su pasión literaria y su indestructible entusiasmo por la cultura y la política de México, América Latina y el mundo entero; en segundo lugar, su obra literaria misma puede considerarse, junto con las de Juan Rulfo y Octavio Paz, entre lo más trascendente que su país produjo en la segunda mitad del siglo pasado, gracias a una excepcional imaginación e inventiva verbal y a su enorme ambición narrativa; y en tercer lugar, no creo que en ninguno de los momentos en que hablé con Fuentes o vi alguna de las incontables entrevistas que concedió, haya notado en él un ápice de pesimismo o desaliento, no importa cuán grave fuese la situación por la que nuestra historia presente atravesaba. Era un hombre, en todo, desbordante, generoso y, al mismo tiempo, rigurosamente disciplinado para poder realizar, en medio de sus incontables viajes y compromisos intelectuales, la vasta obra —que cubre casi todos los géneros literarios— que nos ha dejado.
     Fuentes, en realidad, fue algo más que un escritor: fue un testigo y un vocero de nuestra cultura y nuestra vida política. Actuó siempre sabiendo que sus opiniones podían despertar tempestuosas polémicas y que algunas de sus ideas iban a enajenarlo de ciertos sectores intelectuales dentro y fuera de su país. Las proporciones de su obra tienden a ser descomunales y sólo podrían compararse, entre nosotros, con las de Carpentier, Vargas Llosa y García Márquez. Su pasión literaria es auténtica y también lo es su pasión americana, que lo ha movido a representar y analizar la compleja fase de modernización de un país tan antiguo como el suyo, dentro del gran marco de la historia latinoamericana y mundial; es decir, ha compuesto un gran mural, un verdadero friso de la vida pública y privada de nuestro tiempo. Tan vastas y variadas son las imágenes de ese friso, tan complejo y abarcador su drama, que, en algún punto de su evolución, Fuentes decidió organizar su programa creador y darle un nombre general: «La Edad del Tiempo». El título de este programa narrativo es revelador y exacto si lo entendemos en dos sentidos: por un lado, alude al tiempo histórico, que se mueve siempre entre espasmos impredecibles y violentos, dejando un rastro de sangre y muerte; por otro, al tiempo de los grandes mitos humanos, donde la destrucción es anuncio de un nuevo renacer, donde todo está o estará vivo en algún momento de ciclos o imágenes permanentes como los que brinda el lenguaje de la novela y la poesía. Su obra narrativa puede considerarse, por eso, una novela del tiempo y una fascinante invitación a vivir en el tiempo de la novela. El tiempo es para él una dimensión abierta a infinitas transfiguraciones, fantasmagorías y hechicerías que cuestionan o extienden nuestra percepción de la realidad, como Cortázar lo hizo a su modo. El mundo de Fuentes es, a semejanza del arte mesoamericano, ceremonial, ritual, excesivo, grotesco, barroquizante y cifrado. México es el centro de su indagación, pero alejado de todo nacionalismo provinciano. Su obra es una apertura de la novela mexicana al más amplio espíritu cosmopolita, al universalismo que le permite a la realidad latinoamericana dialogar con el mundo y reconocerse como legítima parte de él: representa un movimiento de libertad conceptual, estética y moral.
     La triste noticia de su muerte ha evocado en mí el momento en que lo encontré por primera vez y el último. Lo conocí personalmente en 1962, en uno de los encuentros que organizaba el poeta Gonzalo Rojas en Concepción. Allí disfruté de su charla y fuimos cómplices en una respuesta muy ardiente a las ideas algo convencionales que sobre América Latina había presentado Frank Tannenbaum, historiador norteamericano. Muy poco después volvimos a vernos en Lima, en una reunión en la llamada Peña Pancho Fierro, donde José María Arguedas acogía a amigos peruanos y extranjeros, en un local decorado con las bellas piezas de arte popular que su esposa Celia Bustamante y su cuñada Alicia habían recogido durante largos años. Esa visita estaba relacionada con la aparición de su notable novela La muerte de Artemio Cruz, que yo había leído con una admiración que todavía conservo y uno de cuyos ejemplares me dedicó con generosas palabras. La última vez tuvo lugar a fines del año pasado en la Free Library de Filadelfia, donde él tuvo un animado e intenso diálogo con su traductora Edith Grossman, al final del cual —mientras él firmaba, sin parar, decenas de ejemplares de libros suyos frente a una larga cola de admiradores— tuvo un par de minutos de diálogo conmigo, lleno como siempre de humor y entusiasmo. Al final quedamos en que nos veríamos muy pronto en México. Ahora sé que Carlos no podrá cumplir esta promesa.
