sábado, 11 de junio de 2011

El placer de la relectura

11/Junio/2011
Laberinto
David Toscana

Leer una novela para enterarse de quién es el asesino es una manera muy pobre de disfrutar la lectura. Si de eso se tratara, la novela no sería una de las bellas artes. Y sin embargo, esa es la razón por la que lee la mayoría de la gente.

Una vez le dije a un escritor español de novela policiaca: Me hubiese gustado que tu detective no atrapara al culpable.

Entonces no sería novela policiaca.

¿Qué importa?, le dije. Podrías hablarme de la frustración del detective.

Eso no se vende, me contestó.

Al menos respeté su respuesta, por sincera.

Hay, en cambio, ciertas novelas que buscan lo sublime. Dejar en el lector esa sensación de haber encontrado epifanías, belleza, frases perfectamente dichas, armonía, la celebración de estar vivo y leyendo. Hay frases que se leen y uno quiere gritar como se grita un gol.

Ese mundo lo tienen pocas novelas y lo entienden muy pocos lectores.

Hace tiempo en un taller de lectura les pedí a los asistentes que trajeran un párrafo que los hubiera impactado. La mayoría trajo cosas banales que parecían extraídas de un motivador. Uno de ellos, en cambio, leyó el fragmento del sueño de los cuartos infinitos de José Arcadio Buendía.

Uta, me dije, esto es pura belleza. Y apenas regresé a casa tomé el libro para volverlo a gozar.

Leer mil libros no nos garantiza que podamos disfrutar de la literatura como una de las bellas artes; pero es fácil distinguir a un lector literario. Es el que relee dos, cinco, diez o quince veces sus libros preferidos, pues no le resulta importante lo que va a pasar, sino que desea recorrer una vez más esos imponentes paisajes hechos de palabras.

Dichos paisajes los apreciamos distinto cuando los leemos a distintas edades, con otros estados de ánimo, otros recuerdos, otros amores, otras lecturas.

Además, por suerte, la memoria es imperfecta, y buena parte del recorrido parece que siempre lo hacemos por primera vez.

La frase de los relectores es conocida: Cada vez leo menos y releo más.

Este año he releído Crimen y castigo, Vida y destino, La metamorfosis, Cien años de soledad, El cero y el infinito, Sin novedad en el frente, El maestro y Margarita, Memorias del subsuelo, El callejón de los milagros, La familia Moskat, Cenizas y diamantes, La risa roja, varios cuentos de Chejov, de Andric, de Onetti.

También he releído muchos fragmentos, pues en la relectura no es necesario recorrer los libros de cabo a rabo. Son como canciones que se cantan una y otra vez. He leído tres veces Un puente sobre el Drina, pero al capítulo quince le habré dado al menos diez lecturas.

En estos días, por razones distintas al placer, releí una novela de Naipaul. Estaba discutiendo con un amigo sobre este autor y esa relectura me refrescó por qué no me gusta Naipaul. También por motivos fuera del regodeo releí Mein Kampf.

Y por impulso del regocijo, ahora estoy releyendo El doctor Zhivago.

Ninguno de estos placeres están al alcance del lector que anda tras el asesino. En una novela policiaca pasa lo mismo hoy que dentro de veinte años. A él se le echa a perder la lectura si alguien le cuenta el final.

En cambio el discurso del caballero andante se vuelve más hermoso a medida que más friso los cincuenta años. Ya sé que al final se muere, y supongo que lo mismo me ha de ocurrir.

Las lecturas dicen poco de una persona; las relecturas dicen mucho. A estos lectores, por sus relecturas los conocerás.

viernes, 10 de junio de 2011

¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)

Verano/2011
Luvina
Heriberto Yépez

El ensayo hace mala obra a la prosa. El ensayo nos está perjudicando. La formadel ensayo mantiene controlado al pensamiento: lo polizontea. Escribo esto y pienso en David Antin. Pienso en sus observaciones sobre los márgenes paginales; la manera en que el libro controla la formade la prosa, inseparable de la estructura de la página, de la máquina del libro. El ensayo lo preinventó Gutenberg.

¿Estoy afirmando que el lenguaje es un flujo que la literatura o, para ser más preciso, el ensayo interrumpe? No lo he decidido. Y que lo sea o no, no depende de mis juicios sumarios (o mucho menos). ¿Quién me he creído?

La respuesta es: ¡un ensayista!

El ensayista es quien decide qué es el mundo. Mayra Luna le llama a eso hacer «psicópolis», inventarse un mundo en la mente; eso es lo que es el demiurgo ensayo.

Por ende, me pregunto qué autocrítica tendría que acometer el ensayo.

Y me respondo (no de inmediato, pero lo hago): el ensayo tendría que preguntarse lo que he preguntado al principio de este vericueto patizambo: ¿el ensayo controla? ¿El ensayo acota? ¿El ensayo acosa?

Son tres y una misma cosa; y por supuesto que el ensayo lo hace, amigo.

Y al decirme amigo, amigo a mí mismo, me recuerdo que el ensayo es una amabilidad montaraz, una montaignada; el ensayo es, ante todo, amistad. Y quizá bajo esta máscara de camaradería ha escondido su instinto policía.

Hitler era ensayista.

Lo que todo ensayista hace es su lucha.

Cuando se desea mostrar aquello en lo que puede convertirse un artista fracasado se menciona al Führer. Pero aún no hemos advertido que cuando un sujeto absolutista es encarcelado su mente toma la forma de un ensayo. La finalidad metafísica (e inconsciente) del ensayo es reemplazar la realidad por un juego de delirios personales. Tlön es el ensayo.

No me venga, pues, el ensayo, con que él sufre conflictos.

Si la poesía está en crisis desde hace décadas y la novela ni se diga
—desde la realista hasta la metadiscursiva—, ¿cómo se ha salvado el ensayo de la crisis? Creo que lo ha hecho convirtiéndose en juez del resto de los géneros. Se ha salvado, ha disimulado, volviéndose la parte analítica, la parte acusadora.

El ensayo es el dedo que señala o desmenuza. Ése es su primer truco. Volverse el ojo que no se mira. ¿Otro problema del ensayo? Ya lo he (medio) dicho al principio: el ensayo es policiaco.

¿Y no lo es el cuento?

¡Obviamente!

Éste es el gran problema de nuestra literatura: buena parte de ella sigue criterios policiales.

Quiere averiguar esto, quiere averiguar esto otro, nos tiene en suspenso, brinda pistas.

Nuestra literatura se pasa de lista.

Periodismo es peritaje; ensayística, literatura detectivesca. Es ésa su ruina.

El ensayo y el cuento siguen paradigmas criminalísticos. Judicializamos.

Y la novela y el poema posmoderno, ¡idéntico! Same all, señores.

¿Hay algo escrito que no sea policiaco? ¿Texto que no sea racional? Así se autocritica el ensayo: reconociendo que se trata de un género racionalista. En el fondo, el ensayo es un aforismo perorativo. Ya Torri lo ha escrito. Abundar es sospechoso. El ensayo prolonga explicaciones porque el martillo ya duda de sí mismo.

No en balde, el ensayo agrada tanto a nuestra época. ¡El ensayo es el crimen perfecto!

Es miembro del gossip y, a la vez, miembro de la academia.

En todo sentido, el ensayo es el más oxidental de los géneros.

Podemos autoengañarnos y repetir la tradicional queja del crítico, la queja del ensayista, y decir que el poeta y el novelista tienen prestigio y que, en cambio, el pobrecito ensayista es de poca estatura y no lo persiguen fans, pero sería falso.

La prueba de que el ensayo es el género más popular (a pesar de chaparro) es que inclusive ese monopolio de la ignorancia literaria que son las revistas mexicanas y norteamericanas están llenas de ensayos.

¿Otra prueba? A esa casta de frustrados profesionales que son los profesores universitarios y los lectores, les fascinan los ensayos. Si no fuera por dicha paragustia no existirían los journals, las mesas redondas y los asistentes mismos.

Si se sostienen tales publicaciones y eventos, si convencen a sus anunciantes y promotores de su seriedad y prometen buenas ventas o público es porque todo esto está hecho, mayoritariamente, de prosa ensayística.

Si las revistas o las lecturas estuvieran llenas de poemas, darían vergüenza.

Y si estuvieran llenas de cuentos, les recomendaríamos que mejor se volviesen libros, antologías o algo peor todavía, y pediríamos que alguien las guardase para siempre en algún anaquel de alguna librería muy lejos de donde alguien las pudiese hallar, por ejemplo en alguna librería de Tijuana o Chula Vista.

