domingo, 7 de noviembre de 2010

Relato íntimo de la ebriedad

Octubre/2010
Nexos
Guillermo Fadanelli

Cuando era niño me sorprendía ver que mi padre, luego de beber una botella de vino, sonreía de manera poco habitual. Tal vez pensaba que si reía sus hijos le perderíamos el respeto. No andaba errado, porque su mano dura había dejado huellas en nuestro ánimo y no perderíamos oportunidad de tomar la plaza o al menos de escapar por unos momentos de las miras de la autoridad. En aquel entonces yo no sabía cuánta felicidad sabe ofrecernos el vino. Aún estaba yo instalado en mi pútrida adolescencia cuando mi padre se enamoró de una mujer más joven y nos abandonó durante una década entera. Llamar pútrida a mi adolescencia no es un reproche al hombre que se marchó de casa, es simplemente que los adjetivos son la sal de la vida. Quiso la mala suerte que la joven mujer de mi padre muriera antes de cumplir los treinta y entonces él bebió más que nunca: sufría, trabajaba a todo vapor como fue siempre su costumbre, pero en sus ojos y en su aliento las huellas del vino anunciaban ya cómo habría de ser su caída. Volvió a casa y mi madre lo recibió. Para entonces yo no conocía aún las desgracias que el vino trae consigo si lo bebes cuando has perdido el espíritu.
Dos veces mi mujer me ha contado la historia siguiente, pero aguardo a que pierda la memoria y vuelva a relatarme de nuevo los hechos. Me dice que antes de la cena navideña su padre solía dar de beber tequila al guajolote por no sé qué razones culinarias, las cuales harían de la carne del pavo un manjar de excepción. Y como nadie más en la familia era aficionado a la bebida, el padre acompañaba con unos tragos al ave condenada a muerte. Parece que al fin ambos terminaban ebrios. Y yo desde entonces no he vuelto a escuchar una historia de tan intensa fraternidad entre el verdugo y su víctima, pese a que ambos pertenecieran a especies así de diferentes. Y traigo esto a cuento porque el vino nunca está ausente en la casa, en la muerte y en los escasos lapsos de felicidad que nos son ofrecidos cuando los dioses se duermen o se emborrachan olvidando que su deber es hacer de nuestra vida una desgracia. Las casas donde el vino ha sido expulsado deben ser más tristes que un árbol seco o cementerios donde todos los cadáveres duermen en la misma posición.

Hace unas semanas durante su cena de cumpleaños mi sobrina que tiende a la anorexia me preguntó por qué los egipcios habían sido tan flacos. No sé qué imágenes habrá visto mi sobrina, pero así como buena parte de la cultura occidental suele remontarse a los egipcios, ella cree que allí debieron vivir las primeras modelos de pasarela de la historia. Lo que hice fue contarle un relato que leí en Euterpe, el segundo de los nueve libros que forman las Historias de Heródoto. Estos libros que leí cuando joven contienen tantos chismes como hombres hay en la tierra y muchos de estos chismes son narrados como si el que los escribiera hubiera preferido narrarlos al oído de los lectores. En el pasaje de Euterpe al que me refiero se dice que los egipcios se purgaban tres días seguidos durante cada mes usando vomitivos y lavativas porque pensaban que las enfermedades del hombre nacen de los manjares que le sirven de alimento. Dice Heródoto que, después de los libios, los egipcios eran los seres más sanos sobre la tierra porque además de purgarse su clima no cambiaba mucho y es de sobra conocido que el cambio constante de clima resulta nocivo para la buena salud. Los ricos hacían sus cenas pomposas y una vez consumidos los alimentos se paseaba la réplica de un cadáver entre los invitados a quienes se les exhortaba con estas palabras: “Mírale, bebe y huelga, que así serás cuando mueras”. Y entonces se ponían a beber un vino que hacían a partir de la cebada que no de la uva. Todo esto lo cuenta Heródoto y tal es como yo se lo narré a mi sobrina cuya máxima ambición es ser egipcia y tener las costillas pegadas a la piel.

Casi todos los ebrios son pusilánimes pues así lo son en su vida de sobriedad, pero los pocos que suelen ser simpáticos son una inesperada bendición. Yo conozco a unos cuantos, que cada vez son menos, y cuando uno de ellos se retira de la arena porque su cuerpo o su ánimo han sido mermados por la bebida, me inunda una melancolía de tintes oscuros que no suele acosarme ni en los momentos de mis más insólitas dudas. Algún día todos mis amigos marcharán, no en búsqueda de nada, sino en perfecta huida. El consuelo a esta desbandada lo encuentro en ciertas novelas de cuyos personajes he terminado haciéndome buen amigo. Ellos permanecen, no obstante que sea yo el que los visite con menos frecuencia. A quien más aprecio es a un hombre que habla de sí mismo como si llevara diez años de muerto y que dice sentirse como un montón de doblones de oro enterrados en el fondo del mar. Es un escritor maduro, cansado y que ha tenido que convertirse en guionista de cine para obtener unos cuantos pesos. Se le describe como “la ruina errante que de vez en cuando aparece en alguna que otra revista de circulación masiva con historias cada vez más corrientes”. Es Manley Halliday un ebrio al que intento conocer acudiendo una vez cada año a las páginas de El desencantado. Para un escritor de pasado alcohólico como Manley una sola copa puede ser el comienzo de la última caída. ¿Pero quién no va a beber rodeado de tanto palurdo como los hay en el mundo del cine? Hay que aprender a estar borrachos todos los días y cuando la lección termine entonces vendrá la muerte. Eso lo saben quienes forman parte de la santa hermandad del vino.

