sábado, 8 de diciembre de 2012

VARGAS LLOSA CONTRA LOS VÁNDALOS

8/Diciembre/2012
Laberinto
Heriberto Yépez


En “La Ciudadela de los libros” (El País, 2-12-2012), Vargas Llosa elogia el sexenio de Calderón (y a Consuelo Sáizar en Conaculta), por reunir los acervos de J. L. Martínez, Castro Leal, García Terrés, Chumacero y Monsiváis.
Vargas Llosa termina diciendo: “no creo equivocarme si digo que, una vez que pasen los años y se vayan desvaneciendo de la memoria histórica las violencias de estos años asociada (sic) al narcotráfico, la Ciudadela de los Libros seguirá allí, intacta, atrayendo cada vez más lectores, como un enclave de civilización invulnerable a la barbarie”.
El Nobel debería ya saber que oponer “civilización” a “barbarie” es visión anacrónica, colonial, ridícula ya en el siglo XIX —aun el tremendo Lucio V. Mansilla lo reía—; no entiendo, entonces, a Vargas Llosa en el siglo XXI usando términos tan falaces, tan clasistas, tan fáciles.
¿Y a qué “barbarie” se refiere? ¿A los narcos que son genéticamente perversos, diabólicos, inexplicablemente violentos? Por supuesto que no: esos “monstruos” o “bárbaros” no existen. Son una fantasía.
Se refiere a los narcos reales, supongo, aquellos que como sociedad construimos mediante el autoritarismo familiar, escolar, eclesiástico, mediático y político. Aquellos que llegan al crimen por la desigualdad, el desastre educativo, la violencia física, emocional o psicológica que sufrieron y ahora devuelven al cuerpo social, del que también aprendieron a competir sin sentir.
Si Madame Bovary hubiera nacido en zona marginada de Sinaloa quizá sería una “madame” bárbara. Quizás una sicaria “salvaje”, una mula del narco. Por mala suerte de nacer en pueblo machista o barrio jodido quizá nunca conocería el lujo de los libros. Quizá por pura pena no se asomaría siquiera a bibliotecas. Si bien le iba: “Mija, migra”.
Vargas Llosa yerra si cree que la “barbarie” es distinta de la “civilización”. En realidad ella orilla a muchos de distinto modo (casi siempre desde edad temprana) a cumplir el rol de “bárbaros” para que nosotros, Los Civilizados, podamos ocultar nuestra colaboración, sentirnos superiores e incluso tele-indignarnos.
Justo cuando Vargas Llosa soñaba un “enclave de civilizacion invulnerable”, en la Ciudad de México, Ebrard llamaba, precisamente, “bárbaros” a los jóvenes que hartos de tantas cosas golpeaban la ciudad que ha golpeado muchas de sus esperanzas.
Ellos —los nacos, los narcos, los anarkos— quedan fuera de esa pulcra Ciudadela que acoge los libros que en nuestro México tan inequitativo, la rapiña gubernamental y sindical impide que lleguen a los niños.
Una parte de esos niños serán los “vándalos” del futuro y no faltará un escritor que, ante tal grey astrosa y tribu callejera, contraste la violencia de esos “bárbaros” con el sereno éxtasis de una gran biblioteca de cinco escritores respetados.

Tovar y de Teresa: oportunidades del regreso

8/Diciembre/2012
Milenio
Ariel González Jiménez

Asistí en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara al homenaje que se le rindió a Fernando del Paso y donde participaron Hugo Gutiérrez Vega, Elmer Mendoza, Joaquín Díez-Canedo y Rafael Tovar y de Teresa. Fue, desde mi punto de vista, uno de los momentos más emocionantes de la FIL y una oportunidad para que, habida cuenta la presencia del ex coordinador de los festejos del Bicentenario de la Independencia, no pocos volvieran a especular sobre si él sería o no el nuevo presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes.
Como se sabe, ni ese día, ni al final de la Feria, se despejaron las dudas sobre quién se haría cargo del principal organismo cultural del país. No fue sino hasta ayer que se confirmó el rumor que había venido predominado: Rafael Tovar y de Teresa será el titular del Conaculta.
Con su designación, el gobierno federal revela su apuesta por una figura con gran reconocimiento y una trayectoria incuestionable en el sector cultural. Y si esos méritos, evidenciados también en su condición de historiador y novelista, resultaran pocos, no puede soslayarse la extraordinaria capacidad de convocatoria y de interlocución que tiene Tovar y de Teresa con todos los grupos intelectuales y artísticos del país.
Dada la pifia del hoy Presidente Peña Nieto en la Feria Internacional del Libro hace un año –que le costara ser tildado de ser representante de la ignorancia supina–, el del Conaculta era un cargo en el que la administración entrante no podía equivocarse. Tenía que enviar una señal clara, contundente, de la importancia que le confiere a la cultura en el nuevo proyecto; y esto sólo podía suceder a través de un nombramiento que resultara irrebatible.
Por supuesto, no creo que en todas partes sea bien visto que Tovar y de Teresa vuelva a ocupar un cargo que ya tuvo en dos sexenios (la tercera parte del de Carlos Salinas de Gortari y el de Ernesto Zedillo), pero lo cierto es que tampoco se podrá fácil ni sensatamente cuestionar la autoridad que, precisamente, le viene de ese hecho. Porque si algún aspirante al puesto conocía las entrañas de Conaculta, su estructura interna, su intrínseco valor institucional y los fines para los que fue creado, era él; y si alguien podía tener un panorama de las deficiencias y problemas del Consejo, y la necesidad de que cobre una nueva perspectiva ante el futuro, pues creo que también era él.
Oficializado su nombramiento, las reacciones de los más variados actores de la vida artística y cultural del país son elocuentes. Creo que lo que la mayor parte de los entrevistados destaca (no sólo de MILENIO, sino por otros medios), es su solvencia y lo estimulante que puede resultar en un momento de extraordinaria complejidad.
Y es ahí donde la visión de alguien como Tovar y de Teresa puede aportar grandes cosas, ya perceptibles desde la conciencia de cómo vuelve a este encargo tan valioso: todo este tiempo se ha mantenido “en contacto con todas las manifestaciones artísticas, pero lo que se me hace apasionante, la determinación por la que decidí regresar, es porque ésta es una época única, uno de esos momentos en que cambian los paradigmas históricos”. Eso fue lo que le comentó a nuestro compañero Jesús Alejo en la entrevista que hoy publica MILENIO.
Sabe Tovar y de Teresa que vivimos una etapa que incluye retos de gran calado, esperanzas que es preciso materializar dando pasos firmes:
“La aparición de las nuevas tecnologías y la posibilidad de hacer llegar el trabajo cultural a millones de personas, sólo tiene paralelo con la aparición de la imprenta en la época del Renacimiento; eso se convierte en un enorme reto para mí, el otro sería los contenidos, pero México es un país con un enorme talento y creo que podremos hacer llegar el arte y la cultura a mucha gente”.
No ignora, tampoco, que en la realización del objetivo de llevar la música, la poesía, las artes visuales o el teatro a todas partes y a todos, está cifrada la posibilidad de que México transite exitosamente hacia el futuro de modernidad con el que soñamos la mayoría.
Porque todos estos “son —lo vuelvo a citar—elementos fundamentales en la reconstitución del tejido social que desafortunadamente, en los últimos años, se ha visto fracturado, incluso para la recuperación de una buena imagen de México en el exterior, que desafortunadamente se ha visto dañada en los últimos años.”
Así es como en unas cuantas palabras Tovar y de Teresa traza algunas líneas fundamentales de lo que será el nuevo proyecto de política cultural. Uno que él puede encabezar por tener el consenso de la comunidad de artistas e intelectuales.
Algo de premonitorio debe tener lo que dijo Fernando del Paso el mismo día de su homenaje en la FIL, cuando agradeciendo a Rafael Tovar y de Teresa su alocución laudatoria, recordó que había sido su jefe en la Embajada de México en Francia y que había sido “un buen jefe, un gran jefe”.
Ahora que vuelve a Conaculta tiene también, otra vez, la oportunidad de honrar esas palabras.