En una de esas librerías de literatura chicana, por ejemplo, en donde uno sólo se atreve a entrar portando una máscara del Rayo de Jalisco.

¿Qué hacen los poetas cuando han perdido la comunicación con los dioses? ¡Manufacturan ese género ensayístico llamado poéticas! Y las poéticas no son más que autopromoción. Y todas las revistas no son más que propaganda. Así que entre los ensayos de las revistas y los anuncios de cigarros hay plena continuidad. El ensayo es publicidad.

Definitivamente, pues, el ensayo es un género popular. Un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más denigrante. Y me disculpan, porque sé que muchos de nosotros amamos el ensayo, nuestra vida depende del ensayo y depende de nuestra regular o buena ejecución de éste, digamos, que nos inviten a Encuentros y comamos comida de verdad, no la comida que acostumbramos, pero que el ensayo nos brinde grandes ventajas no significa que el ensayo sea un género rescatable. Sólo significa que compartimos con el ensayo una amistad. Y que sea nuestro amigo, si lo analizamos, habla muy mal del ensayo.

Pero el ensayo no solamente es un género policiaco que nos persuade de la ilusión de que es posible encontrar soluciones a la existencia, resolver enigmas —la gran ilusión que Oxidente padece desde que a los grieguitos se les ocurrió inventar la patraña de que a la bestia esfíngica se le podía derrotar con un poco de ingenio racionalista—, sino que además el ensayo promueve el desvarío adicional de que el yo existe.

No es casualidad tampoco que el ensayo haya sido inventado en la modernidad, precisamente en la misma epocalidad en que se inventaba
la ilusión del sujeto, a manos de autómatas abstractos —hago aquí eco del corcovado Kierkegaard— como Descartes y Kant. No es que el ensayo sea escrito por un yo. El yo no existe. No se necesita ser Buda o Hume, Borges o Foucault para estar enterado de esta inexistencia. Es claro que el yo es neurosis. Así, pues, no es que el ensayo sea escrito por un yo, sino que el ensayo construye la ilusión de la existencia de un yo emisor. Eso me parece nefasto. Me parece nefasto que el ensayo certifique al yo.

Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. Hacer que estalle en él la heteroglotonería (para darle una manita de gato al célebre concepto de Bajtin). Aquí vuelvo, entonces, al inicio de este ensayo, de este ensayema, de esta autocrítica del ensayo: el ensayo está controlando a la prosa.

Ya Baudelaire intuyó que en la prosa —en su caso, en el poema en prosa— podía ocurrir una convergencia de lo disímil, una pululación de las presencias. Ésta es mi tesis más ociosa, lo presiento: la prosa aún no existe.

A eso alude la noción de ensayo. El ensayo es un ensayo hacia la explosión. Hacia la fisión del lenguaje. Me refiero a algo más allá de lo que los surrealistas aludían con la escritura automática, los neobarrocos con el exceso o Derrida con la descontrucción. La prosa, sin duda, está siendo filtrada.

Y parte de ese embudo, buena parte de esa summa de restricciones imperceptibles, de vigilancias —llamadas estilo, llamadas temática, llamadas párrafos, llamadas título— es exacerbaba por el ensayo, el cual es contradictorio porque, por un lado, busca ir más allá del flujo, más allá de la fragmentación y, por otro, es el género más cuidado, es el género de
mayor constricción, el más educado —el ensayo mayordomea lo literario— y por eso las revistas están llenas de ensayos y, si uno ve a los ensayistas, los ensayistas somos los escritores más cuadrados.

¿Y lo que más venden las editoriales? Son ensayos. No novelas. Son ensayos. Memorias de políticos, investigaciones coyunturales, ensayos.

Los que juzgamos a otros. Los que nos convertimos en autoridades. Somos los gendarmes de la República de las Letras. Somos los judiciales del canon. No es causalidad, señores, señoras, transexuales, no es casualidad que yo sea parte del ensayo mexicano. Creo que esto lo dice todo. Si yo estoy aquí (y, de hecho, creo que protagonizo la ensayística, y no lo presumo, sino que lo aseguro), esto significa que el ensayo huele a podrido.

El ensayo, no me cabe duda, es parte de la pestilencia.

Retomo, como todo buen ensayista debe, retomo mis puntos casi al final de este ensayo: el ensayo promueve el control de la prosa, el ensayo promueve la ilusión de la existencia del yo, el ensayo promueve el racionalismo, el ensayo es policiaco, el ensayo es el más popular de los géneros, el más comercial y el ensayo es parte de la sociedad del juicio al otro. Si fuésemos coherentes, por ende, el ensayo debería ser asesinado.

Pero no lo somos. Aunque el ensayo esté obsesionado con demostrar que el ser humano es coherente y prosísticamente bien portado, a final de cuentas, el ensayo es un gran fracaso. A pesar de su egolatría y su detectivismo y su lógica expositiva y su alto rating, el ensayo deja ver que el hombre está zafado.

Y presiento que cuando el ensayo enloquezca de tanta coherencia, de tanta crítica literaria, de tanta reseñitis, de tanta tesis académica, de tanta recurrencia a sus mismas fuentes de siempre, el ensayo tendrá una existencia quijotesca. Lo confesaré, pues, de una vez por todas: soy un profeta.

Y lo que he venido a profetizar en esta oportunidad es que en el futuro el ensayo será acompañado permanentemente en sus travesías racionalistas, en sus enormes grandilocuencias ridículas, por un paralelo género, fiel escudero del ensayo, cuyo nombre será Ensancho.

Y Ensancho, lo siento, sustituirá al Ensayo.

Contraensayo

Verano/2011
Luvina
Vivian Abenshushan

1. La literatura y la industria son dos ambiciones que, como bien dijo Baudelaire, se odian con un odio instintivo y, cuando se encuentran en el mismo camino, es mejor que ninguna se ponga al servicio de la otra, o de lo contrario se produce todo tipo de abominaciones. Nadie duda a estas alturas quién se ha puesto al servicio de quién. Y no sólo en la literatura. Artistas que practican una coreografía social cada vez más ajena a las preocupaciones de su arte; laboriosos negros literarios (o afroamericanos literarios) que maquilan por la noche los folletones que otros firmarán por la mañana; filósofos de cubículo que profesan a pie de página una filosofía que nunca practican; editores que no son editores sino gerentes de marketing sin audacia ni cultura. Ésa es la situación confusa en la que estamos desde que el mercado se convirtió en el único horizonte, infranqueable, de nuestra época.

2. ¿Y qué vamos a hacer con el mercado? ¿Nos lo vamos a tragar de a poco hasta la indigestión? Imaginemos que la era de la cultura escalafonaria ha llegado para quedarse, que la domesticación es general, que el imperio de lo mismo ha conquistado una prolongada, sórdida e impenetrable recesión estética y vital. Imaginemos que los filósofos se han convertido ya para siempre en burócratas del pensamiento, los escritores en jóvenes promesas adocenadas y correctas, las revistas en réplicas de sí mismas, siempre hablando de los mismos temas, con el mismo estilo, los mismos gestos, el mismo colaborador desfondándose en el maratón de las publicaciones al vapor, las mismas secciones, las mismas formas ensayísticas, los mismos gustos, los mismos homenajes y la misma jerarquía de lo que importa y lo que es insignificante. Imaginemos que nadie se siente incómodo en medio de este paisaje de convenciones monótonas, sin asperezas ideológicas ni sobresaltos del lenguaje. Éste sería el momento de lanzar una bomba.

3. La confusión que ha promovido el mercado en el arte y la literatura ha terminado por depreciar, también, al ensayo. Se repite esta falacia: «El ensayo es el género más comercial»; la he leído en el blog del ensayista mexicano Carlos Oliva; la leo ahora en el «¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)» de Heriberto Yépez, un escritor de mi generación al que sigo desde hace años con interés creciente (y a veces discrepante). El primero atiza contra el ensayo por no tratarse siquiera de un género (es decir, por no ceder un ápice de su indefinición radical, de su plasticidad, ante los tentáculos de la clasificación), y ser «apenas un borrador, una forma de la escritura desordenada o en crisis». (Pecado fundamental del ensayo: ser un género insubordinado, es decir, asistemático y contrario a las formas cerradas —autoritarias— que buscan constreñir en una armonía trucada la prosa inconexa del mundo). El ensayo, banal y pasajero, dice Oliva, «no puede reflejar mitologías, ni siquiera crear imagologías de larga duración». Por el contrario, el ensayo produce objetos de consumo: «De forma abyecta y rápida, pone al autor y al lector en un circuito de consumo, donde la escritura, en este caso la escritura como ensayo, se vuelve una mercancía y, como lo vemos en la mayoría de publicaciones donde se aloja este pseudogénero, crea un fetiche social». Pero, ¿de qué ensayos habla Oliva? De los mismos que Heriberto Yépez: los papeles hinchados de la prensa, los maquinazos de las revistas culturales, los papers de Yale, las tesis enmohecidas de la uam, los desechos del escritorio, los artículos coyunturales, la roña reseñil, la verborragia de los congresos, los índices de las revistas certificadas, los discursos pagados, los análisis de esos discursos pagados, las disquisiciones deportivas, las memorias políticas, los consejos de jardinería... He aquí el totum revolutum que ellos alegan: «En esta esfera de circulación fetichista y mercantil —insiste Oliva—, no hay diferencias sustanciales entre un ensayo publicado en Caras, en la revista de vuelo de Aeroméxico, en la revista de la unam o, incluso, en revistas
de culto, pienso por ejemplo en Granta
o en Sur». ¡El ensayo le gusta a la farándula! Definitivamente, remata Yépez, el ensayo «es un género popular, un género en auge. Y como todos sabemos, lo que está en auge es lo peor, lo más denigrante».