El que bebe no necesita pedir perdón, esto sobra y vuelve más triste la estancia en el mundo, dar excusas cuando no se hace nada más que beber es absurdo y pueril.
La ansiedad por el vino suele ser desastrosa y el remedio contra esta sed es contrario al que se da contra la mordedura del perro. Si quieres que el perro no te muerda sólo hay que correr tras de él. En cambio, si bebes antes de estar sediento es seguro que la sed no te alcance. Eso lo ha escrito Rabelais en el capítulo cinco de Gargantúa y Pantagruel reviviendo una cotidiana conversación entre bebedores. Los ebrios son quizás las únicas personas en el mundo que han sostenido por unas horas la conciencia de la eternidad, ni siquiera los mártires o los héroes podrían experimentar en su ser tan profunda sensación. Uno de los bebedores de Rabelais nos aconseja con voz entusiasmada: “Beban siempre y jamás morirán. Si yo no bebo me quedo seco y mi alma se escapará a cualquier criadero de ranas. Las almas jamás habitan en parte seca”. La culpa fermenta en exceso el alma y de ésta comienza a emanar un aroma a cadáver que los bebedores podemos reconocer incluso a enormes distancias. Los sobrios acusadores, los “sanos” que no aciertan a ver a un hombre beber sin sentir pena o desprecio no merecen estar en la mesa de los hombres honrados. Yo los detesto casi tanto como el poeta Carlos Barral, quien además describió su encono con muy buenas palabras: “Los abstemios apostólicos suelen apoyarse, aunque nadie les contradiga, en los argumentos de una sanidad inhumana, mecanicista, que habla por estadísticas y enseña órganos corrompidos y disgregados por el alcohol, desde luego, pero no más destruidos que por otras mil causas. También esgrimen paparruchas de sociólogos que relacionan el alcohol con la delincuencia, con el deterioro de las relaciones humanas, con la perversión de la sexualidad y la catástrofe de las familias. Ignoran la gloria de los paraísos artificiales, el aliento a la imaginación creativa, la mitigación de las timideces y la burbuja de cordialidad y de solidaridad con la que el alcohol envuelve a los que lo aprecian. Me pregunto cómo justificarán, cuando son creyentes o piensan serlo, la función litúrgica del vino o la mitología del cáliz”.

Mi padre tuvo dos hermanos menores que, como buenos hombres, bebieron desde más o menos temprana edad. Ninguno de ellos se dedicó de tiempo completo a los vinos, antes de eso tuvieron hijos y marcharon, aun cuando se visitaban a menudo, por distintos caminos en la vida. Uno de ellos acumuló cierta modesta fortuna y el otro siempre anduvo flojo en el trabajo, aunque no dejó de llevar comida a su casa. Uno tenía más estudios y ocupó cargos importantes en el gobierno mientras que el otro rondaba de manera azarosa puestos mucho más humildes que los de su hermano. Y mi madre, quien no cesaba de dar opiniones cuando nadie se las pedía, hacía notar a su esposo la injusticia que se cometía cuando sus cuñados se entregaban a la bebida. Si el que es más pobre toma unos tragos se le censura, afirmaba mi madre, se le llama borracho y se le escatiman cada una de las gotas de la botella. En cambio, si el pudiente se embriaga nos reímos, lo celebramos y la crítica más dura que hacemos es decir que se le pasaron las copas. Ella tenía razón pues sólo a las malas personas se les ahorran adjetivos y los eufemismos para describir a los ebrios son verdaderas pedradas en el espíritu. No sé si tener un poco más de dinero en el bolsillo hace que el beber sea más apreciado por las personas, aunque lo contrario es cierto: la pobreza hace sospechoso al ebrio porque uno se pregunta si se puede disfrutar del licor cuando se sufre por la escasez. Yo que he sido pobre catorce veces en la vida recomiendo llevar consigo un billete, aunque sea prestado, cuando se va a beber, un billete que no será gastado sino que deberá conservarse todo ese tiempo en el rincón del más escondido de los bolsillos. Si se hace lo anterior entonces el vino no se pudrirá en el estómago y los astros continuarán su camino.

