sábado, 16 de abril de 2011

Qué chula mi narcocultura

16/Abril/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Tras el asesinato del hijo del poeta Javier Sicilia se ha intensificado la oposición de intelectuales a la “guerra contra el narco”. Los intelectuales mexicanos básicamente piden que pare la guerra y se legalicen drogas.

Sí, hay que oponerse a la muerte como vía para frenar al narco. Matar hereda víctimas y verdugos. La guerra entre cárteles=gobierno cosecha violencia hoy. Y siembra violencia futura.

Pero los opositores a esta guerra no aclaran alternativas: no hay una visión anti o post-narcocultura. Si Calderón Contrataca parara hoy debido a tanto cácaro, ¿mañana qué show?

La narcoviolencia era alta en Tijuana o Culiacán mucho antes de que Calderón apareciera. Y ejecuciones, secuestros, encobijados, masacres llevan ya muchos sexenios en la frontera. Ahí los cárteles (aliados de gobierno local, estatal y/o federal) eliminan masas de narcos y no-narcos desde hace décadas.

¿Por qué estos muertos no indignaban? ¿Por qué los intelectuales hoy tan preocupados no protestaron contra ese genocidio? ¿Porque no afectaba a sus familias, pantallas y ciudades?

¿Sugieren un pacto con el narco? ¿Ese es su plan? ¿Cambiar esta guerra “espuria” por otra narcocooltura más chida?

Es frecuente que la intelectualidad nacional pida la legalización. Yo también estoy a favor de ella, pero estoy más a favor de que mientras la droga sea traficada por personas sin escrúpulos —narcos o policías, militares, funcionarios corruptos— seamos radicales: renunciemos al narco-consumo.

Vamos al grano: el consumidor de droga mexicano, junto con el gringo, es el patrocinador directo de todos estos asesinatos.

El consumidor paga sueldo de sicarios y autoridades, subsidia sobornos, picha las armas, financia las células y, claro, redes de prostitución y esclavitud asociadas. Y le vale. Quiere pasársela “bien”. Lavado de manos a la Poncio Pilatos.

Los consumidores comunes son los señores reales del narco. Sus jefes de piso.

El opio es la religión de los intelectuales.

Una vez dije esto en un foro. Casi me linchan.

Si te parece poco “realista” renunciar por ética al consumo, entonces, no te quejes. Comprar droga a criminales inevitablemente genera —en lo privadito o en lo público— destrucción de cuerpos de modo rutinario.

La droga es el meta-capitalismo.

“Esta guerra no es nuestra”, ¿neta?

Y, sí, todos estamos hasta la madre. Hasta la madre de coca, cabrones.

No + sangre = No + droga.

O si usted patrocina la corrupción y al narco, perdón, si usted desea consumir su droguita a gusto, sin que lo saquen de onda constantes noticias desagradables, por favor, pida a sus socios (los narcos) que no la chinguen y se deshagan de los cuerpos de manera más eficiente.

Usted —recuérdeles por el celular— quiere que todo sea como antes, que ya no se peleen tanto, carajo, tan bonita que era nuestra narcocultura.

“Por mi boca habla la nación”

16/Abril/2011
Laberinto
Roger Vilar

En Filipinas, el poeta Javier Sicilia recibió una noticia atroz: su hijo Juan Francisco, de 24 años, fue asesinado.

La tragedia le cambió la vida al también narrador y ensayista, quien, además de diversas actividades en contra de la violencia en México y una firme exigencia de justicia, ha replanteado la función de la poesía, la literatura, y la cultura en general, en relación al país tan convulsionado en que vivimos.

Acerca del papel que desempeña actualmente en la lucha contra la violencia, en la que se ha vuelto un líder, dice: “Yo estuve pensando mucho esto. ¿Por qué a mí? No por qué a mí me sucedió la muerte de mi hijo. Le puede suceder a cualquiera. Sino por qué a partir de la muerte de mi hijo la gente me identificó y me dijo ‘Tú sé nuestra voz, sé nuestra conciencia, vamos detrás de ti’. Han puesto a mi hijo como símbolo de la violencia, y al hacerlo así han señalado al padre.”

La gente te conoce por ser un poeta…

La poesía, que es tan poco leída, tan poco distribuida, con tan poca prensa —incluso es difícil que te publiquen un libro de poesía hoy en día. La poesía que, dijo Borges, es inmortal y pobre, de repente convocó a la gente. Porque convocaron a un poeta, y al hacerlo convocaron a la poesía. Hay algo misterioso que tiene que ver con el misterio de la poesía. Yo soy uno más, dignidad ciudadana hay muchos que la tienen… Bueno, pues eligieron a un poeta. Y al elegir al poeta, eligieron la poesía, y señalaron algo fundamental: la poesía convoca a la comunión.

En la actualidad, ¿qué diferencia encuentras entre este discurso poético, pobre e inmortal, y el discurso mediático?

El discurso mediático es un discurso que todos oyen, está al alcance, tiene esa caja, la televisión, que se puede comprar por cualquier dinero y en la que pasan infinidad de basura. Algo terrible le pasó a la sociedad, porque hicimos valor supremo al espectáculo y al dinero, al consumo, al ruido. El ruido. Porque los noticieros son muy ruidosos. Y la poesía no. La poesía está al margen. La poesía custodia la palabra sagrada. Es decir, la palabra con sentido y significado. Que está al margen, y, sin embargo, esta palabra que es sagrada, aunque no se oye, de repente se sobrepone a los medios, se sobrepone al ruido, se sobrepone a la inercia del mercado.

Eso es fundamental, debemos democratizar los medios para que realmente haya una discusión ciudadana y la poesía llegue a la gente. La poesía va a seguir convocando a lo mejor de la gente. Ahorita, la poesía está en las calles como un grito, como una movilización que convoca a la comunión. Esto debe de servir a los medios como una señal de que deben de democratizarse, de que deben hablar la palabra verdadera. Y esa palabra verdadera debe de ser una convocatoria familiar a la casa que es México.

En alguna época, la función pública en México contó con intelectuales como Gorostiza, Vasconcelos, Reyes y Paz. ¿Por qué ya no sucede eso?

Los gobiernos mexicanos se volvieron tecnócratas. Les vale madres cultivar el espíritu. Les vale madres oír la poesía. Lo que les interesa es la producción y el consumo. La gran revolución cultural de este país la hizo Vasconcelos, pero porque había un político, juzguémoslo como lo juzguemos, Obregón, que entendió el valor del arte, de la cultura en general, de la poesía… Tu citabas a grandes poetas que significaban el espíritu de la nación, a Octavio Paz. Ayer leí su “Piedra de Sol”, que es un poema nacional, que habla de la nación, del mundo que tenemos que reconstruir a través del amor.

La cultura es una forma de la economía que no genera lana, pero genera el tejido social de la nación. Eso habla de la verdadera forma de la economía, que es el cuidado de la casa. No las paredes, sino el corazón de la casa.

Vivimos una época muy violenta, ¿qué símbolos perdurables vamos a transmitirles a las nuevas generaciones?

Rompimos los símbolos. Yo por eso digo que el país está desgarrado. El grito ciudadano es que hay que rehacer el tejido de la nación para refundarla. Para hacer esto hay que volver a los símbolos, a la memoria. ¿Dónde podemos volver a recuperar la memoria nacional? En un pacto de buena voluntad al servicio de la casa que es México. Debe de hacerse y firmarse en la parte más desgarrada del país. La frontera norte. En el centro de Ciudad Juárez.

Como parte de tu protesta por el asesinato de Juan Francisco, has declarado un silencio poético. Para ti, que has sido señalado como un poeta místico, ¿qué importancia tiene el silencio?