4. Decir que el ensayo es el género más comercial es una falacia que sólo ayuda a perpetuar la gran confusión, del mismo modo que llamar filosofía a las prácticas esotéricas de Conny Méndez sólo auxilia al gerente de ventas a lucrar mejor con la desesperación de la gente, alejándola cada vez más de cualquier práctica filosófica verdadera. Dicho de otro modo: nunca la redactriz de Notitas musicales ha llamado ensayo a sus efusiones chismográficas a la hora de cobrar su cheque; en las redacciones, a los artículos se les llama artículos y a quienes los escriben articulistas; en los pasillos de las revistas culturales, los ensayos son mejor conocidos como colaboraciones, y recuerdo que a los maestros de filología hispánica en lugar de ensayos les entregábamos odiosos trabajos para aprobar la materia. Oliva y Yépez confunden la escritura con el yugo laboral, y no es extraño que en México haya cada vez menos ensayistas genuinos y más profesionales sometidos a su empleador. Written essay jobs. En internet las páginas proliferan: «¡Sigue estos diez pasos para hacer un buen trabajo!». Prosa mecanizada, prosa de maquila, productos verbales de la era postindustrial. Nada que indique la presencia auténtica de un ensayo, es decir, de una escritura asociada al pensamiento autónomo y la práctica de un lenguaje sin servidumbres.

5. No es que el ensayo se haya democratizado, masificado o envilecido; es simplemente que el ensayo se esfumó. Eso que mis amigos ven por todas partes, esa blablatura contingente y a destajo, esos papeles destinados a la basura del próximo día, son las formas en que hoy se evita, cada vez con mayor eficacia, al ensayo. Bajo el dogma contemporáneo To publish or perish, salido del sistema académico y adoptado de inmediato por la voracidad editorial, el ensayo ha languidecido por la extenuación y el manoseo, vaciándose cada vez más, hasta que deforme y atrofiado (vuelto una criatura inofensiva) lo han invitado a pasearse por todos los congresos del mundo en primera clase. En «A Resurgence of Essay», Phillip Lopate advierte sobre una de las mayores fintas de la inflación ensayística: hacer pasar por ensayos a toda esa laboriosa mecanografía por encargo —un producto de la era liberal— que hoy infesta las librerías. Al menos en eso el pragmatismo gringo es claro: lo que Oliva y Yépez insisten en llamar ensayo, por la fuerza de la costumbre o por espíritu de provocación, en el mundo de las grandes editoriales estadounidenses pertenece a la categoría desengrasada, estándar y, si se quiere, absurda de la prosa sin ficción (non fiction prose), en la que proliferan los temas del momento. Los gerentes de ventas no se hacen bolas; ellos saben que si sólo publicaran ensayos, su industria estaría muerta hace tiempo.

6. La diferencia entre el productor de artículos y el ensayista es radical; es una diferencia estética, ética y, si se quiere, hasta espiritual. El primero aspira a renunciar a sí mismo; el segundo, en cambio, cree en la posibilidad, practicada por Montaigne, de convertirse finalmente en sí mismo. Uno se denigra en cuanto renuncia a sus propias ideas; el otro se engrandece por el simple hecho de asumir el riesgo de su formación interior. Ambición socrática del ensayo (tantas veces olvidada): conocerse a sí mismo. No se trata de una magnificación del yo neurótico, sino de una excursión peligrosa hacia los dilemas más personales, un viaje que no excluye la posibilidad de una transformación. ¡Qué peligro un hombre nuevo! Nada de eso es posible en el horizonte de los artículos de consumo masivo, situados estratégicamente en los lobbies de los hoteles, las mesitas de centro y los portales de café: botana para aliviar el aburrimiento de las horas muertas.

7. El olvido de sí: he aquí el dogma de nuestro tiempo. Ninguna cosa que avive nuestra conciencia sobre las miserias del mundo tal como está, ya no digamos sobre nuestras propias inercias. La no ficción y sus temas de actualidad son un formato útil para reproducir el sistema que hoy se resquebraja para volverse a edificar. Ideas recicladas, de fácil consumo, escritas en un estilo neutro y legible, fáciles de citar. Toda esa abyección que Oliva critica sin concesiones. Sin embargo, al hacerlo, actúa como esos francotiradores que a pesar de su sofisticación, o quizá precisamente debido a ella, equivocan el blanco y en su lugar terminan por derribar a los civiles. Ya hemos visto cómo el ensayo ha sido oficialmente condenado a desaparecer bajo la tiranía de la información, la polémica y el entretenimiento, las tres formas predilectas de la falsa democracia de la cultura de masas. ¿Para qué fustigarlo más? El mercado y la academia, las tecnocracias del conocimiento, lo han puesto desde hace tiempo de rodillas. Es a esas instancias a las que hay que prenderles fuego. ¿Cómo? ¡Con las armas corrosivas del ensayo!

8. Pienso en algunas vías de salida. En primer lugar, hay que desescolarizar al ensayo, sacarlo al aire libre, como hacía Montaigne, que amaba pensar a caballo. Al entrar al claustro, el ensayo sufrió su primera domesticación. En lugar de la escritura nómada y libre, se fijó el texto formateado (intro-development-exit); en lugar de la digresión (ese paseo anarquizante castigado por los sinodales), la estructura; en lugar de la brevedad, el fárrago teórico; en lugar de la imaginación, la objetividad y la racionalidad desapasionada; en lugar de las propiedades subversivas del humor, la solemnidad y los ídolos del rigor; en lugar de la experiencia personal, el conocimiento de segunda mano; en lugar de la escritura, el lenguaje esotérico del especialista. Desde los reportes de lectura de la educación media hasta las tesis de posgrado, todo está hecho para reencaminar al vago de los géneros literarios, al ocioso y accidental, heterodoxo y subjetivo, el género experimental por definición: el ensayo.

9. En segundo término: no mutilar. Si te piden un ensayo para una publicación periódica no concedas un ápice en el tema, la extensión, el lenguaje, la visión ni —que me perdonen los editores— el deadline. Es una idiotez pensar en que te volverás ensayista escribiendo reseñas de libros abominables o bajo el yugo del cronómetro. Lo único cierto es que no podrás escribir si no tienes tiempo para pensar (o simplemente para perder el tiempo).

10. El blog podría ser una zona liberada para el ensayo, una zona apartada de toda utilidad, ajena a los intereses de la industria o la nueva escolástica y por eso abierta a la experimentación más radical. En la prosa fragmentaria que el blog propicia, el ensayista podría practicar la insumisión del lenguaje sin temor a los editores y, sobre todo, la exploración paciente y cotidiana de una idea personal, arriesgada, incómoda. El blog como la bitácora donde cada quien podría interrogar la relación de sí mismo con sí mismo, primera condición para emprender el camino de vuelta hacia los otros de manera no convencional. Sin embargo, el blog ha reproducido rápidamente y con demasiada fidelidad los vicios mediáticos: la polémica pedestre, el chisme, el insulto, la proliferación de los frankensteins del ego, el facilismo y la autopromoción. Aun así, las posibilidades de ese universo son infinitamente más vastas y diversas que las de las rutas conocidas. Además, la red parece una zona más propicia para la digresión que la página, y en su forma de saltos y links ha dotado al ensayo, a posteriori, de su ambiente natural. Ahí crecen dimensiones aún no exploradas a fondo para la escritura.