Es cierto que he leído a Séneca y no me avergüenzo por ello, ni por ninguna otra de mis lecturas. Creo que es bueno leer a un moralista que se contradice y más si ha cometido adulterio y ha caído varias veces de cabeza en el pozo de los placeres. En su De la vida bienaventurada escribe que “el placer es bajo, servil, flaco, caduco, y su sitio y domicilio son los prostíbulos y las tabernas”. En algún otro pasaje acusa al vino de ser placer para los que se entretienen torpemente. De esta blasfemia deduzco que el sabio romano cordobés tuvo que haber bebido a cántaros. Uno predica lo que no hace y es ésta la regla moral por excelencia. Yo nunca he bebido solo, mas me atraen las personas que se emborrachan en soledad. Y si después de unos tragos balbucean o hablan al aire es que deben ser unos santos. Mi padre bebió siempre rodeado de amigos, pero cuando todos se alejaron o murieron comenzó a beber solo. Se enclaustraba en su recámara y bebía un brandy que almacenaba en una garrafa de cristal cortado. Eran sus gustos. Me sorprendió y emocionó que a su entierro fueran tantas personas. ¿De dónde salieron? No lo sé, pero yo apenas si conocía a unas cuantas. Me causaron un sentimiento contradictorio, por un lado quería reprocharles que hubieran abandonado a mi padre en sus últimos años, por otro quería abrazarlos, agradecerles que estuvieran allí rodeando su ataúd. No hice ninguna de las dos cosas. ¿Qué se puede hacer en un entierro, sino callar? En La hermandad del vino el personaje de Arturo Bandini también enmudece cuando asiste al entierro de su padre, el recio, borracho cantero Nick Molise, y después de verlo tendido en su ataúd, maquillado, el rostro liso y las mejillas coloreadas dice en silencio: “Ese no es el viejo, ese es Groucho Marx y cuanto antes lo enterremos, mejor”. En fin, los borrachos hablan siempre más acerca del padre que de la madre y esto es cierto aunque no se pueda comprobar.

Así escribo (Vicente Quirarte)

Octubre/2010
Nexos
Vicente Quirarte

Un café y una libreta
“¿A qué hora escribe?”, afirmación, más que pregunta. Quien la formula es porque nos percibe víctimas de los enemigos del escritor enumerados por Edmund Wilson, esas enormes minucias que consumen la energía que quisiéramos sólo consagrada a la lucha con el espejo interior que no perdona. Más que enemigos del escritor lo son de la escritura, pues quien ha logrado concretizar sus pasiones en objetos verbales capaces de resistir el paso de los años, puede vivir sin escribir. ¿Se puede ser escritor sin escribir? Sí, cuando se ha descubierto que escribir es una de las tareas más altas que existen. Pero también una de las más desgastantes, ingratas, frustrantes. Y difíciles. El escritor verdadero escribe lo que debe y calla cuando debe. Lo supo Juan Rulfo. Lo sabe Alí Chumacero. Sin embargo, mientras no podamos respirar la delgada transparencia de esas cimas, nuestro único remedio es continuar en el intento.

Al planteamiento inicial, es posible responder con inteligente estrategia, aunque nuestro inquisidor se dé cuenta de que lo hacemos con nuestra mejor máscara y un ramillete de selectos lugares comunes. Es posible invocar la falta de tiempo y sus demás aliados. El enemigo mayor se articula en primera persona, ese yo que es otro y nos exige lo que narcisismo y sentido común pretenden evitar a toda costa. Para el amor, como para la escritura, siempre hay tiempo, pero la segunda ocupación es más demandante y absorbente. No basta el dominio de la técnica. La palabra se va con quien mejor la sirve, con quien mejor la siente. Con quien más resiste.

Provengo de una familia cuyo capitán apostó sus mejores cartas a la palabra escrita. No escribir era morir. Con el paso del tiempo he aprendido que la vida es mejor que la escritura, pero el estigma de nuestra tribu permanece, para bien y para mal, como el fuego de San Telmo con el que templaban sus armas los arponeros del Pequod, en la atroz y maravillosa aventura de Herman Melville que me acompaña de continuo. Vencer a la blancura, sí. Pero hay modos de hacerlo sin desembocar en la tragedia y conservar el honor, la varonía.

Cuando intuí que mi ocupación medular iba a ser la escritura, intenté hacer lo que había observado en mis modelos: dedicarme enteramente a la literatura, no pensar en otra cosa. La vraie vie est absente, leí en Rimbaud y quise transformar la frase en dogma. Por fortuna, puedo contar las veces en que me he encerrado con la sola voluntad de escribir. El resultado fue tan estéril como dramático, tan patético como infructuoso. De manera natural, por fortuna para mí y de la familia con la cual comparto esta aventura terrestre, he aprendido que encerrarse a escribir es encerrarme en mí mismo, utilizar una coraza donde, mientras las palabras se buscan, se inflaman, se agrupan en sintácticos batallones, el ejercicio de la vida sigue y conduce, de manera inevitable, a que lo escrito le corresponda de mejor manera, aunque en apariencia esté más alejado de ella.

Me torturaba escuchar a mis amigos novelistas que pueden abstraerse de cuanto les rodea y forjar universos propios. Dejé de hacerlo cuando me di cuenta de que mi método de trabajo —si así puede llamarse al pánico del último momento— es semejante al de un niño cuando hace la tarea y la interrumpe de continuo porque tiene que ir a patear la pelota, abrir el refrigerador sin tomar nada, rogar que toquen a la puerta porque hay que descargar el bote de la basura. Las interrupciones son bendiciones porque —otra vez— escribir es una tarea imposible que otorga sus verdaderos frutos sólo de cuando en cuando. Sin embargo, siempre habremos de abominar de quien con la mejor intención nos dice, como recuerda el poeta: “Vente a cenar, tigrillo, la leche está caliente”.