viernes, 7 de diciembre de 2012

Conjurar fantasmas

Diciembre/2012
Nexos
Bernardo Esquinca

Soy una persona supersticiosa y paranoica, por eso escribo literatura de terror. Vivo absurdos cotidianos como ponerme en mayor riesgo al bajarme de la banqueta con tal de no pasar debajo de una escalera, o pararme de la mesa y caminar hasta el otro extremo —ante la mirada extrañada de los comensales— para coger el salero, en lugar de pedir que me lo pasen. Si estoy en el andén esperando el Metro, evito ponerme en la orilla pues me da miedo que me arrojen a las vías. En una reunión familiar, levanto las bolsas de mis hermanas y primas del suelo porque “se va el dinero” (eso decía mi abuela, y yo siempre le creí).

Sin embargo, todos estos entuertos mentales los hago a un lado a la hora de escribir: de lo contrario me sería imposible. Imaginen si me pusiera trabas del tamaño de “no puedo poner tres comas seguidas después de utilizar la palabra gato” o “cada que escriba el número trece debo limpiar el teclado con agua bendita”. Si dejara que eso ocurriera, mejor le pediría a mi mujer que me encerrara en un manicomio (aunque a veces ella me mira como si fuera la única salida. Y no la culpo).

Cuando me siento ante la computadora, traslado las manías esotérico-chocarreras de mi cabeza al papel, y me ha funcionado, porque escribo con cierta fluidez. Sólo tengo dos reglas: 1) nunca tomo notas, pues cuando lo he hecho —la razón es inexplicable— esas ideas jamás se concretan, y 2) nunca veo cuántas páginas llevo escritas, ya que me obsesiona y distrae. Mi estrategia es pegar un post-it en la esquina inferior izquierda de la pantalla, donde está el contador de hojas, y asunto arreglado. Eso, además, proporciona una emoción extra a mi trabajo: al terminar lo que esté haciendo —sea una novela o un cuento—, disfruto el momento de quitar el papelito amarillo y descubrir qué tan lejos llegué (luego viene la necesaria poda).

El horario para escribir depende del tiempo libre que me deje el trabajo: siempre he sido animal de oficina. Últimamente se me ha acomodado uno que parece ideal para el tipo de relatos que escribo: el crepúsculo (en mi caso es justo llamarlo twilight zone); ese umbral donde el contorno de las cosas se vuelve ambiguo y, por lo tanto, amenazante. Estar alejado del ruido y las distracciones es importante, pero puedo asegurar que en numerosas ocasiones me han interrumpido temibles enemigos como El Hombre del Garrafón de Agua y la Mujer que Llama desde el Banco, sin que consiguieran desconcentrarme.

Los veinte años transcurridos desde que publiqué mi primer libro me han dejado una certeza: un autor debe ser capaz de escribir donde sea (casa, estudio, oficina o campo de batalla), aunque jamás estando borracho, ni mucho menos resacoso. Soy un habitual de las cantinas del Centro Histórico de la ciudad de México, pero al momento de escribir un libro las evito como si en ellas se ofrecieran tacos de vaca loca y tragos de gripe aviar.

Mi cabeza es un hervidero de historias. Varias de las situaciones que observo o me cuentan las veo como posibles tramas. Sin embargo, para fortuna de los lectores, y de los árboles que son víctimas de un ecocidio patrocinado por la industria editorial —pocos en realidad llegan a convertirse en libros que valgan la pena—, no todas las redacto.
Ignoro cuál es el misterioso proceso que me hace elegir un tema y desechar otro. Mauricio Molina ha comparado la labor del escritor con la de un médium: alguien que invoca a los espíritus para realizar su obra. Bajo esa premisa, con la cual comulgo cien por ciento, podríamos aventurar que la clave radica en que algunos fantasmas se manifiestan con mayor influjo que otros.

No les creo a los colegas que afirman que “sufren” cuando escriben y hasta les “sangran las manos”. Quien diga eso, o se está dando demasiada importancia o debería dedicarse a otra cosa. Escribir produce un enorme placer: por eso me consagro a ello. También porque me ahorra el psicólogo. No hay nada mejor que trasladar miedos. Una vez un lector me confesó que por culpa de uno de mis cuentos ahora le tiene terror a los aviones que vuelan cerca del techo de su casa. Le contagié un trauma; en cambio, ahora duerme apretando muy fuerte la mano de su novia —lo cual a ella le encanta—. No me molesta si me llaman malvado: es justo lo que intento provocar con mi literatura. 