El poeta imita a Dios creador y el místico al Ser de Dios. El poeta imita con la palabra al Dios que crea, ordena las cosas y las nombra. El místico encarna esa palabra, por eso Maritain decía que es poesía en acción. El místico articula la palabra, pero no por el misterio poético, sino por el misterio del Ser de Dios. En cambio, el otro, el poeta, el misterio que mira no tiene rostro, no tiene claridad, y articula nada más la palabra sin una direccionalidad, sin saber de dónde viene, sin esa intimidad del Yo-Tú del místico, y por eso los místicos terminan a veces en el silencio. San Juan de la Cruz, por ejemplo, si uno mira su obra poética…También Santa Teresa termina en el silencio.

Si la poesía imita al Creador, ¿en ti qué podría significar el silencio poético?

Nuestra fe se basa en la encarnación de la palabra. La palabra que se vuelve carne, presencia humana en el mundo. Esa palabra se llama Jesús de Nazareth, y era inocente como toda palabra verdadera, como la palabra poética, y a esa palabra la asesinaron, la sumergieron en el silencio del Viernes Santo. El Sábado de Dolores era peor, porque es el silencio de los cielos, de Dios. Está aguardando ese silencio la articulación de la palabra, que es la resurrección de la carne, de la palabra; y para mí el momento en que matan a mi hijo mataron a la palabra, asfixiaron la palabra. Yo vivo la palabra, tú lo has dicho, de una manera mística, de una manera de intimidad con Dios. Para mí esa palabra también resonaba en mi hijo, en los seres que amo.

En el caso de mi hijo al asfixiarlo (porque murió asfixiado, lo asfixiaron esos hijos de la chingada), mataron mi palabra. Mi silencio (poético) tiene que ver con el Viernes y el Sábado santos. Un silencio atroz de la palabra encarnada, y por lo tanto el silencio de Dios, que va a responder con la resurrección del Domingo.

Yo estoy ahorita en el Viernes y Sábado santos. Yo sé que mi hijo Juan, el Juanelo, y sus amigos, están en la resurrección de la carne del pueblo, de la nación, de mi gente.

¿Si hay una resurrección de la patria, podría haber una resurrección de tu poesía?

Sí, por supuesto.

Hay un poema tuyo “Cetáceo”, que me recuerda mucho a Moby Dick, o al pez de El viejo y el mar. Ese pez contra el que luchamos, y que representa el destino, lo que nos sorprende, lo incognoscible.

Bueno, lo estás leyendo a partir de lo que estamos viviendo hoy, de eso incognoscible y terrible. Yo lo veo más bien místicamente. El cetáceo es Dios. Esa cosa que nos rebasa, con la cual me enfrento para tratar de iluminarla.

Pero también esa cosa está aquí, es esto, lo incognoscible, tanto negativamente como positivamente hablando. La poesía trata de iluminar esa cosa para encontrarle su verdadera dimensión o algo semejante. Y esa dimensión tiene que ser iluminada, como la poesía, convocada a la comunión. Y sí, el cetáceo lo podemos ver también como el horror que estamos viviendo. Esa cosa incognoscible que de repente emergió y nos espantó, y que tenemos que domar, meter en formas, en proporciones humanas. Hay muchas cosas que hacer, y creo que es la palabra poética la que está convocando a revisarnos y a transformarnos en el corazón y en la cabeza. Yo no soy Javier Sicilia el que habla: por mi boca habla la nación.

Periodismo y patrimonio

16/Abril/2011
Milenio
Ariel González Jiménez

La relación del periodismo con el patrimonio cultural parece evidente: toda la difusión posible, el reconocimiento público de un sitio, monumento, baile o receta de cocina pasan necesariamente por los medios, que juegan un papel determinante a este respecto. Sin embargo, los malos entendidos entre periodistas, expertos e instituciones dedicadas a la gestión de este legado no son pocos.

Hacía falta una primera aproximación entre estos actores para ir acercando vocabularios, tratamientos, objetivos y perspectivas que aunque formalmente se refieren a las mismas cosas no siempre adquieren en la práctica los mismos significados.

En todo caso, era ya obligado un encuentro en el que se tendieran puentes firmes entre todos los que de un modo u otro trabajan con la riqueza patrimonial de nuestros países. Un encuentro en el que intercambiaran experiencias, tropiezos y proyectos en torno de todo cuanto brinda y define la identidad cultural.

Pues bien, esa posibilidad ha quedado concretada en el Primer Seminario Iberoamericano de Periodismo y Patrimonio celebrado en Palenque, Chiapas, a lo largo de la semana que ahora concluye. Los participantes, convocados por el Instituto Nacional de Antropología e Historia, representantes de probadas instituciones y de influyentes medios de comunicación de América Latina y España, son sin duda sujetos fundamentales de ese humanismo que dibujó tan finamente Darío Restrepo en su magistral intervención acerca de la ética y el patrimonio: “Hay un humanismo que está en marcha, en tanto que permite mostrar valores que no se percibían”, es decir, “hace un descubrimiento del hombre”. Porque es claro que el puro patrimonio físico, nuestros monolitos, pirámides y edificios coloniales perderían todo su valor sin la dimensión de lo intangible que Restrepo pusiera de relieve en su brillante intervención.

Ahora bien, la atención mediática hacia todas las expresiones del patrimonio (tangibles e intangibles) es encauzada básicamente a través del periodismo cultural. Y éste, como he apuntado en otras oportunidades, no goza de cabal salud en tanto se ha venido empequeñeciendo no sólo en espacio sino también cualitativamente. Se hace menos en menos espacio. A las secciones culturales se las renombra para conjugarlas con notas claramente de sociales, tendencias o espectáculos, todo eso en supuesto beneficio del lector.

En medio de ese panorama, la deseable especialización del periodista cultural que atiende los temas del patrimonio encuentra diversos obstáculos. El más importante proviene de las mismas empresas que los emplean, las cuales se van inscribiendo cada vez más en la dinámica donde un reportero hace eventualmente de todo, más allá de las fuentes y las formaciones adquiridas. Pero no menos importante es que el patrimonio como objeto de estudio exige de por sí (tan solo para su difusión) un elevado nivel de comprensión histórica y, en general, humanística, no siempre al alcance del informador que apenas se inicia profesionalmente.

Los vicios y virtudes del periodismo cultural que aborda el patrimonio, son esencialmente los mismos del periodismo en cualquiera de sus facetas. Casos como los de Teotihuacan cuando se intentó instalar un sistema de iluminación que dañaba a la Pirámide del Sol (esto es, al recubrimiento de la misma montado en el porfiriato), ilustran perfectamente la ignorancia alarmista con que reaccionan algunos medios frente a casi cualquier reforma o restauración de los sitios y monumentos históricos (incluida la del Palacio de Bellas Artes).

Y de otra parte, es obvio que sin las voces de alerta que se producen desde los medios sobre el daño o riesgo que viven diversos sitios y monumentos, algunos de éstos no seguirían en pie. Ese es el sentido más positivo que cobra la correcta valoración de la información, la cercanía con los expertos y el responsable cuestionamiento que podemos hacer a las instituciones desde los medios.

Para un país como México, con su enorme riqueza patrimonial, estos temas son de la mayor importancia, porque tienen que ver con cómo nos informamos y, al hacerlo, cómo nos apropiamos colectivamente de un bien patrimonial, y en qué grado nos identificamos con la riqueza de nuestro pasado.

El reto del periodismo abocado a esta tarea es, pues, enorme. Valorar constantemente los hechos, contrastarlos con todas las fuentes a nuestro alcance y esmerarnos en su presentación, clara y precisa, es lo menos que podemos hacer para estar a la altura del grandioso patrimonio que poseemos.