11. Contrario a lo que escribe Yépez en su ensayo, aunque siempre lo haga con un poco de guasa y en defensa de la provocación —ensayista guasón—, creo que el ensayo ha emigrado a la periferia, si es que alguna vez salió de ella, para sobrevivir a su extinción; ha radicalizado su carácter anfibio, inasible, movedizo, su permanente capacidad de ser otra cosa. Por ejemplo, ser crítica ficción, un género antípoda de la non-fiction prose, un híbrido inventado por Yépez mismo: ¿qué habría sucedido si Max Brod no hubiera defraudado a Kafka? La respuesta es crítica ficción, la muestra de que el ensayo también practica la imaginación de lo posible, y no sólo la argumentación plomiza. En medio de ese gran sentimiento de acabose que hoy ensombrece a la literatura, el ensayo auténtico se ha vuelto tránsfuga, evoluciona, se aproxima a otros géneros, los ayuda a salir del atorón. Como a la novela, que parecía ya muerta hasta que se confudió con el ensayo y se oxigenó (pienso en Magris, Sebald, Coetzee, Vila-Matas, quien hace poco declaró: «Mezclar a Montaigne con Kafka, ésa me parece la dirección»). Hay que releer esos cuentos de Pitol que acaban como ensayos o esos ensayos que terminan como cuentos, para alimentar al «monstruo informe» del ensayo, en lugar de engordar sólo a la razón. Hay que ver los videoensayos de Laura Kipnis para ir más allá de los confines de la página, o simplemente volver a Montaigne, que hizo del ensayo algo más que un género, un arte de vivir, lo mismo que hace hoy el explosivo Hakim Bey, aunque lo haga desde otro extremo del temperamento y la actitud política.

12. Contra el ensayo esclavo o espurio o conformista, he hecho la siguiente selección. Se trata de ensayistas nacidos entre 1971 y 1982 que han decidido no participar en la tontería reinante, que practican algún tipo de deslinde. No son ensayistas ocasionales, no escriben ensayos para rellenar las páginas de los suplementos, no han sido adocenados por la academia. Son ensayistas creativos, celosos de su autonomía, que viven en permanente tensión crítica con el lenguaje y con su tiempo; escritores desafiantes, dotados de ironía, ideas propias y una mirada lúcida, nunca temerosa frente a los argumentos inusuales o provocadores. Alentados por la posibilidad de estirar los límites del género (si es que tiene alguno), proponen algunas rutas distintas que discuten el futuro del ensayo. O mejor: el presente de una forma que podría ser el laboratorio de todas las formas, el lugar de un estallido. El origen de la prosa. No un género (la novela, el ensayo, esa otra cosa) sino escritura nómada, que viaja, que explora, es decir que no se ha instalado en formas sedentarias que están ya vacías, petrificadas, y que no dialogan más con este mundo. Fragmentarios, dislocados, minimalistas, paródicos, narrativos, autobiográficos, apóstatas; cercanos al aforismo o el poema en prosa, como es el caso de Guadalupe Nettel, o renuentes a la posición ancilar de la crítica, como discute desde hace tiempo Rafael Lemus. En varios casos es el humor lo que dota a estos ensayos de su mayor virulencia, la capacidad de desintegrar las ideas recibidas («el humor instala y luego destila un fermento de subversión», Michel Onfray). Es el caso de Guillermo Espinosa, Luigi Amara, Saúl Hernández (que usa el autoescarnio para desenmascarar la tiranía del gimnasio, su carácter solapado de aparato de tortura). Insisto: el ensayo es un género con una gran vis cómica desperdiciada, como ya había mostrado Salvador Novo en «Los mexicanos las prefieren gordas» y otros ensayos de En defensa de lo usado. Basta leer «Breve vindicación de Johann Sebastian Mastropiero» de Espinosa para entrever las posibilidades paródicas del género y creer que el milagro es posible: la hermenéutica puede hacernos reír. Pero el ensayo es también un género de la imaginación. Contra el prejuicio que lo condena al trato exclusivo con la razón, Amara crea en Los disidentes del universo un más allá: el horizonte del ensayo como ficción. Ese tráfico entre realismo e impostura (personajes reales que parecen fantásticos y viceversa) prosigue aquí con un ensayo conjetural sobre el improbable Kang Zheng, eunuco chino. Estas contaminaciones, estos antídotos, me entusiasman (soy una escéptica muy optimista). Pienso en «Invisible» de Verónica Gerber, una artista visual que ha emprendido un tránsito radical: pasarse, a la vista de todos, del arte a la escritura. Su ensayo es una imagen recortada que reflexiona —al lado de una intervención que hizo en el espacio artístico de El Clauselito, en el Museo de la Ciudad de México— sobre el camuflaje y la desaparición como estrategias estéticas y de supervivencia, una idea que continúa los pasos de su primer libro de ensayos, Mudanza, donde Gerber parece haber descubierto la fatalidad del lenguaje: ser apenas un hueco, un vacío, nada. Ese libro (que habla de la transformación de varios escritores en artistas visuales) parece casi una respuesta en acto a la crítica que Lemus lanza aquí mismo hacia la miopía del escritor mexicano frente al arte contemporáneo, como un síntoma más de una literatura que evita la experimentación formal, por comodidad, por sumisión al mercado o por exceso de respeto a la tradición. Sobre ese desgaste, la forma en que hemos fatigado la escritura con el peso de las convenciones, escribe Brenda Lozano; su «Decadencia de la historia», escrita en una prosa fragmentaria, donde los huecos son habitaciones para el lector, es una atrevida declaración de principios contra lo que Walser llamaba «cagatintas», una estirpe servil, pedestre y amante de la legibilidad, la estirpe de los narradores que eluden el riesgo, el silencio, los detalles, a costa de la espectacularidad. Por otro lado, Gabriela Jáuregui y Pablo Duarte se ensayan a sí mismos en el viaje o la deriva urbana, la mayor cualidad del género vagabundo imaginado por Montaigne: hacer de la interrogación personal, de la excursión peligrosa hacia uno mismo, una pregunta extensiva, donde cabe todo el mundo.

13. El ensayo también se autocritica. Así lo muestra Heriberto Yépez en «¡Yo acuso! (al ensayo) (y lo hago)», un ensayema con el que discrepo y al que me adhiero por partes iguales, en un movimiento pendular (esquizoide), pues al final apunta en la misma dirección de mis lecturas y rastreos más recientes, el desbordamiento del ensayo hacia zonas poco confortables o consabidas, algo distinto de la mera «travesía racionalista» o la «grandilocuencia ridícula» (dos males que nos acechan): «Habría que reventar al ensayo. Habría que buscar la forma de dinamitarlo. Hacer que estalle en él la heteroglotonería (para darle una manita de gato al célebre concepto de Bajtin)». Esa heterodoxia es practicada por Fausto Alzati en «Astrofísica del chisme», un asedio de la realidad contemporánea desde la filosofía, el psicoanálisis y el budismo, en una lectura extraordinariamente original.

14. Si las termitas de la reducción, esa forma en que los medios estandarizan la cultura en su nivel más bajo, han tomado al ensayo por rehén, entonces escribamos contraensayos libres, arrojados, extraños, imprevisibles. Dejar de llamar novela al folletón y ensayo a la prosa enlatada podría ser otra forma de hacer evidente nuestro descontento. Pero, ¿se trata sólo de un problema nominal, o de un desgaste más profundo? Soy ensayista, no agotaré el tema (mejor lean algunos contraensayos a continuación).

sábado, 4 de junio de 2011

El arte fronterizo y el narco

4/Junio/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

En su columna pasada aquí en Laberinto, Magali Tercero, a propósito del vínculo entre narco y arte en México, citó a Katnira Bello:

“El boom [del arte] en Tijuana se le debe al narco pero no por los mecenas o compradores; sino porque al convertir estas zonas en focos de violencia insólitamente transformaron la escena artística del norte en bastión de resistencia que se convirtió —muy pronto— en meca turística para curadores y artistas... Ser artista de Tijuana significa ser aguerrido, contracultural y de moda... muchas veces independientemente de las propuestas”.

Con todo respeto, Bello no sabe de qué habla.

Fueron otros factores los que provocaron interés de medios, academia e instituciones en el arte fronterizo finisecular: migración, cruce e hibridación.

El narco era otro flujo entre tantos.

En los 90 no fue “la violencia del narco” la que posicionó a Tijuana sino su vida urbana. Revísense exhibiciones, obras, textos, archivos. La violencia estalló después y más bien detuvo algunas de esas dinámicas.

Otro eje del arte fronterizo fue la urbe misma. El arte fronterizo partió del reciclaje, ensamblaje, espacio público y Tijuana como mitología nocturna y laboratorio mixto.

El narco no generó el boom de Tijuana. Tijuana generó al narco. Y al arte fronterizo.

Fue la ciudad la que nos generó a todos nosotros.