Francisco Hernández: la poesía como existencia

1/Diciembre/2012
Laberinto
Francisco Goñi

Hay poetas que nacen con el estigma de marcar su tiempo con lenguaje volcánico, dislocando la realidad, erotizando formas y ritmos, proponiendo espacios donde no hay fronteras y el material onírico se expande, flota, se convierte en palabras incandescentes. Francisco Hernández (San Andrés Tuxtla, 1946) es uno de ellos.
Al enterarme en la noche del lunes que se le concedió el Premio Nacional de Ciencias y Artes 2012, me pareció una noticia extremadamente conmovedora. Porque simboliza el reconocimiento a una forma de sentir el mundo, a un destino y más allá, a la poesía como fundamento de la existencia.
De Francisco Hernández se ha dicho de todo, desde comentarios malintencionados hasta los más justos elogios. De alguna manera, se ha fabulado con su vida. Se habla de que está enfermo, deprimido, malhumorado, que padece ataques de epilepsia y ha intentado suicidarse. A la par, se le admira la entrega desinteresada al lenguaje como un regreso a casa, el fino oído, las complejas y oscuras metáforas que pueblan sus textos. Pero creo que es momento de decirlo: la grandeza de su poesía lo une a la familia de enormes escritores como Hölderlin, Rilke y Baudelaire.
Tanto sus poemas como libros enteros se han convertido en referencias de la literatura mexicana: de Mar de fondo a Moneda de tres caras, de La isla de las breves ausencias a Una forma escondida tras la puerta, el más reciente poemario dedicado a su entrañable Emily Dickinson. Generación tras generación, gana lectores y espacios en la crítica. A pesar de alejarse de la vida literaria y la fama, una y otra vez es invitado a ferias y lecturas aunque, para sorpresa de todos, siempre trata de ausentarse.
Francisco Hernández es un poeta sinfónico. Ha cifrado su obra a través de múltiples voces: Schumann, Hölderlin, Plath, Charles B. White, Basquiat... La experiencia de ser uno y muchos, o nadie y habitar infinitos personajes se ha convertido en un estilo personalísimo.
Meses antes de morir, Daniel Sada me confesó su profundo respeto por la escritura de Francisco Hernández. Sobre todo porque diferenciaba a un escritor de un artista por un elemento importante; decía: “un escritor domina el oficio y cumple con los propósitos; el artista, en cambio, es inventor de un estilo, tal como se evidencia en la vasta obra de Hernández”.
Los recursos de su estilo se enriquecen no solo de la literatura sino se ha acercado a beber de la fuente donde nacen todas las artes. Son notables los romances que comparte en sus poemas: tiene tanto textos a partir de pinturas como de fotografías, de esculturas como de instalaciones. Son memorables los diálogos estéticos que ha establecido con la obra de Chillida, Arturo Rivera o Claudio Bravo. Asimismo, la música y los viajes se han internado en sus versos, creando dimensiones y ciudades donde vivir.
Al igual que Thomas Bernhard, Francisco podría ser considerado un escritor fatalista y demoledor. Sin embargo, desde el lado de la belleza difícil y la penumbra, ha construido un puente luminoso para cruzar las noches largas.

Huellas de narrador*

1/Diciembre/2012
Laberinto
Xavier Velasco

Dos son los ángeles protectores a los que aquí se encomienda el autor de Diablo Guardián: el deseo de contar, un descubrimiento que registró durante su adolescencia, y ese escritor proteico que fue Carlos Fuentes, contemporáneo de Balzac. 