Filadelfia, 15 de mayo de 2012

Escribir en estado de gracia, ¿por qué no?

Otoño/2012
Luvina (68)
Juan José Rodríguez


Hay dos maneras de emprender, aprender y aprehender la literatura: gozándola o sufriéndola. Los dos caminos son válidos y valientes. He aquí el anverso, reverso y lo adverso de esa moneda lanzada al invisible aire. ¿Por qué no usar la felicidad para poder escribir?
     Existen mitos que nunca son destronados: su imperio es más opresivo que el de la simpleza de quienes creen que lo mejor de la existencia es fincar un patrimonio, mantener un oficio y luego pasarse el resto de la vida pagando mensualidades o añadiéndole cifras a un capital.
     Esa gente, por lo general, cree que el artista es un loco ofrendando su vida a algo que nunca le dejará dinero, y que debe sufrir por ello. Todos los que no son productivos deben pagar su desobediencia al canon de la normalidad.
     (Usé deliberadamente la palabra simpleza, concepto que en el argot popular equivale a lo dicho y hecho de manera inútil, sólo para reír o molestar... Pues bien, para eso sirve el arte: para reír y hacer pensar a la gente, aunque sea a través de la molestia. Nada como el arte moderno para levantar ámpula... y ámpula es sinónimo de ampolla).
     Condenado de antemano a entregarse a las adicciones, a la incomprensión y a la tragedia —las dos primeras cosas en sí ya son una tragedia—, el artista, en este caso el escritor, por lo general crece en una sociedad donde se espera de él sufrimientos, fracasos y un curioso anecdotario que a veces sobrevive más que la obra misma. El artista hasta marcha resignado a ese destino agridulce. No hay mayor falacia que ésta.
     Cierto: los dramas personales o colectivos son los demiurgos y los demonios de la obra maestra. Millares de hombres combatieron a Napoleón: sólo uno escribió Guerra y paz. Los rusos beben bastante, especialmente en tiempo de frío: nada más uno de esos millones de ociosos escribió Crimen y castigo.
El alcoholismo fulminó a Malcolm Lowry; pero está comprobado que en grandes periodos de sobriedad esculpió cada una de sus novelas. Y aunque se diga, merced a lo breve de su vida e inacabado de su obra, que Lowry es «autor de un solo libro», fueron necesarios las inmersiones en Oscuro como la tumba donde yace mi amigo o Ultramarina para llegar a la fragua donde se templó, a golpes de marro y de tarro, la epopeya íntima de Bajo el volcán.
     El alambique —palabra acuñada por los alquimistas árabes— necesita a veces de la combustión de una vida para sublimar su espíritu o entregarnos la piedra filosofal de una noble pieza literaria. Tampoco eso es regla, aclaro. Un chispazo en un momento clave de la existencia puede dar la pauta para una revelación de este tipo.
Para ser escritor es necesario darlo todo, sacrificarse continuamente, pero no es menester arrojarse al vacío. Los académicos encerrados en la cátedra o los vagabundos que trotaron por diversos mundos no siempre entregan una Mona Lisa o ya de perdida un Guernica. «Para escribir una obra maestra, primero tu vida tiene que ser una obra maestra», dijo Antoine de Saint-Exupéry. Nada como pasarse la existencia haciéndole al cuento en busca de tener una vida de novela.
     La literatura puede ser tu vida paralela, pero nunca debe ser el centro de tu vida, salvo que ya seas un gran maestro o tu familia no necesite quien la mantenga o la entretenga. Y aun así, a nadie le interesa lo que escribe alguien atrapado en una realidad abstracta o resentida. Hay editoriales en España que, para correr a un autor, suelen preguntarle: «Si este libro que trae con usted trata sobre su vida, mejor lléveselo de vuelta: su vida a nadie le interesa, caballero».
     Gran mérito de los rusos fue que escribieron sobre gente real: jugadores de casino, campesinos normales o príncipes idiotas que aparecieron llenos de vida y de furia en sus páginas, sin olvidar a los humillados y a los ofendidos.
     La Torre de Marfil es el mejor mausoleo para la literatura. La vida cotidiana, la constante presencia del autor ante el río del mundo, hace a los verdaderos escritores.      Volver la vida cotidiana un gran acontecimiento sólo puede lograrlo alguien lleno de energía, reconciliado con la vida y con el arte a cada momento.