“Los literatos deben escribir contra y no a favor”

16/Abril/2011
Milenio
Gustavo Mendoza Lemus

Monterrey, NL.- Extraña forma la de hacerse escritor, donde primero se busca conseguir la quincena, después se asegura la publicación de un libro y ya al último, se empiezan a cuestionar si tienen algo que decir ante la sociedad o el mundo literario.

Esta es la perversidad que el ensayista y escritor Ricardo Cayuela Gally mira en la actualidad de los jóvenes escritores mexicanos.

Jefe de redacción de la revista Letras Libres, estuvo de visita en la ciudad, en donde criticó el estado actual de la literatura mexicana y en especial del ejercicio de la crítica, que antes era un género literario y que “hoy no es sino un escalón a subir para muchos que quieren ser escritores”.

¿Apatía? Sí, sobre todo cuando la aspiración de un creador en estas épocas es acceder a una beca. Aunque la creación de una forma más organizada para otorgar los apoyos que brinda el Estado a los artistas “fue un buen ejercicio en su origen”, Cayuela Gally considera que el formato simplemente “se ha anquilosado”.

“Muchos jóvenes piden las becas para descubrir si son escritores. Creo que esto ha anquilosado un poco el filo crítico de la literatura”, apuntó Cayuela, autor de La voz de los otros (Barril & Barral).

Como una comparación, el ensayista recordó el contexto social que se vivía en la década de los sesenta, una de las más creativas y productivas en el arte mexicano. Había una fuerte represión política, pero de manera paralela los artistas eran revolucionarios en sus discursos creativos simplemente por vocación.

Ahora, recordó, existen sectores del arte que son subvencionados por el Estado mexicano. Bajo esta premisa, Cayuela Gally cuestiona en dónde quedó la independencia en el discurso del escritor.

“Se les olvida que les está pagando el estado mexicano, ¿desde dónde escribes si tu dinero te lo da el estado?, o ¿desde dónde mantienes tu independencia? Vamos a decir que eres ferozmente muy crítico, y en el fondo lo haces con la salvaguarda de que tienes tu ingreso garantizado”, afirmó.

Esta situación, añade, ha generado que a la literatura mexicana actual le haga falta “chispa”, poca polémica y pocos conflictos, algo que no sucede en la literatura que se hace en Argentina o Colombia actualmente.

“Nuestra literatura tiene poca chispa, poca polémica, pocos conflictos. Creo que la literatura buena y la crítica buena nacen de la inconformidad, del conflicto, de escribir contra y no a favor”, indica.

La opinión más allá del escritor

Lo que antes era una obligación infranqueable para cualquier periodista, el ir a preguntarle a un escritor sobre cualquier tema, ha ido cambiando con los años, y para bien.

El ensayista Ricardo Cayuela Gally es uno de los convencidos en creer que los escritores o intelectuales no deben aparecer opinando sobre cualquier tema. Es más sano, advierte, la pluralidad de ideas que hoy se manifiestan en la prensa escrita.

“Creo que hay distorsión del papel del escritor en la sociedad, y esa distorsión no es sana. Tiene que ver con el autoritarismo, en dónde se veía al escritor como el vocero de las causas sociales, y creo que en un régimen democrático, ese monopolio de la opinión no es conveniente ni es bueno”, reflexionó.

domingo, 10 de abril de 2011

Así escribo (Silvia Molina)

Abril/2011
Nexos
Silvia Molina

Atenta al orden de las letras
Sólo quien ha sufrido la vergüenza pública de no saber juntar las letras para formar palabras con significado, o de no poder descodificar las letras de una palabra para expresar su significante, sabe lo que es el milagro de la lectura y la escritura. Inhábil disléxica como fui y disléxica adiestrada como soy, he vivido ambos procesos, el de la lectura y el de la escritura, como quien cruza por un puente colgante, sin ver el precipicio, para alcanzar la otra orilla: con pánico e inseguridad. Por eso, escribir para mí es una desafiante manualidad que hay que ejecutar con pulcritud (tengo una letra pequeña, clara y bien hechecita), despacio, regresando a cada momento los ojos a lo escrito con anterioridad para confirmar que todo “esté” bien o para corregir alguna jugarreta del fantasma que me acosa, si acaso la descubro porque puede ser que no me dé cuenta que está allí. Escribo como cuando bordaba despacio y con esmero para que las puntadas quedaran parejitas y la combinación de colores fuera, a mi entender, delicada. También es una tarea que debo realizar con arreglo, con concierto como cuando se pone un ramo de rosas en un jarrón y se acomodan para que queden bonitas: “Esta la muevo para allá, aquella irá mejor aquí”. Ése es el momento más apasionante de la escritura: la que surge cuando uno corrige o escoge las palabras precisas: un sustantivo, un adjetivo, un verbo; cuando uno va ordenando, tomando decisiones, quitando, tachando.

He contado que aprendí a leer en primero de secundaria, pero nunca he confesado que cuando tuve que ayudar a mis hijas con sus tareas entendí la diferencia entre una “b” y una “v” o una “c” y una “s”. Me aprendí entonces de memoria —como las lecciones de la primaria, con la ayuda de mi hermano Héctor— las reglas. Ocupada como siempre he estado en tratar de dominar a mi cerebro para que no cambie las letras de lugar, como por ejemplo decirle que “l” y “e”, en ese orden, no se lee “el”, u ordenarle que escriba “es” y no “se”, nunca pude fijarme en otros detalles, como si “canción” se escribía con ese o con ce.

Para mis maestras de primaria era yo un pedazo de alcornoque, una cabeza dura, una dura de mollera, una necia: “¡No inventes!, lee lo que dice allí”. Ante el mal trato, me evadía, inventaba mundos en los que yo era igual al resto de mis compañeras. ¿Por qué no, si era mejor que la mayoría en los deportes? Una salvaje jugando quemados, una maliciosa para volibol porque metía la pelotas con una fuerza inusitada en los huequitos, una correlona llena de medallas: las únicas que tuve.

Soñaba viendo hacia el jardín del colegio, de rocas y margaritas, hasta que en primero de secundaria la señorita Soriano, azorada, me preguntó cómo había ido pasando de año. “Yo te voy a enseñar a leer”, terminó, y luego premió mis esfuerzos incluyéndome en la obra de teatro junto con mis compañeras más destacadas: Soledad Loaeza, Alejandra Lajous, Bertha Cea, Ángeles Yáñez... Y cuando la Seño me dijo: “No te detengas por la ortografía porque tienes, a cambio, algo que no se aprende: talento”, corrí feliz a mi casa a preguntar qué era eso y para qué servía. Y mi madre, conmovida, me dijo que quería decir que era tan empeñosa que un día iba a jugar con las palabras. Cuando le di mi primer libro, La mañana debe seguir gris, lloró, no por la muerte del protagonista, por mi pena, sino porque de algún modo había logrado vencer “mi problema”. La palabra dislexia entró tarde al diccionario.

Y eso he tratado de hacer a partir de entonces, dominar las palabras para decir, para contar historias, para comunicar estados de ánimo, situaciones, para construir personajes, describir paisajes, transmitir sentimientos... pero para hacerlo necesito escribir en soledad, atenta a mi trabajo, al orden en las letras, a la construcción de las oraciones, a lo que quiero comunicar. Nunca lo he hecho en una oficina: no podría concentrarme en vencer a ese duende que se sienta a mi lado y laza las letras, las jala, las mueve de lugar. Tengo que luchar, librarme de su poder, rechazar su influencia, abrir bien los ojos, regresarme a leer una y otra vez lo escrito, corregir, corregir. En esa lucha, la computadora es mi aliada porque subraya mis debilidades.