Estar aquí esta noche, ocupando un espacio de lejos familiar, inspira sentimientos contradictorios. De un lado, me recuerdo apostado allá mismo, espectador intruso, fugitivo del aula universitaria delirando que un día de seguro lejano sería un novelista de verdad, igual que el beato sueña con los hábitos. Del otro, puedo ver a Carlos Fuentes consumando un hechizo colectivo para el cual, nada más abrir los ojos, temo que me escasean los abracadabras. Esta suerte de ensueño acontecido no está exenta, por tanto, de un raro sentimiento de usurpación. “¿Pero qué novelista no es un usurpador profesional?”, me corrijo y recuerdo, muchos años más tarde, la sonrisa de Fuentes al tiempo de confiarme que éste, el de novelista, es el mejor trabajo del mundo.
A menudo sucede que los géneros eligen al incauto que habrá de cultivarlos. Nunca, que yo recuerde, tomé la decisión de hacerme novelista. Y si acaso lo hice, trataríase no más que de una obediente resolución, adoptada con cierta resignación intrépida, cuando ser y asumirse embrión de novelista llevaba a tentaciones tan urgentes como huir de las aulas universitarias en pos de unos centímetros cuadrados del suelo del Colegio Nacional, así fuera en cuclillas y hasta atrás, para asistir perplejo, patitieso, atento como un francotirador, al rito apasionado del novelista-actor que hacía de su persona personaje hasta orillar al verbo a hacerse carne, al tiempo que en la sala retumbaban esos ecos de pronto socarrones, sabihondos, truculentos, cáusticos, pasionales, resonantes. “Siete días tardó la creación divina”, advertía Carlos Fuentes bajo estas mismas piedras, “el octavo nació la creación humana y su nombre fue el deseo”.
Hasta donde recuerdo, y según testifica el renglón de “conducta” en todas mis libretas de calificaciones, el deseo de contar y hacerme oír se remonta al inicio de la vida escolar. “Platica mucho en clase”, anotaba maestro tras maestra, y ahí a renglón seguido mi madre respondía con la misma mentira compungida: “No volverá a suceder”. Hasta que un día el deseo tropezó con la pluma y el papel: dos aliados angélicos para el niño que ya ha alcanzado el rango de lisiado social y no habrá de jugar más que consigo mismo. A partir de ese día mi indisciplina no conoció más límite que las hojas finales de aquellos cuadernos donde nadie me vio conquistar mundos y derribar imperios, a bordo de una alfombra de palabras que era el mejor juguete imaginable.
Paridos casi siempre de atrás para adelante, en los mismos cuadernos de Aritmética o Ciencias Naturales que nunca habría llenado con apuntes, aquellos garabatos virtualmente encriptados que rara vez llegaban a la palabra fin no eran menos que una bitácora de fuga. Me envicié en este juego, a fin de cuentas, para huir del encierro en general y de la especie humana en particular. Antes que novelista soy fugitivo. La tinta es mi coartada y el cuaderno, con suerte, el salvoconducto. No persigo más gloria que eludir el arresto.
Hurgo en la condición de apestado escolar que motivara mis primeros desvelos y concluyo que alguna relación debió de haber entre ser un alumno impopular e interesarme poco por los superhéroes. Una vez aburrido de Ciudad Gótica, sin el menor deseo de rozar los suburbios de Villa Chica, llegué a la adolescencia y hallé asilo en un pueblo que se llamaba Cuévano. No estaba en ningún mapa, pero era familiar a extremos misantrópicos y gozoso a niveles lacrimógenos. Poco faltó para que por la culpa de Jorge Ibargüengoitia el maestro escribiera en mi libreta “llora de risa en clase”.
He de admitir ahora que había una satisfacción díscola y revanchista en reprobar materias por leer novelas. Ya que no me era dado premiar mi pubertad calenturienta frecuentando el Casino del Danzón, quería cuando menos malograrme en el nombre de sus anfitrionas, las infames hermanas Baladro. A ver, pues, ¿qué tarea escolar me iba a sacar de Cuévano? ¿Qué pupitre-trinchera no acabaría convertido en el túnel propicio que conectaba al aula mal querida con otra del colegio Leoncio Prado, un averno aún más hondo y tenebroso pero al menos repleto de diablos entrañables? ¿Cómo no abandonar civismo y catecismo por ir tras el misterio de la niña Amilamia?
Cierto es que no arribaron tan temprano como uno habría esperado, pero a su modo fueron muy puntuales. Si con dieciséis años mis compañeros no creían más en superhéroes, los míos recién llegaban al rescate, precedidos por la palabra boom. Otros héroes habían venido al mundo para salvarlo de villanos insufribles y evitarle las peores calamidades; los próceres del Boom latinoamericano, jugaba a imaginar, descendían del firmamento literario para reivindicar aquella profesión deficitaria que según mis mayores acabaría por matarme de hambre. ¿Viviría tal vez en la miseria extrema el hombre que nutría mis insomnios a través del fantasma de esa infeliz Eréndira en cuyo lecho tanto dormité? ¿Sería mi destino similar al del historiador Felipe Montero, condenado a alquilarse hasta la tumba para solaz de una hechicera esquiva?
Esperé muchos años la oportunidad de agradecer al maestro distante que me insultara a tiempo, aunque sin pretenderlo. Todavía estudiaba la preparatoria y aspiraba a vivir de la política, para sonora sorna de mi fuero interno, cuando encontré el insulto en el periódico. Es decir, cuando aquella invectiva dio conmigo. “Novelista sin novela”, fustigaba a la letra Carlos Fuentes a su destinatario, que no era el de la carta sino yo. ¿Cómo saber que uno es un novelista, si no existe constancia ni del primer intento? ¿Y no era de esperarse que al menos escociera ese exabrupto ardiente que habría de acompañarme, año tras año de infertilidad, como una suerte de cilicio invisible?
Para mi desazón, no había un solo aviso en la sección de anuncios clasificados donde solicitaran un novelista. Y menos, suponía, uno sin novela. Por más que desde niño así me torturara, no había renunciado a esa manía morbosa y masoquista de comparar las líneas recién pergeñadas con las de los autores que uno lee. Si los hermanos Grimm me acomplejaron antes de los diez años, a los veinte mordía tímidamente el polvo bajo el látigo de Milan Kundera, cuyas páginas eran a un tiempo inmarcesibles y entrañables. Eso es un novelista, me intimidaba a solas, entre desconsolado y deslumbrado, mientras imaginaba las calles penumbrosas de la Malá Strana y le daba las gracias al maestro distante que me señaló el rumbo del hallazgo.
Supe de la existencia de Kundera merced a un deslumbrante ensayo literario, mismo que devoré con la comezón propia de una novela de Rubem Fonseca. Y no era para menos, si en su transcurso intenso Carlos Fuentes narraba su hazañosa travesía al lado de Gabriel García Márquez a la Praga recién defenestrada por las tropas del Pacto de Varsovia. El encuentro de ambos con Milan Kundera, digno de una novela de Ian Fleming, funge como escenario para una comatosa Europa Central donde el poeta insiste en observar que “la ternura nace en el momento en que el hombre es escupido hacia el umbral de la madurez y se da cuenta, angustiado, de las ventajas de la infancia que, como niño, no comprendía”. ¿Y no era una ventaja jugar a novelar y nada más, cuando el único fin era huir del colegio en perfecto secreto? ¿Qué ha de hacer la ficción para llevar a cuestas el peso muerto de una realidad donde a nadie le importa la ficción? Corrijo: casi a nadie. Al novelista debe bastarle esa rendija para darse a creer en lo inenarrable.