Ser novelista es amar al mundo, acariciarlo con palabras, dijo el escritor turco Orhan Pamuk. Para serle fiel a un credo, para renovarse siempre en esa aventura del pensamiento, no hay más que vivir, convivir y revivir con el mundo en permanente estado de gracia.
 

La hora feliz

Otoño/2012
Luvina (68)
Vicente Quirarte

Hora feliz se llama el breve lapso en que se cobra al dos por uno: tiempo al que pocos privilegiados tenemos acceso porque es el laboral, obligado, casi siempre mercenario. No es la hora de los borrachos, sino del borracho solo. La hora de hacerse preguntas que antes formulamos, entonces sin hallar respuesta, ante la mirada en seco del psicoanalista. Por tal motivo, el bar de Sanborns es en ciertas horas el más barato y el mejor para escribir. O simplemente para estar.
     Por una razón que antes no me explicaba, sólo aquí pido la pareja formada por el Herradura blanco y la cerveza Bohemia. Sin embargo, mientras el agua que corta, la espuma y el oro líquido se hacen parte de mi cuerpo y consuman su plenitud sobre derrotas de la semana, recuerdo que las extrañas ocasiones en que mamá bebía, la cerveza Bohemia era su invariable elección. Mamá convertía toda la vida en dos por uno. Mientras sus hijos y su marido nos afanábamos en combatir el tiempo, para que como huésped incómodo se fuera, ella lo expandía, le daba sentido, con una sabiduría que Baudelaire no se atrevió a intuir. Esperaba cada mañana litúrgicamente la hora de Los Beatles y los escuchaba, aunque nunca aprendió inglés, como si fueran cantos gregorianos.
     A lo largo del año escolar 1986, mientras fui profesor visitante en Austin College, me enviaba puntualmente por correo Proceso y La Familia Burrón. En esos tiempos prehistóricos anteriores a la red era su forma de mantenerme en comunicación con México, pero también con la parte más profunda de lo que como familia éramos. Los Burrón eran parte de nosotros, al igual que seres y objetos del barrio de La Lagunilla, donde nacimos y nos criamos: los pisos y muros de piedra irregular de las que antiguamente fueron fastuosas construcciones —éstos fueron palacios—, los patios en que el mundo era ancho y nunca ajeno, las azoteas como quinta fachada y el lugar más próximo al cielo. Las revistas llegaban acompañadas de una carta con la letra grande, fresca y clara de mamá. Se llamaba Luz, pero mis hermanos y yo comenzamos a llamarla Gamucita: su cabello blanco y restirado, sus anteojos y su figura cada día más menuda nos recordaban físicamente a doña Gamucita Botello de Pilongano, madre sufrida y abnegada del poeta Avelino Pilongano, autor, entre otros títulos, de Aquelarre de neuronas y El círculo cuadrado de las amibas.
     Mamá lloró como ninguno de nosotros la muerte de mi padre. Lloraba por él, pero más por ella, por lo que les había faltado, por lo que de su marido nunca tuvo. «Lo mejor del matrimonio es la viudez, aunque uno sea el muerto», predicaba el gran Alí Chumacero. Con la muerte de mi padre, mi madre vivió su nueva juventud: en la plenitud de sus sesenta años, subía ágilmente las escaleras del metro; iba sola a una sala de cine a ver la película The Warriors, rodeada por bandas urbanas en los asientos vecinos; depositaba puntualmente el abono de la Enciclopedia Británica, cuando la convencí de que era la mejor inversión que podíamos hacer para el futuro, antes de que la era cibernética intentara tomar por asalto esa trinchera.
     Una imagen me queda del momento en que, sin derramar una lágrima, mamá lloró verdaderamente a papá. No a ella en él, sino al hombre que amó, despreció, perdonó y volvió a amar. El hombre tan distinto a ella, tan arbitrario e injusto. Tan constante. Varios años después de la
muerte de papá, mamá y yo estamos viendo, sin nadie más en casa, la adaptación al cine de Sostiene Pereira, de Antonio Tabbuchi. Al ver a Marcello Mastroianni en el papel del personaje desilusionado y abúlico de la novela, excedido de peso en cuerpo y alma, melancólico y vencido, descubrimos su asombroso parecido con papá. «¿Llevas dinero?», era la pregunta invariable de la esposa de mi padre. Y esa pregunta se la hizo aquel 13 de marzo de 1980 en que lo vio con vida por última vez. Quería decirle además que regresara, que le iba a planchar el traje, pues se iba a la Universidad con las mismas arrugas del heroico traje de combate que Mastroianni luce en la película, bajo el calor humillante y bochornoso de Lisboa. Mamá hubiera querido planchar el alma a papá, aunque en el fondo sabía que dentro de él ya sólo brillaba un sol oscuro. Cuando en la parte final de la película tomé la mano de mamá, sin decirle nada le decía que la parte sobreviviente del nosotros era como el nuevo Pereira que, libre de kilos y de anteojos, rejuvenecido por el amor al prójimo, era el Martín Quirarte que nos queda: no el enemigo mortal de sí mismo sino el hombre generoso y altruista que se daba a los otros.