Escribo de madrugada y los fines de semana en mi estudio, con la única compañía que acaricio, la Mora, mi perra pastor, y el único sonido que tolero y acojo con alegría, el canto de los canarios que viene del patio a recordarme que mientras le doy la batalla a la escritura, la vida espera que termine mi tarea para regalarme sus experiencias.

jueves, 7 de abril de 2011

Salvador Elizondo (1932-2006). “La tragedia real de México es la falta de sentido del humor”*

2/Abril/2011
Milenio
Magali Tercero

I. La isla desierta

MT: Vamos a empezar con una pregunta de cajón. ¿Qué se llevaría a la famosa isla desierta?

SE: No me llevaría los mejores libros de la literatura, sino los que más me han gustado. Pero independientemente de eso, tampoco me llevaría libros, sino un cuaderno y un buen surtido de plumones.

MT: ¿Con ellos escribe?

SE:: No, serían para la isla desierta. Escribo con pluma fuente, pero allí sería muy complicado, y además no llevaría un cuaderno, más bien hojas sueltas porque corro el riesgo de que se las lleve el viento o la marejada. Yo entiendo por “isla desierta” no un lugar fantástico sino uno de existencia precaria, donde el único pasatiempo sería leer o escribir. En mi caso prefiero esto último, así que llevaría un cuaderno en blanco muy grandote y muchos instrumentos para escribir...

MT: ¿No habría ninguna que fuera disparadora de algo nuevo en esas circunstancias específicas?

SE: Sí, seguramente. Ya lo he tratado en algunos de mis escritos. Obviamente la imaginería —como usted la llama— más interesante para la isla desierta sería la de un naufragio y la del desastre naval. Yo no concibo ir a la isla desierta porque sí, sino después de un naufragio. Me llevaría entonces una gran imaginería que siempre me ha encantado: la del trasatlántico. Recordaría a la señora inglesa, por ejemplo. Tengo eso perfectamente concretado en un escrito que se llama Loch, y que describe las circunstancias y condiciones necesarias del naufragio, y lo necesario para ir a dar a la isla desierta planteado en términos dramáticos de teatro o de novela de aventuras. Desde luego tendría que haber una travesía en trasatlántico con aventuras de tipo trasatlántico, como las de Conrad o las de Somerset Maugham, anteriores al naufragio. Éste tal vez me depositará con la artista de cine que va en el barco, y quedaríamos ella y yo solos en la isla desierta. Luego llegaría, como en el libro de Robinson Crusoe, el casco del barco roto, la parte de la bodega de vino en conserva. No habría libros, nada de libros, estaría yo con la artista de cine (se ríe) que siempre viaja en el trasatlántico, pues en éste tiene que estar la artista de cine más guapa del mundo.

MT: ¿Una artista de cine que haya “caminado por la Quinta Avenida”? Usted habla en alguna parte de esto…

SE: Esa señora precisamente (se ríe). Esto es una paráfrasis del poema de José Juan Tablada: “Mujeres que pasáis por la Quinta Avenida/ tan cerca de mis ojos y tan lejos de mi vida”.

MT: Me quería ir por otro lado pero no va a funcionar…

SE: Es que yo me niego a perder el sentido del humor. No admito ponerme trágico, se lo advierto. La tragedia real de México —esto se lo digo con toda sinceridad— es la falta de sentido del humor, no tanto del de risotada, que eso tal vez sobra, como de entender las cosas con buena disposición y sin ánimo exaltado, sólo por lo que tienen de ingenio o de cosa curiosa.

MT: Hay una cita de Michel Carrouges: “El efecto del humor consiste en provocar en el espíritu un estado de hostilidad radical frente al mundo externo: una forma de desorden de los sentidos hundiendo sus raíces en el sentimiento que conmueva la manera más honda de la subjetividad”. ¿No cree que lo anterior está dicho de una manera muy poco humorística?

SE: Sí, pero yo prefiero el sentido del humor que expresa, por ejemplo, eso que la gente, en términos generales, supone lo contrario del humor. La melancolía de Durero es la expresión perfecta del sentido del humor. Es un ángel que está pensando en algo mucho más interesante que todo lo que lo rodea en el cuadro, las ciencias, las artes y las matemáticas. Él ha encontrado algo más interesante, que lo divierte muchísimo más aunque le produzca una cierta melancolía. Por eso el grabado se llama La melancolía, que yo veo como una contemplación plácida del mundo, no agresiva. Es algo fantástico.

II: El emperador amarillo, autor de la invención, las mujeres y el mundo

MT: Muchos escritores han hablado del terrible dolor provocado por la escritura, por el parto creativo. Usted no parece un escritor atormentado.

SE: Ahora no, pero cuando surgí en la literatura mexicana lo hice justamente como escritor atormentado y cruel debido a dos libros. Uno de ellos lo escribí estrictamente como un experimento de tipo lingüístico, Farabeuf o la crónica de un instante.

MT: Donde ya hay humor…

SE: Claro que hay humor, pero no risotada. Es humor porque yo lo escribí como experimento y no puede haber un experimento sin humor: es para ver si se obtiene un resultado, eso es una forma evidente de humor. El otro libro de mis inicios es mi Autobiografía, escrita cuando estaba en un periodo de crisis nerviosa entrando o saliendo, ya no me acuerdo (se ríe). Por supuesto, tiene un carácter absolutamente subjetivo y no es ningún tipo de documento porque no vale por lo que dice, sino por cómo o en qué circunstancias está escrito.

MT: Usted hablaba de que escribir, aunque fuera el propio nombre, era aludir a la propia identidad. En ese libro, ¿qué relación puede encontrar entre la escritura del propio nombre, el constante dibujamiento de su propio rostro y una confesión tan abierta como es en ocasiones una autobiografía?

SE: Es por el pecado de orgullo y vanidad. Nadie puede resistirse a los 33 años a la proposición de que escriba su Autobiografía. Nunca debí haberla escrito a esa edad porque no tenía ninguna perspectiva de mi vida. Son puras mentiras lo que digo.

MT: Bueno, son puras mentiras, pero usted también ha declarado que su misión es la de contar mentiras.

SE: Contar mentiras en la medida de inventar cosas que no tengan una contrapartida con la realidad. Yo no cuento mentiras malas (ríe), no levanto falsos testimonios, son mentiras inocentes, piadosas.

MT: Usted tiene un tipo de humor que me sugiere la imagen de un cirujano que realiza sus disecciones divertidamente.

SE: Yo no diría un cirujano, porque eso implica un alto grado de crueldad, sobre todo si lo pone usted como alguien que se está divirtiendo con la cirugía. Dedico un artículo mío a la cirugía recreativa, pero esto tiene que entenderlo como una broma. Yo hablaría más en términos de un anatomista que está haciendo una demostración sobre el cadáver. Esa era mi intención en Farabeuf, pero en el sentido del alma, en la medida en que yo podía hacer una especie de disección de la sensibilidad, del trabajo de los sentidos.

MT: Bueno, yo imaginé al cirujano como una inteligencia punzando, metiendo, abriendo, cortando.

SE: Está claro que así es. Farabeuf, por ejemplo, es un pastiche, una imitación de la prosa de los médicos franceses de finales del siglo pasado, del estilo académico de exposición en los anfiteatros de anatomía. Traté de trasladar eso al español y no podría haberlo hecho en serio.

MT: ¿Le sorprendió recibir el Premio Villaurrutia de 1965 por ese experimento?

SE: Sí, porque era yo muy joven. Me sorprendió sobre todo porque nunca me imaginé que sería famoso y que mis libros tendrían mucho éxito. Y también porque no fue para eso que escribí Farabeuf, lo escribí para mí, para tenerlo y verlo escrito.

MT: ¿Qué reacciones le produce ver escritos e impresos sus textos? ¿No le llegan a molestar jamás?

SE: Siempre, no hay nada que me dé más horror que ver un texto mío impreso.

MT: ¿Por qué?