Hacer eco gratuito de la vieja verdad de Perogrullo según la cual “la realidad supera a la ficción” equivale a opinar que el accidente suele ser más veloz que la ambulancia. Antes que superar a quien aún no llega, la realidad apenas prefigura lo que con suerte un día será ficción, y entonces sí que habrá de corregirla; otorgarle un sentido y un origen, un cómo y un por qué, un desde entonces y un hasta aquí. ¿Sabes, de aquí a cien años, me preguntó un día Fuentes, sin contener la risa, quién va a saber los nombres de los miembros del gabinete de Vicente Fox? “He ahí la pobrecita realidad”, parecía conceder su mueca entre festiva y funeral, seguida de esa luz artificiosa que solía reinstalarlo en los dominios del fabulador.
Enseñarse a escribir esas cuartillas no solicitadas que alguna vez, tal vez, merecerán el rango de novela, es atizar la hoguera donde ya se consumen las propias vanidades y no contar sino con la osadía para sobrevivir a los espectros que uno mismo alimenta en el camino. ¿Cuál es ese camino, que tan bonito suena? Escribimos no más que para averiguarlo, y leemos acaso por esa misma causa. No se trata de en dónde termine la ficción, sino hasta dónde conseguirá llevarme. Es decir, qué verdades punzantes habrán de encañonarme igual que bayonetas a lo largo de su transcurso mentiroso.
Los héroes de mi historia literaria no eran, ni mucho menos, unos pueblerinos, aun si sus novelas solían ocurrir en lugares “remotos” y en teoría dejados de la mano de la literatura. Alguna vez, en un debate público, José Revueltas y Mario Vargas Llosa discutieron en torno al término Boom. ¿No tenía que ser indigno y humillante, desafiaba el autor de Los muros de agua, que el esclavo se ajuste al lenguaje del amo? Lejos de esa metáfora feudal, Vargas Llosa reivindicó el derecho, si no la obligación, del novelista hispanoamericano a adueñarse de Shakespeare, así como de Goethe, Dostoievski y Flaubert, sin el menor complejo de por medio. Lejos de regatearle un palmo de respeto a quien me había dado las veneradas líneas de El apando, debí aceptar no obstante mi identidad profunda con la osadía del Boom. Comerse vivo al mundo: tal era la encomienda.
Si no entendía mal, ser novelista de este lado del mundo era aceptar la urgencia de meterse en problemas. Eso sí, con alguna discreción, según consejo de Lord Henry Wotton, agudo instigador para quien uno nunca tendría que hacer nada que no pueda contar en la sobremesa. Verdad es, sin embargo, que Oscar Wilde contenía un Harry Wotton y su correspondiente Dorian Gray. No se escribe novela sin debatirse entre Wotton y Gray, tanto o más que entre Jekyll y Hyde. Raro es el novelista que no sabe ejercer de juglar al final de la cena, mientras el aparato digestivo hace lo suyo y el cerebro no está para acrobacias, de modo que su obra, y con ella la elite de sus demonios, permanece escondida debajo de la mesa. Sin duda el narrador puede pagarse el lujo de la cautela, pero su obra tiene que atreverse a todo. Por eso no la quieren para la sobremesa.
En el remoto caso de que un día apareciera en el periódico aquel anuncio exótico donde se solicita un novelista, se entiende ya que el sueldo del escriba dependería de sus aptitudes. ¿Y cuáles serían esas aptitudes? Cada uno en su caso las conoce, pero ya teme que no las domina y sospecha además que son insuficientes. Se trata, al fin, de acuchillar a un león sin cuchillo a la mano. Va uno a la muerte, más que probablemente. Luego, le queda poco por perder, y puede que sea esa su última esperanza. En un descuido, logra marear al león. Toda novela es una última esperanza: más allá de sus límites no se mira sino penumbra y precipicio. ¿Cómo, pues, no escribirla con la vida en un hilo?
Igual que tantos otros lisiados sociales, crecí temiéndome un vulgar cobarde. La sola idea de trepar a un árbol se antojaba a mis ojos una gesta suicida. Lo cual, a ojos de Hemingway, me descalificaba como novelista. Y de poco sirvió que ya con quince años escalara los árboles como un macaco, si el complejo de novelista enclenque había crecido tanto que a gritos exigía plantar cara a la muerte. Ya con diecinueve años, salté de una avioneta en Tequesquitengo, con un paracaídas por ángel de la guarda, pues solo así sabría con certeza que había superado la prueba de Hemingway.
Es, por cierto, más fácil saltar hacia el vacío a tres mil pies del suelo que pelear contra el león por setecientos días y no caer rendido en el intento. La verdad, al final, es que entre tanta lucha cuerpo a cuerpo uno acaba por entenderse con la bestia, de modo que rodar barranca abajo, atenazados entre brazos y zarpas, no habla ya de suplicio como de salario. Un sueldo en tal medida generoso que a alguno le alcanzó para encarnarse nada menos que en Madame Bovary. Cuando el león cae vencido y el novelista vuelve con la piel en jirones, presa de algún excéntrico estado de gracia, sabemos por su rictus satisfecho que ha cobrado todo cuanto le corresponde. Puede morir en paz, ya nada le preocupa. Las regalías, y esto es evidente, solo podrán caerle del cielo.
De Hamlet aprendemos que el narrador no tiene sino un límite, y éste es por cierto la sobrevivencia. Si el narrador se muere, toda su obra inconclusa se va con él al fondo de la fosa. Situación insalvable, hay que decir, en el supuesto de que el hoy occiso resulte un novelista sin novela. Ya sé que Dorian Gray solo queda contento si me ve caminando por la cuerda floja, pero una vez cansado de darle gusto en uno y otro capricho debo reconocer que en el camino va uno pertrechándose con las tretas de Lord Henry Wotton. Si en los primeros años persigue el ficcionante la aptitud de escribir no a pesar del vértigo, sino a partir de él, eventualmente topa con las fronteras que un novelista nunca tendría que cruzar. La demencia, la muerte, la adicción terminal, aunque también la gloria, el poder, la certeza de la propia importancia: veneno puro para quien lo que busca es desaparecer detrás de su escenario y escapar, como un caco, en la confusión.
¿Qué ha de hacer el autor para bajarse de los homenajes y ponerse a escribir en su rincón? Quiero decir, ¿cómo hace Carlos Fuentes para ir a todas partes cargando con el peso de su nombre? Fue más o menos eso lo que le pregunté, cuando ya no tenía que seguirlo de lejos ni acercarme discretamente a sus espaldas en busca de cualquier asomo de lección, pues para esas alturas el maestro distante ya me había regalado su amistad. Todo ese asunto de los premios y homenajes, sentenció Carlos Fuentes aquel día, se parece a unas buenas enchiladas. Vas, las disfrutas mucho, las celebras y las agradeces, pero una hora más tarde estás trabajando, y ya no vuelves a acordarte de ellas.