Escribir es avanzar. De ahí que caminar y correr sean recomendables para ahuyentar fantasmas y allegarse nuevos. Londres sintió las largas piernas de Virginia Woolf agotar sus calles; Praga, las legendarias caminatas de Franz Kafka quien, tras imaginar la estructura de mil castillos en sus vagabundeos, lograba incorporar tres nuevos ladrillos en su jornada de trabajo. Me consoló descubrir esta circunstancia en una biografía suya. Siempre será mejor el destilado si para lograrlo se ha pasado por la mayor cantidad de venas del alambique. Las iluminaciones más intensas que he vivido han sido cuando el cuerpo está dedicado enteramente a la carrera. Ningún texto me ha dado la satisfacción de haber cruzado la isla de Cozumel y de tal manera vivir la novela que no he escrito. Me corrijo: esa intensidad hace verdadero lo escrito y lo que está por ser escrito.

El cómo escribo desemboca, inevitablemente, en el dónde, palabra que tiene el doble significado de soporte y espacio. Una libreta y un café son los mejores pasaportes al paraíso, la mejor estación de combate para escribir borradores. La primera, para sentir que ese pequeño cuerpo acepta nuestras incisiones, mejor si son de pluma fuente que sostiene, por unos instantes más, el brillo y el peso de la tinta. El cuaderno otorga estructura y aleja del caos. Y un café, de preferencia, donde nadie nos conozca, o lleguemos a ser tan familiares que logremos el silencio de una silla. Un café donde sea posible estar solo en medio de la multitud, y acompañado por ella. Un café que sea el nuestro, como suyo ha hecho El Comercial de Madrid el gran Tomás Segovia y cuya pequeña, cuidadosa caligrafía construye cada mañana vastos universos que nos iluminan con su blanca luz moral.

Ausencias

7/Noviembre/2010
Jornada Semanal
Jorge Moch

La televisión en México apenas rebasa los sesenta años de edad pero en esas seis décadas, diez, once sexenios de sino fatal, parece haber apuntado más a su degradación que a su enriquecimiento. Alguna vez exhibió contenidos esencialmente ligados –no muchos pero había– a la cultura y las artes. Programas de entrevistas, de comentarios, documentales, semblanzas. Hasta de concursos que ponderaban el conocimiento, allí los que condujeron Pedro Ferriz (el padre, no el palafrenero de derechas y apologista de la idiotez que resultó el hijo) o don Jorge Marrón, el Doctor I. Q. Se acudía a los intelectuales como constructores de un marco referencial. Ya no. En parte porque la televisión, como la vida nacional toda, se ha tugurizado, y en parte porque la muerte le va ganando la partida al hombre. Cosa simple, que la gente muere, que dejamos de verla si es que supimos de ella. Muere tanta todos los días que no debería ser particularmente llamativo si se trata de un odontólogo, un alarife o un poeta. Qué importa si era sabio o no. Pero últimamente el panorama mexicano, la sociedad y su cultura con sus sabios –y pelados de a pie por decenas de miles, en el horror cotidiano– muertos, es una postal lastimera, la suma de infinitas restas, remachará con exactitud quirúrgica Sergio Pitol, porque eso es lo que hay: restas constantes, una clase intelectual cada vez menos nutrida y además víctima de la indiferencia oficial, de una visión bovina de la cultura convertida en lastre para el presupuesto, lo prescindible. Los últimos años, los últimos meses han sido particularmente duros con la república de las letras mexicanas, con las artes, con lo que nos queda de erudición y en ello con lo mejor de la conciencia cívica. Se nos han muerto demasiados sabios. Personajes que al margen de lo filial, porque muchos de ellos fueron madres y padres sin saberlo, constituyeron la vieja escuela de nuestra intelligentzia.

TV Azteca mantuvo al aire por poco más de cuatro años –una raya en el agua que sin embargo muchos creímos que duraría mucho menos– la revista cultural Domingo 7, conducida por Pablo Boullosa, Nicolás Alvarado, Déborah Holtz, Marisol Schultz, Fernanda Solórzano y Javier Cruz. Finalmente sacó del aire la serie para privilegiar la basura que caracteriza a la televisora de los Salinas y terminó por darnos la razón a los agoreros. Hoy son mínimas las intervenciones de comentaristas culturales –en Azteca son prácticamente inexistentes– en los noticieros de Televisa. Los espacios culturales –revistas, suplementos– han ido desapareciendo, reduciéndose.

La televisión, dueña y señora del ideario masificado antes aceptaba, tenía que hacerlo, que una fracción de su barra programática incluyera creadores de las bellas artes o eruditos y pensadores, ya fuera entrevistados en programas de toda laya o hasta como conductores: aparecían a cuadro coreógrafos como Guillermina Bravo, poetas como Salvador Novo, quien opinaba que la televisión era “como una hija monstruosa del oculto coito entre la radio y el cine” y sin embargo fue alguna vez reportero del medio. Brotaba extravagante Juan José Arreola, de capa, chistera y bastón, recorriendo mercados y plazas, haciendo poesía de su sola memoria proverbial. Ricardo Garibay llenaba la pantalla de su Caleidoscopio, interrumpía a sus entrevistados, desenrollaba una belicosidad enciclopédica. Veíamos a pintores como Rufino Tamayo o José Luis Cuevas; veíamos a escritores, filósofos, escultores, dramaturgos. Maruxa Vilalta recomendaba libros sin parar en Canal 13 antes de ser fagocitado por el salinismo. Hoy, fuera de los canales culturales universitarios o estatales como TV UNAM, Canal 22 u Once Televisión, los creadores artísticos y hacedores de cultura han desaparecido del gran escaparate. Pero no hace tanto que estaban allí. Aparecían a cuadro. Seguían siendo necesarios para aglutinar, incluir, conformar el mosaico pluriétnico y multicultural que alguna vez fuimos.