SE: Porque siempre están mal impresos… eso produce una especie de sentimiento muy grave en el autor, que es el de darse cuenta que sus lectores no lo han leído cabalmente: hay textos míos que tienen errores garrafales y nadie me lo ha hecho notar nunca, errores y erratas míos y de la edición que cambian todo el sentido y de los cuales nadie me ha dicho nada.

MT: Elementos muy importantes se repiten a lo largo de varios textos suyos, como los de El retrato de Zoe y otras mentiras: la inteligencia seria y divertida a la vez. No sé si me explico.

SE: Te explicas muy bien, lo que pasa es que me estás haciendo muchos elogios en lugar de preguntas.

MT: Bueno, como la entrevistadora soy yo, ¿podría decirme algo sobre Salvador Elizondo? Usted es producto de qué, con respecto al contexto político y social del país en que nació, influencias fuertes sobre su obra, educación, etcétera…

SE: Usted me pide que le cuente mi vida en pocas palabras. Soy más o menos del mismo contexto que Carlos Fuentes, clase media educada, de papás educados. Mi bisabuelo era maestro de primer grado en su época, y nunca hemos descendido de ese nivel.

III: La palabra china: forma para representar un instante de acción

MT: Una de las “inevitabilidades” fundamentales de la literatura mexicana, según lo ha afirmado, es el tiempo. En su caso, ¿cómo se ha manifestado la preocupación por el tiempo?

SE: Lo he hecho bajo el aspecto unitario, atómico, mínimo del tiempo; me ha interesado no el paso del tiempo sino su detención o repetición. Por ejemplo, una de las cosas que escribí en Vuelta fue un cuento para niños sobre la máquina del tiempo, todo eso que vuelve a repetirse. Para Carlos Fuentes el tiempo es una visión arqueológica e histórica de México y del mundo que la historia de México implica, como en Terra nostra, que ya abarca la historia de España, del imperio al que México perteneció.

MT: ¿Y usted, entonces?

SE: Yo no. Yo prefiero a los chinos porque tienen historia pero no les interesa. Para nosotros el concepto de palabra es una sucesión de formas que representan sonidos como si fueran notas musicales. Las vocales son el equivalente de ciertas notas que hay que saber en el solfeo. Y son sonidos convencionales, cuya raíz nadie conoce, nadie sabe por qué una casa se llama casa, por ejemplo. La palabra china no es un sonido porque el sonido no interesa, es una forma que representa un instante de acción, no tiene equivalente sonoro alguno. En nuestra lengua hay cosas que tienen un equivalente sonoro horrible (…) el problema del chino es que siendo como una escritura jeroglífica todos los signos representan cosas concretas. Las que no lo son no pueden ser representadas, entonces es preciso valerse de algún procedimiento para indicar ideas abstractas, y así se juntan dos cosas concretas cuya mezcla produzca un concepto abstracto: princesa, por ejemplo, se designa con un corazón ante una puerta cerrada. Ellos están funcionando normalmente en la escritura como nosotros funcionaríamos anormalmente en la poesía.

MT: Todo esto nos lleva a Valéry, con su ciencia de la escritura.

SE: Los tiempos han cambiado desde Valéry. Él pretendía fundar una ciencia del arte con su curso de poética en el Colegio de Francia, yo modestamente pretendo proseguirla en el salón dos de la Facultad de Filosofía y Letras (ríe). Aunque no es lo mismo lo que desee que lo que pueda conseguir, a mí me encantaría obtener una síntesis de géneros, un libro breve donde hubiera un poco de muchas cosas, y muy bien combinado. Nunca haría libros exhaustivos que trataran de personajes. Sueño —tengo muchos sueños— con hacer diccionarios, falsos diccionarios imaginarios. Me gustaría hacer tratados, un género que me encanta, tratados de metalurgia con todo inventado por mí, o de pintura con todo inventado, incluso los nombres de los colores.

MT: Eso no va por el lado de Borges, con su Pierre Menard, por ejemplo.

SE: No, porque no me gustaría hacer un tratado de la pintura que mejorara el de Leonardo da Vinci, sino uno que ningún pintor pudiera usar, que no valiera más que por las palabras que lo componen, siempre dentro del género del tratado: uno de náutica, por ejemplo, el manual del piloto, o el manual de ebanistería.

MT: Me interesaría saber si en algún momento una determinada lectura aunada a una cierta audición le ha producido algo, lo ha inducido a algún experimento literario, y si bajo determinados estados de ánimo le gustar practicar esas conjunciones.

SE: Sí, muchísimo. En El grafógrafo hay un texto en el que describo la transformación de una sonata para violín y piano de Mozart, y el personaje es un gitano que toca el violín. Es una cosa muy rara; eso, por ejemplo, es un hecho absolutamente producido por asociaciones de tipo musical. Farabeuf está escrito así. En aquella época estaba perdido por la obsesión de un disco y lo ponía miles y miles de veces. Recuerdo que cuando estaba escribiendo Farabeuf toda mi vida estaba presidida por la audición del adagio de Albinoni, que entonces acaba de salir y nadie conocía. Después se hizo de una vulgaridad atroz porque lo tocaban hasta en la sopa…

MT: A propósito de estribillos, en labios de Salvador Elizondo siempre anda volando Mallarmé. ¿Qué nexos cree usted tener con él?

SE: Ninguno. Yo no osaría jamás compararme con Mallarmé, es una entidad muy abstracta, no se conocen anécdotas de él. En lo único en que me le parezco es en que los dos obtuvimos el mismo grado académico: el de profesor de inglés titulado (ríe).

MT: Desde aquí alcanzo a ver su cuarto de trabajo. ¿Cómo trabaja allí?

SE: Trabajo en cuadernos de tamaño especial que corresponden a mi escritura normal, la de las mañanas. Mi escritura de las noches se agranda por la disminución de la luz. Una página de mi cuaderno es el equivalente a media cuartilla escrita a máquina.

IV: El espejo de Farabeuf... cosa de chinos

MT: Iba a preguntarle cuál es la relación poética que establece usted con todo eso. Recuerdo a Borges y su idea sobre la metáfora, cómo hay que aplicar relaciones entre palabras que se corresponden esencialmente. Usted, ¿cómo maneja ese aspecto?

SE: Dado que mi obra no es estrictamente poética, aunque escribo poemas…

MT: Y la poesía se infiltra siempre de alguna forma en su obra…

SE: Sí, en la medida en que hay subcreación de relaciones que a veces son como imágenes. Lo que pasa es que no es una relación poética, o sí lo es, pero de orden técnico. Hay un espejo en Farabeuf. Ese espejo no solamente es un espejo que refleja según la óptica normal las cosas que están pasando frente a él, volviéndolas al revés en el sentido de izquierda y derecha. Ese espejo es elemento divisorio entre Oriente y Occidente. Después de ese espejo lo que pasa es cosa de chinos y lo que pasa de este lado está sucediendo en el país. Pero todo esto es una figuración literaria, es decir, el espejo tiene un sentido de división, partición o puesta en relación de un mundo con otro. Así, la descripción del cuerpo humano para los efectos de instrucciones al cirujano tiene que estar muy bien precisada: si se trata del lado derecho, corte de izquierda a derecha. Eso delante del espejo, cobra un giro: ¿del lado derecho de quién, del cadáver o del cirujano? Todos estos juegos, en los que el espejo y la imagen reflejada en él participan, es lo que me interesa establecer literariamente mediante el lenguaje. Creo que en el intento de establecimiento de relaciones entre una cosa y otra es el sentimiento que me inspira. A veces puedo encontrar la relación entre Farabeuf y un pobre doctor, y entre estos dos con el chino. Tengo una pasión poética porque es una pasión por establecer metáforas, poner dos términos en relación formal.