     Doña Luz murió de modo imprevisto a sus ochenta y cinco años mientras escuchaba a Wolfgang Amadeus Mozart. Exteriormente en paz, aunque dentro de ella tuvieran lugar catástrofes biológicas que destrozaban de manera definitiva su prolongada, envidiable fortaleza. La primera de nosotros que se iba en su cama y se apagaba en paz. No he podido llorarla porque no me duele, y eso también le debo reprochar. Tuvo siempre la suprema elegancia de estar sin notarse. Ser la última en dormir y la primera en conocer el alba. Enfrentar la desgracia con resolución nacida de un estoicismo natural, sin adjetivos. Aun así, el dolor que no me deja es haber tenido que decirle frente a frente que su hijo mayor ya no existía. Verla quebrarse así.
     El 11 de mayo de 2011, mis hermanos, mis sobrinos y yo nos reunimos en la notaría para ultimar los detalles de la venta de la casa que habitábamos en la Colonia Roma. Ese día se cumplieron trece años del día en que sepultábamos a Ignacio, el mayor de mis hermanos. En la coincidencia leo el término de un ciclo, el cierre de un circuito. Nuestro hermano Ignacio se fue de entre nosotros, a los cuarenta y siete años, el 9 de mayo de 1998. Se suicidó a la edad de Lovecraft, de Pessoa, de Musset. Temprano todavía para irse. Tarde para empezar de nuevo.
     A partir de esta decisión de otro miembro de la tribu nos dimos cuenta de que era imposible bajar la guardia; había que blindarse otra vez contra el enemigo latente, contra la que William Styron llama oscuridad visible en un libro que se convirtió en mi lectura obligatoria y devoro con la avidez de la primera ocasión, como si de una medicina milagrosa se tratara.
     El perro amarillo nace en la calle. Es solitario, estoico y resistente. Siempre hay alguien que le tiende la mano. Por eso la frase «Suerte de perro amarillo» debe mover más a admiración que a lástima. La metáfora describe inmejorablemente a mi hermano Ignacio. Nació con ese sino y creció con una excesiva presión por parte de papá. Una es la persona que nos procrea a un número de hijos, pero cada uno tendrá un padre distinto, lo vivirá a su propia manera. Así sucedió con nosotros. Mi padre concentró en su primogénito todas sus frustraciones —el amor y la cólera— y no hubo jamás comunicación —menos comunión— entre ellos.
     Ignacio. Mi hermano mayor que todo lo sabía: dinosaurios, el funcionamiento de un auto de carreras, la letra en inglés de las nuevas canciones, distancias entre los planetas, el hombre de Tepexpan en el Museo de Historia Natural del Chopo. Cuando me confesaba no tener respuesta a mi pregunta, reacio a admitir su falibilidad, yo insistía: «¿Y calculándole?».
     En la única fotografía infantil donde estamos juntos, a sus cinco años Ignacio es un rocanrolero de avanzada: ultrapeinado con brillantina y un suéter que se afana en mantener su dignidad de nuevo. Yo, de dos años, basto, guandajo, el pelo chino y revuelto, como Silvestre Revueltas crudo y acabado de despertar, en una fotografía que conserva, devoto, Eusebio Ruvalcaba. Ignacio me toma de la mano y sonríe complacido a la cámara. Yo manifiesto la hostilidad y la mala cara de todas mis imágenes infantiles. Al reverso, una mano que no es de mi madre ni mi padre escribió, para dar constancia del hecho: «Chentito y Nachito». ¿En qué momento se rompió el pacto? ¿Cuándo logró el Señor Hyde inocular en su sangre ese filtro incapaz de regresarlo a la luz? ¿Cuándo mi hermano y yo dejamos de tomarnos tangiblemente de la mano, se bifurcaron los senderos y él se dejó vencer por el demonio al que cada uno y en grupo debíamos vencer? Defectos horribles, corregibles, escribía sistemáticamente en un cuaderno, y trataba de resolver los que más lo torturaban.