Hoy los cánones son otros, más cínicos, y no sólo rechazan la presencia de los intelectuales, sino que éstos son bichos raros que parecen más bien estorbar. Quizá por la vena crítica que algunos no han ocultado en un cortinaje de connivencias con el régimen. Y en televisión lo que incomoda, desaparece. Primero desaparecieron de la pantalla, luego de la vida pública, luego han ido desapareciendo simplemente de la vida, dejando huecos irresolutos, nichos desolados de un linaje intelectual que quedan vacíos a un ritmo mucho mayor del que podrán ser colmados.

Alí Chumacero en la memoria

7/Noviembre/2010
Jornada Semanal
Juan Domingo Argüelles

Era yo muy joven cuando conversé por vez primera con Alí Chumacero (1918-2010). Lo entrevisté varias veces; la última, el 21 de septiembre de 2009. Me recibió gracias a la generosa gestión de su hijo Luis, a pesar de que ya no tenía muchas ganas de entrevistas.

Alí poseía la virtud de anular la diferencia generacional, y le daba a uno la confianza de tutearlo y siempre lo hacía sin que se sintiera en ello la concesión de falsa modestia de los pedantes que se quieren sentir democráticos por corrección política. Alí lo hacía con la mayor naturalidad, porque esa era su forma de ser. Huía del lugar común de actuar como Poeta todo el tiempo. Esa pose nunca la tuvo. De ahí que Paz dijera que era el poeta mexicano más intelectual y a la vez más antiintelectual.

Sus poemas ceñidos, exactos, perfectos, pero su personalidad, jamás contenida, nunca impostada; con la sonrisa, la risa y la brillante ocurrencia en todo momento. Se reía de la pose de los poetas y lo hacía con gran sentido del humor, mucha imaginación y un profundo conocimiento de la realidad.

Estoy seguro de que el genial Gombrowicz, que odiaba la pose de los poetas, lo hubiera admirado, ya que afirmaba que “incluso la religión muere desde el momento en que se convierte en un rito”. “¿Monjes los poetas?”, se preguntaba Gombrowicz, e inmediatamente sentenciaba: “Realmente, sacrificamos con demasiada facilidad en estos altares [de la grandilocuencia poética] la autenticidad y la importancia de nuestra existencia.”

Lo que le molestaba a Gombrowicz eran los rituales y los escenarios teatrales y el “error de estilo” (como cualquier otra falsedad) del “comportamiento poético”: esa elevación que les hace perder a los poetas la tierra firme bajo sus pies, y elevarse como globos hinchados repitiendo ellos mismos, y creyéndoselo: “¡Ah, la palabra del Poeta, la misión del Poeta y el alma del Poeta!”

Contra todo eso, que nunca practicó Alí Chumacero, se abalanza Gombrowicz en su libelo Contra los poetas. Muchos poetas lo odian por ello; no yo, desde luego, que siempre lo celebro, ni poetas terrenos como Hugo Gutiérrez Vega y Alí Chumacero que siempre lo reivindican con –como dijera Gabriel Zaid– la poesía en la práctica.

La poesía en la práctica de Alí siempre fue un ejercicio natural y real; jamás un ritual vacío o una elevación en el globo de la petulancia. Hablaba en prosa, no en verso, y estaba siempre con los pies en la tierra, y era capaz de poner en lenguaje coloquial algunos de sus mejores y más simbólicos poemas, para la mejor comprensión del profano; algo que nunca se permiten los Poetas Petulantes, porque suponen que si lo hacen le quitan la Magia a su Palabra. “¡Pendejadas!”, decía Alí y soltaba la franca carcajada.

Fue así como me habló, en la última entrevista que le grabé, de su mejor poema: el más decantado, el más entrañable y el más profundo, el más intelectual y, a la vez, el más antiintelectual. Con estas palabras lo recuerdo y lo evoco con admiración: “El ‘Responso del peregrino’, que considero mi mejor poema, está dividido en tres partes que corresponden a tres momentos sucesivos de la creación poética. En la primera, hablo de la Virgen de Lourdes. Mi mujer, que ya murió, se llamaba Lourdes. Cuando escribí el poema, ella era mi novia, y el poema evoca a Lourdes confundiendo, y fundiendo, las dos personas: la Virgen de Lourdes y mi próxima esposa. Por eso escribo: ‘Elegida entre todas las mujeres,/ al ángelus te anuncias pastora de esplendores’, y luego digo: ‘Oh, cítara del alma, armónica al pesar,/ del luto hermana: aíslas en tu efigie/ el vértigo camino de Damasco/ y sobre el aire dejas la orla del perdón.’ En la segunda parte hago un juego con la vida misma de los hombres casados con la mujer que aman, el nacimiento de los hijos y el paso de los años hasta llegar a la muerte. La muerte era, claro, la mía, en la idea de que ocurriría antes que la de Lourdes. El destino descifró mi misterio y me hizo sobrevivir, muchos años, a mi mujer, pero ahí se hace una evocación de lo que sería mi muerte y la presencia, al lado de mis restos, de los seres queridos. Finalmente, en la tercera parte hice una presentación de la posición de mi mujer, que era creyente en Dios, y la mía, que no es la de un ser muy creyente. Ahí se miran las dos posiciones, una frente a otra, pidiéndole yo a ella que rece por mí, que ruegue por este pecador, diciéndole que, en el fondo, soy un hombre bueno. Lo primero es absolutamente cierto y lo segundo a lo mejor también es verdad.”

sábado, 6 de noviembre de 2010

Bellaca defensa del arte contemporáneo

6/Noviembre/2010
Laberinto
Heriberto Yépez

Las acusaciones contra los artistas contemporáneos —¡charlatanes, farsantes!— se asemejan a la retórica medieval contra los herejes.