MT: Trata siempre temas que le gustan. ¿Qué otras cosas son receptoras de su alegría?

SE: Mi obsesión fundamental es el sol. Decididamente es lo que más me agrada. Más que las mujeres, que me gustan muchísimo, pero sólo de vista, en realidad me aterran. Prefiero el sol que las mujeres.

MT: ¿Hay una concepción especial detrás de ello?

SE: Sólo ese bienestar que me produce verlo. Yo vivo al sol. Voy de allá para acá (señala diversos puntos del jardín de su casa). Paso el mayor tiempo posible cerca del sol. También me gustan el mar, la literatura inglesa…

MT: Lo ha dicho varias veces: el sol, las mujeres, el mar… ¿Y sus odios y aversiones?

SE: Odio comer, no me dice nada.

MT: ¿Y beber?

SE: Me gusta mucho, lo que sea, beber en compañía por la convivialidad. Me gustan mucho las fiestas, aunque no frecuentes.

MT: Usted ha hablado del dolor “como una revelación de la inteligencia y como un misterio del alma”. ¿El dolor ha sido efectivamente eso para usted?

SE: Sí. El artículo donde aparece esa frase es el recuento de una experiencia que he tenido prácticamente toda mi vida de adulto, una migraña que padezco muy de vez en cuando desde que era muy joven. Es una enfermedad muy rara, sobre la cual he estudiado mucho y nadie sabe nada. Me han visto todos los doctores, los más grandes del mundo, y todos me han dado el mismo remedio advirtiéndome que no sirve. Es muy interesante porque produce un dolor tan intenso que en el momento en que termina se experimenta un placer, un bienestar equivalente en intensidad al dolor anterior, y una purificación fantástica en la agudeza de los sentidos.

MT: ¿Escribe mucho después de eso?

SE: Sí, ese dolor no impide el pensamiento, permite su análisis. En realidad esto no es una enfermedad sino un alivio, una cura que cuando termina me hace sentir fatal y a la vez muy bien. Produce hambre y se hace ejercicio.

MT: ¿Cuál es la duración de esa migraña?

SE: La más larga de mi vida —ahora ya me vienen menos fuertes— fue de 20 minutos. No se aguanta más.

MT: Ya para terminar… ¿Cuál es la mentira fundamental que ha escrito Salvador Elizondo?

SE: Yo creo que mi autobiografía, porque está escrita con el decidido propósito de extraviar al lector, quien en ningún momento se forma una idea de cómo soy o de qué ha sido mi vida. No cuento una sola verdad, todo está muy transformado por la sensibilidad. Si me preguntaran, desde el punto de vista literario, “¿todo lo que dice usted es cierto?”, diría que no. Pero si lo hicieran desde el punto de vista histórico, de los hechos de mi vida, diría que todo es cierto.
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* Entrevista publicada originalmente en Sábado, de unomásuno, en 1981, y en inglés en Mandorla (1991). Será incluida en una próxima antología de Pleroma Ediciones.

sábado, 2 de abril de 2011

Mexicanos ventaneados por best-sellers

2/Abril/2011
Laberinto
Heriberto Yépez

Un lector escoge temas pero se queda leyendo por lo emotivo. Pensemos en ese primer momento en que un libro llama nuestra atención.

¿Qué dicen de los mexicanos los libros más vendidos?

Veamos los best-sellers en 2009: El hombre en busca de sentido de Viktor Frankl; Casi nunca de Daniel Sada; No más infartos de Louis J. Ignarro; Qué hacer con su niño con lesión cerebral de Glenn Doman; México profundo: Una civilización negada de Guillermo Bonfil Batalla; Yo, la peor de Mónica Lavín y Si yo fuera presidente de Jenaro Villamil, según Notimex.

Olvidémonos de su tema real. Atendamos sus puros títulos, lo que hace que personas los elijan entre decenas de libros a la vista. ¿Qué tienen en común estos títulos?

Todos ellos están ubicados entre la experiencia de pérdida-dolor-condena y esperanza-deseo-sueño. Cada uno de esos títulos es un perfecto retrato (o epitafio) del actual mexicano.

Estos títulos de best-sellers en México retratan secretamente “los sentimientos de la nación” (ironía incluida). Son cifras, síntesis, símbolos o fraseologías de su situación existencial.

Podría ser que un libro cuyo título retrata ese imaginario aumenta significativamente su oportunidad —sin importar su calidad— de volverse un éxito de mercado.

Pongamos a prueba esta tesis, recorriendo el top ten de best-sellers según librería Gandhi en 2010: El sueño del celta de Vargas Llosa; Comer, rezar, amar de Elizabeth L. Gilbert; Los señores del narco de Anabel Hernández; Arrebatos carnales II: las pasiones que consumieron a los protagonistas de la historia de México de Francisco Martín Moreno; ¡Basta de historias! La obsesión latinoamericana con el pasado y la clave del futuro de Andrés Oppenheimer; Correr o morir de James Dashner; El laberinto de la soledad de Octavio Paz; Yo no vengo a decir un discurso de Gabriel García Márquez; Guía de placeres para mujeres de Fortuna Dichi y Arrebatos carnales I de F. M. Moreno.

Fuera de dos o tres, el 2010 sigue el patrón de 2009; los “libros de cabecera” describen y confirman una identidad generalizada, su zeitgeist. Son “atractivos”: autorretratos populares.

Un lector se siente atraído a una portada o título por factores psicológicos. La coartada es el tema; la razón honda, una identificación psicoemocional.

Lo que “somos” y lo que “no somos”: lo que queremos.

Si un libro simboliza un hueco de su personalidad, el lector lo toma. Los libros son anhelos. Todos somos Madame Bovary.

Leer un libro es intentar integrar una parte perdida, ilusionada. Por eso la autoayuda vende tanto: atiende directamente lo que impulsa al humano al libro en general: conocerse.

Para el inconsciente, un libro es un álter ego.

Los best-sellers son los álter egos más comunes en una cultura: su éxito inicia porque sus títulos describen quiénes fantaseamos ser por dentro.

“México es inferior a su pasado”

2/Abril/2011
Laberinto
José Luis Martínez

Elena Poniatowska vive en Chimalistac, al sur de la Ciudad de México, en una calle angosta y empedrada y con una tranquilidad que contrasta con el tráfico incesante de la vecina avenida Miguel Ángel de Quevedo.

En la sala de su casa, habla de su novela sobre la pintora surrealista Leonora Carrington y recuerda a sus amigos, su vida en el periodismo, su primer encuentro con Fernando Benítez; dice que le duele no haber cursado una carrera universitaria y es notorio su desencanto al no ser reconocida por sus pares como escritora.

—Soy una pinche periodista —expresa la autora de libros como La noche de Tlatelolco y Hasta no verte Jesús mío.

—A un periodista lo sellan de por vida, lo marcan con fuego. Yo siempre fui periodista, siempre estuve al servicio de los escritores, siempre hice notas sobre ellos —comenta mientras acaricia a uno de sus gatos.

—Nunca pertenecí a La Mafia —agrega—, a pesar de que estuve en México en la Cultura, de Novedades, y en La Cultura en México, de la revista Siempre! Nunca, porque a los periodistas nos ningunean, nos hacen a un lado.

La Mafia llamó el escritor argentino Luis Guillermo Piazza al grupo liderado por Fernando Benítez en esos suplementos culturales y del que formaban parte, entre otros, Juan García Ponce, Salvador Elizondo, Emmanuel Carballo, Carlos Fuentes, Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco.