     El suicida es un instrumento de precisión, una máquina de matar, su propia, infalible guillotina. La carta dejada por Ignacio se hallaba en su impresora. Ni siquiera la sacó de la máquina. Después de su muerte, ante mis inevitables sentimientos de culpa, el doctor Miguel Matrajt hizo la analogía del suicida con la máquina: una moledora de carne está concebida para llevar a cabo una función, pero igualmente triturará cuanto se le ponga enfrente. Nada hubieran hecho mis visitas, mis buenas intenciones, nuestras carreras por Ciudad Universitaria, donde el movimiento era el inmediato y eficaz remedio contra la melancolía. «Si usted hubiera podido comprarle un departamento en la Quinta Avenida de Nueva York y le hubiera depositado un millón de dólares al mes, ¿lo habría salvado?». Vanidad del que sigue aquí. Si a la muerte de papá la vida se convirtió en sustituto inevitable, a lo que contribuyó considerablemente el sol del nacimiento de Anabel, nuestra primera sobrina, mi ahijada, la partida de mi hermano convirtió todo lo brillante y nutricio en materia de duelo y de dolor.
     Tres veces lo vi muerto. La primera, cuando entré con un cerrajero a su departamento y al darme cuenta de que la vida ya no estaba con él, instintivamente, como en los días de la niñez, le toqué el hombro desnudo y aún caliente. La segunda, al regresar con los agentes judiciales, cuya vulgaridad inevitable se volvió solidaria, aliviaba el dolor paralizante y obligaba a la acción: ayudar a descolgarlo me hizo entender la importancia de que los deudos sean partícipes de la que de otra forma dejaría de ser una ceremonia. La tercera, cuando al final del día más largo de mi vida, ya muy entrada la noche, reconocí su cuerpo. En la sordidez natural del Semefo, en ese lugar que parece subrayar toda la fealdad y miseria de la Ciudad de México, al mirar su cadáver y mover afirmativamente la cabeza dije que sí era él mi hermano, que había sido, aun en ese tiempo presente, inacabable, que enseña a respirar con más respeto. Comprendí las palabras de Raymond Carver en su cuento sobre la muerte de Anton Chéjov. La esposa del escritor solicita quedarse un momento a solas con el cuerpo. Más tarde escribirá: «No había voces humanas, ni sonidos de todos los días. Había sólo belleza, paz, y la grandeza de la muerte».
     Cuando Ignacio decidió quitarse la vida, en el mensaje que nos dejó menciona que creía tener la misma enfermedad que papá. Los sobrevivientes del naufragio queremos, necesitamos que nos digan lo que tiene el de nuestra estirpe, para tratar de entender el comportamiento de esa larva que crece, implacable e invisible, dentro de nosotros, aunque luego significante y significado pierdan sus conexiones. Lo que sí me fue posible atestiguar varias veces es la manera tangible, brutal, definitiva en que golpeó a mi hermano: los Quirarte sabemos reconocer, como los animales ventean a su depredador, el instante en que llega, para posarse en nuestra espalda y no soltarse, la bestia de la abulia y la parálisis. No transcribo íntegramente la carta de mi hermano. La conservo y la he leído innumerables ocasiones, pero, como escribe Marc Etkind, las notas suicidas no deben ser leídas por extraños, a menos que circunstancias especiales las conviertan en documentos públicos. Espigo solamente lo que puede servirnos a los que aún estamos de este lado: tres veces mi hermano dice que no puede con la vida. Tres veces se disculpa por lo que está a punto de hacer. La misma reiteración, desesperadamente lúcida, aparece en la carta que Virginia Woolf dejó a su marido el 28 de marzo de 1941 antes de arrojarse al río, provista de piedras que la ayudaran a garantizar su muerte:
Mi más amado:
Otra vez tengo la certeza de que me estoy volviendo loca. Siento que no podremos pasar por otra de esas temporadas terribles. Y ahora no me voy a recuperar. Empiezo a escuchar voces y no me puedo concentrar. Así que hago lo que me parece que es lo mejor que puedo hacer. Has sido en todos los sentidos más de lo que nadie podía ser. No creo que dos personas puedan haber sido más felices antes de que llegara esta terrible enfermedad. No puedo luchar más. Sé que estoy arruinando tu vida, que sin mí podrás trabajar. Y sé que lo harás. Ves que ni siquiera puedo escribir esto propiamente. No puedo leer. Lo que quiero decirte es que te debo toda la felicidad de mi vida. Has sido completamente paciente conmigo e increíblemente bueno. Quiero decir esto —todo mundo lo sabe. Si alguien hubiera podido salvarme ese alguien hubiera sido tú. Todo se ha ido de mí excepto la certeza de tu bondad. No puedo seguir arruinando tu vida. No creo que dos personas hayan podido ser más felices de lo que hemos sido.