Vivir junto a California hizo que una ciudad entera tuviera toda clase de ideas.

Unos se hicieron narcos. Otros, artistas urbanos. Y todos queríamos pasarnos de la raya.

El arte, por ejemplo, saltó fronteras disciplinarias; libros, música y arte visual se hicieron por un mismo grupo de sujetos, intercambios y fiestas; una misma tribu urbana.

La idea de “Tijuana” como heterópolis unificó a esa producción artística. Esta identidad resistente y utópica originó al movimiento estético fronterizo.

Todos reciclábamos, mezclábamos lo mexicano, lo gringo, lo local y lo global; reimaginamos al norte y abandonamos el canon del centro, para construir nuestro propio imaginario fronterizo.

No nos identificábamos con México como nación, ontología o “Historia”, sino con Tijuana como ciudad, crónica y forma de vida.

Nos llamaron regionalistas. Nosotros nos llamábamos fronterizos.

Así que cuando alguien declara que literatura, arte o música electrónica tijuanense fueron originados por la narcoviolencia no sólo da risa, sino que ignora un proceso histórico, mutante, que lleva más de un siglo.

Fueron los carriles de ida y vuelta de California, una avenida turística (ya muerta) y una extrema zona de tolerancia.

Fue el sueño de no pertenecer a México lo que originó al arte fronterizo. El sexo entre culturas, drogas y cerveza 2 x 1. Fueron los barrios, bares y maquilas. Las calles.

Lo que originó la estética fronteriza fue la noche de Tijuana.

jueves, 2 de junio de 2011

Con semáforos

Junio/2011
Nexos
Ana García Bergua

Guardo de la infancia el recuerdo de la mesa del comedor, donde yo y mis hermanos hacíamos la tarea en la tarde. La mesa, con mantel, era para unas cosas; sin mantel, para otras. También servía de costurero, para cortar las piezas de tela con que mi madre nos cosía o remendaba alguna ropa, para los trabajos manuales, los dibujos. Durante muchos años, desde que me casé, trabajé junto al comedor y quise que mis hijas hicieran sus tareas en esa mesa, a mi lado: como si fuera un taller familiar en el que la mesa era una especie de universo compartido. Quizá a ello se debe que no me moleste trabajar en medio del caos de la casa, el teléfono, el timbre, la señora de la limpieza que pasa de un lado a otro, las hijas que llegan, van o quieren a ir algún sitio, el marido que practica su instrumento o incluso ensaya con otros músicos. La mesa o el escritorio en el comedor han sido, para mí, la extensión de libros, cuadernos, revistas. Sin embargo, en otras épocas he tenido rincones: un pequeño estudio, un espacio diminuto junto a un vestidor, un cuarto de servicio que abandoné porque me hacía sentir demasiado aislada, aunque amaba la mesa alta, esquinera y de madera blanca, que me hizo el carpintero. He llegado a abrazar mesas.

Ahora escribo en un secreter que tenemos desde hace muchos años, y del que sin embargo tardé en apropiarme por escribir junto al comedor. Escribo en mi habitación, a un lado de mi cama y con muchas interrupciones. No sólo de otros, sino mías también. Cuando escribo algo de un tirón, o cuando llevo mucho tiempo escribiendo, comienzo a sentir una especie de vértigo, muy similar al que me provocan los caminos sin semáforos, como las carreteras o el Periférico. Por eso yo necesito escribir con semáforos: un café, un libro, una llamada telefónica, una carrera a la tienda, mirar por la ventana, una ojeada a la internet, algo de música, un juego de cartas. No sé si por soledad o por claustrofobia.
Durante muchos años escribí a máquina, en una máquina verde claro, de origen checoslovaco, perteneciente a mis padres, metálica pero portátil, que todavía guardo. Me gustaba aporrear sus teclas, cambiar la cinta, mancharme los dedos. Como era muy joven entonces y trabajaba en mi habitación, en la misma mesa dibujaba y hacía las maquetas y los dibujos de mi anterior oficio. Llevaba un diario en un cuaderno en el que mezclaba bosquejos y apuntes, y a veces escribía ahí historias u obras de teatro, que siempre me parecieron muy malas; después las copiaba en la máquina verde. La primera novela la escribí en esa máquina y viajaba a Tabasco con ella para ir a ver a mi actual marido, que es músico y entonces tocaba en un hotel. Me gustaba la máquina, era torpe y pesada, el estuche cuadrado y duro, como una maleta.

Cuando mi padre vio que me dedicaría a escribir, me heredó su computadora. La mandó desde Guadalajara con un amigo de la familia. Desde entonces escribo en la computadora: me gusta la facilidad para editar, mover, jugar con el texto, buscar palabras. Lo único malo de la computadora es la tentación de la internet tan a la mano. Es como si tu hoja de papel estuviera, de nuevo, en medio del paso de los demás, cosa que no me molesta del todo, pero sí me distrae. También me gusta que las computadoras sean cada vez más pequeñas, como cuadernos, pues me gustan mucho los cuadernos. De hecho, colecciono cuadernos bonitos o raros: en ellos hago notas, escribo ideas para cuentos, en ocasiones dibujo, los llevo a los viajes. Los cuadernos son parte de esta sensación de estar haciendo la tarea escolar; de hecho, muchas colaboraciones para diarios o revistas las hago con una cierta idea de la composición que el maestro encarga a los estudiantes. Y por lo general las empiezo en un cuaderno.

Pero la verdad es que escribo mucho cuando no escribo: bajo la regadera, en la calle, caminando, pienso mis personajes; me pregunto, si yo fuera uno de ellos, cómo reaccionaría a esto o aquello. Muchas veces me doy cuenta de que, si bien he estado haciendo otra cosa, también he estado escribiendo, pues en un momento irrumpen las revelaciones, las claves que resolverán un texto en proceso, o si acaso, la idea misma de un texto posible. Una vez escribí gran parte de un cuento en el teléfono celular, pues no tenía pluma y papel y el asunto apareció mientras esperaba un taxi en Insurgentes. Para mí, la escritura sigue teniendo algo muy misterioso, un carácter de escucha y espera; es algo que me sucede, más que algo que domine por completo. A veces paso varios días sin lograr escribir más que una o dos páginas, aunque me siente varias horas a escudriñar el texto; de repente, una mañana escribo diez cuartillas y la racha sigue. Cuando tengo un borrador decente de alguna cosa que he estado escuchando dentro de mí, entonces trabajo. El trabajo suele consistir en desenamorarme de partes que no funcionan y quitarlas o cambiarlas. Trabajo, eso sí, sobre papel, pues ahí leo con mayor atención. Me gusta leer mis cosas a un grupo de amigos; el solo hecho de escucharse ayuda a ver los errores.

El cometa Sabato

Junio/2011
Nexos
Fernando Iwasaki

La muerte de Ernesto Sabato (1911-2011) ha desencadenado todo tipo de reacciones: desde las que expresan honestos sentimientos de cariño y admiración, hasta las que rezuman antipatía, resentimiento y maledicencia. No descarto que haya personas a quienes de verdad les resulte imposible disfrutar de la obra literaria de un autor sin aprobar a la vez su ideología política, sus creencias religiosas, su trayectoria cívica o su conducta conyugal, pero quiero creer que tales prejuicios —extraliterarios, por supuesto— están mediatizados por la actualidad y que desaparecerán con el correr de los años.

Me parece increíble tener que comenzar así esta evocación de Sabato, pero si quiero ser justo y además elogioso, antes deseo separar la paja del trigo. Por ejemplo, de nada me sirve saber que Borges y Cortázar —dos de los escritores que más quiero y admiro— profesaban escasa simpatía por la obra y la persona de Sabato. ¿Acaso vale menos la obra de Góngora por la poca consideración que le tenía Quevedo? ¿Dejaríamos de leer a Cervantes por la pobre opinión que le merecía a Lope de Vega? La convivencia de los creadores siempre ha sido complicada y pienso que así hay que tomarse las frases y chascarrillos que algunos están exhumando de libros, memorias, reseñas, entrevistas y hasta de la correspondencia privada de escritores como Borges, Cortázar y Mujica Láinez, entre otros.

Por otro lado, en más de un artículo, necrológica o semblanza he leído que el 19 de mayo de 1976 Ernesto Sabato y otros intelectuales argentinos almorzaron en la Casa Rosada con el general Videla, acto que para muchos resulta poco más o menos que incriminatorio. ¿Por qué no toman en cuenta que Sabato sí se enfrentó a la dictadura en Apologías y rechazos (1979), cuando el poder de Videla era omnímodo y la “guerra sucia” estaba en pleno apogeo? ¿Y por qué no se toma en cuenta su presencia al frente de la comisión que investigó los crímenes y las torturas de la dictadura militar? Nadie ha deplorado aquella invitación más que el propio Sabato, y desde que tuvo conciencia de la índole asesina del gobierno militar se convirtió en uno de sus más tenaces opositores. Ello lo dignificó como persona decente, mas no le añadió ni le quitó nada como escritor. De hecho, su obra de ficción ya había concluido tras la publicación de Abbadón el Exterminador (1974).