Los artistas contemporáneos despiertan el enojo e intolerancia de una sociedad filistea y encabronada incluso contra heterodoxias simbólicas.

Se critica hacer piezas crípticas, “elitistas”. Pero Pound o Heidegger ¿también son criticables por indigeribles?

O se dice que sus piezas son fáciles de hacer. Supongamos que hacer arte contemporáneo es fácil. Entonces, ¿por qué es minoritario?

Dirán: porque son una mafia sin Talento Real y llegan a galerías y museos mediante amistades: es un Gran Engaño.

O se le acusa de vivir de fundaciones y programas públicos, entonces, ¿hay que pedir a los empresarios y gobierno que cancelen apoyos al Mal Arte? ¿Hay que quitarle la capacidad de decidir sobre el arte a los artistas y curadores? ¿Que Pro-Arte Verdadero decida?

Las reprobaciones del arte contemporáneo son moralistas.

Se le acusa de no trabajar —argumento protestante—; no ser accesible —argumento populista— o, al contrario, ¡se le acusa de ser obras de mensaje simple!

Se ve mal que artistas hagan fama y dinero sin ser pintores.

Si el arte contemporáneo no vale nada, ¿no habrá algún mérito en hacer fortuna de la basura?

Otro ataque es que el arte contemporáneo ya no escandaliza. Pero cada vez son más frecuentes en México y USA los escándalos contra el arte contemporáneo.

Otra paradoja es que quienes critican al anti-arte, sin darse cuenta, son anti-anti-arte.

El anti-arte contemporáneo es conservadurismo. Desea un mundo del arte (aún) más reaccionario, “trabajador”, Bello, sublime (religioso), moralmente intachable, menos politizado y donde los artistas sean decentes (sin mercado).

Defender al arte contemporáneo es impopular. Pero si una sociedad fuese capaz de entender arte contemporáneo —discutirlo, hacerlo, venderlo, renovarlo— sería un gran logro educativo. Sería un pueblo, al menos, teorético o astuto.

México sobrevive únicamente por técnicas similares a las del arte contemporáneo: reciclaje, ocurrencia, autopromoción, intervención, improvisación, redes para salir adelante y performance. ¿Entonces por qué muchas personas lo critican como si fuera una traición a la patria?

El anti-arte contemporáneo defiende la pintura. Pero la pintura abrió las puertas del arte contemporáneo.

El anti-arte contemporáneo no quiere superar su espíritu de intolerancia.

El arte contemporáneo es la primera forma de arte que se permite fallar, fracasar. No cumplir-expectativas es lo que menos toleran sus detractores, que exigen infalibilidad(divinidad, Eternidad) a la obra de arte.

Hay quienes sin saberlo retoman alegatos de la Iglesia, el moralismo retro-muralista, Hitler y Reagan, declarados enemigos del arte contemporáneo.

Letra y sangre

6/Noviembre/2010
Laberinto
Armando González Torres

Devorada la última página, el artista adolescente cerró el libro con nostalgia y siguió evocando las páginas luminosas que narraban la trayectoria del militante. Hay un misterio en la violencia que seduce a la letra. En la época moderna, el intelectual ha patrocinado decididamente ciertas formas de violencia que se consideran refundadoras, desde los movimientos fascistas y las revoluciones socialistas hasta las explosiones anarquistas. El ideal heroico, aunado al fervor ideológico, promueven, entre muchos intelectuales, una visión positiva de la violencia como acto de depuración social, afirmación de lo justo y extensión de lo civilizatorio. Pero ni siquiera hacen falta motivos ideológicos fuertes, el culto a la guerra de algunos autores, por ejemplo, revela una fascinación por ese fenómeno debido a su carácter de vivencia extrema. No es extraño que muchas obras escritas entre trincheras muestren una intensa euforia y que Ernst Jünger hable de la Primera Guerra Mundial como la última guerra clásica de “entusiasmo por la muerte”. Cierto, la guerra, la revolución o la revuelta permiten fundir el destino solitario y rutinario del individuo en las fuerzas de la colectividad y el movimiento de la historia. La inversión de los valores, el cambio en los códigos y relaciones interpersonales, el congelamiento e intensificación del presente, la alerta y exacerbación de los sentidos son parte de esa seducción adictiva de los estados límite.