En Nueva York, después de la muerte de mi hermano carnal, largas conversaciones con Frédéric-Yves Jeannet, hermano por elección. Unidos por la admiración común a Jean-Arthur Rimbaud y el suicidio de nuestros padres, la nueva herida causada por la decisión de Ignacio nos obligaba, necesariamente, a reinventar la vida, como exigió el maestro. «Yo no puedo pensar en suicidarme, porque a mí ya me lo hicieron antes». Frédéric lo dice plenamente convencido, él que ha resistido embates de la Oscura Señora y ya rebasó la edad de los 37 años que tenía su padre cuando abandonó este mundo.
     Los hijos de suicida vivimos con una espada encima. Nos indican una ruta de salida. Nuestro doble trabajo consiste en explorar otros senderos. En el cuento «Hansel y Gretel», de los hermanos Grimm, los niños perdidos en el bosque logran volver a casa gracias a la previsión de haber señalado el camino con piedras. La segunda vez no pueden reconstruirlo porque los trozos de pan esparcidos para marcar el regreso han sido comidos por los pájaros. Aunque no se lo proponga, el suicida traza para los suyos un camino. Los sobrevivientes lo reconstruyen, acaso también sin proponérselo; al mismo tiempo buscan y propician la llegada de pájaros del alma que borren los indicios del sendero que conduce al encuentro fatal con el espejo: no el que refleja lo que somos, o lo que creemos ser, sino el que pierde la batalla contra la mitad siniestra que acabará con nosotros, ese Señor Hyde embrutecido por el miedo y la impotencia ante una vida que no tiene otro remedio que aniquilar.
     Estamos en el piso 29 de un edificio en la calle 83. Debajo de nosotros se despliega la ciudad. Mi padre se arrojó desde un puente ridículamente bajo. De no haber obtenido la gloria y el alivio de la muerte, lo hubiera esperado una humillante invalidez. Abajo palpita la vida y palpita en nosotros. Somos dos mínimos participantes en la gran representación. No somos imprescindibles para el mundo ni primeras figuras, pero en este momento somos los primeros hombres en el mundo. El suicida descubre que es el último hombre sobre la Tierra, pero también, cuando algo muy dentro de sí le dice que el fin de sus dolores ha llegado, tiene un instante de plenitud que lo hace dios y creador de sí mismo, poderoso y omnipotente. Como el escritor cuando logra vencer ese no sé qué que lo mantiene vivo y al que es necesario matar para otorgar la vida.
     La nevada doblemente extraordinaria que cayó entre el 10 y 11 de enero de 1967 en la Ciudad de México está ligada a Ignacio porque nunca lo admiré como entonces. Mi padre nos había enviado a la biblioteca del Museo de Antropología para transcribir unos microfilmes. Ignacio era el caballero y yo su escudero. Como excelente y pulcro mecanógrafo que era, tecleaba mientras yo leía, en un libro barato e invaluable, A Study in Scarlet. Frente a su máquina del tiempo, mi hermano hacía vivos los trabajos y los días de héroes mexicanos. Afuera, Chapultepec nevado era Londres y salíamos, pubertos Holmes y Watson de Anáhuac, a soportar temperaturas inéditas, a convertirnos en pequeñas locomotoras que invadían el aire con su vaho personal, irrepetible. Creo que entonces conocimos verdaderamente la felicidad.
«Manito», nos decíamos, cuando el cariño no conocía barreras ni convenciones, cuando la palabra hermano aún no nos hacía enemigos ni parientes incómodos. Ya no nos dábamos la mano, como en la fotografía infantil, pero cuando emprendíamos nuestras sistemáticas exploraciones por la ciudad, su mano mayor iba en mi hombro, la mía en el de Javier, mi hermano menor. Manito. Caminábamos dueños de la ciudad, queriéndolo todo, necesitando nada. Invencibles.