Creo que era imprescindible hacer hincapié en todas estas cosas, porque a continuación me propongo comentar la obra de Sabato y lo que significó para el joven universitario de dieciséis años que yo era cuando leí El túnel (1948). Aquella novela tuvo la virtud de sobrecogerme y arrasarme de desasosiego como muy pocas lo habían conseguido, pues mis lecturas de entonces recién comenzaban a adquirir mayor densidad y penetración. Había leído a Borges y Cortázar, a Poe y Lovecraft, a Vargas Llosa y García Márquez, a Ribeyro y Bryce Echenique, a Stendhal y Herman Hesse, mas todavía no a Sabato. Precisamente llegué a Sabato a través de Herman Hesse, pues la misma persona que me aconsejó leer El lobo estepario me exhortó a leer El túnel.

Las novelas de Sabato (El túnel, Sobre héroes y tumbas —1961— y Abbadón el Exterminador) forman parte de mi educación sentimental porque gracias a ellas leí a Sartre, Camus, Dostoievski, Erich Fromm y Lawrence Durrell. En realidad, el propio Sabato fue una suerte de “túnel” que me condujo hacia esos y otros autores, pues los lectores de Sabato siempre hemos buscado en otros libros las respuestas a sus interpelaciones. Creo que esa es una virtud extraordinaria reservada a los grandes escritores: instarnos a seguir leyendo. Si Borges me hizo leer a Chesterton, De Quincey, Swedenborg y Melville, Sabato me precipitó sobre Gide, Baudelaire, Henry Miller y Thomas Mann. ¿Merece la pena que precise que Faulkner y Kafka fueron vasos comunicantes entre ambos? A Borges le interesaron lo fantástico en Kafka y los laberintos temporales en Faulkner, mientras que a Sabato lo arrasaron la abyección humana de las novelas de Faulkner y el mundo irracional y tenebroso de las criaturas de Kafka. Por eso Ficciones y El túnel son dos libros distintos que provienen de las mismas lecturas.

La literatura argentina es una genuina galaxia donde el sol es Borges y los planetas que giran alrededor suyo podrían ser Arlt, Lugones, Girondo, Marechal, Denevi, Cortázar, Bioy Casares o Mujica Láinez, cada uno con sus respectivas lunas que serían Fogwill, Di Benedetto, Saer o Lamborghini. Sin embargo, dentro de esa galaxia existen cuerpos celestes como el cometa Sabato, cuyo incandescente itinerario inquieta, desasosiega y distorsiona las órbitas de los demás. Hace medio siglo su irrupción fue bienvenida y cincuenta años después la unanimidad ha desaparecido. ¿Qué ocurrirá cuando recorra el firmamento de nuevo dentro de otro medio siglo?

En una entrevista concedida en 1977 al periodista Joaquín Soler Serrano de TVE, Sabato reconoció que le gustaba la astronomía y contemplar las estrellas, porque la Tierra no le parecía suficiente y porque sólo los desajustados del mundo miraban al cielo. Por eso no tengo la menor duda de que Sabato siempre tendrá nuevos y fervorosos lectores, porque la rebelión y la inconformidad no se pueden esconder para siempre en los túneles. Ojalá viva lo suficiente para verlo incendiar la galaxia de nuevo.

Arte del naufragio

Junio/2011
Nexos
Luis Miguel Aguilar

1. Extraño, injusto destino poético el de José Joaquín Blanco.
2. Cuando un jueves 26 de mayo de 1976 el suplemento La cultura en México de la revista Siempre! publicó su texto “El espacio poético de los setentas: Del ‘Paraíso profanado’ a las ‘Pinches piedras’ ”, que un año después cerraría la primera edición de su libro Crónica de la poesía mexicana, aquello fue de tal modo un hito que el nombre de Blanco en relación con la poesía quedó atado para siempre a ella en términos o en funciones de crítico y nunca de “creador”.
3. El cantinero y nunca el borracho, el que llevaba el score y nunca el que pegaba jonrones.
4. El hecho es que ese mismo año de 1976 José Joaquín Blanco publicó dos libros de poemas: Poesía ligera y La ciudad tan personal; desde entonces Blanco manejó el género con precocidad y maestría, y desde entonces se le ha regateado un lugar en la ciudad o en la Central de poetas mexicanos.
5. Él, que como crítico repartió juego y naipes a muchos que llevaban tiempo escribiendo y a otros que empezaron a escribir o a publicar en aquellos años, no recibió juego como poeta.
6. Mejor dicho: no hubo ni habrá un José Joaquín Blanco que haga por José Joaquín Blanco lo que José Joaquín Blanco hizo por otros.
7. Nadie, quiero decir, a la altura de su talento crítico.
8. A esto se añade, claro, el lugar que Blanco se fue abriendo en la literatura mexicana al incurrir en otros géneros o al lograr cosas memorables en todas y cada una de sus eruditas poligrafías combatientes.
9. Como quien le dijera: “no pretendas, además, ser poeta” ya que eres el ensayista omnímodo, el mago de la crónica cotidiana, el artista de la historia literaria, el gran ensayista biográfico (Se llamaba Vasconcelos), incluso el exitoso novelista de Las púberes canéforas.
10. Si ya eres el poeta de la prosa, no hagas un movimiento en contrario y quieras venir a prosificar la poesía; lo tuyo no es la rosa sino el discurrimiento sobre nuestra rosa.
11. Al cabo de los años me queda claro que la obra poética de José Joaquín Blanco logró algo singular y peculiarísimo en la poesía mexicana; en la última parte de aquel ensayo mencionado de 1976, “Nueva poesía de los jóvenes en México”, Blanco apuntaba como algo imposible “predecir a dónde vaya la poesía mexicana próxima”.
12. Blanco acudía a “los dos polos de la poesía moderna”, establecidos por W.H. Auden, para una imagen final:

Como la mental Alicia o el barbaján de Tom Sawyer, la poesía mexicana se ha escapado afortunadamente de casa y lo menos que puede pedírsele es que no resulte hija pródiga, que no repita logros ni errores ya hechos. En los jóvenes la poesía mexicana vuelve a tener futuro incierto, espacio de aventura, riesgos nuevos: vuelve a ser libre, esto es: acertará en sus propios aciertos y se equivocará en sus propios errores.