Conocí al detective Sam Spade un par de días después de dejar los zapatos del burócrata Félix Maldonado. Si en la universidad me costaba seguir el tren de pensamiento del profesor pomposo que miraba por encima del hombro a la novela negra, mis maestros distantes me conducían hacia sus territorios igual que una pandilla de súcubos afines. En el caso de Fuentes, seguirlo es tan sencillo como perderme entre las calles de la ciudad que él, nómada desde niño, atisba con los ojos de un fuereño sediento de contagio. Ojos de narrador, seductor de sus calles, fisgón de sus entrañas, espía de sus códigos inmemoriales. “No por ser mexicano soy azteca”, le gustaba aclarar, con alegría sardónica, “mi padre es de Veracruz, mi madre de Mazatlán; no soy de la Meseta Sangrienta”.
Fracasé en mis estudios de política por una confusión fundamental en la que aún hoy día los novelistas siguen tropezando: creía que el trabajo de hacer ficción a partir de la realidad equivalía al de hacer realidad la ficción. Un error garrafal, diría mi abuela, que en esto de escribir creyó en mí mucho tiempo antes que yo.
Desde el recuerdo vivo de sus interminables relatos nocturnos, me atrevo a sugerir que un narrador que careció de abuela puede considerarse mutilado, y acaso lo mejor de entre sus líneas emane justo de ese tullimiento. Si me dejé llevar a París y de vuelta por el Boom fue porque antes la abuela me había llevado a ver los muertos en la Ciudadela tras la Decena Trágica, y más tarde a burlarme de Victoriano Huerta: ese viejo borracho que espera estacionado afuera del mercado, con la botella igual que un biberón, a que su chofer vuelva con el pescado fresco. Y sin embargo llega la hora de contarlo y uno se hace pequeño frente a la perspectiva de tomar de las riendas a la narración. ¿Dónde es que encontraré a un lector como yo, y antes a un narrador como mi abuela?
Decía Carlos Fuentes que en términos de poder, los vacíos siempre se llenan. Quienes más de una vez pretendimos huir del aullido tenaz de la vocación, encontramos que el afán de narrar es una suerte de materia líquida que por sí misma colma cuantos huecos encuentra en su camino. No es uno narrador solo en sus horas hábiles, menos aún se libra del trabajo durante sus soberanas horas de sueño. Tarde comprende ya que la soberanía en asuntos románticos y literarios no consiste en librarse de las alas, sino en hacerse a ellas y mandarse a volar, aunque muera uno de hambre.
“¿Para qué escribir una mala novela si es tan fácil no escribir una novela?”, se pregunta por la vía del Twitter el novelista colombiano Héctor Abad,  y uno recuerda esos años difíciles en los que estar a un paso de hacerse novelista era vivir a un paso de nunca conseguirlo. Y si ya por entonces, cuando no era posible publicar una coma sin el auxilio del papel y la tinta, la idea de rendirse era vergonzosa, hoy en día delata su origen visceral: en la era de los blogs, el Twitter y los libros electrónicos, solo el miedo enmudece al novelista. Si una luz, por lo tanto, ha de brillar al centro de la palabra Boom, ésta tendría que ser la osadía. Novelas que no existen: se atreven a existir. Y al existir, ¡albricias!, nos ponen sobre el mapa.
Cincuenta años atrás, un novelista nacido de este lado del mundo era naturalmente invisible. Y si amén del prodigio de hacerse un día visible aspiraba el incauto al milagro de convertirse en escritor profesional, y en tanto ello vivir de su trabajo, ya podía incursionar en el dudoso género de la literatura fantasiosa. Hoy día, publicar una novela y hacerla disponible al público lector resulta simple a extremos escalofriantes. En un par de semanas, cuando no un par de horas, cualquier archivo escrito o procesado electrónicamente salta al mercado como libro digital. Una ventana abierta para la osadía, pero asimismo para la bazofia, pues menudean los autores impetuosos cuya obsesión no es ya por escribir, como por publicar.
El mundo tiene prisa, no así la novela. Amante demandante donde las haya, la novela castiga la premura con el mismo rigor que recompensa la perseverancia. Vivir para escribir: he ahí nuestro modus operandi. Si el forajido invierte los sentidos, la razón y el instinto en proteger el curso de sus malas artes, el narrador tampoco puede darse el lujo de dejar cabos sueltos en el camino.
Antes de ir a dormir, el novelista Fuentes revisitaba su obsesión en curso y definía la táctica para el día siguiente. De ese modo, al cerebro le quedaba trabajo para toda la noche. Unas horas más tarde, ya despierto, el narrador torcía por un camino distinto al planeado. Nada del otro mundo, finalmente, para aquel cuya faena cotidiana consiste en desplazarse por territorio agreste jugando a despistar a sus perseguidores. Cada mañana, en el departamento de Barkston Gardens, el narrador ocupaba nada más que la orilla de un escritorio abarrotado de libros, como quien se atrinchera en lo alto del campanario.
“¿Has estado ya en Wimbledon?”, me preguntó una vez, luego de oírme hablar de Roger Federer con la veneración propia del caso. A partir de ese día, lo tomé como un reto. Un contador de historias no puede conformarse con lo que le cuentan. Y cuando al fin estuve en el torneo de Wimbledon, me apresuré a buscar a Silvia Lemus, que para mi fortuna estaba en Londres e intempestivamente me invitaba a cenar con ellos esa noche. ¿Cuándo iba a imaginar que dejaría con gusto un duelo entre Nadal y Del Potro en plena Cancha Central de Wimbledon con tal de estar a tiempo en una cena?
En todo caso, no era la primera vez que dejaba cuanto estuviera haciendo por acudir a tiempo a la lección. Y sucedió que aquella noche Silvia debía entrevistar a Antonio Skármeta, de manera que habría que esperarlos. Durante las dos horas que siguieron, conocí a la persona singular que habitaba detrás del maestro ya nunca más distante. La lección, sin embargo, nada tenía que ver con la novela. Es decir que al final tenía todo que ver con la novela.
Hablamos de los tiempos de colegio: tenía pensado narrar sus años de infancia y adolescencia, pero no más allá. Platicamos de abuelas y otras mujeres mágicas. Nos hicimos reír, aunque también hablar más de la cuenta y entonces tender puentes impensados. A veces, por la tarde, iba a solas al bar del Mandarin Oriental, nada más que a mirar a los extraños, amén de disfrutar, last but not least, “del mejor martini de Londres”.
¿Cómo iba a imaginar, mientras servía el vino en una y otra copa cual si la noche no tuviera fin, que sería esa la última lección del narrador? ¿Cómo creer, hace meses apenas, que aquella emocionante invitación, consistente en venir a compartir este escenario con el otrora maestro distante, acabaría en un mero recuento de la herencia por tantos recibida? ¿Y de qué más hablar, sino de este botín para siempre impagable?
Un hombre solo en el bar de un hotel observa de reojo el panorama: he ahí un novelista trabajando. Un merodeador más que se esmera en pasar inadvertido para mejor armar su fechoría. Un quintacolumnista de la rutina que aplica rayos equis al paisaje. Un prófugo oficioso sentenciado a vivir a salto de mito y aun así decir toda la verdad. Un hombre de su tiempo que no obstante, de poder elegir, habría sido contemporáneo de Balzac. Un tal Fuentes, que para más señales llega solo, en la tarde, y se toma un martini.
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*Texto leído durante el ciclo Nueva novela latinoamericana. Homenaje a Carlos Fuentes, el pasado 20 de noviembre.