Hay entonces este “misticismo bélico” que criticaba Walter Benjamin en el que el horror es superado por la expectación de la guerra. Se trata de una estetización de la violencia que busca darle prestigio trágico a una vida mediante la materialización de la ficción. De hecho, la gran preocupación de muchos apólogos de la guerra ante los avances tecnológicos era la erradicación de su “humanismo”, su tecnificación y burocratización que propiciarían que el combate no fuera entre hombres, sino entre computadoras. Pero si la violencia podía llegar a aliarse con el ideal político, la que vivimos ahora es un gesto mecánico, un bajo placer predatorio, que pulula entre vacíos de poder y fermentos sociales degradados. Para Michel Wieworka en su Le violence las categorías bajo las que se analiza la violencia deben renovarse, una vez que el crepúsculo de la lucha de clases y el fin de la Guerra Fría quitan las mayúsculas a la noción de conflicto, aunque fragmentan, multiplican y diseminan la violencia: desde esas formas “infrapolíticas”, las cuales expropian el monopolio de la violencia al Estado para la práctica del tráfico de drogas y otros ilícitos, hasta esas formas “metapolíticas” de fundamentalismo religioso o étnico. El desencantamiento y deslegitimización de la violencia tendría, al menos, la ventaja de limitar su reivindicación por parte de los intelectuales, pero los repertorios y motivos de la violencia heroica no se agotan en las mentes letradas, aunque cada vez sean más grotescos.

Los relámpagos de Alí

6/Noviembre/2010
Laberinto
Margarito Cuéllar

Durante una mesa de lectura del encuentro Poetas del Mundo Latino, en el Centro Cultural Clavijero de Morelia, se dio la noticia: ha muerto Alí Chumacero (Acaponeta, Nayarit, 1918-Ciudad de México, 2010). Fue una tarde de aplausos, y a la vez un sábado triste. Marco Antonio Campos leyó unas líneas del poeta. Después vino un minuto de aplausos, el primero de tres tandas de palmas para el amigo recién muerto. “Mi maestro, mi padre, mi hermano, el poeta más simpático que he conocido. Que mal que se nos ha ido, y que bien que nos haya dejado esos relámpagos verbales”, dijo Campos.

Aunque sólo escribió tres libros: Páramo de sueños (1940), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956), quizá por esa sabia decisión de asirse a la brevedad, el poeta recibió en vida homenajes y reconocimientos. Conversador, buen bebedor, animador del Fondo de Cultura Económica durante varias décadas, protagonista de la cultura nacional buena parte del siglo XX, fue además de un hombre de letras un personaje de anécdotas. Como la vez que una muchacha se le acercó y le dijo: “Oiga, Alí, si usted sólo escribió un libro, ¿por qué le hacen tantos homenajes?” El poeta respondió: “Imagínese si hubiera escrito dos”. O como cuando le preguntaron: “Maestro, ¿cuántos años va a vivir?” “Ciento cincuenta, pero me da tristeza que ustedes no van a estar”, respondió, ya casi al final de sus días.

Poeta de largo aliento vital y de breve, aunque intensa, raíz poética. De largo aliento: alcanzó, con jovialidad inusitada, 92 años. De breve e intensa raíz: tres obras fueron suficientes para decir lo que tenía que decir. Más que poeta, escultor de palabras. De la roca más áspera, talló con tal esmero, cinceló, pulió, hasta dejar la primicia, la esencia minimalista, como su nombre mismo: Alí.

Se está haciendo tarde

Así lo recuerda Jorge Valdés Díaz-Vélez: “Alí Chumacero, como Juan Rulfo, ha legado a las letras mexicanas e iberoamericanas una obra breve e imprescindible. La intensidad de su poesía y el arco bien temperado entre forma y fondo, son un ejemplo de talento aunado al rigor y exigencia por alcanzar la deslumbrante expresividad que concentró en cada uno de sus poemas. Nunca quiso ser considerado un maestro, sino un poeta más, y no hacía distinciones entre sus contemporáneos, sus pares. Tramaba la anécdota con la frase ingeniosa, jamás lapidaria; y como caballero de amorosa raíz, era poseedor de una elegante procacidad a flor de carcajada”.

“Conocí a Chumacero en 1988 en una reunión de poetas —dice Jorge Humberto Chávez—. El encuentro fue en uno de los pasillos del Hotel Aristos, cerca de la una de la mañana. Me confundió con un empleado del hotel. Se quejó de que en su cuarto había dos personas que le impedían dormir y me pidió que les pidiera retirarse. Le dije que intentaría ayudarlo. Ahí estaban Jaime Augusto Shelley y Juan José Macías. Les dije que el maestro quería dormir. No hicieron caso. Alí me pidió que tomara una botella de vino y nos pusimos a beber. Des
de ese día, hasta el 30 de agosto de este año, última vez que estuve en su casa, nunca hablamos de poesía. Conversábamos de sus amigos y amores, de Ciudad Juárez, de amigos comunes, de mujeres, de su pasado, de whisky y de vinos. Era el más perfecto, preciso y misterioso de los poetas mexicanos. Algo desconocido, entre demoniaco y angélico, alentaba su poesía con una voz que era la de él pero que provenía de otras estrellas. Murió joven, habíamos hecho planes para celebrar su cumpleaños número 150”.

Anestesia final

A unas cuadras de Bellas Artes, donde el vate nayarita era festejado por familiares y amigos, hay una librería del Fondo de Cultura Económica. En la mesa de novedades hay cuatro títulos: dos de poesía, uno de ensayos críticos y otro de discursos. Su obra completa brilla por su ausencia: “Nos agarró desprevenidos, hubiera avisado que se iba”, dice uno de los empleados.