13. Pues bien, con la noticia de que los poemas de José Joaquín Blanco no sólo se cumplieron cabalmente al ir habitando o colonizando ese futuro incierto y hacerlo siempre “fuera de casa”, sino que lo confeccionaron en un difícil meandro o una impensable conjunción de polos: no son Alicia o Tom Sawyer sino Alicia y Tom Sawyer, a veces alternos como en los mentalísimos “Poema del caracol” y “Tema de la oreja”, o los barbajanezcos “Canción de ligue” o “Nocturno bar, nocturnas coristas”, sino que varios de sus poemas son como Tom Sawyers prosados por Alicia (“Brindis de medianoche”), y varias de sus Alicias son poemas libérrimos, llenos de riesgo y escritos en la balsa transgresora del río nocturno (“Azoteas”).
14. A las sawyerescas noches en blanco de Blanco debe la poesía en México algunas de sus mejores mañanas de Alicia.
15. En esta conjunción es notable la cantidad de tonos y registros que tienen los poemas de Blanco.
16. Con pareja fortuna Blanco ha frecuentado la canción y el soneto, el verso blanco y la rima, y el verso libre; la balada y el haikú tabladesco, la lira y el poema en prosa, la estrofa ceñida y el flujo desatado, el epigrama y el poema de exploración demorada; el poema único, “diamante” de su propia forma, y el centón y el pastiche.
17. La expresión coloquial en varios disfrutables momentos de Poesía ligera, La ciudad tan personal y La siesta en el parque; la expresión alta, el tono mayor en Elegías y Garañón de la luna.
18. Blanco siempre “trova” bien, ya sea que trove ligero u “oscuro”.
19. Ha sabido vivir toda la experiencia de la poesía sin resistirse a ninguno de sus llamados o/y sin sujetarse sólo a uno de ellos.
20. Y todas las veces va por delante una muy agradecible (y no muy encontrable en otros poetas mexicanos) corrección poética, ya sea en poemas de asunto “afín” a tal corrección como en el soneto “Arcadia”, o en poemas de asunto al parecer reacio a vehicularse mediante esa misma corrección —materiales juguetones extraídos de correrías nocturnas— como en “Muchos borrachos divagan ante estatuas de ángeles”.
21. Por la variedad de la poesía de Blanco hablan también algunos temas persistentes que reciben trasvases distintos a lo largo de su obra.
22. Pienso por ejemplo en ese “andar consigo mismo cual matrimonio mal avenido”, que Blanco trata en clave risueña lo mismo en el poema que contiene ese verso, “El juez intenta disuadir a los divorciantes”, que en “Comenzar el día” o “Buenas noches”, pero que uno de los momentos superiores en la poesía de Blanco —y de la poesía mexicana publicada en el siglo XX—, “Elegía de San Ángel”, trata en clave de quiebra e intensidad desgarrada.
23. Lo mismo puede decirse de las revoloteantes crónicas urbanas de Poesía ligera y La siesta en el parque, que al volverse crónica interior —o ciudad interiorizada, ciudad-espejo de un estado de ánimo—, en la “Tercera elegía” pasan de las trompicaciones festivas previas a la sequedad brutal del amargor, que diría Darío, y el desapego.
24. Y lo mismo con las etéreas y divertidas escenas de ligue y “arponeos de ángeles” que adquieren en cambio una densidad casi física, una irrenunciable seriedad moral en la “Décima elegía”, por cierto correlato poético de aquel gran personal essay de Blanco, “Ojos que da pánico soñar”, cuyo verso de T.S. Eliot, Eyes I dare not meet in dreams, tiende también un puente con la “Elegía de San Ángel” al abrir el poema.
25. Hubo un movimiento parecido con las lunas ocurrentes, dicharacheras, burlonas que aparecen en los primeros libros de Blanco (incluso con juegos tipográficos como aquel poema —“Night Show”— en que vemos a la luna JUDY GARLAND rodeada por estrellas-asteriscos), y las lunas inquietantes en todas sus derivas, ya sean feroces o castigadas, o ciegas o cristalinas; digo las lunas en maceramiento y metamorfosis perpetuos de Garañón de la luna.
26. Aquí vemos a Blanco en uso pleno de otros recursos, con toda la paleta prosódica en la mano, en la línea de la poesía moderna cultísima.
27. Garañón de la luna es todo un festín de metáforas y sinestesias (“luna, punta de fuego, perro en tempestad, luz dura”, “gritos alados allá dentro”, “musculados resplandores”, “como la luna que cruje en un lecho de despojos”, “minutero líquido”, “oh tempestad, teoría de yodo”, “equívoca estrella chorreada porque sí”; incluso la sinestesia ¡involucrando a uno de los sentidos!: “el tacto suena”), aliteraciones (“estrella en trance”, “descalzo danza el delirio”, “desmelenadas sirenas se destrenzan”, “danzan en círculo contra el cristal del acuario”, “y el pecho de un azul de pez/se transparenta”), paronomasias (“luna ácida, ósea”), anáforas (“Ya son águilas y jaguares rabiosos. Ya son más toros que los océanos fermentados”) y anadiplosis dentro de la anáfora (“Ya son fieras de fieras veinte fieras apareándose”), apóstrofes (“Sebastián entre las redes, cómo te flechan”, “Amanece el día en tus ojos líquidos, verde mar que despierta”), hipálages (“la sangre mar, insomne en los dormidos”, “en esta tubería de ciudad mar”, “brujas crustáceas de la luna”, “sirena sardina”, “manos siluetas”, “lirios peces debatiéndose”, “ángeles nervaduras”), y aliteraciones con hipálage (“ecos vísceras del vahído”, “mordeduras óxido en manzanas”).
28. Garañón de la luna: es como si ya en madurez Blanco hubiera vuelto al camino olvidado de sus primeros poemas, anteriores incluso a Poesía ligera y La ciudad tan personal, fijos en su temprana devoción de un poeta como Xavier Villaurrutia.
29. Y en efecto, no en las Elegías, tampoco en otro poema anterior de Blanco como “Nocturno constante”, sino en el poema “Lectura de Villaurrutia” hay el antecedente más cercano a las atmósferas y giros de Garañón de la luna.
30. A veces de un modo casi literal: “en mi garganta la dura estalactita”, dice —1982— en el primer poema; “garras en mi helada garganta”, dice —1995— en “Negaciones”.
31. Se diría que en Garañón de la luna hay varias (otras) “Lecturas de Villaurrutia”.
32. Ya no es así, incluso ocurre al revés: ya no es Villaurrutia en Blanco sino Blanco en Villaurrutia; mediante la intercesión de una luna sómnica, o mediúmnica, ahora Villaurrutia lo está leyendo a él; un Villaurrutia que por ejemplo habría aprobado con fervor y azoro, queriéndolo para sí, para uno de sus “Nocturnos”, este avatar del personaje Endimión (mortal Endymion, darling of the moon, le dijo una autora favorita de Blanco, Edna St. Vincent Millay) tal y como lo concibe el poema de Blanco “Cristal de luna”.
33. Cito un pasaje y resalto por lo demás su musicalidad; pasaje lleno de sonidos que confluyen en y se disparan de las consonantes y vocales que tiene la palabra Endimión.
34. (Añado que en su conjunto Garañón de la luna no es sólo un libro de alta imaginería sino uno surcado de imantadoras sonoridades):

Almendra de ti mismo en todos tus
[mandalas
(eres, Endimión, todos los ríos),
todo aromas úricos, todo muertes y
[procreaciones,
Endimión, desatadas en ti las divinidades
[del sueño,
azarosas y gesticulantes, desmelenados
[en ti todos los riesgos,
calle del crimen, aullidos de cristal en
[la garganta,
diamante del pánico, diamante del orgasmo.

35. Tengo especial debilidad por una zona, vale decir un ramillete de poemas, en la obra de José Joaquín Blanco.
36. Hablan también por la manera en que Blanco no hace distingos entre vivir la vida y vivir la literatura.
37. No son sólo o no son exactamente “máscaras” ni homenajes, aunque a su modo también lo sean; preferiría llamarlos encarnaciones: un momento de especial intensidad asumida o aislada por Blanco en la lectura de otros autores, encarna efectivamente en la voz poética de Blanco. Me refiero a la “Canción de André Gide”, la “Canción de Ezra Pound”, la “Canción de Cesare Pavese”; siempre he pensado o sentido que el hermoso poema de Blanco “Edmund Wilson en la tumba de Edna St. Vincent Millay” sería también una de estas canciones, y que otro de los mejores poemas de Blanco, “Canción de Natanael”, podría leerse como “Canción de André Gide, II”.
38. Cito, sin embargo, la primera. Sé que Blanco la ha modificado o escanciado de modo distinto al paso de sucesivas ediciones de sus poemas; quisiera citarla tal y como la leí por primera vez en libro, Poesía ligera (Ediciones El Mendrugo, 1976):

Cuando hayas abandonado tu casa
que no te encierren en las suyas los demás.
Encontrarás gente que busca ser tu padre,
tu madre, tu hijo, tu amante, tu hermano,
[tu perro servil.
Que no te encierren en sus casas los demás.

Y si constatas que afuera todo es el lugar
[de los demás,
vuelve a tu casa: habrá fiestas.

Pero acaso logres ser tú el hogar de los
[demás.
Su madre, su padre, su hijo, su amante, su
[hermano, su perro servil.
Y cada cual se instale en tu espacio
como en el hogar único y recobrado.

39. Confieso que no supe si extrañar o no, cuando Blanco hizo un “corte de caja” en sus Poemas y elegías (2000), el hecho de que no incluyera sus traducciones, o versiones, o yo les diría sus “puestas en Blanco”, de varios poetas extranjeros.
40. No supe si sí, cuando pensé que perdíamos en una nueva edición esas traducciones, que al menos debieron figurar como una cuarta parte de las tres que componen Poemas y elegías.
41. No supe si no, cuando pensé que quizá algún día todas las traducciones poéticas de Blanco deberán tener casa propia.
42. Una casa que será como la misma poesía de Blanco: plebeya y catrina.
43. Una casa que incluirá dos obras maestras de la traducción en la lengua española: Elegías romanas de Goethe y Elegías del Duino de Rilke.
44. Y también incluirá cosas memorables de “poetas menores” o “plebeyos” frente a Goethe y Rilke, como la mencionada Edna St. Vincent Millay, y como Dorothy Parker.
45. Cuando dije no saber si sí o si no fue también por recordar que en sus Poemas escogidos (1984) Blanco había incluido varias de esas traducciones, lo cual hizo también en el previo La siesta en el parque (1982); pero era como si al no incluirlas después como poemas suyos, o al no incluirlos simplemente en Poemas y elegías, fueran a perderse.
46. Maravillas como estas (cito sólo dos) tankas de Tachibana Akemi:

Qué hermoso placer
Cuando saco unas hojas,
Tomo mi pluma
Y escribo mucho mejor
De lo que podría haber previsto.