Elena comenzó su carrera en el periodismo con una entrevista a Francis White, embajador de Estados Unidos en México, publicada el 27 de mayo de 1953 en la sección de sociales de Excélsior, que dirigía Eduardo Correa. Un año después, ante el éxito de su trabajo, fue invitada a colaborar en Novedades. Aceptó de inmediato, no sólo porque la paga era mucho mejor sino porque en Excélsior sostenía una desgastante competencia con Ana Cecilia Treviño, quien se haría famosa como Bambi.

Ya como reportera de Novedades, un día fue a la librería Zaplana, ubicada en San Juan de Letrán:

—Llegó Benítez, me vio y dijo: “¿De dónde sacan estos cueros?, ¿de dónde sacan estos ángeles?”, hizo un montón de faramalla, se arrodilló y me preguntó si podía hacerle algunas entrevistas porque iba a crear “¡El más grande suplemento cultural de toda América Latina!” Era súper exagerado y payaso. Comencé a hacer las entrevistas, y creo que la primera con Fuentes la hice yo, aunque él me pidió leerla antes y la corrigió un montón.

Al preguntarle cómo era el ambiente en México en la cultura, comenta:

—Era un mundo muy bonito. Ahí estaban Monsi, José Emilio, Miguel Prieto y su segundo, Vicente Rojo, muy flaquito y muy tímido, y ya comenzaba a pintar. Cuando iban al suplemento Sol Arguedas y Elvira Gazcón, Benítez decía: “¡Doña Sol y doña Elvira!, ¡todo el Siglo de Oro me visita!” Así era él, puras payasadas.

Elena conoció a José Emilio y Monsiváis, dos de sus más grandes amigos, al mismo tiempo:

—Andaban pegados, como siameses. Monsi, para hacerse muy intelectual, tenía unos anteojotes; no sé cuánto le costaron, pero tenían un borde como del triple de lo normal. Y José Emilio vestía siempre de negro. Eran geniales y todo el tiempo andaban buscando a Octavio Paz y a Carlos Fuentes.

“Era la época de Adolfo López Mateos, al que criticaban porque a las mangas de sus sacos les sobraba un tanto así (señala hasta media mano) y le decían “El Mangotas”. Tenía como secretario particular a Humberto Romero y Monsiváis cantaba: ‘Romero, suba y dígale al Mangotas que aquí lo espera su lambiscón’, o también: ‘Pasarán más de mil años, mi curul…’. Cantaba con Laura Oceguera, que era muy modosita y hablaba como locutora de radio. Ella llevaba a Monsi al Bellinghausen, donde estaban Benítez, Alí Chumacero, Abel Quezada, Jaime García Terrés, Joaquín Díaz-Canedo… Monsi y Laura cantaban y todos se reían mucho y tomaban miles de copas. Era muy bonito. Creo que México es muy inferior a su pasado.

UNA NOVELA LLAMADA LEONORA

El periodismo fue la puerta de entrada de Poniatowska al mundo de la cultura. Ella, que estudiaba para secretaria ejecutiva, se vio de pronto entrevistando a Rosario Castellanos, Juan Rulfo, Octavio Paz o Leonora Carrington.

—Entrevisté a Leonora por primera vez hace muchísimo tiempo, ahí comienza nuestra amistad —dice la autora de Lilus Kikus, colección de cuentos publicada en 1954—. Leonora me invitaba a comer y hacía un mole que empezaba a preparar dos días antes. También era muy amiga de Kati Horna, una fotógrafa que se la vivía en los autobuses, subiendo y bajando con su cámara. Como las dos éramos periodistas, nos encontrábamos con frecuencia. Ella inventó un término que era “la cansancia”. A veces decía: “Hoy no puedo de la cansancia”.

Antes de escribir la novela galardonada con el Premio Biblioteca Breve de Seix Barral, Elena hizo otra basada en la vida de Leonora Carrington: Fiona, que nunca publicó “porque es muy mala”.

Leonora, dice Elena, es resultado de una prolongada amistad.

—Ella me ha contado muchas cosas a lo largo de los años. Nunca le pregunto nada, porque no le gusta y ni siquiera contesta. Pero si uno le comenta: “Fíjate que de niña me subieron a un pony”, Leonra dice: “Yo tenía uno que se llamaba Black Best…” y comienza a contarte de su infancia, que tiene muy presente.

Elena nació en París el 19 de mayo de 1932, hija de la aristócrata mexicana Paula Amor Yturbe y el príncipe polaco Jean Ciolek Poniatowki. Debido a la Segunda Guerra Mundial, su madre viajó a México con ella y su hermana Kitzia, las inscribió en un colegio inglés, les contrató una maestra particular para que no olvidaran el francés, y dejó que aprendieran el español por su cuenta. Estos hechos la hacen sentir una profunda afinidad con Carrington.

—Es una de las personas con las que más me identifico. En primer lugar por los antecedentes: por ser europeas, por nuestra educación —con muchos intermediarios entre los niños y los padres—, por las pretensiones de los padres con respecto a uno, que termina haciendo lo opuesto a lo que ellos deseaban, corriendo muchos riesgos, caminando al borde del abismo.

Leonora no sólo caminó al borde, sino que cayó en el abismo de un hospital psiquiátrico en Santander, víctima de una depresión nerviosa debida al encarcelamiento de su compañero, el pintor surrealista Max Ernst, en un campo de concentración francés durante la Segunda Guerra Mundial.

—Esa es otra de las cosas que nos unen —dice Poniatowska—. En mi familia hay mucha locura. Ahí está Pita Amor, que no cantaba mal las rancheras. Y Adelaida Amor, quien murió con camisa de fuerza.

Leonora huyó de España y buscó ayuda en la embajada de México en París, donde conoció a Renato Leduc, de quien Elena traza en la novela una imagen opuesta a la mezquindad y egocentrismo de Max Ernst. Con Renato, Leonora viajó a México luego de una breve estancia en Nueva York.

—A Renato lo habían hecho a un lado. Decían que su matrimonio con Leonora había sido por pura conveniencia. Pero ellos se quisieron y nunca dejaron de ser amigos. Después de separados, Renato iba a visitarla a su casa, en la calle de Chihuahua, y Gaby, el hijo mayor de Leonora, lo quería mucho.

La pareja vivía en un departamento ubicado en Artes 115, en la colonia San Rafael. La relación duró poco tiempo y Poniatowska explica el motivo.

—Cuando llegaron a México, a Renato lo invitaban a muchas pachangas, ya ve cómo son los periodistas de borrachos y locos —lo peor para una mujer es casarse con un periodista, es horrible. Leonora se desesperó de esa vida, él estaba en un torbellino y cuando ella lo acompañaba a sus reuniones seguramente le decían: “Qué buena vieja te trajiste” o algo por el estilo. En la novela invento cada diálogo.

La escritura de Leonora alejó a Poniatowska de sus actividades sociales y políticas.

—Me hizo mucho bien, porque me encerró. Para escribir no puedes andar danzando por todos lados, yéndote de compras o de viaje, porque se te va la onda. Entonces, a mí me hizo bien aislarme, salirme del ajo, que la gente dejara de hablarme, que el teléfono dejara de sonar.

LA CIUDAD QUE SE PERDIÓ

En la adolescencia, Elena y su hermana Kitzia fueron enviadas a Eden Hall, un internado de monjas en Filadelfia, porque su madre quería que se prepararan para ser damas de sociedad. Al volver a México, Elena pretendió estudiar medicina, pero como no pudo ingresar a la Universidad su padre la animó para que fuera secretaria ejecutiva trilingüe.

—Estudié taquimecanografía en la Academia de Aurora Haro, en San Juan de Letrán. Aprendí mecanografía en una de esas viejas Remington en las que si tecleabas mal, se te lastimaban los dedos; la taquigrafía ya se me olvidó.