La despedida fue en el mismo recinto donde recibiera la medalla de Bellas Artes. Su deseo de que “a la hora de la hora, cuando me vaya con la música a otra parte, me recuerden como un hombre venido de un pueblecito pequeño que se llama Acaponeta, de un estado pequeño que se llama Nayarit; buscando un sitio propio”, fue cumplido.

Flotan en el aire los versos del poema “Anestesia final”: “La muerte bajo el agua/ y la noche navega lentamente./ Herida va mi sangre,/ más ligera que el sueño/ y el despertar sediento del inicial recuerdo./ Una mortal navegación a oscuras,/ marítimo dolor, cristal amargo;/ un estar descendiendo/ sin encontrarse asido,/ como un río que fuera de los pies a las manos/ junto al sopor nocturno;/ un tornar las cortinas de la sangre,/ la boca atropellada de silencios,/ como si labios húmedos/ cayeran en mi huella/ deletreando ausencia entre las manos./ ¿Quién asciende hasta el último suspiro?/ ¿Quién bebe la cicuta del agua entre la muerte?/ ¿Quién destroza el silencio?/ ¿Quién en silencio vive?”

lunes, 1 de noviembre de 2010

Cita con la desilusión

1/Noviembre/2010
El Universal
Guillermo Fadanelli

“Para comprender, me destruí.” Sólo estas palabras, no más, que leí a Fernando Pessoa, y que han logrado congelarme por un instante y detener los pasos que no aciertan a guiarme en ese horizonte de absoluta ceguera que se impone a mis ojos, a todo lo que pienso, y a todo lo que soy. Y no ha sido Pessoa la causa de esta repentina escapatoria hacia la inmovilidad, sino algo que estaba allí desde siempre. Un joven lector de mis novelas se ha suicidado y apenas me enterado de ello gracias a un correo de su amada maestra y amiga quien me lo ha hecho saber con esas palabras suaves y contundentes que sólo las mujeres pueden expresar. Y la noticia me ha afectado de tal manera que he tenido que detenerme y volver sobre los pasos andados nada más para descubrir, de nueva cuenta, que no se puede volver y que la necesidad de avanzar se debe sólo a una necesidad todavía más imperante que es la de mirar atrás para dejar de ser.

La novela que estuvo en manos de Clemente, Educar a los topos, que yo escribí y que ahora un grupo de jóvenes, impulsados por el entusiasmo del mismo Clemente, han llevado al teatro, no puede ser comprendida más que como literatura, es decir como mentira y como un suicidio abstracto, acción desesperada que se comete justo porque uno desea. en todos los sentidos, alejar la muerte de nuestra casa. Escribes de tu pasado para inventarte un mito y afirmar la conciencia del haber vivido, no para conocer la verdad ni para obtener ninguna clase de respuesta. Maldices para vivir y te destruyes poco a poco para comprender. Pero llega el momento en que un joven sensible y habitante de un mundo tan inhóspito como el nuestro decide marcharse y abandonarnos. Se ha suicidado porque a eso le da derecho su libertad y es entonces cuando nada más puede ser dicho y el silencio y el desconcierto que nos causa una vida que ha dejado de preguntar se apropia de nuestra razón y la aniquila. Sin preguntas no hay vida. Yo no entiendo bien hasta donde es posible llegar en nombre de una libertad que se vuelve monstruosa cuando se transforma en muerte. Ningún concepto de libertad me deja satisfecho cuando un joven se marcha repentinamente impulsado, quizás, por una intuición que no pierde el tiempo en arte o palabras y nos revela de un solo golpe lo que debemos ser.

Dina Duque, maestra y amiga de Clemente me ha pedido que añada unas palabras al libreto de la obra cuando lo que yo debería hacer es retirar todo lo escrito y volver a comenzar, pese a no tener idea de si algo así es posible. ¿Empezar de nuevo? No tengo derecho a abandonar el juego porque he optado por la literatura, es decir por el malabarismo de la estética y por la auténtica frivolidad del vivir. Las novelas son mentiras que uno elige y que tendrían que dar vida aún cuando invoquen la maldad humana o describan las vicisitudes más amargas de los seres humanos: eso son las palabras, deseo de continuar, de preguntar no obstante se conozca la respuesta de antemano, de estar al lado de un otro que no existe. Las novelas llegan a ser un extraño espejo de lo que no somos y es justo en este punto cuando el lector se apropia de una vida que es la suya y que no lo es al mismo tiempo. Sin la atención, el tiempo y la energía del lector las novelas se van al caño. No hay verdad, sino juego y espíritu.

La delirante cascada de crímenes que ha venido sucediendo en estos últimos días ha destruido el poder sugestivo de la palabra. ¿Qué filosofía tiene sentido ante la repugnante presencia de estos hechos que nos alejan de la virtud humana? Benjamin, Adorno, Lyotard, entre otros pensadores, llegaron puntuales a esta cita con la desilusión. La diatriba es que nosotros no necesitamos de un relato histórico para decepcionarnos porque vivimos una situación terrible en extremo. Lo que se está haciendo con los jóvenes en este país es un lento genocidio. No hay presidente, ni habrá presidentes que puedan devolvernos la calma. ¿Quién va responder por todos estos crímenes?