Un Orfeo parrapa y carrascaloso

1/Diciembre/2012
Laberinto
Evodio Escalante

Conocido como el Ulises Lima de Los detectives salvajes, de Roberto Bolaño, pero también como Mario Santiago, como Santiago Papasquiaro, o de modo más completo, como Mario Santiago Papasquiaro (1953-1998), el autor de estos poemas cumplió a la perfección en vida el papel que se asigna a los poetas malditos: ser agraviado, desconocido, despreciado e ignorado por todos. O por casi todos. Cabeza visible del infrarrealismo, un movimiento poético animado por la subversión de las costumbres establecidas que tiroteaba contra todo lo que se moviera en el campo de la “crema” de la cultura y, naturalmente, contrario a la hegemonía de Paz y sus discípulos, Mario Santiago encarnó como nadie la condición desmadrosa y marginal enarbolada por el grupo. Lo conocí a mediados de los años setenta en las inmediaciones de La Casa del Lago de la UNAM, donde al parecer él asistía a un taller de poesía que capitaneaba Alejandro Aura. Se sabía que él y sus cófrades habían asistido por esos mismos meses a un taller similar que encabezaba Juan Bañuelos en la Torre de la Rectoría de la UNAM, y que habían terminado por sabotearlo. Los vientos del 68, con sus cientos de muertos atravesados en el camino, seguían soplando huracanados en la cultura mexicana. Mario Santiago era descuidado y se bañaba poco. Ya podía adivinarse en él la imagen del clochard que en una época tardía justificaría que la policía austriaca lo arrojara del país, sellando en su pasaporte una prohibición de cinco años para que pudiera poner otra vez los pies en Viena, la ciudad de Mahler y de Klimt.
Cuando lo conocí era ya autor de un extenso poema titulado “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger” que circulaba en ediciones de mimeógrafo, y ya había adoptado ciertas manías tipográficas que no abandonaría durante su azarosa carrera como escritor. Sigue siendo una de sus piezas de resistencia. Por cierto que nunca entendí por qué razón los partidarios de Heidegger tendrían que ser unos “fanáticos”, ni menos capté por qué los seguidores de Marx tendrían que ser siempre unos discípulos “correctos”. Los infras podían serlo todo, menos “correctos” o “disciplinados”, y por eso saboteaban con ánimo deportivo las lecturas públicas de los consagrados o en trance de serlo.
El poeta maldito que todos desdeñamos está de regreso. Primero, por el éxito inusitado de la novela de Bolaño en la que es uno de los protagonistas. Segundo, porque sus poemas empiezan a ser editados en libros dignos de este nombre. La leyenda puede empezar a cobrar realidad. En mi opinión, Mario Santiago puede ser un poeta irregular, disparejo, de subibaja. Escribía como endemoniado, como poseído por la poesía, utilizando como apoyo a veces hasta servilletas o recortes de periódico, y los resultados no siempre son de primer nivel. Eso sí, cuando acierta en la expresión, lo hace como los grandes. Los adoradores del estilo pueden tirarse a llorar. El anti-estilista Santiago creó un estilo inconfundible que no tiene nada que ver con el mainstream de la acicalada poesía culta mexicana. El outsider por antonomasia, el admirador de Infraín Huerta (sic) y de Arthur Rimbaud, de Malcom Lowry y de Antonin Artaud, de José Luis Benítez (el Bunker) y de André Breton, de Alejandra Pizarnik y de los poetas peruanos de Hora cero, el admirador del novelista comunista José Revueltas, acaso su gurú decisivo, se proyecta en nuestros días como un Orfeo parrapa y carrascaloso  que retorna del Infierno para instaurar una nueva canción con las notas de una estridente belleza que nos era desconocida.
Vivió por y para la poesía, hasta identificarse con ella. Así consta con todas sus letras en su poema “Devoción Cherokee”: “Poesía atroz /te amo de siempre //Gatees silbes muerdas o vueles //Hembrita mía coño encharcado pétalo santo //Sin otra opción hurgo en tus astros //Mi yo eres tú.” Su oxígeno era la poesía: “Sigo vivo nada más por ti poesía desgreñada”. Su admiración por Rimbaud, el genio, el adolescente, el visionario, era infinita. Solo Mario Santiago, entre nosotros, pudo escribir versos como éste: “El gesto calcinado vomita aún fulgor”. O como este otro: “Penetraste a la Diosa misma en su capullo”. O como el que sigue: “El caballo de Zapata va a levantarse en busca de jinete”. Hay en su versolibrismo un rigor que tendría que estudiarse. Vital hasta la médula, existencial sin existencialismo, escribe en “Popocatépetl rodante”:
                        Quita tus garfios de encima Catatonia
escribías /ya con el dedo con el gesto: con el reto
                                   ((La rutina: stanca
                                   la pasión subleva
                                   el vivir es prieto))
A Rimbaud le dice, igualado: “¡Con cuántos pelones o greñudos no te han confundido!”. A lo que agrega: “Todos quisimos ser ese niño /que enlodaba de misterio a los escribas”. Por cierto, ahí mismo postula de sopetón una tesis más que interesante acerca de Rimbaud: “Tu homosexualismo era panteísta & al revés”. ¡Y al revés! Lo que viene en seguida es como el corolario, como la consecuencia vital y corporal de esta tesis:
                         Pero el cuerpo es 1 tesoro que prodigar
                                   & tú lo hiciste Culeaste con los soles de la Psyche
Penetraste a la Diosa misma en su capullo
Cabrón tan esperma /tan óvulo
                        Única flor hermafrodita
                        Te beso & te extraño
                        Carnal de mi tormenta
                        mi embriaguez & mis heridas.
Siempre se burló de los exquisitos. “A la Diosa Blanca /yo la llamo China Hilaria //& es prieta //como zumo de humo //zacate de raíz”. ¿Qué más agregar?
La médula ardiente de su existencia la plasmó, para mi gusto, en uno de los versos de sus famosos “Consejos de 1 discípulo de Marx a 1 fanático de Heidegger”. Ahí afirma, con el poder de una ecuación matemática que adquiere fuerza performativa: “El núcleo de mi sistema solar es la Aventura”.
Tendrán que pasar al menos unos cien años para que la literatura mexicana vuelva a tener entre sus filas a otro Santiago Papasquiaro.

Pérez Gay: intuitiva angustia de la palabra

7/Diciembre/2012
La Jornada
José Cueli

Callada soledad la de José María Pérez Gay en lucha con el vivir que es morir. Callada soledad que excita la memoria de las lecturas de autores que lo formaron; Goethe, Kafka, Mann, Celan, Freud, Proust, Benjamin (buceadores de la infancia). Memoria melancólica con el manto mágico del misterio. Sí, a Chema le salen las palabras como torrentes en busca de cauce y su río las integra.
La Universidad Iberoamericana le concedió la medalla Ignacio Loyola en reconocimiento a una trayectoria intelectual que reflexiona sobre el deseo insatisfecho promotor de la tristeza que es la vida. Pérez Gay sabe que será interpretado no según sus intenciones, sino según una compleja estrategia de interacciones que también implica a los lectores y las convenciones culturales que esa lengua ha producido, así como la historia y las interpretaciones previas de muchos textos (Eco).
Así se le escapa el pensamiento a Chema, la palabra resulta tan vacía como el cuerpo, y hay un espacio en blanco entre cada pensamiento. Las palabras no forman ya un conjunto. El vacío las descompone en susurros, sílabas y letras, dejando nuevos vacíos cargados de angustia insoportable que las hace explotar cual feria de cohetones antes de que se posen entre pensamientos. Al fin pensamientos que nunca se sabe si en realidad lo son o son ilusiones.
Son sus palabras agudas y graves, su cuerpo un agujero por el que pasan palabras, ya completas, ya desarticuladas, en susurros sílabas y letras, que se desprenden al hablar y se llena de ellas, las diferencia, subsumido en ese agujero necesariamente intrasíquico, con todo y la palabra trascendiendo la voz que se la seca y la defiende de la luz conceptual para volverla deseo. Regreso al pasado, fuente inagotable de excitación lingüística, en que cada ritmo es armonía llena de expresiones particulares tristes, entusiastas, eróticas, tiernas, con la que traspasa ese agujero aparentemente indiferente y deja en vaciedad una fulminación inverosímil rectángulo del polvorín silente, lenguaje disfrazado de amor corporal.
Sexualidad, vuelo de palabras, diversidad de lejanías, cual débiles voluntades que arriban a ese hoyo que traspasa con palabras y frases aterciopeladas llenas de ungüentos y bálsamos. Locura eterna, eternidad de muerte del lenguaje amoroso, de curvas apenas aptas para el lenguaje promotor del incendio de la vida, desde una voz que apenas dice nada, pero cuya densidad desprende sonidos pegados a la piel cuyo son se llena de un rumor, brisa tierna de su boca que deja lleno de nacientes sombras, prueba impalpable pero apalabrada de un ser excepcional. Descubrimiento de un espacio síquico, que es lenguaje, trascendencia, sueño que articula el deseo y vuelve la palabra lenguaje.
Búsqueda desesperada de Chema de un lenguaje capaz de nuevas idealizaciones, paradoja de protección y acometividad, donde la seducción sea el llegarle a un alter ego, espectro interno de goce sin objeto, nunca alcanzable, sólo lenguaje glorificador de la cosa al regreso desde el lenguaje y en el lenguaje de este niño perverso, enamorado de su reflejo materno, huidizo, desprovisto de espacio propio y que no ama nada porque es nada, pero piensa que su origen no es más que imagen de sí mismo, nueva búsqueda del espacio donde el nombre ocupa el lugar del cuerpo.
Palabra resucitada por el pensamiento que le da salida a la soledad innombrable al replegarse sobre sí mismo y rencontrarse con ella, ya internalizada en unidad, sentado las bases de la soledad síquica.
Vida interior la de Chema que se opone al afuera, conquista del espacio síquico, diabolismo y hechicería freudiana, proustiana línea divisoria, lenguaje, abracadabra, en que el afuera constituye el interior, introductor de lo imposible.
Esa imposible voz que se corta, respira, crea y es entendimiento. Visible sombra que llega a la orilla, y recorre poesías de Celan o de Pessoa con el espacio cubierto por caricias encubridoras, palabras nocturnas, sueños que arrancan del errante sonido del agujero, propio, claro, diáfano de la palabra, rozada por la piel. Voz aterciopelada, silbadora armonía, movida por el deseo de ese espacio donde el encuentro es dolor del descubrimiento y el salve del vacío tan cierto como su latido lingüístico, transmisor perdido en la sombra, del lenguaje divisorio donde se encuentra, sólo; Chema el poeta.