“A veces no entraba a clases y me iba al Cinelandia. Andaba en camión, aunque después mi papá me compró un coche Hillman de segunda o de tercera, a cada rato se descomponía. Un día lo llevé a la agencia y me dijeron: ‘Le damos mil pesos por él, pero con usted adentro’. Imagínate como estaría de carcacha”.

Elena habla de su ir y venir por la ciudad.

—Recuerdo con mucho cariño el camión Mariscal Sucre, que era verde, el Colonia Del Valle-Coyoacán, que era rojo. Los boletos de los camiones estaban colgados de un gancho y cuando pagabas —diez o veinte centavos— el chofer te daba uno; si lo perdías tenías que pagar otra vez.

“La ciudad que yo conocí de joven era pequeña, la gente se encontraba, se veía; se sentía la presencia del exilio español, su creatividad. Ahora es una ciudad inmensa, una ciudad que ya se perdió, que se mató a sí misma cuando empezaron a hacer los pasos a desnivel, los ejes viales, los segundos pisos”.

APUNTES AL VUELO

En compañía del dibujante Alberto Beltrán, Poniatowska recorrió los barrios populares de la Ciudad de México para una serie de crónicas que luego reuniría en el libro Todo empezó el domingo. Al comentar esa experiencia, dice:

—Alberto me enseñó un México maravilloso. Era muy talentoso y hacía apuntes al vuelo, pero también estaba lleno de prejuicios, de rencores. Cuando mi mamá lo veía decía: “Ahí viene Alberto precedido por su gran mirada de desaprobación”.

“Era hijo de un sastre, sabía cortar trajes, hacer ojales, pegar botones, yo quería conocer su mundo pero él no lo permitió”.

El periodismo, como ya se ha dicho, la llevó a conocer y entrevistar a una gran cantidad de artistas e intelectuales; con el tiempo, muchos de ellos se hicieron sus amigos, como Gabriel García Márquez.

—No lo veo tanto, pero nos queremos muchísimo —comenta—. Yo soy de sus amigas de antes del Nobel. Él era muy alegre, muy íntimo, de una lealtad enorme, sobre todo con Carlos Fuentes.

Octavio Paz: las palabras del árbol es el testimonio de una prolongada amistad con el poeta, quien a fines de los cincuenta dijo que Elena introdujo en el periodismo mexicano “una frescura, una gracia, una imaginación que la hacía algo distinto”. ¿Qué piensa Poniatowska de ese libro? La respuesta es tajante:

—Es un libro feo, chafa, porque Paz quería leerlo todo, controlarlo todo.

Luego matiza:

—Bueno, tiene algunas cosas interesantes, pero yo siempre me estoy autodenigrando, afirmando que hago porquerías para que me digan: “No, no es cierto Elenita”.

El nombre de Rosario Castellanos la entusiasma:

—Yo la idolatraba, la veía como a la virgen de Guadalupe. Leía cada una de sus palabras, todos sus artículos. Tengo muchas cosas de Rosario Castellanos porque iba a hacer un tomo sobre ella para una colección de la UNESCO, pero una rata ladrona —me parece que se llama Amos Segala— se llevó toda la lana y ya no se hizo nada.

¿Y Juan Rulfo?

Lo entrevisté en 1953, él bebía y se volvía otro. Decía: “Mira, ese que viene caminando hacia nosotros me quiere chingar”. “¿Pero por qué va a querer hacerte eso?”, le preguntaba. “Porque es un traidor hijo de la chingada”.

“Rulfo era como un terrón de tepetate, un pedazo de tierra, desconfiaba de la gente. También era muy sorpresivo, al platicar con él uno podía creer que escribía casi como los arrieros, pero leía muchísimo y ahí están sus obras”.

LA UNIVERSIDAD

Autora de novelas, cuentos, crónicas, ensayos y hasta de una obra de teatro (Melés y Teléo), Elena Poniatowka expresa con cierta melancolía:

—Lo que más he hecho en la vida es escribir periodismo.

Y reflexiona:

—Escribir literatura cuesta mucho trabajo, estás sola, no puedes distraerte. Siendo periodista, mañana sale lo que hiciste hoy, es muy padre y te sientes muy chingona. Pero cuando estás escribiendo un libro, no sabes si lo estás haciendo bien o mal, es una gran aventura frente a la mesa de trabajo, no hay nadie que te diga: “Oye, no hagas eso”.

Dice que la escritura es su vida, y cuenta una anécdota:

—Cuando era chiquito, a mi hijo Felipe le dijeron que hiciera un retrato de su mamá. Pintó una mesita de patas flacas y encima puso una máquina de escribir. Me sentí de la patada, pero luego vi que otro niño hizo un espejo inmenso y frente a él una mujer arreglándose, así que dije: “Por lo menos yo trabajo, la otra nada más se está pintarrajeando”.

¿Se arrepiente de ser periodista? Responde de manera indirecta.

—Lo que me duele es no haber tenido una carrera académica, no haber estado en la Universidad. A mí me educaron las monjas, después estudié para secretaria y hasta trabajé en un laboratorio.

De periodista me metí de un día para otro, pero hubiera preferido ser universitaria, adoro a la Universidad y me llenó felicidad que me hayan otorgado el doctorado Honoris Causa de la UNAM (en 2001).

Otras universidades del país y del extranjero también le han concedido el Honoris Causa, la más reciente es la Sorbona, donde fue investida el 15 de marzo con el poeta Tomás Segovia.

Elena dice que no descansa, que no gusta dejar de escribir.

—Si no lo hago me deprimo, siento que no sirvo para nada. Ahora voy a hacer una novela sobre mis antepasados, los Poniatowski, de los que sé muy poco. Uno de ellos fue el primero o segundo amante de Catalina la Grande y ella lo puso en el trono de Polonia (se trata de Estanislao II Augusto Poniatowski, quien reinó entre 1764 y 1795).

LA FAMILIA

La familia ha sido muy importante en la vida de Elena Poniatowska. Tiene tres hijos (Emmanuel, Felipe y Paula) y diez nietos.

—Mi mamá ha sido lo más importante en mi vida —dice—. A mi esposo, Guillermo Haro, lo extraño mucho. Era un gran científico que se preocupaba por el futuro de México, por impulsar a los jóvenes; sabía muchísimas cosas y era un gran crítico literario.

Desde hace poco tiempo, Elena Poniatowska ha comenzado a utilizar el apellido Amor. ¿Por qué?

—Porque la tía Pita se murió. Como alguna vez me dijo: “No te atrevas a usar mi nombre, yo soy la reina de la tinta americana y tú una pinche periodista”, no lo usaba.

DEFINICIONES Y AUSENCIAS

Las críticas adversas no inquietan a la escritora de Tinísima.

—Nunca me he pasado la noche refunfuñando porque alguien dijo que un libro mío era una cochinada. Nunca. Si me va bien, me da gusto, pero si me va mal, no es nada del otro mundo.

¿Cómo se define Elena Poniatowska?

—Te voy a decir lo que me define —responde con voz tranquila, y hace una pausa—. A menos que esté enferma, voy a cumplir con lo que me corresponda, no voy a fallar, ni en la literatura, ni en el periodismo, en nada de lo que me toque. Con lo que me comprometo, lo hago. Se oye horrible, ¿verdad?, como de boy scout.

Una pregunta al final de la charla: “¿Extraña a Carlos Monsiváis?”, provoca el silencio de la escritora. Se lleva la mano a la cabeza, sus ojos miran hacia el jardín y enrojecen. Después de segundos tan largos como inquietantes, responde:

—Cada día más. Ahorita que México está de la patada, se extrañan los comentarios, el análisis de Monsiváis. No era el momento para que muriera, debería haber vivido muchísimos años más, pero no pudo o no quiso cuidarse. Es absurdo que haya muerto, no fumaba, no bebía… Monsi no era sólo un escritor, sino un guía para comprender la realidad del país.