Qué hermoso placer
Cuando sin ayuda
Puedo comprender
El sentido de un texto
Al que se juzga dificilísimo.

47. Y Poemas escogidos fue también un modo en que siguiera editándose un poema de Dorothy Parker que en la versión de Blanco fue un hit, y que de cualquier modo no se perdería en el presente inmediato porque muchos, en cuanto lo leímos, lo arrebatamos para la memoria:

En la juventud, me esmeraba
Por agradar a mis amantes
Y cambiar —conforme cambiaba
De hombres— de gusto y semblante.

Pero ahora que sé lo que sé
Y que hago lo que me agrada,
Si no te gusto como soy, te
Me vas, mi amor, a la chingada.

48. En esos Poemas escogidos aparece también “Una canción de Auden”, que no se perdió en el camino de La siesta en el parque a Poemas escogidos.
49. Auden, de nuevo. Es tiempo de tender un arco al respecto, del Blanco joven al Blanco maduro.
50. En el portal de Poesía ligera, con su sofisticada y envidiable caligrafía, José Joaquín Blanco hacía esta advocación: “W. H. Auden sostiene que entre la media docena, más o menos, de cosas por las que todo hombre debe estar dispuesto hasta a dar la vida, el derecho al juego, a la frivolidad, no es el menos importante”.
51. Para el portal de sus Poemas y elegías, hay una (otra) advocación de W. H. Auden, ahora en forma de “Canción de W. H. Auden”, un formidable poema de madurez, que da en dar: todos los Auden, un Blanco.
52. Como en las otras “Canciones de…”, Blanco toma —ya lo mencionamos— un pasaje intensamente leído, o vivido, en otros para hacerlo suyo.
53. “Este risco es el edén. Naufraga aquí”…
54. …dicen en diversas maneras y combinación de oleajes las estrofas en sextetos (salvo la última, septeta, que concluye: “Olvida ya tus siete mares, naufrágate”) en un ritmo encantatorio y de gran poesía despejada.
55. Y me encanta ese portal que Blanco puso a Poemas y elegías no sólo por el acierto del poema tal cual, sino porque el Auden de las advocaciones, esta vez, rebasa al mismo Auden y va a dar al centro mismo de toda la literatura de José Joaquín Blanco: al final, y siempre, el naufragio.
56. El naufragio tal y como Blanco lo precisó desde joven en las obras de los jóvenes del grupo Contemporáneos; y entre ellos, por supuesto, el más alto listón que Blanco se impuso desde el principio: Xavier Villaurrutia.
57. Sí: el “náufrago incorregible” en el “mar revuelto”, sea Odiseo o Simbad, del que hablaba Villaurrutia (también en una variación de la divisa gideana “perderse para recobrarse”).
58. Bien visto, toda la obra de Blanco ha sido aquella “turbación cierta”, la del que rechaza “la angosta tabla de una salvación improbable” y asume “el magnífico espectáculo de un naufragio seguro en el que (uno) es al mismo tiempo la víctima y el espectador dichoso”; su poesía, simbáica y odiséica, es pródiga en naufragios: desde los naufragios chuscos hasta los elegiacos, desde el náufrago callejero hasta el náufrago metafísico (no podían faltar “lunas náufragas” en Garañón de la luna); desde el naufragio de y contra uno mismo, hasta el naufragio que te deposita absurda, inesperada pero irrepetiblemente en una Arcadia urbana.
59. Al cabo, todo en los contenidos poéticos de Blanco dice por un arte del naufragio; el arco que va de su Villaurrutia “náufrago incorregible” a su Auden “naufraga aquí”, es al fin un arco persistente, definitivo, secreto: va y viene con el nombre inconfundible, logrado, trabajado, único, de José Joaquín Blanco.
60. En aras y frecuencias del naufragio, y para un “corte de caja” sobre los cortes de caja que ha hecho la poesía de José Joaquín Blanco, me encantaría concluir con un juego similar a aquellos, culto-populares, que le encantaban a Lope de Vega (“pues en haberos mirado / supe ganarme y perderme”). Entonces, de la poesía de José Joaquín Blanco, si no es que de su obra entera o —lo mismo: ya que él no ha hecho distingos— de su vida toda, diríamos frente a su arte del naufragio:

No se dé por naufragado
Quien tan bien naufragar supo.

sábado, 28 de mayo de 2011

Defensa de la poesía

22/Mayo/2011
Jornada Semanal

El momento de la Historia que nos ha tocado vivir está marcado por la incertidumbre en todos los sentidos. Cuando pensábamos que el siglo XX agonizaba y con él los grandes temores y catástrofes capaces de minar la fe en la humanidad, no han surgido los puentes que destruyan nuestros precipicios. Al contrario, resulta más difícil intuirlos, imaginarlos. La incertidumbre parece abarcarlo todo: la política, la moral, la economía, las nuevas formas de comunicación que paradójicamente han provocado una mayor incomunicación... También las viejas utopías que parecieron realizables y llenaron de ilusión a millones de ciudadanos se han desmoronado mostrando sus miserias cuando han sido suplantadas por los hombres, añadiendo aún más incertidumbre a todo lo que nos rodea.

Nuestra generación está marcada por esta incertidumbre y creemos que es necesario hacer un alto en el camino, reflexionar, mirarnos a los ojos, establecer una cercanía menos artificial, más humana. La poesía puede arrojar algo de luz para alcanzar algunas certidumbres necesarias. Los buenos poemas son un modo de ajustar cuentas con la realidad porque son capaces de provocar emoción, de conmover, de hacer pensar, de llenar un vacío que nos acompaña.

La emoción no puede estar de moda. La emoción es universal e intemporal. Y la poesía tiene que emocionar. Ante tanta incertidumbre, para nuestra sorpresa, una gran parte de los nuevos poetas en español se han adscrito a una tendencia tan experimental como oscura. Si en la segunda mitad del siglo XX los mejores poetas de nuestra lengua abandonaron las liras y las torres de marfil; la poesía última, en busca de un nuevo camino, de una nueva actualidad literaria, se ha subido a un pedestal. En esta tarea se han visto legitimados por algunos poetas cuyos proyectos literarios fracasaron de manera estrepitosa precisamente por abrazar el barroquismo gratuito y la frivolidad de la moda literaria. Ahora buscan una segunda oportunidad elogiando lo que precisamente les condujo al callejón sin salida de las palabras huecas.

Queremos mostrar nuestra desolación ante esta dinámica que nos parece destructiva para la poesía porque conduce, de manera inevitable, a su deshumanización. Los discursos fragmentarios, el irracionalismo como dogma y el abuso del artificio han supuesto la ruina de la poesía en muy diferentes etapas de la historia de la literatura. Han hecho tanto daño, que hoy la poesía está considerada como un género difícil que sólo leen los poetas, porque sólo parecen entenderse entre ellos como los habitantes de unas ínsulas extrañas. Prueba de ello es la marginación que sufren los libros de poesía en cualquier espacio, ya sea una librería, un suplemento cultural, un periódico, una biblioteca...

Cuando un poema no se entiende, el lector suele culparse a sí mismo, inducido por la idea generalizada de que el poeta es un ser con una sensibilidad diferente, superior. Una idea tan falsa como interesada. Si un poema no se entiende el único responsable es quien ha tratado de establecer la comunicación. O bien no ha sido capaz por sus limitaciones, o bien no lo ha conseguido porque no era su propósito, porque sólo buscaba la erudición y el artificio, algo que está bien visto, que tiene buena prensa y que provoca una palmadita en la espalda de la crítica, sumida en gran parte en la misma torpeza.

Seguimos creyendo que una de las misiones de la poesía es enfrentarse al poder. Y el poder de hoy no hace más que invitarnos al silencio, al fragmento, a las subjetividades ensimismadas y a la pérdida de diálogo entre las conciencias. Queremos decirle adiós a todo eso.

Jorge Galán (El Salvador), Fernando Valverde (España), Daniel Rodríguez Moya (España),
Andrea Cote (Colombia), Alí Calderón (México), Raquel Lanseros (España),
Francisco Ruiz Udiel (Nicaragua) y Ana Wajszczuk (Argentina),
autores del libro Poesía ante la incertidumbre (Visor, 2011).