lunes, 3 de diciembre de 2012

Donde está la poesía mexicana

2/Diciembre/2012
La Jornada
Hermann Bellinghausen

Resulta impracticable una clasificación o un registro antológico de la poesía mexicana de la actualidad. Queda pálido el método censal que practicara Gabriel Zaid en su Asamblea ante la presunta sobrepoblación de poetas jóvenes publicando hacia 1980. Hoy, al menos de momento, ni caso tiene intentarlo. Las coordenadas generacionales son tan difusas como las fronteras genéricas o los parámetros de respetabilidad. Además, ¿a quién importa la poesía? Pocos la leen, a escala comercial, aunque buen número de lectores ande por ahí. La mitad son o han querido ser poetas. Se dan casos de fama y rango best-seller, como José Emilio Pacheco. O Javier Sicilia, por razones extrapoéticas, pero también porque su obra reciente, sensible al presente, apela a la tragedia que lo alcanzaría y el camino que emprendió para una sanación (¿él diría redención?) colectiva.
Persiste un mainstream, un poder cultural. Los administradores del viejo canon, ya raído y con polilla, admiten a no pocos autores posteriores a Poesía en movimiento que logran grandes premios, cargos, sillas de academia, ediciones de casa grande, y respiran en la cauda del canon fijado por Octavio Paz y Carlos Monsiváis. No faltan obras reunidas o completas de entes vivos o recientemente finados. Y quién-que-es no ha ganado premio o beca. Antologías y recuentos nacen cortos: coto, muestrario, proyecto de tesis. México resulta más grande de lo que parecía. En ciertos estados y regiones rifa una nómina local (Veracruz, Jalisco, Chiapas, Tabasco, Michoacán, Yucatán, La Frontera) casi underground fuera de su entidad, aunque no falten sello institucional y miembros nacionales/glorias locales.
Es en lo verdaderamente subterráneo (que en rigor ya no lo es) donde radica la fuerza expresiva y significativa de la poesía mexicana en curso. Se publican centenas de libros, plaquettes, pasquines y revistas por debajo del radar de la academia, las librerías y las reseñas. El número se incrementa dramáticamente si se consideran (y deben considerarse) las revistas electrónicas, los blogs y las zonas específicas de poesía en las redes sociales. Las consideraciones de gusto, de buena y mala, son necesarias, por supuesto; al fin que el tiempo ya dirá.
Dos cosas. Uno, que además de la predecible mala poesía, hay más buena de lo que el sistema está dispuesto a digerir. Y dos, que resulta emocionante encontrar tan vivo el afán de poesía en tiempos tan degradados. Un síntoma de salud mental en medio de la deshumanización rampante. La búsqueda del placer estético en el lenguaje es una pulsión que enaltece a la especie. Debe tranquilizarnos que no se haya perdido.
Proliferan grupos de amigos (a veces a distancia), talleres, editoriales independientes, festivalitos, revistas de vida corta o larga y tiraje corto, torneos pugilísticos y cantineros de poetas de toda laya. Aquí, en nuestras narices, mientras encuestas y estadísticas nos remachan que no se lee de por sí, y ahora menos. Que la forma libro está en crisis. Que una mayoría de lectores no entiende la poesía. Que la televisión y la telefonía nos volvieron analfabetas (y peor, descerebrados). Que sólo las élites aprovechan la brecha tecnológica: el viejo knowledge is power.
Más allá de eso, la poesía mexicana está brotando de las mismísimas piedras. No sólo por aquello de las adivinanzas y las paredes de los baños que también recogiera Zaid en el simpático Ómnibus de 1971, ni de los alcances de la poesía popular, los albures y las décimas soneras. Hay rubros, si vamos a esas, que alcanzan proporciones de fenómeno cultural contemporáneo: los poetas en lenguas indígenas (que implican además otra poesía mexicana), o las poetas mujeres (de número y significación sin precedente; ya no excepcionales Sor Juanas, Conchas Urquiza o Rosarios Castellanos, ni derivado de salones literarios, de mujer leyendo o intimismo dickinsoniano).
Tenemos autoras que exploran el absoluto como lo hicieran Cuesta, Gorostiza o Paz, y lo rozan con admirable frecuencia. Las hay rasposas, carnales, ingeniosas, o exquisitas. Están en todas partes. También en las trincheras de abajo y los frentes del lado oscuro de la calle. Susana Chávez tuvo que ser víctima para que sus versos dejaran su nicho geográfico, militante, internáutico, de género. Nuestras poetas hablan de la cotidiana maternidad y el abandono, de las elecciones peligrosas (drogas, sexo, radicalismo político, esoterismo, subversión lésbica). De lo que se les pega la gana.
No que los varones poetas fueran desplazados. Ahí andan, sostenidamente activos van de correctos a definitivamente buenos. Sucede que el espacio se ensanchó. Quizá cualquier cosa es poesía. Quizá, como temió Pacheco, esto ya no es poesía. En el siglo del hip hop y la publicidad sofisticada, el lugar más arriesgado parece estar donde escriben escuchando a Björk las hermanitas de pluma de Alejandra Pizarnik y Patti Smith. Un territorio nuevo.